El visitador del preso - Concepción Arenal - E-Book

El visitador del preso E-Book

Concepción Arenal

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Beschreibung

Profundo ensayo de corte jurídico de Concepción Arenal. En él, la autora analiza la figura del visitador científico de presos, sus funciones, sus competencias y sus responsabilidades tanto en relación a los presos en sí como a su entorno, su enmienda y su reincidencia.-

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Concepción Arenal

El visitador del preso

 

Saga

El visitador del preso

 

Copyright © 1896, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509939

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Monsieur G. Bogelot1

Aunque Vd. no sabe español, al ver su nombre al frente de EL VISITADOR DEL PRESO traducirá con su corazón lo que con el mío escribo. La modestia tiene sus derechos; no niegue Vd a los suyos a la gratitud, que es un dulce sentimiento pero a condición de que no se la sofoque.

CONCEPCIÓN ARENAL

Advertencia2

¿A quién se dirige este libro? Parece que lleva en el título la dirección. ¿A quién ha de dirigirse sino a los que visitan las prisiones? Pero, según puede inferirse de pareceres autorizados, habrá dos clases de visitadores: unos que irán en nombre de la ciencia, otros de la caridad; unos cuyo objeto será estudiar al delincuente, otros que se propondrán consolar al hombre, enseñarle mientras esté preso y ampararle cuando salga. No nos dirigimos a los visitadores científicos; ni tenemos ciencia para darles lecciones, ni fe en el resultado de su visita, si ha de hacerse, según indican, visitando al recluso en la prisión como se visita al enfermero en la clínica; continuamos pensando lo que decíamos hace seis años en el Bulletinde la Société Générale des Prisons, y hemos repetido en la Nueva Ciencia Jurídica: «Las observaciones deben hacerse, casi diríamos sin la idea de hacerlas, o por lo menos sin manifestar que se hacen. El médico que procura curar o aliviar al enfermo; el profesor que desea enseñar al recluso; el capellán y el visitador que quieren corregirle y consolarle, prometiéndole protección para el día en que recobre la libertad; el empleado que se esfuerza para hacer su cautiverio menos triste, no con las complacencias de la debilidad, sino aplicándole con pena la ley cuando es dura, con gusto cuando permite algún alivio, y no faltando nunca a las formas, a la consideración que ninguna persona digna niega a la debilidad y a la desgracia, éstos son los que, viendo al delincuente en las horas en que se resigna y en que se desespera; cuando forma planes de venganza o hace propósitos de enmienda; cuando maldice al que ha declarado contra él, o llora recordando a su madre; en los días en que miente y en otros en que dice la verdad; en los momentos en que se concentra impenetrable o muestra un ánimo expansivo, éstos son los que, uno después de otro y a solas con el delincuente, pueden aprender algo de lo que pasa por su corazón y suministrar datos para su psicología».

El identificar los delincuentes con los enfermos y las penitenciarías con los hospitales, no nos parece razonable. La clase práctica de los alumnos de Derecho penal, con su profesor al frente, visitando las prisiones para estudiar a los delincuentes, creemos que no tendría nada de práctico, aunque bajo otros puntos de vista pueda ser de utilidad; y no es que abriguemos prevención alguna contra semejante visita; al contrario, nos congratulamos de que, en cualquier concepto, las personas honradas entren en las prisiones, porque lo peor que puede suceder es que no entre nadie, como ha sucedido hasta aquí; no serían lo que son, ni pasaría lo que ha pasado, y en muchas está pasando, sin el aislamiento en que las dejó la indiferencia pública. Bien venidos sean los que quieren entrar en ellas con un objeto plausible, aunque tal vez no sea realizable, porque su presencia allí, si no hace el bien que se proponen, hará otro. Dignos de aplauso son, y acreedores a gratitud, los que quieren ir a estudiar al preso, porque contribuirán a poner en comunicación el mundo regido por la ley penal con el mundo que no esta bajo su imperio, y que la conciencia pública, que hace o deja hacer las leyes, sepa lo que son en la práctica, y lo que significa un año, diez años, veinte años de presidio.3 Esto lo ignoran, no sólo el público, sino los tribunales que imponen esas penas. Ahora que está en uso comparar a los delincuentes con los enfermos, puede decirse que el juez, salvo excepciones, es un médico que desconoce la composición y los efectos del medicamento que receta.

Aplaudiendo, como con toda sinceridad aplaudimos, el movimiento científico que impulsa a estudiar al delincuente encarcelado, continuamos creyendo que ese estudio no puede hacerse colectivamente y en masa por los estudiantes de Derecho; de esta creencia participan personas cuyo voto es más autorizado que el nuestro. Mr. Lacointa opina que la visita científica se haga por dos, y Mr. Ivan Jouriski no quiere que se reúna con frecuencia la estudiantesca en las penitenciarías, y juzga que bastarán cinco visitas al año.

Otro de los motivos que tenemos para congratularnos de que la visita de las prisiones forme parte de la enseñanza del Derecho penal, es la esperanza de que los visitadores científicos (algunos al menos) se conviertan en visitadores caritativos; la ciencia y la caridad tienen grandes afinidades, y no será difícil que quien entró para estudiar al delincuente salga compadecido del hombre.

En todo caso, lo repetimos, nuestras observaciones no se dirigen al visitador científico.

Capítulo I

De la aptitud para visitar al preso

«Cuando el visitador de un preso hace esta reflexión: «Voy a ver a un hombre, al cual meparecería si Dios me hubiese dejado de su mano», tiene el programa más completo de su misión, y no le faltarán palabras de esas que llegan al alma».

Esto, que decía César Pratesi al Congreso penitenciario internacional de Estocolmo, contiene la lección más profunda que puede recibir el visitador que las necesite. La modestia, la verdadera modestia sentida y razonada, es cualidad indispensable; sin ella, la soberbia y la altanería, aunque no sean insolentes, aunque no sean francas, aunque estén contenidas y ocultas al parecer del altanero, serán visibles para el ojo perspicaz del que humillan. Cuando entre dos personas una se cree superior a otra en cantidad que pudiera decirse infinita, es poco menos que imposible no revelar semejante convencimiento sin que de ello se aperciba el que lo tiene.

Se dirá tal vez que no hay derecho en el delincuente para exigir que el hombre honrado le trate como a igual: cierto; pero como la cuestión no es de derecho, ni legal, como es moral y afectiva, como se trata de influir para el bien en lo íntimo, de penetrar en un alma que a veces es un abismo, de conmover un corazón que han contribuido acaso a empedernir las altanerías oficiales y mundanas, no se llegará a él marcando diferencias, sino procurando borrarlas: no es el caballero que como un rey desciende de su trono, es el hombre que compadece, y sin esfuerzo, no se pone, se encuentra al lado de otro hombre que sufre.

El consejo de Pratesi parte de la suposición de que el visitador cree en Dios y en su Providencia. ¿Y el que no crea?

El ateo, el incrédulo, el materialista, si es compasivo y razonable, aun puede tener mayores motivos para compadecer y ser modesto, El preso no lo está por culpa suya, sino por su adversa suerte y su mala organización; su visitador no goza de libertad por virtuoso, sino por afortunado; heredó buena organización y una fortuna o medios de adquirirla, y se encuentra caballero y honrado, como el otro canalla y criminal. El daño que hizo el uno y el bien que ha hecho el otro, brotaron como dos plantas diferentes porque proceden de distinta semilla. Para el que así piensa no hay delincuentes, sino desgraciados; y si siente algo, que sí debe sentir, cuando los visite en la cárcel, ¡qué poderoso motivo para compadecerlos, y qué razón tan fuerte para no despreciarlos!

Después de la compasión y de la modestia sentida o razonada, la perseverancia es una cualidad indispensable para el visitador del preso. La voluntad, que entra por tanto en la vida del hombre, entra aún por más en la del visitador como tal; el que no la tenga firme, perseverante, busque para hacer bien otro medio más fácil que consolará los delincuentes y contribuir a su enmienda. En esta empresa hay descalabros frecuentes, triunfos difíciles, desengaños amargos, lecciones severas; si las vanidades pudieran curarse, sería buena para curarlas; es de desear que al menos los aleje, porque entrarán en ella sin éxito y se retirarán con daño. El que por falta de perseverancia se aleja de esta piadosa obra, sin quererlo y sin saberlo la desacredita; la fuga por lo común no se confiesa, y es difícil razonar la retirada sin perjuicio de los que combaten. La asociación padece más o menos en el concepto público, y no gana nada en el de los reclusos, que no puede visitar con fruto el que los deja por cansancio.

Corazón, modestia, perseverancia: he aquí lo esencial, a nuestro parecer, para visitar con fruto al encarcelado. No son necesarias dotes excepcionales, ni cualidades brillantes, y aun podrá suceder, y sucederá muchas veces, que un hombre en apariencia vulgar haga más bien que otro más inteligente y más instruido: el corazón y el carácter influirán en el preso más que la razón superior y los vastos conocimientos; los hábitos intelectuales muy elevados, pueden hasta ser un obstáculo para hacerse comprender de personas acostumbradas a discurrir poco y mal; éste es otro motivo de modestia, u otra prueba a que la pone el visitador que sea o se tenga por docto, porque las categorías sociales o intelectuales no corresponderán siempre, ni acaso las más veces, a las que deben establecerse entre los visitadores; en este caso convendrá que procuren combatir cierta tendencia que todos tenemos a considerar una ventaja como título para obtener otras.

Es de suponer y de desear que los presidentes de los patronatos no se deslumbren por cualidades brillantes o posiciones elevadas; que señalen el trabajo más difícil al obrero que sea, no que parezca, más apto, y que la jerarquía caritativa se aparte, si es necesario, de la social o intelectual.

Capítulo II

¿Qué es el delito?

Moralmente considerado, como el visitador debe considerarle, el delito es, en último análisis, un acto de egoísmo en que el delincuente prescinde o quiere el daño de otro por su provecho o por su gusto, por cálculo exacto o errado, o cediendo al impulso de algún desordenado apetito.

Sobre la base del egoísmo prepara sus rapiñas la codicia, sus falsedades la calumnia, sus atentados la lujuria, y sus horrores la crueldad y la venganza. Las inclinaciones, las circunstancias, los medios personales o sociales de que dispone el egoísta, hacen de él un pícaro legal, un pícaro fuera de la ley, que infringe según las situaciones en que se encuentra, y según sus instintos y facultades le impelen o le contienen en uno u otro sentido.

El egoísta, ataque la hacienda, la honra o la vida; emplee la astucia o la violencia; sea cauto o temerario, varía de especie, pero está siempre dentro del género, y por los grados de su egoísmo pueden medirse los de su culpa.

La poca sensibilidad, compañero inseparable o una de las fases del egoísmo, se gradúa como él, y con él hace duros y crueles.

El delito es, pues, egoísmo y dureza.

Se dirá tal vez que personas que no son egoístas ni crueles, obcecadas por la pasión cometen delitos graves; pero en el momento de cometerlos crueles y egoístas fueron, y porque la mala disposición de su ánimo sea pasajera no deja, mientras dura, de tener los elementos generales de la maldad.

Hay quien se admira del egoísmo de los presos; nosotros nos admiramos de que no sea mayor. Todo el mundo sabe que los enfermos son egoístas, y no se les hace un cargo porque lo sean. ¡Padecen!, y esta sola consideración desarma todas las severidades. El delincuente tiene el doble egoísmo del desgraciado y del culpable, con más la propensión a ocuparse mucho de sí mismo quien se ve abandonado de todos. Este último elemento puede perder mucha fuerza o desaparecer bajo la influencia de la caridad; el que viene a nosotros piadoso, nos atrae hacia él, nos saca de nosotros mismos; que no hay consuelo sin la unión más o menos duradera, más o menos íntima del consolador y del consolado; si el preso experimenta ese consuelo, se templará la acritud producida por la indiferencia, siendo aquel yo desordenado y absorbente menos empedernido bajo la influencia de la abnegación.

Con saber que en último análisis es egoísmo el delito, no tenemos de él sino un conocimiento parcial, insuficiente para la práctica, porque en acción, lejos de ser simple, es compuesto, y consta de elementos varios que, según su naturaleza y modo de combinarse, le dan mayor gravedad y pertinacia.

La apatía con intervalos de actividad desordenada que el holgazán vuelve contra la vida, la honra o la hacienda ajena; la excitación acre de aspiraciones sin medios honrados de satisfacerlas; las veleidades de un ánimo inquieto que, lejos de ajustar la vida a un plan racional, la deja oscilar en direcciones distintas y aun opuestas, a merced del caso fortuito o del impulso momentáneo; la idea fija de algún fin que no repara en los medios; las concupiscencias que piden para los sentidos goces que obtienen, o por lo menos buscan, prescindiendo del honor y de la justicia; la pasión o el instinto que rompo todos los frenos; los accesos del furor o el cálculo frío de la crueldad; el aturdimiento confuso de un ánimo desequilibrado que sustituye el error a la verdad, el apetito a la conciencia y a toda razonable previsión del porvenir; el ansia avasalladora de un goce presente; la ignorancia, el olvido o el desprecio de lo que el deber manda en nombre de la religión, de la moral y de la justicia: algunos o muchos de estos elementos forman el desdichado compuesto que se llama delito. El que ha de combatirle tiene que analizarle; mas analizar para el que hace el análisis no es simplificar, sino penetrar en el laberinto de la conciencia humana extraviada, de la razón insuficiente, avasallada o cómplice del apetito, y ver la ramificación de los impulsos y la complicación de sus consecuencias.

Las identidades que la ley supone y ordena simétricamente la disciplina, hay que repetirlo, son las más veces ilusorias, y el visitador procurará partir de la realidad, de que el delito, como toda acción humana, es complejo, y para combatirle hay que conocerle, a fin de apropiar en lo posible los medios de corrección a las causas de la culpa.

El deseo del propio bien, que no condicionado ni contenido constituye el egoísmo culpable, es diferente en grados y persistencia; en alguna clase de delitos puede llamarse pasajero, y desaparece con la circunstancia excepcional que le excitó y puso de manifiesto; pasada ésta, puede ser compatible hasta con la abnegación. ¡Cuántos casos hay de perversos para los que odian, y buenos en muy alto grado para los que aman! ¡Cuántos condenados por ataque a las personas, que arriesgan la vida por salvar la de otro, por defender la patria! Esto prueba que, aun preponderante el egoísmo, es raro que, como estado permanente y definitivo, se apodere de todo el hombre; no pensar más que, en sí mismo, y no pensar nunca en sí mismo, es decir, la santidad y la maldad en el último grado, son extremos raros; en medio está el común de los hombres, que no prescinden absolutamente de los otros ni de sí, y la gran variedad de egoístas hipócritas que la opinión respeta y aun aplaude; egoístas legales que viven en libertad, y egoístas ilegales que se reducen a prisión. Su delito, egoísmo desbordado, ¿cómo volverá a encauzarse? Este es el problema.

Capítulo III

¿Qué es el delincuente?

Para la fuerza pública, el delincuente es un hombre que persigue con objeto de prenderle; para el juez, es un hombre que ha infringido tal o tales artículos de la ley, y a quien hay que aplicar tales otros; para el empleado en la prisión, un hombre que permanecerá en ella meses o años, y que, según esté o no bien organizada, procurará que trabaje, que se corrija, o solamente que no alborote, ni se escape. El director de la penitenciaría, el empleado que comprende y quiere cumplir su elevada misión, necesitan y quieren saber algo más, y por lo que resulte de la causa se enteran de los antecedentes del penado antes de cometer el delito, de la clase y circunstancias de éste, de si es o no el primero, de su conducta en la cárcel, teniendo en cuenta además la que observa en la prisión.

Con todos estos datos, el visitador quedará tal vez lleno de dudas, de perplejidades, o hará afirmaciones diversas u opuestas, y que habrán de influir en su modo de proceder y en los resultados que obtenga.

El hombre, ¿es un ser racional que puede abstenerse de la acción reprobada o realizar la acción laudable, según sea su voluntad, o es el esclavo de su organismo, y hace el mal sin culpa y el bien sin mérito? Se comprende que, según la respuesta que se dé a esta pregunta, se formará una idea muy diferente del hombre, y si hay lógica, al tratar de consolarle y corregirlo se procedería de muy distinta manera.

Decimos el hombre, porque aunque hay autores de ciencia y autoridad que prescinden de lo que es el hombre para no ocuparse más que del criminal, esto no es científico, ni serio. Ellos, que tanto gustan de equiparar los delincuentes a los enfermos, sería de ver cómo enseñaban Patología sin saber Fisiología ni Anatomía; cómo determinaban los trastornos de un órgano ignorando sus funciones normales, y cómo definían la enfermedad desconociendo lo que es la salud. La idea que se forme del delincuente tiene que corresponder a la que se tenga del hombre, dígase o no se diga, véase claro o no se vea.

Los asuntos no se cortan por donde quiere el que los trata; hay que tomarlos como son, con todas sus dimensiones, y el que contra razón y lógica los mutila por huir de la dificultad, cae en el error. Por causas que no debemos investigar aquí, en las prisiones hay individuos de hospital, de manicomio y de hospicio, que tienen deficientes o trastornadas sus facultades intelectuales o sufren los accesos, los arrebatos o los abatimientos de alguna grave enfermedad. Aparte de estos casos, que es de desear y presumir que serán más raros cada vez, la mayoría de los delincuentes son hombres que tienen con los que no han delinquido mássemejanzas que diferencias, sin lo cual sería vano empeño tratar de consolarlos, ni de corregirlos. Para rectificar sus errores partimos de nuestra razón, considerándola idéntica a la suya, si no en cantidad, en calidad; ¿cómo, si no, habíamos de comprenderlos, ni ellos entendernos a nosotros?

El gran matemático y el que no sabe más que aritmética elemental difieren en la extensión de sus conocimientos, pero concuerdan en que dos y dos son cuatro, en que una cantidad de la que se sustrae una parte disminuye, y si se le añade aumenta, etc. El que quiere dar a un delincuente, sea instrucción primaria, sea nociones de alguna ciencia o arte, sigue los mismos procedimientos que para enseñar al hombre más virtuoso, y aprenderá mejor o peor porque tenga más o menos aptitud o mejor o peor voluntad de aprender, no porque sea más o menos honrado. En la esfera intelectual no hay diferencia entre el que la ley condena y el que no ha infringido la ley: un docto puede ser malo, y un ignorante puede ser bueno.

En la esfera moral, en la afectiva, aparecen las diferencias, pero el análisis halla las semejanzas.

Prescindiendo, como hemos dicho, de los casos patológicos, de algunos monstruos que no se tienen por enfermos, aunque probablemente lo estarán, y que, esténlo o no, son excepciones, la regla es que el delincuente que infringe la ley moral no la desconoce; que aunque haga mal, comprende el bien; que aunque profane muchas cosas santas, hay otras que respeta. En aquella masa considerada por muchos como homogénea, y en la que todo es preternatural, hay ni cho de natural, de humano, a veces de sublime; sí, de sublime, aunque la afirmación parezca ridícula a los que están más dispuestos a reír que a observar.

Los sentimientos de familia es raro que falten del todo, y algunas veces es grande el cariño a los padres, a los hijos, a los hermanos, a la esposa. El amor a la patria y a la humanidad se revela en ocasiones con riesgo de la vida.

Los periódicos dan noticias de los delitos que en los presidios cometen los presidiarios, pero no de sus buenas acciones, tan difíciles y tan meritorias; el que tratara de investigarlas y las publicase, prestaría un gran servicio. Si alguno, con los medios de que carecemos, emprendiese esta buena obra, puede encabezarla con el hecho que acabamos de saber,4 de un penado italiano que se ha suicidado para que su mujer pudiera casarse con un hombre que mantuviese a sus hijos, sumidos en la mayor miseria. Suponemos que, distinguiendo el sacrificio del suicidio, no se nos acusará de elogiar acciones dignas de vituperio.

El que infringe las leyes, claro está, no es idéntico al que en las mismas circunstancias las respeta; pero no es tampoco desemejante en absoluto: tal vez no hay entre los dos más que una pequeña diferencia, que bastó para inclinar la balanza del lado del mal. Hemos subrayado las circunstancias, porque a veces no son las mismas sino en apariencia, y en realidad hubo facilidades o dificultades para el bien que no se aprecian, que son difíciles o imposibles de apreciar. Aun suponiendo que las diferencias sean grandes, quedan bastantes semejanzas, por lo común, entre el hombre delincuente y el hombre honrado para que exista entro ellos una especie de zona moral y afectiva común, en la que pueden entenderse e influirse.

El objeto de este libro, ya se comprende, no es discutir teorías; pero cuando se encuentran como un obstáculo para el bien, preciso es protestar contra ellas. Hay una escuela que tiene grandes méritos y mayores osadías, y que considera el delito como un producto necesario de la organización del delincuente. En virtud de estas afirmaciones, muchos creen, o están dispuestos a creer, que el delincuente es un ser monstruoso fácil de conocer, imposible de corregir, que ha heredado el crimen, tan inevitable para él, como una enfermedad a la que no hubiera contribuido con sus imprudencias o sus excesos. Con las teorías de los maestros, las exageraciones de los discípulos y las mayores de los partidarios, que tienen opinión y a veces voto en asuntos de que no tienen idea exacta, puede formarse una atmósfera muy poco favorable para que el penado encuentre en la sociedad el apoyo que necesita si no ha de vivir en lucha constante con ella.

Un arma, por cierto más cómoda que noble, se emplea a veces contra los que sostienen que el hombre delincuente no pierde, por lo general, las cualidades esenciales de hombre: este arma es la calificación de visionarios, calificación que, al parecer, ofende poco, pero que desacredita mucho y no obliga a probar nada. A la verdad, si es posible perderse en las nubes también en los subterráneos y en las alcantarillas; y sobre dejar la superficie terrestre, es preferible que sea hacia arriba que hacia abajo; pero procuremos estar en ella, no perder pie, como dicen, no admitir como pruebas las afirmaciones atrevidas, ni dar por averiguado lo que se trata de averiguar, ni creer que se llega a la verdad variando de dogmatismos.

Mientras otra cosa no se nos pruebe (que no se nos ha probado), continuaremos pensando que el delincuente, salvo excepciones patológicas probablemente en todo caso raras, es un hombre que tiene las cualidades esenciales de tal. ¿Es moralmente libre? ¿Puede elegir entre el mal y el bien? La humanidad cree que sí; una escuela repite (porque hace muchos siglos que se ha dicho) que no. Desde que hubo pensadores hubo fatalistas, en el fondo iguales, y variando con los tiempos en la forma: la de ahora trae gran aparato de ciencia y de arte; pesa, mide, analiza, pidiendo a la balanza, al escalpelo y al microscopio más de lo que probablemente podrán darle, más que seguramente hasta ahora le han dado.

Parece que, con la novedad del traje, el fatalismo moderno se cree nuevo, y tiene bríos de mocedad y aun alborozos de niño. La nueva que trae es muy vieja; se comprende que, por convencimiento o por las exigencias del sistema, se proclame verdadera; pero lo incomprensible es la satisfacción y los aires de redentores que toman los que hacen una afirmación tan desconsoladora. ¿Cabe mayor desventura que nacer, vivir y morir bajo el imperio de la fatalidad orgánica, y ser execrable y execrado porque en la masa cerebral había un poco más de fósforo, o en la sangre un poco menos de hierro? Caso de que ésta fuese la verdad, ¿puede anunciársele al hombre con ademán altanero y ánimo complacido? Es como decirle a un enfermo: «Lo que usted tiene es un cáncer, enfermedad incurable, dolorosa, terrible; pero yo tengo una satisfacción en anunciárselo a usted porque lo he averiguado y no cabe duda».

A pesar de las negaciones de los fatalistas, la humanidad continuará afirmando el libre albedrío y podrá decir como Gertrudis Avellaneda:

«Nunca, si fuere error, la verdad vea».