Ensayo sobre el derecho de gentes - Concepción Arenal - E-Book

Ensayo sobre el derecho de gentes E-Book

Concepción Arenal

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Imprescindible ensayo jurídico de Concepción Arenal en el que la autora analiza en profundidad el concepto de Derecho de Gentes y pormenoriza las circunstancias que deben darse para su implantación y uso en España.

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Seitenzahl: 489

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Concepción Arenal

Ensayo sobre el derecho de gentes

 

Saga

Ensayo sobre el derecho de gentes

 

Copyright © 1895, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509922

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Objeto y plan de esta obra

El título de ENSAYO que lleva este libro, no es un nombre para distinguirle de otro, es una palabra que le califica: recuérdela el lector a fin de no exigir en ningún caso más de lo que ella expresa y promete.

No se dirige exclusivamente a los letrados, que saben las leyes patrias y las extranjeras, para enseñarles algo que ignoran, sino también a las personas que con alguna cultura carecen de todo conocimiento respecto al Derecho internacional, y pueden formar idea de él hallándole condensado en una obra poco voluminosa. No pretendemos discutir un punto de derecho entre jurisconsultos, sino una cuestión de humanidad ante el público y para que tome parte en ella, sin lo cual tenemos por seguro que no se resolverá.

Las ciencias naturales, físicas y matemáticas pueden cultivarse por algunos sabios y aplicarse, en cierta medida al menos, sin la cooperación reflexiva de las muchedumbres; las ciencias sociales, conocidas tan sólo de un corto número de iniciados, no pueden pasar a la práctica, que necesita la participación voluntaria e inteligente de grandes colectividades. Hay todavía más. En las ciencias físicas o matemáticas, cabe que el pueblo esté en la ignorancia, y no en el error; en las sociales, es raro que el error no acompañe a la ignorancia, de modo que no tan sólo niega apoyo, sino que sirve de obstáculo.

Limitándonos a la cuestión que nos ocupa, ¿basta que algunos pensadores vean claro y se demuestren entre sí que el Derecho de gentes es justo, para que sea positivo? Con una demostración científica, ¿se pueden suprimir esos millones de criaturas que se hacen la guerra con tarifas en las Aduanas, con tratados en las Cancillerías, con armas en los campos de batalla?

Trátese del coeficiente de dilatación, de las propiedades del triángulo, del derecho al trabajo, o del objeto de la pena, cierto que la verdad es siempre la verdad; pero al que la dice, en lo que se refiere a todas las ciencias sociales, si no halla eco, se le inmola, se le escarnece o se le deja sólo con ella, según las épocas. Por este doloroso via-crucis tiene que pasar, ya lo sabemos, pero que no se detenga más de lo preciso.

Prescindiendo de lo que debió y pudo hacerse en otras épocas, veamos lo que conviene hacer en la nuestra: creemos que hoy debe procurarse que las ciencias sociales salgan de la Academia y de la Cátedra, y lleguen al público, para preparar la hora en que el público sea el pueblo: sólo cuando el pueblo comprenda ciertas verdades, podrán convertirse en hechos.

Esta persuasión, marcándonos claramente el objeto de esta obra, nos da su plan, que en resumen es el siguiente:

1.º Dar una idea sucinta de lo que es el Derecho de gentes positivo, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra.

2.º Sin entrar en detalles, incompatibles con la índole de este trabajo e innecesarios para su objeto, exponer lo esencial respecto a las relaciones mutuas de los pueblos. Los puntos que no ofrezcan duda, anunciarlos simplemente; respecto a los dudosos, citar la opinión de autores reputados que han escrito en estos últimos tiempos, porque la opinión de los hombres eminentes, si no es el Derecho de gentes, influye en él. Expuesta la práctica y la teoría más autorizada hoy, haremos algunas observaciones.

3.º Considerar el Derecho de gentes en la historia, para saber si permanece estacionario o ha progresado.

4.º Ver lo que se ha hecho y se hace para definir el Derecho de gentes, y realizarle.

5.º Investigar por qué el Derecho de gentes no progresa tan rápidamente como el nacional.

6.º Apreciar toda la importancia de ciertas relaciones internacionales, que sin ser el Derecho de gentes, le preparan.

7.º Exponer algunas de las muchas razones que hay para que la justicia, dentro de una nación, no sea independiente de la que haga o reciba al otro lado de la frontera.

8.º Analizar las semejanzas y las diferencias que existen entre el individuo y la persona colectiva que se llama nación, en cuanto a los medios de establecer el Derecho, y una vez conocida la índole de esta persona, ver cuáles son las resistencias y las facilidades que ofrece para realizar la justicia internacional.

Tal es el plan de esta obra.

Se notará en ella, como en todas las de su índole, la extensión relativamente grande que se da al llamado derecho de la guerra, lo cual consiste en que no habiendo allí Derecho, ni pudiendo haberle, se quiere suplir con multitud de reglas en el sin número de casos en que necesariamente se infringe. Las enfermedades para que se dan más remedios, son aquéllas que no le tienen.

Capítulo I

Qué es derecho de gentes. -Qué es nación

El Derecho de gentes, en principio, es la justicia en las relaciones de todos los hombres, acualquiera nación que pertenezcan.

El que no pertenece a ninguna nación (pirata, salvaje o miembro de una colectividad que no respeta el Derecho de gentes), tiene siempre los de la humanidad, de que no puede ser despojado ni despojarse, porque no puede perder su calidad de hombre.

El Derecho de gentes positivo es el conjunto de leyes, tratados, convenios, principios admitidostácita o expresamente, y usos generalmente seguidos por las naciones cultas, en sus relacionesmutuas, ya de nación a nación, de una nación con un súbdito de otra, o entre súbditos de nacionesdistintas.

El derecho positivo no impone de una manera explícita, ni practica constantemente el de humanidad, y no respeta siempre la calidad de hombre en el que no pertenece a nación alguna.

Se entiende por nación, una colectividad asociada de un modo permanente, para finesracionales, que comprenden todas las esferas de la actividad humana; que posee un territorio en elcual ejerce la soberanía, y tiene completa independencia respecto a otras colectividades, aunque sehallen en el mismo caso y sean soberanas.

Hemos dicho que posee un territorio, porque aunque en la antigüedad ha habido pueblos nómadas, a quienes no se podía negar el carácter de nación, en el modo de ser de los pueblos modernos, apenas se concibe nacionalidad sin cultura, ni cultura sin fijeza: en todo caso, aunque un pueblo sea nómada o salvaje, si respeta el Derecho de gentes, se le puede considerar como nación.

No se tendrá, pues, por nación, un conjunto de hombres que se asocien por poco tiempo, o para fines que no son racionales, o que no comprenden todas las esferas de la actividad humana, o que no posean un territorio en que tengan derechos soberanos, o que carezcan de independencia respecto a otras colectividades.

Toda nación, en virtud de su soberanía, tiene el derecho de constituirse y gobernarse como le parezca; de hacer leyes, de interpretarlas, y de no consentir que dentro de su territorio nadie ejerza más derechos que los que ella le conceda.

Los derechos de una nación están limitados por los de las otras igualmente soberanas.

La independencia de las naciones no significa rebeldía contra los principios de justicia, que están por encima de las voluntades soberanas; éstas deben someterse a ellos; así, las naciones no desconocen el Derecho de gentes, ni dejan de respetarle y de cumplirle, en cierta medida al menos.

Como la base del derecho es la justicia, cuyo carácter es la universalidad, a medida que se comprende mejor, se da más extensión al derecho, y el de gentes se extiende a todas las naciones, prescindiendo de su constitución política y de sus creencias religiosas.

No es ya el Derecho europeo, como antes se decía, ni el de los pueblos cristianos, sino del mundo. Australia, América, Asia, hasta África, entran en él, en la medida de su aptitud jurídica. Se hacen tratados de comercio con todos los países, se reciben y se envían embajadas a Marruecos, a la China, al Japón, en cuyos arsenales trabajan gran número de súbditos europeos protegidos por el Derecho de gentes, expresa o tácitamente admitido.

La nación, pues, soberana dentro, independiente fuera, halla límites en otras independencias, y en la ley internacional.

Una nación, dueña de establecer en su territorio las leyes que estime justas; dueña de interpretarlas y de que no se ejerzan derechos contra su voluntad, no tiene poder legislativo fuera de sus dominios, o lo que es lo mismo, no puede dictar leyes internacionales; las acepta o las rechaza, hasta puede infringirlas, tiene esa facultad, pero no la de imponerlas.

El Derecho de gentes, que se forma por el concurso de la inteligencia y de la conciencia humana, es moralmente obligatorio para toda nación moral y culta; pero la coacción no puede ser sino moral; ninguna nación puede obligar a otra por la fuerza a que cumpla una ley internacional, un convenio tácito o una costumbre que tenga fuerza de ley en el mundo civilizado; abolido el corso por todos los pueblos civilizados, tres naciones se reservaron la facultad de recurrir a él en caso de guerra, y esta facultad se ha respetado como un derecho: abolida la trata y la esclavitud, Rusia ha tenido siervos y España tiene aún esclavos1 .

Las naciones existen de hecho. El Derecho internacional no tiene regla alguna ni de exclusión ni de admisión, para considerarlas como parte de la sociedad universal, o negarles este título. Su existencia se reconoce cuando aparece asegurada, y como los pareceres varían según las simpatías y los juicios, la nación que se presenta de nuevo en el mundo político, no es reconocida al mismo tiempo por todas las otras.

Una nación puede considerarse como tal, si entra en la definición que hemos dado de ella, aunque no sea reconocida por la mayor parte de las otras, o aunque no lo fuera por ninguna.

Una nación no deja de serlo porque pierda una parte de su territorio; existe mientras su voluntad de existir va unida al hecho de la existencia, explícitamente manifestado dentro por la soberanía, fuera por la independencia a que no renuncia.

Una nación no deja de serlo porque la anarquía la desorganice durante algún tiempo.

Cualquiera que sea la organización interior de una nación, tiene su soberanía un representante que comunica con las otras, pocas veces directamente, y en general por medio de Embajadores, Enviados, Encargados de Negocios, etc., etc.

El representante de una nación tiene, por el Derecho de gentes, grandes consideraciones y privilegios en aquella adonde es enviado. Es el principal, llamado de exterritorialidad, especie de ficción por la cual se le considera en su propio país; así, la casa que habita, el barco en que navega, el coche en que viaja, no pueden ser registrados ni ocupados por fuerza armada, y si comete un delito, en vez de ser juzgado por los Tribunales de la nación donde reside, se le entrega a la suya para que le juzgue. Tiene también derecho al libre ejercicio de su religión en capilla o templo, aunque esté en un país en que no haya libertad ni tolerancia de cultos; estos privilegios se extienden a su familia y comitiva, siempre que vivan bajo su techo, y él no haga renuncia de ellos.

No deben equivocarse estas inmunidades con el derecho de asilo, que de hecho ejercen a veces en los pueblos débiles los representantes de naciones poderosas. Una Embajada, en Derecho internacional, no es un sagrado a que pueden acogerse los delincuentes para ponerse a cubierto de la acción de la ley de su país.

Los Cónsules no son los representantes del Estado, sino más bien sus agentes para el servicio y protección de los intereses particulares de sus súbditos, teniendo, hasta cierto punto, el carácter de Magistrados para con sus compatriotas en ciertos casos urgentes, como si hay que poner a cubierto los bienes del que muere sin disponer de ellos, o sin herederos, o que estén ausentes; si se rebela la tripulación de un barco y hay que pedir auxilio a la fuerza pública del país donde reside, e informar sobre el hecho a su nación, tomar alguna medida disciplinaria, etc., etc. Los Cónsules no tienen los privilegios de los representantes de una nación, pero no dejan de ser objeto de consideraciones y protección especial: su papel, más modesto, es infinitamente más importante que el de los Embajadores: unos y otros deben ser aceptados por el Gobierno de la nación adonde van a representar o servir la suya: no basta que el cargo y sus atribuciones sea conforme al Derecho de gentes; es necesario que la persona que lo desempeñe sea aceptada y reciba el exequatur.

Las naciones se constituyen, aumentan en extensión, pierden una parte de sus dominios, y hasta dejan de existir: todos estos hechos suelen serlo de fuerza, que es la que hasta aquí, con raras excepciones, ha determinado el aumento de territorio o la cesión que de él se hace: la conquista, con este o el otro nombre; la rebelión, con tales o cuales circunstancias, son el origen de la independencia de unos pueblos, de la servidumbre de otros, del engrandecimiento de éstos, de la desmembración de aquéllos. El Derecho de gentes no le pide a ninguna nación títulos legales ni procederes equitativos para constituirse o engrandecerse, sino un poder efectivo, que es la medida de la consideración que ha de merecer. Las grandes potencias que ventilan y resuelven las cuestiones políticas internacionales, son las que pueden sostener grandes ejércitos: las potencias de primero, segundo, tercero y cuarto orden, se colocan en la escala según el número de soldados que arman y mantienen. Sobre esto no hay discusión, y apenas parece que cabe duda: se tendría por absurdo que en una conferencia europea, para tratar de política internacional, Bélgica y Suiza tuviesen voz y voto absolutamente lo mismo que Prusia e Inglaterra: aun los innovadores que pretenden sustituir los fallos de la ley a las soluciones de la fuerza, al constituirse el Tribunal Supremo Internacional, quieren que tengan más número de votos las naciones que tienen más poder.

Si se trata de congresos internacionales para acordar el modo de hacer la estadística o de comunicarse por el telégrafo o por el correo, las naciones, cualquiera que sea su fuerza armada, tienen igual importancia, e igual número de representantes con voz y voto envían España y Bélgica que Rusia y Austria; tan absurdo parecería que en los Congresos políticos tuviesen todos, fuertes y débiles, igual representación, como que para acordar el precio de las cartas o la forma que han de tener los telegramas, se concediera al Imperio alemán mayor representación que a Suiza.

Las naciones concluyen entre sí convenios, ya para pactar ventajas que mutuamente se conceden, ya para determinar puntos de derecho privado de sus súbditos respectivos, ya para hacer tratados de comercio, de extradición de criminales o con otros fines. Por punto general, hoy, en estos pactos, si hay injusticia en ellos, es más bien consecuencia del error que del abuso de la fuerza: las naciones débiles tratan de igual a igual con las fuertes, y niegan y conceden, según quieren y saben, aquello que les parece más útil. Prusia, por ejemplo, con toda su actual preponderancia, no impondrá a España la condición de que tome sus aceros sin pagar derechos de Aduanas, o de que admita en la legislación española, para mayor comodidad de los súbditos alemanes establecidos en la Península, las catorce causas de divorcio que admite la ley prusiana.

Como veremos más adelante, la persona colectiva llamada nación, no se puede equiparar absolutamente en sus relaciones con otras, al individuo en las suyas con otro individuo, según se ha pretendido; pero no llevando la analogía más allá de lo razonable, tal vez podría decirse que ahora, en la organización jurídica internacional, hay derechos civiles, pero no hay derechos políticos.

Si esto pareciese exagerado, reflexiónese que no puede llamarse derecho aquél de que se excluye a los débiles, ni ley la que se da por los que tienen fuerza, sin oír a los que tienen razón o pueden tenerla.

Hay, como veremos, algunas leyes internacionales, pocas, dadas en virtud de un sentimiento de humanidad, de justicia o decoro, pero derecho político internacional, no existe; en lugar de él, se pone la voluntad de las grandes potencias.

Sabido es que los derechos civiles se resienten de la falta de derechos políticos, y no deja de suceder así, más o menos, en la sociedad de naciones, como en la de individuos. Hay alianzas de los fuertes, para mejor mantener el orden, al decir de ellos, y realizar el derecho, que más veces huellan que sostienen: formadas con fines políticos internacionales, intervienen en la política nacional; suscitan rebeliones, o las auxilian para sofocarlas: sostienen Gobiernos o los derriban; aumentan el territorio de una nación, y disminuyen el de otra, o se la reparten, borrándola del mapa. En el interior no hay seguridad ni independencia completa; no puede haberla, cuando en el exterior unos cuantos poderosos trazan fronteras, conceden o niegan el acceso a estos ríos o los otros mares, modifican profundamente relaciones importantes de los pueblos, y considerándolos aún en estado de rebaño, sin consultar su voluntad, o contra ella muy explícita, los adjudican para satisfacer ambiciones, constituir equilibrios, o indemnizar gastos de guerra. Soberano se llama el Jefe de cualquier Estado; pero si es débil, su soberanía puede verse amenazada dentro, y fuera se prescinde de ella en las grandes ocasiones. Sólo los poderosos pueden ser intérpretes del Derecho político internacional, y variar las condiciones del equilibrio europeo, arrojando en la balanza suficiente cantidad de hierro afilado: no hay ley que lo impida.

Acostumbrados a vivir sin ella en sus relaciones políticas, las naciones preponderantes parecen creer de buena fe que su voluntad puede sustituir el derecho, y se adjudican a sí mismas misiones tutelares y otras. «Es deber nuestro, decía no ha mucho el Conde Andrassy, velar por los intereses de Austria y de la Europa», y el Príncipe de Bismarck llamaba política de periódicos a manifestar francamente lo que creía equitativo, porque su papel de árbitro exigía el previo conocimiento de las respectivas pretensiones de los pretendientes.

Al abrir cualquier tratado moderno de Derecho internacional hallamos éstas o equivalentes frases: Los Estados son personas de Derecho internacional: todos los Estados son iguales entre sí,porque son personas y participan igualmente del Derecho internacional. Pero si es cierto que se saludan con cierto número de cañonazos las banderas de todos los países amigos, y que hay el mismo ceremonial para recibir a todos los Embajadores, en cuanto al orden político internacional, estos Soberanos se parecen un poco a los de comedia, que sólo tienen majestad en tanto que dura la función. Mientras no hay algún grave asunto internacional que tratar, todos los Soberanos son iguales; así que una importante cuestión surge, las grandes potencias la discuten y la resuelven; las pequeñas, como si no fueran.

Si las naciones se forman, aumentan, disminuyen, se aniquilan, se clasifican, tienen voto o están privadas de él, todo según la fuerza de que disponen, no es exacto que sean personas de derecho, sino en ciertos casos, con grandes limitaciones, que pueden comprometer sus intereses, humillar su dignidad, prescindir de su justicia, y hasta aniquilar su existencia. Tal es en las relaciones políticas de las naciones el Estado del Derecho internacional, o para hablar con exactitud, la falta de derecho.

Como no le tienen por regulador y por guía, los pactos y las alianzas que con fines políticos hacen las naciones son más de temer que de desear, y su intervención en los asuntos de los otros no es un medio de realizar la justicia. La política de no intervención va preponderando, porque las necesidades de la paz van conteniendo los ímpetus que impulsan a la guerra; pero todavía la hace el que quiere y puede, para intervenir en los dominios ajenos, o para acrecentar los propios.

OBSERVACIONES.

Que el hecho se sustituya al derecho, y que se prescinda de la mayor parte de las naciones para resolver entre unas cuantas cuestiones de justicia que a todos interesan, y de que todas son igualmenteaptas para juzgar, que se declare fuera de la ley internacional a las potencias que no son grandes, cuando se trata de graves cuestiones internacionales, y que esto lo tengan por bueno los diplomáticos y los soldados, aunque triste, se concibe; pero lo que es más de sentir y más difícil, casi imposible de comprender, es que los pensadores no condenen en absoluto el desorden de cosas establecido, y con frases equívocas o explícitas contribuyan a autorizarle. Citaremos poco, pero citaremos algo, porque las grandes autoridades en Derecho de gentes, dan idea del estado en que se encuentra, y contribuyen a modificarle.

Sobre el Derecho internacional dice Heffter:

«Las naciones que admiten entre sí la existencia de un derecho común, y se proponen el sostenimiento de un comercio recíproco, fundado sobre los principios de la humanidad, tienen incontestablemente derecho a poner término, de común acuerdo, a una guerra civil que devore a uno o muchos países. Libertarse, hasta por medio de una intervención armada, de un estado de inquietud prolongada, y procurar al mismo tiempo que no se reproduzca, si es posible, es estrechar los lazos internacionales relajados.

»Podrá intervenirse de un modo efectivo, siempre que llegue el caso de una guerra civil. En este caso, las potencias extranjeras podrán auxiliar aquél a quien juzguen que asiste justicia, si invoca su auxilio. La ley, en efecto, es la misma para los Estados que para los individuos. Si permite al individuo volar al socorro del prójimo amenazado en su existencia, o en sus derechos fundamentales, con más razón lo permitirá a los Soberanos.»

Sobre lo peligroso de esta doctrina, haremos algunas observaciones.

1.ª Cuando las naciones intervienen en los asuntos interiores de otra, no es de común acuerdo, sino por el acuerdo tomado entre las fuertes con exclusión de las débiles; como el acuerdo se supone que ha de tomarse en virtud de razones de justicia que puede comprender lo mismo un Soberano que tenga dos millones de súbditos que cuarenta, como estas razones de los más no se oyen siquiera, ni hay acuerdo común, ni el que se toma tiene siquiera en su favor el voto de la mayoría.

2.ª Cuando en una nación poderosa se hacen la guerra dos partidos muy fuertes, la intervención extranjera se retrae o sirve para irritarlos, de modo, que no es positiva ni eficaz, sino cuando se trata de débiles, es decir, cuando está menos motivada, y puede ser más abusiva.

3.ª La ley no es la misma para los Estados que para los individuos, entre otras razones, en el caso de que tratamos, por la poderosa de que los Estados no tienen ley. ¿Cuál aplican cuando intervienen? Ninguna; sustituyendo a ella su voluntad, sus cálculos de equilibrios, de intereses lastimados, de doctrinas que hay que extirpar con hierro, y otros, en que puede entrar la justicia, y puede no entrar, y de hecho no entrar las más veces. El individuo que vuela al socorro de otro, tiene definido por la ley su derecho de intervención; sabe que no debe prestar auxilio material, si no está material e injustamente atacado el que defiende, y que este auxilio no ha de ir más allá de lo estrictamente necesario. Además, el individuo tiene en general derecho a sacrificarse por salvar a otro que esté en verdadero peligro, y los Gobiernos no tienen derecho a sacrificar a miles de súbditos por salvar a otros de un peligro que tal vez es imaginario, que es inevitable, o de que no los pueden salvar si realmente existe.

A pesar de nuestro deseo de ser breves, vamos a citar con alguna mayor extensión a otro autor, que por la gran autoridad de que goza, y por la mucha circulación que sus obras tienen, contribuirá seguramente a acreditar opiniones cuyo descrédito deseamos. Bluntschli, en su obra Derechointernacional codificado, dice así:

«Cuando se recurre a la guerra, triunfa generalmente el más fuerte, y no el que tiene razón. La guerra es, pues, todo el mundo lo conoce, un modo bárbaro y muy poco seguro de proteger el derecho. No hay ninguna certidumbre de que la fuerza esté del lado del derecho, o que aquellos a quienes asiste el derecho sean los más fuertes.»

Hasta aquí todo es evidente; pero más adelante añade:

«Si los resultados de la victoria son durables, y por lo tanto, necesarios, esto prueba que son consecuencia del desenvolvimiento natural del derecho.»

Analicemos este sofisma. La victoria es o puede ser un hecho de fuerza sin derecho; el autor así lo reconoce, y le llama un medio bárbaro de proteger el derecho. Pero si la victoria injusta se ha alcanzado por un poder que continúa siendo fuerte, sus resultados serán durables, serán inevitables, dadas las circunstancias, no necesarios en el sentido de que en otras no podían (como era de desear) haberse evitado. Un hombre robusto despoja a otro débil; un rico consigue una ventaja injusta sobre un pobre; conservan y transmiten a sus herederos el objeto robado, mal adquirido, cuya posesión durable se perpetúa. ¿Puede decirse que sea el desenvolvimiento natural del derecho?

¿Puede darse semejante consagración a la injusticia? Dadas ciertas circunstancias, hay muchas injusticias inevitables, mas porque puedan ser permanentes, considerarlas como gérmenes de derecho, ¿no es autorizar los ataques contra él? Los que se han repartido la Polonia porque eran fuertes, la conservan de un modo durable, y desenvuelven el derecho natural de desgarrarla, como Inglaterra desenvuelve el suyo de tener una plaza fuerte en España.

¿Qué es lo que puede dar apariencias de razón a este peligroso sofisma? Helo aquí, a nuestro parecer.

La nación bastante fuerte para conservar el país conquistado, tiene una existencia robusta, de que participará tal vez en un tiempo más o menos lejano, aquella parte que por fuerza se agregó. Como es una cosa indispensable en toda asociación íntima de hombres cierta cantidad de derecho, no se les puede negar completamente a los vencidos, que año o siglo más o menos, van entrando en él: viene la posteridad, y halla los territorios agregados por fuerza formando un todo compacto con el resto de la nación: prescinde de las iniquidades, de los dolores, de los años y los siglos que ha costado aquella asimilación; prescinde de que los dominadores han sido opresores. Como se ha olvidado de los sajones abrumados por Guillermo y sus compañeros, se olvidará de los irlandeses que Inglaterra mata de hambre, y de los polacos que Rusia ha enviado a morir a Siberia. Todos estos martirios de grandes colectividades, martirios prolongados y cruelísimos, casi se borran de la memoria de los hombres; no se ve sino el espectáculo de grandes pueblos, pero el cemento que une los fragmentos de que están formados, tan duro ya como ellos mismos, se amasó un día con lágrimas y con sangre injustamente derramada.

Es decir, que el derecho se establece al fin, porque es imposible vivir sin él, pero que no puede tener por principio una injusticia, ni ser el desenvolvimiento natural de ella.

Bluntschli continúa:

«Cuando se contempla la historia de los pueblos, se nota que la violencia representa un gran papel en la formación de los Estados, y que se halla demasiadas veces bajo la forma grosera de fuerza física. Con el sable en la mano, en los campos de batalla, en medio del granizo de la metralla y del tronar de la artillería, se ventilan los destinos de las naciones... Los cantos de la victoria son para mí como aullidos de lobos, o cuando menos, como rugidos de león hambriento; pero no deja de ser cierta una cosa, y es, que la guerra, por lo mismo que manifiesta en grande las fuerzas de los pueblos, y elpoder de los hechos, concurre a la creación del derecho. La guerra no es una simple manifestación del derecho y realmente un origen de derechos; no es el ideal de la humanidad, pero es desgraciadamente hoy un medio indispensable para asegurar el progreso necesario de la humanidad.»

Que en tiempo de Atila, y aun de Carlo Magno, se sostuviera que la guerra era un medio indispensable de progreso, se comprende; pero es para nosotros incomprensible que esto se afirme en el último tercio del siglo XIX por un hombre de espíritu humano y progresivo. La guerra no es sólo la campaña y la batalla; no es sólo esa fuerza a quien tantas veces no asiste el derecho, como Bluntschli confiesa; la guerra, no es sólo ese cúmulo incalculable de desdichas y demaldades que lleva consigo; la guerra, la de ahora es la paz armada: son millones de hombres desmoralizándose en una situación preternatural, y contribuyendo eficazmente a desmoralizar a un número poco menor de mujeres; la guerra es la riqueza de las naciones, empleada en mantener jóvenes ociosos, o adiestrándose en hacer daño; es la miseria del pueblo y su ignorancia, porque falta para instruirle el tiempo y el dinero, y se emplea en armar, vestir y mantener masas de combatientes; la guerra es la carencia de lo más necesario para el inválido del trabajo, para el enfermo pobre, para la débil mujer que la miseria arroja a la prostitución, porque las enormes sumas que consume no permiten socorrer a los necesitados, que abruma con los impuestos; la guerra es la muerte, el vicio, tal vez el crimen del niño abandonado que dejó huérfano, a quien no puede darse educación, porque los fondos que debían destinarse a ella se emplean en enseñar a los hombres a matar y proporcionarles máquinas cada vez más caras con este objeto. Si el presupuesto de guerra de cualquier país se empleara en instrucción pública, en obras públicas y en beneficencia pública, su aspecto cambiaría física, moral e intelectualmente en pocos años, y sería rápido, muy rápido su progreso.

La guerra es a la vez una prueba y una causa de atraso, no sólo por sus atentados contra el derecho, sino como elemento poderoso de miseria física y moral, de falta de pan y de educación. Que se diga que hasta aquí no ha podido evitarse, ya lo sabemos; que no puedan evitarla hoy los que con razón la anatematizan, tampoco lo ignoramos; pero calificar de bien un mal inevitable, no podemos comprenderlo. ¿Por cuánto tiempo se prolongará en las masas ignorantes y en los que las explotan la idea de la necesidad de la guerra, si se considera como elemento de progreso por los hombres superiores? Si esto afirma la ciencia, ¿qué dirá la ignorancia?

Lo que hay es que la guerra no tiene poder bastante para detener el progreso, que se verifica a pesar de ella; que en medio de sus atentados, no puede prescindir en absoluto del derecho, ni en medio de sus locuras desoír por completo la razón; lo que hay, es que los pueblos preponderantes, los que pueden hacer la guerra con éxito, no son pueblos en decadencia, tienen grandes elementos de vida, y con su prosperidad se hacen absolver de su injusticia. Sin duda sería peor que las naciones en decadencia fueran las victoriosas en el campo de batalla; pero sin duda, también sería mejor que los pueblos prósperos revelasen su poder de otro modo que vomitando plomo.

Alemania, ese gran pueblo de artistas y pensadores, no tiene medios más eficaces de activar el progreso humano que armar a todos sus hijos, que dar el tono en materia de armamentos y contribuir eficazmente a que cada día sean mayores. Alemania, ¿no puede cooperar al progreso del mundo sino por medio de Moltke y de Bismarck? ¿No puede ejercer influencia sin Krupp, ni llevar sus ideas sino a la grupa de sus hulanos?

¡Qué elemento de progreso la desmembración de la Francia!

Si cuando los pueblos no se comunicaban más que para hostilizarse, la guerra pudo contribuir al progreso, hoy que tienen medios racionales de comunicación y los emplean de una manera activa y permanente, la guerra, lejos de ser medio, es obstáculo para progresar: ya analizaremos más adelante cómo el empleo de la fuerza retrasa la realización del derecho; pero desde luego podemos comprender que, chupando la sustancia de los pueblos hasta dejarlos sin fuerzas para atender a sus necesidades intelectuales, y aun a las físicas, siendo un elemento perturbador de la moral, pudiendo conculcar impunemente la justicia, sustituyendo la ley con la voluntad de un hombre que manda un ejército victorioso, la guerra no puede ser un medio de progreso: en cuanto a decir que es indispensable, es un error de tal magnitud, que parece una errata.

Aunque lograra el fin que retrasa, el medio es tan abominable que no podría aceptarse en conciencia; pero no parece sino que se prescinde de ella al tratar de conseguir éste o el otro fin político, inmolando miles de hombres y dejando miles de viudas, de madres, de huérfanos, en el dolor y en el desamparo. La tristeza y la miseria, las lágrimas y la sangre, los sufrimientos más terribles, físicos y morales, parece que son cosa baladí, y que no deben tenerse en cuenta cuando se trata de cálculos políticos y altas combinaciones de hombres que se dicen de derecho.

¿Cómo se pesan las ventajas que se van buscando y se pesan los daños que se producen? ¿Cuántos miles de viudas inmoladas hay que echar en un platillo de la balanza para hacer equilibrio a la combinación que está en el otro? La vida de los hombres ¡ah! no se respeta, aunque otra cosa se diga. La humanidad no se ama bastante para no hacer cálculos prescindiendo de dolores y del derecho a vivir que tiene el último soldado que sin necesidad absoluta se sacrifica, como el general o el rey. Los mismos que sostienen ante el verdugo la inviolabilidad de la vida humana en la persona del criminal, abandonan a las combinaciones de la política miles de vidas inocentes, honradas, útiles, necesarias.

En resumen, la guerra que empobrece, embrutece, desmoraliza y conculca o puede conculcar impunemente el derecho; que contribuye a confundir sus nociones y retardar su realización, no puede ser un elemento de progreso cuando los hombres tienen medios racionales de comunicarse, que emplean de una manera activa y permanente, y por los cuales las naciones más morales e ilustradas pueden ejercer una influencia eficaz sobre las que les son inferiores.

En cuanto a que la guerra sea un origen de derechos, no lo comprendemos tampoco, por tener entendido que el origen del derecho es la justicia. ¿No dice Bluntschli que en la guerra triunfa generalmente el más fuerte y no el que tiene razón? ¿No dice que no hay ninguna certidumbre de que la fuerza esté del lado del derecho? ¿Cómo podrá, pues, ser origen de él, si con frecuencia no es ni su compañera?

La guerra puede hacer valer un derecho que no se respetaba; puede exigir una compensación justa por los sacrificios hechos, porque existía antes el derecho a la indemnización equitativa; pero esto no es ser origen de derechos que, según dijimos, no pueden tenerle sino en la justicia. La guerra, ¿es la justicia? ¿Sí, o no? ¿Quién se atreverá a decir que sí? Si no, no puede ser origen del derecho.

Y no es ésta cuestión de palabras, ni mucho menos, porque con semejantes principios, las poderosas máquinas de destrucción que se emplean en matar hombres, servirán también para crear derechos; y he aquí a Krupp, que no sale ya de sus fraguas tiznado, ensangrentado y cubierto de maldiciones, sino que rodeado de divina aureola desciende del Sinaí con las Tablas de la Ley.

El profesor de Heilderberg dice más adelante: «Un Estado puede excepcionalmente ceder una parte de su territorio por motivos políticos, y en una forma reconocida por el derecho público... El reconocimiento de la cesión por las poblaciones no puede pasarse en silencio ni suprimirse, porque éstas no son una cosa sin voluntad y sin derechos, cuya propiedad se transmite; son una parte esencial, viva, y la resistencia de la población hace imposible la toma de posesión pacífica del país. Pero el reconocimiento de la necesidad del nuevo orden de cosas es suficiente; el consentimiento libre y alegre de la población sería de desear, pero no es necesario. La necesidad, a la cual se somete con pena y a pesar suyo, pero comprendiendo que es inevitable, tratándose de derecho público, creaderechos nuevos.» Al parecer tenemos aquí otro origen de derecho, la necesidad; pero realmente es el mismo de que hablamos más arriba con otro nombre; es la guerra, es la victoria, es la fuerza. ¿Cómo se dice que los hombres no pueden cederse como cosas, prescindiendo de su voluntad y sus derechos, para decir a renglón seguido que basta el reconocimiento de la necesidad, aunque no sea libre ni alegre?

¿Qué es la voluntad, si no es libre, y el derecho que se estrangula con un dogal de hierro, en poblaciones oprimidas, ocupadas por ejércitos victoriosos, bajo el yugo de la ley marcial, materialmente imposibilitadas de resistir, ni aun de decir lo que desean? Vencida la Francia, ¿podían humanamente resistir por la fuerza la Alsacia y la Lorena? ¿Tenían medio de sustraerse al para ellas aborrecido Imperio alemán? ¿No hicieron cuantas manifestaciones de su voluntad pudieron para evitarle? ¿No corrían sus hijos a alistarse en los ejércitos de la patria, y no se les detenía en los pueblos neutrales, que atravesaban, como si fueran rebeldes? ¿No han emigrado a miles? ¿Para qué se habla de voluntad y de derechos? ¿Para qué se dice que los hombres no son cosas, si como a cosas se los trata, prescindiendo de sus derechos y de su voluntad?

Es menos repugnante la brutalidad de Breno y el cinismo de Maquiavelo, que esta violencia docta con que se intenta disfrazar los atentados de la fuerza con máscara de derecho.

Otro párrafo de Bluntschli, para concluir, sobre esta parte del Derecho de gentes:

«De ningún modo hay derecho para aniquilar a las naciones enfermas, a fin de enterrarlas en seguida. Es posible que un Gobierno profundamente conmovido y debilitado llegue a recuperarse. Pero cuando esta posibilidad desaparece y el estado de debilidad se prolonga, entonces la incapacidad de vivir lleva consigo la pérdida del derecho a la vida como Estado. El Derecho internacional no protege más que los Estados viables. Por más peligroso que sea este principio por los abusos sofísticos a que puede dar márgen, no cabe negar su exactitud. Sólo los vivos tienen derechos. »

En primer lugar, esto no es cierto; los muertos tienen también derechos: a que no se profanen sus restos, a que no se ofenda su memoria, a que se respete si es santa, a que se conserve si es gloriosa, y a que se cumpla la voluntad que tuvieron vivos si es hacedera y justa.

Prescindamos, no obstante, de los derechos de los muertos, para preguntar, tratándose de Estados, en virtud de qué ciencia y por qué doctores se los declara cadáveres. No sólo no hay reglas para el fúnebre diagnóstico, sino que a la falta de ciencia de los que han de formularle, debe añadirse la falta de conciencia, o por lo menos de imparcialidad, porque no se declara que un Estado dejó de vivir, sino para comérselo: esto es evidente. ¿Y se sabe tampoco el daño que puede hacer la carne muerta al que la traga? ¿Se sabe los gérmenes de enfermedad que puede llevar a un cuerpo sano? Aunque se digiera bien y no tenga elementos morbosos asimilables, ¿no puede producir plétora? ¿No está llena la historia de pueblos que se llenaron de humores por haber comido demasiado de los que declararon muertos, o que han muerto ellos mismos de apoplejía?

¡Que el Derecho internacional no protege más que los Estados viables! ¿Dónde está el Derecho político internacional? ¿Dónde están sus leyes, sus reglas, su jurisprudencia, su justicia ni su protección? ¿No tiene cada cual que armarse para protegerse a sí propio? ¡El Derecho internacional que declara viable el Principado de Mónaco, la República de Andorra, pone las garras de tres leones hambrientos sobre el corazón de Polonia para ver si late, y después que le despedazan dice que no palpita y le devora!

Es temeridad con medios tan imperfectos de investigar lo verdadero y de realizar lo justo, dar sentencias de muerte sobre las naciones, erigiéndose en árbitros infalibles de su presente, y negándoles porvenir. Es constituirse en Providencia sin su poder, su saber y su misericordia.

Que estas cosas las afirmen los Emperadores y los Reyes, los diplomáticos y los soldados, se comprende; pero los profesores de Derecho... Tu quoque!

Capítulo II

Límites territoriales y jurisdiccionales de una nación.-Tratados que pueden hacerse con otras

Son límites de una nación, aquellas líneas, pasadas las cuales no puede ejercer soberanía, y quese llaman fronteras.

Cuando la frontera está constituida por montañas, la arista superior que divide las aguas forma el límite; si éste es un río, llega hasta la mitad la jurisdicción de las naciones ribereñas, y lo mismo si fuere un lago, salvo que otra cosa se disponga por tratados.

La alta mar es libre; no constituye propiedad exclusiva de ningún pueblo, y los que confinan con ella ejercen tan sólo soberanía en una zona que rodea sus costas, y que puede extenderse hasta el alcance de un cañón; como esta medida, poco exacta, lo es cada día menos, suele fijarse tres millas marinas (1.852 metros) como límite de las aguas jurisdiccionales.

Cuando el mar forma un estrecho, la jurisdicción de cada una de las naciones ribereñas llega hasta la mitad de él, o entrambas pueden tenerla sobre todo.

No sólo es libre la alta mar, sino los mares interiores; y si en otros tiempos las naciones ribereñas se atribuían sobre ellos dominio que ejercían cuando eran fuertes, hoy es un principio de Derecho internacional la libertad de los mares, que contra las pretensiones de Rusia, acabó de consagrar el tratado de París de 1856, cuyo art. 2.º, dice: «El mar Negro queda neutralizado y abierto a la marina mercante de todas las naciones.»

Los ríos que están en comunicación con el mar libre, se consideran como continuación de él respecto a la navegación, que en tiempo de paz es libre para todos los pueblos.

Los barcos de cada nación se considerarán como una parte flotante de su territorio, y en alta mar ninguna otra tiene jurisdicción sobre ellos, ni en tiempo de paz puede darles orden alguna; pero cuando navegan por un río, o anclan en un puerto de otra nación, quedan sujetos a su soberanía. Se exceptúan los buques a cuyo bordo está un Monarca o representante extranjero que navegan a su disposición, y los de guerra, si han entrado en el río o puerto extranjero con permiso del Soberano.

La jurisdicción de un Estado puede extenderse hasta el mar libre, cuando se persigue a un buque cuya tripulación ha infringido las leyes de dicho Estado en sus dominios: esta persecución se entiende que continúa la empezada en ellos; pero una vez suspendida, no puede intentarse de nuevo.

Los barcos llevan la bandera de su nación y documentos que acreditan pertenecer a ella.

Los barcos no autorizados por ninguna nación para llevar su bandera, y que se dedican a robar y hacer daño en los mares y en las costas, se tienen por piratas. Considerándolos con Cicerón communis hostis omnium, todos tienen derecho a tratarlos como enemigos, y los buques de guerra, a cualquiera nación que pertenezcan, pueden combatirlos y apresarlos en alta mar. El que visitare un buque por sospecha de piratería, que no resultase justificada, debe darle satisfacción e indemnizarle si hubiere lugar a ello.

Los buques mercantes atacados por piratas, tienen derecho a rechazar la fuerza con la fuerza, y además se da al capitán el de juzgarlos, condenarlos a muerte y hacerlos ejecutar, cuando después de vencidos no tiene medios de asegurar su custodia; la ley que les aplicará es la ley marcial, cuidando de formar en regla el sumario y conservarlo.

Un barco perteneciente a una nación y que lleva legítimamente su bandera, aunque cometa en alta mar, rebelándose, actos de piratería, no es justiciable por cualquier nación, sino que debe entregarse a la suya para que lo juzgue.

Los barcos negreros, asimilados por algunos a los piratas, infringen también el Derecho de gentes; la jurisdicción que tienen sobre ellos todas las naciones, y el derecho de visita para cerciorarse de la infracción de la ley internacional, recibe más o menos limitaciones, según el temor de que puedan abusar de él pueblos cuyo poder marítimo es preponderante.

Todos estos principios de Derecho de gentes pueden estar modificados, y lo están en muchos casos por tratados entre dos o más naciones.

Como hay todavía diferencias, y a veces son grandes, entre la cultura, costumbres y leyes de los diversos países; como tienen la idea de que sus intereses están, si no siempre, en muchos casos encontrados; como existen entre ellos antipatías, prevenciones y temores; como cada una es juez inapelable de su derecho y única apreciadora de su conveniencia; como además es soberana en su territorio, el número de leyes internacionales idénticas y solemnemente admitidas es muy corto, y se suplen con reglas apropiadas a la situación de los que las establecen. El tratado es el precursor de la ley; la prepara, pero no es la ley todavía; no tiene su generalidad, ni suele tener su justicia, porque con frecuencia se hace con miras estrechas y egoístas; no obstante, no puede dudarse que el conjunto de tratados, cada vez más numerosos, extendidos a mayor variedad de relaciones, a mayor número de pueblos, y más semejantes unos a otros, y más justos cada día, van constituyendo un verdadero Derecho de gentes.

Podrá decirse que este Derecho no es positivo, porque no se formula en ley general promulgada, admitida y obligatoria; que las naciones concluyen los tratados como les parece, los varían según les acomodan, y dejan de cumplirlos cuando quieren, si son fuertes. Si los tratados se refieren a intervenciones, conquistas, anexiones, desmembraciones, alianzas, declaraciones de guerra y condiciones de paz, lejos de representar el derecho, suelen ser una prueba de que no le hay; la política internacional, ya lo hemos dicho, carece de ley; pero van entrando cada vez más en ella las otras relaciones de los pueblos. La facultad que tienen de cumplir o no los tratados, es más aparente que real, porque el tratado resulta del convencimiento de su conveniencia o de su necesidad, y mientras este convencimiento exista, el tratado se cumplirá. No es necesario coacción física para que las determinaciones subsistan: un hombre en su cabal juicio está tan incapacitado de pensar que dos y dos son seis, y que el asesinato es una buena acción, como de escaparse si se le encierra en cárcel segura. Así, pues, las causas que determinan los tratados no políticos aseguran su cumplimiento; las naciones, si no quisieran, no los cumplirían; pero no pueden dejar de quererlos, como no está en mano de nadie dejar de ver la verdad y la justicia, cuando tiene en su espíritu medios de llegar a este conocimiento, ni dejar de desearla si se persuade de que le conviene.

Montesquieu ha dicho que las leyes son relaciones necesarias que resultan de la naturaleza delas cosas; siendo la naturaleza del hombre esencialmente igual, sintiendo cada vez más imperiosa la necesidad de comunicar, de sus relaciones tienen que resultar leyes; a eso camina la humanidad, y muy de prisa en nuestra época, y esto se desprende del estudio de los tratados, que, como dejamos dicho, se diferencian menos cada día de pueblo a pueblo, marchan rápidamente hacia la justicia, que, como la verdad, es una.

Los tratados, pues, aunque tengan apariencia de ser arbitrarios, no obligatorios, y una prueba de que no existe derecho, le constituyen verdaderamente, aunque imperfecto, porque lo son todavía los elementos que a él concurren.

Hay tratados postales, comerciales, telegráficos, relativos a los caminos de hierro, a establecimientos o empresas comunes, a pasaportes y emigraciones, a extradiciones de criminales, a propiedad intelectual, sea literaria o bien se refiera a inventos, a competencia judicial en materia civil, a la situación que los súbditos de un país han de tener en otro, de Aduanas, de servidumbres, etc., etc., etc.

Cada día se siente la necesidad de un nuevo tratado o de modificar el antiguo, y las modificaciones se hacen por lo común con tendencia a suprimir o disminuir privilegios, prohibiciones, diferencias de unos pueblos a otros, o lo que es lo mismo, en sentido de la unidad y de la libertad.

Por lo demás, el Derecho internacional, como el patrio, no faculta para hacer tratados que contengan cláusulas inmorales o en perjuicio de tercero, a menos que se trate de alianzas políticas, de cesión de territorios, rectificación de fronteras, capitulaciones de paz y de casi todo lo relativo a la guerra; en estos casos, suele y puede haber condiciones ilícitas y perjuicio de tercero, porque, como hemos dicho, se prescinde del derecho y se carece de ley. Los gérmenes de la ley equitativa, los principios de derecho, unas veces entrevistos o tímidamente aplicados, otras bien apreciados y desenvueltos, están en los tratados que no formulan combinaciones políticas, sino que sirven intereses más o menos elevados, pero siempre legítimos, y forman reglas que no dejan de serlo por tener alguna excepción.

La guerra suele suspender la ejecución de los tratados o convenios que no se refieren a ella; pero esto sucede más bien por el estado de violencia que lleva consigo y por el trastorno que produce en todas las relaciones, que por anular los pactos anteriores. Al contrario; como estos tratados corresponden a necesidades morales o materiales generalmente sentidas, reaparecen cuando la violencia cesa y los medios de proveer a ellas se ponen en práctica, hecha la paz.

Capítulo III

Derechos del hombre respetados por el de gentes

Aunque muchos publicistas hagan salvedades en favor de la soberanía de los Estados, exponiendo que ninguno tiene el deber de admitir extranjeros en sus dominios, y que puede expulsarlos, además del caso de guerra y medidas que con ella se relacionan, siempre que lo estime conveniente, es lo cierto que ningún pueblo culto cierra sus fronteras a los extranjeros honrados, ni los expulsa de su territorio en tiempo de paz.

El hombre, pues, puede dirigirse libremente a cualquiera región de la tierra en que haya naciones civilizadas, seguro de que tendrá:

Respeto a su libertad, mientras no abuse de ella, estando abolida la servidumbre y la esclavitud;

Derecho a ejercer su actividad racional, aplicándola a todo género de trabajo;

Derecho a adquirir toda clase de propiedades;

Derecho al ejercicio público de su religión y, cuando menos, a que no se le inquiete por ella, ni menos se le imponga otra;

Protección en las leyes contra todo ataque, sea contra su persona o contra sus bienes;

Derecho a presentarse ante los Tribunales;

Derecho a contraer matrimonio con personas naturales de cualquiera nación;

Derecho a hacer contratos;

Derecho a hacer donación de sus bienes entre vivos, o por disposición testamentaria;

Derecho a disfrutar de un gran número de ventajas que a título gratuito tienen los naturales del país en que habita o en que está de paso;

Derecho a ser amparado, si su vida peligra, y socorrido si por pobreza u otra causa lo necesitare;

Combatiente vencido, derecho a que el país extranjero sea para él un asilo contra sus perseguidores;

Delincuente político, derecho a que, pasada la frontera, no puedan aplicársele las leyes penales de su país;

Acusado de delitos comunes, si son leves, derecho a que no se le persiga por ello; si graves, a que la nación donde habita le defienda de un modo tutelar y casi paternal, y no le entregue a los Tribunales de su patria sin haberse cerciorado de que lo reclama con justicia;

Derecho a elegir la patria que quiera, llenando ciertas condiciones para naturalizarse en ella, que, una vez cumplidas, le equiparan a los que han nacido en el país de su nueva adopción.

Estos derechos y reglas tienen algunas limitaciones y excepciones:

Un hombre de cierto color o de cierta raza, puede ser esclavizado de hecho y aun de derecho en algunas posesiones españolas;

No puede ser propietario de un barco que lleve bandera inglesa, el que no sea súbdito inglés;

En general, no pueden ser desempeñados por extranjeros los cargos públicos, incluso el de profesor de la enseñanza oficial;

Los títulos académicos de un país no sirven, en general, para otro, y prohibiendo al extranjero el ejercicio de su profesión, se infringe la ley de libertad del trabajo;

Los Tribunales exigen a veces del extranjero garantías que no está obligado a dar el compatriota;

Se niega a veces aptitud legal al extranjero, equiparándole al menor o al incapacitado, por ejemplo, inhabilitándole para la tutela del que no sea su compatriota, o para el prohijamiento en igual caso.

El industrial halla en el mercado extranjero gravámenes que le ponen en condiciones muy desventajosas respecto al nacional, y al comerciante le sucede lo propio cuando llega a puertos o fronteras que no son de su país.

Pero estas excepciones no destruyen la regla de que para la inmensa mayoría de los casos, y para las cosas más esenciales, son iguales ante la ley el nacional y el extranjero, y que éste goza de todos los derechos civiles para los que expresamente no se le incapacita: el número de casos de incapacidad es corto, lo es más cada día, y no parece lejana la época en que no existirá ninguno, vista la rapidez con que las legislaciones se uniforman, la conveniencia de uniformarlas, que será pronto necesidad, y lo mucho que se ha hecho en poco tiempo para equiparar a los extranjeros con los naturales en lo que se refiere a derechos civiles.

¿Qué le falta, pues, al hombre para ser ciudadano de todo el mundo? ¿De qué derechos está absolutamente privado cuando vive en tierra extraña? De los derechos políticos. Un extranjero puede ejercer gran influencia en un país, por bienes que posea en él u obras públicas que ejecute; puede ser dueño de gran parte de las líneas férreas, tener a su disposición centenares o miles de votos y determinar la elección de este o de aquel diputado, pero no puede votarle; sobre este punto, tratados, leyes, publicistas, todos están conformes.

OBSERVACIONES.

Por más que sea de desear que todos los hombres tengan en todas partes todos los derechos, se comprende la imposibilidad de conceder los políticos a los extranjeros, mientras no haya Derechopolítico internacional. Los súbditos de los diferentes países como industriales, comerciantes, artistas, jurisconsultos, literatos, científicos, poetas, como hombres, puede decirse, tienen relaciones de derecho e igualdad cada día mayores ante la ley; pero como franceses y alemanes, como ingleses y rusos, como súbditos de dos Estados que carecen de ley para condicionar ciertas relaciones, en todo lo que a ellas se refiere, no pueden tener derecho común. Los que se han hecho la guerra, se la hacen, se la harán, o por lo menos se hallan siempre preparados para hacérsela; no pueden prescindir de las necesidades que impone, de las ideas que inspira, de los sentimientos que determina. ¿Se concibe en el año 1870 un prusiano votando en las Cámaras francesas con Thiers, o un ruso en 1877 apoyando a Gladstone en el Parlamento inglés? ¿Lo toleraría la opinión, aunque el extranjero votase de buena fe, en razón y en justicia? No es posible. Mientras las grandes cuestiones de política internacional se resuelvan por las grandes potencias, con exclusión de las pequeñas; mientras la guerra sea la última razón, no se concederá a un extranjero la facultad de negar hombres y recursos para hacerla contra sus compatriotas, ni para intervenir en la constitución de un Estado del que ha sido, es, o puede ser enemigo.

Pero si es lógico e inevitable, dado el modo de ser actual de las naciones, que se prive de derechos políticos a los extranjeros, el goce de todos los civiles nos parece una cosa justa y asequible.

Sucede a veces que los sujetos que emigran, no son de los más recomendables de su nación; pero esto no es siempre ni aun las más veces, y así como la circunstancia de ser extranjero no es agravante para el que comete un delito, ¿por qué ha de dar lugar a una desconfianza depresiva que no se funda en razón ni la atiende? ¿Por qué el extranjero honrado, cuyos buenos antecedentes se conocen, cuya desahogada posición se sabe, no ha de tener la tutela de un menor, o prohijarle con provecho de entrambos? ¿Qué debe buscarse para el menor o para el hijo adoptivo? Honradez y ciertas condiciones económicas, que le permitan responder materialmente de los bienes del menor y de la educación y sustento del prohijado. Y estas circunstancias ¿no se pueden hallar y se hallan en un extranjero? Puede ser dueño de las vías férreas de un país, y ejercer en él una grande, grandísima influencia, y se le niega la facultad de ejercer la tutela de un menor, o de servir de padre a un huérfano. Hay en esto contradicción, injusticia, y por consiguiente daño. Desde el momento en que se conceden a los extranjeros medios legales de ser poderosos, debe procurarse que ellos no se consideren como extraños, que estrechen los lazos que los unen con el país donde tienen tantos intereses, a fin de que le miren con simpatía, le amen, si es posible, y no le tengan como una mina que se explota sin reparar en los medios, y se abandona una vez concluido el filón. La justicia manda y la conveniencia aconseja, que fraternicen entre sí todos los hombres, y muy principalmente aquellos que tienen relaciones íntimas.