Artículos sobre beneficiencia y prisiones. Tomo III - Concepción Arenal - E-Book

Artículos sobre beneficiencia y prisiones. Tomo III E-Book

Concepción Arenal

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Beschreibung

Tercer volumen que recoge los artículos de corte ensayístico de Concepción Arenal. En ellos la autora analiza desde un punto de vista crítico aunque constructivo las injusticias que se cometían en la España de su época tanto en el sistema de prisiones como en las organizaciones de beneficencia asociadas al estado.-

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Concepción Arenal

Artículos sobre beneficiencia y prisiones. Tomo III

 

Saga

Artículos sobre beneficiencia y prisiones. Tomo III

 

Copyright © 1900, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726660005

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

¡Si yo fuera rico!

Pocas personas habrá que, no siéndolo, hayan dejado de decir alguna vez: ¡Si yo fuera rico! y a continuación no hayan formado planes y propósitos conformes con la natural inclinación e ideas de cada uno.

Quién edifica palacios, quién asilos benéficos, quién establecimientos de enseñanza, o museos, o teatros, o casas para pobres; éste se propone vestirlos y sustentarlos; aquél tener mucho lujo en su persona, habitación y mesa; uno compra libros y medios de instruirse; otro se procura todo género de variedades; tal viaja incesantemente; tal goza todo lo imaginable en regalado reposo, y muchos mezclan lo bueno y lo malo, lo razonable y lo absurdo en sus propósitos, como está mezclado en su corazón y en su inteligencia.

Primeramente, ¿qué se entiendo por rico? Abro el Diccionario de la Lengua para fijarme bien en la significación de la palabra, y le vuelvo a cerrar repitiendo aquella frase de Larra: El Diccionariotiene razón cuando la tiene.

Ingeniémonos para venir en conocimiento de lo que se entiende por rico. Lo es el dueño de una riqueza, pero la riqueza es una cosa muy relativa. Quinientos duros son una riqueza para un pobre y una cantidad insignificante para un millonario. Cuando un gran capitalista se arruina, se cree miserable con una propiedad que haría rico a un jornalero. Según crecen o menguan las necesidades, el lujo y la vanidad, aumenta o disminuye la cantidad de dinero o la extensión de terreno con que se puede ser rico.

Aunque la riqueza sea cosa relativa y variable en cuanto a la cantidad que haya de constituirla, se la considera en absoluto como cosa buena, cómoda y agradable y como medio para conseguir muchos fines. Las propiedades se llaman bienes; el que es muy rico se dice que es poderoso, y cuando exclamamos: ¡el pobre!, es como si dijéramos: ¡el desdichado!

Se entiendo por rico el que posee más que lo que necesita y gasta, y con aquel sobrante puede algo, bastante o mucho. La idea de tener más de lo necesario y de poder, va unida a la de riqueza.

Y para que a un hombre se le considere rico ¿se necesita que posea cierta cantidad de dinero? No. En un gran músico, en un gran pintor, el talento es una verdadera riqueza, y se dice que ese hombre tiene un capital en su instrumento o en su pincel. Se dice también: un hombre rico de esperanzas, de ilusiones, de virtudes; de modo que la riqueza no es una cosa precisamente determinada y tangible, sino la propiedad de alguna cosa material o inmaterial que se tiene en mayor cantidad de la personal necesidad, y cuya libre disposición constituye un poder. En este sentido, en nuestra opinión recto y verdadero, no hay nadie que no sea rico.

Hablando un día de la influencia que tiene el espíritu sobre la materia, y cómo la modifica, y cómo lo puro y elevado hace agradable y simpático el aspecto del hombre que anima, dijo un amigo nuestro: son feos porque quieren. Y tenía razón.

Nosotros decimos también: son pobres porque quieren, porque se forman una falsa idea de la riqueza y no ven o no quieren utilizar la que en sí tienen o podrían tener. No hay nadie, absolutamente nadie, que no sea o pueda ser rico de alguna cosa, es decir, que no tenga de ella tal abundancia que le permita dar, siendo poderoso, ejerciendo poder directo sobre aquellos a quienes da, o indirecto sobre otros muchos.

Un pobre de dinero puede ser rico de ciencia, de arte, de paciencia, de tolerancia, de caridad, de perseverancia, de compasión, de celo, de abnegación, de fe, de cualquier virtud, en fin, o buena cualidad que le permita comunicarla o ejercerla en beneficio de sus semejantes. Todo el que quiere, puede dar alguna cosa: hasta el desvalido que sufre en la cama de un hospital puede ser rico de resignación y dar un sublime ejemplo de paciencia altamente beneficioso, y mucho más útil que la moneda de oro depositada por el magnate que visita el establecimiento.

No hay, pues, que decir: ¡si yo fuera rico!, sino: ¡yo soy rico! Vamos a examinar bien en qué consiste esta riqueza que Dios me ha dado y cómo la empleo bien y hago buen uso de ella. Algo hay en mí de que puedo disponer en beneficio de otro; algún talento, alguna virtud, alguna fuerza física o moral, alguna cualidad con que puedo dar lección, ejemplo, auxilio, consuelo. Esta penuria de no poder dar nada no es obra de Dios, que me dotó generosamente, sino de mi voluntad torcida y mi entendimiento perezoso que no quiso penetrar en las profundidades de mi alma y descubrir los tesoros que allí había. Vuelto de mi error, arrepentido de mi pecado, veo que falté negando a mis hermanos tantos dones como podía haberles hecho, y a mi Padre celestial no reconociéndome deudor de la gran riqueza que en mí había depositado. Ya soy rico, y no llegará a mí ningún menesteroso sin que le haga partícipe de algún don de los que he recibido de Dios.

15 de Noviembre de 1874.

Venta

En la Redacción de La Voz de la Caridad, Dos Amigos, 10, segundo izquierda, se vende una escribanía de plata, sin estrenar, tasada en 700 reales, y cuyo producto se destina a los pobres. Tiene su historia, que referiremos brevemente, en prueba de que, si hay ingratitudes repugnantes, hay también agradecimientos que exageran santamente el beneficio recibido.

La guerra, la execrable guerra, tenía en la más honda aflicción a unos padres cuyo hijo, casi un niño, cayó herido y prisionero. Acudieron a una persona que los tranquilizó, y sin más trabajo que escribir una solicitud y dirigirla a quien pudo y quiso apoyarla, el adolescente volvió al seno de su familia. Apreciando el servicio hecho, no por lo poco que había costado, sino por el gran consuelo, por la felicidad que les había traído, aquellos padres quisieron absolutamente dejar al que los había consolado un recuerdo de su gratitud: ese recuerdo fue la escribanía que se vende. Rehusada, enviada, vuelta a llevar y traer; expuestas por un lado las razones que había para no recibirla, y por otro los sentimientos que impulsaban a darla, se convino, al fin, en que sería destinada a un objeto benéfico, a voluntad del que no podía aceptarla, y conserva con gran aprecio un pañuelo con las iniciales del prisionero rescatado, en memoria de las lágrimas amarguísimas derramadas por sus desolados padres y que tuvo la dicha de enjugar.

Puesta a nuestra disposición la escribanía, habíamos pensado rifarla, para sacar algo más de ella; ¡están tan pobres, tan pobres los que socorre La Voz de la Caridad, mejor dicho, los que ya no puede socorrer! Pero al anunciar esta idea, una persona ha creído hallar contradicción entra nuestros principios respecto al juego de la lotería y el hecho de promover una rifa. A nuestro parecer, nada tiene de común comprar un billete pidiéndole a la suerte un dinero que no se ha ganado, sin más mira que tenerlo, y cuanto más, mejor, para ser rico, con las consecuencias de las riquezas improvisadas y todas las que apuntamos en nuestro artículo sobre el juego de la lotería, y tomar un billete para una rifa con un objeto benéfico, con ánimo de hacer una buena obra, con poca probabilidad de que toque la alhaja, y aunque así sea, sin peligro de que la suerte, al hacer un don, haga un mal, desmoralizando al agraciado y cambiando bruscamente su posición. Pero lo que pensó aquella persona que nos lo dijo podrán pensar otros; es casi seguro que lo piensen, y preferimos disminuir el producto del donativo, a menguar el prestigio de la verdad. El alma antes que el cuerpo; primero que el pan, la conciencia; y no permita Dios que contribuyamos a que se extravíe ninguna, apoyándose en la contradicción de nuestras palabras y nuestras acciones. Esta contradicción no puede ser más que aparente y para quien no reflexiona; pero como los que no reflexionan son muchos, queremos evitar toda apariencia de que, disfrazado, admitimos el juego, y que aceptamos en ningún caso la execrable máxima de que el fin justifica los medios.

Se vende, pues, a beneficio de los pobres, no se rifa, la escribanía; y las personas caritativas pueden hacer una de esas obras de caridad que no cuestan dinero, buscando comprador entre aquellos de sus amigos o conocidos que quieran comprarla, para que así se venda por su justo precio. ¡Gran dolor sería tener que darla más barata! Si el que la adquiera es persona de corazón, ha de apreciarla, más que por el metal precioso de que está hecha, más que por el buen gusto con que está trabajada, por ser recuerdo de un gran dolor, de un gran consuelo, y más todavía como prueba material del hermoso sentimiento de la gratitud, llevado hasta un punto que conmueve, consuela y puede servir de ejemplo.

A...

Ya que usted no quiere que el público sepa su nombre, ni sus iniciales siquiera, ni el pueblo donde tanto bien hace su caridad, que se extiende a otros, todo lo callaremos, porque el buen ejemplo se da más con la buena acción que con el buen nombre; la personalidad no está en esta o en aquella combinación de letras, sino en la armonía de las ideas y de los sentimientos, y debemos respetar el de usted, que la impulsa a ocultarse al hacer el bien.

Aquellos 300 reales que usted nos envió para contribuir a que se hiciera algún resguardo contra el fuego que hacían los carlistas entre Miranda y Haro a los que viajaban por el camino de hierro, están depositados en nuestro poder. No parece sino que la buena acción de usted subió al cielo como una plegaria digna de ser escuchada, y que Dios tocó el corazón y detuvo las manos culpables que se movían traidoramente contra gente indefensa. El hecho es que pasan los trenes sin recibir descargas desde que usted envió su bendita limosna. ¡Ojalá que no sea necesaria para el objeto a que usted la destina! Cuando pase bastante tiempo para que razonablemente se pueda esperar que no se hostilizará más a los viajeros en las Conchas, se lo avisaremos a usted, a fin de que disponga de su donativo.

No pronunciamos su nombre, ni siquiera sus iniciales, y la llamamos aquí la señora que no veuna desgracia sin compadecerla y contribuir eficazmente a remediarla.

Si yo fuera pobre...

Así como no siéndolo hay pocas personas que no hayan exclamado alguna vez: ¡Si yo fuerarico! y hecho para aquel caso multitud de proyectos y propósitos, la mayoría de los que no son pobres no piensa: ¡Si yo fuera pobre!... Hay, no obstante, un número considerable de personas, y suelen ser de las que se ocupan más o menos, mejor o peor de los necesitados, que dice alguna vez: Si yo fuerapobre... y a continuación añaden las muchas cosas que harían que los pobres no hacen, las muchas virtudes que tendrían que los pobres no tienen.

Semejantes afirmaciones revelan soberbia e ignorancia. Soberbia, porque la hay siempre en afirmar nuestra superioridad, no ya sobre un individuo, sino sobre una colectividad, y en creer nuestra virtud a prueba de las que no hemos sufrido. Ignorancia, porque hacemos comparaciones, con grave error en los términos.

Nos imaginamos en estado de pobreza, pero conservando las ideas, los sentimientos, la instrucción, la dignidad, nuestra personalidad moral o intelectual, en fin, tal como la han hecho la educación y situaciones propias para elevar el espíritu y no depravar el corazón. Además de que no se aprecian bien los obstáculos que encuentra y las dificultades con que lucha el pobre; además de que se ignora una sinnúmero de circunstancias que determinan en muchas ocasiones el defecto, o el vicio, o el descuido de que se lo acusa, damos por supuesto que tiene en sí recursos morales e intelectuales que no puede tener, y que nosotros tenemos.

Así, pues, aun en el caso muy dudoso, de que si nos viéramos en la situación del pobre hiciéramos todas aquellas cosas y tuviéramos todas aquellas virtudes de que con tan poca humildad nos creemos capaces, todavía no había razón para creernos superiores a los necesitados que no las practican, puesto que nuestra pobreza era material, y no moral e intelectual como la de que aquellos que acusamos, y que aun cuando la desgracia pesara igualmente sobre nosotros que sobre ellos, debía ser infinitamente mayor la fuerza de nuestro ánimo para combatirla.

Para aleccionar nuestro amor propio y afianzar nuestra justicia, sería más conveniente que pensar: si yo fuera pobre tendría tales o cuales virtudes de que ellos carecen, dirigir a lo íntimo de nuestra conciencia y contestar con sinceridad a preguntas, poco más o menos, como las siguientes:

Si yo fuera pobre, y pisara descalzo el barro de Enero, y me sintiera salpicar por el que despiden las ruedas del lujoso carruaje;

Si yo fuera pobre, y pasara hambriento por los escaparates donde hay manjares delicados, por las fondas y los cafés donde tanta gente come y bebe alegremente;

Si yo fuera pobre, y no hubiera comido en todo el día, y tiritando por la noche pidiera en vano una limosna a la gente que sale de los teatros;

Si yo fuera pobre, y en mi desnudez tuviese mucho frío, y viera gente cubierta de terciopelo, de pieles, de diamantes;

Si yo fuera pobre, y viera humear la chimenea de la habitación tapizada y amueblada lujosamente, y no tuviera manta en la cama y no pudiera dormir de frío; Si yo fuera pobre, y quisiera trabajar y no hallara trabajo, y viese muchos que no trabajan y viven en la abundancia;

Si yo fuera pobre, y me llevaran a mi hijo a la guerra porque no podía rescatarle como otros que tienen dinero;

Si yo fuera pobre, y no pudiese hacer valer mi justicia contra otro que no lo es; Si yo fuera pobre, y por serlo tuviese que vivir en condiciones que arruinan mi salud y abrevian mi vida;

Si yo fuera pobre, y viese que estaba expuesta, que tal vez sucumbía la virtud de mi hija, que no era bastante sólida para luchar con el espectáculo del lujo y las angustias de la miseria;

Si yo fuera pobre, y tuviese un hijo inteligente y no pudiera educarle, y viera los de limitado entendimiento que se elevan a beneficio de su aventajada posición;

Si yo fuera pobre, y comprendiera que me despreciaban por una ignorancia que no ha estado en mi mano vencer;

Si yo fuera pobre, y viese pasar alegres niños con juguetes muy caros, y no tuviera pan que dar a mis hijos que lloran de hambre;

Si yo fuera pobre, y hubiese perdido al ser que más amaba en el mundo, y creyera que su enfermedad y su muerte fueron efecto de la miseria, y que podía haberse salvado con una alimentación que no pude darle y con remedios que no pude hacer...

¿Qué haría yo entonces?

Ignoramos la respuesta que, con la mano en el corazón, en conciencia y en verdad, podrán dar otros a estas preguntas; por lo que a nosotros hace, que no nos tenemos por modestos, confesamos humildemente que si nos viéramos en las situaciones en que se ven los pobres y con los contrastes que presencian, estamos en la persuasión de que seríamos menos pacientes, menos resignados, en una palabra, peores que ellos.

Ley de dementes

Tenemos entendido que se ha pensado en legislar o decretar sobre dementes, y aun hemos leído en un periódico que se había comisionado a un médico para que escribiera una memoria sobre el asunto.

Sentiríamos que cualquiera medida de trascendencia que se tome sobre cosa tan grave sea por medio de un decreto, y no de una ley muy pensada y muy debatida, como el asunto lo requiere.

Además, el hecho de haber encargado algún trabajo preparatorio a un médico que está al frente de un manicomio, nos hace temer que no se ha comprendido bien la cuestión. Si se tratara de un plan curativo para la demencia, estaba bien que se pidiera su parecer y se utilizara la experiencia de un médico que tenga mucha, con tal que sea psicólogo y filósofo; SI NO, NO. Lo que se hace con respecto a la curación de los dementes y declaración de si lo están o no, es deplorable, y prueba una tendencia materialista, y casi estamos por decir brutal.

La demencia es unas veces efecto, otras causa de la lesión orgánica, y aun hay locuras en que no hay lesión orgánica ni modificación material perceptible; el enfermo come, bebe, duerme, pasea, no le duele nada. ¿Qué hace entonces el médico? Si no es más que médico, nada; si es filósofo, si es psicólogo, si entiende de pasiones y del corazón, podrá, según los casos, hacer algo o hacer mucho. Y la prueba de lo poco que hace el médico, si no es más que médico, con los dementes, es la poca medicina que se aplica en un manicomio: aparte, de ciertos medicamentos, pocos, y al decir de los inteligentes de eficacia bastante dudosa, y aun de aplicación arriesgada, en los manicomios bien montados más se aplican remedios al espíritu que al cuerpo. ¿Qué hace allí el médico? Muy poca cosa; un filósofo haría más: bien entendido que no comprendemos que nadie pueda serlo sin saber anatomía y fisiología.

Manifestadas al paso estas pocas ideas, que espontáneamente brotan del asunto, y muy lejos de pensar que le hemos profundizado con indicaciones tan breves, volviendo a la Ley de dementes, diremos que un médico, en calidad de tal, nada tiene que ver con ella, ni puede hacerla bien, ni ilustrar al que la haga. No se resuelven en ella problemas terapéuticos, sino jurídicos; no se trata de ver si se ha de aplicar al enfermo la alopatía, la homeopatía o la hidropatía, sino cómo se ha de hacer justicia al hombre, y poner su derecho a cubierto de los ataques a que le expone la circunstancia de haber perdido la razón o tenerla parcialmente extraviada. Se necesita, pues, filosofía del derecho, y no patología ni materia médica.

Y es bien necesario que una ley justa venga en auxilio de quien le necesita tanto; que se establezca una tutela moral o ilustrada para esta clase de menores desdichados, víctimas tantas veces de la iniquidad y de la codicia de parientes a quien la ley arma con facultades que no debían tener. ¿Quién no ha visto muchos ejemplos, que claman justicia sin alcanzarla, de infelices tiranizados por los que debían defenderlos, oprimidos por los que debían ampararlos, explotados en su falta de razón por los mismos que han contribuido poderosamente, o sido la única causa de que la pierdan?

Los derechos del demente, por lo mismo que son muy fáciles de atropellar, deben ser protegidos por la ley con particular esmero y estar rodeados de garantías especiales.

Hay que fijar bien lo que constituye la demencia.

Marcar sus varios grados.

Graduar la pérdida de los derechos por la de la razón, que puede ser parcial o total.

Hacer imposible que sea declarado loco uno que no lo esté, porque no hay injusticia más cruel que la que sobre esta pueda cometerse; derecho más santo que el que tiene todo hombre a que se reconozca en él su cualidad de ser razonable, sin la cual es tratado como cosa; ni muerte más horrible, más traidora, más infame, que la dada a un ser racional en quien se mata la libertad, el derecho, el respeto, la personalidad toda, en fin, secuestrándole del mundo de la inteligencia y de la conciencia, y dejándolo a merced de un loquero. La queja del criminal se escucha, la del loco no se atiende; ni su derecho es derecho, ni su justicia, justicia, una vez declarado ser sin razón, las que da no se aprecian, y se miran como una singularidad, como una rareza, como una reminiscencia de su perdido estado anterior, no como cosa respetable y atendible. Ya se comprende la gravedad de declarar a un ser racional fuera de la ley de la razón, y cuánto debe esforzarse el legislador para que sin derecho no se haga.

Repetimos que en todo esto no hay cuestión patológica ni ciencia médica, sino cuestión jurídica y ciencia del hombre y del derecho.

Ocúrrenos que, tratando de una ley de dementes, como tratándose de otras muchas cosas, podría recurrirse al público certamen con grandes ventajas. Las tienen en todas partes, y más entre nosotros, donde la publicidad, en muchos casos, es vocinglería más propia para extraviar que para guiar al que de ella toma consejo; donde la opinión en ciertas materias no puede tampoco servir de brújula; donde hay personas que tienen trabajos especiales, que no publican por la seguridad de que la venta no costeará la impresión; y, en fin, donde son tan escasos los conocimientos en ciertas materias que debe buscarse un medio de agruparlos todos cuando de legislar se trata, y este medio es el público certamen. Creemos que si se abriera uno ofreciendo un premio cualquiera (aunque no tuviese valor pecuniario) al autor del mejor proyecto de ley de dementes, se habría dado un gran paso hacia la justicia en asunto muy necesitado de ella.

La prisión preventiva

Si fuera posible hacer comprender bien las injusticias que resultan de cada error y los dolores que son consecuencia de cada injusticia, no se miraría con tanta indiferencia la investigación de la verdad, ni se escucharía tan fríamente a los que la proclaman. Persuadiéndose bien de su importancia, el desdeñarla parecería una cosa culpable o inhumana. En esas masas de hombres que se arman, que se aborrecen, que se persiguen, que se hieren, que se matan, que se asesinan, hay maldad, ¿quién lo duda? pero entra en el criminal desastre que se llama guerra, por una parte mínima, y el error es el principal responsable; él es el que entrega las multitudes a la codicia, a la pasión, al cálculo, que con poca dificultad convierte a los ciegos en malvados.

Reflejándose los errores de la opinión en las leyes que los formulan, los fortifican y parecen consagrarlos, al mal que se hace con violencia hay que añadir el que se consuma sosegadamente, y, lo que es todavía peor, con apariencia de justicia y fórmulas jurídicas.

Muchas veces hemos clamado contra el estado de nuestras prisiones, y alguna manifestado lo innecesario y perjudicial de la prisión preventiva cuando se trata de delitos leves. Donde quiera es injusto que cuando no hay una necesidad imperiosa, es decir, un delito grave, con fundado temor de que el acusado se oculte y gran daño de que no pueda ser habido, se empiece por imponer una pena grave, cual es la privación de libertad, a un hombre que no está juzgado, que podrá ser inocente, que es muy probable que lo sea, como resulta de la proporción en que están los presos condenados y los absueltos.

Si es en todas partes injusto que sin necesidad, sin una necesidad imperiosa, se prive a un hombre de su libertad, y muchas veces con ella de los medios de defender su derecho, de la posibilidad de ganar el sustento para él y su familia, sumiéndola en la miseria, y se le arrebate la honra, porque aunque salga absuelto padece mucho la del que ha estado en la cárcel, mucho más injustas y perjudiciales son todas estas cosas en España, donde las cárceles son escuelas normales de vicio y de crimen, y los trámites judiciales detienen indebidamente a los presos, en parte por culpa de la ley, en parte por faltar a la justicia los encargados de aplicarla.

Con suprimir la prisión preventiva para los acusados de delitos leves, se evitaba que se preparasen a cometer los graves, la ruina y la deshonra de su familia en muchos casos, economizando todo lo que cuesta mantenerlos, y haciendo más fácil la reforma de las cárceles, menos costosa para un corto número de detenidos.

¿Qué males podrían resultar? Se escaparían, dicen: es un error.

1.º Porque se escapa uno u otro criminal, que al fin, y tarde o temprano es habido; pero una gran masa, como es la de encarcelados por delitos leves, no pueden ocultarse; es materialmente imposible que se oculte. 2.º Porque imponiendo a la ocultación un aumento de pena, se guardarían mucho de incurrir en él. 3.º Porque el reo que se oculta disminuye grandemente sus medios de defensa. 4.º Porque la ocultación es una pena, y muy grave, que se impone el que se sustrae a la acción de la justicia, privándose de los recursos del trabajo, aceptando una especie de reclusión.

Habiendo reflexionado mucho sobre la materia y observado algo, tenemos el íntimo convencimiento de que mujeres acusadas por delitos leves, serían rarísimas las que se ocultasen, y hombres muy pocos; y si en un principio había algunos más, el número iría disminuyendo.

¡Cuántos, cuán gravísimos males se evitarían limitando la prisión preventiva a los acusados de delitos graves!

En prueba de lo dicho citaremos un ejemplo, porque es notable, y porque nos consta la verdad de todo lo que vamos a referir.

A... era carretero; un día en que no tenía trabajo fuese hacia las ventas del Espíritu Santo; alargó su paseo, llegó hasta el término de Alcalá, y allí fue cogido por una pareja de la Guardia civil y llevado a dicha ciudad como sospechoso de haberse apropiado un saco de noche que no era suyo.

Suprimiendo la prisión preventiva por delitos leves, hubiera continuado trabajando y manteniendo a su mujer y a sus seis hijos, de quien era amoroso padre; la causa se habría seguido; él habría podido activarla, y no hallando el juez culpabilidad para imponerle pena alguna le hubiera absuelto, como le absolvió; las apariencias habían dado lugar a una equivocación, que se deshizo sin grave perjuicio de nadie; esto es lo que hubiera sucedido: veamos lo que sucedió.

A... fue preso y llevado a la cárcel de Alcalá; su mujer, embarazada y con cinco hijos, quedó en Madrid, procurando en vano ¡pobre mujer! hacer patente la inocencia de su marido. Vendidas o empeñadas las pocas ropas y el pobre ajuar, la miseria más espantosa pesó sobre ella. La hija mayor tenía trece años; propusiéronle que la enviase a la fábrica de cigarros, donde podría ganar algo; obligada por el hambre, envió allí a la muchacha en mal hora; era bien parecida, y fue presa de una de esas mujeres malvadas que comercian con la inocencia ignorante y desvalida, a la sombra de la impunidad más execrable. La niña huyó de la honrada miseria de la casa paterna por la ignominiosa abundancia de una casa de prostitución.

La caridad halló a la pobre madre recién parida en una covacha, sin pan, sin cama, sin ropa y llorando por su marido encarcelado y por su hija perdida. Buscarla era lo más urgente, y se buscó y se halló; volvió a la casa paterna menos miserable que cuando la había dejado; esfuerzos para que no la faltase lo necesario, consejos, amonestaciones, todo fue inútil; desapareció de nuevo, y esta vez no sólo de casa, sino de Madrid: estaba perdida para siempre.

Entretanto el padre continuaba preso en Alcalá, y pasaban meses sin que la causa se empezase; así lo escribía, habiendo enfermado con la mala alimentación, con la falta de abrigo, con ver que estaban en la miseria su mujer y sus hijos, y, sobre todo, con la pena de saber que la mayor, la que él más amaba, estaba perdida.

¿Y cómo no había empezado la causa? Después de mucho trabajo se averiguó que consistía en que el alcaide de la cárcel de Madrid no había contestado a la pregunta que se le hacía de si estaba en los registros de entrada A... para saber si el encausado lo era por primera vez. Se le habla, se consigue que conteste: pasan meses y la causa continúa estacionada. Recomendaciones para el juez de Madrid, a quien había venido el exhorto, y para el escribano; estos señores dicen que el exhorto despachado ha ido hace tiempo por el correo, que se habrá perdido, puesto que en Alcalá no parece. Se contesta de nuevo, y al fin la causa empieza. Al cabo de algunos meses más, A... resulta inocente y es puesto en libertad. ¡En qué estado!

La primera vez que le vimos nos impresionó profundamente: tenía en su aspecto y ademán las señales evidentes de dos lesiones incurables, una en el cuerpo y otra en el alma. Demacrado, con rosetas encendidas en el pálido rostro, en su hablar fatigoso nombraba siempre a su hija descarriada, para cuya pérdida no podía hallar consuelo, y cuyo nombre no pronunciaba sin lágrimas. Las nuestras corren todavía al recuerdo de sus palabras, que llevaban el sello de un dolor tan profundo, tan inconsolable. No podía él comprender cómo aquella criatura tan inocente y tan querida había podido corromperse, y dejar a la familia y deshonrarla, y no contestar a sus cartas... a las cartas que le escribía él, su padre, tan afligido y tan enfermo... ¡Qué dolor y qué vergüenza!

-Éramos pobres -decía- pero éramos honrados; cuando encuentro a algún pariente o amigo que me pregunta por ella, quisiera que me tragase la tierra. Si pudiese responder: ¡Ha muerto!...

Tratose de que fuera a buscar a su hija; la muerte le llevó antes de que hubiese recibido el postrer desengaño, que indudablemente le esperaba. Deja una criatura perdida y cinco con su madre, sin más amparo que la caridad, víctimas todos con él de la prisión preventiva por delitos leves.

Comamos y bebamos

Se acercan las Navidades, tiempo de solaz, de diversión y de regalar el gusto.

¿Para qué tiene España variedad de climas, sino para darnos variedad de sazonados frutos?

Porque otros tengan frío no ha de bajar la temperatura de nuestro alfombrado gabinete.

Porque otros tengan hambre no han de ser menos sabrosos los manjares.

El jerez y el champagne no pierden su aroma porque la sed de la fiebre seque el paladar de las víctimas de la miseria.

La comedia en el teatro no es menos divertida porque haya en el mundo tragedias sin cuento.

La risa no es menos jovial porque aquí y allá y acullá y en todas partes se derramen lágrimas.

Porque en el Norte y en el Levante y en el Poniente se preparen combates, ¿hemos de dejar de gozar pacíficamente de los bienes con que nos brinda la fortuna?

Porque la guerra y la miseria hacen víctimas, ¿hemos de afligirnos nosotros, que no somos soldados ni pobres?

¿Qué nos importa el por qué de nuestra prosperidad? Lo que hace al caso es aprovecharnos de ella y saborearla tranquilamente.

¿Para qué se le da al hombre la fortuna sino para que la disfrute?

¿Quién se mete a averiguar por qué otros carecen de lo necesario y nosotros poseemos lo superfluo? ¿A qué engolfarse en cuestiones complicadas, cuando es tan sencillo que cada cual disponga de lo que tiene como mejor le parezca?

¿Pedimos por ventura nosotros algo a nadie? ¿Pues por qué hemos de dar nada a ninguno?

Lo que tenemos es nuestro, nada más que nuestro, y honradamente lo comemos y lo bebemos. ¿Es culpa nuestra si otros tienen hambre?

Nosotros no hemos arreglado el mundo, ni podemos arreglarlo; como está lo dejaremos, y mientras estamos en él hemos de aprovechar la buena parte que nos ha tocado.

Nosotros, que estamos alegres, reímos; que los que están tristes lloren: ¿qué cosa más lógica y natural? ¡Estaría divertido el mundo si se afligieran todos por la desgracia de unos cuantos!

Después de todo, no creemos que la desgracia sea tan general: nosotros no la vemos. Algunos cientos de miles que sufren, que lloran, que mueren, será todo lo más. Todos hemos sufrido y hemos de morir.

Así como cuando hace una noche borrascosa y se oye el viento furioso y la fría y copiosa lluvia, por el contraste parece más agradable la abrigada habitación, así, en medio de la penuria general, es más deliciosa nuestra abundancia, y más jovial nuestra alegría con el contraste del llanto. ¡Cuán dichosos nos sentimos al considerar que, en medio de la común desgracia, no somos desgraciados!

Apartemos de nuestra vista el cuadro de los que no tendrán qué cenar la Nochebuena; de los que estarán ateridos en el campamento; de los que la sufrirán mutilados en el hospital, o habrán quedado muertos en el campo de batalla. Cerremos los oídos, la mano y el corazón, y mientras tengamos buen estómago y buen bolsillo, suceda lo que sucediere, COMAMOS Y BEBAMOS.

Nochebuena

Criados de frac negro, corbata y guante blanco sirven una opípara cena. Damas y caballeros lujosamente vestidos comen de variedad casi infinita de manjares delicados, beben de los vinos más exquisitos. Hablan, ríen, se chancean, brindan. Cuando ya no les es posible comer, ni beber, ni reír más, van entrando coches y saliendo convidados. Resumen de la función: muchos miles de reales gastados, muchas palabras dichas, de las que ninguna merece repetirse, y algunas indigestiones.

* * *

Aquellos estudiantes van a gastar esta noche su asignación de dos meses. Primero al teatro, después a la fonda. Vengan platos y más platos, destápense botellas y más botellas. Voces, escándalo, vajilla rota; el que ebrio vuelve a su casa con auxilio ajeno, es el que hace y recibe menos daño.

* * *

Panderos, guitarras, chicharras y rabeles se oyen en aquella casa de vecindad: el ruido es tal, que no se perciben las voces por ser muchas y descompasadas. Hay besugo abundante y vino largo. Acabada la cena, a la calle y a la taberna hasta las doce; van a la Misa del gallo; a la taberna otra vez. Disputa, pendencia, riña. Se sacan las navajas. Un hombre a la casa de Socorro y tres a la cárcel.

* * *

-Verdaderamente, con las cosas como están no debía uno pensar en comer ni en divertirse.

-Pero, mamá, por Dios, ¿porque haya guerra vamos a morirnos todos? Nosotros no la hemos promovido ni podemos terminarla. Ya está tomado el billete.

-Pero, hijos, si no tengo gana de teatro; además, como he comido más de lo regular, y bebido, contra mi costumbre, un poco de vino, me siento muy pesada.

-Irás en coche.

-Hace muchísimo frío.

-De noche se pone uno todo el abrigo que quiere.

-Al fin os saldréis con la vuestra.

...

-Hacía en el teatro un calor sofocante; la noche está cruel; he sentido al salir a la calle una impresión como si me faltara aire para respirar. Me siento muy mal, creo que tengo una pulmonía.

* * *

¡Qué cosa tan terrible son estos días señalados! ¡Qué doloroso en ellos el recuerdo de los seres queridos que ya no viven! ¡Cómo se marca y se siente el vacío que nos dejaron, la herida incurable que se abrió en el corazón al abrirse su tumba! ¡Cuán dolorosamente turba la soledad la gente que vocifera, y esa brutal alegría cómo insulta el dolor sin consuelo! ¡Hace años vivía él, vivía ella! ¡Dios mío! ¡Cuán penosa es la existencia del que sobrevive a los que ama!

* * *

He visto montones, casi montañas, de frutas y de dulces. Manadas de pavos; mozos y carros cargados con cajones; criados con regalos. No se puede dar un paso sin que se presenten a la vista cosas de comer: calles, plazas, tiendas, portales, todo está lleno. ¡Qué de cosas se ven en los escaparates! Parece imposible que se pueda comer tanto. ¿Se comerá? ¿Lo comerán? Otros años no me faltaba qué cenar; éste, nadie se ha acordado de mí. Si supieran lo que se sufre no teniendo que comer en medio de tanta abundancia, me hubieran dado una limosna. Al ver tantos y tan variados manjares, y tanta gente que va y viene comprando y vendiendo cosas exquisitas, y tantos preparativos de festín, el hambre me ha dado una mala tentación, y he echado a correr y refugiádome en mi cuarto contra aquellas malas ideas, que yo no sé cómo me han venido. Nunca había pensado yo tales cosas. Voy a ver si me duermo; temo no poder dormir. ¡Hace tanto frío y tengo tan poca ropa!

* * *

¡Qué ruido tan infernal! No se hacen cargo que hay debajo un hombre moribundo. Ha muerto. Las voces de la orgía vienen a mezclarse a las voces del dolor de los que le lloran.

-¡Que callen, por Dios!

-Cada uno es dueño de beber y de reír en su casa; hoy todo el mundo está alegre.

-¡Todo el mundo!...

* * *

El año pasado estábamos alrededor de una buena lumbre; teníamos castañas, morcilla, compota y vino. Mi madre me daba la mejor ración, porque temía que no comería mucho tiempo en casa. Así ha sido. En tanto que otros comen, beben y se calientan, yo estoy de centinela, al raso y cubierto de nieve. Si tardan mucho en relevarme, creo que no me hallarán vivo.

* * *

Los heridos de los números 3 y 19 han expirado. Al del 8 acaban de decirle que mañana es preciso cortarle el brazo, que se prepare; es un pobre quinto, y llora. Bien puede llorar sin temor de que nadie le vea; los enfermeros cenan alegremente y beben largo.

* * *

No lloréis, no me pidáis de cenar; os he repartido el pan duro que había; no tengo más; yo no he comido. Estas criaturas no se hacen el cargo de nada y le parten a una el corazón. Mañana será mejor día; acostarse y dormir. Es triste no cenar hoy, ya lo veo; peor sería haber cometido un gran pecado. Los hombres parece que nos abandonan; Dios no, que nos da paciencia para sufrir estos trabajos. Antes de dormiros decid conmigo, hijos míos: «Bendito seáis, Señor, en la prosperidad y en la desgracia! ¡Bendito, que nos enviáis la prueba y la fuerza para soportarla, y perfeccionarnos y ser mejores! ¡Bendito, que a los pobres de bienes de fortuna les dais tesoros de resignación y de esperanza!»

* * *

-No cantéis, no toquéis, no comáis alegremente; acaso vuestro hermano no tenga qué cenar, esté aterido entre nieve, herido, moribundo, muerto... No cantes, por Dios.

-Hace pocos días ha habido carta, madre, y estaba bueno y contento.

-La muerte puede llegarle más pronto que a nosotros su carta. ¿Quién sabe si en este momento cae?

-¿En esta noche habían de pelear?

-No hay para ellos festividad solemne ni día santo. Todos les parecen buenos para matarse, ninguno para pensar que ofenden al Señor y matan a sus pobres madres. Además de que vuestros cantos destrozan mi corazón, no está bien que suenen voces de alegría en casa de la madre de un soldado que está en la guerra. Mientras dura, nadie debía alegrarse, nadie.

-Cuando se prolonga se acostumbran a ella todos, y viven, si pueden, como si no la hubiese.

-Por eso dura. Los infortunios de la patria crecen más cuanto menos se sienten.

* * *

Las nieves han interceptado las comunicaciones por algunos días; ya se hallan restablecidas. Hoy llega el cadáver de aquel joven que murió en la última batalla. ¡Pobre madre!

* * *

Una persona que medita sobre el dolor de los que lloran y la alegría de los que ríen, se pregunta: «¿Para quién será BUENA LA NOCHE del 24 de Diciembre de 1874?»

1.º de Diciembre de 1874.

Consulta

Señores Redactores de La Voz de la Caridad.

Muy señores míos: Está acabando el año, y prescindiendo de la solemnidad y aun de la tristeza que lleva consigo todo lo que acaba, son días éstos en que todos ajustan cuentas, hacen balance de su activo y su pasivo, y al paso que unos celebran, otros lamentan el resultado de estas aritméticas operaciones.

Mis cuentas son muy fáciles de ajustar, porque por lo mismo que soy enemigo de ellas, no tengo ninguna pendiente; pero hay una cuyo ajuste, o es superior a mis fuerzas, o no me deja satisfecho; y como quiero quedar completamente tranquilo, acudo a ustedes en demanda de auxilio.

Al llegar a este punto dirán ustedes, y con razón, que me equivoco de medio a medio al implorar sus luces, porque ustedes no son banqueros ni maestros de contabilidad. Tengan ustedes paciencia, y verán que no voy descaminado.

La caja que yo quiero conocer con toda exactitud no es de hierro, ni se cierra y se abre con ingenioso artificio, ni contiene billetes del Banco, títulos de la Deuda, barras y monedas de oro. No sé de qué materia se compone, y aunque la llevo conmigo a todas partes desde que tengo uso de razón, cada día es más desconocida para mí, porque no penetra bien mi vista en su obscuro seno, y a pesar de mi horror a la aritmética, haría con más facilidad, y sobre todo con más exactitud, el arqueo de la caja de Rothschild que el de la mía. Mi caja es mi conciencia.

-¡Qué hombre tan original! dirán ustedes después de haber leído este párrafo. Justamente, la conciencia tiene hecho su arqueo a toda hora y con toda exactitud; ella nos habla, ella nos grita, ella tiene la fotografía exacta de todas nuestras acciones buenas y malas, acompañadas de las causas secretas y no siempre dignas que nos han puesto en movimiento, sin que por nuestra parte necesitemos más fatiga que abrir los ojos para ver cuanto pasa en ella, y quizá encontramos más de lo que quisiéramos ver. ¡Qué memoria tan fiel, y a veces tan desagradable, la de la conciencia! ¡Qué exactitud tan prolija y minuciosa en todos sus registros, por antiguos y pequeños que sean los hechos registrados!

Esto dirán ustedes; esto repite todo el mundo, y yo, que no tengo la arrogancia de ir contra la opinión universal, me atrevo, sin embargo, a someter a su buen criterio algunas consideraciones que, a mi juicio, no carecen de importancia.

¿Quién hace el examen de mi caja, de mi conciencia? ¿Quién ha de ver todo lo que en ella está registrado? ¿Es algún extraño, es algún liquidador imparcial y severo, que ha de examinar con frialdad y detenimiento hasta su último secreto, y ha de dar cuenta exacta de cuanto encuentro en ella? No. Esta caja sólo puede ser visitada y examinada por mí. Sólo mis ojos pueden verla y registrarla.

¿Y verán bien mis ojos, anublados por la pasión, por el interés, y cuando menos por el amor propio? Muy de temer es que vean menos negras de lo que son en realidad las malas accione, y más virtuosas y aun heroicas las buenas. Y aquí, al tratar de mi conciencia, repetiré una frase muy común: «Apelo a la conciencia de todos.» ¿No temen todos lo que yo temo?

Está el abogado tan cerca del fiscal, están de tal suerte unidos y aun fundidos, que vienen a ser uno mismo; y por tanto es muy de temer que los cargos no se presenten con toda su gravedad, al paso que la exculpación parezca completa y victoriosa.

Y si al mismo tiempo se recuerda que no hay un hombre esencialmente bueno ni esencialmente malo, ¿no puede temerse también que no sean buenas en toda su esencia las acciones que por buenas son tenidas?

Este es el temor que a mí me turba la vista y me impide ver con claridad el fondo de mi conciencia.

Y para que se comprenda mejor el fundamento de mis dudas, voy a presentar un caso práctico.

Érase un hombre de buenos sentimientos, que no desperdiciaba la ocasión de hacer bien si buenamente se le presentaba, pero que jamás la buscaba, porque, absorbida toda su atención por el trabajo y el cuidado que exigen una mujer y unos hijos a quienes quería con todo su corazón, no pensaba en los pobres ni en los desvalidos. De repente, y apenas repuesto de un golpe terrible, recibe otro, el más cruel que puede sufrir un padre; queda sumido largo tiempo en el más profundo dolor, y sólo parece vivo porque llora.

Una casualidad, a la que no es extraña esa Redacción, le lleva como por la mano al vasto y accidentado campo de la caridad; recobra su antigua energía, despiértase en su corazón el ardiente y generoso anhelo de ser útil a sus semejantes, corre en busca de los afligidos, y no tarda en conocer que, aliviando el dolor ajeno, se alivia el suyo. ¡Qué sensaciones tan nuevas, tan sublimes y tan consoladoras lleva a su despedazado corazón el ejercicio de la caridad!

Cuando le aprieta contra su seno el desvalido a quien ha salvado de la miseria, y tal vez de la desesperación; cuando tiene que retirar su mano para que no la cubra de besos el pobre agradecido; cuando se cuelgan de su cuello los niños que le bendicen; cuando contempla la dicha que ha llevado al hogar del anciano abandonado, o de la viuda rodeada de hijos desnudos y hambrientos, corren las lágrimas de alegría por los surcos que formaron las lágrimas del dolor.

Sólo la caridad puede hacer este milagro; que llore de alegría quien tiene traspasado el corazón por la pena.

Pero cuando lejos ya del pobre socorrido, en el silencio de la noche, a solas con su conciencia, recuerda las bendiciones que sobre él han llovido y cuán ensalzada ha sido su caridad, se considera indigno de las gracias que ha recibido, asoma el color de la vergüenza al rostro por donde han corrido las lágrimas consoladoras, y se pregunta lleno de angustia: «¿Soy caritativo o soy egoísta?»

La Redacción de La voz de la Caridad, que la predica con tanta elocuencia y la practica con tanto ardor, resolverá esta duda; pero como es de temer que por caridad adjudiquen el honroso dictado de caritativo a quien en realidad es egoísta, ténganse en cuenta las siguientes observaciones.

No hay caridad propiamente dicha donde hay interés. La caridad ha de ser completamente desinteresada. Ha de ser además costosa. Quien recibe más beneficio del que dispensa, no ejerce la caridad: podrá hacer obras buenas, llamadas de caridad, pero no es caritativo. ¿Se ejercitaría en ellas si no obtuviese en cambio una recompensa tan crecida? ¿Cuál es la verdadera causa que le impulsa a socorrer al pobre y consolar al afligido? ¿El bien que hace o el que recibe?

Sea cual fuere el fallo de la Redacción, que espero seguro de que ha de ser acertado, hay un punto en el cual desde ahora estaremos conformes.

Si el ejercicio de la caridad proporciona tan puras y vivas satisfacciones; si son tan altos los réditos que ganan las buenas obras; si son en este mundo tantos los tristes y los afligidos para quienes no pueda haber otro placer que el placer de hacer bien, ¿por qué no acuden todos a socorrer al afligido?

¿Consiste en que no son caritativos? No importa. Tampoco yo lo soy.

¿Sois desgraciados y sois egoístas? Pues corred al triste hogar del pobre, al lecho del enfermo, a la cuna del huérfano. Veréis qué consolados y alegres volvéis a vuestra casa.

Creedlo. Os lo dice por experiencia propia. - Un Egoísta.1

Hemos recibido el anterior artículo-consulta cuando estaba ya compuesto el último número de Lavoz de la Caridad