La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad - Concepción Arenal - E-Book

La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad E-Book

Concepción Arenal

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La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad es un ensayo de la escritora Concepcion Arenal. En él, la autora vuelve a reflexionar sobre las desigualdades en el campo de lo social y en el aspecto político en la España del siglo XIX desde el punto de vista femenino, recalcando el papel secundario que en estos ámbitos se ha relegado a la mujer.-

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Concepción Arenal

La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad

 

Saga

La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad

 

Copyright © 1898, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509847

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Introducción

Basta considerar la frecuencia con que se habla de igualdad, el calor con que se discute, la multitud de personas que toman parte en la discusión o se interesan en ella, la vehemencia con que se ataca y se defiende, la pertinacia con que se afirma o se niega, la confianza con que se invoca como un medio de salvación, el horror con que se rechaza como una causa de ruina; basta observar estos contrastes, no sólo reproducidos, sino crecientes, para sospechar que la igualdad no es una de esas ideas fugaces que pasan con las circunstancias que las han producido, sino que tiene raíces profundas en la naturaleza del hombre, y es, por lo tanto, un elemento poderoso y permanente de las sociedades humanas.

Esta sospecha se confirma, pasando a convencimiento, al ver en la historia la igualdad luchando con el privilegio; vencida, no exterminada, rebelarse cuando se la creía para siempre bajo el yugo; existir, si no en realidad, en idea y esperanza, y, derecho o aspiración, aparecer en todo pueblo que tiene poderosos gérmenes de vida.

Aspiración generosa, instinto depravado, impulso ciego, deseo razonable, sueño loco, bajo todas estas formas se presenta la igualdad, ya matrona venerable, con balanza equitativa como la justicia, ya furia, que agita en sus manos rapaces tea incendiaria.

La igualdad en la abyección; la igualdad en el derecho; un populacho vil que quiere pasar, sobre todos, el nivel de su ignominia; un pueblo digno que se opone a que la justicia sea privilegio. el pensador, buen amigo de las multitudes, que procura ilustrarlas; el fanático o el ambicioso, que las extravía, todos hablan de igualdad, aunque cada uno la comprenda de distinta manera.

Esta diferencia en el modo de concebir una misma cosa se observa en otras muchas; pero tal vez en ninguna es más perceptible que en la igualdad, porque no hay quizás aspiración que tan fácilmente pase de razonable a absurda, cuyos verdaderos límites sean tan fáciles de traspasar, que se ramifique y extienda tanto a todas las esferas de la vida, ni que haga tan estrecha alianza con una pasión implacable y vil: la envidia. La envidia enciende sus rencores y destila su veneno en los individuos y en las multitudes que convierten la igualdad en bandera de exterminio, y por eso son a veces tan sordas a la voz de la razón y a las súplicas de la misericordia.

Estudiando la igualdad en el pasado, no se la ve seguir un curso más o menos rápido, más o menos regular; su brillo no crece con las luces de la inteligencia, su marcha no es paralela a la del progreso humano: tiene resplandores de relámpago, movimientos vertiginosos, y a veces cada paso asemeja a una erupción. Esto no es decir que carezca de ley, no; el huracán y la tempestad tienen la suya; pero es considerar cuán difícil ha de ser la observación de un fenómeno relacionado con tantos otros, y que no puede conocerse bien sino conociéndolos todos.

Mas por dificultoso que sea el estudio, parece necesario; la igualdad no se invoca ya por unos pocos, sino por el mayor número; no se limita a una u otra esfera de la vida, pretendo invadirlas todas, y sin saber lo que es, ni los obstáculos que halla, ni el modo de vencerlos, se pretende suprimir el tiempo necesario, el trabajo indispensable, y supliendo la fuerza con la violencia, lograr instantáneamente lo que sólo se realizará en el porvenir, o lo que no podrá realizarse nunca. Estas aspiraciones las tiene el que padece, con la impaciencia de quien sufre, con la cólera del que halla un remedio o un alivio que supone negado por la injusticia y el egoísmo. Y no son cientos ni miles, sino millones de cóleras impacientes y doloridas, que piden a la igualdad un recurso para su penuria y una satisfacción para su amor propio. Y estos millones de impacientes iracundos comunican entre sí; es decir, que multiplican su impaciencia y su ira, que, contenida a intervalos, y a intervalos desenfrenada, es amenazadora siempre.

Enfrente de los que esperan en la igualdad están los que la temen, los que ven en ella una cosa monstruosa, imposible, absurda, injusta; un sueño de la fiebre popular, un producto de las malas pasiones de la plebe, o un medio de explotarlas. Para éstos, la igualdad es sinónimo de anarquía, de caos, de degradación, hasta el punto que igualarse viene a ser rebajarse, y persona distinguida equivale a persona digna.

El antagonismo no puede ser más evidente: lo que para éstos es un atentado, para aquéllos es un derecho; aberración para unos, dogma para otros.

Los dogmas se creen; los partidarios de la igualdad, las multitudes al menos, creen en ella, la afirman con la seguridad del que no ha pensado, con la vehemencia del que espera, y, como todo ignorante que sea apasionado, están dispuestos a imponer la creencia.

El dogmatismo que suele aplicarse a las cosas espirituales aquí interviene en las materiales, y no tiene un reducido número de oráculos en el aula o en el templo, sino que abre cátedra donde quiera, en calles y plazas, en caminos y en veredas. El dogmatismo filosófico y religioso tiene máximas y preceptos que son promesas, reglas que enfrenan las pasiones, y aunque influya en las cosas materiales, no se dirige tan inmediata y directamente a ellas como el dogma de la igualdad. No se trata ya sólo de ser todos igualmente hijos de Dios, que no hará más distinción que entre justos y pecadores; de ser juzgados por la misma ley penal, y de suprimir todo privilegio en la política, sino de promulgar la económica de modo que desaparezcan las diferencias en las cosas que importan más, porque no se da tanto valor a tener voto en los comicios como pan y comodidades en casa. La insurrección económica, la huelga, es la más frecuente, casi la única, y manifiesta adónde se quiere aplicar el nivel con más empeño.

Mientras otros dogmas pierden prestigio el de la igualdad aumenta el número de sus prosélitos, y extiende su acción en cada individuo; no hay fenómeno social en que no aparezca su influencia, difícil determinar hasta dónde llegará, al menos como aspiración. ¿Quién pone límites a la fe y a la esperanza?

Y, no obstante, se comprende la necesidad de ponerlos cuando la esperanza Y la fe no se alimentan eje espirituales promesas para otra vida, sino que quieren realizarse en ésta con la posesión inmediata de ventajas positivas y materiales bienes. Agréguese que éstos no se buscan siempre por la persuasión, sino recurriendo a la fuerza, y es de temor que la apelación a ella se repita más y más si no se contiene la fermentación de las impaciencias. Uno de los medios de contenerlas es discutirlas; citar ante el tribunal de la razón a los contendientes; oírlos con imparcialidad; no negar el derecho porque sea nuevo ni porque sea viejo, sino atendiendo a la justicia; precaverse contra la pasión, que no siempre es vocinglera, contra el egoísmo, que puede ser cínico o hipócrita; determinar bien los puntos esenciales que se discuten para quitar al asunto mucho de lo vago que hoy tiene; señalar las contradicciones que hayan podido pasar desapercibidas, pero que en los hechos dan lugar a choques y conflictos, y de este modo contribuir a que, respecto a la igualdad, se tenga opinión que se discute, un elemento social que se analiza, y no un dogma que se impone o un arma con que se amenaza.

Parte I

De la igualdad considerada social y filosóficamente

Capítulo I

Nociones generales

La idea de igualdad supone la de diferencia: si no se hubiesen notado maneras de ser diferentes, no cabía afirmar que las hubiera iguales; no se diría que los hombres lo eran, sino comprendiendo que pueden dejar de serlo. Que los aficionados a los estudios psicológicos, que propenden a ver sucesivos fenómenos que tal vez son simultáneos, discutan si la noción de igualdad ha seguido o precedido a la de diferencia; a nosotros nos basta hacer constar que si todos fueran, se sintieran y se supieran iguales, no se discutiría acerca de la igualdad, viviríamos sin afirmarla ni negarla, sin notarla; no habría idea de ella, como no existiría la de salud si no se hubieran visto vivientes enfermos ni se concibiera que pudiesen estarlo, Anterior, posterior o simultánea, negación o afirmación de semejanzas o de diferencias, la igualdad y la desigualdad coexisten de tal manera, que no puede concebirse la una sin la otra, y que el estudio de cualquiera de ellas es el estudio de entrambas.

Si, pues, desde el primer momento que meditamos sobre la igualdad la vemos que coexiste con la desigualdad, y que no se concibe sin ella, la primera consecuencia que sacaremos es que entrambas existen necesariamente, que son indestructibles la una como la otra, y que ni el nivel ni el privilegio pueden ser un medio permanente de establecer la paz y la justicia, porque uno y otro prescinden de la naturaleza de las cosas. Los defensores del privilegio niegan las semejanzas, los niveladores las diferencias, sin ver que unas y otras se prueban en el hecho mismo de tener idea de igualdad y desigualdad. Sus grados, clase y resultados darán lugar a discusiones y dudas; pero que al menos quede fuera de ella que la igualdad y la desigualdad se suponen mutuamente, coexisten son un elemento necesario que se puede modificar, combinar de este o del otro modo, pero no suprimir; y la razón nos pone a cubierto de los radicalismos que entienden arrancar de raíz los abusos o los errores, cuando no hacen más que prescindir de lo que es esencial a la naturaleza humana.

La igualdad supone comparación, y la comparación cosas o personas que han de ser comparadas. Ya se sabe que todo ser es idéntico a sí mismo; de modo que, cuando se dice igual, evidentemente hay que referirse a otro. Igualdad supone pluralidad de personas o cosas que no se aíslan, sino que, por el contrario, se aproximan para compararlas o ser comparadas.

Un número de seres, una aproximación suficiente, una comparación de sus cualidades, son condiciones indispensables para decir o negar que hay igualdad. Ésta supone, pues, colectividad que juzga y resuelve si algunos, muchos o todos sus individuos han de equipararse. Por pocos que éstos sean, la igualdad es un fenómeno social, y por groseros que se los suponga, la igualdad está precedida de una comparación, de un juicio.

En consecuencia, la igualdad, ya se afirme, ya se niegue, no se puede considerar en una cosa aislada: como quiera que se comprenda el modo de ser de una persona, no se la iguala o diferencia por lo que en ella se observe en absoluto, sino por lo relativo que con otros tenga de común o diferente. No siendo la igualdad personal, sino colectiva, tiene más fuerza y menos independencia que lo que depende del solo individuo; y si se conociera mejor, tendría menos osadía y menos desfallecimientos como un elemento positivo y coartado que no se puede extender indefinidamente ni suprimir.

La igualdad, como aspiración, existe en varios grados y formas, según el pueblo en que aparece y el individuo que a ella aspira; pero en ninguna circunstancia esta aspiración existe sola, sino con otras, ya del individuo que la siente, ya de los que con él están relacionados. El mismo que desea igualarse con los que están más arriba, quiere distinguirse de los iguales, y se indigna de ser confundido con los inferiores. El espíritu de dominación, tan hostil al de igualdad, coexiste con él, y cuando no hay una fuerza que le sofoque, o una razón que le enfrene, se revela: pueden verse sus tendencias avasalladoras en el niño que pretende imponer su voluntad, y más aún en el loco, que no sólo quiere que prevalezca la suya, sino que con frecuencia se reviste de autoridad superior o poder omnipotente. Cierto que no se pueden aplicar a los hombres cuerdos las observaciones hechas en los niños y en los locos, pero tampoco pueden dejar de considerarse como datos; porque en el niño están los elementos del hombre; no ha dejado de serlo el loco por estarlo, y su extravío no consiste en tener instintos, facultades o sentimientos que falten a los demás, sino en la preponderancia desordenada de alguno de ellos. La frecuencia con que los locos se creen personas muy superiores por sus riquezas, talentos o autoridad, hace sospechar que existe en el hombre una propensión a elevarse sobre los otros, sospecha que pasa a convencimiento notando que la vanidad y espíritu de dominación son tan comunes en el hombre como hostiles a la igualdad. Si hay en el corazón humano un elemento que impulsa a igualarse, hay otro que induce a distinguirse, como se puede notar que existe a la vez el instinto del mando y el de la obediencia. Estos impulsos iniciales pueden y deben constituir una armonía: no se diga que son fatalmente hostiles, pero no se desconozca su antagonismo y se crea que la igualdad puede establecerse sin lucha y brotar espontáneamente donde quiera que no se contraría la natural propensión del hombre. Éste, por el contrario, propende a la desigualdad, porque es vano, porque quiere distinguirse, y para lograrlo sacrifica muchas veces su sosiego, su vida y hasta su deber. Desde la noble emulación que inspira al héroe en el campo de batalla y al sabio en su gabinete, al bestial arrojo del torero, y el artificio costoso de la coqueta elegante, hay un mundo de esenciales diferencias, pero se nota un factor común, el deseo de distinguirse; es tan fuerte este deseo, que anima al hombre en las circunstancias más varias de la vida; sofoca el ¡ay! del enfermo que siente penetrar en sus carnes el cuchillo de amputación, y la voz de la conciencia de la mujer de moda se mezcla a los motivos nobles del hombre virtuoso y a los viles del criminal. Seguramente hay servidores, y aun mártires, de la religión, de la ciencia y de la humanidad, en quienes no influye el deseo de distinguirse y hacer que su nombre no se confunda con los otros, pero son excepciones; la regla general es que el individuo, siempre que puede, procura hacerse notable por alguna cosa; que si halla grados establecidos procura colocarse en los superiores, y que sólo los que están en el último piden nivelación. Hay, pues, que tener presente el hecho de que en lo íntimo de la naturaleza humana existe un impulso antagónico a la igualdad: el deseo de distinguirse.

Siendo el hombre un compuesto complicadísimo de elementos que se combinan de diversos modos, no es cosa sencilla y fácil de estudiar la igualdad: puede referirse a la fuerza, a la belleza física, a la resistencia para el trabajo, la fatiga, el dolor, y contra las causas que alteran la salud; a la nobleza o vileza de carácter, a su entereza o debilidad, a la actividad o apatía, al cumplimiento u olvido del deber, al egoísmo o la abnegación, y, en fin, a las varias facultades intelectuales. Las aptitudes diversas, las variaciones combinadas de diverso modo, dan lugar a diferencias infinitas en lo físico, en lo moral, en lo intelectual. La igualdad y la desigualdad están constituidas por un gran número de igualdades y desigualdades que modifican y son modificadas: así como del mismo peso o estatura de dos hombres no se puede inferir su igualdad física, porque uno puede ser feo o enfermo, otro bello y hermoso, tampoco por ninguna cualidad moral o aptitud de la inteligencia se puede saber si será igual a otro que tenga aquella misma aptitud o cualidad. Y como esto sucede, no sólo al comparar un individuo con otro, sino todos entre sí; como hay que ir reconociendo diferencias y combinaciones de ellas para conocer igualdades, este conocimiento es muy difícil, y muy común, careciendo de él, resolver como si se tuviera. El que habla resueltamente de igualdad, ¿puede responder siempre a esta pregunta? ¿De qué igualdad se trata? No; y la física, la moral y la intelectual constituyen clases muy diferentes, y dentro de ellas, variedades infinitas. Sólo clasificando estas diferentes especies de igualdad pueden conocerse, y sólo conociéndolas negar y concederse con razón.

Siendo los elementos de la igualdad físicos, morales o intelectuales, hay que tenerlos todos presentes para establecerla; si se prescinde de ellos, la igualdad es una palabra, un abuso de la fuerza, la ilusión que desaparece o el rodillo que nivela aplastando lo que sobresale, jamás el equilibrio de una armonía duradera.

La igualdad tiene, sin duda, profundas raíces en el corazón humano; pero además de que halla otros espontáneos impulsos igualmente arraigados que la contrarían, ninguna planta vive por la raíz sola: no basta decir que una aspiración es natural para que sea realizable; al contrario, el hombre está lleno de aspiraciones que rara vez o nunca realiza. No creemos que sean inútiles; pero no es éste el lugar de discutir cómo pueden utilizarse, sino de consignar que las aspiraciones no son, ni profecías, ni oráculos, sino impulsos que es necesario enfrenar, o cuando menos dirigir. Para apreciar los grados de realidad que pueden tener las aspiraciones, cierto que ha de tenerse en cuenta la naturaleza humana, pero cuidando de distinguir que hay inmensas diferencias entre el natural de un salvaje, de un bárbaro o de un hombre civilizado, y aun dentro de la civilización, según sus grados, tendencias y lugar que en ella se ocupa, entre unos hombres y otros; de modo que, cuando se habla de conformarse a las aspiraciones naturales, es necesario investigar cuáles son, porque el natural varía.

Aun cuando la igualdad sea aspiración legítima y realizable, no puede prescindir del principio nohay derecho contra el derecho, ni afirmar que el suyo es el más sagrado, que no tiene límites fijos, que su uso no está sujeto al abuso, y, en fin, que puede sustituirse con una maza la balanza de la justicia. Pero desde que la igualdad es derecho, es sagrado como cualquier otro, indestructible como todos; y siendo preciado como pocos, y haciendo como ninguno fácil la alianza de la razón y las pasiones, negarle es tan imprudente como injusto.

De todo lo cual se infiere que la igualdad es un problema social de los más complicados y. difíciles de resolver.

Capítulo II

De la igualdad, de la identidad, de la semejanza y de la equivalencia

La igualdad sin diferencia alguna entre las personas, sabido es que no existe, y aun las cosas que no acertamos a distinguir no son idénticas. Si lo parecen las hojas de un árbol o las arenas del mar, es porque no las observamos bien, o porque no tenemos medios adecuados de observación: a medida que ésta se perfecciona más, halla más diferencias; tanto, que conocer es distinguir. Nos parecen iguales las ovelas de un rebaño que el pastor no confunde, y dos gotas de agua que ponemos como ejemplo de cosas idénticas, con el auxilio del microscopio se ve que no lo son.

Si la igualdad entre los hombres no es, no puede ser la identidad, resultará, pues, de cierto gradode semejanza. Pero ¿qué grados de semejanza bastan para constituirla igualdad?¿Cómo se miden estos grados? He aquí dos preguntas que es preciso hacer y difícil contestar. Por difícil que sea hay que contestarlas, porque ya se conceda la igualdad o se niegue, necesario es razonar la concesión o la negativa: reflexionemos, pues, sobre el asunto.

Hay que poner ruedas a un vagón, y han de ser iguales. ¿Qué necesitamos para decir que lo son? No que sean idénticas, sino que su semejanza sea bastante para resistir igualmente por cierto tiempo, para que se adapten a la vía de un modo análogo, no tengan demasiado rozamiento al rodar por ella, no descarrilen en las circunstancias normales, y no produzcan movimientos violentos y grandes desniveles en los carruajes.

Necesitamos una balanza: los brazos, los platillos, han de ser iguales. ¿Cuándo decimos que lo son? Cuando tienen la suficiente semejanza para que los pesos que hacernos con ella tengan la necesaria exactitud. Según tengamos que pesar patatas, oro o gases, exigiremos entre las partes simétricas del aparato más igualdad, grados de semejanza proporcionados a los de exactitud que deseamos en el peso.

Necesitamos varios aparatos para elevar agua, iguales, y decimos que lo son cuando los cuerpos de bomba y los émbolos tienen bastante semejanza para efectuar próximamente el mismo trabajo.

Construimos una escalera con peldaños, que tenemos por iguales si a la vista lo parecen, asemejándose bastante para que al andar por ella no se tenga la molestia que resultaría de su mucha desigualdad.

Podrían multiplicarse los ejemplos, resultando siempre que en las obras materiales se llama igualdad cierto grado de semejanza.

Debe observarse, además, que tácita o expresamente se prescinde, al calificar de iguales las cosas, de diferencias que, aun cuando grandes, no influyen de una manera apreciable en su utilidad para el servicio que han de prestar. Así, decimos que dos bombas son iguales si tienen las mismas dimensiones y efectúan el mismo trabajo, aunque estén pintadas de un color diferente.

Si de las obras pasamos a los operarios, observaremos que éstos se califican también de iguales cuando sus productos se asemejan lo bastante para ser igualmente útiles. Llamamos iguales a dos zapateros que nos hacen por el mismo dinero botas que no difieren de un modo apreciable en apariencia y servicio.

-Pero en cuanto pasamos de la obra al obrero, surgen multitud de elementos que hacen el problema complicado, de sencillo que era. En la balanza podíamos prescindir de todas las diferencias que no influyesen para la exactitud del peso; en el zapatero no podemos prescindir de todas las que no se refieran a la hechura de las botas. Puede ser un hombre que padece una enfermedad contagiosa transmisible por el calzado que manipula; un tramposo que pide paga anticipada y olvida o niega la que ha recibido; un ratero que echa mano y guarda el cubierto o la joya que halló al paso en nuestra casa; un criminal que entra en ella para combinar, con otros malvados, el modo de asaltarla. ¿Puede parecernos igual al que está sano de cuerpo y es exacto en sus cuentas y honrado en sus procederes? Seguramente que no.

Si en vez de calzar se trata de enseñar a un hijo, todavía notaremos más diferencias importantes entro dos maestros iguales respecto a ciencia, y habilidad y celo en transmitirla. No nos basta ya que no sean tramposos, ni cometan ninguna acción penada Por la ley; necesitamos que sus maneras sean cultas, su lenguaje decoroso, su proceder digno, su conducta intachable, a fin de que no dé mal ejemplo, haciendo más daño con su obra inmoral que provecho con su obra científica: en este caso la igualdad necesita mucho mayor número de semejanzas. Estas han de ser más para que haya igualdad entre dos amigos.

Podemos decir (y con exactitud muchas veces) que nos son iguales dos operarios que trabajan del mismo modo; mas para afirmar la misma igualdad en dos personas que aspiran a la mano de una hija, ¡cuánto mayor número de semejanzas no necesitamos! La comparación se extiende entonces a lo físico, a lo moral, a lo intelectual. Edad, robustez, belleza y costumbres, ideas, carácter, aptitud, posición social todo lo comparamos, observando analogías y diferencias, inconvenientes y ventajas, perjuicios y compensaciones; son aquí tantas las semejanzas que se necesitan para establecer la igualdad, que será muy raro que un padre, aun obrando con fría razón y recta conciencia, sin dejarse llevar de simpatías ciegas, ni vanidades locas, piense que es igual un hombre a otro para marido de su hija.

Se ve que en las relaciones de los hombres, aun las más sencillas y del orden físico, aun para la obra más mecánica, la igualdad que se establece no es puramente material; y se ve también que entran en ella más elementos físicos, morales o intelectuales, a medida que la relación se establece en más amplia esfera, aumentando entonces el número de semejanzas necesarias para constituir igualdad.

Parece, pues, bastante claro que al contestar a la pregunta: ¿Qué grados de semejanza senecesitan para establecer la igualdad?, no podemos referirnos a escala y números fijos, ni aplicar la misma regla comparando balanzas y escaleras, que hombres, ni éstos lo mismo si se trata de hacer calzado o la felicidad de las personas que amamos.

De todo lo cual se infiere que igualdad es aquel grado de semejanza NECESARIA para el fin aque se destinan las cosas o personas que se comparan. Ya sacaremos las consecuencias de este principio, a nuestro parecer muy importante.

¿Qué es equivalencia? La etimología de la palabra lo indica: equivalente es lo que vale igual. La igualdad aquí se refiere, no al aprecio que de ella se hace, al valor que tiene. Una moneda de oro, una medida de trigo, una pieza de paño, un pedazo de hierro, cosas son que se parecen muy poco entre sí, y, no obstante, pueden ser equivalentes, cambiarse unas por otras, y tomarse indistintamente como pago de una deuda. La equivalencia de las personas se establece según condiciones que varían mucho más que respecto a las cosas: las circunstancias, los errores, las pasiones, la abnegación, el egoísmo, el vicio, la virtud, el crimen, la inocencia, todo contribuye a que una persona sea tenida en poco o en mucho, y a que se considere que vale más, menos o lo mismo que otra con quien se la compara.

Menos fuerza muscular puede suplirse con mayor destreza; una cualidad moral, una aptitud intelectual con otra o con mayor perseverancia en el trabajo y constancia para el bien. Aunque no se suplan las disposiciones o las obras, pueden éstas tener un valor igual y ser equivalentes. Un albañil y un cantero no se suplen, ni un cantante y un director de orquesta; pero siendo igualmente necesarios éstos para ejecutar una ópera y aquéllos para hacer una casa, dadas ciertas circunstancias su trabajo podrá tener un valor igual, y sus servicios considerarse como equivalentes. Un médico y un abogado no se suplen en lo relativo a su profesión, pero los servicios que prestan, aunque muy diversos, pueden valer lo mismo. La muerte del que la arrostra voluntariamente por la patria en el campo de batalla, o por la humanidad en una epidemia, con ser muy distintas son igualmente heroicas. Hay equivalencias en el arte y en la industria, en lo intelectual y en lo moral, en todo.

Pero estas equivalencias, ¿qué grados de analogías necesitan? Aquí empieza la gran dificultad; porque un valor, cualquiera que sea, es cosa relativa a los medios, necesidades o ideas de quien le calcula y determina, y dos cosas análogas y equivalentes para uno, para otro no tienen analogía, ni pueden ser comparadas, o si lo son es para apreciarlas de muy diferente modo. El entusiasta por la música y el que la considera como un ruido menos desagradable que otros; el aficionado a toros y el que detesta esta diversión, ¿podrán ponerse de acuerdo sobre la equivalencia de los servicios que presta un torero y un cantante? El que llama sueños a las especulaciones filosóficas, y el que cree no hay elevación ni dignidad sino en ellas; el que no considera como verdadero trabajo sino al manual, y el que le califica de degradante, ¿podrán convenir en la equivalencia de la obra de un filósofo y de un picapedrero?

Es un gran auxiliar de la igualdad la equivalencia; por medio de ella pueden ponerse al mismo nivel social los que tienen aptitudes, méritos, posiciones diferentes, estableciendo compensaciones armónicas y durables en vez de esas especies de rodillos que quieren pasarse por la sociedad como por las carreteras para igualar por presión, aplastando todo lo que sobresale. El que observa la variedad de aptitudes que especifica y aumenta la división de trabajo, y duda tal vez de poder hallar bastantes semejanzas para establecer la igualdad, ve un modo de suplir a la semejanza con la equivalencia, y se apresura a señalarla como poderoso elemento de equilibrio estable. Y como el ánimo al discurrir sobre los grandes problemas sociales es raro que no esté inquieto; como el asunto es carne viva que palpita, que siente, que sufre; como estas palpitaciones y estos sufrimientos se comunican al que los estudia con deseo de calmarlos, cuando se halla o se cree hallar un calmante, es difícil que al desear su eficacia no se exagere.

Fácil es, por tanto, caer en exageración al graduar lo que al equilibrio social puede contribuir la equivalencia; mas sin considerarla como una panacea, parécenos que puede calificarse de remedio en algunos casos, y siempre de elemento armónico de razonable igualdad. Al congratularse de que exista, y al contar con él, hay que precaverse de exagerar su poder, y, sobre todo, de no imaginar que es independiente. La equivalencia puede penetrar muy adentro en el organismo social, pero no influir sin ser influida, y sin un previo, largo y difícil trabajo para calmar pasiones, desvanecer error, satisfacer intereses y hacer concurrir al bien elementos cuyas armonías no se sospechan al ver sus aparentes antagonismos.