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Quinto volumen que recoge los artículos de corte ensayístico de Concepción Arenal. En ellos la autora analiza desde un punto de vista crítico aunque constructivo las injusticias que se cometían en la España de su época tanto en el sistema de prisiones como en las organizaciones de beneficencia asociadas al estado.
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Seitenzahl: 477
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Concepción Arenal
Saga
Artículos sobre beneficiencia y prisiones. Tomo V
Copyright © 1900, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509984
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Este opúsculo ha sido extractado de las actas del Congreso celebrado en Ginebra por la Federación Británica y Continental, cuyo objeto, como saben nuestros lectores, es combatir las leyes que autorizan y reglamentan la prostitución. Después de haber leído La obrera, de Julio Simón, es difícil tener en el corazón una fibra que no se haya conmovido, que no se haya desgarrado, al ver los estragos de esa concurrencia desenfrenada, de esa industria que considera al hombre como una máquina, de esa inmoralidad y vicios de capitalistas y obreros, y de la penuria angustiosa en que vive la mujer, cuyo salario, cada vez menor, la sume en la miseria y la lanza a la prostitución. La señora de Barrau, limitando a París sus investigaciones, prueba la inexactitud de las estadísticas oficiales, que dan como término medio del jornal de la obrera en París 2 francos 14 céntimos; y apoyándose en los datos mismos, que, mal interpretados, sirven de fundamento a una conclusión errónea, y en los publicados por messieurs Julio Simón, Leroy-Beaulieu, Audiganne y el Congreso obrero, concluye que el jornal del mayor número de obreras oscila entre franco y medio y medio franco; que hay miles, muchos miles de ellas, que ni aún este salario pueden proporcionarse con seguridad, y que la huelga forzosa, de uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco meses, es la regla respecto a muchas ocupaciones. Dado el alto precio de los mantenimientos y de las habitaciones, la sed de lujo y de goces, y las tentaciones que por todas partes ofrece el placer fácil enfrente del trabajo penoso, que no salva de la miseria, ésta viene a ser la abastecedora del vicio. Parent du Chatelet, que le había estudiado tan de cerca, sacaba la misma consecuencia.
Según la señora de Barrau, las causas de que el trabajo de la mujer se retribuya en París tan mal, son las siguientes:
La primera de estas causas es general; la segunda no existe más que en algunos países en que la religión católica es preponderante; la tercera se hace sentir donde el trabajo de los penados tiene verdadera importancia industrial y está mal organizado bajo el punto de vista social; y la cuarta es, en parte, consecuencia de la primera, y, en parte, de la inmoralidad.
Hemos visto, al tratar de la instrucción y actividad de la mujer en Suecia, cómo allí desempeña ya ocupaciones a que los hombres se dedicaban exclusivamente, mientras que en París ve invadido por ellos el campo ya tan limitado de su actividad.
«Los hombres, dice la señora de Barrau, excluyen a las mujeres de la mayor parte de los oficios que podían darles de comer. Se las ha arrojado de las imprentas, de los almacenes de novedades, de la contabilidad, para que son tan a propósito. Prevaleciendo la moda en perjuicio de la moral entre las damas del gran tono, los sastres han reemplazado a las modistas. En algunas dependencias de la Administración, donde podían prestar las mujeres buenos servicios, en telégrafos, por ejemplo, no se admiten si no tienen ya algunos medios. Los caminos de hierro, al admitir en las oficinas y como telegrafistas en muchas líneas, han dado un ejemplo que, por desgracia, no se sigue.1
»Así se expresa Du Camp, cuya imparcialidad en el asunto no puede ser sospechosa.
»Añadamos a la lista de los trabajos femeninos monopolizados por los hombres el peinado de las mujeres, la contabilidad en las tiendas al por menor, las de sastrería, adorno, novedades, ropa blanca, encajes, etc. Agréguese que en ciertas administraciones los hombres desempeñan cargos que deberían ser de la incumbencia de las mujeres; así, por ejemplo, en la Asistencia pública todos los empleos están ocupados por hombres: ellos son los que reciben los niños, los inspeccionan, visitan los departamentos, eligen nodrizas, las vigilan... ¡Sería ridículo si no fuera doloroso!»
Para los que no se olvidan de que el hombre es un ser físico, moral o intelectual, nada tiene de extraño hallar cuestiones morales e intelectuales en todas las que se suscitan en la sociedad; pero los que quieren resolver los problemas económicos sociales sin más que sumar y restar números, y pesar y medir objetos materiales, deben admirarse de que les salga siempre al paso la moralidad y la inteligencia que constantemente apartan ellos de su camino. La inmoralidad de unas mujeres hace que se sustituyan la modista y la peinadora por el sastre y el peluquero; la de otras, que sean rechazadas de ciertos cargos; la ignorancia, la falta de educación industrial, que no sean admitidas a muchos oficios y profesiones que podrían desempeñar tan bien o mejor que los hombres, y la inmoralidad de éstos, sus preocupaciones, su injusticia, su egoísmo ciego, que no les deja ver su verdadero interés, cierra a la mujer las puertas del trabajo, abriendo y ensanchando cada vez más las de la prostitución.
En vano se combatirá ésta mientras la mujer no tenga verdadera personalidad en todas las esferas, mientras sea limitada ante la razón, ignorante ante la ciencia, inhábil ante el trabajo, menor ante la ley. Cuando la mujer es rica, con el dinero rescata hasta cierto punto, hasta cierto punto nada más, la especie de cautiverio que la opinión desdeñosa le impone; cuando es amada, el amor la defiende y la sostiene; su padre, su marido, su hermano, su amante, están a su lado, y no será oprimida ni insultada; pero pobre y sola, nadie la respeta, ninguno es vil envileciéndola, ni infame infamándola. Y cuando ese abandono material y moral en que se encuentra; cuando la miseria, las pasiones no enfrenadas por una inteligencia que se atrofia, y la corrupción general que la empuja, la hacen caer, cae tan abajo que el hombre más rebajado se cree superior a ella.
Esta abyección no puede combatirse eficazmente sino por medio de la instrucción y de la educación; no hay más que un medio de que ninguna mujer sea prostituta, y este medio es que todas sean personas; desde el momento en que la mujer tiene dignidad, es imposible la última monstruosa abyección. Pero la dignidad de la mujer es hoy cosa difícil, dificilísima, y, por consiguiente, no es común. ¡Cómo! Esas señoras que pisan alfombras y arrastran seda, ¿no tienen dignidad? No todas. En la clase elevada y en la media, lo mismo que en el pueblo, la ignorancia de la mujer, la imposibilidad de proveer por sí misma a su subsistencia, la constituyen en una dependencia muy parecida a la esclavitud, y toda esclavitud envilece. Las mujeres que por sí no pueden tener una posición, que son las más, se casan para tenerla. Es frecuente que ni el sentimiento, ni la inteligencia tengan parte en la elección. Obra ésta del temor de no colocarse, de quedar desamparada y sin apoyo, frases que traducidas (con una exactitud que por parecer brutal no deja de ser cierta) significan que es preciso casarse para tener pan, vestido y albergue. Esto, que parece indigno, es inevitable en la mayor parte de los casos, y mientras para la mujer no haya medios de ganar el sustento, ni aún de ayudar al hombre, es muy difícil la verdadera dignidad, que exige un mínimum de independencia. Todo lo que ve la mujer, todo lo que oye, todo lo que aprende desde niña, contribuye, por regla general, a que sustituya la dignidad por la vanidad, que es como dar auxiliares al vicio en vez de oponerle obstáculos.
Sin desdeñar ninguno de los medios que puedan conducir a disminuir el número de las mujeres degradadas, nos parece que el más eficaz sería instruirlas, dándoles conocimientos literarios o industriales, e influir para que no sean rechazadas de muchas industrias y ocupaciones que podrían desempeñar bien. Reducidas a lo que se llaman labores de su sexo, cuyo número va siendo cada vez menor por la intrusión de los hombres, y exigiendo estas labores cada día menos operarias por la introducción de las máquinas, se hacen aquéllas una competencia desesperada y que sin exageración puede llamarse mortal. Esta lucha por la existencia es insostenible para muchas, cuya fuerza o cuya virtud sucumben en ella.
¿Cuál es la situación económica de la obrera en España, en sus principales poblaciones, en la capital de la nación? Nadie lo sabe, nadie lo averigua: parece que a nadie le importa. Aquí no hay estadística y faltan siempre datos, no ya para intentar resolver las cuestiones sociales, sino hasta para tratarlas sin hablar de memoria. Por lo que la nuestra nos conserva, creemos que la situación de la obrera en España es peor que la de la obrera francesa; pero no podemos probarlo por falta de datos. ¿Adónde iremos a buscarlos? ¿Quién, de los que podían y debían reunirlos, oirá nuestra voz, que se lamenta de que no los haya? Es probable que ninguno.
La cuestión es grave y no debía mirarse con desdén. Si alguno de nuestros lectores le da la importancia que tiene, y puede y quiere recoger algunos datos en la localidad donde viva acerca de los trabajos a que las mujeres se dedican y los salarios que ganan, y nos comunica estas noticias, se lo agradeceremos mucho. Por nuestra parte, procuraremos conocer la retribución del trabajo femenino en Asturias, y publicaremos lo que sepamos en prueba de buena voluntad, que será inútil si no hallamos auxiliares.
Gijón, 16 de Enero de 1879.
Hemos leído el párrafo que nos dedica con un sentimiento de gratitud que debemos manifestar: no es el amor propio satisfecho, es el corazón consolado que contesta al saludo cariñoso del amigo desconocido. Sí, consuelo, en el desierto de la general indiferencia, ver, como otros tantos oasis, algunas almas nobles y compasivas que con nosotros sienten y lloran. Sin duda La Voz de la Caridad no merece todo el bien que de ella ha dicho El Contribuyente; pero, sin aceptar más que la parte justa, se la agradece toda como quien comprende su sinceridad. Gracias por el llamamiento hecho a favor de nuestros pobres, y por la simpatía, que es como una bendita limosna de que a veces se halla bien necesitada.
Por el amor de Dios, fíjese V. I. en lo que ha pasado en el de la Coruña: cuatro muertos y cuarenta y tantos heridos, muchos graves. El techo que se desplomó sobre ellos hace muchos años que amenazaba desplomarse; no menos de quince habrá que oímos allí que el edificioestaba ruinoso y que cualquier día se venía abajo, y no podíamos figurarnos que desde entonces no se habían hecho las reparaciones indispensables. Tenemos entendido que los comandantes han reclamado muchas veces, que hay expediente o expedientes formados. ¿Qué ha faltado, pues? Alguna cosa que no debía faltar.
¿Quién es el responsable de esta catástrofe? Los únicos que responderán son los que han muerto y los que de resaltas de ella padecen; no debía ser así, pero será.
Señor Director de Establecimientos penales, no se trata de reforma penitenciaria: es cuestión de humanidad; no como funcionario, como hombre, le rogamos que cuido de que se reconozcan los edificios que sirvan de prisiones, y se revisen los expedientes que a su reparación se refieren, porque es cosa terrible el encerrar a una persona, no permitirle salir, tirarle un tiro si se escapa, y que las paredes que le rodean y el techo que le cubre se hallen en tal estado que se desplomen sobre él y lo aplasten.
Si lo dicen a V. I. que la causa de la catástrofe de la Coruña fue el temporal, no lo crea, porque hace mucho que se temía una desgracia. Porque es una desgracia, señor; los penados muertos y heridos son hombres hijos de Dios, que nos ha de juzgar a todos, y por cuyo amor le pido que cuide de la vida de los que la ley no ha condenado a muerte y que el descuido de la Administración puede matar.
Le ruego también que recomiende a la justicia de quien corresponda a los seis penados que en la confusión de la catástrofe se han escapado. Si, como es probable, son presos de nuevo, ¿no duda V. I. de si en conciencia se les puede hacer un cargo por huir de un encierro que por descuido se desploma y los aplasta?
Marzo de 1879.
Nuestros lectores tienen noticia de que en Valencia había el pensamiento de formar una asociación con el objeto indicado, y tenemos la satisfacción de anunciarles que, después de vencer no pocas dificultades, lo que no era más que una esperanza y un proyecto puede decirse que es ya una realidad. La Sociedad Económica de Amigos del País, que había tenido esta buena idea, ha tomado también la iniciativa para su ejecución. Su presidente ha convocado a los socios y a otras personas benéficas que en gran número han acudido a su llamamiento; y expuesto el objeto de la reunión, ésta ha tenido el resultado satisfactorio de inscribirse como socios más de CINCUENTA de los concurrentes, quedando constituida la Asociación y hechos los nombramientos siguientes:
Presidente: Excmo. Sr. D. Antonio Rodríguez de Cepeda, director de la Económica, catedrático y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia.
Vicepresidentes: Excmo. Sr. D. Eduardo Pérez Pujol, ex rector y catedrático de la Facultad de Derecho.- Sr. D. José María Llopiz y Domínguez, catedrático de Derecho penal.
Tesorero: Sr. D. Fernando Núñez Robres y Salvador, abogado.
Secretario: Sr. D. Antonio Espinós.
Vicesecretario: Sr. D. José Jadeo.
El número y calidad de las personas que componen esta Asociación hacen esperar de ella mucho: el reglamento que tiene formado nos parece muy bien, y todo indica que se ha dado el primer paso en firme para la cooperación de la caridad en la reforma penitenciaria. La Asociación de Valencia empieza por lo más urgente, por las cárceles, y por lo más hacedero, que es el patronato de los absueltos y penados con arresto. El estado de nuestras cárceles es vergonzoso y aflictivo en tanto grado, que no concebimos obra más piadosa que la de intentar mejorarlo. El de nuestros presidios hace perversos de los malos, y fieras de los crueles; de modo que el patronato de los licenciados es empresa tan arriesgada, que puede llamarse temeraria. Por eso la Asociación de Valencia ha obrado, a nuestro parecer, con grande prudencia y tino, limitándose a patrocinar a los absueltos y condenados que extinguieron su pena en la cárcel. Con la mala nota de haber estado en ella aún por delito leve, aún siendo inocente, al que sale de esas corrompidas casas suelen cerrársela las honradas si se presenta solo, si la caridad no se pone a su lado y le auxilia y le abona. Esta repulsión, si no hay quien la neutralice y mitigue, puede ser causa, y lo es muchas veces, de que el inocente, o que incurrió en una pequeña falta, cometa graves delitos, y que, viéndose rechazado por las personas buenas, haga alianza con las perversas. La sociedad se preocupa poco de las infracciones legales que no constituyen delito grave, sin reflexionar que conducen a él, y se parece a los que sin higiene, ni régimen, ni cuidado de los males incipientes, cuando ya no tienen remedio llaman al médico: el médico, en el caso que nos ocupa suele ser la carabina de la Guardia civil o el tornillo del verdugo.
A consolar, a moralizar a los presos en la cárcel, a socorrerlos cuando salen de ella para no vuelvan a entrar y vayan a presidio, se consagrará la nueva Asociación de Valencia, que será saludada con cariñoso respeto por todos los amigos de la humanidad y de la justicia. Tiene la gloria de ser la primera, tiene la meritoria iniciativa de dar ejemplo; que tenga la satisfacción de ver que no le ha dado en vano.
Marzo de 1879.
Se ha equivocado usted, muy estimado señor mío, suponiendo que la contestación dada a una carta del Sr. D. E. A. de E. sobre el servicio doméstico, lo era a los artículos que usted ha publicado en La Unión Católica refutando en parte los publicados sobre el mismo asunto por La Voz de la Caridad. No los hemos reproducido en nuestra Revista por tres razones:
Acaso esté usted seguro de que ese peligro no existe para usted; yo no tengo esa seguridad, ni respondo de que mi amor propio no se disfrace de amor a la justicia, y para mejor defenderla le ofenda.
A las razones generales que deben retraer de entrar en polémicas que puedan evitarse, tengo yo otras particulares. La mucha vehemencia con que siento se refleja a veces en demasía en lo que escribo: esta vehemencia es la inflamación que se opone a la gangrena; no debería notarse por su exceso si yo tuviese altas dotes que me faltan; mas como carezco de ellas, se nota; es mal que no remedio, pero que tampoco desconozco, y que me debe hacer muy atenta a evitar las ocasiones de incurrir en él.
Dejemos el porvenir, puesto que estamos conformes en todo lo esencial respecto al presente, y en vez de discutir trabajemos en mejorar la situación de la mujer y en moralizar el servicio doméstico, y procuremos auxiliarnos para alguna buena obra, o consolarnos de no haber podido realizarla, en vez de buscar frases enérgicas y argumentos contundentes.
Si hubiera una escala verdaderamente moral y filosófica de los delitos, figuraría entre los graves uno de los que las leyes suelen olvidarse, y que los tribunales, los españoles al menos, no persiguen: hablamos del abandono de la familia. Los delincuentes, por regla general, son hombres.
Esta regla general tiene algunas excepciones; mujeres hay también, aunque pocas, que abandonan al esposo que ofenden, a los hijos que desamparan, viviendo para el escándalo y para el delito que cometen impunemente merced a leyes absurdas y costumbres perversas. Como la mujer que abandona a la familia suele ser adúltera, y como el adulterio no puede perseguirse sino por la parte ofendida, cuando el marido, por un motivo cualquiera, que nunca puede ser razón, consiente en que la madre de sus hijos viva separada de ellos en libertad, que convierte en licencia, la esposa infiel y madre sin entrañas recorre hasta el fin y sin obstáculos el camino de perdición.
Pero la regla, conforme queda indicado, es que sea el hombre el que abandona a la familia, dejando a su pobre mujer y a sus inocentes hijos en el desamparo y la miseria. A veces se va al Extranjero o a las colonias españolas; otras le basta con cambiar de domicilio; algunas, ni esta precaución necesita: tal es la culpable tolerancia de leyes y autoridades, que bien puede calificarse de complicidad moral.
Recordamos dos párvulos que tenían a su madre en el hospital, y cuyo padre los abandonó tan completamente, que sin la caridad hubieran muerto de hambre y de frío. Y no es que carecía de recursos; para su clase ganaba un buen jornal; era cochero de un ómnibus, que para mayor escarnio pasaba todos los días muchas veces por delante de la casa donde abandonó a las infelices criaturas que tenían la desgracia de deberle la existencia. El alcalde de barrio, que se condujo muy bien como hombre caritativo, nada hizo como autoridad, y a las personas que le excitaban a emplearla para obligar a que el padre desnaturalizado atendiera al sustento de sus hijos, respondía que esto era imposible, porque él no tenía medios de coacción y no hallaría quien le secundara. Ignoramos si las dificultades eran insuperables; el hecho fue que no se vencieron, que no se intentó vencerlas, y que aquel hombre perverso pudo prescindir impunemente de sus más sagradas obligaciones y gastar en vicios lo que debía a su familia. Y esto no acontecía en alguna apartada aldea, donde la acción tutelar de las autoridades se debilita, sino en Madrid. Hechos parecidos pueden observar en todas partes los que de estas cosas se ocupan.
El caso más frecuente es salir del pueblo o de la patria e irse a otra provincia, a América o al Extranjero, el padre de familia que la abandona. La desolación en que la deja es indecible: hijos casi siempre pequeños, una mujer muchas veces enferma o que pierde la salud, abrumada por la miseria y el dolor de esta horrible viudez; si es joven, peligros y tentaciones a que no siempre resistirá su virtud; pruebas tan rudas en que se necesita una especie de heroísmo para no sucumbir; necesidades apremiantes que no pueden satisfacerse sino por la caridad, que no siempre acude pronto, que en ocasiones no llega; tal es la situación de la mísera familia, mientras el desalmado que la abandona forma otra con la mujer honrada que engaña, con la mujer vil que no necesita engañar, y responde al llanto de sus hijos hambrientos con las carcajadas de la orgía.
La impunidad de este grave delito da lugar a desgracias irreparables y hace numerosas víctimas inocentes. Una viene en este momento a nuestra memoria y no podemos recordarla sin pena. ¡Pobre Leocadia! ¡Que Dios te haya acogido en su seno, y que en otra vida mejor descanses del penoso camino que tuviste que recorrer en ésta!
Leocadia era la hija mayor de tres que con su madre enfermiza abandonó un padre desnaturalizado. Preguntaron por él en la oficina (era empleado en el Gobierno de provincia), escribieron a su familia; todo fue en vano. Con el tiempo se supo que estaba en Cuba, donde pronto se perdió su pista, sin que nunca se pudiera conseguir de él socorro alguno para la familia. La situación de ésta era angustiosa. Del cuarto segundo de la casa en que vivían tuvieron que mudarse a una mala guardilla de la misma; y este cambio tan brusco, tan ostensible, tan material, impresionó profundamente a los dos niños menores, que no querían subir y lloraban subiendo; y más aún a la niña mayorcita, que sin llorar ayudaba en silencio a mudar lo poco que había quedado en la casa. Profundamente afligida no quería salir de la nueva habitación, y se apresuraba a dar sus vestidos para vender o empeñar, porque decía que no los necesitaba.
Al cabo de algunos meses de aquella reclusión y tristeza, Leocadia empezó a pronunciar palabras incoherentes, a decirle a su madre que mirase cosas y personas que nadie veía, que no existían más que en su imaginación alucinada; tuvo manías, y por fin ya no pudo quedar duda de que estaba loca. Así pasó algunos años; al principio su demencia fue inofensiva, luego se graduó, llegando a ese horrible estado en que se hace daño a las personas queridas que nos aman. La caridad, que no había abandonado a los niños sin padre, ni a la madre que echaba sangre por la boca, hizo cuanto pudo por que la pobre demente permaneciera en casa; pero al fin hubo que llevarla a un manicomio, donde no tardó en morir. ¡Pobre Leocadia! En medio de tu desventura grande, inmensa, todavía queda un consuelo pensando que pudo ser mayor. Joven, bella, miserable y abandonada, perdiste la razón, no la inocencia; has bajado al sepulcro pura, te recuerdan con lágrimas y sin vergüenza los que te amaban. Descansa en paz, infeliz, de triste y honrada memoria; otras, abandonadas como tú, viven una vida peor mil veces que la muerte!
Por los varios casos que han llegado a nuestra noticia, creemos que es bastante frecuente el de padres de familia que la abandonan completamente, y si se hiciera la historia de estas familias abandonadas, sería un cuadro dolorido terrible para la sociedad, donde impunemente se repite falta tan grave. Era necesario definirla bien y calificarla de delito grave, que debería perseguirse de oficio, ya porque éste es un principio de derecho, ya porque la regla en este caso, menos que en ningún otro, debe tener excepción; a la pobre mujer abandonada le repugna denunciar ante los tribunales al padre de sus hijos, o tal vez teme su venganza si pide contra él justicia.
Ya comprendemos que nuestra mala policía y la corrupción babilónica, en especial, de las provincias ultramarinas, son un obstáculo al exacto cumplimiento de semejante ley; pero alguna vez se cumpliría, algún temor pudiera inspirar a los dispuestos a infringirla, y el promulgarla siempre sería dar a la moral la sanción del derecho, lo que podrá ser más o menos eficaz, pero nunca es iuútil. Para que no fuera burlada la ley por el que huye a país extranjero, sería necesario modificar los tratados de extradición, consignando en ellos terminantemente el abandono de la familia. A nuestro parecer, ésta debería ser la regla general, es decir, en vez de tomar por base la pena que se impone, atender al delito que se comete para determinar cuáles son los que deben dar lugar a la extradición. Como sin salirnos mucho de nuestro asunto no podemos razonar este parecer, nos limitaremos a insistir en que no debe hallar la impunidad al otro lado de la frontera el marido que abandona a su mujer, el padre que desampara a sus hijos: ya que está sordo a la voz de la conciencia, que sienta la mano fuerte de la ley.
Gijón, 27 de Enero de 1879.
Pocas personas habrá que no sepan que hay malos libros, y ninguna de buena voluntad que, sabiéndolo, no lo sienta; pero no es tan grande el número de las que comprendan todo el daño que hacen que lo deploren y que estén dispuestas a tomarse alguna molestia para evitarlo.
La opinión pública tiene complacencias que no debería tener con los autores de malos libros, y cuando no los honra, los mantiene y aún los enriquece, cuando menos los tolera. Se arroja ignominiosa mente de casa al que sustrae un cubierto de plata, y se agasaja en ella al que procura introducir en todas la iniquidad y el error; se entrega a los tribunales al que fabrica monedas falsas, y se ampara la falsificación de la moral, protegiendo los expendedores de perversas doctrinas que dan las excitaciones de los malos instintos en cambio de buenas monedas. Y, no obstante, los delincuentes que penan las leyes son a veces menos culpables que los autores de malos libros: niños abandonados, hombres ignorantes y miserables, tienen en su mal proceder circunstancias atenuantes que no puede alegar el escritor que, proponiéndose hacer ruido o ganar dinero, no repara en los medios. ¿Por cuáles conseguirá que su libro se aplauda y se compre? Que sean eficaces es lo que procura, sin preocuparse de que sean malos o buenos. La voz severa de la verdad resuena poco; la del error halla más ecos, pues se propalan errores. El espectáculo del dolor mortifica, pues, lejos de pedir para él consuelo, se cubre con el espeso velo de la indiferencia para hacerse más agradable. Las severidades de la virtud alejan al vulgo, pues se lo atrae con la apología del vicio más o menos hipócrita o cínica. Como no se trata de oponerse a las corrientes del mal, sino de utilizarlas, se halaga la vanidad, se excitan las pasiones, se fomentan los errores, se explotan todas las miserias del espíritu. El escritor vende su mal libro, como el tabernero que expende vino averiado y bebe con los que embriaga para excitarlos a beber más y pagar aquella pócima emponzoñada.
Convendría persuadirse de que escribir y publicar un mal libro es cometer una mala acción, que si la mayor parte de las veces no puede ser penada por las leyes, debe ser siempre reprobada por la conciencia pública.
Por elevada que sea la posición del malhechor, nunca su hecho malo tiene las fatales consecuencias de un mal libro. Está circunscrito al poder de su persona el círculo en que obra su maldad, que muere con él. Además, las maldades desacreditan a quien las comete, y por relajadas que estén las costumbres y por descuido que haya en punto a aceptar o rechazar amistades, siempre recae sobre el hombre que obra mal cierto descrédito que algo limita sus daños.
El malhechor2 que realiza sus maldades por medio de la prensa, es mucho más perjudicial. Su esfera de acción está menos limitada, puede ser inmensa, y la semilla ponzoñosa que sembró durante su vida germina años y siglos después de su muerte. El libro que extravía, no se recibe con la prevención del hombre que escandaliza; se entra callada y traidoramente por la puerta de casas honradas, donde se tiene cuenta con las acciones y no con las lecturas, y preconizado por la pasión o el interés, o meramente llevado por la casualidad, llega al último rincón donde el hombre obscuro e ignorado no se halla a cubierto de los daños del huésped traidor. Así, el brazo del que hace mal por medio de la prensa, llega muy lejos, halla abiertas muchas puertas incautamente, y se sobrevive a sí mismo para continuar su obra de iniquidad.
Difícilmente se forman idea del poder de los malos libros todos los que lo deploran, porque no es fácil ponerse en lugar del ignorante que cree la mentira, del fanático que se embriaga con la excitación, del cándido que se deja fascinar, del vacilante a quien un impulso cualquiera extravía, del apasionado en cuyo ánimo cae una mala lectura como una chispa en un polvorín.
Todos los libros malos son impíos, inmorales y perturbadores del orden social. Pueden tener un carácter más marcadamente irreligioso, inmoral, obsceno, o preconizar sistemas de imposible o injusta realización con que se pretende resolver las cuestiones económicas, jurídicas, tal vez las cuestiones todas; pero sin ofensa de Dios y daño de los hombres no se afirman cosas contra justicia y contra verdad. Y como hay armonía entre todos los elementos del bien, existe en los medios de realizarle y de combatirle, y todos los que le aman deben ver en un mal libro un enemigo común, aún cuando por su forma imaginen que no ataca directamente aquello que respetan. El moralista debe combatir el libro impío, el religioso el libro inmoral, y entrambos el libro que propone para resolver los problemas sociales soluciones que la justicia rechaza. Hay que combatir la influencia del mal libro, trate de lo que tratare, porque, cualquiera que sea su asunto, llevará al fondo común del error y de las malas pasiones la cantidad del virus que encierra.
Y ¿cómo se combate la influencia de los malos libros? Con la de los libros buenos. Es el único medio eficaz, y puede decirse, cada día con más razón, que es el único medio posible.
Se habla de enseñanza primaria obligatoria; según todas las apariencias, será legal, y aun cuando por esto mismo no sea positiva, no hay duda de que cada día son mayores el número de los que leen, el de malos libros que circulan y la necesidad de generalizar los buenos.
Un buen libro es un amigo inmortal del género humano: calladamente va rectificando errores, ilustrando ignorancias, fortaleciendo debilidades, conteniendo ímpetus desordenados, despertando nobles impulsos, consolando penas. Ni por grande ni por pequeño, ni por aplaudido ni por infamado, halaga a nadie ni se aparta de ninguno: sobre el velador maqueado o sobre la cama del hospital; en la lujosa biblioteca o en la tabla de la celda del recluso, allí está como el eterno memento de la verdad y de la justicia, como el bálsamo inagotable de los dolores humanos. Al que en el ocio se aburre, al que aislado padece, ¡cuán provechosa distracción del tedio, cuán compañero de la soledad es un buen libro! Propagarle es obra meritoria, es contribuir eficazmente a todos los bienes que hace.
Y ¿por qué esta buena obra, tan generalizada en el Extranjero, es tan poco practicada en España? Tal vez consista en que se desconozca su importancia, y en que el bien de los buenos libros como el mal de los malos se hace calladamente, y muchas veces sin consecuencias inmediatas ostensibles.
Debe notarse que, así como hay obras caritativas dificultosas, cuyos resultados se logran trabajosamente o no guardan proporción con el esfuerzo que cuestan, con la propaganda de los buenos libros sucede todo lo contrario. Asociándose algunas personas benéficas, no se necesita más que un corto desembolso o un pequeño trabajo para hacer un bien inmenso. Para que un libro circule basta que haya quien lo ofrezca muy barato, y para que pueda darse muy barato basta que se despachen gran número de ejemplares; de modo que, habiendo asociados que procuren la venta, es suficiente un pequeño fondo para los gastos de la primera tirada, que tal vez se consiga de algún impresor que quiera tomar parte en la obra benéfica, a pagar una parte al menos cuando se realice su importe. ¡Qué de facilidades para llevar a cabo un bien tan grande, que hacen cada día más necesario los expendedores de veneno moral a dos cuartos la toma! ¿Será posible que no se aprovechen? ¿Será posible que no haya quien se preste a dar algunos céntimos o algunos minutos para realizar una obra tan útil, tan necesaria, tan digna de las personas ilustradas de buena voluntad?
Entre nosotros, la deportación es un expediente, una crueldad, un absurdo, un atentado, una medida política, como se dice, resumiendo en pocas palabras muchas malas cosas, y sería en vano hablar al egoismo temeroso o vengativo de los partidos triunfantes, de justicia y de derecho, cuando lo que ellos quieren y buscan es dominio, poder y mando. Pero a fin de contribuir a que la deportación continúe excluída de nuestras leyes; a fin de desengañar a los partidarios que pueda aún tener entre nosotros y de fortificar a los que son opuestos a ella, y de argumentar con hechos a los que principalmente con hechos se dejan convencer, creemos conveniente reproducir los siguientes datos que vemos en nuestro apreciable colega italiano la Rivista di discipline carcerarie, que dice así:
«BIBLIOGRAFÍA
» Noticia de la deportación o la Nueva Caledonia, publicada bajo la dirección del vicealmirante senador Pothuau, ministro de Marina y de Ultramar. -París, Imprenta Nacional, 1878.
»Con el acostumbrado modesto título de noticia de la deportación, el Ministro de Marina francés da cuenta de lo que se ha hecho en el año de 1876 en la importantísima parte del servicio penitenciario que le está encomendada.
»El trabajo se divide, como siempre, en tres partes: la primera es un breve relato; la segunda una serie de cuadros estadísticos; la tercera consta de las disposiciones oficiales.
»Analicemos.
»En 1876 sólo 15 individuos han sido deportados a la Nueva Caledonia.
»La mortandad no fue ciertamente mucha, pues 52 defunciones a consecuencia de enfermedad, y tres por causa de accidentes, dan un 1,48 por 100 de la población, compuesta de:
»Los deportados habitan principalmente en dos localidades: la península de Ducos, donde está la colonia industrial; y la isla de los Pinos, colonia agrícola: los edificios de esta última están rodeados de jardines y huertos; hay también gallineros.
»Los terrenos no producen aún lo suficiente para mantener a los concesionarios, pero se han mejorado mucho sus condiciones generales, y la organización del trabajo y la mercantil o industrial pueden considerarse ya como completas.
»El sistema de vigilancia se ha regularizado; por la parte de tierra y de la península de Ducos se ha hecho un camino de ronda que se ilumina bien durante la noche; los puestos de guardia comunican entre sí y con la cañonera que vigila el puerto. En los puntos más elevados de la montaña se ha cortado o segado toda planta cuya altura pudiera favorecer las evasiones.
»En cuanto a la parte disciplinaria, si en general puede decirse mejorada, persiste aún el vicio de la embriaguez; el gobernador manifiesta que en los días de cobranza casi todos se emborrachan.
»Debe notarse, como circunstancia poco favorable a la colonización de la Nueva Caledonia, esta declaración: De pronto se ha visto suspendido el trabajo, y casi abandonado a principios de 1876, porque corrió la voz de una amnistía general; hasta las operaciones agrícolas se suspendieron casi por completo: volvieron a emprenderse cuando los deportados se convencieron de que era vana su esperanza.
»Es notable la Exposición agrícola, industrial y artística verificada en Noumea el 16 de Marzo de 1876; faltó la parte interesante de la ganadería, pero fue mucho mayor de lo que se esperaba la artístico-industrial. Muebles, joyas fotografías, cuadros, planos de construcciones: flores artificiales, obtuvieron medallas y menciones honoríficas. El historiador de esta interesante Exposición pone en evidencia la riqueza del suelo, y principalmente indica un metal, el níquel, cuya explotación bien dirigida podría formar uno de los principales ramos de riqueza del país.
»La instrucción no ofrece brillantes ni aún perceptibles resultados. De 72 niños que hay en la isla de los Pinos, apenas asisten 17 a la escuela; los demás están casi todos de aprendices o ayudando a sus padres. En la península de Ducos van a la escuela 10 muchachos.
»He hecho notar más arriba algunos hechos que parecen probar la aversión a colonizar; debo citar aquí uno que indica lo contrario, y es la llegada de 36 familias de deportados, que componen un total de 70 personas, mientras que el número de los muertos y vueltos a Francia no pasa de 20. El 31 de Diciembre de 1876 las familias eran 216, con 465 personas.
»Indicado más arriba el número medio de deportados, debo añadir que, según los datos oficiales, en 31 de Diciembre quedaban 3.561, de los cuales eran:
Católicos
2.786
Protestantes
211
Israelitas
22
Mahometanos
82
Idólatras
356
»Con respecto a su estado civil, son:
Solteros 2.229
Viudos 188
Casados
1.147
»De gastos efectivos nada se dice en estos informes; se habla de créditos abiertos, de presupuesto, y nada más. Parece natural que éste se aproxime mucho a los gastos, de modo que por lo presupuesto puede calcularse desde luego el término medio de lo que gasta cada individuo.
»Para el ejercicio de 1875 (son los datos más recientes) se habían presupuestado 2.639.785 pesetas para manutención de los deportados. Dividiendo esta cantidad por los 3.598, vemos que cada uno gasta por este concepto 1.024 pesetas al año, o sea un poco más de dos pesetas 80 céntimos diarios.
»Añadiendo a esta cantidad los gastos de trasporte, sueldos de personal, material, etc., que ascienden a 6.404.197 pesetas, resultará que cada deportado cuesta 1.780 pesetas al año, o sean un poco más de 4 pesetas 88 céntimos diarios. ¡No es poco!
»Por último, examinando los actos oficiales, hallo un despacho dirigido el 26 de Septiembre de 1876 por el ministro de Marina al Gobernador de Nueva Caledonia, en el cual revela otra gran dificultad de la colonización como pena, y recuerda el precipicio en que cayó la inglesa después de principiar con brillantes apariencias. Dice así el despacho. «Aprovecho esta ocasión para hablaros de un telegrama que me ha dirigido nuestro Cónsul en Sydney, y del cual resulta que las colonias de Australia no quieren recibir a aquéllos de nuestros deportados cuya pena se conmuta por el destierro. Esta determinación contraría seriamente los proyectos del Gobierno, que estaba dispuesto a conceder cierto número de conmutaciones de esta clase, y se ve hoy obligado a no hacer esta gracia sino con mucha reserva. No debéis, pues, dar autorización para que vayan a Australia los deportados cuya pena se conmuta por la de confinamiento, sin aseguraros antes de que el Gobernador de aquella colonia no los rechazará. Por lo demás, podéis continuar (excepto para Australia) facilitando a esta clase de deportados los medios de dejar la colonia, enviándolos, por ejemplo, a los puntos en que hacen escala los buques del Estado. -G. B.»
Pocos comentarios necesitan los datos que anteceden.
Gastar con cada penado cerca de cinco pesetas diarias para que casi todos se embriaguen cuando tienen dinero, es un resultado que recomendamos a los partidarios de la deportación. Nosotros ya sabíamos que ésta no es un sistema, sino un expediente; pero a los que no temen sustituir los principios de justicia con expedientes, les preguntamos si éste no les parece de los peores y más caros.
Un conde ruso, hablando de la reincidencia, decía que era preciso enseñar a trabajar bien a los penados, a menos que no se señalase una renta de 3.000 francos a cada uno, en cuyo caso no habría reincidencias. No entraremos hoy a discutir si se evitarían por este medio; pero es cierto que lo dicho en son de burla por el ilustrado escritor casi viene a realizarse de veras en la deportación, si no en cuanto a evitar reincidencias, por lo tocante a los gastos. No son 3.000 francos, pero se acerca a 2.000 lo que cuesta cada penado, cuya regeneración moral puede inferirse de los hechos oficialmente confesados, de que la mayoría se embriaga siempre que puede, de que son rechazados de la Australia y de que la madre patria que tales desembolsos hace para su regeneración no cree en ella, puesto que su plan era enviarlos fuera del territorio francés; lo cual, si no es muy moral, tampoco muy previsor, porque si las colonias inglesas habían rechazado los penados ingleses, ¿era probable que admitieran los de Francia?
Como la deportación, además de un mal expediente para la justicia, es una mala arma puesta en manos de las pasiones políticas, arma que se afila o se embota según que aquéllas se enfurecen o se calman, ahora se han amnistiado en Francia una gran parte de los colonos forzados de la Nueva Caledonia, cuya población, dicen, quedará reducida a menos de la mitad.
El Estado sólo por rarísima excepción paga el viaje de vuelta a los deportados, mas pagará el de todos los comprendidos en la amnistía a razón de novecientos francos cada uno. Se habla de miles, pero aunque no sean más que 1.000, costará volverlos a Francia más de tres millonesy medio de reales. No se puede dar una injusticia más cara.
Gijón, 31 de Enero de 1879.
Han desaparecido o son ininteligibles algunas palabras del manuscrito en que se habla de esta ilustre dama, y no puede venirse por él en conocimiento de la época ni del lugar donde vivía, ni de sus principales circunstancias. Éstas debieron ser relevantes, o grandes su poder, su riqueza o su hermosura, porque, llegado el caso de contraer matrimonio, acudieron príncipes y reyes a pedir en mano.
Por su posición, por las costumbres de su país y de su tiempo, o por lo difícilmente que en todos penetra en los palacios la verdad, Adilia no podía saberla en lo que más le interesaba, ignorando cuáles eran los sentimientos de aquellos hombres entre los cuales tenía que elegir el compañero de su vida. Cuando procuraba informarse, hablábanle de ilustres y numerosos progenitores, de numerosos y obedientes vasallos, de tesoros sin cuento, de poderío sin límites, y, en fin, de todos los esplendores del poder, de la ambición y de la vanidad humana. Después que los informantes juzgaban que nada esencial quedaba por decir, ella veía que no le habían dicho nada de lo que le importaba investigar.
La nobleza del carácter, la rectitud de conciencia, la elevación de los sentimientos, la ternura de los afectos, esto era lo que lo importaba saber, y de esto nada sabía, porque si alguna cosa preguntaba, por las respuestas veía claro cuán poco debía fiar en ellas.
Perpleja, pensativa, triste, aplazaba su resolución como quien comprendía su importancia y las probabilidades de que fuera desacertada. Apurábanla, para que se resolviese, los pretendientes, con esperanza cada cual de ser el preferido; los desocupados, que deseaban fiestas; los ambiciosos, que pensaban medrar con motivo de la boda, y los aduladores, que hacían depender de ella la suerte del mundo y que siempre aconsejan lo peor.
Comprendió la Princesa que aquella situación no podía prolongarse más; pidió quince días más para reflexionar, y al cabo de ellos, en audiencia solemne y rodeada de toda su corte, recibió a sus ilustres pretendientes.
En número igual al de éstos había cadenas de oro, de las cuales pendían, a manera de relicario, recipientes del mismo metal, pero tan pequeños que en cuanto cabría en ellos una perla gruesa; y dando uno a cada personaje de los que aspiraban a su mano, les dijo:
-Os doy, señores, las gracias por el honor que me dispensáis, y deseosa de haceros justicia, buscaba hace tiempo el modo y no le hallaba; de aquí han provenido mis vacilaciones, no de otro impulso que ofendiese la dignidad vuestra, ni amenguara la mía. Al fin, con la ayuda de Dios, a quien pedía que me inspirase lo mejor para vuestros pueblos, para vosotros y para mí, creo haber descubierto el medio de resolverme con el acierto posible, dadas la limitación del humano entendimiento y la facilidad con que en todo erramos. Cada vino de vosotros colocará en el recipiente que pende de la cadena que le entrego, el objeto que a su juicio valga más de cuantos pueda hallar en un año, que doy de término, y al cabo del cual, aquí mismo convocados, iré examinando los presentes; el que en mi concepto tenga más valor lo colocaré sobre mi pecho, y el que me lo haya ofrecido será mi esposo: unido a cada presente irá una breve explicación escrita de las circunstancias que puedan hacerle más estimable.
Esto diciendo, levantóse la Princesa, saludó con dignidad y sin altanería, dejando asombrados y sorprendidos a sus pretendientes, que hubieron de someterse a la singular condición que les imponía.
Cada cual revolvió sus estados y su imaginación para ver cuál sería el objeto de más valor que pudiera encerrarse en tan pequeño espacio, contra cuyos reducidos límites parecía estrellarse la riqueza de los opulentos, el poder de los poderosos y hasta la imaginación de los mayores ingenios que en cortes y palacios se esforzaban por introducir el objeto más preciado en dije tan diminuto. Para conseguirlo estimulóse el interés y la vanidad, ofreciendo premios y honores; esto hicieron todos los pretendientes, menos uno que, dice el manuscrito, no consultó más que a corazón.
Largo les pareció el año a todos; pero por largos que parezcan los años, pasan, y pasó el del plazo dado por la Princesa Adilia, ante cuya presencia y corte aparecieron con sus presentes los que en ellos fiaban el logro de su pretensión.
Las huellas del temor, de la esperanza, de la incertidumbre, que las dejan muy profundas, notábanse en el rostro de la Princesa, y, muy conmovida, temblaba. Acercáronse a ella los que aspiraban a su mano en el orden de su mayor resolución, y fueron entregando sus dones, que eran y tenían las leyendas siguientes:
Una perla de regularidad y belleza muy raras. Para sacarme del fondo del mar, muchoshombres han expuesto la vida y alguno la ha perdido. Adilia arrojó el presente al extremo de la mesa en que había de colocarlos todos, menos el que aceptase.
Una preciosa esmeralda. He adornado la espada de un famoso conquistador y vistohumillarse multitud de pueblos vencidos. Fue puesta al lado de la perla.
Un diamante de grandes dimensiones, que se talló de modo que una parte de él entrase en el reducido recipiente. Soy el primero de la primera corona imperial; el Sol, cuya luzcmbellezco y multiplico, brilla menos que mi gloria. Se le apartó con un desdén proporcionado a su altanería.
Un polvo blanco. Soy un remedio en la enfermedad. Quedó sobre la mesa, poro colocado como cosa que se aprecia.
Una banda arrollada en que estaba escrito con caracteres diminutos: Soy una verdad queacerca a Dios y un precepto de justicia para los hombres. La Princesa la posó con respeto, dejándola cerca de sí.
No faltaba más que un presente; adelantóse con timidez un mancebo a ofrecerle: consistía en un líquido diáfano con esta leyenda: Soy una lágrima de compasión. Las de Adilia cayeron sobre el collar que rodeaba su cuello, y extendiendo la mano, se la dio de esposa al que como ella sentía. Dice la historia que fueron felices, que consolaron a muchos desdichados, recordando siempre que el lazo que los unía se formó por la piedad hacia el mísero que padece.
La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas ha dado en uno de sus certámenes, como tema, los medios de promover el ahorro: si hubiera propuesto los de escarmentarle, nos parece que podían optar al premio la Caja de Ahorros y el Sr. Ministro de la Gobernación que lo era en 3 de Mayo de 1877. Este parecer nuestro se apoya en un real decreto que hace pocos días hemos leído en la Gaceta con extrañeza y dolor, y por el cual se viene en conocimiento de los hechos siguientes:
Ahora díganos el lector si nuestra opinión, que debió parecerle extraña y aún extravagante antes de conocer los hechos, no le parece razonable una vez conocidos, y si la Administración y la Caja de Ahorros, sin voluntad por supuesto, no hacen mucho por escarmentar el ahorro.
La cuestión es de derecho y, a nuestro parecer, tan clara y sencilla, que para resolverla bien no se necesita más que pensar en ella un poco. El Monte de Piedad y Caja de Ahorros dice al público: Si quieres traerme tus economías, las prestaré al 7 por 100, próximamente, y te daré el cuatro; ya que el rédito sea tan mezquino, tan poco a propósito para estimularte al ahorro, al menos tendrás seguridad. Yo respondo de los fondos que me confías, como todo depositario autorizado por la ley, y para esto formo reglamentos, exijo formalidades, tomo precauciones y nombro empleados; mi fianza material es un capital cuantioso, mi fianza moral es mi crédito, mi justicia la respetabilidad de las personas que dirigen mis asuntos.
El público cree esto, lleva sus economías a la Caja de Ahorros y se va tranquilo respecto a que quedan seguras; podía irse hasta aquí, ahora no. ¿Por qué?
Por una equivocación deplorable. En el caso de que nos ocupamos, o en cualquier otro análogo, la estafada ha sido la Caja de Ahorros, no el imponente. La Caja es la que se ha dejado sorprender y engañar, y aunque su empleado no resulte culpable sino de imprudencia temeraria, como supone el juez, a ella corresponde el pago de la cantidad estafada, que debió satisfacer inmediatamente, sin perjuicio de reclamarla de los culpables. El público no confía el dinero a un D. Fulano, empleado que no conoce, sino a la Caja, que cree conocer y en quien confía. La Caja es la responsable, tiene con qué responder; el acreedor es legítimo, la deuda sagrada. ¿Por qué no la ha pagado? No puede ser más que por error.
Si el empleado que pagó al estafador y éste resultan insolventes, la Caja pierde lo indebida o equivocadamente pagado, como pierde un banquero el importe de una letra falsa que abona, sin que le ocurra siquiera privar de su importe al portador de la letra legítima. Y el Estado, y una corporación respetable y respetada ¿tendrá una moralidad menos severa que el último banquero?
Si no hay quien responda de la cantidad estafada de que vamos hablando, la Caja de Ahorros debe perderla; es una quiebra inevitable, como otras que habrá tenido y tendrá, y tienen todos los establecimientos de préstamo y de crédito. Esa cantidad, han dicho al negarse a abonarla a su dueño, constaba en los libros como pagada, y todo estaba allí en regla. ¡Los asientos y los libros! ¿Ha de posponerse la justicia a fórmulas burocráticas y despedazarse cuando no quepa en las casillas de un libro de asientos? Más vale anotar en él una página, o inutilizarla, que escribir otra que no debe tener en su historia ningún establecimiento de crédito, y menos de una institución piadosa.
Gijón, 3 de Mayo de 1879.
El incansable promotor de la reforma penitenciaria, nuestro amigo el Sr. Armengol y Cornet, continúa diciendo... LO QUE DEBE DECIRSE... De su quinto artículo, publicado en el Diario de Barcelona, tomamos los párrafos siguientes: