Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación - Concepción Arenal - E-Book

Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación E-Book

Concepción Arenal

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Beschreibung

Las colonias penales de la Australia y la pena de deportaciones un ensayo de la escritora Concepción Arenal. Se articula como un estudio penitenciario centrado tanto en el aspecto penal e histórico. En él, la autora hace un recorrido histórico por las colonias penitenciarias australianas, de Fernando Póo a Annonbon, donde señala tanto sus condiciones como el estado de constante abuso al que se somete a sus internos.

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Seitenzahl: 138

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Concepción Arenal

Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación

 

Saga

Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación

 

Copyright © 1895, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509861

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Advertencia

Antes de realizar el hecho de un sistema penitenciario, es indispensable examinar el derecho de imponer la penitencia, la razón, la índole y el objeto de la pena, que no puede ser justa si no está en armonía con los principios de justicia. Al legislar sobre prisiones, se ha prescindido a veces de toda filosofía del derecho, de toda teoría penal, y hasta de la legislación escrita y vigente, pero tales infracciones, lejos de servir de norma, marcan un escollo en que no pueden caer los que buscando la verdad sinceramente, discuten los principios en la región serena de las ideas.

Para determinar el régimen a que han de sujetarse los penados, hay que formarse una idea clara y exacta de lo que es la pena; el legislador que de este conocimiento carece, se extraía por los muchos caminos que al error conducen, y marcha sin saber fijamente ni de dónde ha partido, ni a dónde va; ignora cuál es su deber y su derecho, y unas veces traspasa y otras no llega a los límites marcados por la justicia.

No vamos a empezar este escrito por un tratado de derecho penal; ni nuestras fuerzas alcanzan a tanto, ni los límites a que ha de sujetarse esta obra lo consienten, pero por las razones que dejamos apuntadas, nos parece indispensable consignar que los sistemas penitenciarios no deben tener la latitud que con frecuencia se supone, que las leyes sobre prisiones han de sujetarse a los principios de justicia, y que para discutir un modo de penar es indispensable fijarse en lo que debe ser la pena. Por eso hemos empezado este trabajo procurando formar de ella una idea clara.

También nos ha parecido indispensable, para saber si convenía que España estableciese colonias penales como las inglesas de Australia, conocer bien éstas, con cuyo objeto hacemos un resumen de su historia, siguiendo en la narración, no el método que pudiera hacerla me. nos árida, sino el que presenta con más claridad y deslinda mejor los hechos. No hay arte en nuestro trabajo, ni aspiramos a que tenga otra belleza que la verdad.

Capítulo I

¿Qué es la pena?

El origen de la justicia está en Dios, inspirador de la conciencia. Por ella y en ella, el hombre siente que es un ser moral.

Siente que hay mal y bien.

Siente que es libre de realizar el uno y rechazar el otro.

Siente que siendo libre, es responsable de su acciones.

Siente que merece premio el que hace bien, castigo el que hace mal.

Llama justicia al dar a cada uno su merecido.

Esto sienten y afirman todos los hombres, cualquiera que sea la región y la época en que vivan. Si hay dementes, idiotas, malvados o sistemáticos que nieguen la universal afirmación, pueden en alguna circunstancia aparecer bastante fuertes para escandalizar a la humanidad, pero siempre serán impotentes para dirigirla. Bajo el punto de vista moral, puede negarse la cualidad esencial de hombre al que en principio no reconoce la justicia.

Esta afirmación universal de la justicia que arranca del sentimiento, se corrobora y afianza por la razón, que demuestra todo el bien, toda la belleza, toda la verdad que hay en ella, y cuanto la injusticia lleva en sí de malo, deforme y engañoso. Los más grandes filósofos analizan, razonan, enaltecen, fortifican el sentimiento de justicia, no le crean: es un fenómeno espontáneo de la conciencia, como es una necesidad imperiosa de la vida.

La justicia, como el aire, nos rodea sin que lo notemos; la respiramos sin apercibirnos de que está allí; sin darnos cuenta la hacemos y la recibimos; en la sociedad más corrompida, es la regla, y si reprobamos tan enérgicamente las excepciones, es porque contradicen y repugnan a nuestro modo de ser. Si lo notamos bien, esta reprobación es instintiva; instantáneamente y sin reflexionar condenamos la acción perversa, elogiamos la acción buena, y sólo el que no ha observado bien puede sostener, que la indignación que produce el crimen y el entusiasmo que inspira la virtud heroica, son reflexivos; el horror que inspira el primero, las lágrimas que arranca la segunda, no son obra de la razón, que los fortifica, pero no los crea.

Tenemos, pues, que toda justicia, como toda filosofía, parte de la conciencia humana; el hombre es justo, o no es hombre. Esta verdad la ven más o menos claramente todos los que a él se dirigen para hacérsele benévolo; para convencerle, para arrastrarle, se le habla siempre de justicia; no hay usurpador que no intente ponerla de su parte; los mismos que la profanan, la invocan; prueba clara de que fuera de ella no hay prestigio, no hay fuerza, no hay humanidad.

El hombre siente, razona, ama, necesita la justicia; luego la justicia existe.

Pero si el sentimiento de la justicia es siempre el mismo en todos tiempos y lugares, la idea de la justicia varía mucho, y tanto, que un mismo hecho parece justo o injusto, según el siglo o el hombre que le juzga. El confundir el sentimiento con la idea, ha ocasionado a veces el descrédito de la justicia, suponiendo que no existe porque se comprende de distinto modo. Todo legislador debe esforzarse por tener de la justicia la idea más elevada y más exacta posible, y la ley debe ser la expresión del progreso de las ideas, en la medida de lo practicable.

Unido al sentimiento de justicia, y confundiéndose con él, observamos el de premiar al que cumple con sus preceptos y castigar al que los infringe; impulso que arrancando de la conciencia, se robustece y fortifica con la reflexión del entendimiento. El legislador que condena un delito y le impone una pena, parte, pues, de un principio fijo, y edifica sobre el indestructible cimiento de la conciencia y de la razón humana.

Al establecer la ley penitenciaria podrán ocurrir muchas dudas por la divergencia de opiniones, pero no equiparando el bulto de los que opinan con el peso de los que razonan, y prescindiendo de puntos de detalle que conviene mucho eliminar cuando se discuten principios, el legislador podrá hallar suficientemente probado que la pena, para ser justa, ha de reunir las condiciones siguientes:

1.ª No ser tan dura que pueda calificarse de cruel. 2.ª Ser proporcionada al delito. 3.ª Ser igual en su aplicación para todos los que son igualmente culpables. 4.ª Llevar en sí los medios de corregir al que castiga, o por lo menos de no hacerle peor de lo que es. 5.ª No tratar al penado como mero instrumento para realizar cálculos tenidos por ventajosos para la sociedad. 6.ª Ser ejemplar cuanto fuere dado en justicia.

I

La pena no ha de ser tan dura que parezca cruel.-Aquí conviene recordar lo que dejamos dicho; que siendo de todos los tiempos y de todos los países el sentimiento de justicia, varía mucho la idea que de ella se forma, según la época, el lugar y la persona que la define.

En pueblos que acababan de arrancar a la venganza privada el derecho de imponer la pena, y en que la justicia se llamaba aún venganza pública; en que las pasiones feroces se excitaban con el continuo ejercicio de la guerra; cuando las costumbres eran rudas, las ideas limitadas, las instituciones desfavorables a la clase de donde salen generalmente los criminales que se castigan, mirada con profundo desprecio por aquella de donde salían los legisladores, la pena había necesariamente de ser dura, y ha de parecernos cruel a los que vivimos en época y condiciones diferentes: como los que la hacían, la ley era sañuda y despreciadora de aquellos a quienes penaba, y creyéndolos abyectos o indignos no podía concebir la idea de corregirlos.

La reacción de este error da lugar a otro. De no ver más que el derecho de la sociedad, se ha pasado a considerar más bien el del individuo, como si no fuesen inseparables y armónicos. De no pensar en corregir, se ha pasado a corregir solamente; en no dar al penado más que lecciones, en hacer de modo que para recibirlas, sufra lo menos posible, pareciendo el ideal, que se corrija sin sufrir nada.

Al ver tan universal, tan profundo, tan desinteresado, el espontáneo movimiento de la conciencia humana, que a la vista de un crimen pide que se castigue al culpable, parécenos que la filosofía debía haber analizado ese sentimiento, y ver si arrancaba de la eterna justicia o era producto de las pasiones feroces y de la grosera ignorancia.

La conciencia universal que ha pedido siempre pena para el criminal, si no pide precisamente corrección, exige una cosa sin la cual la corrección es imposible. Hay grandes armonías en las profundidades del corazón humano; las hay entre la culpa, la pena y la corrección, que es preciso afirmarlo resueltamente, no puede existir sin la pena, sin alguna cosa que mortifique y haga sufrir.

El que es Origen de la justicia y Ordenador de la armonía, no pudo haber inspirado a las conciencias rectas el deseo de castigar al delincuente, si este castigo fuera un sufrimiento innecesario, un mal; se desea, se pide la mortificación porque sin ella no puede haber enmienda.

El que ha faltado a su deber en cosa grave, si la justicia no le pena ni su conciencia le mortifica; si puede continuar alegremente las infracciones de la ley moral, es seguro que no se corregirá. La represión de la justicia humana, el remordimiento de la conciencia, no pueden contenerle sin mortificarle. ¿Por qué se corrige el que peca? Porque le duele haber pecado. Sin dolor no hay corrección posible.

Se dice: el criminal tiene derecho a la pena, porque le tiene a la corrección; sin duda; pero es preciso añadir: tiene necesidad del dolor, y la exigencia instintiva de la conciencia humana es un elemento indispensable de regeneración.1

A veces se legisla y se filosofa acerca de los delincuentes, sin conocerlos bastante, con todos los inconvenientes de la ciencia que la experiencia desdeña. Bien está que se parta de las grandes síntesis para analizar; bien está que se vuelva a ellas después de haber analizado; pero suprimir el análisis y la observación, es tan absurdo en antropología como en cualquiera otra ciencia. No hay enmienda posible sin una reacción de la conciencia contra el mal realizado, y esta reacción no se verifica sin que un dolor venga a despertarla. Este dolor puede ser el remordimiento, lo es en algunos casos, pero no en los más; el criminal vulgar, si quedara completamente impune, si pudiera ostentar su maldad triunfante, no se arrepentiría: duele ver que el hombre llegue tan abajo, pero llega.

Podría parecer a primera vista que no hay más diferencia que el modo de expresar una misma cosa, y que viene a ser igual una pena que corrige y una corrección que pena; pero la negación del dolor como elemento indispensable para la enmienda, cuando se llega a la aplicación, a la práctica, da lugar a inconvenientes graves, porque la lógica lleva a procurar que la vida del penado recluso sea tan dulce, tan agradable como fuere posible; toda privación parece crueldad si sólo de corregirle se trata, y se puede conseguir sin mortificarle.

Al mismo tiempo que la necesidad del dolor para la enmienda, debe reconocerse la razón de que la sociedad no use con el criminal todo aquel rigor a que parece autorizarla la justicia; porque, por regla general, alguna parte tiene en el delito que castiga. Seguramente que el hombre puede y debe siempre cumplir con su deber; no hay condiciones que a faltar a él le obliguen, ni fatalidades que triunfen de una buena conciencia y recta voluntad; pero cuando las circunstancias exteriores dificultan mucho el cumplimiento de la ley; cuando fortifican los impulsos y aumenta la tentación de infringirla, la sociedad, que puede y debe mejorar estas circunstancias exteriores y no lo hace, no ha de considerarse enteramente extraña a la culpa de sus hijos, ni al penarlos olvidar que tal vez pudo haberla evitado.

Debe también tenerse muy presente que la falta de sentimiento, la insensibilidad, es en la mayor parte de los delitos una concausa; en algunos la causa verdadera de ellos. Uno de los principales objetos que se ha de proponer la pena, es hacer más sensible al penado; el sentido común lo comprende así, como lo prueba el llamar a un hombre duro e insensible como sinónimo de cruel.

En las reacciones recíprocas del hombre físico y del hombre moral, los sufrimientos materiales excesivos disminuyen la sensibilidad del que mortifican, y el excesivo rigor desmoraliza porque endurece.

Es necesario procurar que el alma del penado sienta mucho, que sienta lo más posible, lo cual no se puede conseguir si se tortura su cuerpo.

Así, pues, la pena, ni ha de usar de crueldad ni evitar todo dolor, sino tener la severidad necesaria, templándola cuanto sea posible, amor de Dios, de los hombres y de la justicia.

II

La pena ha de ser proporcionada al delito.-Parece que este equitativo principio no puede dar lugar a la manifestación de opiniones opuestas. No obstante, cuando el concepto de la pena es puramente de corrección, excluyendo toda idea de castigo, de dolor, de orden social, puede muy bien suceder en la práctica que de dos culpables que han cometido el uno un gran crimen y el otro un delito no muy grave, sea más penado el último que el primero, porque es o parece más incorregible.

Dios sólo sabe cuándo un culpable está verdaderamente corregido, cuándo siente en su corazón pena de su culpa, la detesta y hace firme propósito de enmendarse, porque comprende y acata las leyes del deber, porque quiere cumplir con lo que manda la justicia divina, no por temor a la justicia humana. Los hombres no pueden distinguir, sino muy difícilmente, el arrepentimiento verdadero del que se finge, y aunque en teoría es posible distinguirle, no en la práctica, tratándose de la mayoría de los criminales.

De esta impotencia del hombre para leer en el corazón del hombre; de esta imposibilidad de que cada penado tenga cerca de sí un filósofo, observador asiduo y competente de sus sentimientos y de los progresos que hace en el camino de la enmienda, resulta que en él no puede juzgarse más que el hombre exterior, que sólo se le aprecia por sus hechos, en la limitada esfera de acción que tiene mientras está recluso; que por su honradez legal no es posible averiguar si es moral o continúa siendo un malvado, aunque se abstenga de acciones justiciables. Todo el que ha observado de cerca muchos penados, sabe que los grandes criminales, por regla general, son mejores presos; su conducta deja menos que desear, son exteriormente superiores a los reos de delitos de poca gravedad. Los de condenas cortas, los correccionales, tienen siempre apariencia de ser los más incorregibles.

Sí, pues, sólo del individuo y de corregir se trata, no pudiendo penetrar en el corazón, y habiendo de atenerse a cierto orden de acciones, a juicios formados en una esfera necesariamente muy limitada, al hombre exterior, a la honradez legal, es indudable que la gravedad de la condena no será proporcional a la del delito. En muchas ocasiones, probablemente en la mayoría de los casos, estará en razón inversa, y los grandes malvados, que no es raro que sean grandes hipócritas y que tengan fuerza de voluntad, cuando por las apariencias de su conducta se mida su pena, ésta se abreviará y saldrán menos penados que los culpables de delitos leves, en que hay más vicio que crimen, voluntad más floja, hábito más inveterado y mal más ostensible y difícil de ocultar.

Principios hay que serían buenos para realizarse por la Omnipotencia divina, pero que son impracticables o perjudiciales aplicados por la limitación humana. Reconociéndola, no nos parece que se puede prescindir de medir el rigor de la pena por la gravedad del delito.

III

La pena ha de ser igual para todos los que son igualmente culpables.-Este es el ideal de la justicia, que no puede realizar la imperfección humana. Por recto e inteligente que sea un juez, no puede saber con exactitud si dos infracciones de la ley, exteriormente iguales, son consecuencia de depravación o crueldad diferente; la gravedad del hecho puede apreciarse bien; el grado de la culpa del agente es imposible de apreciar con exactitud. Con la pena sucede lo propio: una misma afecta y mortifica de un modo muy diverso, según la disposición moral y la resistencia física del penado.