Impresiones y paisajes - Federico García Lorca - E-Book

Impresiones y paisajes E-Book

Federico García Lorca

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Beschreibung

Impresiones y paisajes es el único libro de Federico García Lorca que no entra en las categorías de teatro ni poesía. Se articula como un libro de viajes, está escrito en prosa y aborda los viajes del joven Lorca durante los años que pasó en la Residencia de Estudiantes de Madrid, desde Ávila a Medina del Campo, Salamanca, Zamora, Santiago de Compostela, Burgos o Segovia.-

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Federico García Lorca

Impresiones y paisajes

 

Saga

Impresiones y paisajes

 

Copyright © 1918, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726479522

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

DEDICATORIA

A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular, con aire de galán enamorado y que sufría sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata Beethoveniana. ¡Era un santo!

Con toda la piedad de mi devoción.

El autor

PRÓLOGO

Amigo lector: si lees entero este libro, notarás en él una cierta vaguedad y una cierta melancolía. Verás cómo pasan cosas y cosas siempre retratadas con amargura, interpretadas con tristeza. Todas las escenas que desfilan por estas páginas son una interpretación de recuerdos, de paisajes, de figuras. Quizá no asome la realidad su cabeza nevada, pero en los estados pasionales internos la fantasía derrama su fuego espiritual sobre la naturaleza exterior agrandando las cosas pequeñas, dignificando las fealdades como hace la luna llena al invadir los campos. Hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente. En la mayor parte de las horas este algo está dormido; pero cuando recordamos o sufrimos una amable lejanía se despierta, y al abarcar los paisajes los hace parte de nuestra personalidad. Por eso todos vemos las cosas de una manera distinta. Nuestros sentimientos son de más elevación que el alma de los colores y las músicas, pero casi en ningún hombre se despiertan para tender sus alas enormes y abarcar sus maravillas. La poesía existe en todas las cosas, en lo feo, en lo hermoso, en lo repugnante; lo difícil es saberla descubrir, despertar los lagos profundos del alma. Lo admirable de un espíritu está en recibir una emoción e interpretarla de muchas maneras, todas distintas y contrarias. Y pasar por el mundo, para que cuando hayamos llegado a la puerta de la "ruta solitaria" podamos apurar la copa de todas las emociones existentes, virtud, pecado, pureza, negrura. Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas, viendo un algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de nuestros sentimientos, es necesario ver por las plazas solitarias a las almas antiguas que pasaron por ellas, es imprescindible ser uno y ser mil para sentir las cosas en todos sus matices. Hay que ser religioso y profano. Reunir el misticismo de una severa catedral gótica con la maravilla de la Grecia pagana. Verlo todo, sentirlo todo. En la eternidad tendremos el premio de no haber tenido horizontes. El amor y la misericordia para con todos y el respeto de todos nos llevará al reino ideal. Hay que soñar. Desdichado del que no sueñe, pues nunca verá la luz... Este pobre libro llega a tus manos, lector amigo, lleno de humildad. Te ríes, no te gusta, no lees más que el prólogo, te burlas... es igual, nada se pierde ni se gana... es una flor más en el pobre jardín de la literatura provinciana... Unos días en los escaparates y después al mar de la indiferencia. Si lo lees y te agrada, también es igual. Solamente tendré el agradecimiento espiritual tan fino y estimable... Esto es muy sincero. Ahora, camina por las páginas.

 

Se descorre la cortina. El alma del libro va a ser juzgada. Los ojos del lector son dos geniecillos que buscan las flores espirituales para ofrendarlas a los pensamientos. Todo libro es un jardín. ¡Dichoso el que lo sabe plantar y bienaventurado el que corta sus rosas para pasto de su alma!... Las lámparas de la fantasía se encienden al recibir el bálsamo perfumado de la emoción.

Se descorre la cortina.

MEDITACIÓN

Hay un algo de inquietud y de muerte en estas ciudades calladas y olvidadas. No sé qué sonido de campana profunda envuelve sus melancolías... Las distancias son cortas, pero sin embargo qué cansancio dan al corazón. En algunas de ellas, como Ávila, Zamora, Palencia, el aire parece de hierro y el sol pone una tristeza infinita en sus misterios y sus sombras. Una mano de amor cubrió sus casas para que no llegara la ola de la juventud, pero la juventud llegó y seguirá llegando, y sobre las rojizas cruces veremos elevarse un aeroplano triunfador.

Hay almas que sufren con lo pasado... y al encontrarse en tierras antiguas cubiertas de moho y de quietud ancestral se olvidan de lo que son para mirar hacia lo que no vendrá, y si a su vez piensan en el porvenir llorarán de un triste y amargo desencanto... Estas gentes que cruzan las calles desiertas lo hacen con el cansancio gigante de estar rodeadas de un ritmo rojo y aplanador... ¡Los campos!...

Estos campos, inmensa sinfonía en sangre reseca, sin árboles, sin matices de frescura, sin ningún descanso al cerebro, llenos de oraciones supersticiosas, de hierros quebrados, de pueblos enigmáticos, de hombres mustios, productos penosos de la raza colosal y de sombras augustas y crueles... Por todas partes hay angustia, aridez, pobreza y fuerza... y pasar campos y campos, todos rojos, todos amasados con una sangre que tiene de Abel y Caín... En medio de estos campos las ciudades rojas apenas si se ven. Ciudades llenas de encantos melancólicos, de recuerdos de amores trágicos, de vidas de reinas perpetuamente esperando al esposo que lucha con la cruz en el pecho, de recuerdos de cabalgatas funerales en donde al miedo de las antorchas se veía la descompuesta cara del santo mártir que llevaban a enterrar huyendo de la profanación mora, de pisadas de caballos fuertes y de sombras fatídicas de ahorcados, de milagros frailunos, de aparecidos blancos en pena de oraciones que al sonar las doce salieran de los campanarios apartando a las lechuzas para rogar a los vivos misericordia para su alma, de voces de reyes crueles y de angustiantes responsos de la Inquisición al chirriar las carnes quemadas de algún astrólogo hereje. Toda la España pasada y casi la presente se respira en las augustas y solemnísimas ciudades de Castilla... Todo el horror medioeval con todas sus ignorancias y con todos sus crímenes... "Aquí, nos dicen al pasar, estuvo la Inquisición; allí el palacio del obispo que presidía los autos de fe", y en compensación exclaman: "Aquí nació Teresa. Allí Juan de la Cruz"... ¡Ciudades de Castilla llenas de santidad, horror y superstición! ¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual!... Estáis tan majestuosas en vuestra vejez, que se diría que hay un alma colosal, un Cid de ensueño sosteniendo vuestras piedras y ayudándoos a afrontar los dragones fieros de la destrucción... Unas edades borrosas pasaron por vuestras plazas místicas. Unas figuras inmensas os dieron fe, leyendas, y poesía colosal; vosotras continuáis en pie aunque minadas por el tiempo... ¿Qué os dirán las generaciones venideras? ¿Qué saludo os hará la aurora sublime del porvenir? Una muerte eterna os envolverá al sonido manso y meloso de vuestros ríos, y un color de oro viejo os besará siempre bajo la fuerte caricia de vuestro sol de fuego... Las almas románticas que el siglo desprecia, como vosotras sois tan románticas y tan pasadas, las consoláis muy dulcemente y ellas encuentran tranquilidad y un azul cansancio bajo vuestros techos artesonados... y las almas vagan por vuestras callejas y vosotras, cristianas, les mostráis para que recen... cruces rotas en parajes ocultos o santos muy antiguos bizantinos, fríos y rígidos, extrañamente vestidos, con palomas torcaces en las manos, llaves de oro o custodias ahumadas, colocados en los pórticos llorosos de las iglesias románicas o en los soportales desquiciados... ¡Ciudades muertas de Castilla, por encima de todas las cosas hay un hálito de pesadumbre y de pena inmensas!

El alma viajera que pasa por vuestros muros sin contemplaros, no sabe la infinita grandeza filosófica que encerráis, y los que viven bajo vuestro manto casi nunca llegan a comprender los geniales tesoros de consuelo y resignación que tenéis. Un corazón cansado y lleno de hastío por los viejos y por el amor encuentra en vosotras la amarga tranquilidad que necesita, y vuestras noches de incomparable quietud amansan el espíritu rugiente de aquel que os busca para descanso y meditación...

¡Ciudades de Castilla, estáis llenas de un misticismo tan fuerte y tan sincero que ponéis al alma en suspenso!... ¡Ciudades de Castilla, al contemplaros tan severas, los labios dicen algo de Haendel!...

En estas caminatas sentimentales y llenas de unción por la España de los guerreros, el alma y los sentidos gozan de todo y se embriagan en emociones nuevas que únicamente se aprenden aquí, para que cuando terminen dejen la maravillosa gama de los recuerdos... Porque los recuerdos de viaje son una vuelta a viajar, pero ya con más melancolía y dándose cuenta más intensamente de los encantos de las cosas... Al recordar, nos envolvemos de una luz suave y triste, y nos elevamos con el pensamiento por encima de todo... Recordamos las calles impregnadas de melancolía, las gentes que tratamos, algún sentimiento que nos invadió y suspiramos por todo, por las calles, por la estación en que las vimos... por volver a vivir lo mismo en una palabra. Pero si por un cambio de la Naturaleza pudiéramos volver a vivir lo mismo, no tendríamos el goce espiritual que cuando lo vemos realizado en nuestra fantasía... Luego un recuerdo tan dulce de los crepúsculos de oro con álamos de coral y pastores y rebaños acurrucados junto a un altozano, mientras unas aves rasgan el bravo fondo aplanador... En estos recuerdos, adobados siempre con la rebelde imaginación fantástica, dejan un dulzor amable, y si alguien en nuestro camino recorrido nos hizo algún mal, tenemos el perdón para él y una misericordia despreciativa para con nosotros mismos, por haber albergado al odio en nuestro pecho, porque comprendemos que todo es el momento, y al mirar al mundo con un corazón generoso no se puede por menos de llorar... y se recuerda... El campo rojo, el sol es como un pedazo de la tierra... por las veredas los gañanes marchan acurrucados sobre sus bestias... unos solitarios de oro se miran en el agua melosa de una acequia... un pregón... el ángelus lejano... ¡Castilla!... y al pensar esto el alma se nos llena de una melancolía plomiza.

ÁVILA

I

Fue una noche fría cuando llegué. En el cielo había pocas estrellas y el viento glosaba lentamente la melodía infinita de la noche... Nadie debe de hablar ni de pisar fuerte para no ahuyentar al espíritu de la sublime Teresa... Todos deben sentirse débiles en esta ciudad de formidable fuerza...

Cuando se penetra por su evocadora muralla se debe ser religioso, hay que vivir el ambiente que se respira.

Estas almenas solitarias, coronadas de nidos de cigüeñas, son como realidad de un cuento infantil. De un momento a otro espérase oír un cuerno fantástico y ver sobre la ciudad un pegaso de oro entre nubes tormentosas, con una princesa cautiva que escapara sobre sus lomos, o contemplar a un grupo de caballeros con plumajes y lanzas, que embozados en capas rondaran la muralla.

El río pasa casi sin agua por entre peñascos, bañando de frescura unos árboles desmirriados, que dan sombra a una evocadora ermita románica, relicario de un sepulcro blanco con un obispo frío rezando eternamente, oculto entre sombras... En las colinas doradas que cercan la ciudad la calma solar es enorme, y sin árboles que den sombra tiene allí la luz un acorde magnífico de monotonía roja... Ávila es la ciudad más castellana y más augusta de toda la meseta colosal... Nunca se siente un ruido fuerte, únicamente el aire pone en sus encrucijadas modulaciones violentas las noches de invierno... Sus calles son estrechas y la mayoría llenas de un frío nevado. Las casas son negras con escudos llenos de orín, y las puertas tienen dovelas inmensas y clavos dorados... En los monumentos una gran sencillez arquitectónica. Columnas serias y macizas, medallones ingenuos, puertas calladas y achatadas y capiteles con cabezas toscas y pelícanos besándose. Luego en todos los sitios una cruz con los brazos rotos y caballeros antiguos enterrados en las paredes y en los dulces y húmedos claustros... ¡Una sombra de muerta grandeza por todas partes!... En algunas oscuras plazuelas revive el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en el siglo XV. Estas plazas las forman dos o tres casonas con tejados de flores amarillas y únicamente un gran balcón. Las puertas cerradas o llenas de sombra, un santo sin brazos en una hornacina, y al fondo la luz de los campos que penetra por una encrucijada miedosa o por alguna puerta de la muralla. En el centro una cruz desquiciada sobre un pedestal en ruinas y unos niños andrajosos que no desentonan con el conjunto. Todo esto bajo un cielo grisáceo y un silencio en que el agua del río suena a chocar constante de espadas.

II

La Catedral, formidable en su negrura sangrienta, cuya cabeza epopéyica tiene por cerebro al Tostado, dejó escapar la miel de sus torres y las campanas lo llenaron todo de religiosidad ideal... El interior del templo es abrumador por su sombra pasada incrustada en sus paredes y por su oscuridad tranquila, que invita a la meditación de lo supremo.

El alma que crea y esté llena de fe celestial, que sueñe en esta Catedral que levantaron aquellos reyes de hierro de una edad guerrera. El alma que vea la grandeza de Jesús que se suma en estas sombras húmedas con ojos de cirios para sentir consuelo espiritual... Así, en un rincón escuchando al mago órgano y oyendo el tintineo grave de una campanilla, podrá pensar sin ser visto y gozar de una dulzura que únicamente encuentra allí. Eso es adoración a Dios, pero nunca entre luces, trompetas y ante una estatua de colorines colocada irrisoriamente sobre un promontorio de flores de trapo... Esta Catedral hace pensar aunque el alma que pasee sus galerías esté desposeída de la luz de la fe..... Esta Catedral es un pensamiento de más allá en medio de una interrogación al pasado... El incienso y la cera forman un aire marmóreo y místico que da consuelo a los sentidos... En algunos rincones hay sepulcros olvidados con estatuas mutiladas y cuadros que son una mancha indefinida por la que asoma algunas veces una cara espantada o una pierna desnuda, como un enigma. Muchos ventanales rasgados, están cerrados a la luz y sus dibujos se recortan sobre el muro. Las lámparas de plata muestran su alma amarillenta sobre las sombras santas, y un gran crucifijo que se levanta en el crucero pone una nota de sacra albura sobre la luz cenicienta del ábside... Unas viejas con largos y gruesos rosarios suspiran y silabean tristonas junto a las pilas de agua bendita y una mujerzuca reza llorosa a una virgen que tiene un corazón de plata sobre su pecho y una fauna absurda en sus pies. Se oyen algunos pasos lejanos y después una soledad de sonidos tan angustiante, que llena de amargura dulcísima el corazón... Al salir de la Catedral, el retablo de la portada está lleno de sol de la tarde, que hace de oro a los calados y a los santos apóstoles que en él se hallan, y dos monstruos cubiertos de escamas y con caras humanas, recuerdan al que pasa el antiguo y generoso derecho de asilo... Por calles llenas de quietud y oro de crepúsculo, se desemboca en una plaza que posee una iglesia dorada que la tarde hace un inmenso topacio... Y desde un muro viejo se contemplan a los campos solitarios bajo el preludio de la noche. En el fondo y sobre las colinas, hay una lumbrada de color rojo, y encima de los campos un polen amarillento y suave. La ciudad se tiñe de color anaranjado y las campanas dicen todas el ángelus con un aire pausado y ensoñador... Poco a poco la noche va llegando, unos pinos se mecen airosos en la umbría y las cigüeñas de las murallas vuelan sobre una espadaña... Pronto el oro será plata con la luna.

MESÓN DE CASTILLA

Yo vi un mesón en una colina dorada al lado del río de plata de la carretera.

Bajo la enorme románica fe de estos colores trigueños, ponía una nota melancólica la casona, aburrida por los años.

En estos mesones viejos que guardan tipos de capote y pelos ariscos, sin mirar a nadie y siempre jadeantes, hay toda la fuerza de un espíritu muerto, español... Este que yo vi, muy bien pudiera ser el fondo para una figura del Españoleto.

En la puerta había niños mocosos, de esos que tienen siempre un pedazo de pan en las manos y están llenos de migajas, un banco de piedra carcomida pintado de ocre, y un gallo sultán arrogante, con sus penachos irisados, rodeado de sus lujuriosas gallinas coqueteando graciosamente con sus cuellos.

Era tanta la inmensidad de los campos y tan majestuoso el canto solar, que la casona se hundía con su pequeñez en el vientre de la lejanía... El aire chocaba en los oídos como el arco de un gigantesco contrabajo, mientras que al cloqueo de las gallinas los niños, riñendo por una bola de cristal, ponían el grito en el cielo...

Al entrar, diríase que se penetraba en una covacha. Todas las paredes mugrientas de pringue sebosa, tenían una negrura amarillenta incrustada en sus boquetes, por los cuales asomaban sus estrellas de seda las arañas.

En un rincón estaba el despacho, con unas botellas sin tapar, un lebrillo descacharrado, unos tarros de latón abollados de tanto servir, y dos toneles grandes, de esos que huelen a vino imposible.

Era aquello como una alacena de madera por la que hubieran restregado manteca negruzca y en la que miles de moscas tenían su vivienda.

Cuando callaban el aire y los niños, sólo se oía el aleteo nervioso de estos insectos y los resoplidos del mulo en la cuadra cercana.

Luego, un olor a sudor y a estiércol que lo llenaban todo con sus masas sofocantes.

En el techo, unas sogas bordadas de moscas señalaban quizá el sitio de algún ahorcado; un mozo soñoliento por el mediodía se desperezaba chabacano con la horrible colilla entre sus labios egipcios, un niño rubito quemado del sol jugueteaba al runrún de un abejorro; otros viejos echados en el suelo como fardos roncaban con los desquiciados sombreros sobre las caras; en el infierno de la cuadra los mayorales hacían sonar los campanillos al enjaezar a los machos, mientras allá, entre las manchas oscuras de los fondos caseros brillaba el joyel purísimo de la hornilla que daba a la maritornes boquiabierta el apagado brillo de un cobre esmaltado de Limoges.

Con la calma silenciosa de las moscas y del aire, rodeados de aquel ambiente angustioso, todas las personas dormitaban.

Un reloj viejo de esos que titubean al decir la hora, dio las doce con una rancia solemnidad. Un carbonero con un blusón azul entró rascándose la cabeza, y musitando palabras ininteligibles saludó a la posadera, que era una mujeruca embarazada con la cabellera en desorden y la cara toda ojeras...

—¿No quieres un vaso?

Y él:

—No porque tengo malo el gaznate.

—¿Vienes del pueblo?

—No. Vengo donde mi hermana, que tiene esa enfermedad que es nueva...

—Si fuera rica, contestó la mujeruca, ya el médico se la habría quitado... Ya... pero ¡los pobres!...

Y el hombre haciendo un gesto cansado repetía:

—¡Los pobres!... ¡los pobres!...

Y acercándose el uno al otro continuaron en voz baja la eterna cantinela de los humildes.

Luego los demás, al ruido de la conversación, se despertaron y comenzaron a platicar unos con otros, porque no hay cosa que haga hablar más a dos personas que el estar sentadas bajo un mismo techo sin conocerse... y todos se animaron menos la embarazada, que tenía ese aire cansado que poseen en sus ojos y en sus movimientos los que ven a la muerte o la presienten muy cerca.

Indudablemente, aquella mujeruca era la figura más interesante del mesón.

Llegó la hora de comer y todos sacaron de sus bolsas unos papelotes aceitosos y los panes morenos como de cuero. Los colocaron sobre el suelo polvoriento, y abriendo sus navajas comenzaron la tarea diaria.

Cogían los manjares pobrísimos con las manazas de piedra, se los llevaban a la boca con una religiosa unción, y después se limpiaban en sus pantalones.

La mesonera repartía vino tinto en vasos sucios de cristal, y como eran muchas las moscas que volaban sobre los pozuelos dulzones, éstas se caían a pares sobre las vasijas, siendo sacadas de la muerte por los sarmentosos dedos de la dueña.

Llegaban tufaradas sofocantes de tocino, de cuadra, de campo soleado.

En un rincón, entre unos sacos y tablas, el mozuelo que se desperezaba engullía unas sopas coloradas que la criada le servía entre risas e intentos a ciertas cosas poco decorosas.

Con el vino y la comida los viajeros se alegraron, y alguno más contento o más triste que los demás, tarareaba entre dientes una monorrítmica canción.

Y fue sonando la una y la una y media y las dos, y todo igual.