La más hidalga hermosura - Francisco de Rojas Zorrilla - E-Book

La más hidalga hermosura E-Book

Francisco de Rojas Zorrilla

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Beschreibung

La más hidalga hermosura de Francisco de Rojas Zorrilla es una comedia de tema épico sobre la independencia de Castilla, que tiene como telón de fondo la corte del rey don Sancho. La comedia a todas luces se compuso en los primeros meses de 1645, ya que el manuscrito autógrafo de la Biblioteca del Institut del Teatre de Barcelona lleva una censura de Juan Navarro de Espinosa de abril de aquel año. Tanto los testimonios manuscritos como los impresos defienden la idea de que se trata de una obra escrita en colaboración con Juan de Zabaleta y Calderón.

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Seitenzahl: 84

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Francisco de Rojas Zorrilla

La más hidalga hermosura

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: La más hidalga hermosura.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-9953-621-7.

ISBN rústica: 978-84-9816-226-4.

ISBN ebook: 978-84-9897-771-4.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Personajes 8

Jornada primera 9

Jornada segunda 45

Jornada tercera 101

Libros a la carta 141

Brevísima presentación

La vida

Francisco de Rojas Zorrilla (Toledo, 1607-Madrid, 1648). España.

Hijo de un militar toledano de origen judío, nació el 4 de octubre de 1607. Estudió en Salamanca y luego se trasladó a Madrid, donde vivió el resto de su vida. Fue uno de los poetas preferidos de la corte de Felipe IV. En 1645 obtuvo, por intervención del rey, el hábito de Santiago.

Empezó a escribir en 1632, junto a Pérez Montalbán y Calderón de la Barca, la tragedia El monstruo de la fortuna. Más tarde colaboró también con Vélez de Guevara, Mira de Amescua y otros autores.

Felipe IV protegió a Rojas y pronto las comedias de éste fueron a palacio; su sátira contra sus colegas fue tan dura al parecer que alguno de los ofendidos o algún matón a sueldo le dio varias cuchilladas que casi lo matan. En 1640, y para el estreno de un nuevo teatro construido con todo lujo, compuso por encargo la comedia Los bandos de Verona. El monarca, satisfecho con el dramaturgo, se empeñó en concederle el hábito de Santiago: las primeras informaciones no probaron ni su hidalguía ni su limpieza de sangre, antes bien, la empañaron; pero una segunda investigación que tuvo por escribano a Quevedo, mereció el placer y fue confirmado en el hábito (1643). En 1644, desolado el monarca por la muerte de su esposa Isabel de Borbón y poco más tarde por la de su hijo, ordenó clausurar los tablados, que no se abrirán ya en vida de Rojas Zorrilla, muerto en Madrid el 23 de enero de 1648.

Personajes

El conde Fernán González

García Fernández, su sobrino

García, rey de Navarra

Teresa, reina de León

Albar Ramírez

Ramiro, rey de León

Nuño, lacayo

Doña Sancha, infanta

Violante, dama

Ortuño, viejo

Flora, criada

Octavio

Soldados

Músicos

Acompañamiento

Jornada primera

(Tocan cajas, y salen por dos puertas el Rey, la Reina y acompañamiento.)

Rey Este cavado metal

que al aire anima sonoro,

Reina Este parche que es del viento

escándalo numeroso,

Rey Este gusto...

Reina Esta inquietud...

Rey Son, Señora...

Reina Son, Señor...

Rey Señas.

Reina Pregones dichosos,

Rey De que a León ha llegado

Reina Entre marciales despojos,

Rey El conde Fernán González.

Reina De Navarra victorioso.

Rey Yo os doy muchos parabienes.

Reina Yo, Ramiro, os doy los propios.

(Tocan una sordina.)

Rey Mas, ¡válgame Dios! ¿Qué escucho?

Reina Mas, ¡cielos! ¿Qué es lo que oigo?

Rey ¡Destemplado el atambor!

Reina ¡El ya alegre clarín ronco!

Rey Suenan como que suspiran.

Reina Hablan como con sollozos.

Rey ¿Quién de tan grande mudanza...

Reina la causa dirá?

(Sale Violante.)

Violante Yo solo

podré decir, que al llegar

a la vista de este heroico

palacio Fernán González,

las escuadras que de adorno

venían sirviendo a sus triunfos,

como con un alma todos,

las cuchillas de las picas

que arrimaban a sus hombros

hacia el suelo las volvieron;

y las banderas que al soplo

del céfiro eran tendidas

vagos jardines hermosos,

recogidas a sus astas

desde el limpio acero al plomo,

las que entraban como galas

ocupaban como estorbo.

Mas ya él llega y explicaros

podrá la causa que ignoro.

(Tocan a marchar.)

(Salen soldados. García Fernández, Albar Ramírez, Nuño y el Conde.)

Conde Deme vuestra majestad

su real mano.

Rey Generoso

Conde de Castilla, el suelo

no os merece a vos; más propio

descanso serán mis brazos.

Conde Ya la mayor dicha logro:

Vuestra majestad, Señora,

por el más felice abono

de mis servicios, permita

que bese el suelo dichoso

que pisa.

Reina A tan gran soldado

ese es galardón muy poco;

no estéis así.

Conde De mis dichas

ésta es la mayor que toco.

Rey Sacadnos ahora de una

duda que nos tiene absortos;

¿Por qué cajas y clarines

habiendo entrado sonoros,

al llegar a mi palacio

hicieron son lastimoso?

Conde El principio fue, Señor,

cumplir con vos, y lo otro

con la Reina, mi Señora,

a quien tengo por forzoso

que aflija.

Reina No prosigáis,

que aunque venís victorioso

de las armas de mi padre,

y aunque de Navarra el solio

fue el primer sitio que tuvo

la cuna de mi reposo,

en mi pecho eso no puede

causar el menor estorbo.

Que el pariente más cercano

de las reinas es su esposo,

y solo son naturales

del suelo, aunque sea remoto

donde reinan sus maridos

y a quien dan leves gloriosos.

Esto es en cuanto a reina;

en cuanto a esposa, me corro

de que presumáis que estamos

tan distintos, que en nosotros

quepa el número de dos,

que es entre amantes odioso.

Uno somos, porque yo

en Ramiro me transformo;

Él se ha de holgar de que el cielo

da a sus dichas estos colmos;

pues mirad cómo podré

no tener el mismo gozo.

Conde Supuesto, pues, que mi voz

no tiene ya aqueste estorbo,

este fue todo el suceso.

Rey Referidlo.

Conde Es deste modo:

llegó la hora fatal

de verse los numerosos

campos de León y Navarra

vertiendo horrores y asombros.

Dos colinas ocuparon

el uno enfrente del otro,

que con la luz de las armas

eran de diamante escollos.

Estaba la infantería

del cerro en lo más fragoso,

con las picas arboladas,

cuyos aceros lustrosos

como tan altos se veían,

imaginaron los ojos

que se habían encendido

en el Sol de llamas golfo.

Los caballos ocupaban

el sitio más espacioso,

llenos de arrogancia el pecho

y el ademán de alborozo.

Mas ¿qué mucho que los hombres

mostrasen valor heroico,

cuando los mismos caballos,

mal hallados en el ocio,

se abrasaban de tal suerte,

se encendieron de tal modo,

que pedazos parecían

de aquellos cuerpos briosos?

Empezaron a bajar

los dos campos poco a poco

de los sitios eminentes,

y fue haciéndose más corto

el espacio, que entre ellos

florido estaba y lustroso.

Pero así como el valor,

generosamente loco

y pródigo de la vida,

se miró sin los estorbos

de la distancia, se mueve

colérico y presuroso;

más quien embistió primero

con los navarros fue el polvo.

Ya un escuadrón se dispara

contra el batallón, que pronto

sale a recibir valiente

los golpes impetuosos.

Nubes de embotado hierro,

y el hueco del aire es poco

para las astas que suben

a sus regiones en trozos.

Muchos brazos logran muertes,

muchos de puro ingeniosos

malbaratan las heridas

no topando objeto propio.

Cadáveres aun no fríos

cubren el suelo, ya rojo

con su sangre, de tal suerte,

que los arpones que el corvo

arco disparó enemigo

con estallido espantoso,

no halla tierra en qué caer;

y crueles de muchos modos,

si no dan la muerte a un vivo,

son de un muerto vivo enojo.

Los cabos allí no mandan,

el consejo andaba ocioso,

todo lo hace el acaso,

todo a mi voz está sordo,

la fortuna lo guiaba

y yo lo miraba todo.

Viendo, pues, mi autoridad

baldía, y que allí supongo

por un soldado no más,

el noble bastón arrojo,

y para servir de algo

una gruesa lanza tomo.

Llego al primero que encuentro

y el duro peto le rompo,

y por la herida su alma

halló fácil desahogo.

A muchos les di la muerte,

y entrándome por un soto,

de espaldas vi un caballero

que cerca de un blanco chopo

pareció que descansaba

de los marciales ahogos;

pero apenas escuchó

el pisar fuerte y ruidoso

de mi caballo en la sangre

de que en el campo había arroyos,

cuando a mí volvió erizado

como león generoso

a quien la luz de las armas

dio de repente en los ojos.

En los arzones se afirma

de la cuja saca el corto

pie de la lanza, y la rienda

dispone al choque furioso.

Apercíbese al encuentro,

y como fieros abortos

que dentro de sus entrañas

guarda fuego escandaloso,

uno con otro embestimos

y a un tiempo vimos en trozos

divididas nuestras lanzas;

mas de la mía espantoso

se asomaba el primer tercio

al arnés templado roto

de mi enemigo a la espalda,

vertiendo sobre los lomos

del caballo tanta sangre,

que el que pareció en los tornos

hecho de plata bruñida,

fue bermellón espumoso;

mas no por eso la vida

y el valor lo dejan solo,

que vengativa su diestra

halló de la espada el pomo.

Sacamos las dos cuchillas

y al certamen riguroso

volvimos, y él esperando

con menos tino que enojo,

daba los golpes al aire,

que con ayes lastimosos

tiernamente se quejaba

a las flores, que en contorno

a nuestros valientes brazos

eran teatro oloroso.

Ambos iban ya cayendo;

pero el caballo oficioso

procuraba atentamente

el no caer de tal modo

que lastimase a su dueño,

como suele galán olmo

a quien bella vid le abraza,

que desjarretado el tronco

cae con cortés atención

de no ofender los pimpollos

de aquella planta, a quien debe

cariños afectuosos.

Así el bruto agradecido

procuraba cuidadoso

el no ofender a su dueño;

y, en fin, el uno y el otro

en el lamentable campo

quedaron rostro con rostro.

Llegó a este tiempo un soldado

infante, que codicioso

del rendido, se entregó

del cadáver al despojo.

Diligente la visera

le quitó, cuando conozco

que es Sancho, rey de Navarra,

el muerto.

Reina ¡Cielos! ¿Qué oigo?

¿Mi padre murió? ¡Mal haya

la victoria, pues la compro

con el precio de una vida

que era la luz de mis ojos!

¡Mal haya, amén, el acero

que soberbio y licencioso

se atrevió a verter la sangre

que aun va derramada adoro!

Nunca el Conde de Castilla

el bastón impetuoso

empuñara; mas ¿qué es esto?

¿Cómo la gloria interrumpo

de mi esposo con gemidos

y la estrago con sollozos?

Vuestra majestad perdone,

que es este afecto tan propio