La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - VVAA - E-Book

La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 E-Book

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Beschreibung

Alumnos jovencísimos matriculados en octubre de 1968, en una Facultad creada de la noche a la mañana. Eran los tiempos de la dictadura franquista y de enormes cambios sociales en todas partes del mundo. Desde entonces, la práctica médica ha evolucinado como de la noche al día. Tras ciencuenta años y ante la pregunta: ¿qué fue de aquellos jóvenes, hombres y mujeres que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao?, la primera generación de estudiantes nos describe, con la visión y estilo propios de cada cual, momentos políticos señalados, anécdotas hilarantes, estructuras sanitarias caídas, por fortuna, en el olvido y su propio papel en el origen de varias innovaciones médicas que hoy son de uso común. Por estas páginas desfila parte del profesorado, colegas, pacientes, personal sanitario, algún que otro jefe, y sus familias. Observamos momentos fugaces y sorprendentes de sus vidas: médico de una expedición a los Andes, prisionero por error en Siria, encarcelamientos franquistas, médico de la Armada en los 70, cantante en salas de fiestas, fresador en la siderurgia de Bolueta, observadora de Rusia en Soria, especialización en Cuba, pediatra en México, cooperante en Mauritania, senador en Madrid, y otros varios según quién hable. Nada de ello, sin embargo, supera en emoción y detalle, al relato del quehacer médico de cada cuál, a lo largo de sus vidas. La imagen global que emerge del conunto es, sin duda, más valiosa que la mera suma de sus componentes.

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LA PRIMERA GENERACIÓN

© de los autores y autoras, 2020

© La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968

Coordinación y edición: Carmen Garaizar Axpe

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A nuestras familias.

Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto, sino de cómo lo he visto.

Anton Chejov

Considerada aisladamente, una pieza de un puzle no quiere decir nada; es tan solo pregunta imposible, reto opaco.

Georges Perec (1992)

ADVERTENCIA

Índice

PRÓLOGO

ASÍ LO HE VISTO

Juan Mari Segues Arregui

LA ARTERIA UTERINA

Javier Ignacio Santolaya Jiménez

PINCELADAS

Ramón Inguanzo Balbín

ÉRASE UNA VEZ

Ramon Gascón Hierro

MEDICINA EN BILBAO

Juan Carlos Vergara Serrano

HISTORIETAS DE LA PROFESIÓN

Luis Larrea Bilbao

POR LOS CAMINOS DE CASTILLA

Ofelia Villate Pérez

TODA UNA VIDA

Begoña Pérez Huerta

SENDAGILEA NI?

Marijose Irizar Aranburu

MIS HISTORIAS

Adolfo Uribarren Zaballa

DESMEMORIA

Julián Reyzabal Sagastagoitia

UN PASEO POR MIS RECUERDOS

Carmen Orive Martínez

INFLUENCIAS DE UNA PROFESIÓN

Jesús García Bravo

SIEMPRE EN EL LÍMITE

Luis Fernando Cámara Landeta

MEDIO SIGLO HACIENDO CAMINO AL ANDAR

Elena Sánchez González

UNA VIDA OPTIMISTA

Roberto Lertxundi Barañano

UNA MONTAÑA RUSA

Mª Asun Marquiegui Candina

ECHANDO LA VISTA ATRÁS

Lola Ingelmo Rotaeche

ILUSIONES Y GIROS

María Jesús Rúa Elorduy

ENCRUCIJADA ENTRE MEDICINA INDIVIDUAL Y COLECTIVA

Celina Pereda Riguera

SEGUNDA OPORTUNIDAD

Antonio Pellico González

CRÓNICA DISCONTINUA DE UNA VIDA

José Luis Benito Muñoz

UN MÉDICO ENCARTADO

Miguel Ángel Quevedo Arechederra

COMPAÑEROS Y AMIGOS

Juan José Zuazo Cruz

LUCES, PENUMBRA Y FUTURO

Luis María Zaldumbide Cacho

RELATOS A CUATRO RUEDAS

Alfonso Grijalvo López

ESCALERAS DE MI VIDA

Javier Arrillaga Arregui

UN ANECDOTARIO MUY PERSONAL

Maite Labayru Echevarría

MIS RECUERDOS

Patxi Layuno Laucirica

ALGUNOS RECUERDOS DE OTROS TIEMPOS

María Isabel Izarzugaza Lizarraga

UNA PARTE DEL CAMINO

Roberto Candina Villar

UN VIAJE AL PASADO

José Luis Paz Díaz Romeral

NO PODÍA IMAGINAR

Teresa Artundo Ramos

MI RELATO

Koldo Apodaca Santiesteban

RETAZOS

Juan de Busturia Jimeno

LAS VERDADES DADAS, DESCUBIERTAS Y CONSTRUIDAS

Javier Laiseca Sagarduy

PRIMERA PROMOCIÓN DE MEDICINA DE BILBAO. ALGUNOS RECUERDOS Y EXPERIENCIAS

Juan Antonio Abeijón Merchan

CAMBIO DE PLANES

Amaia Sojo Aguirre

MI EXPERIENCIA PROFESIONAL

Federico Aguirre Azcuenaga

YO IBA PARA INGENIERO

Begoña Urtiaga Basarrate

ENTRAR POR LA VENTANA

Asensio Arteagoitia Aurrecoechea

REPASANDO LA VIDA

Ana Zurimendi Carril

PERIPLO VITAL

Abelardo García de Lorenzo y Mateos

MI HISTORIA PERSONAL

Bittori Astobiza Ariño

HE CUMPLIDO COMO HE PODIDO Y, NI TAN MAL

Carmen Garaizar Axpe

Nota de Agradecimiento a Carmen Garaizar

GLOSARIO

LISTADO DE AUTORES Y AUTORAS POR ORDEN ALFABÉTICO

APÉNDICE

PRÓLOGO

Hubo un momento en la historia en el que el ritmo de lo que acontecía era distinto según el lugar. Como si se tratara de compartimentos estancos. Los hechos ocurrían dominados por el ímpetu en algunos sitios, y con parsimonia en otros. Por ejemplo, desde 1915 no se fundó en el país otra universidad hasta 1968; parsimonia. Durante ese tiempo, más de cincuenta años, el mundo cambió gracias a los avances científicos y tecnológicos, la industrialización masiva, las nuevas corrientes filosóficas y culturales, las movilizaciones ideológicas de poblaciones enteras y los conflictos armados; ímpetu.

Porque aquella fue la época en la que, en el exterior ocurrieron dos guerras mundiales y múltiples revoluciones; en el interior, la denominada Guerra Civil y sus terribles secuelas. El mundo occidental vio surgir las vanguardias artísticas y de la arquitectura, nuevas y sucesivas corrientes literarias, la teoría de la relatividad, la física cuántica, la penicilina, los rayos X, el ADN, los primeros trasplantes, y tantas otras cosas.

En Bilbao, existían desde finales del siglo XIX la Universidad de Deusto, la Escuela de Ingenieros Industriales, y la Escuela de Comercio, que derivaría más tarde y en otro lugar en la Facultad de Ciencias Económicas. En 1936, el primer Gobierno Vasco fundó la Universidad Vasca, y con ella la Facultad de Medicina en el Hospital de Basurto, proyecto que quedó truncado por la guerra. Pero no fue hasta 1968 cuando crearon la Universidad Autónoma de Bilbao. Del mismo plumazo, literalmente, surgieron la Autónoma de Madrid y la Autónoma de Barcelona. Todas incorporaban, entre otros, los estudios de Medicina y la pretensión unánime de iniciarlos sin dilación. “Plumazo” y “sin dilación” nos ofrecen una idea clara de las condiciones académicas y estructurales que reinaron en los nuevos centros, aparte de las buenas intenciones, ilusión e ingenuidad.

Han transcurrido otras cinco décadas desde que la Facultad de Medicina de Bilbao se inaugurara. El aniversario, que tuvo lugar en 2018, sugiere nuevas conmemoraciones en el futuro. A propósito de ellas, algún día, alguien escribirá su historia, el trance político-académico que condujo a su creación. Lo hará, probablemente, el personal académico procedente de áreas del conocimiento como la historia o la medicina, o la sociología quizá, o bien gente experta encargada por alguna Administración Pública, un biógrafo o biógrafa rescatando a determinada personalidad ilustre del contexto docente o estudiantil, quién sabe. Pero las vivencias personales del alumnado que estrenó la institución, que superó la provisionalidad de los comienzos y el final de una etapa política tortuosa para convertirse en profesionales de hecho y de derecho, esa experiencia humana no será contada. Salvo que lo hagan ellos mismos: los hombres y mujeres de la primera generación.

Por eso estamos aquí. Nosotros, nosotras, estudiantes que inauguramos la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968, hemos querido, en este libro, relatar nuestra propia historia. Tuvimos un comienzo singular, y el tiempo transcurrido a partir de aquel momento nos permite ahora verlo con perspectiva. Crecimos y estudiamos bajo la dictadura, en una sociedad que poco después supo transformarse en democracia europea. Cuando empezamos, apenas el tres por ciento de los facultativos españoles eran mujeres. Desde entonces, han cambiado radicalmente las costumbres sociales, el sistema político y, por supuesto, la Medicina. Hemos formado parte de esos cambios, los hemos llevado a cabo. En ocasiones, incluso planificado, o solo asumido y, en otras, objetado. Cómo no, así somos.

Nuestras historias personales celebran el microdetalle y no tanto la macrohistoria, la experiencia individual por encima de la situación externa, quizá más objetiva. Cada autor o autora aporta su propio enfoque y estilo narrativo, pero hemos tratado siempre de contestar a la misma pregunta: ¿qué fue de aquellos jóvenes, hombres y mujeres, que estrenaron la Facultad hace cincuenta años? Por estas páginas desfila parte del profesorado, colegas, pacientes, personal sanitario, algún que otro jefe (rara vez jefa), y nuestras familias. Hemos compartido recuerdos y reflexiones, críticas, agradecimientos, ironía y bastante humor.

Lectores desprevenidos, cuidado, no encontraréis aquí uniformidad. Fuimos un colectivo hasta cierto punto heterogéneo, pero teníamos en común la juventud, con toda su carga de entusiasmo, idealismo y esperanzas, y un espíritu crítico nada desdeñable. Carecíamos de una tradición, faltaban las generaciones anteriores de estudiantes que nos habrían permitido ver a dónde se llegaba según de qué manera. Lo inventamos sobre la marcha. Todavía se perciben, en estas páginas, visiones distintas del pasado, lo mismo que diversidad de puntos de atención, anclajes emotivos y límites temporales al contar nuestras propias vidas.

No hablamos, sin embargo, todas las personas de aquella generación. Echamos en falta a tantísimas que empezaron la carrera el mismo año, pero que tomaron luego otros caminos. Recordamos también a otras muchas cuyas vidas se truncaron antes de tiempo; su memoria ha aflorado, más si cabe, en nuestros corazones al revivir el pasado. Y, por último, enviamos desde aquí un abrazo a los compañeros y compañeras que por razones diversas no han participado en este proyecto; forman parte de nuestra memoria colectiva y esperamos que disfruten con la lectura que les ofrecemos.

Ahora nos asomamos a una nueva era, los tiempos cambian, una vez más. La genómica, la medicina regenerativa, el trabajo en red, los macrodatos y la inteligencia artificial terminarán transformando la relación médico-paciente, el sistema sanitario, la economía y la política. Pero nuestra generación no participará en esa historia. Hemos efectuado el relevo, y con ello transferido también la pasión, la energía y la voluntad que volcamos durante medio siglo en procurar la salud para la población y la felicidad para nuestros seres queridos.

Estos testimonios recapitulan nuestras vidas. Con ellas hemos tejido una trama que emplaza a futuros historiadores, cronistas sanitarios o académicos. Así hemos vivido. Protagonistas de nuestro quehacer, testigos de nuestra realidad. Dejamos constancia.

La primera generación

ASÍ LO HE VISTO

Juan Mari Segues Arregui

Me había examinado de la reválida de preu en Sarriko, en junio de 1968, y me matriculé en la nueva Facultad de Medicina de Bilbao, que iba a impartir sus clases en el edificio de la antigua Escuela de Náutica. El contenido del curso, Selectivo de Ciencias, tenía que ver más bien poco con lo que se suponía que era estudiar Medicina, resultaba un tanto inquietante. Esta sensación se mantuvo hasta que, en segundo, pasamos a Basurto.

Distribuidos según apellidos, los primeros colegas que recuerdo son Enrique Zabalo, Luis Zaldumbide, Amaya Sojo, Gloria Saitua, Javier Santesteban, Javi Viu, Juanan Unzueta, Uriarte, Zuazo, Maite Urizar y tantos otros que vienen a la memoria más o menos vagamente.

En conjunto, empleé siete años en terminar la carrera. Los primeros cursos tuvieron para mí una marcha bastante fluida. No tanto, los siguientes. A partir de 4.º ya hubo diversos trompicones, lo que hizo que tuviese bastante relación con los compañeros de la segunda promoción pues algunas materias se impartían en Basurto y otras en Lejona.

Visto cincuenta años más tarde, pienso que en la carrera había un grado de exigencia exagerado para asignaturas como las dos Anatomías, que se impartían con una minuciosidad en los detalles casi ridícula, al tiempo que materias tan esenciales como Fisiología o Patología General recibían una atención mucho más floja, o al menos me lo parecía a mí.

De lo que estudié en la carrera, pienso que lo que me ha resultado más útil luego ha sido lo que aprendí en el Guyton, en el Farreras y en el Harrison, aunque en general los exámenes se preparaban a base de apuntes.

Creo que hubiese estado muy bien haber estudiado algo que se podría designar como “Evolución biológica y Medicina” o “Selección natural en relación a la salud y la enfermedad”, o algo parecido. Pienso que esa ausencia es un déficit importante en la formación del médico general y que la comprensión de la patología humana mejoraría mucho aplicando este punto de vista al ejercicio médico.

En septiembre de 1975, conseguí aprobar, por fin, las dos últimas asignaturas que me quedaban, creo que eran “Higiene” e “Historia de la Medicina”.

Llegar a Bilbao en 1968 supuso para mí estrenar una vida con mucha más libertad de la que hasta entonces había conocido. Al margen de la carrera, me trajo nuevas amistades, nuevas aficiones, nuevas experiencias y menos controles, por mucho franquismo en vigor que siguiera habiendo.

Uno de los problemas que, quienes veníamos de fuera de Bilbao teníamos que solucionar, era el de buscarnos un sitio para vivir. Creo que probé de todo; pensión, completa y parcial, Colegio Mayor, múltiples pisos compartidos, etc. Calculo que cambié diez o doce veces de domicilio durante los años de la carrera.

Hay una serie de flashes memorísticos, poco o nada relacionados con la carrera en sí, que se me hacen presentes casi automáticamente cuando rememoro aquellos años: las Olimpiadas de México que veíamos en la televisión (Bob Beamon, Lee Evans, Tommie Smith, John Carlos, Fosbury); Ronnie Allen y el Athletic de la época: Iribar, Argoitia, Arieta, Uriarte, Igartua…; los libros de Castilla del Pino, Piaget, Marcuse, Erich Fromm, Wilhelm Reich…; las sesiones dobles del cine Deusto: un espagueti Western más una de Alberto Sordi o Ugo Tognazzi; la cantidad de Ducados o Celtas, según disponibilidad económica, que fumábamos; las Centraminas que permitían superar algunos exámenes casi memorísticos; las duchas públicas de Atxuri; el juicio de Burgos; los partidos de pala del Deportivo (Iturri, Beitia, Alsua, Ipiña, Begoñés VII), a las que iba casi siempre con Santesteban; las películas en el cine Urrutia (con Vito Postigo) que tenían títulos más o menos extravagantes y que con cierta grandilocuencia se llamaban de Arte y Ensayo; el atentado contra Carrero Blanco; la revolución portuguesa, la ejecución de Puig Antich y Heinz Chez, algunos ligues que no estuvieron mal y otros más bien chapuceros.

Mis dos mejores amigos durante esos años fueron Javier Santesteban y Vito Postigo. Dos personalidades muy diferentes con varios rasgos idénticos. Ambos consideraban la libertad individual el valor máximo y disponían de un radar sensitivo exquisito para detectar intromisiones autoritarias en su vida. Aceptaban argumentos que les contradijeran, pero no órdenes sin justificación convincente.

Tanto el uno como el otro disfrutaban de la ironía, de los dobles sentidos, por supuesto sin autoexcluirse del toma y daca. Creo que estarían de acuerdo si digo que la interacción humana deseable requiere un cierto desarme personal, y una aceptación de la frivolidad amigable porque si no, lo único que queda es una fría burocracia, no una relación humana digna de ese nombre.

Santesteban apreciaba particularmente los maravillosos inventos verbales de Tip y Coll: ningüino, Waternón, cientrífico, almañil, hidrocanguro, abdominable.

De la gente que he llegado a conocer, Santesteban, “Barrymore” como le llamábamos, era, por decirlo austeramente, casi perfecto, casi no tenía defectos. Por supuesto, era despistado, manirroto, desordenado, a veces tozudo y otras cascarrabias, pero en lo que cuenta de verdad, en lo que puntúa como ser humano, simplemente no tenía rival.

Se casó con una compañera nuestra, Miren Arzak y tuvieron una hija.

Murió en accidente de tráfico cerca de San Sebastián. No pasa un día sin que me acuerde de él.

Terminada la carrera, hice cosas bastante heterogéneas: trabajé como médico rural, fui médico en una expedición de montaña en los Andes y tuve que hacer la mili normal porque había suspendido el examen para milicias que se hacía en el cuartel de Garellano.

Me presenté al examen MIR y decidí hacer Ginecología en San Sebastián. He trabajado en la especialidad, en diversos ambulatorios y hospitales y, principalmente, en mi propia consulta en mi Azpeitia natal.

Me casé en 1983 y tengo una hija y un hijo, ninguno de los cuales ha sentido interés profesional por la Medicina. Ambos han preferido carreras técnicas.

He tenido gran afición por el ciclismo durante todos estos años, como espectador y como practicante. Mis recuerdos ciclistas están en el Tourmalet, Aubisque, Puy de Dôme, Ventoux, Galibier, Stelvio, Tre Cime di Lavaredo, cimas históricas del Tour y del Giro que, sin ánimo de fanfarronear, he podido subir en bici.

Si me pongo a pensar en lo que era esperable en la época de la carrera y lo que he visto después, la sensación que predomina es el asombro. Quién hubiera dicho en 1968 que en los siguientes cincuenta años:

• No iba a haber una guerra nuclear

• La URSS iba a desaparecer, casi sin violencia.

• La guerra de Vietnam se iba a resolver, lo mismo que el apartheid sudafricano.

• Las dictaduras del sur de Europa, España, Portugal, Grecia iban a ser sustituidas por regímenes más o menos imperfectos, pero democráticos, y lo mismo iba a pasar con la mayoría de las espantosas dictaduras militares latinoamericanas.

• Iba a haber mejoras radicales en la expectativa de vida, mortalidad materno-infantil, desnutrición, …

• Se podría acceder a lo mejor de la cultura universal de forma casi inmediata, casi sin costo, gracias a la revolución tecnológica. Las trabas políticas, sociales y económicas en el acceso al conocimiento dejarían de suponer un obstáculo insuperable.

• Tampoco me habría imaginado en 1970 que cincuenta años más tarde el papel de las religiones en los conflictos humanos sería tan crucial como es hoy en día.

Hay otro cambio notable, a mi modo de ver muy deprimente respecto a lo que era habitual entonces. Me refiero a la censura. En mi recuerdo, la censura siempre era considerada como algo completamente reaccionario y antagónico con el progreso, el refugio de quienes no tenían argumentos racionales que aportar. Nunca se calificaría de “problemática”, como se dice ahora, la expresión pública de ideas u opiniones discrepantes de la ortodoxia, por muy “ofensivas” que pudieran resultar. Estar a favor de la censura equivalía a ser un carca químicamente puro. Esto ya no es así hoy en día. Con la coartada de no causar inseguridad, discriminación, desagrado o cualquier molestia, o con la excusa del “derecho a no ser ofendido”, las diferentes ortodoxias generan limitaciones catastróficas para la libertad de expresión. El derecho a expresar públicamente las ideas se elimina del espacio público. Es inaudito que una diferencia de opinión sea denunciada como una transgresión moral.

Haber sido testigo de las horrendas guerras y limpiezas étnicas en la antigua Yugoslavia en los años 90, y luego en Ruanda, nos obligan a tener muy presente que el tribalismo humano y su potencialidad criminal son un riesgo permanente, como hemos podido constatar durante decenios con el cruel, estúpido y reaccionario terrorismo autóctono.

Cuando miro hacia atrás me veo acertando a veces, y equivocándome otras; tengo la impresión de que, en ocasiones, pude hacerlo mejor y que, en otras, no lo hice mal del todo. No estoy orgulloso de toda mi actuación, pero, hechas las sumas y las restas, estoy conforme con mi recorrido personal.

Ante las perplejidades con las que uno se va encontrando a lo largo de la vida, para mí ha sido importante la búsqueda de las ideas que posibilitan entender la realidad y, asimismo, el esfuerzo por adquirir los antídotos racionales que permiten contrarrestar el poder de las idolatrías de nuestro tiempo. He creído hallarlos en los libros de Leszek Kolakowski, Isaiah Berlin, Steven Pinker, Leda Cosmides, Richard Dawkins, Pascal Bruckner, François Furet, Joanna Williams y, afortunadamente, muchos otros.

Sería arrogante afirmar que uno dispone de un vademécum de validez universal para la buena vida, pero si pudiera escoger qué elementos son indispensables para ello, en mi lista no faltarían los siguientes:

• Un cierto estoicismo ante las alegrías y los infortunios.

• Una decidida oposición a cualquier tipo de matonismo, independientemente de cómo se camufle.

• Simpatía por quien mantenga el sentido del humor y “la risa que no hiere” (F.J. Irazoki).

• Admiración por quien logre una buena combinación entre ingenuidad, bravura personal y curiosidad.

Mi aspiración más profunda es que estos elementos indispensables me acompañen hasta el pitido final.

Mientras tanto, hay que seguir atentos a la jugada y abiertos a la conversación: la cosa sigue siendo interesante.

LA ARTERIA UTERINA

Javier Ignacio Santolaya Jiménez

Primavera del 68. En París, los estudiantes retorcían su mundo intentando cambiarlo con nuevas ideas, feminismo, ecologismo, libertad sexual... La República temblaba. Nosotros, boquiabiertos.

Yo era un imberbe de diecisiete años recién cumplidos. Todo mi empeño era hacerles creer a mis padres que, al acabar el preu, lo mío por la Medicina venía de lejos. En realidad, lo que quería hacer, era salir de casa y, entre otras cosas, pasarlo bien. Por eso, mi objetivo consistía en convencerles de que Valladolid era mi destino.

Allí estaba mi hermano acabando la carrera de médico y el esfuerzo económico que la familia había hecho con él fue enorme, por lo que mis padres, imagino, se inquietaban ante la posibilidad de que otro hijo estudiara fuera de casa.

Afortunadamente para ellos, y también para mí, en esos días se creó la Facultad de Medicina de Bilbao y en octubre del 68 estaba recibiendo mis primeras clases en el edificio de la Escuela de Náutica. en la calle Botica Vieja junto al puente de Deusto. Mi turno de clase era el último de la tarde por la S de mi apellido, ya que nos agrupaban por orden alfabético, y la verdad es que durante aquellas tardes empecé a beber de la vida. A veces en sentido literal; cerca de allí, en el bar Gallastegui nos daba tiempo para socializarnos y, lo más importante, iniciarnos en el mus. Algunos, sin modestia alguna, acabamos siendo auténticos musolaris del juego. El horario vespertino me permitía trasnochar y prolongar a veces nuestras juergas nocturnas.

Las asignaturas, por lo demás, sencillas porque la Física, Química y Matemáticas eran un poco más complicadas de lo que yo había estudiado en preu. Eso sí, la cuarta asignatura, la Biología, que impartía el profesor Cebreiro, dueño de la farmacia de Colón de Larreategui, me acercó a la doble estructura helicoidal del ADN y a sus bases nitrogenadas, adenina, guanina, timina, y citosina. Todo un descubrimiento.

Para el segundo curso de Medicina se había construido un pabellón en el Hospital de Basurto. Allí dábamos Bioquímica y fue cuando comprendí el ciclo de Krebs y que, gracias a él, se podía entender cómo ante una privación de hidratos de carbono el organismo quemaba grasas. El Dr. Atkins se me adelantó en el tiempo al llevar a la práctica su famosa dieta cetogénica y, de paso, se hizo de oro.

Las prácticas de Anatomía no tenían precio. La primera promoción fuimos unos afortunados al ser los primeros en poner nuestras inexpertas manos, armadas de bisturí, y guiadas por los consejos de nuestros sabios profesores, sobre cadáveres recién donados a la Facultad. Nos enseñaron el respeto por ellos.

Llegado el día del examen, la prueba consistía en que, mientras el profesor Lara introducía una pinza en las diversas estructuras de las entrañas del cuerpo, ir nombrando sin género de duda y a la mayor brevedad posible el elemento anatómico del que se trataba. En mi caso me tocó vérmelas con un cadáver que todos nosotros recordaremos por sus tatuajes sui géneris. El examen iba muy bien hasta que en un momento dado el profesor pinzó una estructura filiforme y más bien tortuosa que yo enseguida interpreté como la “arteria uterina”. El profesor Lara se estremeció e, inmediatamente, con la misma pinza agarró el pene del sujeto y me dijo:

—¿Y esto?

No sabía dónde meterme. Él pálido, yo rojo intenso. A partir de ese momento continué el examen sin el más mínimo fallo solo para sacar un aprobado raspado. Ni tan mal. Picado como andaba me pude resarcir en Anatomía II, con una matrícula de honor. Por cierto, la que sí tenía arteria uterina era el cadáver femenino de al lado, que había gestado en vida y de ahí la tortuosidad de las arterias de su útero y de mi equivocación.

En aquellos días, cuatro o cinco de nosotros estudiábamos en la “Universidad Zabalburu”. Se trataba del piso de los padres de un colega, que tardaron tres o cuatro años en ocuparlo, y mientras tanto se convirtió en nuestro particular lugar de estudio. Nos habíamos hecho con un par de calaveras y con un calcetín del osario, que contenía todos los huesecillos del pie. Lo reconstruimos hueso a hueso y lo barnizamos. Nos quedó un pie tridimensional fabuloso y, además, pensábamos sinceramente que estaba mucho mejor con nosotros que bajo la lluvia y la humedad del triste osario. ¡Qué afortunadas las nuevas generaciones de médicos que con imágenes virtuales 3D no tienen que meterse en aquellas aventuras!

En nuestra particular universidad había muy buena voluntad de estudio, pero a veces iniciábamos la tarde o la noche con los libros, y si alguno tenía la maquiavélica idea de sacar el mazo de cartas…, jugando, jugando, nos daba el alba. En otras ocasiones manteníamos charletas pseudofilosóficas sobre la “vida” que nos enriquecieron a todos.

Otros momentos universitarios importantes fueron los que pasé en el pabellón Gurtubay con el doctor D. Manuel Hernández, cátedro insigne que imponía mucho respeto. Eran momentos de un aprendizaje intensivo pero inquietantes para algunos de nosotros por la presencia del tan respetable catedrático. En mi caso, además, tenía la obligación de hacerlo bien, ya que mi hermano Chechu era médico adjunto de Pediatría. Sin embargo, aquel año, se cruzó en mi vida universitaria el servicio militar obligatorio, lo cual acortó mucho el tiempo requerido para preparar las diez asignaturas del 6.º curso. Como consecuencia, mi examen oral de Pediatría fue malo de solemnidad. Me examinó el Dr. Joseba Gárate, que lo pasó peor que yo preguntándome cosas sencillas para, al final, poder aprobarme por los pelos. Afortunadamente, el “honor” de la familia quedó a salvo porque mi futura mujer, de la siguiente promoción, obtuvo matrícula de honor en el examen, también oral, de Pediatría.

Y ya que menciono a mi hermano, el doctor José María Santolaya, (Chechu para la familia, para los amigos y para los no tanto) fue el profesor elegido para acompañarnos y “supervisarnos” en el viaje de fin de carrera a París y Bruselas. Chechu era seis o siete años mayor que nosotros, vestía muy bien, buen orador, que nos daba excelentes clases de Neuropediatría, y creo que era un tío guapo, a juzgar por lo que yo veía en algunas miradas de mis compañeras de la Facultad. Yo me sentía muy orgulloso.

Llegados a este punto familiar, con la carrera acabada en el año 74, me casé en el 75. En esa época nos casábamos muy jóvenes. Lo hicimos en la iglesia de la Virgen del Coromoto, en Caracas, Venezuela, ya que los padres de Manuela, mi mujer, llevaban muchos años trabajando allí, y prácticamente toda mi familia política se encontraba por esos lares, así que nos pareció oportuno y hasta exótico.

Después de la boda y el inolvidable viaje por el mar Caribe volvimos a Bilbao el día en el que murió Franco.

Durante los siguientes cuatro años tuvimos a nuestros dos primeros hijos. En medio de la vorágine de nuestra formación en Cruces, la de mi mujer en Anestesia y la mía en Pediatría, nació nuestro segundo hijo en Caracas, y ya que estábamos, se nos ocurrió acercarnos al Ministerio de Sanidad para ver si tendríamos en Venezuela, una oportunidad laboral. La verdad es que a poco más no nos dejan salir de allí porque a mi mujer, que estaba todavía en la mitad de su formación como anestesista, le echaban los tejos por todas partes para que se quedara en el país y comenzara a trabajar al día siguiente. Está claro que necesitaban anestesistas. El que yo fuera “casi pediatra” no les impresionaba mucho, la verdad. Pero, bueno, también me ofrecieron trabajo. ¿Qué hubiera sido de nuestra vida de haber aceptado aquellas proposiciones?

La razón por la que me decanté por la Pediatría fue por una cuestión de brevedad y de olores. Me explico. A comienzos del año 75 tuve la oportunidad de hacer prácticas como médico generalista en el pabellón Revilla del Hospital de Basurto con los doctores Franco y Sádaba. Pocas veces vi tanta dedicación y tanto cariño en el desempeño de la profesión.

El pabellón estaba repleto de pacientes mayores, en salas de mujeres y hombres con camas corridas con poca intimidad, pero me resultaba muy arduo realizar aquellas historias clínicas, exquisitas, pero interminables en sus antecedentes familiares y personales. Y sobre todo el hecho de que cuando pasábamos visita al levantar la sábana de los pacientes se impregnaba el ambiente de olores corporales indescriptibles, a pesar del mucho celo que las monjas del pabellón ponían en la limpieza de los pacientes.

Ya siento comentar estas miserias, pero decidí irme al otro lado, a la Pediatría. Los niños tienen en general una historia clínica muy escueta y unos olores muy elementales, perfectamente asumibles. Lamento haber sido tan tontamente exquisito, en una época en la que no tenía ningún motivo para serlo. Mis orígenes humildes, de barrio obrero de Bilbao al borde de la ría, mis clases prácticas de Anatomía y las prácticas de quirófano no me lo tenían que haber permitido, pero así fue, tal cual lo relato.

Siempre agradeceré al servicio de Pediatría de Cruces del Dr. Rodriguez Soriano y a todos sus jefes clínicos, adjuntos, a mis compañeros de residencia, al personal de enfermería y auxiliares, la excelente formación pediátrica que recibí de todos ellos.

Al acabar la residencia, años 79-80, había alguna oportunidad de obtener una plaza de adjunto en Cruces, pero la verdad es que no me veía allí el resto de mi vida laboral.

Durante los siguientes años acumulé varios puestos de trabajo de Pediatría en la “calle”. Entre los años 80 y 90 fui pediatra de Osakidetza en el Ambulatorio de San Vicente, en Barakaldo, de 3:00h a 5:00h de la tarde. Todavía me resulta imposible creer que en ocasiones “viera” a más de cincuenta niños en ese par de horas. Aquellos años nos reuníamos varios médicos antes de pasar la consulta, en el bar Stop, para tomarnos un café y así poder enfrentarnos a la ingente tarea. De ese grupo salió un eminente Consejero de Sanidad del Gobierno Vasco con el que litigaba por jugar a las máquinas de “petacos” unos minutos antes de empezar con la vorágine de la consulta.

Hacia el año 80 se creó el centro de ASPACE (Asociación de Atención a las Personas con Parálisis Cerebral) en unas lonjas del barrio de San Ignacio, y allí ejercí como director médico unos cuatro años gracias a mis conocimientos de Neuropediatría que había adquirido durante el último año de mi formación, con el doctor José María Prats.

El centro ofrecía asistencia a cerca de cuarenta chicas y chicos que tuvieran un aceptable rendimiento cerebral y así poderles ofrecer Fisioterapia, Logopedia, y Psicología, además de actividades docentes, según sus capacidades.

La Asociación había luchado mucho por la inauguración de este centro y yo me vi en la necesidad de decidir qué niños cumplían o no con los criterios de ingreso. Fue muy frustrante para muchas familias el que no se admitiera a sus hijos y muy duro para mí ejercitar esa función discriminativa. Mi compromiso con los chavales fue máximo y vivir la ilusión con la que acudían a las aulas me enriqueció muchísimo, tanto personal como profesionalmente. Fueron cuatro años inolvidables.

También hacia el año 80, y por si me parecía poco, inicié una consulta privada de Pediatría, a partir de las 5:30 de la tarde, en la calle Rodríguez Arias, conjuntamente con los Dres. Apodaca, ginecólogo, y Cenicacelaya, otorrino.

La consulta privada no era un dios menor como se ha podido pensar. Un buen día, a media tarde, me llamó una amatxu de Balmaseda diciéndome que su bebé hacía extraños gestos con los brazos, echándolos hacia adelante de una forma rítmica. Al cabo de una hora estaba en mi consulta, y pude apreciar los espasmos salutatorios del bebé, por lo que sospeché un Síndrome de West, una encefalopatía severa de mal pronóstico. Una hora más tarde, un electroencefalograma realizado en otra consulta privada confirmaba su hipsarritmia, y otra hora después estaba en Cruces en manos de una neuropediatra compañera de promoción, la doctora Rúa, quien le administró ACTH y dipropilacetato de sodio, “a chorro”, un avance terapéutico propio de la unidad de Neuropediatría de Cruces en esos días, del que se benefició la pequeña. Con lo que el bebé, que tenía un pésimo pronóstico de deterioro cerebral brutal e inmediato, además de epilepsia incontrolable, a día de hoy y gracias a una rápida actuación de todos los involucrados, se ha convertido en una excelente periodista de nuestro medio. Y todo porque su ama me dijo por teléfono hace treinta y cinco años “Qué graciosa la niña, mira como saluda.”

Desgraciadamente para mí, en aquellos tiempos no existían las incompatibilidades que habrían impedido complicarme tanto mi vida laboral, ni tampoco era egoísmo lo que me inducía a acaparar tanta tarea. Sinceramente, pienso que los trabajos no estaban bien pagados, y de ahí el acúmulo laboral, mío y de muchos de mis colegas que nos ganábamos la vida “en la calle”.

El 30 de junio de 1982 se publicó la Ley de Salud Escolar del Gobierno Vasco, que permitía al Ayuntamiento de Bilbao ejercer determinadas tareas sanitarias en los cincuenta colegios públicos e institutos de Enseñanza Secundaria de la Villa, como exámenes de salud, vacunaciones y sobre todo actividades de educación sanitaria con programas específicos en nutrición, pubertad, sexualidad, higiene personal, reanimación cardio-pulmonar, controles de niños de riesgo, escuelas de salud para madres, padres y maestros. En ese tiempo las actividades de promoción de la salud versus actividades clínicas tenían las de perder, por motivos claramente presupuestarios, por lo que tengo que agradecer al jefe de los Servicios Médicos del Ayuntamiento, el Dr. Juan Gondra, su decidida apuesta por la Educación para la Salud de la Inspección Médica Escolar (IME).

Me ofrecieron la posibilidad de ser el responsable del programa. Acepté, y años más tarde obtuve la plaza por oposición.

Formar parte de la Sección de Salud Escolar del Ayuntamiento de Bilbao, antigua IME cuyos primeros pasos se remontan a 1919, fue todo un honor para mí y, sin duda, para el grupo de profesionales, médicos, diplomados en enfermería, psico-pedagogos y administrativos, que tuve la suerte de dirigir.

Mis predecesores se las tenían que ver con enfermedades muy severas de la época como desnutrición, raquitismo, tuberculosis, fiebre tifoidea, entre otras. A destacar, el empuje y la determinación del Doctor José F. Hermosa con la IME. Sus memorias anuales de la actividad médico-escolar de 1920 a 1937 con sus precisos detalles en su lenguaje cervantino no tienen desperdicio.

Eso sí, hacia el año 84 dejé ASPACE y en el 90 abandoné la plaza de Pediatría del Ambulatorio de Osakidetza, con lo que me centré en mi trabajo Municipal de Salud Escolar.

En aquella época, nueve años después de mi segundo hijo, nació el tercero. Desde luego debí de llevar una mala vida porque ninguno de ellos quiso ejercer la profesión de Medicina; éste (el tercero, Daniel) hoy en día nos echa en cara que no lo empujáramos en esa dirección. En cambio, con mis nietos, he cambiado de actitud y les voy inculcando la afición jugando con el fonendo en mi despacho.

Aunque tan mala vida, la mía, no sería, porque, aun con todo, tuve tiempo para darle a la bolita de golf y llegar a hándicap 7.5, que no está nada mal, modestia aparte.

A los sesenta años me prejubilé de mi puesto en la Dirección de Salud Escolar Municipal y continué con mi consulta pediátrica privada unos cinco años más, a pleno rendimiento, y en los últimos tres años sigo con ella al trantran, lo que me sirve de entretenimiento y de puesta el día en mi actividad pediátrica.

La vida nos ha ido poniendo obstáculos que, afortunadamente, hemos podido solventar. Mi mujer a los cincuenta años superó un carcinoma mamario in situ con la inestimable ayuda de la Dra. Pilar Utrilla y de la Dra. Carmen Camarero en el diagnóstico y del Dr. Juan Ron en lo quirúrgico, y yo no me libré de un carcinoma rectal diagnosticado por el Dr. Barturen, que se solventó con microcirugía endoscópica transanal (T.E.M.) gracias al Dr. Ayestaran, en el Instituto Oncológico de Donosti, hace unos quince años.

En el momento de redactar estas líneas tenemos a la abuela materna de noventa y cuatro años ingresada con una isquemia periférica. Algo hemos debido de hacer bien, en cuanto a valores inculcados a nuestros hijos, porque sorprende ver cómo se “amontonan” para cuidarla y poder estar con ella.

Por lo demás la vida sigue, afortunadamente.

PINCELADAS

Ramón Inguanzo Balbín

1

Cuando me propusieron escribir algo sobre mi época de estudiante, lo primero que me vino a la mente fue echar mano del diario que por entonces escribía y aún conservo; leyéndolo recordé la excursión que hicimos al Gorbea en el otoño de 1970.

Todo empezó cuando el Dr. Juan Domingo Toledo y Ugarte, a la sazón profesor encargado de la asignatura de Histología, que además de anatomo-patólogo en el hospital de Basurto era asesor médico de la ENAM (Escuela Nacional de Alta Montaña), nos propuso hacer un cursillo de iniciación al montañismo. Nos dio una charla sobre orientación en montaña, alimentación, equipo, etcétera y, posteriormente, organizó dos excursiones: una al Gorbea y otra a Urkiola; recuerdo que en ambas nos hizo muy mal tiempo. En la fecha citada, los otrora “cursillistas”, ya sin la tutela del Dr. Toledo y capitaneados por Luisfer Cámara Landeta y sus amigos de Basauri, entre los que creo recordar se encontraba Juanan Unzueta, nos lanzamos un 24 de octubre a las tres de la tarde a la estación de Atxuri. A Zeanuri llegamos con el autobús de Arratia, y desde allí, en una tarde soleada y clara, subimos al refugio del Club Baskonia.

La noche nos pareció espléndida: a la puerta del refugio, lejos del alcance del abundante humo que reinaba en la cocina, disfrutamos viendo la Osa Mayor, la Polar, y veloces estrellas fugaces cruzando el negro cielo. Cenamos abriendo brecha con una reconfortante sopa caliente. A los postres, chistes, juegos y canciones; éstas continuaron en el bosque contiguo, pero el intenso frio nocturno nos metió de nuevo en el refugio. Nos acostamos tarde.

Amanecimos a eso de las diez, y una hora más tarde, junto con algunos compañeros de 2.º de carrera que se nos unieron, iniciamos la ascensión a la cruz. Estaba nevada, y al llegar a ella nos retratamos, como resulta preceptivo. Gracias a ello puedo recordar a gran parte de los asistentes: además de Luisfer y Juanan, Koldo Apodaca, Verónica Nebreda, Begoña Agara, Celia Elu, Florentino Gómez, Isabel Izarzugaza, Garbiñe (no recuerdo su apellido, pero creo que era de la cuadrilla de Roberto Lertxundi), Tina (pareja de Juanan) y yo. El fotógrafo tal vez fue Juan Busturia. La vista desde la cumbre era magnífica.

Bajamos patinando tumbados en los anoraks mientras otros nos arrojaban bolas de nieve. Luego, al llegar a la campa de Arimegorta nos tumbamos exhaustos en el césped.

A eso de las ocho y media de la noche estábamos de regreso en Bilbao, y algunos fuimos a misa de nueve, pues era domingo y entonces todavía éramos cristianos practicantes.

Después hicimos un par de excursiones en las que faltaron algunos de los pioneros del 24 de octubre; pero la defección fue compensada por la incorporación de alumnos de la segunda y tercera promoción. La actividad aumentó, y se hicieron excursiones regularmente casi todos los domingos (excepto en los periodos de exámenes), e incluso grandes expediciones al Pirineo o Picos de Europa al comienzo del verano, creándose así el Grupo de Montaña de la Facultad de Medicina, que llegó a ser dotado con presupuesto por la Universidad, lo que nos permitió adquirir material deportivo, como tiendas de campaña, piolets, cuerdas de escalada, etc.

2

Era una tarde gris de invierno de finales de 1975, o tal vez de principios de 1976. Roberto Candina y yo, como residentes de primero de Cardiología, rotábamos por el servicio de Medicina Interna de la Ciudad Sanitaria Enrique Sotomayor, más conocida popularmente como Hospital de Cruces. Nuestros adjuntos tutores eran el beatífico Pedro Zárate y el circunspecto y metódico Jesús Merino, respectivamente. Como todos los días, primeramente, revisábamos con el médico adjunto las nuevas analíticas, que después teníamos que encolar cuidadosamente en las historias respectivas, luego repasábamos los evolutivos con las anotaciones hechas por el médico de guardia, para a continuación pasar visita junto con la enfermera, la cual, vestida con uniforme azul claro y mandil blanco con cofia del mismo color, anotaba en un libro la medicación prescrita, los estudios pertinentes y la dieta.

Aquel día, después de comer en el comedor de residentes del hospital, me quedé para hacer la historia a un ingreso. Oí gritos procedentes del solarium, que era la sala de trabajo y reuniones del Servicio. Me acerqué y vi a la gente asomada a las ventanas. En la calle paralela al hospital materno-infantil, que desemboca en la plaza de Cruces, había una barricada, y enfrente de ella tres o cuatro autobuses multi-puertas de la policía, con una hilera de grises, porra en mano, desplegados delante.

A una señal, no recuerdo si el sonido de un silbato o el bramido de un oficial, los grises avanzaron desafiantes, imponentes, claramente conscientes del temor que inspiraban. Recibieron una andanada de diferentes objetos lanzada por los manifestantes que se parapetaban tras la barricada. Aturdidos, se detuvieron en seco. Tras unos segundos de desconcierto, reanudaron el avance con menos desafío y más cautela. Al ver que, agotada la munición, los manifestantes huían, corrieron tras ellos. Recuerdo que dos policías lo hicieron con gran entusiasmo y velocidad, como si persiguieran una medalla o un jamón serrano; la mayoría corrió al trote, y uno, posiblemente mayor y buen padre de familia, se lo tomó con mucha calma y filosofía.

Al cabo de unos segundos la plaza de Cruces quedó silenciosa y vacía, con el suelo plagado de piedras, basura y algún que otro zapato huérfano.

Eran los días difíciles de la Transición, tiempos en los que dirigir una torva mirada a un policía podía suponer la apertura de consejo de guerra por subversión y desacato a la autoridad.

3

Me acuerdo bastante bien del día que dilaté mi primer tronco.

Lo cuento:

En septiembre de 1980, mi jefe, Agustín Oñate, me envió al hospital de Valdecilla, centro puntero en Cardiología junto con el Gregorio Marañón de Madrid, para actualizarme en las últimas técnicas de cateterismo cardíaco. Allí tuve la suerte de asistir como espectador a la primera angioplastia coronaria que se realizaba en España, por José Luis Martínez Ubago.

La angioplastia coronaria era entonces una nueva técnica alternativa al tratamiento médico y quirúrgico de la enfermedad coronaria, la causante del infarto de miocardio y la angina de pecho. Consistía en introducir un pequeño balón alargado (unos veinte mm. de largo por tres mm. de diámetro de media, una vez hinchado) en la arteria coronaria obstruida por una placa de ateroma, con objeto de romper y aplastar esta contra las paredes de la arteria. Es el equivalente al desatasco de una cañería que hacen los fontaneros. En Bizkaia esta técnica la emplearon por primera vez los compañeros Chema Aguirre y J. M. Faus, de la Fundación Vizcaya pro Cardiacos, entidad que lideraba Miguel M. Iriarte Ezkurdia, el que fuera nuestro profesor de Cardiología. En el Hospital de Cruces la comenzamos a utilizar más tarde, pero a un ritmo mayor que el de nuestros compañeros de la Fundación, los cuales pronto se trasladaron al Hospital de Basurto.

Tengo que reconocer que a mí esta técnica, en su inicio, no me gustaba nada. Después de oír y leer a expertos fisiólogos describir con tanta minuciosidad y cariño la distinta composición de la placa de ateroma, con sus fibras, miocitos, acúmulos de lipoproteínas, macrófagos, membrana elástica interna y depósitos de calcio, el que un inconsciente entrara en ella hinchando globos para romperla de cualquier manera y quedara sabe Dios cómo, me parecía algo tosco y poco elegante. Pues, efectivamente, con los primeros casos nos llevamos algunas alegrías, pero también no pocos sustos y penalidades. Los primeros resultados que comunicamos decían que la tasa de éxito inicial era del setenta por ciento; tengo que confesar que en realidad redondeábamos la cifra, pues yo, que era el encargado de la estadística, sabía que el real era del sesenta y siete por ciento (posteriormente comprobé que en otros hospitales del país actuaban de manera similar). Si además tenemos en cuenta que, de los que quedaban bien, un treinta o cuarenta por ciento de los pacientes recaían a los pocos meses (la temida reestenosis), se comprende mi poco entusiasmo. Mis compañeros Agustín Oñate y Juan Alcíbar, más optimistas, me animaban diciéndome que la técnica era prometedora y que se necesitaba no sólo paciencia, sino también mejorar el material y el aprendizaje. Por suerte, el tiempo les dio la razón.

En mi opinión, la principal mejora fue la aparición del stent. Se trata de un pequeño cilindro metálico, flexible, montado sobre un pequeño balón alargado que al hincharse provoca la expansión y dilatación del cilindro. Este proceso consigue aplastar contra la pared arterial el material fracturado de la placa, lo que mejora la luz arterial y consigue su mejor cicatrización; se puede comparar con el trabajo de apuntalamiento con maderas que hacen los mineros para asegurar las paredes.

El stent nos permitió acometer progresivamente lesiones arteriales cada vez más complejas, con mejores resultados a corto y largo plazo. Una de las lesiones más severas y peligrosas, terreno entonces exclusivo de la cirugía, era la llamada enfermedad de tronco: es la presencia de una placa obstructiva en el segmento inicial de la coronaria izquierda, arteria que grosso modo da riego a todo el lado izquierdo del corazón. Su oclusión aguda es de consecuencias fatales.

Y aquí retomo la primera frase del apartado, pues el primer tronco que se dilató en nuestro hospital le correspondió, paradojas del destino, al menos entusiasta de la técnica.

Se trataba de un paciente mayor (debo reconocer que tendría más o menos la edad que en la actualidad posee el autor de estas líneas), ingresado en la Unidad Coronaria por angina grave.

Cuando le hice la coronariografía diagnóstica me quedé helado: tenía un estrechamiento muy severo cerca del origen de la coronaria izquierda, siendo la calidad del resto del vaso muy insuficiente para realizar una intervención quirúrgica salvadora. Miré a los que me observaban tras el cristal plomado de la sala y Agustín Oñate me hizo un gesto elocuente: había que intentarlo; el paciente no tenía otra opción.

Probablemente me aumentó la frecuencia cardiaca, pero no recuerdo si me empapó un sudor frio o me temblaron las piernas. Por suerte, la experiencia acumulada de muchos cateterismos previos me ayudó a mantener la calma, la cabeza fría.

Pregunté de forma retórica a los ATS si estaba todo preparado. Era obvio que sí, pero entendieron perfectamente que se trataba de una situación especial. Nos íbamos a jugar el paciente a cara o cruz.

Mirando el monitor de televisión, donde se veía latir de forma plácida y rítmica la silueta del corazón, situé el stent, todavía plegado sobre el balón, en el lugar de la lesión.

Expliqué brevemente al paciente el procedimiento, le advertí que le iba a doler el pecho y que avisara cuando disminuyera la intensidad del dolor. Esto, aparte de para tranquilizarle, me servía para intuir la evolución posterior, puesto que la persistencia del dolor al deshinchar el balón podría significar el inicio de un cataclismo total.

‒Hincha el balón ‒indiqué a Toña, la enfermera.

Giró el mando de la bomba de hinchado, y en el monitor de televisión el balón se infló con apariencia de una pequeña salchicha de color gris claro. El monitor de frecuencia cardiaca cantaba rítmicamente “bip-bip-bip” y el ECG empezó a mostrar signos gráficos de falta de riego (técnicamente, elevación del ST). La tensión arterial se mantenía normal, menos mal.

‒¿Duele? ‒pregunté.

‒Ahora empieza ‒contestó.

Pasaron unos segundos interminables, y por fin le dije a Toña:

‒Deshincha.

Se oyó un “clac” metálico al soltar el freno de la bomba, y lentamente vimos en el monitor cómo el balón, con el stent supuestamente desplegado (al ser poco radio opaco apenas se ve en el monitor), se desinflaba lentamente.

‒¿Sigue doliendo?

‒Ahora afloja ‒respondió.

Los signos de falta de riego cardiaco en el ECG también mejoraron. ¡Qué alivio!

‒Bueno, va todo bien ‒comenté al paciente.

‒Toña, vamos a dar otro inflado de propina.

Volvimos a repetir los pasos anteriores con la misma respuesta.

‒Vamos a comprobar el resultado; ¿todavía duele?

‒Un poco.

Con mi corazón latiendo fuertemente en la garganta y viendo el del paciente haciéndolo plácidamente en el monitor de televisión, hice una nueva coronariografía: la coronaria izquierda permanecía intacta y la lesión de tronco había desaparecido. El paciente ya no tenía dolor, su tensión arterial era normal, y en el ECG no había signos de falta de riego.

Al ver el resultado, como la tensión emocional había sido tan alta, sin mediar palabra, la enfermera y yo nos abrazamos…

Si el amable y sufrido lector al leer estas últimas líneas esbozara una maléfica sonrisa, considere que para realizar nuestro trabajo y protegernos de los rayos X nos habíamos de envolver en un delantal forrado de plomo de unos ocho kilos de peso. Por si acaso.

4

Por fin libre de preocupaciones y sustos, felizmente jubilado en octubre de 2015, con todo el tiempo del mundo para dedicarme a pasear, leer, viajar y otras aficiones, una mañana gris y fría de enero de 2016 decidí ir al valle de Atxondo a hacer fotografías de paisaje. Poco antes, había leído en una revista que hacer fotos con mal tiempo era el equivalente a practicar la alta montaña en el deporte del montañismo.

Buscando temas para fotografiar, cerca de Arrazola, se cruzó en mi camino una traviesa de tren puesta allí por alguien para separar el camino de una zona verde. No sé por qué tomé la equivocada decisión de pisarla. Hacerlo y salir volando hacia adelante a velocidad de crucero con posterior aterrizaje sentado tras golpe seco fue todo uno (alguien me contó posteriormente que para evitar que la humedad las deteriorara se impregnaba las traviesas con brea, lo que explica que sean tan resbaladizas con la lluvia).

Una joven que paseaba por allí se acercó solícita y me preguntó si me encontraba bien. Le contesté que sí; no me dolía nada, aunque no podía levantarme ni mover la pierna. Llamó por su teléfono móvil para solicitar ayuda. Al cabo de una media hora apareció una ambulancia. El ATS que venía en ella sentenció en cuanto me vio:

‒ Pierna inmóvil con pie girado hacia afuera, fractura de cadera.

No pude menos que, algo aturdido como me encontraba, maravillarme de su buen ojo clínico.

Ya de traslado en la ambulancia, charlando con el ATS, se me ocurrió sugerirle que, al ser antiguo trabajador de Cruces, donde tenía amigos y conocidos, me podían llevar allí. Amablemente me respondió que la asistencia estaba sectorizada y que por tanto nos tocaba acudir al hospital de Galdácano, donde también había muy buenos profesionales. No insistí. Me di perfecta cuenta de que ahora me encontraba en “la otra orilla”, o, mejor, al otro lado de la mesa. Yo ya no decidía, ahora me tocaba obedecer. Era un 48 barra más.

En Urgencias del hospital me diagnosticaron fractura pertrocantérea de fémur y me pusieron una tracción a la espera de la intervención, que me practicaron cuarenta y ocho horas más tarde (era fin de semana).

A las cinco de la tarde de un lunes de enero, dos aguerridas auxiliares, con jabón, toallas y otros artilugios no identificados, entraron en mi habitación, retiraron la sábana, me expusieron como Dios me trajo al mundo y me fregaron a conciencia, sin olvidar nada, con profesionalidad y respeto. Por estos mismos trances debían de pasar mis pacientes antes de entrar en la sala de cateterismo, pensé.

Seguidamente, un celador me condujo sobre una camilla, en cueros y tapado únicamente con una sábana, por pasillos interminables y desiertos, doblando numerosas esquinas hasta tener la sensación de que nuestro destino podría estar en las proximidades de Arrankudiaga.

Ya en quirófano, una vez sentado al borde de la mesa para mejor exponer la columna lumbar, una anestesista joven, fuerte (por no decir gorda), y con muy mal genio, consiguió practicarme una eficaz anestesia raquídea tras un pinchazo y una estocada que por fortuna no requirió descabello.

Por lo demás, la intervención transcurrió durante casi una hora y media. En principio no sentí nada más que el hablar quedo y breve del trauma y sus ayudantes, bastante tranquilizador; pero de repente empezó el escándalo: unos agudos martillazos me hicieron sentir que mi propio fémur era el yunque de la fragua de Vulcano. No sólo vibraba mi cadera, sino también la caja torácica y hasta el cráneo: sentí que se me desencuadernaría la osamenta toda de un momento a otro, temiendo por el corazón, gracias al cual me he ganado el sustento toda mi vida, y espantado ante la posibilidad de que mis neuronas se reblandecieran tanto que podrían constituir un excelente plato de cocina de autor.

Afortunadamente, todo fue bien, y hoy en día sigo siendo un jubilado feliz y andarín, viviendo definitivamente la Medicina desde el otro lado de la mesa de consulta.

ÉRASE UNA VEZ

Ramon Gascón Hierro

No sé si la nostalgia es lo más adecuado a mi edad, pero no cabe duda que los hechos de entonces marcaron de alguna manera la madurez de ahora.

Recuerdo el primer año de Medicina. Se utilizaron como aulas las de la antigua Escuela de Náutica de Deusto, allí empezamos bajo la sombra de un enorme mástil de barco, que años después desapareció. En dicho lugar nos juntamos jóvenes que querían ser físicos, matemáticos, químicos y médicos. Era el primer año de Ciencias en Bilbao con un montón de asignaturas comunes, la única que recordaba vagamente a la Medicina era la Biología. Fue un año decepcionante. nunca entendí por qué tenía yo que saber la distancia del recorrido parabólico de una bala de cañón.

El siguiente año fue sin duda más trascendente; para complicar las cosas me independicé de mis padres, no comprendían mis horarios ni mis amistades filorojas. Me mal ganaba la vida dando clases particulares y compartía un piso alquilado con amigos. Invadimos la casa, con una cría de pato como mascota, que fastidió el suelo para desgracia de los dueños. Comíamos de mala manera, por caridad una pescatera del barrio nos regalaba los mojojones; la limpieza y el orden destacaban por su ausencia.

Mis convicciones en aquellos años eran las de la absoluta certeza sobre la caída del franquismo y de que alcanzaríamos la democracia, todo gracias a la presión revolucionaria de estudiantes y obreros.

Sin embargo, Franco murió en la cama y de viejo, aunque la sociedad sí despertaba a la democracia gracias al aumento del nivel de vida y de la cultura.

El bienestar tenía que traer las libertades. Así fue. Se pactó una transición pacífica: comunistas, socialistas y franquistas.

La Universidad colaboró con sus manifestaciones huelgas y protestas.

Los sindicatos, más activos que nunca, añadieron fuerza a la lucha por las libertades.

En ese periodo de los últimos coletazos de la dictadura, la represión aumentó.

Recuerdo el segundo año en un edificio nuevo del Hospital de Basurto, una casa prefabricada metálica con una sola aula, una sala de prácticas de Anatomía, varios despachos y unas bañeras donde se depositaban los cadáveres para estudio anatómico, estos sumergidos en formol. Eso hoy habría provocado una alarma social y un despliegue mediático exagerado.

La experiencia académica del segundo año era más acorde con nuestra vocación.

Aprender Anatomía en latín me parecía un toque artístico adherido a la ciencia. Así, latissimus dorsi tenía cien veces más encanto que dorsal ancho. La pena es que solo duró un año; al siguiente, cambió el profesor e iniciamos el aprendizaje de Anatomía en castellano.

Yo seguía volcado en la revolución, militaba en un Partido Comunista, y en la Universidad tenía que aportar algo que moviera conciencias. Se me ocurrieron un par de cosas que ahora, en la distancia, me parecen ingenuas.

Una era una obra de teatro, de fondo anticapitalista y antirreligioso. Por supuesto recurrí a la técnica del mínimo esfuerzo, así que escogí “teatro leído”. Solo hacían falta un par de ensayos, vestirse de negro o de luto, no recuerdo muy bien, gesticular mucho e impostar la voz.

Éramos seis personas amantes del teatro, con buena voluntad. La representación consiguió un lleno total con alumnos y algunos profesores. La obra era nefasta; la interpretación, mejor no recordar; pero como dice mi hijo, “eso es lo que hay”.

Ahora me pregunto cómo se puede ser tan atrevido; teníamos veinte años, eso lo explica todo.

Realizamos varias sentadas, alguna manifestación, acudíamos a recitales de Raimon, a asambleas en la Universidad de Deusto, en la de Sarriko; el ambiente era explosivo, la policía infiltraba agentes camuflados en las universidades, uno célebre era Amedo que pasaba por estudiante en Sarriko, o eso creía él. Personaje de nuevo célebre más tarde con el tema del GAL.

Desde el no nos moverán, a cruzar coches contra las cargas policiales de los llamados grises entonces, eran actividades habituales en un ambiente de búsqueda de las libertades.

Realizamos algún escrache, que se diría hoy, contra un profesor de Fisiología, lo que le obligó a huir por una ventana.

Editamos de forma artesanal, en una multicopista, una revista de información y discusión, dentro de la Facultad de Medicina

Recuerdo haber escrito un artículo de carácter antirreligioso y ateo, solo haciendo referencia a biblias apócrifas. Posteriormente, grupos cristianos filocomunistas me propusieron una reunión para discutir el tema del artículo. Fue una autentica encerrona, con su superioridad intelectual me atosigaron, pero no pasó de ahí la cosa.

Colaboré en la edición de panfletos, acudí a asambleas y a reuniones de formación ideológica, hoy lo llamaría de lavado de cerebro. Desde luego puse pasión en todo lo relatado, menos en estudiar.

Por necesidades del partido y en interés del pueblo y la clase obrera colaboré en el robo de una multicopista, capaz de imprimir cien hojas en medio minuto, (nada que ver con mi impresora artesanal que exigía imprimir folio a folio,) a un colegio religioso. No me siento especialmente orgulloso de esa acción.

En otro plano, emocional, intenté conquistar a alguna compañera de la Facultad. Salí con un par de jóvenes que aún recuerdo con cariño, personas estupendas, pero mis intereses revolucionarios me impedían ahondar en esas relaciones

Llegué a matricularme en tercero de Medicina, pero a mitad de curso abandoné la carrera y me pasé a la Escuela de Maestría de Achuri. Pensé que en un ambiente más proletario mis objetivos serían más fáciles de alcanzar. Me convalidaron un montón de asignaturas y en dos años ya era un flamante fresador.

Conseguí trabajo en un importante taller de Bolueta donde permanecí dos años, llegando a oficial de primera, lo que no estaba mal.

Tanto en la Escuela de Maestría como en los talleres, mi actividad seguía siendo de agitador. Pronto fui conocido por la policía. Un día, tras salir del taller me detuvieron. Mientras me conducían a la Jefatura de Policía de Indautxu me angustiaba que descubrieran un teléfono que tenía anotado en una libreta, conseguí arrancar la hoja y comérmela. Bien, prueba desaparecida. Pero me equivoqué de hoja…, terrible.

Tras un interrogatorio de bofetadas y golpes me trasladaron a la cárcel de Basauri donde pasé seis meses hasta que salí en libertad provisional, en espera de juicio.

Seis meses después se celebró en Madrid el juicio en el TOP (Tribunal de Orden Público). Me solicitaban ocho años de cárcel por asociación ilícita y propaganda ilegal. La cosa quedó en cinco.

En 1975 Franco murió y el rey Juan Carlos por él nombrado tuvo a bien conceder una amnistía para penas inferiores a tres años. A mí me habían condenado a tres por asociación ilícita, y a dos por propaganda ilegal. Quedé de repente libre, y aunque ya tenía pensado marcharme del país, fue un alivio.

Estoy convencido de que nuestra lucha sirvió para inducir un clamor popular por la democracia, que propicio la Transición.