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En La rueda de la fortuna Antonio Mira de Amescua, nos relata la historia del emperador bizantino Mauricio quien en el siglo VI se enfrentó al Imperio Persa y apoyó al joven Cosroes II —nieto del gran Cosroes— para que éste ocupase el trono persa y firmasen un tratado de paz que pusiese término a un conflicto que duró más de veinte años. Tras el tratado Mauricio conservó un buen puñado de territorios en Occidente. Sin embargo, en los Balcanes la situación no fue favorable a sus intereses y esto precipitó su caída y la entronización de Focas. La rueda de la fortuna tiene estos hechos como trasfondo, Mira de Amescua mezcla sucesos políticos y sentimentales en una trama en que la atracción erótica y el rechazo entre persas y bizantinos llega hasta lugares insospechados.
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Antonio Mira de Amescua
La rueda de la fortunaEdición de Vern Williamsen
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: La rueda de la fortuna.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9816-100-7.
ISBN ebook: 978-84-9897-577-2.
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Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
La trama 7
Personajes 8
Loa famosa 9
Jornada primera 17
Jornada segunda 59
Jornada tercera 105
Libros a la carta 155
Antonio Mira de Amescua (Guadix, Granada, c. 1574-1644). España.
De familia noble, estudió teología en Guadix y Granada, mezclando su sacerdocio con su dedicación a la literatura. Estuvo en Nápoles al servicio del conde de Lemos y luego vivió en Madrid, donde participó en justas poéticas y fiestas cortesanas.
La rueda de la fortuna relata la historia del monarca bizantino Mauricio quien en el siglo VI se enfrentó al Imperio Persa y apoyó al joven Cosroes II —nieto del gran Cosroes— para que éste ocupase el trono persa y firmasen un tratado de paz que pusiese término a un conflicto que duró más de veinte años.
Tras el tratado, Mauricio conservó extensos de territorios en Occidente. Sin embargo, en los Balcanes la situación no fue favorable a sus intereses y ello precipitó su caída y la entronización de Focas.
La historia que aquí se cuenta tiene estos hechos como trasfondo, Mira de Amescua mezcla sucesos políticos y sentimentales en una trama en que la atracción erótica y el rechazo entre persas y bizantinos llega hasta lugares insospechados.
Cósroes, caballero
Dos capitanes
El emperador Mauricio
Filipo, capitán general
Focas, villano robusto
Gente de la milicia y acompañamiento
Heracliano, viejo
Heraclio
La emperatriz Aureliana
Leoncio, capitán general
Mitilene, dama
Músicos
Teodolinda, infanta
Teodosio, príncipe
Un limosnero
Hala de echar mujer en hábito de labradora
Perdióse en un monte un Rey
andando a caza una tarde
con lo mejor de su gente:
duques, príncipes y grandes.
El Sol hasta mediodía
abrasó con rayos tales
que el mundo a Faetón, su hijo,
temió, otra vez arrogante.
Pero revolviendo el tiempo
y levantándose el aire
se cubrió el cielo de nieblas
y amenazó tempestades.
Huyó a la choza el pastor,
y a la venta el caminante
y amainaron los pilotos
todo el lienzo de las naves.
Díjole al Rey un montero
que al pie de aquellos pinares
estaba una casería
en tal ocasión bastante.
Bajaron por unas peñas
entre mirtos y arrayanes,
guiándoles el rumor
que remolinaba el aire.
Vieron que en un manso arroyo
se bañaban los umbrales
de un mal labrado cortijo
con olmos delante.
Apeóse el Rey, y entrando,
primero que se sentase,
quiso ver el dueño y huéspeda
y como en su casa honrarle.
Supo el labrador apenas
que las personas reales
ocupaban su aposento,
cuando en hielo se deshace.
Entró su pobre familia
a decirle que no aguarde,
pues le quiere ver el Rey,
a que al mismo Rey le hable.
Tiembla el labrador de nuevo,
mira el sayo miserable,
las abarcas y las pieles,
y de vergüenza no sale.
El pobre cortijo mira
como vigüela sin trastes,
hecho de pajas el techo
sobre unos viejos pillares.
Llamó a su mujer, y dice:
«Mujer, a huéspedes tales,
si no es el alma, no tengo
casa ni mesa que darles.
Salid y decidle al Rey
que no es mucho me acobarde
ver su persona real
en mis pajizos portales,
que coma en la voluntad,
que es mesa que a Dios aplace,
y duerma en el buen deseo,
que no tengo más que darle;
que vos, como sois mujer,
pues no hay cosa que no alcancen,
hallaréis gracia en sus ojos,
y al fin podréis disculparme.»
Dicen que entró la mujer
muy temerosa a hablarle
por la obligación que tienen
de cuanto el marido mande,
y el Rey, muy agradecido
a su vergüenza notable,
cenó y durmió más contento
que entre holandas y cambrayes.
Yo pienso, senado ilustre,
que es esto muy semejante
de lo que hoy pasa a Riquelme
con este humilde hospedaje.
En cada cual miro un Rey,
un César, un Alejandre;
su pobre familia mira,
que es la que a serviros trae.
Si no salió el labrador
teniendo a su Rey delante,
quien ve tantos, ¿qué ha de hacer
sino lo que veis que hace?
Mandóme, como mujer,
que saliese a disculparle;
fue la obediencia forzosa,
aunque rústico el lenguaje.
No os ofrece grandes salas,
llenas de pinturas graves,
de celebradas comedias
por autores arrogantes.
No os ofrece ricas mesas
llenas de gusto y donaire,
sino voluntad humilde,
que es la que con reyes vale.
Perdonad al labrador,
pues hoy en su casa entrasteis,
porque me agradezca a mí
las mercedes que hoy alcance.
Oíd la pobre familia;
ya los labradores salen,
mientras que vuelvo a la corte,
bésoos los pies, Dios os guarde.
Baile curioso y grave Cuando desde Aragón vino la Infanta
a casar con don Juan, Rey de Castilla,
las fiestas que se hicieron en Sevilla
no las olvida el tiempo y hoy las canta.
Después que los castellanos
hicieron muestra gallarda
con máscaras y sortijas,
toros y juegos de cañas,
mantener quiso un torneo
en servicio de su dama
un gallardo aragonés
de los Pardos de la casta.
Airoso terció la pica,
furioso juega la lanza,
dando con destreza y brío
los cinco golpes de la espada.
Con la gloria de aquel día
ganó de su gloria el alma,
la cual, venida la noche,
le admite dentro de su casa.
Con amorosas razones
consiguen sus esperanzas,
y ella, alabándole, dice,
al despedirlos el alba:
«Mirad por mi fama,
caballero aragonés.»
«Por tus amores, señora,
cuanto me mandes haré.»
«Mas, ¿cómo la ha de guardar
quien a sí guardar no pudo?»
«Con solo saber callar.»
«Que la guardéis no lo dudo.»
«Seré como piedra mudo
y eterna fe guardaré;
por tus amores, señora,
cuanto me mandes haré.»
En un corillo otro día
sin nombrar partes, se alaba,
y un adivino celoso
dio cuenta de ello a su dama.
Sus blancas manos torcía,
sus delgadas tocas rasga,
y llamando a su presencia
con este desdén le trata:
«Alabásteisos, caballero,
gentil hombre aragonés.
No os alabaréis otra vez.
Alabásteisos en Sevilla
que teníades linda amiga.
Gentil hombre aragonés,
no os alabaréis otra vez.»
Sin admitirle disculpa
que se ausente de ella manda,
y él jura de no volver
hasta volver en su gracia.
El tiempo gastó la ira;
mas, como el amor no gasta,
la dama llora su ausente,
el retrato que miraba,
y la dama le demanda:
«Y mi bien, ¿cuándo vendréis?»
Y finge que le responde:
«Lindo amor, no me aguardéis,
que si de mi partida
fue causa un disfavor,
si no cesa el rigor,
yo no volveré en mi vida.»
«Yo quedo arrepentida
y mi bien, ¿cuándo vendréis?»
Y finge que le responde:
«Lindo amor, no me aguardéis.»
En hábito de romero
un pajecillo despacha
para que dé en Zaragoza
al caballero una carta.
Cuando llegó el pajecillo
al salir de la posada
encontróle el caballero.
De esta manera le habla:
«Romerico, tú que vienes
donde mi señora está,
di, ¿qué nuevas hay allá?»
«Estáse la gentil dama
a sombras de una alameda
dando suspiros al aire,
y a su fortuna mil quejas.
Diome que os diese esta carta
de su mano y de su letra,
que al escribirla, sus ojos
llenan el papel de perlas.
Y díjome de palabra
que a Sevilla deis la vuelta,
adonde seréis su esposo
en haz y en paz de la Iglesia.»
Con el amor y el deseo
como con ligeras alas,
vuelve al galán a Sevilla,
y así le dice a su dama:
«A ser vuestro vengo,
querida esposa.»
«Dulce esposo mío,
vení en buena hora.»
«Tras fieros desdenes,
que la vida acortan
y al amor pudieran
negar la victoria,
a ser vuestro vengo,
querida esposa.»
«Dulce esposo mío,
vení en buena hora.»
(Salen en orden los que pudieren, con algunos despojos y banderas y a la postre Filipo.)
Filipo Invicto César famoso,
cuya mano poderosa
temen la blanca Alemania
y la abrasada Etiopia;
tú, que en los hombros sustentas
el África, Asia Europa,
volando tu nombre eterno
en las águilas de Roma;
tú, que ceñiste la frente
con esa inmortal corona,
al polo del otro mundo
quieres llegar con tus obras;
ya que del ártico helado
hasta la tórrida zona
pagan tributo a tu imperio,
sal a ver nuestras victorias.
Triunfando, señor, venimos
a la gran Constantinopla
de los fieros esclavonios
que de Misia huyendo tornan.
Restaurado queda el reino;
tus empresas prodigiosas
que son espanto del mundo
piden guirnaldas de gloria.
Sube a los muros soberbios
que de estrellas se coronan
porque sus altas almenas
la triforme Luna tocan.
Verás tu ejército ufano
con la gente victoriosa,
que con bárbaros despojos
los gallardos brazos honran.
Verás la región del aire
que la entapizan y adornan
las enemigas banderas
que tus soldados tremolan.
Verás que en cadenas de oro
cuatro mil cautivos lloran
la pérdida desdichada
de su libertad preciosa.
Treinta mil hombres me diste;
treinta y tres mil traigo agora,
que a precio de mil cristianos
solo he comprado esta pompa.
Veinte mil dejo sin almas
y otros con vida tan poca
que está esperando la muerte
a solo que abran las bocas.
Ya la fama bachillera
tocó en el aire la trompa;
va publicando en el mundo
esta jornada famosa.
Temblando están de tu imperio
los Alpes, Nervia, Borgoña,
Galia, Germania, Bretaña,
la Trapobana y Moscovia,
la fiera invencible Escitia,
la Tartaria belicosa,
la inculta y áspera Armenia,
la celebrada Panonia.
Ya de todas las naciones
más bárbaras y remotas,
tributo te ofrecen unas
y treguas te piden otras.
Los indios vienen con oro,
los samios vienen con rosas,
los tirios con carmesí,
los alarbes con aromas,
los escitas con algodones,
los egipcios con aljófar,
los corintios con sus vasos,
los fenicios con sus conchas.
Cada nación en tributo
te da las riquezas propias,
porque las crezca el valor
en tu mano poderosa.
Todos repiten tu nombre,
todos tu fama pregonan,
con más lenguas que tenía
la confusa Babilonia.
Sírvete de ver la entrada
de tu gente victoriosa,
porque los ojos del Rey
con solo mirar dan honra.
Remunera con palabras
sus hazañas victoriosas,
que aun en boca de los reyes
son necesarias lisonjas.
Mostrándote agradecido,
podrá una palabra sola
más que el tesoro guardado
en tus doradas alcobas.
Descubre en público el rostro
que a las gentes aficiona,
porque será ver tu cara
el triunfo de mi victoria.
No me premian majestades
ni plata me galardona;
solo quiero la presencia
que tantos reyes adoran.
Solamente con tocar
la púrpura de tu bola
dejaré de todo punto
a mi fortuna envidiosa.
Mi inclinación es servirte,
premios no me correspondan,
porque la virtud se mueve
con el precio de sí sola.
Deja besarte los pies
y tus sumilleres corran
esa cortina, que cubre
tu majestad grandiosa.
(Corren una cortina, y está en un tribunal, en la grada alta, el Emperador Mauricio, y en otra baja el Príncipe Teodosio, su hijo y la Infanta Teodolinda, su hija, y dos criados en pie bajo las gradas.)
Mauricio Hoy, capitán vencedor,
corona en tus sienes vea.
El Sol dé su resplandor.
Tu misma victoria sea
el premio de tu valor.
Hacerte inmortal procuro,
y harán tu nombre seguro
desde el Betis al Hidaspes
columnas de varios jaspes
y estatuas de bronce duro.
Todas tus empresas ricas
pondré en aceradas planchas
pues que mi fama publicas,
mi temido imperio ensanchas,
mis tesoros multiplicas.
Si a los bárbaros enojas,
y tu espada en sangre mojas,
un laurel he de ponerte
que ni el tiempo ni la muerte
pueden marchitar sus hojas.
Filipo Solo, señor, me aficiona
besar tus pies; que ellos solos
enriquecen mi persona.
(Llega a besar el pie al Emperador.)
Mauricio Cuanto abarcan los dos polos
te diera, con mi corona.
Teodolinda (Aparte.) (Capitán gallardo y bravo,
bien verá cuando te alabo,
que en amarle me anticipo.)
Teodosio Es muy gallardo Filipo.
Teodolinda Es gran varón.
Filipo Soy tu esclavo.
Teodolinda Por tan dichosa venida
en albricias vuelvo a darte
de mi alma y de mi vida
aquella pequeña parte
que me quedó a la partida.
(Tocan cajas destempladas y trompa ronca, y arrastrando un, estandarte, salen en orden Leoncio, detrás, de luto, armado, y lleva en la cabeza una corona de ciprés y un bastón quebrado, y Mitilene, de cautiva.)
Leoncio Ronca la trompa bastarda,
destemplado el atambor,
y vestido el cuerpo de luto,
y de ánimo el corazón;
arrastrando el estandarte,
que ufano en algo se vio,
con sola aquesta cautiva,
aunque de extraño valor,
el pecho lleno de heridas,
porque nunca atrás volvió,
coronado de ciprés,
hecho piezas el bastón;
si son ceremonias tristes