Las almas heridas - Boris Cyrulnik - E-Book

Las almas heridas E-Book

Boris Cyrulnik

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Beschreibung

Las almas heridas es un libro sobre las huellas de la infancia, la necesidad del relato y los mecanismos de la memoria, elementos desarrollados a partir de la narración de sus vivencias personales hasta su adolescencia. Boris Cyrulnik, un joven cuyas inquietudes intelectuales ya se encaminan por las lindes de la psiquiatría, y que realiza sus primeras prácticas en un asilo para enfermos mentales (donde quedará en shock tras comprobar el aislamiento y las malas prácticas a las que son sometidos los pacientes: lobotomías, camisas de fuerza, etc.). Su nueva obra Les ames blessées (Las almas heridas) no es ni una autobiografía ni un libro de historia de la psiquiatría: se trata de un testimonio personal sobre el nacimiento de una disciplina difícil y apasionante que denominamos psiquiatría.

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Titulo original en francés:

Les âmes Blessées

© 2014 Éditions Odile Jacob, París

© De la traducción: Alfonso Diez, 2015

Corrección: Marta Beltrán Bahón

De la imagen de cubierta: Equipo Gedisa, 2015

Del montaje de cubierta: David Gutti

Primera edición: noviembre de 2015, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. Tibidabo, 12, 3º

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04

Correo electrónico: [email protected]

http://www.gedisa.com

Preimpresión:

Editor Service S.L.

Diagonal 299, entresòl 1ª – 08013 Barcelona

www.editorservice.net

eISBN: 978-84-9784-961-6

IBIC: JM / BGA

Esta obra se benefició del apoyo de los programas de ayuda a la publicación del Institut Français.

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Índice

Prólogo

1 Psicoterapia del Diablo

Comprender o cuidar

Todo innovador es un transgresor

Un monstruo de dos cabezas: la neuropsiquiatría

Tratamiento violento para cultura violenta

Sainte-Anne: célula madre en psiquiatría

Lacan (Guitry) y Henry Ey (Raimu)

El sueño no es a toda prueba

Una fascinación llamada «hipnosis»

Algunos hombres fascinantes

Lacan fascinado por Charles Maurras, un simio y algunos peces

El instinto, noción ideológica

Etología y psicoanálisis

Pensamiento científico y contexto cultural

Doxa y rebelión

Todo objeto de la ciencia es una confesión autobiográfica

Farsas edificantes

2 Locura, tierra de asilo

Descubrimientos serendípicos

El cerebro sabe gramática

Historia vital y elección teórica

Hibernación del cerebro y de las ideas

Trauma y cambio de teoría

Azar científico e industria

Incongruencia entre la psiquiatría y la cultura

Dos niños de pecho peleones: los psicotropos y el psicoanálisis

Cuando el loco nos asusta

Explicaciones totalitarias

Psiquiatría campestre en la Provenza

¿Curar a la izquierda o a la derecha?

Sexología y glotonería

Revolución cultural y nueva psiquiatría

La denegación protege a los no-locos

Relato cultural y vida cotidiana

Abrir el asilo es angustiar a los normales

¿Locura o sufrimiento?

El laboratorio en la naturaleza

Ciencia, cultura e ideología

El pensamiento causal ha muerto, viva el pensamiento sistémico

Macaco en el país de las maravillas

Objeto puro de laboratorio, sujeto impreciso para los médicos

3 Una historia no es un destino

La nave de los locos

Tarzán, niño salvaje

Pensamiento sin palabra

Razones totalitarias

Osar pensar el maltrato

Violencia educativa

La república de los niños

El vals de los niños heridos

Reparar un nicho afectivo

Incluso los objetos tienen algo que decir

Prototeorías

Incesto y resiliencia

Abotargamiento semántico

Ciencia y resiliencia

Epílogo

Prólogo

Al fondo del desván, una extraña cartera de colegial. La reconocí gracias al asa de cuerda que yo mismo había fabricado cuando la original se rompió. Es curioso experimentar placer al encontrar un objeto viejo. Había vivido siete años con esa cartera gastada. Aquel compañero de infancia evocaba un no sé qué: algo de tristeza y belleza.

Yo acababa de asumir la responsabilidad de un centro psiquiátrico de poscura1en Revest, cerca de Toulon. Un único médico para setenta camas, así se hablaba en 1970. Había pasado por Sannois para saludar a Dora, la hermana de mi madre que me acogió después de la guerra. Fue entonces cuando me encontré vagando por el desván, ya ni recuerdo por qué.

Desempolvé la vieja cartera con mucha ternura y al abrirla descubrí un estuche de lápices, de plumas estilográficas y un compás. Un tesoro de memoria. También había dos o tres redacciones de esas que nos hacían hacer en aquella época, en 1948. Una de ellas preguntaba: «¿Qué quieres ser de mayor?» Me divertía pensar en la respuesta que estaba a punto de leer, esperando las palabras «bombero», «explorador» o «doctor», cuando vi, estupefacto, que quería ser psiquiatra. Tenía once años. Lo había olvidado por completo.

¿Cómo es esto posible? ¿Cómo podía yo preocuparme por la locura y desear curarla, en una época en la que yo estaba entrando dolorosamente en la existencia? ¿Dónde había oído esta palabra, pronunciada en aquel entorno que, desesperadamente, buscaba recuperar un poco la alegría de vivir?

De muy joven yo ya era como un viejecito. La guerra me había obligado a preguntarme cosas que normalmente no interesan a los niños: «¿Por qué han hecho desaparecer a mis padres? ¿Por qué han querido matarme? Quizás haya cometido un crimen, pero no sé cuál». En mi lenguaje interior, no cesaba de contarme a mí mismo un relato lancinante que no podía expresar. Repasaba la escena de mi arresto, una noche, cuando hombres armados rodearon mi cama, linterna en una mano, revolver en la otra y gafas de sol en la oscuridad, para arramblar con un niño de seis años. En el corredor, algunos soldados alemanes casi firmes. En la calle, camiones abarrotados de gente junto a la acera, dos Citroën esperaban para llevarnos. Id a contar eso y veréis que cara pone la gente.

¿Cómo explicar que no tuve miedo, que me pareció interesante mi arresto y que, más adelante, estuve orgulloso de haberme podido escapar? Me desconcertaban los adultos que me protegían explicándome que yo era un niño peligroso. Me sentía desorientado ante los soldados que debían matarme y que me hablaban amablemente mientras me mostraban la foto de su hijo pequeño.

¿Cómo entender esto? Era apasionante, era terrible. No veía a mi alrededor más que un mundo de adultos confusos, amables y peligrosos. En una situación así, debía callar para no morir. Sentía en mí un enigma dramático y cautivador por algo que le condenaba a uno a muerte debido a la palabra «judío», cuyo significado yo no conocía. Quizás era esto a lo que se le llamaba «locura»: un mundo increíble donde los adultos incoherentes me protegían, me insultaban, me querían y me mataban. Era, en la mente de los otros, algo que yo mismo no sabía, y este enigma me perturbaba, delicioso e inquietante. Para dominar ese mundo y no morir, era preciso comprender. Esa era mi única libertad. Niño en esas condiciones, creí que la psiquiatría, ciencia del alma, podía explicar la locura del nazismo y la incoherencia de la gente que me quería sufriendo. La necesidad de volver coherente ese caos afectivo, social e intelectual, me hizo psiquiatra desde mi infancia.

A mi alrededor, se explicaba la guerra y el inmenso crimen de los nazis afirmando que Hitler era sifilítico. Esta enfermedad lo había vuelto loco y como él era el «Führer», tenía el poder de dirigirlos ejércitos e inducir pensamientos locos en la mente de la gente que debía matarnos para obedecerle. Esta explicación tenía la ventaja de despreciar a aquél que nos había despreciado, como si se pensara: «Tiene una vergonzosa enfermedad que le roe el cerebro y eso explica las locuras que ha ordenado». Los progresos médicos delos años 1950 estructuraban los relatos culturales, dando argumentosfáciles para explicar la locura social del nazismo. Un poco más tarde, durante los años 1960, cuando el psicoanálisis empezó a participar en los debates culturales, se afirmó que Hitler era histérico, ycuando la psiquiatría aportó su grano de arena, se dijo que era paranoico. Después, en el año 1970, el descubrimiento de la alteración de las neuronas motrices de la base del cerebro en la enfermedad de Parkinson explicó el temblor de la mano izquierda que Hitler escondía detrás de su espalda, y eso fue suficiente para explicar las decisiones de un hombre cuya demencia había provocado la Guerra Mundial.

Estas explicaciones no explicaban nada, pero aportaban una forma verbal en una sociedad cartesiana que, al constatar un fenómeno de locura, como la guerra o el racismo, debía encontrarle una causa loca, tomada de los estereotipos que recitaba la cultura ambiente. Nos creíamos esas palabras y eso nos convenía, ya que así podíamos explicar lo incomprensible gracias a una idea simple y, por lo tanto, abusiva. Hoy en día, en un contexto científico en el que la neuroimagen descubre las alteraciones cerebrales y psicológicas provocadas por todas las formas de maltrato (psíquico, sexual, verbal y afectivo), aún encontramos a autores que explican que el nazismo existió porqué el pequeño Adolf recibió unas zurras.

Las ideas simples son claras, lástima que sean falsas. Las causalidades lineales no existen casi nunca. Son un conjunto de fuerzas heterogéneas las que convergen para provocar un efecto o atenuarlo. Algunos se sienten cómodos en un pensamiento sistémico que da la palabra a disciplinas distintas y asociadas. A otros les irrita, pues prefieren explicaciones lineales que aportan certidumbre: «El nazismo se explica por la sífilis de Hitler», dicen quienes sobrevaloran la medicina. «De ninguna manera —responden los amantes de las teorías económicas—, es el capitalismo el que ha provocado el nazismo». «Por supuesto que no —replican algunas feministas—, el nazismo es la culminación del machismo». Todos le sacan partido a su antojo, pero la realidad cambiante no puede reducirse a una fórmula simple.

El fracaso de mi infancia me enseñó que el Diablo y Dios no están en conflicto el uno con el otro. Yo llegué a creer que eran amigos cuando un soldado alemán en uniforme negro, en la sinagoga de Burdeos transformada en prisión, vino amablemente a mostrarme las fotos de su hijo pequeño o cuando la monja se negó a abrir la puerta del convento mientras un coche militar alemán me perseguía. Recuerdo su toca en el resquicio del portón entreabierto, recuerdo que gritaba: «¡No quiero a este niño aquí, es peligroso!». Al mismo tiempo, otros sacerdotes arriesgaban sus vidas para salvar a niños a quienes no conocían. Hace unos meses, me encontré con un médico que había trabajado con el doctor Menguele, en Auschwitz, mientras éste realizaba sus experimentos médicos terroríficos e inútiles. Hacía constar la educación, la corrección y la gran humanidad del verdugo. Los azares de la vida me han permitido establecer relaciones afectuosas con funcionarios que trabajaron con Maurice Papon. Ellos hablaban de su excelente educación, de su gran cultura y del placer que sentían por haber podido colaborar con aquel hombre cuya firma condenó a muerte a más de 1.600 personas a sabiendas de que eran inocentes. Es demasiado fácil pensar que sólo los monstruos son capaces de cometer actos monstruosos.

Me decía que, al fin y al cabo, el Diablo había sido un ángel y que Dios había permitido Auschwitz. La historia de mi vida me daba modelos que me impedían el extremismo, la explicación por una sola causa, blanco o negro, el bien o el mal, el Diablo o Dios. Estas herramientas del pensamiento me parecían abusivas, casi una caricatura. Yo prefería los matices que había conocido en mi infancia, aunque parecieran ilógicos. Y como necesitaba comprender para salvarme, tenía que llegar a ser psiquiatra para recuperar un poco de libertad.

La historia de mi infancia me había orientado hacia la elección de la psiquiatría, o más bien hacia la idea que yo me hacía de ella. Creo que pasa algo parecido con toda elección teórica. Las abstracciones no surgen de lo real sino que dan forma verbal a nuestros deseos sobre el mundo. La coherencia teórica nos tranquiliza dándonos una visión clara y una conducta a seguir. Pero otra historia de vida habría dado coherencia a otra teoría. Ninguna teoría puede ser totalmente explicativa, salvo las que tienen pretensiones totalitarias. Un joven psiquiatra elige una teoría biológica del psiquismo, antes de toda experiencia de la existencia, porque su historia lo ha hecho sensible a esa representación. Otra experiencia habría despertado su curiosidad por los efectos psíquicos de la relación y un tercero preferirá las explicaciones sociales o espirituales. En cada caso, la teoría aporta una verdad parcialmente verdadera y totalmente falsa. El drama empieza cuando uno, convencido de ser el único poseedor de la verdad, toma las armas para imponérsela a los otros.

Setenta años más tarde, entendí que la psiquiatría jamás podría explicar el nazismo. En mi viaje para explorar el continente de una utopía criminal, descubrí las islas de la serendipidad, para mi propia alegría. Empecé mi navegación en los años 1960, cuando los relatos sociales justificaban la lobotomía, el encierro entre muros y las camas de paja en los hospitales. Cincuenta años más tarde, nuestra cultura ha dado a luz una psiquiatría más humana, con la ayuda de la tecnología, que nos invita a repensarlo todo. Los jóvenes que empiezan la carrera de esta disciplina, cuyo nacimiento fue difícil, conocerán una aventura apasionante y útil.

Me hice psiquiatra para explicar el nazismo, dominarlo y liberarme de él. Las persecuciones de mi infancia no me permitieron tener una escolarización normal, cosa que podría explicar mi trayectoria de formación marginal (aunque no opuesta a la cultura). Un día, en su seminario en la Universidad Paris-Diderot, Vincent de Gauléjac me dijo: «Si hubieras ido al colegio habrías seguido la trayectoria clásica. Tu marginalidad aporta ideas inesperadas».2

El nazismo es un accidente delirante de la bella cultura germánica. Creí que el Diablo era un ángel enloquecido a quién había quecurar para restablecer la paz. Esta idea infantil me empujó a unapasionante viaje de cincuenta años, lógico y loco al mismo tiempo.

Este libro es un diario de a bordo.

Notas:

1. N. del T.: En el sistema psiquiátrico francés existen centros «poscura» destinados a facilitar una transición entre la hospitalización y el retorno progresivo a una vida normalizada, teniendo en cuenta el objetivo de una reinserción social y la recuperación de la autonomía.

2. Gauléjac, V. de,Histoires de vie et choix théoriques, seminario en la Universidad Paris-Diderot, 2014. Vincent de Gauléjac es quien mejor trabaja esta particular conexión entre la vivencia íntima y la formulación teórica.

1 Psicoterapia del Diablo

Comprender o cuidar

Hacía buen tiempo en París, en mayo de 1968. El aire era ligero, todo el mundo hablaba con todo el mundo, en las aceras, en medio de las calles, en las terrazas de los cafés. Se formaban corrillos, la gente discutía, reía, amenazaba, argumentaba vigorosamente sobre problemas sobre los que no tenían la más mínima idea. ¡Era una fiesta! En el gran anfiteatro de la Sorbona un orador enfervorecido galvanizaba a la audiencia. Yo sabía que era esquizofrénico porque lo había oído delirar, unos días atrás, en un servicio de psiquiatría del hospital Sainte-Anne. Pero ahí estaba aquel paciente explicando en voz alta su concepción de la existencia. El público, entusiasmado, aplaudía y gritaba al final de cada frase. Entonces él sonreía y esperaba al final de las aclamaciones para pronunciar otra frase que provocaba un nuevo estallido de júbilo, y así sucesivamente.

En el vestíbulo de la facultad de medicina, un caballero menudo, con un bastón elegante, explicaba cómo un mismo hecho podía ser interpretado de maneras radicalmente opuestas. Nos contaba que Cook, el navegante inglés, al descubrir la libertad sexual de los polinesios, habló de «inmoralidad», mientras que Français Bougainville veía en ello la prueba de un «idilio natural».

Aplaudíamos, discutíamos sobre cada una de sus frases, y nadie sabía que aquel señor se llamaba Georges Devereux, profesor deetnopsiquiatría en el Collège de France. Nos sentíamos felicescuando nos decía que los ofendidos misioneros habían impuesto a las polinesias ropas ultrapuritanas que excitaron la curiosidad de los hombres hasta el punto de provocar una explosión de libertad sexual.3

En el gran anfiteatro de la Sorbona, mi esquizofrénico provocaba, también él, el entusiasmo de las multitudes al afirmar que «destrucción no es demolición», precisando que la televisión le robaba sus ideas para implantarlas en el alma de los inocentes, que la neurosis era consecuencia de la moral sexual y animando a todo elmundo a huir a la estratosfera, donde mil vidas eran posibles, en medio del horror del Paraíso del que él acababa de regresar.

Cada una de sus frases, inteligentes o sorprendentes, provocaba una explosión de vítores. Yo estaba con Roland Topor, quien por una vez no se reía. Incluso me pareció ver algo de ironía en su gesto, que contrastaba con el fervor de los que tomaban notas.

Mi esquizofrénico tenía un público que reaccionaba con la misma devoción que nosotros cuando escuchábamos al profesor del Collège de France. Habiendo visto a ese paciente algunos días antes en un servicio de psiquiatría, concluí precipitadamente que su audiencia estaba compuesta por ingenuos, encantados de dejarse llevar más por sus emociones que por sus ideas. Me consideraba iniciado, puesto que sabía de dónde venían aquellas ideas delirantes que los no iniciados adoptaban con entusiasmo. Me equivocaba. Hoy diría que las utopías científicas tienen sobre el público el mismo efecto separador entre «el que cree en el cielo y el que no cree».4Antes de cualquier forma de razón, experimentábamos una sensación de verdad que habla más de nuestros deseos sobre el mundo que de su realidad.

El objeto del cirujano es más fácil de entender. Es un pedazo de cuerpo roto, un tubo atascado o una masa deteriorada que conviene reparar con el fin de que vuelva a funcionar el conjunto. En las sepulturas antiguas, hay muchos esqueletos de niños y de mujeres muy jóvenes. Los esqueletos de hombres de más edad (de 40 a 50 años) presentan casi todos polifracturas, lo que demuestra que la violencia del trabajo, la caza y las peleas son una forma arcaica de fabricar lo social. Las calcificaciones óseas soldadas en buena posición demuestran que los paleocirujanos conocían el arte del entablillado. ¿Pero trepanaciones? ¿Qué indicación hay para una trepanación? Mucho antes del neolítico, los «neurocirujanos» sabían cortar los huesos del cráneo con sílex tallado. La placa ósea extraída proviene siempre de un lado del cráneo, pues una trepanación en sucentro habría desgarrado el seno venoso situado debajo y habríaprovocado la muerte del operado.

En Sabbioneta, cerca de Mantua, vi el cráneo del noble Vespasiano Gonzaga (1531-1591), trepanado por sus cefaleas y por lo que hoy llamaríamos una paranoia. El jefe guerrero, constructor de ciudades y teatros, creía ser un emperador romano. En el informe de su operación5podemos leer que padecía delirios de grandeza y manía persecutoria. El agujero de la trepanación es enorme y el resalte óseo demuestra que vivió más de veinte años después de la operación. Probablemente fuese un estereotipo cultural, un pensamiento establecido, el que llevó a indicar la apertura del cráneo. Un eslogan de la época repetía que, probablemente, un demonio habita en el cráneo de los que sufren cefaleas y delirios de grandeza. La indicación de neurocirugía era lógica: basta con abrir una ventana en el hueso del cráneo para que el demonio escape, aliviando así al noble, que volverá a ser normal.

Es una creencia la que da a una queja su significación mórbida. Es una representación cultural la que conduce a decisiones terapéuticas diferentes.6 No es sólo la enfermedad la que provoca debates técnicos, sino también conflictos de discurso que acaban por imponer una visión de la enfermedad en un contexto social y no en otro.

Todo innovador es un transgresor

En el sigloXIX, la fiebre puerperal mataba al 20% de las jóvenes parturientas. Esta catástrofe se explicaba diciendo que la lactancia, al producirse en un momento en que el aire estaba viciado, provocaba la debilidad mortal de las jóvenes. Ignace Semmelweis descubrió que los médicos que intervenían en partos al salir de las salas de disección tenían una tasa de mortalidad bastante superior a la de quienes no practicaban autopsias.7Este descubrimiento, que cuestionaba la praxis médica, indignó a los universitarios, que se defendieron denunciando los problemas psiquiátricos que Semmelweis empezaba a padecer. Semmelweis murió semanas después de ser internado en un asilo, pero gracias a él, la esperanza de vida de las mujeres se duplicó en unos años.

El objeto de la cirugía, que teóricamente está situado fuera del observador, debería convertirse en un objeto de la ciencia. Ahora bien, ello no excluye ni el mundo mental del cirujano, ni el contextosocial, ni la guerra entre relatos. Entonces, ¿cómo queréis que lalocura, objeto confuso de la psiquiatría, sea una cosa palpable, mensurable y manipulable como si el contexto técnico y los estereotipos culturales prefabricados no existieran?

Hoy en día, la ciencia forma parte a su vez de esos pensamientos preestablecidos, porque la actitud científica produce una sensación de verdad: «El libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático», afirma Galileo. Sin esta formulación no hay acceso a los fenómenos denominados «leyes» de la naturaleza. Los matemáticosposeen, en efecto, esta forma excepcional de inteligencia que lespermite, gracias a un procedimiento del lenguaje, sin observación ni experimentación, dar una forma verdadera a un segmento de lo real. ¡Qué proeza! Pero un campesino os dirá que conocer la formula química de un tomate no lo hace crecer y un psiquiatra confirmará que definir la formula química de un neurotransmisor no alivia la esquizofrenia. Se puede incidir en la realidad gracias a otros modelos de conocimiento. ¡No sospecháis siquiera la cantidad de hombres que han sabido hacerle un hijo a sus mujeres sin tener ni idea de ginecología!

En la vida normal, el simple hecho de usar la palabra «ciencia» sugiere implícitamente que se ha comprendido una ley que nos permite dominar lo real. ¿No es ésta una fantasía de omnipotencia? De niños, el pensamiento mágico nos satisface. Basta con evitar los pequeños espacios que separan las baldosas de la acera para obtener buenas notas en la escuela. Un pequeño brazalete de lana regalado por un adulto nos hace sentir que gracias a este objeto ganaremos el partido de futbol. Eso no incide en la realidad, pero controla nuestra manera de sentirla y, por lo tanto, de abordarla.

En este sentido, vivir en una cultura donde los datos de la ciencia estructuran los relatos es alimentar «la gran utopía del poder humano, la fuerza de la razón y el establecimiento de un futuro de felicidad universal».8Nos sentimos superhombres porque nadamos en relatos que cuentan las prodigiosas victorias de la ciencia y nos hacen creer que podemos dominarlo todo. Contemplar un fenómeno psiquiátrico es intervenir en la producción de una observación con nuestro propio temperamento e historia. Los informes sobre acontecimientos, las fábulas familiares y los mitos científicos nos llevan a tener prejuicios sobre los hechos.

Hace dos mil cuatrocientos años, en Grecia, Hipócrates observó un fenómeno extraño. Un hombre, de repente, suelta un grito, cae al suelo, convulsiona, se muerde la lengua, se orina encima y, después de algunas sacudidas, recupera la conciencia y reanuda su vida sin problema aparente. El médico afirma: «Esto proviene del cerebro». Un sacerdote se indigna: «Es una posesión demoníaca». Y un cortesano de César exclama: «Es el Gran Mal, es la visita de un espíritu superior».

¿Cómo explicar estas divergencias sinceras? Hipócrates, siendo cirujano, sabía que debajo de la piel hay un cableado de nervios, vasos sanguíneos y tendones enroscados alrededor de una estructura ósea. Su experiencia personal le había enseñado a buscar una causa natural a los fenómenos observados. Por su parte, el sacerdote dedicaba su vida a socializar las almas, obligándolas a concebir un mundo de esta misma clase. Vio claramente que aquel hombre, al gritar, orinar y debatirse por el suelo, no había respetado los códigos del decoro. El sacerdote piensa que el hombre ha perdido la razón y que Dios todopoderoso lo ha castigado por ese pecado. En cuanto al cortesano admirador de César, de quien probablemente esperaba una promoción, tenía interés en pensar que el hecho de que un emperador pierda el conocimiento y tiemble por los suelos era la prueba de una iniciación sagrada. Creyendo describir el mismo fenómeno, los tres testigos no hablaban más que de su propio modo de ver el mundo.

Todos tienen razón. Las neurociencias confirman la concepción naturalista de Hipócrates. Pero cuando una desgracia golpea a una persona, esta no puede evitar pensar: «¿Qué he hecho yo para merecer tal sufrimiento? ¿Por qué yo?» El herido en el alma valida la interpretación del sacerdote: «Dios me ha enviado esta prueba para castigarme por una falta que he debido cometer». Ante tal desgracia, el sacerdote propone una posibilidad de redención. Hay que hacer un sacrificio para pagar ese extravío. En un mundo de la falta, el melancólico que se castiga afligiéndose un sufrimiento suplementario se ofrece, de hecho, un momento de esperanza: «He cometido un pecado, es normal que sea castigado, pero sé que tras la expiación vendrá la redención». Para un melancólico, castigarse es un remedio.9

En cuando al cortesano de César, que ve el extravío de la razón como un mal sagrado, aún hoy sigue recibiendo la aprobación de gran número de filósofos y psiquiatras. Después de Mayo del 68 hubo una avalancha de publicaciones que glorificaban la psicosis. Todo el mundo citaba a Erasmo y suElogio de la locura. A mí me gustaba pensar que había humanidad en la alienación y que se podía salir de la locura engrandecido. Pero este amable deseo no fue confirmado ni por la lectura de Erasmo ni por las visitas a los hospitales psiquiátricos. De hecho, la locura de la que habla Erasmo es la de la gente normal: los teólogos, los monjes y los supersticiosos. Su «elogio» es una crítica de las costumbres del sigloXVIy no una celebración de la enfermedad mental. Este enorme contrasentido no parecía molestar a mis colegas que, como yo, estaban empezando psiquiatría, felices de dar la impresión de que corríamos a la salvación de «nuestros» enfermos, dándoles nuestro afecto y agradeciéndoles lo que tenían para enseñarnos.

Un monstruo de dos cabezas: la neuropsiquiatría

En 1966 fui a ver a Jean Ayme, quien entonces era jefe de servicio en el hospital de Clermont-de-l’Oise, en las afueras de París. Este médico militaba para establecer la «política del sector», que permitió abrir los asilos y tratar a los enfermos a domicilio. Al reivindicar su pasión por Marx y Lacan, se inscribía perfectamente en las ideas innovadoras de la época.

Visitando este asilo, con la generosidad de Erasmo y la intelectualidad de Lacan en mente, me encontré frente a una realidad terrorífica. Jean Ayme me acogió calurosamente: «¿Quiere pasar visita conmigo?» Salimos acompañados de dos enfermeros, uno de ellos, con muchas ojeras, llevaba un enorme manojo de llaves. Había que ir probando en cada puerta para abrirla, ahora una sala, luego un patio. Estábamos siendo observados por enfermos hostiles y silenciosos. Algunos de ellos deambulaban mascullando. En un momento dado, llegamos a los dormitorios: tres grandes habitaciones paralelas que daban a un mismo pasadizo. Los enfermeros sacaron a los enfermos de la primera sala y, mientras permanecían en el pasadizo, quitaron con una horca la paja que hacía de colchón en las literas de aquellos hombres. Lavaron el suelo con un chorrode agua y luego pusieron una capa de paja fresca. Hicieron entrarde nuevo a los enfermos y pasaron a la sala siguiente.

Estábamos muy lejos de la ironía de Erasmo y de las soflamas lacanianas. Jean Ayme me explicó: «Somos médicos de los hospitales psiquiátricos pero no somos psiquiatras. No es obligatorio para ser jefe de servicio. Además, la especialidad no existe. Los candidatos aprenden un poco de neurología y, si son admitidos, pueden tomar a esquizofrénicos en psicoterapia». Yo no sabía lo que era un esquizofrénico ni cómo se hacía para «tomarlo» en psicoterapia. «Estamos aquí para curar la neumonía de los locos, añadió, pero la sociedad no nos pide que curemos la locura. Lucien Bonnafé y yo queremos que esto cambie, pero somos demasiado pocos para hacernos oír. Nos pagan menos que a nuestros enfermeros y dependemos del Ministerio del Interior, como los directores de prisiones. ¿Es ésta realmente la profesión que usted quiere hacer?»

Volví a casa, aturdido por la paja de los dormitorios, por las puertas cerradas, los manojos de llaves, las ojeras del enfermero, el silencio estupidizado de los enfermos y, a menudo, los gritos de uno de ellos, un fortachón que se había desnudado y a quien tuvieron que agarrar para aislarlo en una celda acolchada. La realidad del asilo estaba lejos de mi deseo de comprender y de ayudar.

Escogí la neurología. Fue una buena elección. Tenía la posibilidad de hacerme con un puesto como interno de psiquiatría en un servicio de neurocirugía, con el profesor David, en el hospital de la Pitié. En 1967, pocos internos se interesaban por esta disciplina en la que había mucho estropicio, como decían. Era la época de losdogmas: «cerebro tocado, cerebro acabado… perdemos varios centenares de miles de neuronas cada día… hacemos diagnósticosbrillantes que no sirven para nada porque una lesión cerebral es incurable».

Las salas eran inmensas, de sesenta camas, creo. Las relaciones entre el personal sanitario eran alegres y cálidas. Puesto que la disciplina estaba naciendo, aprendíamos sin cesar. La tecnología comenzaba a desmentir el dogma «cerebro tocado, cerebro acabado». Gracias a la ecografía, que en aquella época sólo se aplicaba al cerebro, se podía determinar que si un hemisferio estaba desplazadohacia un lado, eso significaba que al otro lado había un tumor o una bolsa de sangre que lo empujaba. Inyectando sustancias en las carótidas se podía ver en la radiografía el desplazamiento de las arterias o la hemorragia que dibujaba una masa opaca en plena materia cerebral. Quitando el líquido cefalorraquídeo mediante una punción lumbar se veía aparecer, entre los huesos del cráneo y el córtex cerebral, deformaciones, malformaciones y… atrofias cerebrales. La mayor parte de médicos se reían, de tan impensable que les resultaba la idea de la atrofia. Es un hecho que esa imagen nos intrigaba. Me acuerdo del presidente de una gran empresa que llevaba bien su negocio con un cerebro casi fundido. Me desorientaba aquel muchacho superdotado para las matemáticas, que había pasado el concurso de entrada en una de grandes escuelas teniendo el cerebro muy atrofiado. «¿Para qué sirve un cerebro?», nos decíamos riendo. «Ciertamente, no para pensar». Esta especialidad naciente se volvió apasionante. Cada día traía un montón de nuevos conocimientos, de sorpresas estimulantes y descubrimientos tecnológicos. Los enfermos salían cada vez más curados, a menudo incluso ignorando lo que les había pasado. Me acuerdo de un guardia que recibimos con un hematoma extradural. El hombre se había caído de un andamio y una arteria rota sangraba dentro de su cabeza. Había que operar rápido para impedir que la sangre aplastara el cerebro. Todos los anestesistas estaban ocupados. Entonces el cirujano encontró la solución lógica: «Duérmelo tú». Yo estaba aterrorizado. Como el enfermo estaba en coma, introduje en sus venas el mínimo de sustancia posible, pero se despertó durante la intervención en cuando la bolsa de sangre había sido evacuada. Estábamos debajo de las sábanas los dos, mientras el cirujano operaba por encima. El enfermo, consciente, con el cerebro palpitando al aire libre, me miró estupefacto. Enseguida lo tranquilicé: «Señor, sobre todo, usted no se mueva», y metí otro chorro de sustancias anestésicas. Algunos días más tarde, con camisa blanca y corbata roja, se iba de allí sonriente, sin acabar de creerse lo que le contábamos.

Tratamiento violento para cultura violenta

Curiosamente, fue la lobotomía lo que combatió más eficazmente el dogma «cerebro tocado, cerebro acabado». En 1935, el neurólogo portugués Egas Moniz descubrió que cortando la zona prefrontal del cerebro se podían tratar ciertos tipos de psicosis. ¿Cómo se da con una idea parecida? Aquel tipo era excepcional. Nombrado profesor de neurología en 1911, fue ministro en 1917, presidió la conferencia de la Paz en 1919 y, en 1921, descubrió que bastaba con inyectar una sustancia opacante en una arteria del cuello para hacer visibles en las radiografías todas las arterias cerebrales, cosa que merecidamente le valió el premio Nobel en 1949. Este inteligente y audaz hombre de mundo se alimentaba de los indiscutibles progresos de la neurología y estaba sumergido en una cultura donde laviolencia gobernaba la vida en sociedad. Violencia de la PrimeraGuerra Mundial, pero también violencia de la industrialización, de la fábrica y de la mina, donde los hombres se convertían en héroes, es decir que eran sacrificados con admiración porque tenían la valentía de dejarse destruir trabajando quince horas al día a oscuras para mantener a sus familias. Violencia contra las mujeres, adoradas por su abnegación en la maternidad y el apoyo que aportaban a sus maridos. Violencia educativa, para la que era normal azotar a los chicos, corregirlos de manera que no fueran bestias salvajes. Violencia contra las chicas, a quienes se debía reprimir para impedir que se prostituyeran. La violencia de los cuidados respondía aesta lógica cuando se entablillaban las piernas rotas, cuando searrancaban por sorpresa las amígdalas de los niños, pidiéndoles que cerraran los ojos y abrieran la boca para recibir un caramelo, cuando se amputaba a los heridos sin anestesia y cuando se preparaba a las mujeres para el parto con dolor diciéndoles que éste era necesario para que amaran a sus hijos. En un contexto cultural así era fácil verse empujado a curar la locura con violencia. La policía internaba de oficio en los hospitales psiquiátricos y les quitaba sus hijos a las madres tuberculosas o demasiado pobres para alimentar a sus familias. Se curaba a los locos con choques: choques cardiazólicos, choques eléctricos, camisas de fuerza, comas insulínicos e incluso choques catárticos para ayudarlos psíquicamente a descargar sus afectos.

En este contexto de violencia moral, cortar un pedazo de cerebro no se consideraba un crimen, ya que permitía a los locos estar mejor. La cirugía de la locura,10concebida por un hombre brillante, militante de la paz, se realizaba a veces lo más humanamente posible en bellos quirófanos de grandes hospitales, pero más a menudo en habitaciones sórdidas de hospitales psiquiátricos.11

El fundamento neurológico de esta operación era también lógico. Egas Moniz, que había estudiado en París, en la Salpêtrière,templo mundial de la neurología, había aprendido que las neuronas prefrontales, base neurológica de la anticipación, estaban conectadas con el tálamo, una especie de racimo de uvas en la base del cerebro. En las neurosis obsesivas, las neuronas prefrontales, pensaba Moniz, enviaban impulsos que incitan a repetir mil veces el gesto de lavarse las manos, de afeitarse hasta sangrar o limpiar el pomo de la puerta de microbios imaginarios. Bastaba pues con cortar las conexiones del tálamo con el lóbulo prefrontal para suprimir la repetición de los gestos en los pacientes obsesivos. La operación fue realizada con éxito. La intervención era fácil e indolora, los accidentes operatorios eran raros y, en efecto, las obsesiones mentales y la conducta de limpieza obsesiva desaparecían al instante al ser cortadas las neuronas. ¡Una maravilla!

Asistí a varias lobotomías. Un ingeniero que había sido brillante y un feliz padre de familia se había hundido en unos años. Tardaba al menos tres horas, cada mañana, para afeitarse cerciorándose de que ningún pelo era más largo que el otro. Limpiaba el pomo de la puerta del baño, pensando que, a pesar de los repetidos lavados, aún debía estar algo contaminado. Luego tardaba dos horas en cruzar el pasillo, empeñándose cada día en poner los pies donde los había puesto el día anterior. Había perdido toda vida mental, toda su vida familiar y, por supuesto, toda vida social. Fue él mismo quien pidió una lobotomía, creyendo que no tenía nada que perder.

La intervención no supuso ningún problema. El neurocirujano charlaba amablemente con el paciente mientras hundía despacio una varilla de acero por el agujero que uno puede notar encima del arco supraciliar, cerca de la raíz de la nariz. Presionó ligeramente para franquear, en la base del cráneo, la lámina del etmoides y asíalcanzar la cara inferior del lóbulo prefrontal, inyectó agua destilada para dilacerar las neuronas. Entonces el obsesivo sonrió exhalando un largo suspiro y dijo: «De repente me siento bien, aliviado… aliviado». ¡Su neurosis obsesiva había desaparecido! Lacompulsión de repetición también. ¡Libre, se sentía libre! Fue a reconfortar a todos los enfermos del servicio, incluso a los que estaban en coma. Se marchó a casa hablando alegremente con su alucinada familia.

Tres semanas más tarde, volvió al hospital. La neurosis obsesiva se había apoderado de nuevo de su alma. Pero las verificaciones duraban menos, cada vez menos tiempo. El enfermo se desplazaba poco, luego se sentó en una silla y ya no se movió más. Incapaz de anticipar nada, no podía planificar, ni para lavarse cuando quería hacerlo ni para pronunciar las palabras que quería decir. Callaba porque, neurológicamente, ya no podía tener la intención de contarnos una historia. No era afásico, sabía hablar, ya que respondía a nuestras preguntas con una frase breve, pero era incapaz de programar un relato largo. Las obsesiones habían desaparecido, la angustia también, porque el lobotomizado era incapaz de imaginar loque le esperaba: imposible prever el trabajo que haría mañana, preocuparse por las deudas que tenía que devolver, pensar en los hijos que debía criar y en la muerte que le esperaba. Libre. Sin angustia y sin vida psíquica. La muerte mental, tal era el precio de la breve libertad que le había proporcionado la lobotomía.

He tenido ocasión, varias veces, de ver a enfermos lobotomizados. Durante unos años hasta se puso un poco de moda esta operación, que ciertos psiquiatras realizaban en unos minutos, en el domicilio de sus pacientes. En los Estados Unidos, Walter Freeman practicó a domicilio más de 3.000, provocando de esta manera un 14% de muertes, miles de destrucciones mentales y algunas curaciones asombrosas. A partir de 1950, los neurolépticos descalificaron esta amputación cerebral, hicieron posible la apertura de los hospitales psiquiátricos y, paradójicamente, dieron la palabra a los psicoterapeutas. Rose, la hermana de John Kennedy, lobotomizada por retraso mental, sobrevivió hasta los 86 años en instituciones psiquiátricas. Los esquizofrénicos dejaban de agitarse, ya no podían delirar porque, al haber perdido la posibilidad neurológica de representarse el tiempo, eran incapaces de elaborar un relato. Entonces callaban o pronunciaban algunas asociaciones de palabras. Se había sustituido la psicosis por la muerte psíquica. ¿Valía la pena?

Hoy en día, la lobotomía es considerada un crimen. Nadie tiene derecho a destruir el cerebro de otro. Pero este crimen no se juzga igual en las diversas culturas. Tuve la oportunidad de hablar con una psicoterapeuta de renombre internacional que, hace unos años, sufrió repentinamente intensas perturbaciones del equilibrio y ya no podía controlar sus movimientos. En cuanto quería moverse, sus brazos, piernas y cuerpo se movían descontroladamente en todas direcciones, como en una ridícula danza javanesa. En Francia, un escáner descubrió un pequeño entrelazamiento de vasos que estimulaban un lóbulo del cerebelo. Como estaba prohibido cortarsu cerebelo en Francia, no se la podía tratar. Se fue a los EstadosUnidos, donde un cirujano le seccionó las neuronas que conectaban los hemisferios del cerebelo. Curada instantáneamente, volvió a Francia para retomar su excelente trabajo.

Toda experiencia personal orienta hacia teorizaciones distintas. Todos aquellos que, como yo, han amado la neurología, han podido ver el modo en que la estructura de un cerebro y su funcionamiento llevan a percibir mundos diferentes y, por lo tanto, a tener representaciones diversas. Una abeja percibe los rayos ultravioleta, una serpiente los infrarrojos, un elefante los infrasonidos, un perro los olores, un simio las mímicas faciales y un niño los sonidos, que transforma en signos con el fin de acceder a la palabra. Cuando el aparato de percepción del mundo se rompe debido a la ceguera, la sordera u otra alteración sensorial, el mundo percibido cambia de forma y se manifiesta de una nueva forma. Y cuando el aparato de representación del mundo es violentamente modificado por un trauma o una experiencia insoportable, es el mundo pensado el que cambia de forma.

Hoy en día, las lobotomías son provocadas principalmente poraccidentes de moto. Vemos a menudo secciones del haz tálamo-frontal, como quería Egas Moniz. Pero cuando el choque es lateral, es la amígdala rinencefálica, debajo y al fondo del cerebro, la que sangra y deja un agujero en cuanto el hematoma es absorbido. Ese núcleo de neuronas constituye normalmente la base de las emociones del miedo. Estos lobotomizados se vuelven totalmente indiferentes y padecen la visión monótona de un mundo sin interés.«Echo de menos la época en que sufría. Al menos entonces me sentía vivo», dicen. La lucha contra el sufrimiento da sentido a nuestra existencia. La lobotomía prefrontal, que suprime la angustia, mata la vida psíquica. La lobotomía amigdaliana, al impedir el dolor, anestesia el sabor del mundo, que se vuelve insípido. Ahora bien, destinamos gran parte de nuestros esfuerzos afectivos, intelectuales y sociales a combatir la angustia y el sufrimiento. Pero la estrategia existencial es diferente: ésta no suprime los efectos, sino que los metamorfosea. Transforma la angustia en obra de arte y lucha contra el sufrimiento organizando un tejido social. La lobotomía, ya sea quirúrgica o accidental, permite entender que el aparato que percibe el mundo presenta mundos diferentes sobre los que pensar. Pero cuando las neurociencias descubren que un empobrecimiento del nicho sensorial que rodea a un bebé provoca una débil estimulación de las neuronas prefrontales, se comprende que estadesaceleración equivale, de hecho, a una lobotomía. La amputación del entorno afectivo del lactante es casi siempre debida a una desgracia, una adversidad parental, una precariedad social o una anemiacultural. Entonces es posible inculcar a los pequeños una visión del mundo amarga y desencantada alterando el entorno que les rodea.12

Sainte-Anne: célula madre en psiquiatría

Durante el mes de fiesta de Mayo del 68, los servicios de cirugía estaban increíblemente vacíos. La falta de gasolina y las largas huelgas habían hecho desaparecer los accidentes de tráfico y laborales. Sólo algunas camas estaban ocupadas para las intervenciones previstas desde hacía tiempo. Yo me llevaba muy bien con Philippon,joven jefe de la clínica que más tarde conseguiría la cátedra de neurocirugía. Una monótona noche de guardia me dijo: «Estoy desbordado, no consigo enviar los informes de neurología a laEncyclopédie médico-chirurgicale. ¿Quieres ocupar mi lugar?» Acepté enseguida esta forma agradable de seguir aprendiendo. Al presentarme al redactor, le pregunté si podía hacer también algunos análisis de trabajos etológicos. «¿Etología?», preguntó.

Le expliqué que se trataba de una biología del comportamiento, un método de observación de los animales que podía ser validado mediante un procedimiento experimental en el laboratorio o en un medio natural.13Los datos científicos así recogidos planteaban problemas humanos. Vi que su mirada se extraviaba: «¿En calidad de qué haría usted estos informes?» Le respondí que en 1962 me había presentado al concurso del Instituto de Psicología. Aquel año la cuestión planteada se refería a la médula espinal, y como ésta tenía un papel bastante común en las reflexiones sobre psicología y yo acababa de terminar mi segundo año de medicina, fui admitido. Quería aprender la «psicología animal» con Rémy Chauvin, pero la directora, Juliette Favez-Boutonnier, me inscribió de oficio en un curso de estadística. Viendo mi frustración, una secretaria me explicó que la responsable académica militaba en favor del psicoanálisis y consideraba ridícula la psicología animal. Así que mi carrera en dicho instituto fue breve, pero suficiente para descubrir el entorno de la investigación en etología. El redactor aceptó.

Es una bella experiencia participar en el nacimiento de un movimiento de ideas. En los años 1960, el ambiente hervía, muchas cosas estaban empezando. Ninguna formulación era convincente, pero todas eran apasionantes. Hoy en día se dice que una célula madre posee todo el potencial que le permitirá adoptar formas distintas, adaptadas a la presión del entorno. Lo mismo se dice delADN, cuyas características genéticas se expresan de forma diferente en ambientes diversos. Se trata de un dato reciente que descalifica el razonamiento que opone lo innato a lo adquirido. Esta cantinela intelectual es ahora un reflejo que impide pensar.

También se podría hablar de «teorías madre» a partir de las cuales mil direcciones son posibles, pero que, adaptándose al contexto social, adquieren formas diferentes, una de las cuales se hace con el poder intelectual.

El primer congreso mundial de psiquiatría tuvo lugar en París, en 1950, presidido por Jean Delay. Los principales temas eran relativos a:14

• la psiquiatría clínica, en la que dominaban los delirios;• las lobotomías, más glorificadas que criticadas;• los choques, sobre todo eléctricos, cargados de esperanzas terapéuticas;• las psicoterapias, entre las cuales el psicoanálisis empezaba a hacerse oír;• la psiquiatría social, marcada todavía por la eugenesia nazi;• la psiquiatría pediátrica, que balbuceaba muy bien.

Nada de psicofarmacología, ni de neurobiología, puesto que no existían aún los medios técnicos que luego permitieron pensar de otro modo el mundo psíquico. Tampoco nada de epidemiología, ya que la clínica, todavía vaga, no empleaba las estadísticas. Nada de conductismo, porque la reflexología de Pavlov no tenía quien ladefendiera, estando laURSSausente. La psiquiatría alemana se adormecíaentre pesadas descripciones. Los norteamericanos tuvieron poco éxito, a pesar de la presencia del quebequés Ellenberger. En Francia, el debate hervía desde que dos hombres habían prendido fuego a las ideas: Jean-Paul Sartre y Henri Ey.

El concepto de angustia nació en la filosofía: Kierkegaard, Sartre y Heidegger hicieron de ella un elemento constitutivo de la condición humana, no una patología. La palabra se instaló rápidamente en las publicaciones psiquiátricas, donde fue definida como un «estado afectivo dominado por el sentimiento de inminencia de unpeligro indeterminado».15El psicoanálisis se alimentó mucho deesta noción e hizo de la angustia un trastorno central que podíaadoptar muchas formas distintas, histéricas, fóbicas u obsesivas. Desde que esta palabra entró en el lenguaje cotidiano, se usa para designar fenómenos diversos. En conjunto, se refiere a un malestar difuso que envenena el alma y el cuerpo mediante la espera de un peligro, oculto no se sabe dónde.

Fue John Bowlby quien propuso la más clara representación del concepto, asociando al psicoanálisis con los modelos animales:16

• el miedo a lo no familiar;• los conflictos indecidibles;• la frustración de los deseos rotos.

Éstos son los principales proveedores de ese malestar existencial que llamamos «angustia». En los años 1960, la palabra «angustia» sólo era empleada por los profesionales. Hoy en día no es raro que niños pequeños la usen para expresar un malestar difuso cuya fuente no comprenden.

El otro sembrador de ideas se llamaba Henri Ey. Se trataba de un hogareño audaz cuyo pensamiento educó a la mayoría de psiquiatras franceses. Nacido en Banyuls en el año 1900, muerto en Banyuls en 1977, pasó toda su carrera como jefe de servicio del hospital psiquiátrico de Bonneval, a un centenar de quilómetros de París. Hiperactivo, amante de la conversación, la argumentación y la risa, al principio se ocupó de los delirios y alucinaciones, que antes de la guerra constituían el grueso de los trabajos psiquiátricos. A partir de 1936, fue desarrollando sin cesar una nueva concepción de la psiquiatría. Antes de Ey, se consideraba que había una armazón de la locura, unserloco que, sin importar el tipo de ambiente, hacía de esa persona un demente. Esta forma de pensar no está demasiadolejos de un racismo que afirma que entre nosotros hay algunoshombres de mala calidad que pierden la cordura, mientras que otros se convierten en distinguidos burgueses.

Henry Ey nos enseñó a pensar en términos de funciones que, partiendo de la biología, se alejan de ella progresivamente. Esta orientación se apoyaba en la neurología de Jackson, que integraba la clínica de Bleuler y se inspiraba mucho en Freud.17Fue con este ánimo que Ey participó en el manual de psiquiatría18que formó a varias generaciones de psiquiatras y de médicos de los hospitales psiquiátricos. Para adquirir esta actitud integradora es preciso no tomar partido, evitar los prejuicios y trabajar sobre el terreno cerca de aquellos que sufren. La biblioteca queda para más adelante.

Henri Boutillier había sido su interno antes de convertirse a su vez en jefe de servicio del Hospital de Pierrefeu, en el Var. Toda su carrera estuvo marcada por los pocos meses que paso en contacto con el maestro. «Todo ocurría junto a la cama del enfermo», decía él. Henri Ey trataba de comprender lo que el delirante decía, de captar incluso las incoherencias, despropósitos, frases extrañas y comportamientos inquietantes. No sirve de nada etiquetar, decía, hay que descubrir el sentido oculto y la función del delirio. Cuando preparaba un libro, Henry Ey reflexionaba en voz alta durante las visitas, mientras el interno tomaba notas. Más tarde, en la soledad de su despacho, él trabajaba sobre sus notas. No hay mejor formación que ésta. Yo no oía más que elogios de aquel médico que no era universitario y que, sin embargo, formó a casi todos los psiquiatras durante los cincuenta años posteriores a la Segunda GuerraMundial.

Sus ideas desarrollaron el organodinamismo, sorprendentemente confirmado por la neurociencia actual.19No hay cuerpo sin alma ni espíritu sin materia. Es un abordaje global que proporciona una actitud humanista. Un saber fragmentado ayuda a hacer carrera, fabricando hiperespecialistas, pero un clínico debe integrar los datos y no fragmentarlos.

Hasta 1970, Henri Ey defendió la práctica psicoanalítica y se inspiró mucho en ella. Pero cuando, después del Mayo del 68, ciertos psicoanalistas convirtieron esta disciplina en un arma para apoderarse de las universidades y los medios de comunicación, criticó esta evolución sectaria e imperialista. Durante algunos años fue difícil obtener un puesto en las universidades, los hospitales o instituciones sin formar parte de una asociación de psicoanálisis dominante. Una de mis amigas, psicoanalista bordelesa de buena reputación, supo que un puesto de adjunto quedaba libre en el hospital. Pensó que eso completaría su formación en consulta privada, pero cuando se presentó al jefe de servicio, éste le preguntó: «¿A qué grupo pertenece usted?» Ella respondió que su asociación no era la del universitario: «No vale la pena que tome asiento», dijo el jefe.

Cuando se habla de Henry Ey, se cuenta su amor por la vida, su hambre por aprender la neurología, la psiquiatría, el psicoanálisis y la antropología, pero me sorprende que se hable tan poco de sus relaciones con Lacan y que no se cite siquiera su enorme trabajo sobre la «psiquiatría animal».

Lacan (Guitry) y Henry Ey (Raimu)20

La presencia fuera de lo común de Jacques Lacan siempre ha provocado reacciones emocionales de adoración o de repulsión. En Francia hay quien lo venera mientras que otros lo detestan. En los Estados Unidos fue René Girard quien lo introdujo en las universidades y asistió divertido a su éxito. En Argentina le ayudó su hermano, a quién dedicó su tesis: «A mi hermano, el R. P. Marc-François Lacan, benedictino de la Congregación de Francia».21