Opúsculos en prosa - Manuel Bretón de los Herreros - E-Book

Opúsculos en prosa E-Book

Manuel Bretón de los Herreros

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Beschreibung

Interesante colección de textos en prosa del dramaturgo y poeta Manuel Bretón de los Herreros. En ellos, el autor se aparta de su estilo habitual para presentarnos reflexiones, experimentos formales, poemas en prosa y pensamientos al paso con su habitual pluma afilada y su capacidad de reflexión. Disquisiciones sobre las figuras femeninas de la castañera, la nodriza o la lavandera entre otras nos harán reflexionar sobre la España de la época del autor.

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Seitenzahl: 96

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Manuel Bretón de los Herreros

Opúsculos en prosa

 

Saga

Opúsculos en prosa

 

Copyright © 1883, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726653489

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La castañera1

Árbol nobilísimo es el castaño, si consideramos que con su nombre y los derivados de su nombre se ha formado el patronímico de muchas familias, más o menos ilustres; y ¡a buen seguro que me desmientan los Castañedas, ni los Castañizas, ni los Castañeiras, ni los Castaños, ni los Castañones! Un castañar era el feudo que tenía en más estima aquel García de ídem, cuyo elevado carácter y esclarecidos hechos celebró en un drama inmortal don Francisco de Rojas y Zorrilla; aquel que se envanecía con ser tenido por el labrador más honrado, y aunque no humillaba su cerviz del Rey abajo a ninguno, contento con la vida patriarcal y bucólica que llevaba, exclamó:

«Que aqueste es el Castañar,

Que en más lo estimo, Señor,

Que cuanta hacienda y honor

Los Reyes me pueden dar.»

Por último, el nombre de Castaños representa y simboliza una de las páginas más bellas de nuestra moderna historia. Don Francisco Javier Castaños se llama el benemérito general español que primero humilló las hasta entonces nunca humilladas águilas francesas cuando en los campos de Bailén fueron vencidas y derrotadas por bisoños soldados las aguerridas huestes de Dupont; y es fama que a cada tiro y a cada bayonetazo escarnecían los nuestros a los guiris con un ¡toma para castañas! ¡Batalla memorable que dio renombre europeo y elevó al primer grado de la milicia y a la grandeza de España, con el título de duque de Bailén, a quien ya nació emparentado con ella, y a quien, (¡vicisitudes humanas!) puede hoy un ciudadano tributar justos elogios sin riesgo de que le acusen de quemar incienso en las aras del poder y de la fortuna!...

Frondoso, corpulento, prócer, de bella flor, regalado fruto y apacible sombra, es el castaño uno de los árboles más beneficiosos. Su compacta madera es utilísima para toda clase de carpintería, excelente su leña para el hogar, bien en rajas, bien reducida a carbón, y de los glóbulos espinosos que el árbol produce sale un alimento que codician los pavos y es la delicia de otro animal... menos grato de nombrar que de comer. A las castañas deben, en efecto, su gastronómica nombradía los ricos y suculentos jamones de Caldelas y Avilés; y también el hombre las saborea con placer, crudas o cocidas, asadas o pilongas, acarameladas por Navidad, o en potaje por Cuaresma.

Otra prueba de la justa celebridad del producto susodicho es el haber dado nombre a un color. A cada instante oímos decir pelo castaño; esto pasa de castaño oscuro. Hasta un actor, que fue gracioso..., al menos en las listas de las compañías a que perteneció, fue más conocido por el apodo de Castañitas que por su nombre bautismal. Hay vasijas, y no destinadas para el agua, que por excelencia se nombran castañas, y hasta el moño de las mujeres, rubias o pelinegras, castañas o pías, se ha distinguido, y en algunas partes se distingue todavía, con la misma denominación. ¿Qué más? Castañuelas son, esto es, diminutivo de castañas, los sonoros instrumentos de la crotalogía; de ese arte sublime, cuyos luminosos principios se encierran en esta sabia y significativa máxima: o no tocar las castañuelas, o saberlas tocar. Y a la pericia en tocar las castañuelas, diminutivo de castañas, tanto como a la ligereza de sus pies, a la flexibilidad de sus rodillas, a la morbidez de su talle y a la movilidad de su gesticulación, debe sus triunfos pantomímicos la famosa Fanny Essler, esa Terpsícore de nuestros días, embeleso de ambos mundos. Por ella, por sus castañuelas, tiene ya fama universal la Cachucha española, cuyos dengues voluptuosos y provocativos contoneos han vuelto locos de regocijo a los graves descendientes de Washington y han inflamado la sangre de los glaciales moscovitas.

Castaño... Castaña... No me precio de etimologista, pero tengo para mí que estos vocablos se derivan del vocablo castidad. Las mismas letras de que se componen lo están diciendo: casta-ña... ¿Y cómo poner en duda lo casto de esta casta, cuando la forma y las condiciones del fruto demuestran que Dios lo ha criado para ser emblema comestible del pudor y de la continencia? Nace la castaña cubierta de un púdico zurrón erizado de punzantes espinas, como si el Autor del Universo quisiera con él defenderla de la humana voracidad. Antes que llegue a sazonarse es la desesperación de los golosos: fruta inverniza, no se esquilma hasta que el termómetro de Reaumur marca pocos grados sobre cero, estación en que las pasiones no son por lo general muy activas y vehementes. Aun entonces no se desprende de la rama natal sino a fuerza de violentas embestidas y rudos palos; antes de ser desarmada hiere con sus pinchos la mano atrevida que lo intenta; aun después de mondada de su áspera corteza; aun después de exclaustrada, digámoslo así, contra su voluntad, esta monja vegetal, esta virgen del bosque, esta vestal asturiana ampara su honestidad, vestida de punta en castaño, con la doble y tenaz coraza que ostenta; y vencida en su segundo atrincheramiento, todavía resiste a la vergonzosa desnudez que tanto teme y esquiva; todavía pugna por coherir e identificar a sus carnes inmaculadas aquella tenue película, su postrer refugio, y como si dijéramos su camisa. ¡Cándida doncella! ¡Interesante criatura!

Pero si queda demostrada la castidad de la castaña, no lo está tanto la castidad de la Castañera. Entiéndase esto sin menoscabo de la buena opinión de tan benemérita clase, a la cual no es lícito atribuir menos virtudes que a las honorabilísimas de piñoneras, naranjeras, buñoleras, rabaneras, etc., etc., etc. Dígolo porque, si bien hay Castañeras del estado que llaman honesto, las hay también empadronadas con los venerables títulos de esposas y madres; y es cosa averiguada que para asar o cocer castañas no es necesario el requisito arriba mencionado.

Dejo a los eruditos y curiosos parlantes la meritoria, bien que ímproba tarea de escudriñar desde cuándo empezó a ejercerse en Madrid la importante profesión de Castañera, y quién fue la primera que como tal mereció ser inscrita en los registros de la policía; basta a mi propósito hacer observar al pío lector que la práctica de semejante industria data evidentemente de tiempos muy remotos...; acaso del tiempo de Mari-Castaña, que, como todos sabemos, fue coetánea de el rey que rabió y de Perico el de los palotes. Lo que consta por documentos auténticos es que la clase llegó al apogeo de su gloria en el último tercio del siglo próximo pasado, y que hasta principios del presente se mantuvo a la altura de la gran reputación que supo adquirir. Durante el período citado, más de una heroína de fuelle y tenazas mereció los honores de la escena. Díganlo las Castañeras picadas, y otros dramas del nunca bien ponderado don Ramón de la Cruz, Cano y Olmedilla, que no por llevar el humilde título de sainetes y porque en ellos se peque gravemente contra los dogmas y fueros de eso que llaman buen tono, dejan de tener más mérito intrínseco, y sobre todo más originalidad y más nacionalidad que otros de mayores dimensiones, escritos con altas miras filosóficas, terapéuticas y sociabilitarias.

Hoy día, preciso es confesarlo, no son nuestras Castañeras sombra de lo que fueron. Guardan, sí, muchos de sus rasgos característicos; pero aquella fiereza varonil de que un tiempo blasonaron, y aquella su procaz elocuencia, que era el embeleso de los barrios bajos y el terror de los altos, pertenecen ya en gran parte a la historia; y para admirarlas, si no en su origen, a lo menos en copias bastante fieles, es forzoso asistir a las representaciones de los ya indicados sainetes del referido don Ramón de la Cruz, Cano y Olmedilla.

Verdad es que si en este siglo que apellidan de las luces, y yo llamaría de los fósforos, es muy difícil encontrar a la mujer fuerte, ni aun en el gremio de las Castañeras, no está menos gastado, si del todo no ha desaparecido, el tipo singular del Manolo; la fisonomía y virtualidad de aquellos héroes de presidio y taberna que prorrumpían en estas enérgicas palabras:

U te he de echar las tripas por la boca,

U hemos de ver quién tiene la peseta;

o decían, para pintarlos con una brochada más análoga al artículo presente:

Los hérues como yo cuando pelean

No reparan en mesas ni en castañas.

Con efecto, desde que dejaron de existir zorongos y redecillas; desde que dieron un estirón convirtiéndose en pantalones los calzones de nuestros abuelos, ha ido degenerando de día en día aquella especial y vigorosa raza que, si todavía no reniega de sus peculiares instintos, poco o nada conserva de sus antiguos hábitos. Lo que llamamos pueblo bajo ha menguado en calidad y en cantidad, como ha decaído en riqueza y autoridad la aristocracia. Las clases medias absorben visiblemente a las extremas; fenómeno que en parte se debe a los progresos de la civilización, en parte al influjo de las instituciones políticas, y cuyas ventajas e inconvenientes no me propongo dilucidar. Ello es que ya no se encuentran por un ojo de la cara aquellos chisperos cuya siniestra catadura debe de estar muy presente en la memoria de algún célebre personaje de la corte de Carlos IV, ni aquellas manolas que santiguaban con una pesa de dos libras a los soldados de Murat que osaban requebrarlas. Es cierto que aún hace la navaja de las suyas y que hay todavía en cada plazuela varias cátedras, no reconocidas por la Dirección de Estudios, donde se enseña gratis el arte ameno y persuasivo de esgrimirse a desvergüenzas; pero estas mismas desvergüenzas son ya algo más cultas y menos peladas que in illo témpore, y para bien de la moral pública, menos frecuentes los repelones y las azotainas. Hasta en la ropa, cuando no se viste el uniforme legal que iguala al rico con el pobre y al noble con el plebeyo, hay cierta arbitrariedad, cierta insubordinación que se asemeja mucho a la anarquía. Ya no hay traje nacional para nadie, como no se busque en alguna arrinconada o insignificante aldea. Vemos a más de un señor titulado ataviarse con zamarra y sombrero calañés, como vemos a más de un proletario menestral proveerse de levita en los portales de la calle Mayor, y tan lechuguinas se van haciendo las Bastianas y las Alifonsas, que no pierdo la esperanza de ver a alguna de ellas con papalina. ¡Oh témpora! ¡Oh mores!

Volviendo a las Castañeras, observo entre ellas varias graduaciones, o llámense jerarquías, que conviene deslindar para dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César; que hay Castañeras a quienes humillaría el trato con otras menos calificadas.

En primer lugar, aunque todas tratan en castañas, unas las cuecen, y otras las asan; en segundo lugar, unas asan las castañas así, y otras las asan... asado; en tercer lugar, hay Castañeras de esquina, Castañeras de portal y Castañeras de taberna.

Las Castañeras cocidas..., quiero decir, las Castañeras que cuecen