1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. - Jim Thompson - E-Book
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1.280 almas. El asesino dentro de mí. Los timadores. La huida. E-Book

Jim Thompson

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2018
Beschreibung

Desde las catacumbas de la literatura, Jim Thompson emergió con furia para marcar a fuego la novela negra. Su estilo salvaje, crudo y nihilista lo convirtió en un revolucionario, y el paso del tiempo, en un clásico indómito. Este volumen recoge sus cuatro novelas más famosas y también las mejores: 1.280 almas, El asesino dentro de mí, Los timadores y La huida. Todas ellas beben de los clásicos, pero Thompson subvierte las normas del género para llevar a sus personajes al límite y cumplir con la máxima que cumplen sus narraciones: nada es lo que parece.

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Título original en inglés: Pop. 1280.

© Jim Thompson, 1964.

© de la traducción: Antonio Prometeo Moya, 2010.

Título original en inglés: The Killer Inside Me.

© Jim Thompson, 1952.

© de la traducción: Galvarino Plaza, 1975.

Título original en inglés: The Grifters.

© Jim Thompson, 1963.

© de la traducción: M.ª Antonia Fernández Álvarez-Nava, 2013.

Título original en inglés: The Getaway.

© Jim Thompson, 1959.

© de la traducción: María Antonia Oliver, 2011.

Publicados los cuatro títulos por acuerdo con el autor, c/o Baror International, Inc., Armonk, New York, U.S.A.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO357

ISBN: 9788491871774

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Nota editorial

1280 almas

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El asesino dentro de mí

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Los timadores

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La huida

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Ómnibus en RBA

Jim Thompson

NOTA EDITORIAL

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se había convertido de repente en una superpotencia. Era un país que había luchado por dejar atrás una enorme crisis económica que se había alargado durante diez años y que intentaba cerrar las brechas abiertas por el conflicto bélico. Los estadounidenses, pues, encaraban con optimismo la feliz década de 1950 en la que la prosperidad les conferiría un ligero aire de despreocupación y, hasta cierto punto, de ingenuidad. La primera gran grieta de ese aparente estado de inocencia en un contexto nacional no se abriría hasta el asesinato de Kennedy en 1963.

Para los americanos, al menos en la visión que querían transmitir al mundo, el mal anidaba más allá de sus fronteras y dentro, el american way of life se imponía. El país generaba riqueza y el baby boom dejaba estampas felices de familias sonrientes que vivían en casas con jardín y se reunían ante el televisor para ver I Love Lucy o El Llanero Solitario. Pero todo eso solo era la fachada exterior. El Sueño Americano también tenía una cara oculta, porque Estados Unidos seguía siendo un lugar perturbador, egoísta, violento y racista. Ese país que contradecía la versión oficial asomaba en muchos rincones, pero uno de los más evidentes eran los quioscos, en los cuales se vendían periódicos sensacionalistas y abundaban cada vez más las novelas negras que se publicaban directamente en ediciones baratas. Allí era donde reinaban nombres como David Goodis, John D. MacDonald, Lionel White o, sobre todo, Jim Thompson.

Thompson fue un novelista tardío. Con cuarenta y cinco años apenas había publicado tres novelas menores, aunque hacía tiempo que se dedicaba a escribir, sobre todo relatos, aunque también crónicas periodísticas truculentas. Su rumbo profesional definitivamente cambió a partir de 1952, cuando asumió el rol de escritor profesional, dejando atrás un reguero de oficios variopintos. Y lo hizo marcando un ritmo diabólico. En apenas trece años (hasta 1964), publicó diecisiete novelas con las que consiguió perforar las conciencias americanas de sus lectores como un martillo neumático y, de paso, se erigió en heredero de los clásicos del hardboiled, así como en uno de los escritores más salvajes y subversivos de la literatura moderna.

Esa etapa tan intensa y determinante para la evolución de la novela negra es la que RBA quiere reivindicar con este volumen, que recoge las cuatro obras más importantes alumbradas por Thompson en esos años —1280 almas, El asesino dentro de mí, Los timadores y La huida—, que dan la justa medida de los temas y las obsesiones que pueblan su universo literario.

Abren esta compilación las dos obras magnas de Thompson, las dos novelas que deberían figurar en cualquier canon del género que se precie. Existen muchas semejanzas entre 1280 almas y El asesino dentro de mí. Narradas en primera persona, ambas están protagonizadas por sendos sheriffs de una localidad pequeña para quienes la ley exterior ha dejado de regir sus vidas y, por debajo de la pátina social de estúpida amabilidad que lucen ambos, emerge un demonio interior sediento de sangre. Sin embargo, los caracteres y las motivaciones de Nick Corey (1280 almas) y Lou Ford (El asesino dentro de mí) son distintos, lo que desemboca en personajes y novelas diferentes. Mientras que Corey es un personaje mucho más maquiavélico y sarcástico, obsesionado por mantener su puesto tras unas elecciones, Ford es un sádico que vive sometido por lo que él llama «la enfermedad», que lucha por mantener oculta.

La siguiente novela de esta selección, Los timadores, es la más sexualizada de las cuatro. El sexo es un tema recurrente en la producción de Thompson, pero no suele tener un marcado carácter sensual, sino que más bien aúna placer y sufrimiento. Buena muestra de ello es el tortuoso triángulo que en esta obra se establece entre Roy Dillon, su joven madre y su pareja, que da la medida de los infiernos que el autor podía crear con increíble facilidad. Además, con el mundo de los timos como trasfondo (que Thompson conoció de primera mano en su juventud), la novela es un perfecto ejemplo de lo traicionera que es su prosa y las múltiples trampas que tiende a sus lectores sin apiadarse de ellos en ningún momento.

Cierra el volumen La huida, una personal y maliciosa obra maestra thompsoniana que comienza como una trepidante novela de atracos y acaba siendo una carga de profundidad destinada a hundir los estándares narrativos del género. La parte final de la odisea de la pareja protagonista, preñada de simbolismos, puede considerarse sin duda uno de los momentos culminantes de su producción literaria. Tan revolucionario es el desenlace de Thompson que cuando lo presentó a sus editores, estos se mostraron asustados y quisieron cambiarlo, pero el autor se mostró inflexible. No es de extrañar que la famosa versión cinematográfica de la novela (dirigida por otro estilista de la violencia como Sam Peckinpah) se alejara mucho de ese final para el que el gran público no estaba preparado. Sin embargo, el tiempo ha confirmado que Jim Thompson tenía razón al atreverse a ir más lejos que nadie. Afortunadamente para sus lectores.

1280 almas

1

Verá, señor, el caso es que tendría que haberme sentido satisfecho, tan satisfecho como un hombre pueda sentirse. Porque allí estaba yo, el sheriff de Potts County, ganando casi dos mil dólares al año, sin contar los extras que me iba sacando. Por si fuera poco, tenía una vivienda gratis en el segundo piso del Palacio de Justicia, el sitio más bonito que se pueda imaginar; hasta había cuarto de baño, de manera que no tenía que bañarme en un barreño o ir a un lugar público, como hacían casi todos los del pueblo. En lo que a mí respecta, podría afirmarse que aquello era el reino de los cielos. Para mí lo era, y parecía que podía seguir siéndolo —mientras fuera sheriff de Potts County— siempre que me ocupara exclusivamente de mis propios asuntos y solo detuviera a alguien cuando no tuviese más remedio, y eso siempre que se tratara de un don nadie.

Sin embargo, no estaba tranquilo. Tenía tantos problemas que la preocupación me tenía enfermo.

Me sentaba a la mesa para comer una media docena de chuletas de cerdo, unos cuantos huevos fritos y un plato de bollos calientes con menudillos y salsa; pues bien, no podía acabármelo todo. No me lo terminaba. Empezaba a dar vueltas a los asuntos que me preocupaban y cuando me daba cuenta me había levantado sin rebañar el plato.

Con el sueño me ocurría lo mismo. Puede decirse que no pegaba ojo. Me metía en la cama pensando que aquella noche tenía que descansar, pero qué va. Pasaban veinte o treinta minutos antes de que me durmiera. Y luego, después de solo ocho o nueve horas, me desvelaba y ya no podía volverme a dormir, cascado y hecho polvo como estaba.

Pues bien, señor, el caso es que estaba despierto, igual que la noche que he puesto como ejemplo, moviéndome en la cama y dándole vueltas a la cabeza, hasta que no pude soportarlo más. Así que me dije: «Nick, Nick Corey, las preocupaciones acabarán desquiciándote, así que será mejor que pienses algo y pronto. Tienes que tomar una decisión, Nick Corey, porque, si no, lamentarás no haberlo hecho».

Así que me puse a pensar y pensar, y luego pensé un poco más.

Llegué a la conclusión de que no sabía qué coño hacer.

2

Me levanté por la mañana, me afeité y me di un baño, aunque era lunes y ya me había aseado a conciencia el sábado anterior. Después, me puse la ropa de los domingos: el Stetson nuevo de sesenta dólares, las botas Justin de setenta y cinco dólares y los Levi’s de cuatro dólares. Me planté delante del espejo y me observé minuciosamente por todas partes para asegurarme de que no parecía un paleto de pueblo. Quería visitar a un amigo. Iba a ver a Ken Lacey para hablarle de mis problemas, y siempre que iba a ver a Ken Lacey me gustaba ir presentable.

Camino de la escalera pasé por delante del dormitorio de Myra; había dejado la puerta abierta para que corriera el aire. Sin que se percatara de mi presencia, me detuve y eché un vistazo. Entré y me la quedé mirando un ratito. Me acerqué de puntillas a la cama y me quedé a su lado para observarla bien, relamiéndome y sintiendo un estremecimiento.

Tengo que confesaros algo, y hablo en serio. Hay una cosa que no me ha faltado nunca. Apenas había salido del cascarón —un crío con su primer pantalón largo— cuando las chavalas empezaron a insinuárseme. Cuanto mayor me hacía, más hembras se me acercaban. A veces me decía: «Nick, Nick Corey, tendrás que hacer algo con las tías. Lo mejor será que lleves un látigo y que te las quites de encima a hostias, porque, si no, van a acabar contigo».

El caso es que no lo hice nunca porque no soporto que le peguen a una mujer. En cuanto una lloriquea un poco, me desarma.

Para volver con lo que estábamos, como decía, nunca me han faltado mujeres; todas han sido de lo más generosas conmigo. Precisamente por eso es más extraño cómo miraba a Myra, mi mujer. Relamiéndome y sintiendo cierto cosquilleo. Myra era un poco mayor que yo y, se la mirara por donde se la mirase, parecía tan soez como era en realidad. Creedme, Myra era una mujer terriblemente ordinaria. Pero el problema soy yo, que soy un tipo de ideas fijas. Me pongo a darle vueltas a algo y ya no puedo pensar en nada más. La verdad es que no andaba falto, pero ya sabéis cómo son estas cosas. Quiero decir que es igual que comer palomitas de maíz: cuantas más tienes, más quieres. Era verano y no llevaba camisón; además, las sábanas estaban revueltas y no la tapaban del todo. Estaba más bien boca abajo, de manera que no podía verle la cara, lo que la favorecía mucho.

Allí estaba yo, mirándola, poniéndome cachondo y excitándome, hasta que ya no pude aguantar más y empecé a desabrocharme la camisa.

«A fin de cuentas —me dije—, a fin de cuentas, Nick Corey, es tu mujer, así que tienes derecho».

Supongo que imagináis lo que pasó, aunque creo que no lo sabéis porque no conocéis a Myra. Os aseguro que sois afortunados. A lo que íbamos: se dio la vuelta de repente y abrió los ojos.

—¿Qué haces? —me preguntó.

Le expliqué que iba al condado donde Ken Lacey era sheriff, que probablemente estaría fuera hasta bien entrada la noche y que, como lo más seguro era que nos echáramos de menos, quizá deberíamos estar juntos antes.

—¡Ya! —exclamó, casi escupiéndome la interjección—. ¿Pensabas que iba a dejarme, aunque tuviera ganas?

—Bueno —dije—, pensaba que a lo mejor sí. Vamos, lo esperaba. Además, ¿por qué no?

—Porque apenas puedo aguantar tu presencia. ¡Ahí tienes el motivo! ¡Porque eres un idiota!

—Bueno —contesté—, no estoy seguro de que tengas razón, Myra. O sea, no digo que te equivoques, sino que no estoy de acuerdo contigo. Vamos, que no tienes que insultarme, aunque sea un idiota. El mundo está lleno de idiotas.

—Es que tú no solo eres idiota: ni siquiera tienes voluntad. Eres lo más insignificante que he visto en mi vida.

—Oye, tú —dije—, si piensas eso, ¿por qué te casaste conmigo?

—¡Mira quién fue a hablar! ¡Será animal! —exclamó—. ¡Como si no supiera por qué! ¡Como si no supiera que tuve que casarme con él porque me violó!

Aquello me dolió un poco. Siempre decía que yo la había violado, y eso me sentaba mal. La verdad es que no podía contradecirla cuando afirmaba que yo era un idiota abúlico, porque a lo mejor no soy muy listo —¿quién quiere un sheriff listo?—, y creo que me conviene más dar la espalda a los problemas que hacerles frente. Lo que quiero decir, qué narices, es que ya nos metemos en muchos líos por nuestra cuenta sin ayuda de nadie.

Pero cuando decía que yo era un violador, era otra cosa. Quiero decir que no era cierto. Además, no tenía sentido.

¿Por qué iba a violar a una mujer un tipo como yo, al que le sobraban las tías?

—Mira, voy a decirte algo de eso de la violación —le dije, ruborizándome un poco, mientras me abotonaba la camisa—. No digo que seas una mentirosa porque no sería educado por mi parte, pero entienda una cosa, señora: si me gustaran las embusteras, ya te habría matado a polvos.

Bueno, aquello la puso fatal. Empezó a llorar y a desgañitarse, gritando como un becerro en una tormenta de granizo. Evidentemente, despertó a su hermano Lennie, el cretino, que entró como una tromba, llorando, parpadeando y babeando.

—¿Qué le has hecho a Myra? —preguntó rociando de saliva un área de tres metros—. ¿Qué te has atrevido a hacerle, Nick?

No contesté porque estaba ocupado en limpiarme sus babas. Fue dando tumbos hasta Myra, que lo abrazó y se me quedó mirando.

—¡Animal! ¡Mira lo que has hecho! —vociferó ella.

Dije, maldita sea, que no había hecho nada, que Lennie siempre estaba a punto para berrear y babear.

—Y cuando no lo está —añadí— es porque anda merodeando por el pueblo para espiar a alguna mujer por la ventana.

—¡Qué mala leche! —exclamó Myra—. ¡Acusar al pobre Lennie de algo que no puede evitar! Sabes que es tan inocente como un cordero.

—Puede ser —dije.

Tema zanjado. Además, se me iba a escapar el tren. Me dirigí al recibidor, pero a ella no le gustó verme marchar sin ni siquiera una súplica de perdón, de manera que se revolvió contra mí.

—Será mejor que mires lo que haces, Nick Corey. ¿Sabes qué pasará si no lo haces?

Me detuve y me di media vuelta.

—¿Qué pasará?

—Les diré a los del pueblo lo que eres en realidad. ¡Veremos cuánto duras de sheriff cuando les diga a todos que me violaste!

—Te diré lo que pasará exactamente —respondí—: Me quedaré sin empleo antes de que pueda abrir la boca.

—¡Efectivamente! ¡Será mejor que no lo olvides!

—No lo olvidaré, aunque tú tienes que recordar otra cosa: si dejo de ser sheriff, ya no tendré nada que perder, ¿no te parece?, y todo me importará una mierda. Además, si yo no soy el sheriff, tú tampoco serás la mujer del sheriff, y ¿adónde hostias iréis a parar tú y el cretino de tu hermano?

Abrió los ojos como platos y tragó aire a bocanadas. Hacía tiempo que no le levantaba la voz, y los humos se le bajaron rápidamente.

Le dediqué un significativo gesto con la cabeza y acto seguido salí por la puerta. Bajaba ya la escalera cuando oí que me llamaba.

Había reaccionado deprisa. Llevaba puesta una bata e intentaba esbozar una sonrisa.

—Nick —dijo inclinando la cabeza—, ¿por qué no te quedas un ratito, eh?

—No sé. No estoy de humor.

—Bueno, a lo mejor yo te hago recuperar el humor, ¿eh?

Dije que no sabía. Tenía que coger un tren y quería comer algo antes.

—No... —dijo un tanto nerviosa—, no irás a cometer una locura, ¿verdad?, solo porque estés enfadado conmigo.

—No, no voy a hacer nada —contesté—. No más de lo que tú harías, Myra.

—Bueno. Que lo pases bien, cariño.

—Lo mismo digo, señora.

Terminé de bajar la escalera, crucé el Palacio de Justicia propiamente dicho y salí por la puerta principal.

Estuve a punto de darme un cabezazo al salir a la luz neblinosa de las primeras horas de la mañana. Estaban pintando la maldita fachada y los pintores se habían dejado las escaleras y las latas por todas partes. Ya en la acera, me volví para comprobar los progresos. Me pareció que no habían hecho casi nada en dos o tres días. Aún estaban en el último piso, pero no era asunto de mi incumbencia.

Yo solito podría haber pintado el edificio entero en tres días, pero ni recaudaba los fondos del condado ni el pintor contratado era cuñado mío.

Cerca de la estación había una freiduría que regentaban unos negros y me detuve allí a comerme un plato de pescado frito con pan de centeno. Estaba demasiado fastidiado para meterme un buen desayuno, demasiado obcecado con mis preocupaciones. Así que me lo zampé todo y pedí otra ración con una taza de achicoria para llevar.

Llegó el tren y subí. Me senté junto a la ventanilla y me puse a comer. Pensaba que aquella mañana había puesto en su sitio a Myra y que en adelante iba a estar más suave conmigo.

Pero sabía que me engañaba.

Habíamos tenido enfrentamientos parecidos muchas veces. Me amenazaba con lo que iba a hacerme, y yo le recordaba que tenía mucho que perder si lo hacía. Luego mejoraban las cosas durante un tiempo, aunque no del todo. No cambiaba nada de lo que realmente importaba.

Y no era, fijaos bien en lo que os digo, porque no fuéramos complementarios.

Era muy echada para adelante, pero cuando las cosas se ponían feas, entendía que yo reculara.

Por supuesto, sabía que si me hacía perder el empleo se perdería a sí misma. Tendría que dejar la ciudad con aquel desgraciado que tenía por hermano, y lo más seguro es que pasara mucho tiempo antes de que pudiera divertirse tanto como conmigo. Probablemente nunca se divertiría tanto.

Pero podía defenderse.

Acabaría consiguiendo cualquier cosa.

En cambio, yo...

Lo único que había hecho en mi vida era trabajar de sheriff. Era todo lo que podía hacer, que no es sino otra forma de decir que todo cuanto podía hacer se reducía a cero. Si dejaba de ser sheriff, no tendría ni sería nada.

Era duro aceptar que no fuera más que una nulidad que no hacía nada. A esta preocupación se sumaba otra: que pudiera perder el empleo sin que Myra dijese o hiciese nada.

Últimamente había empezado a sospechar que la gente no estaba del todo satisfecha conmigo, que esperaba que hiciera algo más que sonreír, bromear y mirar a otra parte. Y, la verdad, no sabía qué hacer al respecto.

El tren tomó una curva y siguió el curso del río durante un trecho. Estirando el cuello, pude ver los cobertizos sin pintar de la casa de putas del pueblo y a dos individuos —dos chulos— tumbados en el pequeño muelle que había delante del local. Aquellos dos macarras me habían causado muchos problemas, un montón. La semana anterior, sin ir más lejos, me habían empujado, presuntamente de forma accidental, y me había caído al agua, y unos días antes me habían tirado de boca en el barro, según decían, sin mala intención. Lo peor de todo era la forma que tenían de dirigirse a mí, poniéndome motes, gastándome bromas ordinarias y sin guardarme el respeto que lógicamente se espera que los macarras le tengan a un sheriff, aunque este les saque un poco de dinero.

Decidí que tenía que hacer algo con aquellos dos macarras. Algo efectivo.

Acabé de comer y fui al lavabo de hombres. Me lavé las manos y la cara, saludando con un gesto al tipo que estaba sentado en el largo banco tapizado en cuero.

Llevaba un traje de corte clásico, a cuadros blancos y negros. Calzaba botines con polainas y se cubría con un sombrero de hongo blanco. Me observó con detenimiento y sus ojos se detuvieron un momento en la cartuchera y la pistola que llevaba yo. No sonrió ni dijo nada.

Señalé el periódico que leía el individuo.

—¿Qué le parecen los bolcheviques esos? —le pregunté—. ¿Cree usted que derrocarán al zar?

Gruñó, pero siguió sin decir nada. Me senté a su lado en el banco, bastante cerca.

La verdad es que yo quería echar una meada, pero no estaba seguro de si debía entrar en el retrete o no. La puerta no estaba cerrada y daba bandazos según el movimiento del tren, o sea que debía de estar desocupado. Sin embargo, el tipo seguía allí y quizá quería hacer lo mismo que yo. Así que, aunque estuviera libre, no habría sido muy educado por mi parte colarme.

Esperé un rato. Esperé, removiéndome y retorciéndome, hasta que ya no pude más.

—Perdón —dije—. ¿Espera para entrar en el retrete?

Pareció sobresaltarse. Me dirigió una mirada grosera y habló por primera vez.

—¿Le importa mucho?

—Claro que no. Lo que pasa es que quiero entrar y pensaba que usted iba a hacer lo mismo. Vamos, que creía que había alguien dentro y que usted estaba esperando.

Miró la batiente puerta del retrete; de una sacudida, se abrió lo suficiente para ver la taza. Después clavó los ojos en mí, entre perplejo y molesto.

—¡Por el amor de Dios! —dijo.

—¡Vaya! No me había dado cuenta de que no había nadie dentro.

No me imaginaba que me respondería después de un minuto, pero lo hizo pasado ese tiempo.

—Sí —dijo—, el retrete estaba ocupado. Por una mujer desnuda a lomos de un potro moteado.

—¡Oh! —exclamé—. ¿Cómo se ha atrevido esa mujer a utilizar el lavabo de caballeros?

—Por el potro —dijo—. También tenía que mear el animal.

—Pues desde aquí no veo a ninguno de los dos —contesté—. Es curioso que no pueda verlos en un lugar tan pequeño.

—¿Me está llamando embustero? ¿Dice que no hay una mujer desnuda en un potro moteado ahí dentro?

Respondí que no, por supuesto que no. En ningún momento había dicho yo eso.

—El caso es que me urge bastante —añadí—. Lo mejor será que vaya a otro vagón.

—¡Ni lo sueñe! Nadie me llama embustero y se marcha tan campante.

—Yo no... No he querido decir lo que insinúa. Yo solo...

—¡Se va a enterar! ¡Le voy a enseñar quién dice la verdad! Se va a quedar usted ahí hasta que salgan la mujer y el potro.

—Pero ¡tengo que mear! —exclamé—. Vamos, que tengo muchas ganas, señor.

—Pues usted no se mueve de aquí —replicó—. No hasta que vea que digo la verdad.

Bien, señor, el caso es que yo no sabía qué hacer. No lo sabía. Puede que vosotros lo supierais, pero yo no.

Durante toda mi vida me he comportado tan amable y educadamente como se puede comportar un hombre. Siempre he creído que si un tipo era simpático con los demás..., en fin, que los demás serían simpáticos con el tipo. Pero no siempre resultaba así. Al parecer, la mayoría de las veces las cosas llegaban al punto en que me encontraba en aquel momento, y yo no sabía qué hacer.

Cuando ya estaba a punto de cabrearme, entró el revisor para pedirnos los billetes y pude salir. Me fui de allí tan deprisa que no tardé nada en llegar a la puerta que daba al vagón contiguo. Entonces oí una explosión de carcajadas procedentes del departamento que acababa de abandonar. Se reían de mí, supuse, el revisor y el hombre del traje a cuadros. Pero estoy acostumbrado a que se rían de mí y, además, en aquel momento tenía otras cosas en que pensar.

Así que crucé el vagón contiguo y oriné. Creedme, fue un alivio. Volvía por el pasillo en busca de un asiento para no tener que encontrarme otra vez con el tipo del traje a cuadros, cuando vi a Amy Mason.

Estaba segurísimo de que ella también me había visto, pero fingió que no. Vacilé durante un minuto junto al asiento vacío que estaba a su lado. Finalmente me crucé de brazos y me senté.

No lo sabe nadie en Potts County porque procuramos mantenerlo en secreto, pero Amy y yo fuimos muy íntimos en otro tiempo. El caso es que nos habríamos casado de no ser porque su padre me puso tantas pegas. Esperamos y esperamos a que el anciano caballero se muriera, pero una semana más o menos antes de que ocurriera, Myra me enganchó.

Desde entonces no había visto a Amy más que un par de veces en la calle. Quería decirle que lo sentía e intentar darle una explicación, pero ella no me había dado ninguna oportunidad. Si hacía ademán de detenerla, cruzaba a la otra acera.

—Hola, Amy —dije—. Bonita mañana.

La boca se le tensó un poco, pero no dijo nada.

—Qué agradable casualidad encontrarte aquí —dije—. ¿Adónde vas, si no es indiscreción?

Esta vez respondió. Lo justo.

—A Clarkton. Me bajo enseguida.

—Me habría gustado que fueses más lejos —dije—. He buscado muchas veces la oportunidad de hablar contigo, Amy. Quería explicarte ciertas cosas.

—¿De verdad? —Me miró de soslayo—. A mí me parece que sobran las explicaciones.

—No, no —dije—. Sabes que nadie me gustaba más que tú, Amy. Nunca he querido casarme con nadie que no fueras tú, esa es la verdad. Te lo juro. Te lo juraría sobre un montón de biblias, querida.

Parpadeó deprisa, como solía hacer para contener las lágrimas. Le cogí la mano, se la apreté y vi que le temblaban los labios.

—En... entonces, ¿por qué lo hiciste, Nick? ¿Por qué tú...?

—Eso es precisamente lo que quería contarte. Lo que pasa es que es muy largo, y... mira, guapa, ¿por qué no me dejas que baje en Clarkton contigo, nos metemos en un hotel un par de horas y...?

Eso era precisamente lo que no tenía que haber dicho, lo menos indicado en aquel momento.

Amy se puso pálida. Me dirigió una mirada fría como el hielo.

—¿Es eso lo que piensas de mí? —preguntó—. ¿Es eso lo único que quieres... lo único que has querido? Casarte conmigo, no. ¡Oh, por supuesto que no! No me querías para el matrimonio. Solo para llevarme a la cama y...

—Por favor, cariño, yo...

—¡No intentes engatusarme, Nick Corey!

—Pero si no estaba pensando en eso... en lo que tú creías que yo pensaba —dije—. Lo que pasa es que me llevaría mucho rato explicarte lo que ocurrió entre Myra y yo, y he supuesto que necesitaríamos un lugar tranquilo para...

—Ni lo sueñes. ¿Comprendes? Ni lo sueñes. Ya no me interesan tus explicaciones.

—Por favor, Amy. Déjame por lo menos...

—Le diré una cosa, señor Nicholas Corey, y será mejor que se lo comunique a quien corresponda: como vuelva a pillar al hermano de tu mujer espiándome por la ventana, va a haber jaleo. Jaleo del bueno. No voy a callarme como las demás mujeres de Potts County. Así que díselo a tu esposa. A buen entendedor, pocas palabras bastan.

Le dije que esperaba que no hiciera nada de eso. Por su propio bien, claro.

—No me gusta Lennie más que a ti, pero Myra...

—¡Ya te lo he advertido! —Sacudió la cabeza y se levantó cuando el tren reducía la velocidad al aproximarse a Clarkton—. ¿Crees que esa me da miedo?

—Bueno —dije—, quizá tendría que dártelo. Ya sabes cómo es Myra cuando la toma con alguien. Empieza a chismorrear y a contar mentiras, ya sabes...

—Déjame pasar, por favor.

Me empujó para abrirse camino y salió al pasillo con la cabeza erguida, mientras la pluma de avestruz de su sombrero se sacudía y se balanceaba. Cuando el tren volvió a ponerse en marcha, quise decirle adiós con la mano, pero ella, aún en el andén, volvió la cabeza inmediatamente, dando otra sacudida a la pluma de avestruz, y echó a andar hacia la calle.

Eso fue todo, y me dije que quizá no había estado tan mal, porque ¿cómo podríamos haber aclarado nada tal y como estaban las cosas entre nosotros?

Myra existía, y el problema seguiría existiendo hasta que Myra o yo muriéramos de viejos. Aunque Myra no era el único inconveniente.

Yo tenía una amiguita, una mujer casada llamada Rose Hauck, uno de esos líos en que acostumbro a meterme sin darme cuenta. Rose me importaba un rábano, aunque era terriblemente guapa y generosa. Pero yo significaba mucho para ella. Mucho, mucho. Cantidad, y me lo demostraba.

Para que os deis cuenta de lo lista que era Rose, Myra la consideraba su mejor amiga. Sí, señor, Rose lo había conseguido. Cuando estábamos solos, quiero decir Rose y yo, echaba pestes de Myra hasta que me sacaba los colores, pero cuando las dos se juntaban, ¡ay, amigo!, Rose la agasajaba, la llenaba de elogios y se la metía en el bolsillo. Myra estaba tan complacida y embobada que casi lloraba de alegría.

La forma más segura de picar a Myra era insinuar que Rose no era del todo perfecta. Ni siquiera Lennie se salvaba. Una vez se le ocurrió decir que una mujer tan guapa como Rose no podía ser tan simpática como aparentaba. Myra lo sacó a guantazos de la habitación.

3

No sé si ya os lo he dicho, pero Ken Lacey, el tipo al que iba a visitar, era el sheriff de un par de condados río abajo. Nos conocimos en una convención de funcionarios jurídicos celebrada hace años, y el caso es que congeniamos. No solo era un buen amigo, sino que además era muy listo; lo supe en cuanto empecé a hablar con él. De modo que, en la primera ocasión que se presentó, le pedí consejo sobre un problema que tenía.

—Mmmm —dijo cuando le hube explicado la situación y después de pensarlo un rato—. Veamos. Las letrinas se encuentran en una propiedad comunal, ¿no? Detrás del Palacio de Justicia, ¿me equivoco?

—Exacto —dije—. Exactamente como dices, Ken.

—Y solo te molestan a ti, ¿no es así?

—Efectivamente. El juzgado está al final de la planta baja y no tiene ventanas que den atrás. Las ventanas están arriba, en el segundo piso, que es donde yo vivo.

Ken me preguntó si podía conseguir que las autoridades del condado derribasen las letrinas. Le contesté que no, que era muy difícil. Al fin y al cabo, las utilizaba mucha gente.

—¿No podrías hacer que las limpiasen? —preguntó—. ¿Que las desinfectasen un poco con unos cuantos barriles de cal?

—¿Por qué iban a hacerlo? —dije—. Si solo me molestan a mí. Lo más probable es que se me echen encima en cuanto me queje.

—Ya, ya. —Ken asintió—. Parece que solo sea cosa tuya.

—Pero tengo que hacer algo, Ken —insistí—. No es solo el olor que despiden cuando hace calor, lo que ya es bastante insoportable, sino todo lo demás. Están también esos cochinos boquetes en el techo que dejan el interior al descubierto. Suponte que recibo visitas y que piensan: «Caramba, qué vista tan maravillosa». Se asoman a la ventana y la panorámica de la que disfrutan es la de cualquier tío haciendo sus necesidades.

Ken dijo «Ya, ya» otra vez, carraspeó y se pasó la mano por la boca. Luego la abrió para decir que era un problema, un verdadero problema.

—No entiendo cómo se puede molestar a un sheriff como tú, Nick, con todas las preocupaciones que conlleva tu importante cargo.

—Tienes que ayudarme, Ken. Tengo la picha hecha un lío.

—Te ayudaré —asintió Ken—. Nunca he dejado en la estacada a ningún colega de profesión y no voy a hacerlo ahora.

Me dijo lo que tenía que hacer y lo hice. Aquella misma noche me colé en los retretes públicos y aflojé un clavo aquí, otro allá, al tiempo que removía un poco los tablones del suelo. A la mañana siguiente me levanté temprano, preparado para entrar en acción cuando llegara el momento oportuno.

El tipo que más frecuentaba aquel servicio público era el señor J. S. Dinwiddie, el director del banco. Entraba antes de ir a su casa a comer y al volver del almuerzo, al irse a su casa por la noche y cuando volvía al trabajo por la mañana. A veces pasaba de largo, pero nunca por las mañanas. Cuando la salsa y los menudillos le empezaban a hacer efecto, ya estaba lejos de casa y tenía el tiempo justo para entrar corriendo en los retretes.

La mañana siguiente a la noche de los estropicios lo vi entrar: un tiarrón gordo, con cuello de camisa blanco y ancho y un traje de velarte recién estrenado. Los tablones del suelo cedieron y el fulano cayó con ellos en el pozo.

Más exactamente, en un pozo de mierda acumulada durante treinta años.

Por supuesto, corrí en su ayuda casi al segundo del incidente. No sufrió ningún daño, aunque quedó totalmente embadurnado. En mi vida he visto a un tipo más cabreado.

Daba saltos, se movía arriba y abajo, de lado, agitaba los puños, sacudía los brazos y gritaba cosas muy feas. Quise echarle un poco de agua para quitarle lo más negro de la porquería, pero como no paraba de brincar y retorcerse, fue poco lo que pude hacer. Le tiraba el agua cuando estaba en un sitio, pero cuando el agua llegaba, el tío ya estaba en otra parte. ¡Y soltaba cada taco! Nunca había oído cosa igual, ¡y eso que ayudaba en la iglesia!

Las autoridades del condado y algunos funcionarios llegaron enseguida, todos muy nerviosos al ver al ciudadano más importante del lugar de aquella guisa. El señor Dinwiddie acabó por reconocerlos, aunque es difícil saber cómo lo consiguió, con toda aquella mierda en los ojos. De haber tenido a mano una estaca, seguro que la habría emprendido a palos con todos.

Los puso de vuelta y media. Juraba que los llevaría a juicio por negligencia criminal. Gritaba que los encausaría por daños personales, por tener abierto un lugar público peligroso.

Yo fui el único para quien tuvo una palabra amable. Dijo que un hombre como yo podía gobernar el condado solo y que iba a hacer lo posible para que destituyeran a los demás funcionarios, ya que constituían un gasto innecesario y, además, una amenaza peligrosa.

Pasó el tiempo y el señor Dinwiddie no cumplió ninguna de sus amenazas, pero arregló el problema de las letrinas públicas. Las eliminaron y cegaron el pozo en una hora. Si alguna vez sube algún olorcillo, no hay más que ir a las autoridades y denunciar los retretes del Palacio de Justicia.

Esto ha sido una muestra de los consejos de Ken Lacey. Solo un ejemplo de lo buenos que eran...

Por supuesto, habrá quien diga que no eran tan buenos, que el señor Dinwiddie podía haberse matado y que yo me habría metido en un buen lío. Podría pensarse que los consejos de Ken estaban dictados por la maldad, que estaban destinados a hacer daño y no a aportar soluciones.

Pero yo, bueno, yo siempre pienso bien de las personas mientras puedo. O, por lo menos, no pienso mal hasta que no me veo obligado a hacerlo. Así que aún no me había decidido en lo que respecta a Ken en ese sentido.

Imaginaba que medía sus palabras, que meditaba los consejos que me daba para que yo tomara una decisión. Si me resultaba medianamente útil, le pagaría el favor. Pero si la utilidad no asomaba por algún lado...

Bueno, ya sabría lo que tenía que hacer con él.

Siempre lo sabía.

4

Compré un poco de comida en el tren: unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas fritas, cacahuetes, galletas y una gaseosa. A eso de las dos de la tarde llegamos al pueblo de Ken Lacey, la cabeza de partido del lugar en que era sheriff.

Era un lugar muy grande, con unos cuatro o cinco mil habitantes. La calle mayor estaba empedrada, y también la plaza que se abría alrededor del Palacio de Justicia. Por todas partes había calesas de ruedas radiadas y fantásticos carruajes cubiertos; hasta vi dos o tres automóviles conducidos por tíos pijos con anteojos, acompañados por mujeres con velos y trapitos de lino sujetándose con fuerza. Vamos, que era como estar en Nueva York o en una de esas grandes capitales de las que he oído hablar. Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que no presta atención a nada.

Por poner un ejemplo: pasé delante de un espacio abierto en que se celebraba la pelea de perros más acojonante que he visto en mi vida. Una verdadera batalla entre dos sabuesos, un bulldog y una especie de mestizo de culo moteado.

Aunque no hubiera habido ninguna pelea, el mestizo habría bastado para que un tipo se parase a mirar. Porque, de verdad, ¡era algo serio! Tenía el culo levantado, manchado y salpicado como si se le hubiera cagado encima una vaca. Las patas delanteras eran tan cortas que la nariz casi le tocaba el suelo. Tenía un ojo azul y el otro amarillo. Un amarillo muy brillante, como el pelo de una rubia.

Allí estaba yo, como un tonto, deseando que hubiera conmigo alguien de Potts County para que fuera testigo; nadie me creería cuando contara que había visto un perro semejante. Eché un vistazo alrededor y, aunque me resultaba difícil alejarme, abandoné aquel espectáculo y me encaminé al Palacio de Justicia.

Prácticamente me vi en la obligación de marcharme, ya me comprendéis, porque no quería que me tomasen por un paleto: yo era el único que se había parado a mirar. Había tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces un fenómeno como aquel.

Ken y un ayudante llamado Buck, un tipo al que no había visto nunca, se encontraban en la oficina del sheriff; estaban prácticamente sentados en la rabadilla, con las piernas cruzadas y los sombreros Stetson tapándoles los ojos.

Tosí e hice ruido con los pies. Ken levantó la mirada por debajo del ala del sombrero. Dijo:

—¡Vaya! Que me condenen si no es el sheriff de Potts County. —Giró la silla para encararse conmigo y me tendió la mano—. Siéntate, siéntate, Nick —me ofreció, y así lo hice—. Buck, despierta y saluda a un amigo mío.

Buck estaba ya despierto, al parecer, así que también giró su asiento y nos dimos la mano como Ken había dicho. Acto seguido, Ken hizo un gesto con la cabeza y Buck dio otra vuelta y sacó del escritorio un litro de whisky blanco y unos cigarros puros.

—Este tipo, Buck, es el ayudante más listo que tengo —dijo Ken mientras tomábamos un trago y encendíamos los puros—. Mucha iniciativa, este Buck. Ni siquiera tengo que decirle lo que hay que hacer, como pasa con la mayoría de la gente.

Buck dijo que se limitaba a cumplir con su deber y Ken contestó que no, señor, que era un tío listo.

—Como mi viejo amigo Nick. Por eso es el sheriff del cuadragésimo séptimo municipio más grande del estado.

—¿De verdad? —preguntó Buck—. No sabía que hubiera cuarenta y siete municipios en este estado.

—¡Pues claro! —respondió Ken mirándole un tanto ceñudo—. ¿Qué tal las cosas por Potts County, Nick? ¿Seguís prosperando?

—Bueno, no —contesté—. No me atrevería a decir que prosperamos. Potts County no es exactamente una gran ciudad, como lo que tenéis aquí.

—¿No? —dijo Ken—. Parece que pierdo la memoria. Como sea, ¿qué población tiene Potts County?

—Pues mira —respondí—, hay una señal en la carretera, a las afueras del pueblo, que dice « 1280 almas», así que supongo que será eso: mil doscientas ochenta almas.

—Mil doscientas ochenta almas, dices. Se supone que esas almas estarán dentro de otros tantos cuerpos, ¿no?

—Bueno, claro —dije—. Eso es lo que he querido decir. Es otra manera de decir mil doscientos ochenta habitantes.

Tomamos otro par de tragos. Buck sacudió el cigarro en un cacharro y se cortó un pedazo para mascar. Ken matizó que yo no era del todo exacto al decir que mil doscientas ochenta almas eran lo mismo que mil doscientos ochenta habitantes.

—¿Verdad que no, Buck? —inquirió Ken, haciéndole un gesto con la cabeza.

—Muy cierto —repuso Buck—. Tienes toda la razón, Ken.

—¡Pues claro! Dile a Nick por qué.

—Sí —dijo Buck volviéndose hacia mí—. Mira, Nick: la cantidad de mil doscientos ochenta comprende también a los negros, porque los leguleyos yanquis nos obligan a contarlos, pero los negros no tienen alma. ¿A que no, Ken?

—Muy cierto —respondió este.

—Mira, chico, yo no entiendo esas cosas —dije—. No me atrevo a deciros que no tenéis razón, pero me parece que tampoco estoy de acuerdo con vosotros. A ver, explicadme por qué se os ha ocurrido decir que los de color no tienen alma.

—Pues porque no la tienen.

—Pero ¿por qué no la tienen? —insistí.

—Díselo, Buck. A ver si consigues que el viejo Nick alcance la verdad —dijo Ken.

—Sí, claro. Mira, Nick: los negros no tienen alma porque no son personas.

—¿No? —dije.

—¡Toma! Claro que no. Casi todo el mundo lo sabe.

—Si no son personas, entonces ¿qué son?

—Negros, solo negros. Por eso la gente les llama negros y no personas.

Buck y Ken afirmaron con la cabeza, mirándome como si ya no hubiera más que decir al respecto. Tomé otro trago de la botella y se la pasé.

—A ver, a ver —dije—. ¿Cómo puede ser eso? Mi madre murió prácticamente después de nacer yo, y a mí me amamantó una mujer de color. Yo no estaría vivo de no haber sido por ella. Si eso no demuestra...

—¡Qué va! —me interrumpió Ken—. Eso no demuestra nada. A fin de cuentas, te podría haber alimentado una vaca, y no me irás a decir que las vacas son personas.

—Bueno, creo que no. Pero ese no es el único argumento. He tenido relaciones con tías de color que, sin duda, no habría tenido nunca con una vaca y...

—Pero podrías —dijo Ken—, podrías. Tenemos en chirona en este momento a un guripa que se ha tirado a una cerda.

—Está bien, lo tendré en cuenta —dije, porque había oído hablar de casos similares, pero no había conocido ninguno tan de cerca—. ¿De qué le vais a acusar?

Buck dijo que quizá de violación. Ken le lanzó una mirada inexpresiva y dijo que no, que no se atreverían.

—A fin de cuentas, puede afirmar que la cerda consintió, y entonces ya me dirás lo que hacemos.

—¡Eh! —dijo Buck—. ¡Eh, eh, Ken!

—¿Qué es eso de «eh»? —repuso Ken—. ¿Quieres decir que los animales no entienden lo que les decimos? Mira, si voy al perro y le digo: «Tú, ¿quieres cazar ratas?», verás cómo me salta encima, me ladra, me gruñe y me lame la cara. O sea, desgraciao, que me da a entender que quiere cazar ratas. Si le digo: «Tú, ¿quieres que te dé un palo?», verás cómo se pone en un rincón con el rabo entre las piernas; con eso querrá decir que no quiere que le dé un palo. Y...

—Vale, vale —dijo Buck—. Pero...

—¡Me cago en...! —lo interrumpió Ken—. ¡Cierra el pico cuando hablo! ¿Qué coño te pasa? Le digo aquí a Nick que eres un tío listo y tú vas y me quieres hacer quedar como un embustero delante de él.

Buck se ruborizó un poco y dijo que lo sentía, que no había querido contradecir a Ken.

—Ahora que me lo has explicado, lo entiendo a la perfección. Seguramente el guripa fue a la cerda y le dijo: «¿Quieres un poquito de lo que ya sabes, cerdita?», y la cerda se puso a chillar y a remover el rabo, dando a entender que estaría dispuesta siempre que el tipo quisiera.

—¡Pues claro, hombre! ¡Fue así! —dijo Ken arrugando la frente—. ¿Por qué me lo discutías? ¿Por qué decías que el tipo no contaba con el consentimiento de la cerda, haciendo el ridículo delante de un sheriff que ha venido a visitarnos? Te voy a decir una cosa, Buck —prosiguió Ken—: Tenía esperanzas depositadas en ti. Casi estaba convencido de que eras un blanco sensato y no uno de esos bocazas sabelotodo. Pero ahora ya no estoy seguro; de verdad, no estoy seguro. Todo lo que puedo decirte es que tengas cuidado con lo que haces a partir de ahora.

—Lo tendré, lo tendré —repuso Buck—. Lo siento mucho, Ken.

—Y ojito, ojito con lo que te he dicho. —Ken le miró de mal humor—. Vuelve a discutirme o a contradecirme y te pongo en la calle a picotear la mierda de caballo con los pájaros. ¿Crees que no soy capaz? ¿Me vas a decir ahora que no competirás con los pájaros por la mierda? ¡Responde, desgraciao, gilipollas!

Buck tartamudeó un poco y luego dijo que claro, que Ken tenía razón.

—Tú lo has dicho, Ken, eso es exactamente lo que haré.

—¿Qué harás? ¡Dilo, así te mueras!

—Pi... —Buck volvió a tragar saliva—, picotear la mierda de los caballos con los pájaros.

—Mierda caliente, de la que humea. ¿Estamos? ¿Estamos?

—Sí —murmuró Buck—. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Yo... admito que no hay nada menos apetitoso que la mierda de caballo fría.

—Venga, de acuerdo, ya está —dijo Ken dejándole en paz y volviéndose hacia mí—. Nick, supongo que no has venido hasta aquí para oírme discutir con el imbécil de Buck. Sospecho que tienes un montón de problemas.

—Pues sí, mira, tienes razón, Ken, ¡vaya si la tienes! Así es.

—Has venido a pedirme consejo, ¿no? No eres como esos sabihondos que creen que tienen respuestas para todo.

—No, y por supuesto que quiero tu consejo, Ken.

—Bueno, bueno —asintió—. Pues adelante, Nick.

—Verás, tengo tal lío en la cabeza que me va a reventar. Como apenas puedo comer y dormir, estoy que no me tengo. Me he puesto a analizarlo y a estudiarlo, y he empezado a pensar y a pensar, hasta que he llegado a una conclusión.

—¿Y bien?

—Que no sé qué hacer —dije.

—Ya. Bueno, mira, sin prisas. Buck y yo tenemos mucho trabajo, pero siempre podemos hacer un hueco para escuchar a un amigo, ¿no, Buck?

—Es verdad. Tienes toda la razón del mundo, Ken. Como siempre.

—Así que tómate tu tiempo y cuéntanoslo, Nick —dijo Ken—. Siempre dejo a un lado todas mis preocupaciones cuando tengo a un amigo en apuros.

Dudé en hablarle de Myra y su hermano, el cretino, porque así, de repente, me pareció demasiado íntimo. Quiero decir que no se va a discutir así como así de la propia mujer con otro tipo, aunque sea un buen amigo como Ken. Además, aunque se lo contara, ¿qué hostias podía hacer él?

Consideré que lo mejor era aparcar el tema e ir directo al otro lío gordo que tenía. Suponía que él podría afrontarlo con facilidad. Es más: puesto que ya habíamos recuperado un poco de camaradería y había visto cómo se las tenía con Buck, sabía que era el hombre adecuado para plantarle cara a la situación.

5

—Vamos a ver, Ken —empecé—. Tú conoces el burdel de Potts County. El que está al otro lado del río, a un tiro de piedra del pueblo...

Ken miró al techo y se rascó la cabeza. No podía decir que lo conociera, pero suponía, naturalmente, que Potts County tenía un burdel.

—Un pueblo sin burdel no puede ir bien, ¿verdad, Buck?

—¡Claro! Porque si no hubiera putas, las mujeres decentes no podrían ir seguras por las calles.

—Efectivamente —asintió Ken—. A los tíos se les hincharían los huevos, se pondrían a cien e irían detrás de ellas.

—Yo pienso lo mismo —dije—, pero vayamos al grano. Mira, hay seis putas, todas simpáticas y amables como la que más. No tengo queja de ninguna, de verdad, pero hay dos macarras, uno por cada tres chicas, supongo, que me llevan de calle, Ken. Me levantan la voz no sabes cómo.

—Venga ya, hombre —dijo Ken—. No irás a decirme que esos macarras le gritan al sheriff de Potts County.

—Pues así es —contesté—, eso es exactamente lo que hacen. Y lo peor de todo es que a veces lo hacen delante de los demás, y una cosa así, Ken, no puede beneficiar en nada a un sheriff. Enseguida corre la voz de que te has dejado acojonar por los macarras, y eso no te beneficia en nada.

—¡Y que lo digas! Tienes más razón que un santo, Nick. Supongo que les habrás dado su merecido, que habrás tomado alguna medida.

—Bueno —dije—, les devuelvo la pelota. No puedo decir que les haya parado los pies, Ken, pero te aseguro que les devuelvo la pelota.

—¡Devolverles la pelota! ¿Por qué haces eso?

—Bueno, me parece lo justo. Un tío te fastidia y lo justo es fastidiarle tú a él.

Ken frunció la boca y sacudió la cabeza. Le preguntó a Buck si había oído algo igual en su vida. Buck dijo que ni en coña. En toda su vida.

—Te voy a decir lo que tienes que hacer, Nick —dijo Ken—. Mejor dicho, te voy a enseñar lo que tienes que hacer. Levántate y date la vuelta, que te voy a dar una clase práctica.

Le obedecí. Se levantó de la silla, cogió impulso y me dio una patada; me dio tan fuerte que salí disparado contra la puerta y prácticamente crucé el vestíbulo.

—Ahora vuelve aquí —dijo llamándome con un dedo—. Siéntate como estabas antes para que pueda preguntarte algo.

Respondí que creía que por el momento era mejor que me quedase de pie; él me contestó que de acuerdo, que hiciera lo que más me conviniera.

—¿Sabes por qué te he dado una patada, Nick?

—Bueno, supongo que tendrás un buen motivo. Querrías enseñarme algo.

—¡Muy bien! Precisamente eso es lo que te quiero preguntar. En el caso de que un tío te diera una patada en el culo, como yo acabo de hacer, ¿qué harías tú?

—No te puedo decir con esactitud —respondí—. Nadie me ha dado patadas en el culo nunca, salvo mi padre, que en paz descanse, y la verdad es que yo no podía hacer gran cosa.

—Pero suponte que alguien lo hace. Imaginemos una situación hipotética en la que alguien te da una patada en el culo. ¿Qué es lo que harías tú?

—Bueno, supongo que yo también le daría una patada en el culo. Es lo justo.

—Date la vuelta. Date la vuelta otra vez. Aún no has aprendido la lección.

—Oye, mira —dije—, si te explicaras un poco mejor...

—¿Cómo? ¿A qué viene esa actitud? —Ken frunció el ceño—. ¿Pretendes dar órdenes a un tipo que quiere ayudarte?

—No, no, en ningún caso, pero...

—Eso espero. Ahora date la vuelta como te he dicho.

Volví a darle la espalda; a la vista estaba que no podía hacer otra cosa. Él y Buck se levantaron y me dieron una patada al mismo tiempo.

Me dieron tan fuerte que prácticamente me impulsaron hacia arriba, no hacia adelante. Caí sobre el brazo izquierdo, que se me torció, y me hice tanto daño que por un instante casi me olvidé de quién era.

Me levanté e intenté frotarme el culo y el brazo al mismo tiempo. Por si alguna vez se os ocurre hacerlo, ya os digo que no podréis. Me senté, dolorido como estaba, porque me encontraba demasiado aturdido para quedarme de pie.

—¿Te has hecho daño en el brazo? —preguntó Ken—. ¿Dónde?

—No estoy seguro —respondí—. En el cúbito o el radio.

Buck me dirigió una mirada rápida y suspicaz bajo el ala del sombrero, como si yo acabara de entrar y me viera por primera vez. Pero, claro, Ken no se dio cuenta. Ken tenía que pensar tanto, lo reconozco, intentando ayudar a los tontos como yo, que se le escapaban muchas cosas.

—Espero que hayas aprendido la lección, ¿eh, Nick? —dijo—. ¿Has visto ya las consecuencias de no devolver más de lo que recibes?

—Bueno —reconocí—, creo que he aprendido algo. Si eso es lo que querías enseñarme, creo que lo he aprendido.

—Mira, es posible que el otro tipo te arree más fuerte que tú, o que tenga un culo más duro y no le hagas tanto daño como él a ti. O supongamos que te encuentras en una situación parecida a la que hemos representado Buck y yo: dos tipos se ponen a darte patadas en el culo, de manera que tú recibes dos por cada una que das. Si te encuentras en un caso así, que es más o menos lo que te ocurre con esos tipos, puedes perder el culo antes de que tengas tiempo de quitarte el sombrero para saludar.

—Pero si esos macarras no me dan patadas —objeté—, se limitan a contestarme mal y a darme algún empujón.

—El mismo caso. Exactamente el mismo caso. ¿No, Buck?

—¡El mismo! Mira, Nick, si un tipo te fastidia, la mejor moneda que puedes devolverle es fastidiarle el doble. De lo contrario, como mucho, solo empatas, y así no arreglarás nada.

—¡Pues claro! —dijo Ken—. Te diré lo que tienes que hacer con esos macarras: la próxima vez que parezca que van a replicarte, limítate a darles una patada en los huevos tan fuerte como puedas.

—¿Eh? —dije—. Pero... pero eso tiene que doler muchísimo.

—No, qué va. No si llevas un buen par de botas sin agujeros.

—Es verdad —dijo Buck—. Tú procura que no sobresalga ningún dedo y verás cómo no te hace daño.

—Pero si yo me refería a los chulos —contesté—. Yo no creo que pudiera soportar una patada en los huevos, aunque fuera flojita.

—¿A ellos? A ellos, claro. Claro que les hará daño —asintió Ken—. ¿Cómo quieres que se porten bien si no les haces daño?

—Estás consintiendo demasiado, Nick —dijo Buck—. Te aseguro que no me gustaría estar presente si un macarra le levantase la voz a Ken. No se contentaría con patearle las pelotas. Antes de que se diera cuenta, habría sacado el pistolón y le habría destrozado la boca respondona.

—¡Vamos! —dijo Ken—. Lo mandaría al infierno sin pestañear.

—Sí, Nick, estás consintiendo demasiado. Demasiado para un funcionario orgulloso, inteligente y destacado como el viejo Ken. Ken los dejaría más muertos que mi abuela, si estuviera en tu lugar. Ya lo has oído.

—¡Desde luego! Eso es lo que haría.

Bueno...

Ya tenía lo que había ido a buscar y, además, se estaba haciendo un poco tarde. Así que le di las gracias a Ken por su consejo y me levanté. Estaba todavía un poco aturdido, con una especie de temblorcillo en los talones. Ken me preguntó si creía que podía llegar a la estación sin ayuda.

—Me parece que sí —respondí—. Vamos, eso espero. No estaría bien pedirte que me acompañaras después de todo lo que has hecho por mí.

—Pero ¡bueno!, eso ni se pregunta —dijo Ken—. ¿Crees que voy a dejar que se vaya al tren solo un tipo tan importante como tú?

—No querría molestarte —dije.

—¿Molestarme? Pero ¡si es un placer! Buck, salta de esa silla ahora mismo y acompaña a Nick a la estación.

Buck asintió y se levantó. Dije que no quería causar ninguna molestia y él dijo que no era ninguna molestia.

—Espero no aburrirte —dijo—. Ya sé que no soy tan buena compañía como Ken.

—Seguro que sí. Pareces un tipo muy interesante.

—Lo intento —afirmó Buck—. Sí, señor, lo intento de veras.

6

Quise cenar cerca de la estación y compré comida en abundancia para Buck y para mí. Cuando llegó el tren, Buck me acompañó hasta el vagón que me correspondía. No es que no lo pudiera haber hecho yo solo, pues ya me encontraba perfectamente, pero lo estábamos pasando en grande, como había supuesto, y teníamos cantidad de cosas que contarnos.

Me quedé dormido en cuanto le di el billete al revisor, pero no descansé bien. Fatigado como estaba, me sumergí en un sueño agitado, en la pesadilla que siempre me perseguía. Soñé que volvía a ser un niño, solo que parecía real. Yo era un niño y vivía en una ruinosa granja con mi padre. Quería escapar de él y no podía, y cada vez que me ponía las manos encima, me daba de palos hasta dejarme medio muerto.

Soñaba que me escabullía por una puerta, pensando que conseguiría zafarme de él, pero de repente me cogían por detrás.

Soñaba que le servía el desayuno en la mesa y que intentaba protegerme con los brazos cuando me lo tiraba a la cara.

Soñaba —vivía— que le enseñaba el premio de lectura que había ganado en la escuela porque estaba seguro de que le gustaría y yo quería enseñárselo a alguien; y soñaba —vivía— que me levantaba del suelo con las narices chorreando sangre por el golpe que me había dado con la pequeña copa de plata. Él me gritaba, me chillaba que estaba en la escuela porque era un desastre para todo lo demás.

En realidad, creo que no podía soportar que yo hiciera nada bien, porque si yo hacía algo bien, ya no podía ser el monstruo anormal que había matado a su madre al nacer. Y yo estaba obligado a serlo. Él necesitaba tener siempre algo de que acusarme.

Ya no le guardo tanto rencor, porque he visto a muchas personas más o menos como él. Personas que buscan soluciones fáciles a problemas inmensos. Individuos que culpan a los judíos o a los tipos de color de todas las cosas malas que les han ocurrido. Individuos que no se dan cuenta de que en un mundo tan grande como el nuestro hay muchísimas cosas que por fuerza tienen que ir mal. Y si hay respuesta al porqué de todo esto —y no siempre la hay—, lo más probable es que no sea una sola, sino miles.

Pero así era mi padre. Esa clase de personas que compran libros escritos por un fulano que no sabe una mierda más que ellos (de lo contrario, no se habría puesto a escribir libros) y que al parecer tiene que enseñarles las cosas. O de los que compran un frasco de píldoras. O de los que dicen que la culpa de todo la tienen los demás y que la solución consiste en acabar con ellos. O de los que afirman que hay que entrar en guerra con otro país. O... Dios sabe qué.

Como sea, la cuestión es que mi padre era así, y así me crié yo. No me extraña, mira por dónde, que las mujeres y yo siempre nos hayamos llevado tan bien. Me doy cuenta de que, en realidad, les voy, como si me saliera de forma involuntaria. Porque un tipo ha de gustar, es natural que sea así. Y las chicas sienten naturalmente la necesidad de gustar a un hombre.