Libertad condicional - Jim Thompson - E-Book

Libertad condicional E-Book

Jim Thompson

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2013
Beschreibung

Después de quince años, Pat Cosgrove ha conseguido salir de la cárcel. Necesitaba que alguien le ofreciera un trabajo en la ciudad para que le concedieran la Libertad condicional. El enigmático Doc Luther ha sido quien se lo ha proporcionado. Con él, conseguir cualquier cosa parece muy fácil, pero Pat sabe que nadie da nada de forma desinteresada y que puede estar encaminándose hacia una trampa. Lo que no se imagina es la inmensa telaraña de corrupción en la que acaba de quedar atrapado. EN UNA CIUDAD DONDE LA CODICIA ES LEY, LAS COSAS NO SON LO QUE APARENTAN

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Título original: Recoil

© Jim Thompson, 1953. Renovado en 1981 por Alberta H. Thompson

© Traducción de Antonio Padilla

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

OEBO273

ISBN: 978-84-9006-72-46

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1. DOC LUTHER

2. COSGROVE

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1 DOCLUTHER

Sin hacer ruido, probó de abrir la puerta del dormitorio de Lila y vio que estaba cerrada; a continuación fue a su propio dormitorio, cuya puerta dejó abierta para poder oír cualquier posible movimiento de Lila, y abrió el maletín.

Sacó las pólizas de seguro, las repasó un segundo y se las metió en el bolsillo interior de la chaqueta. Mañana haría que las guardaran en la cámara acorazada del banco.

Volvió a introducir la mano en el maletín y sacó otros papeles. Los estudió, con el ceño fruncido, con casi tanta desgana como la que le producían las pólizas de seguro. Con un gruñido de irritación, los barajó, hasta establecer una suerte de orden cronológico, y se puso a leer:

PENITENCIARÍAESTATALDESANDSTONE

Clínica Psicológica Luther

Capital Street, esquina con Lee Street

Capital City

Estimados señores:

Esta es una petición de empleo bastante inusual. Espero que la lean hasta el final y la consideren con seriedad.

Tengo treinta y tres años de edad, me gradué en el instituto y, por medio de la lectura y el estudio, tengo unos conocimientos equivalentes a los que hubiera obtenido estudiando dos años en la universidad. Mido 1,80 y peso 77 kilos. A pesar de diversas dificultades, he logrado mantenerme en buena forma física. No estoy familiarizado con su negocio y no sé qué tipo de empleo pueden tener disponible. Pero estaría encantado de aceptar cualquier clase de trabajo —en este estado—, por el salario que a ustedes les parezca bien.

Los últimos quince años los he pasado como recluso en este centro, cumpliendo una condena de entre diez años y cadena perpetua por atraco a mano armada. El crimen que cometí no puede ser tomado a la ligera, y no es así como me lo tomo. Pero, con toda humildad, no veo qué consecuencias positivas puede tener la prolongación de mi estancia aquí.

Hace unos cinco años me fue otorgado el derecho a pedir la libertad condicional. Por desgracia, mis padres habían muerto y el único miembro de mi familia que me quedaba, una hermana casada, no estaba y no está en disposición de responsabilizarse de mí. Y, por supuesto, en el momento de ser condenado era demasiado joven para haber establecido alguna relación de tipo profesional o comercial. Como sin duda saben, un preso no puede salir en libertad condicional si no tiene un empleo en el exterior; el recluso está obligado a acreditar su capacidad para ganarse la vida. Les pido que me ayuden a hacerlo.

¿Serían ustedes tan amables de responder a esta misiva? Aunque, pensándolo mejor ¿estarían sencillamente dispuestos a dirigirse a la Comisión de la Libertad Condicional en relación con mi caso, en la forma que suele ser habitual cuando una persona o institución se interesa por un recluso? La comisión está en disposición de responder a todo cuanto quieran saber sobre mí, lo que serviría para aclarar todo posible malentendido derivado del hecho de que me haya decidido a escribirles.

Muy atentamente,

Patrick M. Cosgrove (n.º 11.587)

Bibliotecario, Penitenciaría Estatal de Sandstone

Sandstone...

Luther creía estar acostumbrado a las aberraciones. Pero con Sandstone era imposible no escandalizarse. Sandstone no era una cárcel. Era una casa de locos en la que quien estaba loco era el director, y no los inquilinos. En Sandstone tan solo había una forma de sobrevivir: llegar a ser más duro y más retorcido que el propio director. Si lo hacías —si conseguías caerle en gracia al hombre con los ojos extraordinariamente brillantes y la risa impredecible—, no solo sobrevivías, sino que lo hacías con relativa comodidad.

Pero no podías bajar la guardia en ningún momento. Podías terminar por cansarte del juego, pero aquel hombre no se cansaba jamás. Y cuando te cansabas o empezabas a descuidarte en el juego...

PENITENCIARÍAESTATALDESANDSTONE

Oficina del director

Dr. Roland Luther

Capital Street, esquina con Lee Street

Capital City

En referencia a: Pat Airplane Red Cosgrove

Querido Doc:

Es estupendo saber de ti y ojalá pudiera estar contigo en la gran ciudaz. Siempre digo que eres el perfecto hanfitrión que hace lo posible para que un amigo se divierta y que lo pasemos en grande la última vez que nos vimos con los amigos. Pero bueno, al leer tu carta me han entrado ganas de ir a la celda de ese hijo de p. y darle lo suyo. Pero como me pides que lo deje en paz, pues vale, lo que tu digas, y la verdaz es que la cosa tiene su gracia. Ya conoces al Jefe, mi secretario. Bueno, pues yo sé que el Jefe es el que te ha enviado esa carta de Cosgrove y seguramente ha estado enviando cien cartas suyas más. Pero es complicado conseguir que lo reconozcan. Me digo que podríamos ahorcarlos a los dos y seguirían sin reconocerlo. Y, bueno, yo admiro a los que son leales y no se van de la lengua, y sé que a ti te pasa igual. Así que arréglalo todo como mejor te parezca, pero eso sí, dime como vas a hacerlo, para que pueda seguirte la corriente en lo que pueda. Avisame por teléfono cuando vayas a venir. Y, bueno, ahora te dejo, pues estoy escribiendo esto yo mismo en lugar de ese hijo de p. del Jefe. ¡Vamos a darles una sorpresa de campeonato!

Tu s. servidor,

Yancey Fish

P. D.: Doc, ya sabes qe está prohibido entrar botellas de whisky en la cárcel, así que como te pille con una caja o dos, voy a tener qe confiscarlas. ¡Ja, ja, ja!

Y. F.

Bueno, Fish no los había ahorcado, pero sí que les había amenazado con todo lo demás; aunque cada uno de aquellos dos hombres había aguantado el chaparrón a su manera, los resultados habían sido idénticos en ambos casos.

El Jefe, indio puro y condenado a tres cadenas perpetuas, se había limitado a sonreír con insolencia y a responder con evasivas. Cosgrove, un pelirrojo de ojos azules, había hablado mucho: con cortesía, no sin humor, puntilloso en expresarse con corrección... pero sin decir nada. No iba a delatar al Jefe, el hombre que estaba claro que lo había ayudado. Ninguna amenaza ni ningún soborno iba a hacerle cambiar de idea.

A Luther le inquietaba un poco la evidente inteligencia de Cosgrove. Aun así, en todos los demás aspectos, Cosgrove se ajustaba a cuanto él necesitaba. Y Luther no pensaba darle la menor ocasión para que pudiera aplicar esa inteligencia suya.

OFICINADELGOBERNADOR

A la atención de Yancey L. Fish

Director de la Penitenciaría Estatal de Sandstone

Saludos cordiales:

Considerando que tiene usted bajo su custodia al señor Patrick M. Cosgrove;

Considerando que el susodicho Patrick M. Cosgrove ha cumplido quince años de condena y que asimismo cumple los requisitos necesarios para que su caso sea considerado por la Junta de Concesión de Libertad Condicional;

Considerando que el señor Roland T. Luther, doctor en Medicina y ciudadano con buena reputación, ha ofrecido empleo al susodicho Patrick M. Cosgrove durante dos años a contar desde la fecha de este documento; y que el susodicho doctor Roland T. Luther se ha ofrecido a ayudar por todos los medios al susodicho Patrick M. Cosgrove a llevar una existencia de conformidad con las leyes del país;

En consecuencia dispongo que Patrick M. Cosgrove a partir de la fecha de hoy quede en libertad condicional bajo la custodia del doctor Roland T. Luther durante un período de dos años, o hasta y/o en caso que sea necesario el reingreso del susodicho Patrick M. Cosgrove en su actual centro de detención.

Asimismo, dispongo que, en caso de finalización satisfactoria del mencionado período de libertad condicional, el susodicho Patrick M. Cosgrove vuelva a ser considerado un ciudadano con todos los derechos y privilegios subsiguientes.

FIRMADOYSELLADO:

Louis Clements Clay

Gobernador del estado, presidente de la Junta de Concesión de Libertad Condicional

Bueno, ahí lo tenía: el principio y el final de todo. Y ahora que había revisado todo, documento a documento, Luther no terminaba de librarse de la idea de que la jugada era tan estúpida como peligrosa. Si Hardesty no hubiera estado completamente seguro de que iba a funcionar... Pero Hardesty estaba completamente seguro. Tenía clarísimo que, bajo las circunstancias que estaban creando, las compañías de seguros iban a tener que pagar, y pagar con rapidez. Era la opinión profesional de Hardesty como abogado, y Hardesty hasta la fecha nunca se había equivocado en lo referente a una cuestión legal.

Y bueno —Luther suspiró y empezó a desvestirse—, la cosa ya estaba hecha. Hubiera preferido que Cosgrove no fuese una persona que suscitara tantas simpatías, pero, por desgracia o no, resultaba necesario que fuese así. Tenía que existir alguna razón que justificase sacarlo de Sandstone.

Oyó que se abría la puerta del dormitorio de Lila y se detuvo a medio descalzarse de un zapato. Lila estaba plantada en el pasillo, con el abrigo de pieles doblado sobre el brazo.

—No puedes dormir, ¿eh? —dijo él—. Bueno, pues espero que hayas concertado una cita con alguien. Encontrar plan en los bares es complicado a estas horas de la noche.

Lila sonrió débilmente y con expresión de disculpa.

—Pero, Doc, después de todo soy humana...

—Interesante —repuso él, dejando que el zapato cayera al suelo—. Una opinión interesante, aunque también cuestionable.

—Tú... ¿no te importa que salga un rato?

—Me da igual lo que hagas.

—Necesito algo de dinero, Doc.

—Ya iré al banco por la mañana.

—Con un talón me arreglaría...

—Tú —recalcó Luther—, tú vas a hacer exactamente lo que te digan. Exactamente. ¿Me has entendido?

—Lo he entendido —repuso Lila con lentitud—. A la perfección.

2 COSGROVE

Son las cinco de la mañana de mi segundo día en este lugar y llevo despierto desde la una.

¿Ilusionado y feliz? Supongo. Supongo que, bajo esta descolorida máscara que me sirve como rostro, continúo gritando de júbilo y entusiasmo. Pero un hombre tan solo puede disfrutar de algo hasta cierto grado y luego llega el sueño.

Preferiría no haber bebido nada ayer, durante el trayecto a este lugar. Estoy seguro —casi— de que no dije ni hice nada inconveniente. Y, sin embargo —por supuesto—, no puedo estar absolutamente seguro.

Asentí con la cabeza en gesto de conformidad cuando él me explicó que nunca bebía cuando tenía que conducir; también expresé mi gratitud por su comprensión ante mi necesidad de «olvidar». Bebí sin apresurarme y, una vez que hube liquidado una tercera parte de la botella de licor, empezaron las preguntas.

¿Por qué había decidido escribirle? La respuesta a esta pregunta era fácil. Las únicas publicaciones que nos llegaban a la cárcel eran folletos publicitarios, publicaciones «de circulación confidencial» editadas con el propósito de sacarles el dinero a los individuos y las empresas que estaban haciendo —o esperaban hacer— negocios con los políticos en el poder. Había obtenido su dirección en un anuncio insertado en uno de esos folletos. También obtuve de la misma manera las direcciones de todos los demás a quienes escribí.

¿Entendía yo por qué me había hecho pasar por toda aquella comedia con Fish, el director de la prisión? No estaba en disposición de poner en cuestión sus acciones, respondí (y con bastante sinceridad), pero creía entenderlo. Fish exigía absoluta lealtad a las personas con quienes se relacionaba. Y no gustaba en absoluto de quienes estuvieran dispuestos a sacrificar dicha lealtad en aras del interés propio.

¿Yo tenía parientes próximos o amigos íntimos? No. Tenía una hermana, casada, que todas las Navidades me enviaba una breve nota. A petición suya, nunca le respondía. Nuestra única vinculación era el accidente del nacimiento.

¿Qué había leído? Todo cuanto había en la biblioteca de la cárcel, a la que no parecía haber llegado ningún libro desde 1920. Todas las obras de Shakespeare, Dickens, Swift, Twain, Addison y Steele, Rabelais, Schopenhauer, Marx, Scott, Verne, Wilde, Cervantes, Maquiavelo, la serie completa de Rover Boy, Lewis Carroll, la Biblia, el...

Sin dejar de hablar, ajusté el retrovisor lateral de mi ventanilla hasta aprisionar el reflejo del doctor Luther dentro de su marco niquelado. El doctor parecía estar lo bastante satisfecho con mis respuestas, aunque, a causa de tres dientes superiores un tanto salidos, la mera relajación de sus rasgos en ocasiones puede darle la apariencia de estar sonriendo.

Diría que tiene unos cincuenta años, aunque, una vez más, también es difícil estar seguro. Tiene el pelo fino y de color arenoso. También tiene un sobrepeso considerable para su estatura, que es algo menor que la mía. Y además tiene los ojos saltones bajo unas gafas de gruesos cristales. Si a todo esto le añadimos una voz suave que pasa abruptamente de lo preciso y lo gramaticalmente correcto a lo argótico y lo vulgar... uno se encuentra ante un hombre cuya edad, lo mismo que su propia personalidad, no resulta fácil de discernir.

Seguí hablando sin dejar de observarlo mientras pasaban los kilómetros, consciente de que las palabras me salían con una dificultad cada vez mayor. Consciente, hasta que dejé de estarlo...

Cuando me desperté, unas horas después, nos encontrábamos a tan solo quince kilómetros de la ciudad, y el coche estaba girando en dirección a un bar de carretera emplazado cerca de la orilla de un gran lago.

Por lo que parecía, el establecimiento había sido bastante lujoso en otra época, bastante tiempo atrás. Ahora estaba en absoluta decadencia. Éramos los únicos parroquianos. Al mirar por la ventana, entendí por qué. Lo que había tomado por un lago en realidad era un río: una ancha extensión de lodosas aguas sucias que avanzaban penosamente, con los residuos del campo petrolífero de la ciudad.

A pesar de las ventanas bien cerradas y del sistema de aire acondicionado, era perceptible un ligero y desagradable olor a sulfuro.

—Un regalito de las compañías petrolíferas de la ciudad —dijo, con una risa repentina y amarga—. A este yacimiento le han sacado mil millones de dólares, y cada día le están sacando más dinero. ¡Pero no pueden permitirse eliminar esta porquería!

No respondí. Volvió a reír de la misma forma, con la mirada fija en el plato que apenas había tocado.

—Mejor será que hable claro —anunció con brusquedad—. Pat, voy a poner las cartas sobre la mesa. Con usted voy a ir de cara. Total, lo que voy a decirle lo averiguaría en las próximas veinticuatro horas, así que...

—Sí, señor.

—Llámeme Doc. Es como me llama todo el mundo.

—Muy bien, Doc.

—Soy psicólogo titulado, pero hace años que no practico. No puedo darle empleo en la clínica porque en realidad no tengo clínica alguna. Es una simple tapadera para mis negocios. Para mis chanchullos, hablando en plata.

Me lo quedé mirando fijamente.

—Me ha sacado de Sandstone, Doc —dije—. Es todo cuanto necesito saber sobre usted.

—Bueno... Por supuesto, no tengo por qué justificarme. Qué demonios, hay una razón por la que este estado es conocido como el corazón de la América balcánica. Y cuando uno tiene que escoger entre comer o ser comido, ¿qué es lo que va a hacer?

—Comer —respondí.

Emitió una risita e hizo amago de soltarme un puñetazo en la barbilla.

—Es usted listo, Pat; le irá bien aquí. Bueno, lo que tenía pensado era conseguirle un trabajo como funcionario del estado. Un trabajo para el que no haga falta ninguna formación. ¿Cómo lo ve?

—Lo que usted diga me parece bien —repuse—. Pero...

—¿Sí?

—¿Cómo puedo serle de utilidad si no voy a trabajar para usted?

—¿Y por qué tiene que serme de utilidad? —Su voz de pronto se había convertido en un gruñido irritado—. ¿En su mente no cabe que puedo estar tratando de ayudarlo de forma desinteresada? ¿De darle una oportunidad cuando nadie más está dispuesto a hacerlo?

—No quería ofenderlo —dije—. Simplemente tenía la esperanza de hacer algo por usted a cambio del favor que me está haciendo.

—Mire, dejémoslo —zanjó—. Quizá sea mejor que nos vayamos de aquí. Es más tarde de lo que pensaba.

Estuvo conduciendo con lentitud, echando miradas ocasionales al serpenteante río de barro, que, con la excepción de su hedor, fue perdiéndose gradualmente en la oscuridad.

3

Cruzamos por el barrio de las tiendas y las oficinas, por parte del distrito residencial y llegamos al edificio sede del gobierno estatal. Como quizá ya sabe todo el mundo, dicho edificio está enclavado en una enorme parcela de casi tres kilómetros cuadrados; se trata de los últimos terrenos llanos que hay en esa parte de la ciudad.

Doc enfiló hacia el sur por una calle que conducía a un cañón y, cosa de un kilómetro y medio después, se detuvo ante una casa encajonada sobre la ladera de una colina.

Se trataba de una casa bastante antigua, de dos pisos y planta cuadrada, con una larga galería en la fachada delantera. Con la salvedad de los enrejados cubiertos de hiedra que prácticamente ocultaban las ventanas, daba la impresión de estar fuera de lugar en un entorno como aquel.

Doc condujo el coche por el caminillo del jardín y lo aparcó en la única plaza libre que quedaba en el garaje de cuatro plazas. Un cupé, un deportivo y otro sedán —todos últimos modelos— ocupaban las plazas restantes. Echamos a andar por el caminillo y llegamos a la puerta delantera de la vivienda.

Se encontraba abierta y las luces del interior estaban encendidas. Había un pasillo, con habitaciones a uno y otro lado, que conducía directamente a la parte posterior. Al echar una mirada escaleras arriba, vi que la planta superior tenía la misma distribución.

Con un gesto, Doc me indicó que lo siguiese escaleras arriba.

Tras llegar al piso de arriba, nos detuvimos ante la primera puerta a la derecha. Doc levantó la mano.

Del interior llegaba una música a bajo volumen; oí que un hombre estaba hablando con una voz ronca y queda y que una mujer reía con suavidad.

Doc llamó a la puerta sin hacer mucho ruido. La conversación y las risas cesaron. Se oyó un movimiento en el interior, así como el clic de una puerta al ser cerrada.

—¿Quién es?

—Doc.

—Ah. —En la voz ronca resonó una nota de irritación.

Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió de golpe.

El hombre tendría unos cincuenta años y era bajito, más bien gordo, no muy distinto a Doc en lo físico. A pesar del pelo desgreñado, del rostro enrojecido por el alcohol y del hecho de que iba vestido en pijama, su expresión era pomposa. Hizo caso omiso de Doc y me miró con el ceño fruncido.

—¿Y usted quién carajo es? —quiso saber.

—Es el joven de Sandstone del que le hablé —intervino el doctor Luther—. Pat, le presento al senador Burkman. El senador ha sido de mucha ayuda a la hora de conseguir su puesta en libertad.

Burkman abrió mucho los ojos, de modo exagerado, y hundió uno de sus dedos rollizos en mi pecho.

—Y un carajo es él —resopló—. A mí no me engaña. Como mucho, este chaval se ha escapado de la escuela religiosa de los domingos.

Doc le sonrió muy débilmente. O igual no sonrió en absoluto. Aquellos colosales dientes superiores suyos resultaban engañosos.

—¡Pero bueno! —exclamó el senador, estrechándome la mano con fuerza—. Pat... Pat Cosgrove, ¿no es así? Me alegro de haber podido ayudarlo. Es una lástima que no haya podido conocerlo en circunstancias más propicias. —Se echó a reír y me dio una palmadita en el hombro.

—Espero no haberlo molestado —dijo Doc—. Tenía miedo de que se marchara antes de que tuviera ocasión de verlo. Pat necesita un empleo.

—Pensaba que era usted quien iba a proporcionarle trabajo. Yo ya he hecho bastante.

—Es una lástima que vea las cosas de esa forma —respondió Doc—. Me pregunto si puedo decir algo que sirva para hacerle cambiar de idea.

Se quedó mirando a Burkman con aire pensativo y con los tres dientes salientes descansando sobre el labio inferior. Burkman se ruborizó.

—Ya me gustaría, Doc. Pero resulta que necesito todos y cada uno de los empleos que quedan por adjudicar en mi distrito electoral. ¡Las próximas elecciones se presentan muy reñidas, amigo! ¿Por qué no lo habla con Flanders, con Dorsey o con Milligan?

—Ellos también van a tener que vérselas con unas elecciones muy reñidas.

—Bien... —Burkman vaciló con el ceño fruncido—. En fin, qué demonios. Voy a cumplir. Mañana lléveselo a hablar con los de la Comisión de Carreteras.

—¿Le parece que mencione su nombre a Fleming?

—Sí... No. Yo mismo hablaré con él.

Cerró la puerta al momento, como si tuviera miedo de que fuéramos a pedirle otros favores. Doc y yo bajamos por la escalera.

Recogió su sombrero de la banqueta, insertó una llave en la puerta situada junto a la entrada y me hizo una seña para que entrara.

—¡Cariño! —llamó—. ¡Lila!

Me dejó donde estaba, se dirigió a la estancia adyacente y atravesó el resto del apartamento.

Miré en derredor. Me dije que la sala estaba un poco demasiado llena de cosas para que la decoración fuera de buen gusto. Había varias estanterías atestadas de libros, un piano y un aparato que era una combinación de radio, fonógrafo y televisor. Junto a la ventana había un largo canapé y un diván más largo todavía al otro de la estancia, una tumbona y tres sillones mullidos a más no poder. Aproximadamente en mitad de la sala había una mesita baja con cubierta de espejo y una maceta insertada en el centro.

Doc regresó y cerró la puerta a sus espaldas de un portazo.

—La señora Luther no está —dijo con irritación—. Tampoco esperaba que lo estuviera, o eso supongo. En fin...

Alguien llamó a la puerta exterior, interrumpiéndolo. La abrió de golpe.

—¿Y tú por dónde andabas? —inquirió al negro vestido con chaquetilla blanca en el umbral.

—Atendiendo al grupo del ala norte, señor. —El negro, un joven esbelto y de rasgos agraciados, sonrió con intención apaciguadora—. Uno de los caballeros se puso un poco enfermo.

—¿La señora Luther ha dejado algún mensaje para mí?

—No, señor.

—¡Ya! —soltó Doc—. Supongo que has dejado preparada la habitación sur de la parte posterior, ¿no es así? ¿O es que te has olvidado?

—Diría que está preparada, señor. Y quisiera añadir que...

—Vamos allá. Usted también, Pat.

Fuimos por el pasillo; Doc delante, y el negro y yo detrás. Al llegar frente a la última puerta a la derecha, el negro dio un paso al frente, sacó una llave con llavero del bolsillo y abrió la cerradura. Encendió la luz, y luego Doc y yo entramos pasando por delante.

Era una habitación del tipo que uno encontraría en un hotel de primera categoría. Los escasos detalles individuales consistían en una minúscula barra de bar con dos botellas, un humidificador para cigarros sobre un soporte giratorio y con tres clases de cigarros, así como un revistero con diversas publicaciones.

Doc encendió la luz del cuarto de baño y de nuevo se giró hacia el negro.

—Así que todo estaba preparado, ¿eh? —espetó—. ¿Y dónde están los pijamas, el cepillo de dientes, el peine, los artículos de afeitado? ¿Y las camisas, los calcetines, la ropa interior... todas esas cosas que te ordené que compraras?

—Las tengo todas, señor. Todas. Lo que pasa es que no me ha dado tiempo a...

—¡Bueno, pues manos a la obra! ¡Y llévate ese teléfono de aquí! —Doc me miró con una nota de disculpa en los ojos—. Pensé que no iba a hacerle falta, Pat.

—Y no me hace falta en absoluto —repuse.

Se dejó caer en un sillón y echó la cabeza hacia atrás. Se quitó las gafas y procedió a limpiar los cristales con aire pensativo. Me producía lástima y cierto embarazo. Resultaba más bien penoso ver a un hombre trastornado por una mujer que, era evidente, no tenía la menor consideración por sus sentimientos.

El negro desconectó el teléfono y se marchó con él. Volvió al cabo de un minuto o dos y empezó a apilar diversos artículos en la cómoda y el cuarto de baño. Cuando terminó, Doc le dijo que nos preparase un par de copas.

—Esta noche estoy muy cansado, Willie —comentó, mientras el joven le entregaba la suya—. Siento haberte hablado con brusquedad.

—No hay problema, doctor.

—Si la señora Luther vuelve antes de una hora o así, por favor dile que estoy aquí.

—Sí, señor.

El negro se fue, cerrando la puerta sin hacer ruido. Doc se volvió hacia mí y me señaló con el vaso.

—Bueno, Pat... ¿Cree que va a arreglárselas en este lugar?

—No sabría decirle —respondí—. Ya sabe cómo son las cosas en Sandstone. Allí nunca falta de nada y el huésped siempre tiene razón.

Sonrió, y añadí que no era necesario que se desviviera tanto por mí. Estaba más que dispuesto a dormir en cualquier rincón, y no por ello me sentiría menos agradecido.

—Olvídelo, Pat —dijo—. Esta es la habitación más sencilla que tengo. Y no me siento inclinado a discriminar a mi único huésped digno de tal nombre. Y bien, ¿qué le ha parecido el senador?

—No voy a formarme ninguna opinión —respondí—. Durante los próximos dos años, por lo menos, me limitaré a tomar prestadas las suyas.

—Entiendo que lo dice en serio.

—Así es.

Con la mirada baja, removió el whisky en su vaso.

—Pat, espero sinceramente que todo esto termine saliendo bien. La verdad, es usted considerablemente distinto a lo que me imaginaba. No creía posible desarrollar un interés personal tan grande en... eh...

—¿En un atracador de bancos? No me dediqué mucho tiempo a ese tipo de negocio, Doc.

—Por supuesto, me alegro de que nos llevemos así de bien —prosiguió—. Pero lo que estoy tratando de decirle es que me llevaría un disgusto bastante mayor de lo esperado si algo malo le sucediera.

—¿Algo malo? —apunté.

—En relación con su libertad condicional —precisó con una celeridad que me resultó extraña—. Supongo que es consciente de que la decisión ha sido tomada de forma un tanto irregular.

Tragué saliva. Con dificultad.

—¿Me está diciendo que hay cierto peligro de que...?

—Bueno, no nos pongamos nerviosos. Tan solo quería advertirle que vamos a pasar un mal rato cuando nos presentemos ante Myrtle Briscoe mañana por la mañana. Ya sabe quién es. La directora de prisiones del estado. Y la presidenta de la Junta para la Concesión de Libertad Condicional.

—Lo sé, sí —dije—. Espero que...

—Myrtle preferiría que se pudriese en el infierno antes de otorgarle a usted la libertad condicional a mi cargo o al de alguno de mis conocidos. Y sin pestañear. Pero resulta que Myrtle a veces tiene que ausentarse de la capital por razones de fuerza mayor y, por ley, el gobernador entonces se convierte en el director y presidente en funciones. La ley establece que ejerza como director de todo departamento en ausencia del titular.

—Pero, según tengo entendido, se supone que el gobernador no tiene que hacer uso de dicha prerrogativa...

—No, excepto en caso de emergencia, y me parece muy improbable que pueda darse una emergencia de ese tipo. Es un aspecto clave del principio democrático. Myrtle ha sido elegida (y solo Dios sabe cuántas veces, por cierto) porque a los votantes les gustan sus principios. El gobernador, quien tan solo está en el cargo para rapiñar todo lo que pueda, ofrece otras cosas a los votantes.

—¿Qué...? —Tragué saliva otra vez—. ¿Qué es lo que esa mujer puede hacer, Doc?

—No quiero que se ponga nervioso, Pat. Daba usted la impresión de ser un hombre con la cabeza muy fría y por eso me dije que podría sincerarme con usted.

—Puede hacerlo —respondí—. Voy a hacer lo posible para olvidarme del infierno de Sandstone.

—Bueno, pues no hay nada que ella pueda hacer. No puede impedir lo que es un hecho consumado. Sí, claro, siempre puede explayarse en los periódicos, valerse de sus influencias y demás, pero todo ese esfuerzo tampoco le serviría de mucho. Usted ya está en la calle. Su táctica va a ser la de explotar dicha circunstancia.

—¿Y cómo puede hacerlo?

—De muchísimas maneras, más de las que se me ocurren en este momento. —Bostezó y se levantó del sillón—. Pero, bueno, de eso me ocupo yo. Sabremos más al respecto por la mañana, cuando vayamos a hacerle esa visita de cortesía.

—¿No podríamos...? ¿Estamos obligados a ir a verla? —pregunté.

—Pues claro que sí. Cualquier retraso por nuestra parte sería muy arriesgado. Es más, supongo que tendrá que ir a verla una vez al mes a lo largo de la duración de la libertad condicional. No creo que Myrtle vaya a dejar un caso como el suyo en manos de cualquier funcionario de tres al cuarto.

—Ya —dije—. Quien avisa no es traidor.

Soltó una risita y se dirigió hacia la puerta.

—Eso está mejor. Está bien comprobar que no me equivocaba en lo referente a usted. Lo último que me hacía falta era que estuviese hecho un manojo de nervios.

—Entiendo —dije—. Haré lo posible por no molestarlo.

—Bueno, tampoco es para tanto. Va a necesitar mucha ayuda para ponerse al día, y para mí será un placer proporcionarle esa ayuda. Lo único que no quiero es que se ponga nervioso sin razón y nos complique las cosas a los dos.

Nos dimos las buenas noches.

Empecé a desvestirme, preguntándome cuáles eran sus motivaciones y el porqué de dichas motivaciones. Al final todo se reducía a saber qué clase de individuo era en realidad: el hombre amenazador de mirada fría que había achantado a Burkman o la persona que se había mostrado indignada con la contaminación en el río y avergonzado de formar parte de una estructura contaminante en general.