Un cuchillo en la mirada - Jim Thompson - E-Book

Un cuchillo en la mirada E-Book

Jim Thompson

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2013
Beschreibung

William Collins se ha escapado de una institución mental. Es un hombre muy atractivo y agradable, pero, si se meten con él, puede convertirse en un sujeto muy peligroso. En su huida hacia ninguna parte, conoce a una mujer enigmática y a un timador que le proponen un negocio: secuestrar a un muchacho y hacerse ricos con el rescate. Collins duda si cometer el crimen o no. Aunque le tienta la perspectiva de continuar junto a la mujer, tiene que andarse con cuidado, porque sabe que en cualquier momento puede ser víctima de la traición. Y eso podría desencadenar su ira.

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JIMTHOMPSON

UN CUCHILLOEN LA MIRADA

Traducción deCarlos Sampayo

Título original inglés: After Dark, My Sweet.

Autor: Jim Thompson.

© Jim Thompson, 1955.

Publicado por acuerdo con el autor, c/o Baror International,

Inc., Armonk, Nueva York. EE. UU.

© de la traducción: Carlos Sampayo.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Av. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2012.

Primera edición en esta colección: febrero de 2019.

REF.: OEBO248

ISBN: 978-84-9006-642-3

FOTOCOMPOSICIÓN: GAMA SL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Contenido

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1

Cogí un tranvía hasta los confines de la ciudad, y luego empecé a caminar meneando el pulgar cada vez que veía aparecer un coche. Iba bastante bien vestido: camisa blanca, pantalones marrones y zapatos deportivos. Me había duchado en la estación del ferrocarril y me habían cortado el pelo en una escuela de peluquería, así que, después de todo, no tenía mal aspecto. Pero eso no bastaba para que alguien me parara. Se habían producido un montón de robos de autostopistas en aquella zona, y la gente no estaba dispuesta a arriesgarse.

Alrededor de las cuatro de la tarde, después de haber recorrido unos quince kilómetros, llegué a ese bar. Pasé por delante, caminando cada vez más lentamente y discutiendo conmigo mismo. Perdí en la disputa —perdió la parte de mí que iba por buen camino— y volví sobre mis pasos.

El camarero me sirvió la cerveza con esmero. Alcanzó las monedas que le había dejado sobre el mostrador, volvió a sentarse en su taburete y cogió un periódico. Yo dije algo sobre la certeza de que sería un día caluroso. Él gruñó sin ni siquiera mirarme. Dije que era un lugar bonito y agradable, y que seguramente sabía muy bien cómo conservar fría su cerveza. Volvió a gruñir.

Bajé la vista hacia mi cerveza y noté que los pelillos cortados de la nuca se me erizaban. Supuse —supe— que nunca debería haber entrado allí. No debería ir a ningún sitio donde la gente no fuera agradable y educada conmigo. Eso es todo lo que tienen que hacer, ¿sabéis? Tan solo ser agradables conmigo, como yo lo soy con ellos. He estado en cuatro instituciones, y en mi ficha más o menos siempre pone lo mismo:

William «Kid» Collins: Rubio, muy atractivo, bastante fuerte, ágil. Ligeras o nulas tendencias criminales, dependiendo de los factores ambientales. Ligeras y múltiples neurosis (ambientales). Psicosis, Korsakoff (no hay síndrome) inducido por shock; agravado por preocupaciones. Tratamiento: reposo absoluto, tranquilidad, alimentación y ambiente saludables. Collins es amistoso, educado, paciente, pero puede transformarse en peligroso si se le provoca...

Terminé mi cerveza y pedí otra. Deambulé tranquilamente hacia el servicio y me lavé la cara con agua fría. Mientras me miraba al espejo, me preguntaba dónde estaría a esa misma hora al día siguiente y por qué me preocupaba por ir a algún sitio si cada lugar era como el anterior. Me preguntaba también por qué no me había quedado donde estaba —una semana antes y a mil quinientos kilómetros de allí— y por qué no estaría bien regresar. Desde luego, aquel lugar no me había servido de nada bueno. Estaban demasiado amontonados, demasiado desocupados, demasiado sin un duro, pero se habían comportado de manera bastante agradable conmigo, y de no haber sido porque estaba tan condenadamente cansado, y si no me lo hubieran puesto tan fácil para escapar... Era tan fácil que uno casi podía pensar que querían que lo hicieras.

Lo único que tuve que hacer fue caminar hacia el bosque a través de descampados. Y cuando llegué a la autopista, al otro lado del bosque, había un chico arreglando un neumático de su coche. Él no me vio. Nunca supo qué lo golpeó. Lo arrastré hacia los árboles, me embolsé los setenta dólares que llevaba y me fui caminando hacia la ciudad. Alcancé un tren de mercancías que me dejó al otro lado de la frontera del estado, y estoy viajando desde entonces... No, en realidad yo no le hice daño a ese chico. Con los años me he vuelto un poco brusco y rudo, pero me cuido mucho de hacerle realmente daño a nadie. No tengo por qué.

Conté el dinero que llevaba encima, sumando mentalmente el resto que me había quedado del bar. Cuatro dólares. Algo menos de cuatro dólares. Quizá, pensé, quizá debería volverme. Los doctores pensaban que estaba mejorando. Yo mismo no lo veía, pero...

Suponía que no debía volver. No podía. El chico no me había visto atizarle, pero ellos sabían hacer cálculos y era probable que llegasen a la conclusión de que lo había hecho yo. Y si volvía, me lo endosarían. No podían hacerlo de otra manera. Posiblemente todavía no habían informado de mi desaparición. Si el tipo no es un maníaco o algún pez gordo —alguien de quien el público esté pendiente, ya sabéis—, rara vez se le hace un informe. Es una mala publicidad para la institución y, por otra parte, a la gente no suele interesarle un evadido cualquiera.

Salí del servicio y volví al bar. Había una furgoneta grande aparcada frente a la puerta, y una mujer estaba sentada en un taburete cercano al mío. A primera vista, no me gustó demasiado. No obstante, esa furgoneta era muy apetecible. La saludé, inclinando la cabeza con educación, y le sonreí a través del espejo, mientras me sentaba.

—Un día bastante caluroso —dije—. Realmente despierta la sed. ¿No le parece?

Giró la cabeza y me miró, tomándose su tiempo. Paseó su mirada sobre mí desde la cabeza hasta los pies.

—Bueno, le diré algo al respecto —contestó—. Si en realidad está interesado, le explicaré mi teoría sobre el asunto.

—Desde luego. Estoy interesado. Me gustaría oír eso.

—Eso es un pronombre —dijo—. También un determinante.

Se apartó cogiendo su bebida. Yo cogí mi cerveza, con ligeros temblores en la mano.

—Vaya día —dije, como riéndome conmigo mismo—. Iba hacia el sur con ese amigo mío, Jack Billingsley; supongo que conoce a los Billingsley, una familia de grandes terratenientes, nuestro coche se paró de golpe y yo me fui caminando a buscar ayuda a un taller. Así que volví con la grúa y ese loco de Jack ya se había largado. Me imagino que lo que habrá pasado es...

—Jack consiguió arrancarlo él solo —concluyó—, eso es lo que ha ocurrido. Había empezado a buscarlo, y de alguna manera han estado cruzándose en la autopista. Ahora él no sabe dónde está usted y usted no sabe dónde está él.

Ella terminó su bebida, un martini doble, e hizo una seña al camarero. El tipo le sirvió y me lanzó una mirada feroz mientras se lo colocaba delante.

—Maldito Jack —dije riendo y sacudiendo la cabeza—. Me pregunto dónde demonios podrá estar. Tendría que saber que lo estoy esperando en un sitio como este.

—Puede que haya sufrido un accidente —dijo ella—. De hecho, creo haber leído algo sobre ello.

—¿Eh? Pero usted no puede...

—Uy, uy. Él y una joven llamada Jill. También tú has leído algo al respecto, ¿verdad, Bert?

—Sí. —El camarero continuaba clavándome la mirada—. Sí, lo leí. Están fiambres, señor. Se han roto la crisma. Yo que usted, no los esperaría mucho más.

Me hice el tonto, de esos tontos de nacimiento. Dije que seguro que no iba a quedarme a esperar mucho tiempo.

—Creo que me tomaré otra cerveza, y si para entonces no ha aparecido me vuelvo a la ciudad y cojo un avión.

Me sirvió otra cerveza. Comencé a bebérmela y los ojos me empezaron a escocer; un sentimiento de encerrona iba creciendo dentro de mí. Me habían calado, y esperar no me serviría de nada. Sin embargo, por alguna razón, no podía irme de allí. Era lo mismo que había ocurrido con Bearcat en Burlington, no había podido deshacerme de él aquella noche, hace ya años. Bearcat había estado jugando sucio conmigo, moliéndome a palos en el cuerpo a cuerpo y diciéndome un montón de porquerías. Él me mantenía allí, lo mismo que ellos ahora, y no podía hacerlo parar, al igual que no podía detener a estos tampoco.

Lo rememoré con la claridad del fluorescente. Las luces me abrasaban los ojos. El polvo de resina y el olor a cerveza del amoníaco me estaban estrangulando. Y, por encima del estruendo de la multitud, voy y oigo aquella voz salvaje que grita:

—¡Paren! ¡Paren! ¡Le va a arrancar los sesos a patadas! ¡Esto es un asesinato! ¡ASESINATO!

Tomé mi vaso y me bebí el resto de la cerveza de un trago. Deseaba marcharme y que me dejaran en paz. Pero no me parecía que fueran a hacerlo.

—Hablando de aviones —comenzó a decir ella—. He oído una historia divertida sobre un hombre en un avión. Sinceramente, creí que me moría de risa cuando... —Rompió a reír, llevándose un pañuelo a la boca.

—¿Por qué no se lo cuentas tú? —El camarero sonrió con esfuerzo y sacudió la cabeza, mirándome—. Le gustaría oír una historia muy divertida, ¿verdad, señor?

—¿Por qué no? Siempre disfruto de una buena historia.

—Vale —dijo ella—, esta lo volverá loco. Se trata de un viejo de esos con barba blanca. Tomó el avión de Los Ángeles a San Diego. La tarifa era de quince dólares, pero el viejo solo tenía doce, así que lo tiraron en medio del océano.

Esperé. Ella no agregó nada más. Por fin, intervine.

—Señora, creo que no lo cojo.

—Bueno, pues búscalo dentro de tu cabeza. Quizás así lo entiendas.

Los dos me sonrieron con burla. El camarero lanzó su índice hacia la puerta.

—Vale, tío. ¡Esfúmate!

—Pero si no he hecho nada malo, me he comportado bien. Usted no tiene derecho...

—¿Qué te apuestas? —me espetó.

—Yo no les he pedido nada —dije—. Entré aquí para esperar a un amigo, estoy limpio, soy educado y mi aspecto es respetable. Yo... yo cumplí con mi servicio militar y fui a la universidad... estudié un año y medio... y...

Las venas de mi garganta estaban a punto de reventar. Todo empezó a parecerme rojo, borroso y confuso.

Oí una voz. La voz de una mujer que decía:

—¡Ah! No te lo tomes así, chico. No te aceleres, hombre.

Y, por lo que pude ver a través de la confusión, no tenía mal aspecto. Ahora más bien me parecía guapa y gentil... como parecen las personas que te gustaría tener como amigas.

El camarero llegaba desde la barra, venía hacia mí.

—¡No lo hagas, Bert! ¡Deja al chico tranquilo! —le dijo, y a continuación dejó escapar un grito.

Él me había agarrado por la camisa y yo lo había agarrado a él. Cerré un brazo alrededor de su cuello y lo atraje hacia mí, medio cuerpo, a través de la barra. Le di un puñetazo tan fuerte que me dolió la muñeca. Cayó, deslizándose tras la barra, y yo eché a correr.

2

Es extraño lo equivocada que puede ser tu primera impresión sobre la gente. La primera impresión que tuve de ella fue que casi no valía la pena mirarla, tan solo una hembra asequible con dinero. Y que le daba mucho a la bebida; eso se veía a las claras. Pero estaba equivocado en cuanto a su apariencia. Era joven. Yo tengo treinta y tres años, y ella no podía tener muchos más. Era guapa; preciosa, diría yo. Debía de haber llevado una vida dura durante bastante tiempo, y eso se le veía en la cara. Sin embargo, su aspecto era bueno, así como sus gestos y su figura. Y a veces —bueno, algunas veces— podía ser tan agradable como parecía.

Solo había recorrido unos cuantos metros por la carretera cuando la furgoneta se detuvo junto a mí y ella se inclinó para abrirme la puerta.

—Entra —dijo sonriendo—. Está todo arreglado. Bert ya no te causará más problemas.

—¿Sí? Bueno, yo no le daré muchas oportunidades, señora. Solo me había parado allí un rato, y ahora sigo con el viaje.

—Te digo que está todo arreglado. Bert sería la última persona en el mundo en llamar a la poli. Da igual, no vamos a volver allí. Te voy a llevar a mi casa.

—¿A su casa? —pregunté.

—No está lejos de aquí. —Acarició el asiento, sonriéndome—. Vámonos ya. Sé buen chico.

Me hallaba bastante confundido y me preguntaba por qué se mostraría tan amistosa en ese momento, cuando había sido tan difícil hasta muy poco antes. Empecé a formularle la duda, y no esperó a que yo terminara.

—Tenía un par de razones —dijo—. Por una parte, no quería que Bert supiera que podía estar interesada en ti. Cuanto menos sepa un tipo como Bert sobre mis asuntos, mejor.

—¿Además?

—La otra razón es... Bueno, quería ver cómo reaccionabas, qué clase de tío eras. Quería saber si eras la clase de tío que yo pensaba que eras.

Pregunté qué clase era esa exactamente. Ella se encogió de hombros con cierta impaciencia.

—¡Oh, yo qué sé! Quizá... Tampoco importa mucho...

La autopista bajaba una pendiente a través de un bosquecillo, con un sendero que iba hacia el sur. Enfiló el sendero, y después de unos quinientos metros llegamos a su casa. Estaba sobre una colina.

Era una gran casa de campo, blanca, situada en medio de un claro, en un bosque de varias hectáreas. Daba la impresión de haber sido un sitio agradable en otro tiempo. Aún parecía bastante agradable, pero no era nada en comparación con lo que debió de haber sido. La pintura estaba sucia y desconchada. Faltaban escalones en la entrada. Algunos ladrillos de la chimenea estaban diseminados por el tejado y las mosquiteras de las ventanas lucían grandes agujeros oxidados. El césped parecía no haber sido cortado nunca. La hierba era tan alta que no se veían los senderos.

Una vez nos hubimos detenido, se quedó mirando por la ventanilla durante un rato. Echó un vistazo y sacudió la cabeza, murmurando algo así como que el trabajo era la maldición de las clases bebedoras.

—Bueno, ya hemos llegado. —Abrió la puerta—. Por cierto, yo soy la señora Anderson. Fay Anderson.

—Me alegro de conocerla, señora Anderson.

—Y yo estoy muy feliz de conocerte. Es un honor singular. No creo haber conocido antes a otro hombre sin nombre.

—¡Oh, perdone! —Me reí—. Me llamo Bill Collins.

—¡No! No serás aquel Bill Collins...

—Bueno, no sé. Supongo que sí, que lo soy.

—Mira, no te sientas mal por eso. Es tu historia, así que debes cargar con ella.

Una vez más había cambiado el tono de voz, mostrándose de nuevo malhumorada.

Cambiaba de actitud constantemente. Me parecía simpática durante un minuto, y fastidiosa al siguiente. Todo dependía de cómo se sintiera; y cómo se sentía dependía de la cantidad de alcohol que se hubiera tomado. Con la cantidad justa —y eso también cambiaba de hora en hora—, era agradable. Sin dicha cantidad, se volvía mezquina.

—¡Venga, entremos! —decidió de golpe—. ¿A qué estamos esperando? ¿Quieres que te lleve en brazos?

Titubeé mientras buscaba algo que decir. Ella juró entre dientes.

—¿Está usted asustado, señor Collins? ¿Tiene miedo de que le robe su dinero y objetos de valor?

Me reí y contesté:

—No, desde luego que no. Solo me estaba preguntando que... bueno, ¿qué pasa con su marido? Usted me ha dicho que era la señora...

—Él tampoco te va a robar. Solo lo dejan salir de la tumba en las fiestas nacionales.

Salió del coche dando un portazo y se alejó contoneándose. Dio unos pasos, pareció volver a controlarse, supongo yo, y volvió.

—Hay un bistec enorme en la nevera, algunas cervezas frías y todo lo que hace falta en materia de bebidas. Tengo algunos trajes bastante buenos, eran de mi marido y... Vamos a dejarlo. Haz lo que quieras, está de más decirlo; si quieres, te llevo otra vez a la autopista.

Dije que no tenía ninguna prisa por volver a la autopista.

—Solo me estaba preguntando... Quiero decir... ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Y yo qué sé? —Su voz se volvió frágil otra vez—. Probablemente nada, ¿qué más da? ¿Quién eres tú para hacer algo por alguien?

—Bueno, creo que entraré un rato.

Entramos por la puerta trasera. Mientras yo me acomodaba en el cuarto de estar, ella se dedicó a preparar las bebidas en la cocina. Todo estaba roto y revuelto, tanto allí como en la cocina. Los muebles eran de buena calidad, o lo habían sido alguna vez, pero no quedaba mucho de ellos. Parecían incompletos, como si en otro tiempo hubieran sido más grandes.

Di vueltas de aquí para allá mirando alrededor. Recogí algunos recortes de periódico del aparador y empecé a echarles un vistazo. Todos eran fotos del mismo chico, un jovencito de unos siete años llamado Charles Vanderventer III. Los dejé rápidamente donde estaban y me senté.

Ella entró con las bebidas, trayéndose la botella. En el tiempo que yo me bebí una copa, ella se bebió tres.

—Bill Collins. —Se reclinó y me miró—. Bill Collins. ¿Sabes? Pienso que te llamaré Collie.

—De acuerdo. Hay un montón de gente que me llama Collie.

—Es porque pareces un perro collie. Estúpido, peludo y con una gran narizota, ideal para meterla en los asuntos de los demás. ¿Con qué intención te pones a fisgar en los recortes?

—No estaba fisgando. Se habían caído, así que los he recogido y los he mirado.

—Ajá. Claro. Seguro. Naturalmente.

—¿Él..., esto, su familia... son amigos suyos? —Solo intentaba conversar y sacarla un poco de su mal humor—. ¿Son, digamos, parientes?

—Es mi tatarabuelo —dijo—. Una de las ramas más pobres de la familia. Ya sé que no vas a creerlo, pero tienen la insignificancia de cuarenta millones de dólares.

Se sirvió más whisky, se llenó el vaso hasta la mitad, volvió a recostarse. Estaba encendida, y sus pequeños ojos negros brillaban de maldad.

—Eres muy rápido con los puños, Collie. Rápido y eficiente. ¿Has peleado alguna vez como profesional?

—Sí. Hace mucho tiempo participé en unos cuantos combates.

—¿Qué pasó? ¿Se te ablandó demasiado la cabeza?

—No hay nada malo en mi cabeza —dije—. Me aparté antes de que las cosas empezaran a ir mal.

—¿Y cuándo saliste de la cárcel?... Quiero decir... la última vez.

Traté de mantener la sonrisa. Dije que, de hecho, había tenido algunos roces con la policía, como los tendría cualquier ciudadano. Nunca nada serio. Solo pequeños malentendidos. Multas de tráfico y cosas por el estilo.

—¡Para! —Puso los ojos en blanco—. ¡No te me vayas por las ramas, tío!

—Voy a decirle una cosa, señora Anderson. Quisiera corregir la impresión errónea que parece tener sobre mi persona. No soy para nada un estúpido, señora Anderson. Puede que lo parezca, pero no lo soy.

—Vas a tener que jurármelo, Collie. Tú me presentas una bonita declaración jurada, firmada por dos testigos, y yo te tendré en consideración, ¿vale?

—No soy estúpido, pero no me importa que la gente me trate como si lo fuera. La mayor parte de mi vida la he pasado trabajando en lugares donde era difícil conversar con alguien de igual a igual. Mire, allí era difícil llevar una conversación inteligente, así que perdí la costumbre.

—¡Bravo! Collins hace su entrada bajo los focos.

—Estoy tratando de explicarle algo. ¿Por qué no es educada y me escucha? Le estaba diciendo que cuando uno no tiene muchas oportunidades de hablar, llega un momento en que lo encuentra raro, como algo desmañado y altisonante, ¿sabe? Uno no está seguro de sí mismo.

—¡Calla!

—Pero si...

—¿Quieres callar, condenado? Alguien llega.

Saltó de golpe y corrió hacia la cocina. La seguí. Observé cómo abría la puerta trasera y bajaba los escalones hacia el porche. Estaba oscureciendo. Las luces de un coche atravesaron los árboles y llegaron en un destello. El conductor hizo sonar su claxon, y Fay Anderson se sentó en los escalones, riéndose.

—No pasa nada, Collie. Solo es tío Bud.

—Tío... ¿Tío Bud?

—Sírvete otra copa. Sirve tres. Estaremos contigo dentro de un minuto.

No fue precisamente un minuto. Para ser exactos estuvieron charlando treinta minutos. No pude oír de qué hablaban, por supuesto, pero tenía la firme convicción de que yo era el tema de conversación.

Serví las tres copas y me las bebí.

3

Su verdadero nombre era Stoker, Garret Stoker. No era su tío, ni creo que lo fuera de nadie, pero todo el mundo lo llamaba tío Bud. Era un hombre de unos cuarenta años, creo. Tenía el pelo prematuramente gris y la mirada cálida y amistosa. Uno se sentía a gusto cada vez que sonreía. Yo no sé de qué lo conocía, ni siquiera sé si ella lo conocía realmente, porque era esa clase de tipos, ya sabéis lo que quiero decir: uno se encuentra con tipos como tío Bud por primera vez, ante una copa o un café, y parece que los conoce de toda la vida. Hacen que te sientas así.

Lo primero de lo que te enteras es de que están escribiendo tu dirección y número de teléfono. El paso siguiente es una llamadita, y en cualquier momento se dejan caer por allí. Solo por ser amistosos, ya sabéis. No es que quieran nada de ti. Sin embargo, llega el momento en que sí quieren algo, y cuando eso ocurre es terriblemente difícil decirles que no. No importa de qué se trate. Incluso aunque sea algo como lo que ese tío Bud quería.

Me retorció la mano y dijo que era un gran placer conocerme. Entonces, sin soltarme de la mano y dándome algún que otro apretón, se volvió hacia Fay.

—Aún no puedo entenderlo, Fay, todavía me parece que te estás quedando conmigo. No sabes cuánto apostaría a que no hay en todo Estados Unidos un solo hombre, mujer o niño que no haya oído hablar de Kid Collins.

—Apuéstate algo —dijo ella—. Siete contra cinco.

—Bueno... —Se echó a reír y me soltó la mano—. ¿No te parece un caso esta jovencita, Kid? Ni por un momento está seria. Pero es de lo más leal, ¿entiendes? Una verdadera colega, y sus bromas son pura alegría. No significan nada más.

—Sí, señor. Comprendo.

—Veamos ahora, ¿cuándo fue esa última pelea tuya? La gran pelea. ¿Fue en el...?

—Fue... fue en 1940. El Bearcat de Burlington. Fue... —Mi voz se iba apagando—. Creo que no fue una gran pelea, señor.

—Claro, claro. Un combate preparatorio. Pero aun así fue un encuentro de gran categoría. Eh, fue en... estaba discutiendo de ello con un chico el otro día, y él afirmaba que había sido en Newark. Pero no, yo le dije que había sido en, en...

—Fue en Detroit, señor —dije.

—¡Exacto! ¡Eso es! —exclamó—. Detroit, 1940, una preliminar a cuatro asaltos. ¿Qué te decía, Fay? ¿No te aseguré que me conocía de arriba abajo el historial de Kid?

Fay gimió y se dio un golpecito en la frente. Tío Bud me guiñó un ojo y yo le sonreí abiertamente y le devolví el guiño.

Me empezaba a gustar un montón.

Fay dijo que si queríamos cenar algo ya podíamos comenzar a preparárnoslo nosotros mismos. Eso hicimos. Tío Bud golpeó el bistec y lo puso en la parrilla mientras yo pelaba y picaba las patatas. Él abrió los botes de guisantes y de puré de manzana, y yo hice el café y le puse hielo al agua.

—Bueno, Kid —dijo mientras esperábamos a que se cocinara el banquete—, me alegro de que hayas decidido instalarte por un tiempo. Has encontrado amigos, personas que te admiran y se interesan por ti.

—¿Instalarme? —Parpadeé—. Instalarme, ¿dónde?

—Toma, ¡aquí! ¿Dónde si no? —dijo con firmeza—. Nuestra jovencita parece que necesita a alguien que la cuide un poco, y fuera hay un bonito apartamento. Queda justo encima del garaje. Sí, señor, es justo lo que te conviene, Kid. Tómatelo con calma durante algunos días. Descansa y quítale problemas de encima a Fay, yo veré qué puedo hacer por ti. Tengo una idea con la que tal vez te consiga algo bastante bueno.

Asintió a sus propias palabras con la cabeza mientras le daba una vuelta al bistec.

Le dije que quizás él ya le había echado el ojo a algo que podía conseguirme.

—Agudo. —Se echó a reír—. Le dije a Fay que lo eras. Ahora, Fay, tal vez el tipo haya pasado una mala época, pero si es Kid Collins el que está aquí contigo, yo te aseguro que no es ningún tonto. Tiene nervio y es agudo, me dije a mí mismo: reconocerá su rincón cuando suene la campana, y tendrá lo que hay que tener cuando se trate de seguir el combate.

—Mire, señor. Mire, tío Bud...

—¿Sí, Kid? Al grano, suéltalo de una vez.

—Bueno, yo agradezco su gentileza, los cumplidos y todo lo demás, pero usted..., en realidad, no sabe nada de mí. No puede saberlo. Está tratando de ser amable, y, probablemente, si usted supiera de verdad el tipo que he sido no se sentiría así.

—Te diré lo que sé. Conozco a la gente, Kid. Sé lo que son capaces de hacer o no. O tómalo desde otro punto de vista: lo que pueden o no pueden hacer. He sido detective en esta ciudad durante años, quizá ya te lo dijo Fay, ¿no? Bueno, lo era, y fui capaz de poner a un montón de chicos listos cerca de las mejores cosas. Algunos ya las habían visto antes, pero la mayoría no. Ellos no podían conseguirlo solos, pensaban que no podían, pero vine yo y les mostré la forma de hacerlo.

—¿Y ya no es detective?

Lanzó una mirada cortante alrededor, y después me miró a mí; por primera vez tenía el ceño fruncido. Apretó los labios y se volvió para remover las patatas.

—Veremos —dijo de modo ausente—, tendremos que informarnos mejor. Creo que podrías servir: buen aspecto, pero no demasiado...

—¿Sí? —dije.

—No importa, Kid. —La sonrisa volvió a aparecer—. No hay ninguna prisa. Es algo que nos llevará su tiempo.

Cenamos él y yo, bastante. Fay vino a la mesa; se sentó con nosotros, pero no comió nada. Tan solo se sentó allí; dándole vueltas a la comida en el plato, bebiendo e interrumpiéndonos cada vez que abríamos la boca.

—Esta condenada casa —dijo mirando a tío Bud con ferocidad—. Pensé que ibas a hacer que fuese mía enseguida. Creía que conseguirías que sacara un pequeño beneficio de ello. Me indujiste a comprar el condenado vertedero y luego tú...

—Fay —dijo con calma—, ya verás cómo has hecho bien. Lo descubrirás de una forma u otra.

—Ah, ¿sí? —Su mirada se tornó vacilante—. ¿Y qué me dices de esa furgoneta de mierda? He malgastado en ella prácticamente hasta el último centavo que me quedaba, y tú...

—Basta, Fay. Sabes que te conseguí una ganga. Sabes muy bien que necesitas un buen coche, viviendo como vives tan alejada...

—¿Quién coño quiere vivir alejada? —dijo casi en un grito—. ¿Quién coño me persuadió?

—Me darás las gracias por ello. Sabes que tienes que confiar en tu viejo tío Bud, y acabarás llena de diamantes.

Desvió la conversación hacia mí, y me preguntó qué había estado haciendo desde que dejé el boxeo. Le dije que, después de dejarlo, había estado una temporada en el ejército, y que desde entonces había andado de aquí para allá.

—En el ejército, ¿eh? ¿Y te fue bien?

—Bueno, bastante bien. Creo que sí.

Fay se echó a reír. Tío Bud la miró con enfado y meneó la cabeza.

—Lo hice lo mejor que pude —dije—, pero ellos no eran muy pacientes, y creo que buscaban la manera de ponerme las cosas difíciles. Así que, mire, acabé en el calabozo unas cuantas veces, hasta que, finalmente, me mandaron al hospital. Justo después fue cuando me dejaron marchar.

—Mmm... mmm —asintió pensativo—. Por ese entonces, ehhh, ¿estabas bien? Solo que no te adaptabas a la vida militar. Bueno, chico, eso no es nada raro. Todo el mundo sabe que un buen número de tíos tuvieron el mismo problema.

Fay volvió a reírse, y tío Bud de nuevo meneó la cabeza.

—Claro —dijo suavemente—. Entiendo cómo fue, Kid. La gente espera que te lleves bien con ellos, pero no tratan de llevarse bien contigo. Y es que a veces uno solo necesita una pequeña ayuda, un poco de comprensión. El caso es que el noventa y nueve por ciento de las veces no lo consigue.

Le dije que no quería que pensara que había algo en mí que no funcionaba. En realidad, no había muchas cosas que marcharan mal, ya sabéis —al menos, entonces, no las había—, y sentí que tenía que decirlo, porque si hay algo que asusta a la gente son los problemas mentales.

Puedes ser un exconvicto, incluso un asesino, lo dices, y eso ni les molesta, claro. Te darán trabajo, te llevarán a sus casas, se harán amigos tuyos. Pero si tienes algún tipo de problema mental; es decir, si alguna vez has tenido alguno, bueno, eso ya es otra historia. No querrán saber nada de ti.

Tío Bud pareció creer lo que le dije. La forma en que me había calibrado, era, creo yo, la de un tipo que no había sido muy brillante en sus comienzos y que después había conseguido hacer algunas fintas sobre el cuadrilátero.

—Claro que estás bien, Kid. Todo lo que necesitas es un poco de pasta, la suficiente para tomarte la vida con calma y no tener que preocuparte.

—Sí, pero... creo que debería decirle algo más, tío Bud. Siempre siempre he tratado de hacer las cosas bien. De no hacer nunca nada malo o...

—Ah, ¡bueno! —Extendió las manos—. ¿Qué significan las palabras, Kid? ¿Qué es lo bueno y qué lo malo? Podría decirte que era malo para un buen chico como tú tener que ir tirando como has tenido que hacerlo. Y podría asegurarte que sería bueno si no tuvieras que preocuparte por el dinero durante el resto de tu vida.

—Sí, señor. Creo que lo sería.

—Naturalmente, naturalmente. Tú no querrías hacerle daño a nadie. Y, en efecto, no tendrías que hacerlo. Tan solo sería cuestión de presionar a ciertas personas, gente que tiene pasta como para gastar sin problemas. Y hacérselo gastar no estaría mal, ¿no te parece?

Dudé.

—Bueno, eso suena...