La sangre de los King - Jim Thompson - E-Book

La sangre de los King E-Book

Jim Thompson

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2014
Beschreibung

En el salvaje territorio de Oklahoma, se encuentra el rancho de Ike King, un hombre despiadado con una gran fortuna, amasada tras años de sembrar terror y violencia. Ahora que su muerte está cerca, sus tres hijos se preparan para hacerse con lo que puedan de la herencia. Todos han aprendido mucho de su padre: seguir solo tus propias normas, no sentir apego por nadie y eliminar a todo aquel que se interponga en tu camino, aunque sea de tu familia. UNA DE LAS HISTORIAS MÁS ESCABROSAS IMAGINADAS POR EL GENIO DE Jim Thompson.

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Título original inglés: King Blood

© Jim Thompson, 1954.

© de la traducción: Damià Alou Ramis, 2014.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO773

ISBN: 9788490563762

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1

2

3

4

5

Interludio

1

2

3

Epílogo

Notas

1

a

Justo antes de la primera luz, justo antes de que el alba pintara sus colores veteados sobre la pradera del Territorio de Oklahoma, Critch salió a la plataforma descubierta del tren y se quedó esperando a la novia del soldado. La chica había ido al servicio (¡menuda novedad!), así que tenía tiempo de prepararse mentalmente para lo que tendría que hacer si la actitud de ella lo exigía; para visualizar la escena final de un drama de robo y violación.

Si la señorita le ponía las cosas difíciles, la sacaría del andén de un golpe. La mandaría entre los dos vagones y las chirriantes ruedas del tren. Había siete vagones detrás de ese. Cuando hubieran acabado con ella, la señorita se habría convertido en carne picada. Una no existencia que sería menos que nada cuando el alba llegara acompañada de los coyotes y los buitres.

Riendo en voz baja, Critch encendió un purito, pensando en cómo le habría elogiado Ray de haber seguido con vida y poder dedicar elogios. Oh, Ray, ya lo creo que lo hubiera puesto por las nubes. Quizá con alguna reserva de poca importancia.

«No pierdas de vista el objetivo, muchacho. El punto vital. El cual, permíteme añadir, nunca está en el útero. A no ser que... ja, ja..., a no ser que estés mucho mejor equipado que yo».

¡Ah, Ray, Ray! Pero todas las reglas tenían excepciones; y a veces el alumno supera a su maestro. Ella llevaba el dinero bajo la ropa, por lo que ¿cómo podía alcanzarlo a no ser que fuera bajo la guisa del amor? Y conseguir el dinero donde lo había conseguido había sido su seguro de vida. A no ser que la chica fuera idiota, ahora no podía hablar. A no ser que fuera idiota, ella no intentaría tomar ninguna represalia. Por lo demás, a pesar de su inocencia a la hora de quitarse la ropa, ella tendría que explicar lo que no podía explicarse. No a su marido. Ni a ningún futuro marido. No aquel día ni en aquella época.

Critch dio unas caladas a su purito, pensando con insólita nostalgia en Ray, el hombre que había sido su guía y guardián durante tantos años. Le costaba imaginar a Ray como un hombre envejecido, un hombre que había perdido esa astucia que le había sacado de tantos momentos de apuro. Sin embargo, a pesar de su cuerpo juvenil y esbelto, y de su cara increíblemente joven, había envejecido. Ray se había vuelto viejo, y su edad la delataban su tendencia a vacilar cuando se imponía tomar una decisión, su obsesión por los peros y nimiedades, y una mirada y una actitud furtivas incipientemente fatales.

Tal como lo veía Critch, solo se podía hacer una cosa. La misma que habría hecho Ray de haberse invertido los papeles. Tras haberla hecho, la supervivencia requería poner tierra de por medio entre él y la víctima de su traición. La puso, borrando sus huellas mientras huía.

Ray se había quedado en Texas. Critch acabaría en las lejanas Dakotas. Así pues, felizmente, no había presenciado el final, y solo había podido verlo de manera indirecta a través de los ojos de un dibujante de periódico.

Critch esperaba sinceramente que ese dibujante no estuviera muy bien de la vista. Le habría dolido creer —al menos durante un tiempo no muy largo— que el hermoso cuello de Ray había acabado siendo tan largo como la longitud de su cuerpo.

(Critch arrojó el purito, impaciente. ¿Por qué tardaba tanto la mujer? ¿Acaso la muy idiota se había caído dentro del retrete?)

b

Tulsa lochopocas. El lugar donde se reunían los clanes de los osages.

Se encontraba en la bifurcación del río Arkansas, cerca de la confluencia del Verdigris; un enclave comercial (en la medida en que había algo de comercio) y un lugar de encuentro mucho antes de que el hombre blanco llegara a poner el pie en el continente americano.

Tulsa lochopocas. Ciudad de Tulsa. Tulsa.

A Critch le había gustado su aspecto desde el momento en que se bajó del tren procedente de Kansas City. Era un lugar caótico, donde las calles discurrían de cualquier manera y por donde les daba la gana, y los edificios se desparramaban y se arrastraban por todas partes igual que en la época del dinero fácil.

Era ese tipo de ciudad, se dijo. Una ciudad de dinero fácil. Una ciudad de río y ferrocarril, de algodón y ganado. Pieles, madera, comestibles. Todo llegaba a Tulsa, todo pasaba por Tulsa, un infinito flujo de incremento. Y ahora incluso había petróleo, pues unos prospectores, perforando con el primitivo método de percusión, habían agujereado el suelo de arcilla roja hasta conseguir un respetable chorro. En aquel entorno, y sin instalaciones para refinar el producto, todavía tenía poco valor comercial, casi tan poco como esos minerales de los que oías hablar solo en libros, como por ejemplo el uranio. Pero daba igual. Había mucho dinero sin necesidad de petróleo, y el lugar prácticamente anunciaba que uno podía ser lo que quisiera, siempre y cuando tuviera lo que hay que tener.

Así era como Critch veía Tulsa. Y no se equivocaba al verla así. Lo que no veía era algo indefinible, algo que hombres más inteligentes y mejores tampoco habían visto al posar sus ojos por primera vez sobre Tulsa (la población de Tulsa, tulsa lochopocas). Hombres que solo de palabra tenían lo que hay que tener.

Aproximadamente dos siglos antes, un hombre llamado Auguste Choteau comandó un pequeño ejército de paisanos hasta Arkansas: cazadores y tramperos profesionales que le habían seguido de manera provechosa y sin percances desde Francia; que habían amarrado sus botes en la bifurcación del río —tan obviamente perfecta era para sus fines— y se habían puesto a la labor de enriquecerse rápidamente.

No fueron codiciosos. Ni por un momento se habrían enriquecido si eso hubiera supuesto el empobrecimiento de los indios. La política francesa siempre había consistido en mantener la amistad con los indios y Choteau, un buen hombre y un caballero, habría seguido esa política de todos modos. Él y sus hombres pretendían fundar allí un asentamiento permanente; incluso había llegado a escoger un nombre, el nombre de su santo patrón. Construirían allí una ciudad en la que los franceses y los osages fueran iguales. Y, siendo hombres razonables, y para que estos grandes sucesos fueran posibles, ¿cómo y por qué iban los osages a poner objeción alguna a la hora de compartir una fracción de su pródiga riqueza, cuando disponían de una abundancia que jamás se acabarían?

Los osages admitieron ser hombres razonables. Y al ser razonables, sugirieron que no había ninguna razón válida para compartir lo que ya poseían y que era su prerrogativa, no la de los franceses, decidir si lo necesitaban o no.

El grupo de Choteau se irritó. Se mostraron muy firmes con los ciudadanos de tulsa lochopocas. Y no fueron los últimos que lo hicieron. A pesar de la emergente independencia de Tulsey Town, la idea de que trataría con el mundo estrictamente imponiendo sus propias condiciones se hacía más fuerte a cada día de su bravucona historia.

Más de doscientos años después de darles repentinamente calabazas a los camperos y cazadores franceses, Tulsa le decía a Wall Street que recogiera sus finanzas y sus reaseguros y se largara (o utilizó unas palabras similares). J. P. Morgan & Co., et al., se lo tomaron a broma en lugar de enfadarse. La idea de que la advenediza población de Oklahoma pudiera recaudar los miles de millones necesarios para la adecuada explotación de sus recursos petrolíferos simplemente daba risa. Y sin embargo... aquella población advenediza recaudó aquellos miles de millones. No solo para sí misma, sino también para otras. Y al final, Wall Street se vio obligado a admitir que tenía un rival. Aún siguió siendo el principal centro financiero de la industria petrolífera en las capitales del mundo donde estaba la pasta de verdad. Pero la pequeña Tulsa —o, más bien, la no ya tan pequeña Tulsa— ahora ocupaba el segundo lugar.

Así pues, ahí es donde estabas. Ahí estaba Tulsa. Una ciudad amistosa, una afable ciudad de vive y deja vivir. Una ciudad orgullosa, a la que le gustaba hacer las cosas a su manera y sabía exactamente qué hacer con aquellos que opinaban lo contrario.

No fue hasta los primeros años del siglo XX cuando hubo tráfico fluvial al norte de las Dakotas. Fue tan relativamente abundante, en comparación con el comercio ferroviario, que algunos llegaron a imaginar que el Medio Oeste sería el futuro centro de la población del país, y hubo una campaña para trasladar la capital de la nación desde su sede oriental a algún lugar más conveniente del Territorio de Nebraska.

A causa de su ubicación, Tulsa albergó a no pocos viajeros fluviales y les proporcionó lo que necesitaban. Para algunos, tumbas. Para otros, alquitrán y plumas. Para otros —aquellos cuyas ideas coincidían con las de la ciudad—, un hogar y felicidad, y a menudo riqueza.

De manera parecida, cuando la Franja Cherokee quedó abierta para la colonización y los grandes ranchos se dividieron en propiedades de casi sesenta y cinco hectáreas, Tulsa alimentó a estos vaqueros ahora sin trabajo, a los aventureros y forajidos que antaño habían vagado por la Franja; se encargó de ellos... de una u otra manera. Y cuando los nuevos colonos, a menudo sin financiación, fueron expulsados por la sequía o por cualquier otro desastre en su primer año, Tulsa de nuevo les dio lo que necesitaban... a su manera.

Tulsa supo exactamente qué hacer con la rebelión de Serpiente Loca, el último de los alzamientos indios. Supo exactamente qué hacer, y lo hizo, cuando los alborotos raciales amenazaban con destruir la población. La ciudad...

Pero eso sería adelantarnos. Retrocedamos un par de cientos de años, hasta Auguste Choteau y sus hombres:

La «firmeza» de estos con los residentes de tulsa lochopocas fue devuelta con intereses. De hecho, los franceses se vieron obligados a huir para salvar la vida; se subieron a sus botes alargados y remontaron el Arkansas, y después el Mississippi, en cuyas orillas, en una zona de marismas muy poco atractiva, se establecieron al final de manera permanente, dándole al asentamiento, como corresponde, el nombre de su santo patrón.

Se convirtió en una ciudad grande y próspera, tal como ellos habían predicho. Una ciudad que Critch visitaba a menudo para su provecho. Ahora, al final de su segundo día en Tulsa, con la cartera vacía y el lugar donde la llevaba dolorido por culpa de la patada de un tulsano, Critch maldijo el estúpido destino que lo había guiado hasta allí en lugar de a la amistosa metrópoli fundada por Auguste Choteau, la ciudad de St. Louis.

De hecho, Tulsa lo había incomodado hasta tal punto que incluso le daba miedo responder a un pequeño negocio aparecido en el periódico local. Un anuncio publicado en negrita en el que se invitaba a Critchfield King, el hijo menor de Isaac Joshua King, a presentarse de inmediato en las oficinas del juez Washington Caballo Agonizante, abogado.

c

Le llevó una noche de hambre y desvelo, una noche muy larga sin dinero ni para comida ni alojamiento, transformar su miedo en fatalismo y concluir que la vida no podía conducirlo a trago más amargo que aquel en el que ya se encontraba. Así pues, por la mañana, tras afeitarse y asearse en la estación de ferrocarril, finalmente se presentó en la oficina del juez Caballo Agonizante.

Se encontraban el uno frente al otro, en el despacho del abogado. Critch sonreía con serenidad y sus manos con manicura reposaban sobre la empuñadura de oro falso de su bastón; el abogado le estudiaba con sus ojos oscuros y muy hundidos, y en su cara broncínea no había expresión. Critch conocía la técnica de la demora. El único truco consistía en demorarse en hablar, en obligar a su oponente —y el mundo estaba hecho de oponentes— a enseñar su mano.

Al final, aquellos ojos muy hundidos se permitieron un parpadeo y su propietario habló:

—Así que es usted Critchfield King y tiene veintitrés años.

—Lo soy y los tengo —dijo sonriendo Critch—, y usted es el juez Washington, esto... No creo haber oído antes ese nombre, ¿verdad, señor? Cherokee, ¿no?

Aquella era burda adulación; los cherokees eran un pueblo muy cultivado, los más avanzados de las Cinco Tribus Civilizadas. El abogado rechazó de plano el cumplido.

—El título del juez es honorario, señor King, y mi nombre es osage. Una de las tribus no civilizadas. «Incivilizable», en opinión del gobierno de Estados Unidos. Por eso se les asignó esta zona concreta de Oklahoma, una zona que al parecer solo sirve para la pesca y la caza, pero no para el cultivo.

—¿Y? —Critch transformó sutilmente su sonrisa—. Así que usted no es más que el señor Caballo Agonizante, un abogado osage, y quería verme a mí, Critchfield King, el hijo menor de Isaac Joshua King. ¿Por qué?

—Quería que me hablara de usted —dijo el osage frunciendo entrecejo—, desde la época en que huyó de la casa de su padre con su madre y el amante de esta...

—Yo no hui —mintió Critch—. Me secuestraron.

—Es probable; solo tenía usted diez años. Y ahora hábleme de usted: qué ha hecho, en qué se ha convertido, desde los diez años hasta hoy.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Porque no hay gran cosa que contar. Suponga que su vida hubiera estado dominada por un delincuente profesional y una madre que era una puta y más durante la mayor parte de su vida. ¿Estaría usted orgulloso de ello?

—Bueno... —El abogado Caballo Agonizante asintió a regañadientes—. Pero su propia madre huyó de ese hombre. Chance... Raymond Chance... después de unos años.

—Es cierto. Lo cual me dejó completamente a merced de él.

—¿No se le ocurrió huir también?

—Se me ocurrió y lo hice. —Otra mentira, pero tenía todos los visos de verdad—. Por desgracia, yo no tenía los, digamos, recursos de mi madre para sobrevivir. Hasta hace unos años no conseguí marcharme.

—Mmm. ¿Y desde entonces?

—Cosas diversas. Barman. Camarero en un vapor. Recepcionista del hotel. Vendedor... —Esto era verdad; la mitad de la verdad. Había tenido todas esas ocupaciones, y muchas más, pero solo como trampolines, accesos a otros turbios tejemanejes—. Últimamente me he dedicado casi exclusivamente a la especulación.

—¿Algodón?

—¿Qué, si no?

Caballo Agonizante lo miró de arriba abajo: el traje y el sombrero eran caros, las botas se habían hecho a mano y la ropa blanca estaba inmaculada. Un joven de buen aspecto que sabía hablar. Un joven que era casi demasiado apuesto, demasiado convincente. Su instinto indio le susurró que ahí había un hombre que no era digno de aprecio ni de su confianza, y sin embargo, sintió aprecio por él y le despertó su confianza.

—Parece que le ha ido bien en la especulación, señor King.

—Me gano la vida.

—Dichas transacciones son difíciles de seguir.

—Yo diría que es imposible.

—De hecho —insistió el abogado con obstinación—, dudo que exista alguna manera de comprobar la verdad y veracidad de ninguna parte de su historia.

—Yo también lo dudo. ¿Y qué?

El osage suspiró; soltó una carcajada un tanto irritable. Su instinto cedió al persuasivo encanto y la personalidad de Critch King (cuando se molestaba en utilizarlo) y, de pronto, dio una palmada en el escritorio con su mano broncínea y enfática.

—Señor King —dijo poniéndose en pie—, creo que deberíamos continuar esta conversación tomando una copa.

En el reservado de uno de los salones más elegantes de Tulsa, un local de suelos alfombrados y arañas de luces de cristal, el abogado sirvió whisky para ambos y encendió el puro de Critch King. Sorbió delicadamente el licor, estudiando a su joven invitado por encima del borde de la copa. Critch examinaba con gran interés un documento enmarcado que colgaba de la pared, un homenaje manuscrito al salón, firmado por Washington Irving.

—¿Conoce Viaje por las colinas, señor King?

—Creía conocerlo hasta que he visto esto. —Critch señaló con la cabeza el documento—. No sabía que el señor Irving hubiera viajado por la zona de Tulsa.

Caballo Agonizante soltó una risita de aprobación; convino que aquel punto era desde luego discutible.

—Pero hace mucho tiempo que en el este de Oklahoma conocemos el arte de la imprenta y las artes y los oficios asociados con ella. El periódico de George Creekmore probablemente sea el primer diario importante al oeste del Mississippi.

—Un periódico en lengua cherokee —asintió Critch—. Entonces ¿este homenaje es una falsificación?

—Mmm. Llevada a cabo por un vagabundo con poco talento y mucha sed. Como el grabado que hay allí, por ejemplo.

Critch se puso en pie y se acercó a la pared de la otra punta del cuarto. Lanzó una prolongada mirada al dibujo que colgaba, en el que se veía a un indio a caballo, los dos con la cabeza gacha y abatida mientras contemplaban la caída de un acantilado.

—No. —Negando con la cabeza, Critch regresó a la mesa y se sentó—. En este punto tengo que disentir con usted, señor. Eso es un Remington auténtico o no he visto ninguno.

—¡Sabe usted juzgar el arte, señor King!

—Gracias, señor.

—Veo que es usted un joven singular. ¡¿Cómo es posible que una persona haya superado los obstáculos que ha sufrido usted para convertirse en un caballero y un estudioso...?!

Critch farfulló unas palabras de agradecimiento por la buena opinión del abogado, señalando con modestia que las penalidades a menudo sacaban lo mejor de los hombres.

—Cuando un hombre no tiene a nadie que le ayude, no le queda más remedio que esforzarse. Al menos, así es como yo lo he visto siempre. ¡Si un hombre quiere llegar a algo, puede hacerlo, tanto da cuál sea su cuna y su origen!

Caballo Agonizante observó el semblante joven e inocentemente serio de su invitado, y en su corazón nació una simpatía que rara vez sentía hacia un hombre blanco. «Tanto da cuál sea su cuna». ¡He ahí a un hombre inteligente! ¡He ahí a un hombre que ha sabido lo que era sufrir y luchar teniéndolo todo en contra!

«¡Maldito sea Ike King! —se dijo—. ¡Está prácticamente en su lecho de muerte y así es como trata a su propio hijo!».

Echó un trago rápido y, a continuación, otro. Critch le sonrió amablemente, dándole unos golpecitos consoladores en una de sus manos broncíneas.

—No se enfade, juez. No he visto a mi padre desde que era niño e imagino que no ha cambiado nada.

—No.

—A menudo me he dicho que solo con que hubiera tratado a mi madre de manera un poco distinta... —Critch negó con la cabeza, pesaroso—. Ella tenía sangre creek, ¿sabe?, y el pelo bastante crespo. Papá solía acusarla de tener sangre negra.

—¿Ah sí? —Caballo Agonizante soltó una carcajada iracunda—. ¡Suena muy propio de él!

—Naturalmente, había matrimonios mixtos entre los creek. —Critch se encogió de hombros—. De todos modos, ¿y qué? En cualquier caso, ¿por qué echarle públicamente en cara a una mujer algo que no podía evitar?

El osage echó otro largo trago, y un intenso rubor se extendió bajo el tono más claro de su cara. Dejó el pesado vaso sobre la mesa con un golpe.

«Está un poco borracho —pensó astutamente Critch—. ¿Cuándo aprenderán estos apestosos indios que no pueden beber?».

—Señor King... hip, hip... su padre es, como puede que sepa, mi cliente en esta zona. Era mi deber, en caso de poder encontrarle, estudiarlo para decidir si era usted idóneo para que lo reclamara como hijo y heredero. He decidido que sí. ¡La única cuestión que me planteo ahora es si él es idóneo para que usted lo reclame como padre!

Critch esbozó una sonrisa un tanto vacilante. Después de todo, no deberían ser demasiado severos con el viejo.

—Me alegra tener la oportunidad de verle antes de que muera. Habría vuelto antes, pero no estaba seguro de cómo me recibiría.

—Creo que le parecerá satisfactorio —le garantizó Caballo Agonizante—, dadas las circunstancias. Ahora bien, si usted hubiera tenido mala suerte, si su vida hubiera resultado ser un fracaso y hubiera necesitado ayuda de verdad...

—Desde luego nunca habría acudido a mi padre —dijo Critch con una carcajada, compungido—. Un hombre extraño, mi padre, pero justo... totalmente justo... a su manera. Jamás disculpó sus fracasos, así que ¿por qué iba a disculpar los de los otros?

—Pero su propio hijo —objetó el abogado—. ¡Sangre de su sangre!

—Solo si él me reclama como hijo —señaló Critch—. Algo que no haría si yo no estuviera a la altura.

Charlaron un poco más. Luego el abogado echó una mirada al reloj y recordó que tenía una cita. Mientras buscaba la cartera y hacía una seña al camarero, Critch colocó sobre la mesa un billete de diez dólares.

—Yo invito, abogado. Insisto.

—Tonterías. Es una cuestión de negocios, señor King, y los dos somos aquí invitados de su padre. Yo... —Dejó de fruncir el ceño y se dio una palmada en la cadera—. ¡Maldita sea! —exclamó—. ¡He perdido la cartera!

—Vaya, eso sí que es una lástima. —Critch frunció el ceño en un gesto compasivo—. ¿Llevaba mucho dinero?

—Bueno, no mucho. Unos cincuenta dólares.

«¡Maldita sea!», se dijo Critch.

Demoró un poco su copa mientras el abogado se alejaba a toda prisa hacia su cita. Después, tras un tranquilo almuerzo gratuito proporcionado por el local, visitó el retrete que había en el patio trasero, donde sacó todo el dinero de la cartera antes de arrojarla por el agujero.

Una vez de nuevo en la calle, anduvo tranquilamente entre la muchedumbre del mediodía, con una expresión afable y sonriente, los ojos atentos a otro guiño de la fortuna. Pues desde luego no sería inteligente presentarse ante Ike King con las nimias ganancias que tenía ahora. Podía comprar un billete, unas cuantas comidas y gastos imprevistos. Estaría prácticamente sin blanca cuando llegara, algo muy peligroso para hacerle compañía a alguien tan importante como el viejo Ike. Quizá Isaac Joshua King hiciera matar un ternero cebado para el hijo pródigo, un ternero figurativamente dorado, pero solo si ese hijo pródigo se presentaba con unos cuantos novillos como prueba de su mérito.

Los relativamente escasos dólares que le había robado al abogado Caballo Agonizante no suponían más que otra oportunidad. Era algo con lo que empezar, algo que utilizar para timar a un bobalicón que estaba forrado hasta las orejas.

2

a

Raymond Chance había llegado al Apeadero de King con aspecto de capitalista, un hombre en busca de un territorio prometedor en el que invertir su dinero. Era un hombre afable y con mucha labia, no hay ni que decirlo, y bien provisto de impresionantes cartas de presentación, todas falsas, por supuesto, al igual que su fajo de cheques bancarios bellamente grabados. Como huésped del hotel del Apeadero, que era también la casa-rancho de King, tenía fácil acceso a Isaac Joshua, que no se mostraba contrario a vender parte de su tierra, siempre y cuando el precio fuera aceptable.

Ike tenía cosas mejores que hacer, según él mismo admitía, que pasear a futuros compradores por sus propiedades. Tampoco tenía por qué hacerlo, puesto que se podía encargar de ello su mujer, quien, como casi todas las mujeres, tampoco es que hiciera nada útil, o al menos nada que él pudiera ver. Tampoco imaginaba (bromeó jovialmente) que corriera ningún riesgo al dejar que su mujer rondara por ahí con un joven tan atractivo, ya que ¡cualquiera que deseara a una creek medio negra se la podía quedar! Sin embargo, como deferencia hacia las convenciones, los acompañaría su hijo Critchfield, pues ese hijo no servía para mucho más (que pudiera ver) que para estar plantado en el granero como si fuera el poste donde meaban los perros.

Critch era feliz con aquellas excursiones diarias. Su madre siempre preparaba un generoso almuerzo: una comida que era mucho más sabrosa que la que preparaba en el hotel. También estaba casi siempre de buen humor y casi nunca sucumbía ya a los repentinos arrebatos de mal genio que se traducían en veloces movimientos de manos que alternaban bofetones, pellizcos y zarandeos. De acuerdo, luego ella siempre había lamentado esos berrinches, que sustituía por mimos con la misma velocidad con que lo había castigado. Pero aunque él la perdonaba, no olvidaba del todo, ni se relajaba completamente mientras estuviera al alcance de los brazos de su madre. Es decir, nunca se había relajado hasta la llegada de Ray Chance.

En años posteriores, Critch se maravillaría de que a un bribón de siete suelas como Ray le resultara tan fácil hacer aflorar todo lo bueno y generoso de la gente. Pero si lo analizaba, aquella característica parecía obedecer en gran medida al hecho de ignorar los efectos más obvios y elogiar las virtudes más nimias. Convertir lo negativo en afirmativo. Bajo la magia de Ray, la escoria más repugnante se convertía en oro puro.

Ray nunca le criticaba por sorberse la nariz, y en cambio elogiaba la manera tan viril que tenía de sonarse los mocos. («Un poco más y me acabo arrancando la nariz de tanto mocarme», recordaba irónicamente Critch.) Ray nunca comentaba su torpeza, su tendencia a tropezar, pero elogiaba la entereza que le impedía llorar y gimotear. Ray jamás se burlaba de él ni lo despreciaba por chuparse el pulgar, por morderse las uñas a causa de los nervios. Simplemente observaba que sería una pena que hiciera algo que pudiera estropear las manos más distinguidas que jamás había visto en un muchacho.

Para demostrar la fortaleza, elegancia y otras virtudes que Ray (y solo él) había observado en Critch, echaba largas carreras por la pradera cuando se detenían al mediodía. Saltaba arroyos y charcos. Saltaba muy alto entre las hierbas y el sorgo hasta que no era más que una mota a lo lejos. Sin resuello, regresaba mucho más lentamente de lo que se había ido, pero tampoco había nada malo en eso. Pues Ray encontraba admirable la manera en que conservaba sus fuerzas cuando la prudencia lo dictaba. Ray dedicaba numerosos elogios a su capacidad para reptar a través de la hierba sin ser visto (como si fuera un hábil cazador) y de repente aparecer de un salto, como surgiendo de la nada.

Se le daba mucho mejor reptar y deslizarse furtivamente de lo que incluso Ray imaginaba, y varias veces se acercó a ellos tanto sin que lo observaran que vio cosas que sus ojos no deberían haber visto y supo que más valía que se alejara con el mismo sigilo con el que se había aproximado. Pero como era un chaval y además curioso, sus retiradas nunca eran presurosas, por decirlo eufemísticamente.

Ray y su madre fueron los primeros seres humanos a los que vio mantener relaciones sexuales. Era algo que había presenciado muchas veces en los así llamados animales inferiores y ninguno de los inocentes mitos o íntimos misterios de la vida había sobrevivido a la acometida de nombres y verbos isabelinos, que componían gran parte del vocabulario del viejo Ike. Así Critch sabía perfectamente lo que estaba viendo, aun cuando la mecánica del asunto le resultara una novedad.

Ray le estaba dando un meneo a su madre. Ray le ponía el coño a gusto.

Pero ¿por qué ella no podía aceptarlo de manera razonable, tal como hacían las vacas y los pollos, en lugar de añadir esa gesticulación desagradable e irritante? ¡Rodear con las piernas a Ray! ¡Sacudir y zarandear el culo hasta que Ray casi perdía la posición! ¡Estirar y tensar sus grandes tetas de pezones color caqui mientras intentaba introducirlas en la boca de Ray! ¡Y reír y llorar al mismo tiempo, como si fuera una loca rematada! «A lo mejor, después de todo, sí tenía sangre negra. ¿Era posible?».

El viejo Ike había recorrido las naciones indias en una época en que las Cinco Tribus todavía tenían esclavos. Y había presenciado ciertas exhibiciones carnales de las que todavía hablaba con cierto humor y asombro. «¡Maldita sea! —decía—. ¡Maldita sea, era una pura maravilla el escándalo que metía alguna de esas mozas cuando tenía un miembro dentro!».

Ahora bien, a una señora no le gustaría hacer eso. Una señora simplemente tenía que soportarlo, porque eso formaba parte de ser esposa y madre, eso y no dejarse atacar el otro agujero. ¡Pero esas negras de los cojones! ¡Eran capaces de secarles las pelotas a una docena de sementales y todavía querer más! Así habían sido creadas, ya sabes. No podían parar, y cuanto más tenían más les gustaba (en lugar de quedar ya servidas, como haría una señora).

Bueno, maldita sea, ahí estaba esa moza ya entrada en años. Tendría unos cuarenta, día más día menos; prácticamente no tenía dientes y las tetas más planas que el culo de un escarabajo. Pero Cristo bendito, le acercabas una cápsula de algodón a la entrepierna y ¡cómo se ponía! Cristo bendito, no habría dejado aquella bola de algodón más limpia de haber utilizado las manos. Era como si un conejito le hubiera saltado dentro y solo hubiera dejado la colita fuera.

¡Era innegable, Cristo bendito! Y así eran aquellas mozas. Diferentes, ya sabes. No como las señoras.

«Pero ¿como mi madre?», se dijo Critch.

«Así era como se comportaban los negros, ¿o no?».

Un día, el viejo Ike salió del Apeadero de King antes del alba para pegarse una buena cabalgata hasta otro pueblo. Todavía no lo habían perdido de vista cuando Critch, su madre y Ray también se marcharon —considerablemente más temprano de lo que solían—, y con ellos se iba también el contenido de la caja fuerte de Ike King, robada por su mujer y escondida en la canasta del almuerzo.

Viajaron muy deprisa, sin la alegría ni las tonterías que solían acompañar sus excursiones diarias. Mientras la calesa aceleraba sobre el sendero lleno de baches, en los que caían las ruedas entre zarandeos, Critch se vio varias veces casi arrojado de su lugar, detrás del asiento con respaldo de celosía. Pero sus amagos de protesta no fueron respondidos por los adultos. Y el silencio insólito de ellos, la expresión tensa de sus caras, fueron más eficaces con Critch que cualquier halago o admonición.

Algo extraño estaba ocurriendo. Algo que sin duda era una extensión de los meneos que le daba Ray a la carne de su madre. ¡Cosa que no estaba mal, diablos, pero si iba a haber diversión, que no se pensaran que él se iba a quedar fuera!

A primera hora de la tarde pararon. No en uno de los lugares agradables que normalmente elegían, sino en un sórdido refugio, más o menos cerca de la frontera oriental de los dominios del viejo Ike. Ray se comió un sándwich mientras le daba de comer y beber al caballo. Critch sacó un poco de agua para él, aceptó con recelo el paquete de comida que su madre le entregó y permitió que lo condujera al interior del refugio.

Allí ella se detuvo y lo rodeó con los brazos. Lo abrazó y lo besó muchas veces, lloró un poco y, primero con una voz titubeante y luego firme, le contó lo que tenía que hacer.

Critch la miró furioso. «¡No!», gritó, de manera tan repentina y tan fuerte que casi echó para atrás a su madre.

Ella comenzó a pegarle. «¡Mocoso! ¡Mimado!». A continuación se incorporó con esfuerzo y su actitud fue cariñosa y suplicante. Pero su hijo seguía mostrándose terco.

«¡No, no, no!». ¡De ninguna manera pensaba quedarse allí! Tanto le daba que ella hubiera dejado una nota para su padre y que le asegurara que este vendría y se lo llevaría a casa. Tanto daba que le dijera que ya era un muchacho mayor y valiente. ¡No le iba a engañar, por todos los diablos! Y no era más que una mentirosa cuando decía que ella y Ray no tardarían en presentarse en Ciudad del Apeadero y los tres se lo pasarían bomba juntos por siempre jamás.

—¡Voy con vosotros, porque no tenéis intención de volver, nunca! ¡No podéis volver!

—Escucha, Critch. Naturalmente que podemos volver, cariño. ¿Por qué dices...?

—¡Que por qué lo digo! ¡Tú y Ray estáis casados, así que papá ya no puede seguir siendo tu marido!

—¿Casad...? ¡Desde luego que no estamos casados!

—¡Lo estáis! ¡Tú y Ray habéis estado follando, lo que os convierte en marido y mujer!

En ese momento Ray apareció por la puerta, lo que sin duda impidió que la señora King arrancara todos los pelos de la cabeza a su hijo hasta dejarlo calvo, tal como había amenazado que haría. Ray dijo que Critch tenía toda la razón: él y la madre de Critch estaban casados y no había ninguna razón en el mundo por la que Critch no pudiera acompañarlos y ser su hijo.

—¡Pero, Ray...! —La señora King se quedó mirando estupefacta a su amante—. ¡No podemos!

—¿No? Piénsalo un momento. Piensa en lo mucho que puede protegernos un chaval grandote y valiente como Critch. —Le guiñó el ojo—. ¿Y bien? ¿No lo ves?

—Bueno...

—Ike se va a enfadar mucho. Si solo estuviéramos implicados nosotros, se le ocurriría algún castigo desagradable. Pero mientras nos acompañe Critch...

Critch fue con ellos. Ray insistió. Tampoco pareció que lamentara su decisión, a no ser al final de su carrera, cuando quizá sospechó la traición de Critch.

Era un chaval inteligente, maleable y siempre dispuesto a agradar. Un chaval que fue fácilmente moldeado para convertirse en la persona afable y de buen gusto que con tanto esfuerzo Ray había creado para sí. Esa esmerada tutela le proporcionó poca recompensa monetaria inmediata, si es que le dio alguna. Pero Ray distinguía el potencial realmente asombroso del joven, que mientras tanto satisfacía su necesidad de tener un compañero con sus mismas inclinaciones. Necesitaba a alguien con quien hablar, alguien que compartiera sus afinidades y aversiones y su gusto meticulosamente adquirido por lo estético. La madre de Ray no podía satisfacer ninguna de estas necesidades. Y la única que ella satisfacía era para él la menos importante.

Para Ray Chance, Critch era una persona agradable y prometedora. Critch enriquecía su vida. La mujer, por otro lado, la empobrecía, y lo único que ella le aportaba eran sus incansables y cada vez más tediosos lomos de ternera.

Ray se veía a sí mismo como un maestro del timo, alguien que alcanzaba sus fines siendo más inteligente que sus víctimas. No se andaba con remilgos a la hora de utilizar de manera fatal venenos, armas de fuego y armas blancas, siempre que fuera necesario. Pero también sentía que eso le degradaba y que la violencia empañaba su imagen de gran pensador. Y desde el momento en que se había autonombrado modelo para el muchacho —un chaval que literalmente lo adoraba—, era incapaz de soportar la más ligera mancha en su blasón intrínsecamente hortera.

Un timador solitario puede «trabajar» solo o con un socio, haciéndose temporalmente con una «esposa» o «hermana», en caso de necesitarlas. Pero un equipo, un hombre acompañado de un pseudoestorbo, o un estorbo de verdad, debe trabajar en compañía. La necesidad —la mera presencia de la mujer— obligará a esta a asumir al menos un papel menor. Debe estar al corriente de los asuntos de su «marido» o «hermano». Si los ignora, la cosa puede acabar en desastre para ambos.

Así que Ray puso en marcha uno de los timos más sencillos. La apuesta por un caballo ganador cuando la carrera ya ha terminado. Ensayó con su «mujer» en el papel secundario que esta interpretaba hasta que ella estuvo impecable. Y de hecho, había muy poco que ensayar. Ella no tenía que decir más de una docena de palabras antes de echarse a llorar.

Unas pocas palabras, luego las lágrimas. ¿Podía haber algo más fácil, por amor de Dios? Un niño podría haberlo hecho, si el papel hubiera necesitado un niño. Y sin embargo ella, ¡ella!, esa estúpida zorra, ¡metió la pata! Avisó al «primo» que habían buscado y el primo llamó a la policía.

Ray se libró de ellos, pero no sin antes tener que «enfriar» a la ley (sobornándola), con lo que se le fue todo lo que le quedaba del contenido de la caja fuerte de Ike King. Posteriormente, ella sugirió enfurruñada que no había sido culpa suya. Él la había puesto nerviosa y —añadió alegremente— estaba segura de que la «próxima vez» lo haría mucho mejor. Ray estaba demasiado furioso para contestar. Pero cuando aquella noche se quedaron solos, le dio una paliza que casi la mata.

La habría dejado en ese mismo momento, pero le daba miedo perder también a Critch. Tenía que estar más seguro del muchacho de lo que lo estaba ahora; debilitar el vínculo que tenía con ella y reforzar el suyo. ¡Y, maldita sea, aquella mujer debía servir para algo aparte de para echar un polvo!

Sin embargo, por hablar sin rodeos, hay que decir que ella no servía para mucho más. Desde que se casara con Ike a los trece años, pocas utilidades más se le habían dado. Y, ahora que tenía treinta y pocos, cualquier otro talento que pudiera haber tenido se le había atrofiado.

Ray se vio obligado a aceptarla por lo que era y a sacarle el mayor provecho posible. Durante un tiempo la cosa no fue demasiado mal.

Era un estupendo señuelo para agitarlo delante de los primos y luego hacerles chantaje. Una mirada por encima del hombro al panoli, luego un sensual movimiento de caderas y ya lo tenía en el dormitorio, en el cual, naturalmente, su airado «marido» irrumpía en el momento crucial.