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Una mañana del invierno de 1856, un hombre solicita la ayuda del doctor Blancas porque su mujer está gravemente enferma. Una vez en la quinta, descubren un cadáver y el doctor Blancas debe encargarse de investigar el suceso.
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Seitenzahl: 260
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Eduardo Gutiérrez
Escrito para “La Patria Argentina”
Saga
Amor funesto
Copyright © 1896, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726642100
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Nuestra policía rudimentaria, puede decirse, que poco se ha dedicado á la pesquisa, especialidad de la policía Belga, por ejemplo, que en el descubrimiento del crímen de los Peltzer, ha venido á demostrar que es la primera del mundo, en esta difícil especialidad.
Un comisario de pesquisas, en una policía europea, es un hombre de talento, de una ilustración completa, para esa carrera y dotado de condiciones especiales, que son la base del oficio.
Son empleos bien rentados y atendidos, de manera que puedan ingresar á ellos personas bien colocadas, á quienes la renta de su difícil empleo pueda proporcionales suficientes comodidades para no tener que pensar en ocupación alguna, compensándoles con largueza las penurias y fatigas y aún los peligros de que están siempre rodeados.
Nosotros tenemos apenas oficiales de pesquisas que no pueden llamarse tales propiamente porque su acción está limitada solamente á la persecución de raterías y vulgarizados por su monótona repetición, y por los contados ladrones conocidos ya hoy por toda la policía.
Los sueldos que ofrece el gobierno por el desempeño de tales empleos son tan mezquinos que cierran aquella puerta á hombres de verdadero mérito que en esos puestos podían prestar notables servicios en el descubrimiento de los grandes crímenes, cuyos rastros escapan á la autoridad la mayor parte de las veces.
Un niño muerto arrojado al zaguán de una casa, en un hueco, y hasta en un cajón de basura, son crímenes que suelen repetirse con una frecuencia conmovedora, y cuyos autores escapan siempre á la acción policial.
La policía se contenta con recoger y hacer sepultar el pequeño cadáver, confesándose, de hecho, impotente para dar con el autor del infanticidio, la prensa narra y comenta el hecho pero nunca nos ha revelado que, el ó la infanticida está en poder de la justicia.
La policía no conoce á sus autores ni tiene á su alcance los medios de poderlos descubrir.
En los casos en que el cadáver que se encuentra en la vía pública pertenece á un hombre ó á una mujer, puede observarse la misma impotencia policial para descubrir á sus autores porque no tiene expertos ni agentes de pesquisas.
Así los crímenes misteriosos más interesantes se pierden á la acción policial, que no se dá cuenta sino de aquello que vé, ó del rastro que ha podido dejarle la torpeza de un asesino vulgar.
Aquellos que se han descubierto, apesar del misterio que los rodeaba ha sido por algún informe médico legal, luminoso y terminante, que ha puesto á la policía sobre la pista exacta de sus autores.
Así, la medicina legal ha venido á salvar muchas veces el crédito y aún podemos decir, la vergüenza de la policia, mostrándole los rastros palpitantes que sus agentes, poco expertos y poco hábiles, ó no veían, ó no les daban importancia.
Así, la policía en estos casos, ha sostenido su decoro y se ha salvado del ridículo, apoyada en el doctor Manuel Blancas, su más antiguo médico, cuya larguísima práctica en ese puesto lo ha dotado de una penetración asombrosa y cuyos conocimientos médicos legales, lo hacen el médico más competente en esta materia.
Es pues en sus informes médicos legales que la policía ha recibido el primer golpe de luz-en lo que cría un misterio insondable y donde ha aprendido á ver los rastros dejados por la torpeza ó la imprevisión de un asesino.
Y el médico ha tenido que hacer el doble oficio de hombre de ciencia y de comisario de pesquisa, sirviendo así de guía ála acción policial y á la acción jurídica.
El crímen cuya interesante narración empezamos hoy, es uno de los tantos cuyo descubrimiento se debe á uno de estos informes médicos legales.
Él pertenece á una serie de crímenes notables que guardan los archivos de policía, de cuyos episodios dramáticos, no hay siquiera la menor idea.
Este crimen importa la pesquisa médico legal más interesante que se haya llevado á cabo por nuestra policía.
En una mañana del invierno de 1856, fué llamado el doctor Blancas para asistir á una mujer gravemente enferma, cuya única esperanza de vida se cifraba en ser asistida por el doctor Blancas.
Era una antigua servidora de la familia, que por su conducta y leal tad, se habia hecho acreedora á mil consideraciones que la familia le dispensaba.
El marido de ésta había venido á casa del doctor á pedirle aquel sacrificio, que importaba la vida de su buena compañera.
Y aquel era un verdadero sacrificio de tiempo por lo menos, pues este buen matrimonio vivía por el deslinde norte de la sección 11a de policía, lo que hoy es la calle del Equador, á la altura de Tucumán ó Temple.
No existían entónces los tramways ni había un coche de alquiler que quisiera aventurarse por semejantes pantan os y tembladerales.
Era empresa peliaguda prestarse á una excursion por tales tembladerales y sin más compensación que el placer de prestar una obra de caridad.
Los médicos usaban unos célebres matungos de sobrepaso, entre los que recordamos como un modelo clásico un maldito overo castaño del doctor Brown, más coceador que una mala escopeta y en cuyos lomos ningún muchacho podía contar la hazaña de haberse enhorquetado.
En cuanto el overo veía una mano que se extendía háciá el cabestro, y que esta no era la mano del doctor Brown, presentaba el anca y soltaba su más morrudo par de patadas.
El doctor Blancas montó un oscuro de paso que no tenía las mismas mañas del de Brown, y se dirigió en verdadera expedición á casa de su cliente.
Los alrededores del 11 de Septiembre, desde la calle Callao adelante, eran huecos, algunas quintas y terrenos cercados de pita, con un frente de alambre los que estaban cultivados.
Las callos eran un conjunto de pantanos» intransitables, más, cuando había llovido de récio.
La ciudad al Oeste, puede decirse que termi naba en la calle de Montevideo, ya donde empezaban á verse algunas quintas y cercos de pita.
Hácia el Norte de la ciudad, las quintas principiaban á menor distancia, siendo en la plaza Libertad el hueco de doña Engracia, desde donde ya arrancaban grandes potreros, donde pastoreaban las vacas de los tambos y donde el público largaba sus caballos.
Imagínese ahora el lector, lo que serían los confines del norte de la sección 11a de policía.
Bajo un frío de todos los diablos y chapaleando fango, Blancas se trasladó á casa de la enferma, cuyo marido tuvo el valor conyugal de acompañarlo haciendo la jornada «en las de bailar» como dicen pintorescamente nuestros compadritos.
Cuando el doctor llegó á casa de la enferma y hubo confeccionado la receta que el marido salió á buscar, se encontró éste con una noticia poco agradable, que le daba su peoncitoá quien dejó cuidando la casa.
—Esta mañana, le dijo, cuando salí al campo, he visto en el potrero de atrás un hombre boca abajo, que debe ser muerto!
La cosa ha sucedido anoche, pues lo que es hoy, no se ha visto cruzar á nadie por aquí.
Sorprendido nuestro hombre rodeó la casa y se asomó al potrero en cuestion, creyendo que el dicho del peoncito sería una exageración y que no habría visto otra cosa que un animal muerto; que á la distancia y con la niebla de la mañana le había parecido un cuerpo humano.
Pero apenas se asomó al alambrado, pudo convencerse que dentro del potrero había electivamente un hombre, echado de barriga y con la inmovilidad de un cadáver.
Durante la noche anterior que él pasó velando á su compañera no se había escuchado nada de extraordinario, ningún ruido que pudiera acusar una lucha, ninguna voz que indicara la presencia de personas vivas.
¿Cómo estaba allí aquel cadáver y cómo se había causado aquella muerte?
Esto era un misterio para aquel hombre, misterio que por más que cavilaba no podía descifrar.
—Pues, señor, pensó, aquí lo derecho es avisarle al doctor, que es casualmente el médico de policía, y que me dirá lo que me conviene hacer, porque como vecino más próximo, es capaz la justicia de echárseme encima.
—¿Qué es eso? preguntó Blancas, viéndolo entrar lan pronto —¿á qué botica has ido que ya estás de vuelta?
—Si no he ido todavía, señor, porque al salir de aquí me he encontrado con un muerto que se nos ha venido encima! y arregló su fisonomía á un invencible asombro.
—¿Qué estas hablando hombre? ¿qué muerto es ese que parece haberte asustado tanto?
—No es el muerto lo que me asusta sinó lo que viene detrás, porque como éste está á los fondos de casa y la policia es así como Dios la ha hecho, se me vá á venir encima.
—Pero vamos á ver, ¿qué es lo que hay? preguntó Blancas vencido por la curiosidad— ¿qué muerto es ese?
—El muerto es uno que esta ahí, en el potrero del fondo, tendido boca abajo como quien se hace el zonzo—el peoncito le ha gritado mucho para ver si estaba durmiendo, pero él no dá oido, como que está muerto.
Anoche no se ha sentido por aquí ningún barullo como de pelea, porque he estado despierto toda la noche: puede ser entónces que sea algún aburrido de la vida que se ha hecho tronar el corazón de una puñalada.
Yo quiero que usted me diga ahora que es lo que yo debo hacer para verme libre de todo compromiso con la autoridad y no recibir algún palo de ciego.
¿Por qué no se le habrá ocurrido á ese hombre irse á morir á otra parte?
—Lo que tienes que hacer es muy sencillo, dijo el doctor Blancas á su famoso cliente— te vas ahora mismo á la comisaria de la sección y avisas al comisario lo que sucede, añadiendo que yo estoy aquí y que mientras ellos vienen voy á hacer el reconocimiento del cadáver.
El comisario de la sección 11a , era entónces el señor Cabanillas, buena y honrada persona, pero que no tenía ninguna de las condiciones que caracterizan un buen comisario de policia.
Era uno de aquellos hombres que desean al prójimo el menor mal posible, inclinado á creer cuanto se le dice, porque su buena fé es inmensa y no supone que se puedan inventar y decir mentiras que tengan toda la apariencia de la realidad.
Sin malicia alguna no estaba en los mil ardides de los criminales cosumados, que tratan siempre de despistar á la autoridad, y por consiguiente era el ménos apropósito para dar con el rastro de un criminal, ni aún de seguirlo una ver encontrado.
Una vez encontrado un criminal casualmente, siempre estaba dispuesto á creer en sus patrañas y disculpas, no hallando nunca motivo suficiente para creerlo el verdadero criminal.
Asi su benevolencia llegó á ser proverbial en la sección á su cargo, sobre todo entre los pobres y desventurados, á quienes siempre socorría.
Este era el comisario destinado á intervenir en la aparición de aquel cadáver, rodeado de tanta circunstancia misteriosa, que parecía imposible poder dar con la causa que lo había producido.
Cabanillas tomó todos los datos que le daba el portador de la noticia, y haciendo montar á caballo dos vigilantes para que lo acompañaran se dispuso á marchar al punto indicado.
—Me parece prudente detener á este hombre dijo al oficial de la comisaria—es el vecino más próximo al sitio donde está el cadáver, y por consiguiente la persona que mejores datos debe suministrar.
—¿Y por qué detenerme á mí? esclamó el pobre hombre sériamente asustado.
Yo voy á buscar estos medicamentos para mi mujer que está muy mala, y enseñó para comprobar sus palabras, la receta del doctor Blancas.
Allí en mi casa está el médico, agregó, que puede certificar quien soy yo, y que se quedó á reconocer el cadáver.
De todos modos, dentro de un momento estaré yo de vuelta con las medicinas, y entónces sin perjuicio de mi mujer, podré contestar á cuanto se me pregunte.
—Déjenlo ir no más, ordenó entonces el comisario Cabanillas—ese hombre tiene un aspecto demasiado honrado para estar complicado en ningún hecho criminal.
El oficial de la comisaria, muy contra su voluntad dejó salir al que consideraba como un preso sospechoso, no sin protestar con un movimiento de disgusto.
—Es lástima, dijo, pues no será estraño que sea un cómplice!
—Diablos! esclamó á su vez Cabanillas—si uno fuera á hacer caso á ustedes y tomar á lo sério todas sus sospechas, sería negocio de andar prendiendo á medio mundo.
Ea! dijo á los vigilantes que debían acompañarlo, vamos que ya se hace tarde y de aquí allá hay un buen tiron, sin contar con que el doctor Blancas nos está esperando.
* * *
Efectivamente, el Dr. Brancas se había trasladado al potrero, donde había principiado por estudiar el terreno, con mirada rápida y segura.
Su primer cuidado fué examinar los alrededores inmediatos del cadáver.
Allí no había señales de lucha ni huellas que acusaran la pisada de más de un hombre.
Como el día anterior había llovido copiosamente, el terreno estaba blando y revelador, de modo que podía notarse sobre él hasta el rastro de un perro, por leve que fuera.
Por la falta de otras pisadas, aquel hombre debía haber venido solo hasta allí, donde había caído para no levantarse más.
El cadáver, puesto que de un cadáver se trataba, estaba vestido de una manera prolija, y hasta con un gusto que acusaba no ser persona muy vulgar la que llevaba aquel traje.
Estaba en cabeza y por allí cerca no se alcanzaba á ver el sombrero que había llevado.
El potrero donde se hallaba aquel cuerpo estaba cercado de tunas en tres frentes, siéndolo por dos hilos de alambres el que miraba al Norte.
De este lado, y viniendo del Norte, había un gran pantano que era imposible pasarlo á pié: otro pantano de gran tamaño también, existía al frente Oeste, de modo que viniendo en aquella dirección hubiera sido imposible llegar allí sin dar un gran rodeo, sin por eso salvarse de caer en el segundo pantano, que forzosamente hubiera sido necesario atravesar.
Si aquel hombre hubiera venido allí por sus propios piés, no solo sus botines, pero hasta sus piernas debían haberse embarrado de una manera lastimosa.
Y el Dr. Blancas observó que los botines del cadáver se hallaban tan límpios como la estremidad de sus pantalones.
A juzgar por el lijero exámen de estas prendas, era indudable que aquel hombre, si había llegado allí solo, lo había hecho á caballo: á pié, no hubiera conservado en ese estado de limpieza, ni sas pantalones ni su calzado.
Era dificil entónces pensar en un suicidio, puesto que el caballo de que se había servido para llegar allí, se hubiera hallado en los alrededores.
El Dr. Blancas, meditando sobre tan raras circunstancias, se acercó al cadáver y lo dió vuelta, poniéndolo de espaldas, á la inversa de la posición que tenía.
No había allí ni una sola gota de sangre, á pesar de tres heridas que presentaba aquel cadáver, una situada sobre la frente, entre los dos ojos, otra sobre el corazón y otra en el estómago.
Por aquellas heridas había salido sangre y sangre en abundancia; entónces aquellas no habían sido inferidas allí, ni cerca, pues en todo el espacio que abarcaban los ojos, pudiéndolo apreciar, no había ó no se vela ninguna mancha de sangre.
¿Era entonces aquel un suicidio ó un asesinato? hasta entónces era difícil resolver cuestión tan grave.
Examinadas prolijamente las heridas, resultaron ser las dos del estómago y del corazón inmediatamente mortales.
¿Podía aquel hombre, con tales heridas, haber salvado el pantano y pasar el alambrado doblando el cuerpo de una manera violentamente necesaria?
Seguramente que no: además el cadáver se había hallado boca abajo, á pocas vara de distancia del alambrado y con la cabeza hácia el Norte.
Si apesar de sus heridas hubiera podido pasar por los alambres, lo que era evidéntemente imposible y caido donde se le halló, el cadáver hubiera tenido la cabeza hácia el Sur, puesto que venía del Norte y en aquel estado de postración no era de suponerse una vuelta total del cuerpo que, aún así mismo, hubiera quedado con la cara hácia arriba.
La conclusión no era forzada—aquel hombre no había sido herido allí, por la ausencia de sangre, ni había él venido hasta aquel sitio y caido naturalmente, por la posición del cuerpo, y por la limpieza de su calzado, que ni siquiera acusaba haber pisado un terreno húmedo.
Entónces aquel cadáver revelaba un homicidio cometido á gran distancia del parage de donde se hallaba.
En sus bolsillos había dinero, tenía un anillo on el anular izquierda y en su chaleco un reloj con cadena de oro, que aún andaba.
Luego, no se necesitaba ser adivino para saber que la muerte había tenido lugar antes de veinticuatro horas, pues de otro modo el reloj habría estado parado.
¿Cuáles podían ser las causas de aquel homicidio, y cómo dar con quien tan cautelosamente y con tanta sagacidad había procedido?
Mientras el comisario Cabanillas llegaba, el doctor Blancas empezó á recorrer el potrero y la orilla del alambrado, como si quisiera arrancar á la tierra húmeda la revelación de aquel misterio.
En esta segunda pesquisa notó una particularidad que había pasado desapercibida en el primero y rápido exámen.
Las huellas humanas que se notaban fuera del alambrado, á su borde marchando hasta llegar al cadáver, eran las huellas de un hombre que calzaba alpargatas, ó un calzado sin taco, mentras que aquel cadáver calzaba botin elástico de taco alto y nuevo.
No eran pues aquellas pisadas sinó las de quien había transportado allí el cadáver, alejándose despues de estar parado un buen rato, loque se conocía por la presión de la pisada.
Estaba tan fresco y blando el terreno, que no se perdía el menor detalle—había pisadas en que estaba perfectamente impreso el tejido de la zuela de las alpargatas.
¿Pero cómo había venido hasta allí un hombre solo, cargado con un cadáver que por lo menos, debía pesar siete arrobas, sin haberlo dejado caer una sola vez, lo que se constataba por la limpieza de las ropas?
Y el doctor Blancas con su mirada médico policial, y comprometidos su amor propio y curiosidad, volvió á examinar el blando terreno.
A. los pocos momentos de esta observación, se pudo ver que su fisonomía bondadosa sonreía con satisfacción del que ha hallado el punto de un trabajo improbo.
Junto con aquellas pisadas de alpargata, se veían las frescas pisadas de un caballo, revelando la húmeda blandura del piso, hasta esta particularidad verdaderamente maravillosa:
A aquel caballo le faltaba la herradura de la mano derecha!
Ya el trabajo del doctor Blancas no era un trabajo científico ni policial: era el trabajo exacto y asombroso de un rastreador riojano.
Entusiasmado con las revelaciones que había arrancado al terreno siguió el rastro de las pisadas del caballo, desde el punto en que se mezclaba á las pisadas de alpargata, punto indudable en que el ginete había descendido y andado las pocas varas que lo separaban del cadáver y donde había vuelto á montar.
Siguió estas huellas en todo su trayecto y en su dirección de salida, que era la misma que había traído, adivinando lo que había sucedido.
Aquel ginete había venido del Sur y había intentado entrar por el frente de aquel lado del potrero, pero el cerco de tunas le había cerrado el paso.
En seguida había intentado entrar rectamente por el lado del Oeste, pero había tenido quedar un gran rodeo para salvar el primer pantano, y habia caido en el segundo, mucho más grande y mas fangoso.
Ya para no pasar por el centro de éste, ya para hacer creer que había venido del Norte, había dado un gran rodeo, presentándose en frente de aquel lado, y caminando hasta casi su estremidad Este, donde habia echado pié á tierra.
Allí había vuelto á montar y seguido en dirección hácia el Norte, hasta unas dos cuadras mas ó menos en que se inclinaba decididamente á tomar el rumbo Sur y su rastro se perdia entre los bañados del camino, por lo menos para el ojo del doctor Blancas, muy perspicáz pero poco práctico en el oficio de rastreador, en que muchas veces el paisano parece estar dotado de una doble vista que leyera en el pasado.
Es asombroso ver cómo esta gente interroga el suelo, con una mirada risueña y profunda, y revela en seguida, con seguridad plena, las escenas que vá leyendo sobre el pasto y aún sobre la tosca dura del camino.
Un rastreador no se equivocajamás—loque él asegura, puede creerse sin la menor vacilación.
Pero sigamos á nuestro médico, que algún dia hemos también de ocuparnos del rastreador y del rastreador riojano que es el mas consumado y completo.
Al llegar al punto donde se perdían las pisadas y en otro alambrado que estaba á espaldas del potrero donde se halló el cadáver, había un sombrero de castor, blando, de anchas alas y con muy poco uso.
El doctor Blancas recojió aquel sombrero, que en el interior de su parte delantera, y sobre el ala de aquel lado, se hallaba sucio de sangre.
Aquel debía ser el sombrero que faltaba en la cabeza del cadáver, coincidiendo sus manchas de sangre con la herida que presentaba en la frente.
El Doctor Blancas regresó al lado del cadáver donde en este segundo examen halló el complemente y la corroboración de cuanto había observado.
Sobre el pecho y bajos los brazos del cadáver había adherida una gran cantidad de pelos que por su color y calidad, debían pertenecer á un caballo ó bestia tordilla ó blanca.
Iguales pelos y en igual cantidad se veian sobre los muslos y sobre la barriga del cadáver.
Estos pelos no se veían ni del lado interior de las piernas, ni en el asiento del cadáver.
Era indudable entónces que aquel cadáver había sido atravezado sobre un caballo ó bestia tordilla; de otro modo, es decir si hubiera venido montado en la misma, los pelos hubieran estado donde precisamente faltaban.
Se podía pues asegurar sin la menor vacilación, que aquel cadáver había sido traido atravesado sobre un caballo tordillo, cuyo ginete había dado todos los rodeos que revelaba el terreno.
Aquel era entonces un homicidio cometido á larga distancia de donde se hallaba el cadáver, pudiendo llegar á asegurarse que el paraje donde se había llevado á cabo era al Sur Oeste de la ciudad, si es que no era al Sur mismo.
El comisario no habia llegado aún, procediendo entónces el doctor Blancas ázondarlas heridas y constatar los órganos que habían sido lesionados.
Aquellas heridas habían sido causadas por un instrumento largo y filoso, de hoja angosta y de doble filo, como una daga, por ejemplo.
La herida del corazón debía haber causado una muerte instantánea, porque dicho órgano había sido completamente atravezado.
Entónces ésta debía de haber sido la tercer herida, pues no se concibe que despues de muerto le hubieran inferido la del estómago y sobre todo la de la cabeza, profundo hachazo que, por su situación y dirección, denotaba haber sido dado estando el cuerpo de pié y teniendo la cabeza erguida.
Ahí estaba también el sombrero, acusando claramente haber sido cortado por el mismo hachazo.
Aquella fisonomía helada por la muerte, era juvenil y hermosa, acusando apenas unos treinta años de edad.
Su frente despejaba, aunque desfigurada por aquel bárbaro hachazo, blanca’y espaciosa, estaba encuadrada en una cabellera negra y rizada, y cuidada con esmero, á juzgar por el suave perfume que aun exhalaban sus cabellos.
En aquella cara interesante, embellecida por una nariz correcta y un bigote suavemente ondulado, estaba impresa con vigorosa espresión, la ira profunda en que lo sorprendió la muerte.
En aquella mirada inmóvil y entreabierta aún había algo como un relámpago, algo de frialmente hiriente, como el bote de una lanza.
La espresión de esta bella fisonomía y el rayo de aquellos ojos muertos, venían á hacer una nueva revelación al espíritu observador de aquel médico.
Aquel hombre no había luchado, porque sin duda no había llevado armas: había sido acometido de una manera imprevista y herido rápidamente.
De aquí sin duda aquella espresión de ira en que lo sorprendió la muerte y que conservaba aún.
Esto estaba comprobado por dos ligeros rasguños que se veian en el lado esterior de la mano izquierda y dos tajos que dividían en una estensión de seis centímetros mas ó menos la manga izquierda del saco.
Aquel jóven se había defendido con este brazo tratando de evitar los golpes que le dirijia su matador, mientras con la mano derecha trataba de arrancarle el arma.
Y sin duda había logrado tomársela una vez, pero de la hoja, lo que estaba también comprobado por un profundo tajo en la palma de la mano derecha y en el lado interior de los dedos de la misma.
Había agarrado la daga, su adversario había tirado y de aquí la herida de la mano.
Parece que todo se había completado para revelar de una manera clara y precisa cuanto había sucedido.
El trajo que vestia el cadáver era de casimir azul: saco, pantalon y chaleco, de elegante corte y materiales finos.
La sortija era un pequeño záfiro engarzado en un aro grueso de oro muerto, lo que acusaba buen gusto, como su cadena de reloj y los pequeños botones de oro que se veían en la pe cha de su camisa.
Si aquel cadáver no era de un hombre distinguido, por lo menos pertenecía á un jóven de posición cómoda y habituado á vivir bien, aunque tal vez en una esfera social secundaria.
Meditaba aún el doctor Blancas sobre el fatal desenlace de aquella existencia destinada sin duda á un porvenir risueño, cuando llegó el comisario Cabanillas seguido de sus vigilantes, los inolvidables vijilantes de aquel tiempo, que nuestros lectores recordarán como nosotros, honestos gallegos en su mayor parte que enarbolando y dejando caer su machete sobre las espaldas del reo ó del sospechoso, pronunciaban la frase comedida y tan desacorde con la acción: “tenja la bundade de marcharse”.
Muchas veces el reo á puño limpio, se permitia darle una famosa trompeadura, prèvia quitada de machete, y de ahí venía sin duda la costumbre de sacudir antes de hablar.
Qué enorme boca no abriria uno de aquellos honestos gañanes convertidos en vijilantes por la aversión del hijo del pais á ser justicia, si viera uno de nuestros actuales vijilantes, educados por la inteligente laboriosidad de don Enrique O’Gorman y perfeccionados despues por la administración concienzuda de Domingo Viejobueno.
No creerian hallarse no solo en el mismo pais, pero ni siquiera en la misma América.
Así han ido cambiando las cosas de nuestro pais, mejorando unas, como los vijilantes y empeorando otras hasta caer en los avaluadores y los que hordenan aplicar palizas á los que haden “mañeriando y con istorias”.
Llegó pues el comisario Cabanillas seguido de sus dos vijilantes y halló al doctor Blancas que reposaba tranquilamente de la gran fatiga pasada en aquella série de dificiles investigaciones que duraron las dos horas que tardó Cabanillas en recibir el aviso, resolverse, conferenciar con su escribiente y buscar, encontrar y llegar al sitio donde sé hallaba el cadáver.
Allí permaneció un momento estático ante el reflexivo médico y su fúnebre vis á vis, hasta que se resolvió echar pié á tierra y aproximarse.
—Con que tenemos un cadáver misterioso? preguntó.
—Algo misterioso, aunque yo he aprovechado bien mi tiempo, indagando todo aquello me ha sido posible: algo me ha dicho el cadáver y algo la tierra tambien.
Cabanillas pareció sorprenderse de estos dichos á que el médico se referia, pero se repuso prontamente y una vez que llegó el escribiente de la comisaria, se procedió á levantar el sumario correspondiente, y á disponer la traslación del cadáver á la policia, desde donde se remitiría al cementerio.
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El doctor Blancas detalló claramente á Cabanillas todas las observaciones que había hecho y la verdad latente que de ellas resultaba.
Aquel cadáver había sido conducido allí, atravesado sobre un caballo tordillo, al que faltaba la herradura de la mano derecha.
La persona que guiaba el caballo y que debía ser el homicida, calzaba alpargatas y había venido del Sur, cuidando de evitar que esto se supiera, por la falsa huella que había hecho para que se creyera que su procedencia era del Norte.
—Con estos datos, concluía Blancas, no es difícil dar con la pista y aún con la persona que ha cometido este homicidio, ó por lo menos con el que trajo el cadáver hasta aquí.
—¿Cómo demonios voy á dar yo con él? decía Cabanillas: que sepa el diablo donde á ido á parar!
Habrá quinientas personas que calzan alpargatas y que montan caballo tordillo—entre los lecheros que entran diariamente á la ciudad cuántos habrán así! y vaya usted á reducirlo á prisión porque usen alpargatas y monten caballo tordillo! pocos compromisos se echaría uno encima!
—Pero es que hay un dato mas: la falta de la herradura: no todos han de reunir las tres coincidencias: además por la cantidad de pelos que se ven sobre el cadáver, se puede calcular que el caballo venía en pelos, lo que quiere decir que el punto de partida no es muy lejano.
—Pero es de suponerse, porque es lógico, que al notar la falta de la herradura, el dueño del caballo se la haya hecho poner—¿cómo se comprueba esta circunstancia?
—Porque será más nueva que lás otras—tengo la buena espina que si la campaña se hace hoy mismo y con empeño, el criminal cae en poder de la autoridad.
—Lo que es per eses datos no caerá nunca mucho más desde que se trata de un hombre vivo y previsor.
Sin embargo, haremos lo que se pueda, aunque desde ya me parece inútil todo empeño.
Al comisario Cabanillas no le entraba en la cabeza que, por medio de aquella luminosa pesquisa sobre el terreno, se pudiera llegar hasta poner la mano sobre el hombro del que había conducido el cadáver á aquel paraje.
El sumario allí levantado, se componía de las declaraciones del hombre que había llevado el aviso y su peoncito, que había sido el primero en descubrir el cadáver, y á quien Cabanillas condujo á la comisaría como sospechoso, por lo menos, de haber presenciado la operación.