Dominga Rivadavia - Eduardo Gutiérrez - E-Book

Dominga Rivadavia E-Book

Eduardo Gutiérrez

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Beschreibung

«Dominga Rivadavia» (1892) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez que narra la tragedia familiar causada por el triángulo amoroso entre Isabel Cires, Díaz Rodríguez y Santiago Rivadavia. De la infidelidad de Isabel nace Dominga, mujer de fuerte temperamento destinada a protagonizar un terrible suceso policial.

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Seitenzahl: 385

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Eduardo Gutiérrez

Dominga Rivadavia

 

Saga

Dominga Rivadavia

 

Copyright © 1892, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726642155

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Una aventura amorosa

Allá por el año 1807, á 1808, vivia en la cíudad de Córdoba, famosa entonces por su universidad y sus frailes, la familia de Cires, de las principales de aquella socíedad por su riqueza y su nacimiento.

Una de las personas que componian aquella familia, la jóven Isabel, era una niña cuya asombrosa belleza se habia hecho proverbial, no solo en la docta ciudad sinó en las provincias mas vecinas cuyos habitantes principales la visitaban con frecuencia.

Entonces habia la costumbre de enviar á estudiar á Córdoba á los jóvenes de la sociedad porteña, los que habian profanado entre nosotros la rara belleza de Isabel Cires.

Isabel se había unido en matrimonio el año 1806, con don Manuel Estanislao Díaz Rodriguez, hombre distinguidísimo de la sociedad tucumana, que había fijado desde entonces su residencia en Córdoba, para no separar de su familia á la hermosa niña.

Pero este matrimonio, si había colmado los deseos de los padres por la clase de marido, no habia hecho ni podia hacer la felicidad de la preciosa niña, cuyo corazon no habia despertado aún á la vida del sentimiento.

Se casó con Diaz sin un átomo de amor, ni síquiera de simnatía porque apenas lo habia visto unas cuantas veces.

Se habia casado con una suprema indiferencia como se habria casado con cualquier otro, porque sus padres se lo habian mandado y nada mas.

En aquellos buenos tiempos en que los frailes, rémora que se sirvió regalarnos la España y que la ha hecho descender de su pasado y de su gloria; en aquellos tiempos, decíamos, en que los frailes gobernaban en el hogar y las familias, las niñas no tenian voluntad, ni se consultaba su corazon para nada cuando se trataba de casarlas.

Entre el padre y el fraile concertaban el enlace y lo realizaban muchas veces á pesar de las lágrimas de la condenada á recibir un marido contra todas sus simpatias.

Córdoba fué la única provincia argentina que conservó hasta ahora poco las desgraciadas costumbres españolas y por eso su desenvolvimiento fué mas tardío y penoso; necesitó sacudír la sotana que le envolvia como un grillete.

En los tiempos á que nos referimos, cada familia tenia su confesor y director de conciencia.

Este tal confesor era el que gobernaba la casa donde no se tomaba la menor resolucion sin su consulta y su asentimiento.

Ningun jóven visitaba en una familin sin el permiso del confesor, y en muchas casas, sin que éste lo presentara y recomendara.

Así es que los jóvenes que querian tener relacion con una familia y vincularse á ella, tenian que empezar por adular y hacer el amor al fraile confesor de la familia, único medio de llegar hasta la niña que les había enamorado.

El fraile señalaba entonces las noches de visita y tiempo que ésta debia durar, para estar él presente y cuidar de la virtud cristiana de la niña.

Y habia que soportar todas aquellas impertinentes imposiciones con la mayor humildad, para que el fraile no perdiera los estribos y lo hiciera echar de la casa sin reclamo ni apelacion.

Los jóvenes ricos solian fundirse en regalos para el confesor de la familia, que querian visitar á fin de tenerlo siempre de su parte.

Pero este era el sistema que daba mas resultados negativos.

El fraile veía en el regalador una buena mina que explotar, aparentaba dispensarle su mas decidida proteccion, pero á la sordina le hacía una oposicion radical para que fueran mas los obstáculos á vencer, y mayores los regalos para salvar aquéllos.

De modo que mientras mas regalaban, era mas lo que tenian que regalar.

Así el señor Diaz Rodriguez se habia introducido á la familia de Cires llegando hasta casarse con la preciosa Isabel.

Ella no fué consultada en lo mas mínimo: su padre y el confesor se lo mandaron, le dijeron que eso era lo que le convenia, y ella obedeció sin vacilar y sin tener siquiera idea del paso que daba.

Diaz era un hombre distinguido, de espíritu elevado y de educacion esmerada; hubiera sido capaz de hacer la felicidad de cualquier mujer que lo hubiera amado.

Pero Isabel no solo no lo amaba, sinó que ni siquiera podia alentar la esperanza de que el frecuente trato y el cariño delicado hicieran nacer el amor que no existia.

Diaz tenia por lo menos treinta años mas que la bella Isabel, y esta enorme diferencía de edades hacia imposible todo sentimiento apasionado por parte de la jóven.

Y era por este mismo convencimiento que él la amaba hasta el delirio, poniendo todo su anhelo por ser correspondido.

En dos años de matrimonio que llevaba, jamás tuvo para su esposa mas que palabras de delicado cariño y atenciones de todo género.

Pero cuando una mujer no ama, este exceso de amor y de cariño en el ser que le es indiferente, la empalaga y la fastidia.

Y era esto lo que le sucedía á Isabel.

Aunque no amaba á su marido, lo respetaba y estimaba, porque era digno de ello y porque el respeto y la estimacion se imponen á pesar de todo.

Pero cuando él le prodigaba sus cariños mas íntimos, ella sin rechazarlos, los recibia con el frio del hielo, y apagaba en los lábios de su marido la frase llena de pasion.

Y aquellos ojos de terciopelo que parecian mirar con una suprema caricia, y aquellos lábios apasionados que bañaban el ambiente con una onda de perfume, eran ojos de muerte y lábios de páramo, cuando hablaban y miraban al marido.

Y éste, que se le acercaba muchas veces impulsado por la pasion mas pura y el cariño mas íntimo, se retiraba, sintiendo caer sobre el corazon helado, la sangre que á él hizo afluir la pasion.

Y solo, triste y sombrío, meditaba profundamente sobre aquel enlace que habia labrado su desgracia y la de la jóven, porque á su espíritu delicado no se le escapó ya que aquella indiferencia no se modificaria jamás.

Y así solo, sin hijos, huérfano de todo cariño, se dedicó á borrar en lo posible el mal que sin saberlo habia hecho, endulzando la existencia de la pobre jóven.

Ella, por su parte, habia aceptado el sacrificio de aquel marido á quien no amaba.

Se habia propuesto tambien hacerlo todo lo feliz que pudiera, ya que no lo amaba, y compensar así el cariño que él le profesaba.

Pero su indiferencia era superior á sus propósitos mismos: no podia evitar el hielo que la invadia cuando su esposo se le acercaba y le hablaba de amor.

Su belleza crecia entretanto, llegando á ser una mujer verdaderamente espléndida.

Todos envidiaban á Diaz: lo creían amado de aquella mujer bellísima y consideraban cuán grande debia ser su felicidad.

Estaban engañados por las apariencias admirablemente salvadas por los esposos.

Diaz había estado muchas veces á punto de tener una explicacion con la bella Isabel, para manifestarle que conocia bien lo que se pasapa en su corazon inocente, y pedirle le perdonara haber labrado su desgracia creyendo hacer su felicidad.

Pero siempre se habia detenido pensando de esta manera:

—¿A qué amargar su corazon, purísimo, mostrándome dueño de un secreto que ella creyó perfectamente oculto?

Sigamos entonces el mismo camino que hasta hoy, hasta que el tiempo haga forzosa esta misma explicacion.

Y pensando siempre en la manera de atraer hacía sí el cariño de la jóven, pasaba una existencia verdaderamente amarga y desconsoladora.

Pensaba que un hijo fuera tal vez la salvacion del naufragio, pero pasaba el tiempo sin que el hijo viniera y sin que el caballero pudiera alimentar mas tiempo la esperanza de tenerlo.

Diaz se volvió taciturno y melancólico: indiferente á todo cuanto lo rodeaba, solo vivia para pensar en su Isabel y lamentar la desgracia de su vida.

¿Qué se ha hecho su antigua alegria? solian preguntarle los amigos; ¿acaso el amor de una mujer linda transforma así la naturaleza del hombre?

Por ninguna parte se le vé ya: es bueno decirle á la señora que no sea tan egoista y nos deje á los amigos la parte que nos corresponde.

Aquellas quejas cariñosas eran otras tantas puñaladas que se clavaban en el corazon de Diaz, que hacia todo esfuerzo para no mostrar la impresion que le producian y aceptando aquel modo de pensar.

Viendo que su esposa recibia sus caricias con un fastidio que no podia disimular, se habia abstenido en hacerlo, porque temia que aquella indiferencia glacial, se convirtiera en ódio y lo condujera á tomar una resolucion violenta para romper de una vez aquella vida que, poco á poco, se le hacia detestable.

Él seguia viviendo en casa de sus suegros, para de este modo disimular mas el ínfierno de su vida y hacer mas feliz á Isabel evitándose un reproche.

¿Qué hubiera sido de la jóven separada de su familia y condenada á vivir con un hombre que le era indiferente de aquella manera?

Le habia cobrado ódio, un ódio mortal, y esto es lo que él habia tratado siempre de evitar á toda costa.

____

Tal era la situacion de la suntuosa familia de Cires, cuando llegó á Córdoba don Santiago Rivadavia, distínguida persona que su familia enviaba á estudiar.

Era en aquella provincia donde los jóvenes de la República, pertenecientes á las familias ricas, hacian sus estudios, porque allí estaba la universidad y los grandes colegios que dirigian los frailes.

La educacion que se recibia no era entonces muy famosa, como no lo es hoy mismo en los establecimientos dirigidos por frailes, porque éstos son enemigos forzosos de todo progreso y de la ciencia moderna que ha constatado hechos poco convenientes para sus doctrinas y teorías retrógradas.

Pero como no habia otro sistema de educacion ni otra universidad para cursar estudios mayores, allí se dirigian los jóvenes que querian labrarse un porvenir y una posicion independiente.

Miembro de una familia ilustre, Rivadavia llevaba cartas para las principales personas de Córdoba, por lo que desde un principio se introdujo á la mejor sociedad.

Travieso é inteligente, en un momento se dió cuenta de lo que era la sociedad cordobesa, y el imperio que en ella ejercian los frailes.

Comprendió que para pasarlo bien era necesario estar bien con los frailes, antes que con nadie, y hacerse amigo de ellos á toda costa.

Y adoptando su partido desde un principio, se hizo presentar á los más influyentes y sobre todo á los confesores de tales ó cuales familias.

Liberal de corazon, se sublevaba ante las bellaquerías que á cada paso hacian ó decian aquéllos, pero se guardaba muy bien de mostrar su pensamiento, diciéndose:

—A la hora que yo pierda la amistad de estos benditos, se me cierran todas las puertas.

Aguantémosnos mientras sea necesario, que despues será otra cosa.

Y contemporizó con sus ridiculeces y falsías fingiéndose el mejor amigo y el más ferviente partidario.

Esto le valió desde un principio la más decidida proteccion y el ser introducido en el seno de familias que hasta entonces no habian sido visitadas sinó por frailes.

Era Rivadavia lo que podia llamarse un bello é interesante jóven, de palabra fácil y de un talento galano y fino.

Su conversacion, animada por la vida de que estaba lleno su rostro y la jovialidad estudiantil de su ademan, era profundamente atrayente.

No se podia hablar con él cinco minutos sin sentir una corriente de fuerte simpatia, que bien pronto se convertia en cariñosa amistad.

Espíritu sutil y sumamente alegre, explotaba todas las cosas por su lado gracioso, de modo que siempre se le veía riendo, excepto cuando hablaba con alguna reverencia, que entónces se volvia sério y sumamente formal.

De lo contrario, en su vida íntima se lo disputaban sus compañeros de aula, que gozaban inmensamente con su natural travesura y su interminable reguero de ocurrencias graciosas y mordaces.

Su traje era no solo elegante sinó rico, y llevado con especial distincion, á pesar de aquella interminable corbata de ochenta vueltas, enemiga irreconciliable de toda elegancia, y entre la cual el cuello parecia un galeote enchalecado.

Con semejantes prendas físicas y morales pronto se hizo Rivadavia notar entre la juventud cordobesa y los estudiantes porteños mismos, que abundaban en la tradicional Universidad, pasando bien pronto á hacer roncha en las tertulias familiares, única diversion que permitian los frailes, porque de lo contrario hubiera sido ponerse en lucha abierta con las damas que vivian en completa privacion de todos aquellos placeres que embriagan el espíritu y entretienen la inteligencia.

Era necesario dar un descanso á la interminable novena, y los frailes daban su permiso para las tertulias de que hablamos.

—¿Cómo te manejas tú para ser recibido en todas partes con frecuencia? le preguntaban sus amigos cristianamente asombrados.

¿A qué estupendo secreto debes el ser presentado y recomendado por los mismos frailes que á nosotros nos hacen arrojar á la calle como si fuéramos leprosos?

Dinos, ¿por obra de qué encantamiento realizas este milagro fabuloso que te permite el lujo de acudir todas las noches de familia en familia?

—Por la peana se besa el santo, respondia alegremente Rivadavia: no se puede entrar al cielo sin haberse puesto bien con San Pedro: esta teoría es mi secreto, y ya ven ustedes que no es cosa tan fabulosa como piensan.

Y los amigos se asombraban con razon sobrada, pues era Rivadavia el único jóven que tenia entrada frecuente á ciertas casas, siendo lo que mas los intrigaba el hecho de que eran los mismos frailes quienes lo venian á buscar para llevarlo á las visitas.

Algunos de sus amigos empezaron á regalar al confesor de la casa que querian visitar para obtener igualer concesiones, pero ya hemos referido cuán ineficaz era este sistema, cuyo único resultado era aumentar las dificultades para multiplicar los regalos.

Rivadavia habia logrado con un gran talento metérsele en el corazon á los frailes, al estremo de que éstos lo creían de buena fé uno de sus mas fervientes partidarios.

Asistia á todas las fiestas de la Iglesia y no faltaba á una sola novena ni sermon, estando dispuesto si era posible, hasta el haber ayudado á la misa con toda formalidad.

—Es un jóven modelo, decian ellos, recomendándole á sus hijas de confesion, que modificaban la frase de esta manera: es una monada.

En las procesiones y demás fiestas de calle, era el primero que marchaba con una vela al hombro y con el ademan mas humilde y cristiano.

Al poco tiempo de estar en Córdoba, vió Rivadavia á Isabel Cires y quedó deslumbrado: nunca había visto una belleza comparable á aquella, no tenia idea de dos ojos de mujer animados por la fuerza de pasion tan esplendente!

Y antes de averiguar quien era ella, ni á qué familia pertenecia, se dirigió mentalmente esta pregunta:

—Quién será el confesor de este astro de carne humana?

Y se lanzó tras el rastro de la sotana que debia guiarlo hasta aquella constelacion.

No tardó mucho en dar con fray Andrés, confesor de la familia de Cires y principal autor del casamiento de Isabel.

Era este un fraile regordetazo, insigne tomador de chocolate, y que habia elevado á la categoria de ciencia el arte de vivir del prójimo sin hacer nada en su beneficio.

Rivadavia habia calado por completo á fray Andrés y adivinado su lado flaco, lo que no era muy difícil.

Se habia hecho gran amigote de su paternidad á quien invitaba todas las mañanas, no ya con una taza, sinó con una sopera de buen chocolate y su correspondiente racion de colaciones.

Finjia tener en alta estima su falsa virtud y su ningun talento y aparentaba no dar un solo paso sin consultarlo al mofletudo fraile, que creía de buena, cuanta farsa se le ocurria al jóven hacerle creer, siempre que ella fuere remojada con buen chocolate.

—Tengo interés en visitar una casa de familia, le dijo una mañana sirviéndole la segunda sopera de chocolate; y usted me va á consejar con quien debo hacerme presentar para ser bien recibido.

—Con mucho gusto, hijo mio; ya sabes que te quiero y te estimo, respondió el fraile engullendo por cuatro; dime de qué familia se trata y yo mismo te recomendaré á la persona que haya de presentarte.

—Es la familia Cires, cuyo trato y virtudes me han ponderado mucho, razon por la cual tengo interés en relacionarme con ella.

—Dignísima familia, hijo mio, no te han exagerado, y en ninguna ocasion mejor que esta puedo complacerte, puesto que soy el director de su conciencia y confesor de todos ellos.

—Cuánto lo celebro, señor! así como los estudiantes tienen mala reputacion, de locos y traviesos, usted podrá mejor que nadie decirles quién soy yo y mi clase de conducta.

—Cómo no, hijo mio! esta noche te anuncio y mañana te digo el dia que haya decidido llevarte.

Y con una habilidad diabólica el estudiante hizo desembuchar al fraile cuanto queria saber de la familia Cires, y sobre todo de Isabel.

—La joya de esta familia es Isabel, decia el buen fraile, y tan desgraciada la pobre!

Desgraciada, y porqué? yo solo la he visto un par de veces y me ha parecido que la felicidad mas amplia se desborda en su semblante.

—Disimula la pobre porque es muy buena cristiana, pero sufre mucho: se le ha metido en la cabeza no amar á su marido que la idolatra y ahí la tienes desgraciada cuando podia ser enteramente feliz.

En vano yo le aconsejo que haga todo esfuerzo por corresponder al cariño del esposo, pero aunque me promete obedecerme, comprendiendo las razones que le doy, parece que la indiferencia es superior en ella á todo esfuerzo de voluntad.

Yo no debia decirte esto, pero lo hago porque conozco tu discrecion y porque en ello no hay mal alguno.

—Y no tendrá Vd. de qué arrepentirse; lo siento porque es una familia que quiero por lo que me han dicho, sin tener relacion con ella, y no tengo porqué hacer uso de lo que usted me ha honrado en decirme.

El fraile tomó su último cucharon de chocolate y se fué á echar una siesta en la misma cama del jóven como lo tenia por costumbre.

Rivadavia vivia en una piecita á la calle, de una casa de huéspedes, piecita que habia convertido en un verdadero salon-dormitono.

Poco despues los poderosos ronquidos del fraile Andrés, le anunciaron que su paternidad dijeria el chocolate en buena plática con el amigo Morfeo.

Los datos que inocentemente le habia dado el fraile, habian caído en su corazon como una bomba.

La exuberante belleza de Isabel se le habia enterrado en el alma y al saber que era casada, sintió un golpe violento que apagó la sonrisa de sus lábios aristocráticos.

Aquellos ojos negros, cargados de pasion, tenian ya quien viera reflejar en ellos la felicidad de sentirse amado; aquellos lábios húmedos y perfumados tenian quien apagara en ellos su sed de amor, y el jóven no podia pensar esto sin un sentimiento de profunda melancolía.

Porque la belleza fresca y suprema de Isabel le habia sacudido rudamente el corazon, haciendo nacer en él un sentimiento idólatra, de que al principio no pudo darse cuenta.

Y á medida que fueron pasando los dias, aquel sentimiento fué desarrollándose de una manera vigorosa hasta que lució con todo el encanto de un amor poderoso.

É Isabel era casada, amaba sin duda á su marido, y esta era la pesadilla contínua del estudiante.

Las palabras de fray Andrés vinieron á alumbrar como un relámpago la negra noche de su espíritu.

Ella no amaba á su marido: luego todas las esperanzas no habian muerto y podia entregarse al culto de aquel amor, sin la desesperacion insoportable de los dias anteriores.

Rivadavia, que habia estudiado la sociedad cordobesa y comprendido la influencia que en ella tenian los frailes, se dió inmediatamente cuenta de lo que pasaba.

—Aquellos ojos aterciopelados donde brilla un mundo de pasiones, pensó, no son dos ojos falsos, y aquellos lábios ideales no pueden mancharse con una mentira.

Este será un casamiento forzado como los que siempre se realizan y en el pecado lleva la penitencia el que ha querido aprisionar para siempre á un ángel de la tierra!

—Oh! gran Andrés! murmuró acercándose á la cama donde dormía el fraile—doy por bien empleadas las soperas de chocolate que me has consumido por el placer consolador que hoy me proporcionas!

Eres un gran hombre á quien juro remunerar con un mar de chocolate!

Y poniéndose el sombrero con un ademan jugueton, salió á la calle á respirar el aire libre, porque le parecia ahogarse en su pieza.

—Ella no ama á su marido, pensaba mientras devoraba las cuadras con paso nervioso, luego su corazon está libre y susceptible de amar al que logre conmoverlo.

Ah! ilustre y benemérito Andrés! yo te declaro el sér mas gentil de cuantos visten sotana! me reconcilio contigo!

Y como un loco, seguia caminando y dando saltos al cstremode llamar la atencion de todos los que andaban por la calle.

Rivadavia salió fuera de la ciudad buscando mayor espacio donde respirar y anduvo á la aventura pareciéndole que cada árbol y cada planta era un sér amigo que le movia la mano gritándole—no pierdas la esperanza! sigue adelante.

Cuando el jóven regresó á su casa, empezaba á caer la noche: no habia probado un bocado de comida desde que se levantó y solo se apercibió de ello cuando la dueña de casa mandó avisar de que estaba la cena.

—Qué cena! ni qué cena! respondió; demasiado he cenado ya! no quiero comer.

Y no comió ni durmió, ni estudió aquella noche, pensando en Isabe! y esperando impaciente la mañana para ver llegar la rubicunda y mofletuda catadura de fray Andrés, á quien como era natural, no halló á su vuelta.

El fraile vino á la hora de costumbre, y se pegó á la sopera y colaciones, que esa mañana eran mas abundantes que de ordinario.

Rivadavia habia resuelto no decirle una palabra referente á la presentacion, para no demostrar mas interés que el que ya habia manifestado.

—A la hora que el fraile me cale, me embrolla y me pone obstáculos, pensó; el modo que me complazca es no mostrarle interés por visitar en la casa.

Recien al tercer cucharon de chocolate resolló el fraile diciendo: cumplí tu encargue de ayer.

—¿Qué encargue? ¿cómo voy á permitirme molestar á usted con un encargue?

—Ah! diablo! bien dicen que los jóvenes no tienen firmeza en lo que piensan! y lo que convinimos ayer referente á la familia de Cires?

—Es cierto! exclamó Rivadavia finjiendo que recien recordaba la cosa—no valia la pena de haberse molestado! yo queria visitar esa familia, pero mas adelante.

—Pues, mi hijo, no tienes ahora remedio—yo te he anunciado como lo mereces y mañana te llevo.

—Si es así, líbreme Dios de hacerlo faltar á su palabra! si de todos modos había de hacerse la visita, lo mismo es hoy que dentro de un mes—estoy á sus órdenes.

Y Rivadavia sintió una alegria infinita; por fin iba á conversar con aquella mujer expléndida, á sentir la melodia de su acento, á respirar el ambiente de sus palabras!

Rivadavia tuvo que hacer un supremo esfuerzo de voluntad para no saltar sobre el fraile y darle un beso en los rollos del cerquillo.

—Entonces, mañana á las tres me esperas listo, que yo vendré á buscarte.

Es una familia cuyo trato vá á encantarte, pues son humildes, buenos y virtuosos arriba de todo elogio.

Ya yo les he dicho quien eres y te recibirán con tanto mas placer cuanto que soy yo mismo quien te recomienda.

La hora elegida era famosísima, pues lo probable era que estuvieran solas las señoras y niñas y ser aquella primer visita menos embarazosa.

Despues de arreglar todo lo referente á la presentacion, el jóven empezó á hablar de otras cosas para disimular mejor el interés que tenia; así es que el fraile, por suspicaz que fuera, no pudo ni siquiera sospechar lo que pasaba en el corazon del jóven.

Dió tranquilamente fin con el chocolate y las colaciones y se estiró sobre la cama del jóven á hacer la digestion.

Rivadavia no sabia lo que le pasaba; preocupado con el recuerdo de Isabel, andaba como un autómata sin atender á una sola de sus obligaciones.

—Parece increíble! se decia en sus momentos mas tranquilos; pero estoy lleno de aquella mujer, hay instantes en que siento latir su corazon bajo la presion de mis manos!

Por todas partes veo sus ojos magníficos, que al mirarme parece levantaran mis cabellos sobre mi cabeza!

Aquella noche, como el dia siguiente, no hizo otra cosa que pensar en Isabel, en su visita y en estudiar la manera más segura de ocultar su pensamiento á los ojos del fraile.

____

Mucho antes de las tres de la tarde, el jóven Rivadavia se hallaba vestido y perfumado, con toda la elegancia y esquisito gusto de la época.

Cuando calculó que era la hora más ó menos, se quitó el frac, quedando en mangas de camisa, para disimular mejor la ansiedad febril que lo dominaba.

Así es que cuando entró don Andrés y lo vió sin acabar de vestirse y recostado, no pudo menos que exclamar:

—Ah! jóvenes! amigos de la inexactitud y el abandono! á que te habias olvidado?

— No señor, es que calculé mal el tiempo y creí que todavia no era la hora.

—Parece que no tienes mucho apuro, pero á mí me gusta mucho ser puntual; á ponerse pues el frac y andando.

Rivadavia obedeció instantáneamente y tomó su sombrero diciendo:

—Ya vé que no ha sido mucho el tiempo desperdiciado: cuando usted guste.

Y ambos salieron á la calle empezando á andar un poco de prisa, para huir de las caricias del sol.

Rivadavia era un hombre de sociedad acostumbrado á la frecuencia de su trato, desenvuelto y travieso.

No podia llamarlo la atencion el hecho de ser presentado á una familia, por opulenta que ésta fuera, y sin embargo, sentia el corazon recogido dentro del pecho, le faltaba el aire, y sus piernas temblaban por la fuerza de la emocion.

Es que Rivadavia no iba á una simple presentacion ni visita de cumplimiento.

Iba á ponerse en contacto, á hablar por prímera vez con la mujer amada, y se sentia preso de un sentimiento extraño, mezcla de timidez y de deseo.

Es que la belleza de Isabel se le habia impuesto de un modo avasallador, y se sentia cobarde para sufrir el contacto de su mirada y el eco de su voz aún desconocído para él.

Y no es que Rivadavia fuera novicio en galanteos ni que temiera hacer una figura desairada.

Es que de la primera impresion recibida por la mujer amada, dependia la suerte de toda su vida, suerte que iba decidido á jugar en aquella primera visita.

Por el modo con que fuera recibido y despedido, ya comprenderia él en qué disposicion quedaban los ánimos.

Llegado á la casa, el fraile, como confesor, se coló sin golpear la puerta, pidiéndole esperara un momento en el zaguan mientras él pasaba aviso.

No habia transcurrido un minuto, cuando la sirvienta lo hacia pasar á la sala donde esperaba reunida la familia, acompañada del fraile que acababa de entrar.

Allí estaba la señora de Cires, sus hijos y el señor Diaz, esposo de Isabel.

Rivadavia lo saludó cortésmente y ocupó el asíento que se le señalaba como quien se hubiera sentado en un monton de brasas.

— Es como les he dicho, exclamó fray Andrés, un poco tímido y corto de genio, pero un jóven honesto y de sentimientos delicados; pueden ustedes recibirlo en su seno y dispensarle una buena amistad, porque él lo merece: cuando lo traten un poco verán que no he exagerado.

Rivadavia comprendió que allí estaba el éxito de la primera impresion, y que estaba á punto de hacer un papel desairado, así es que sacudió aquella extraña timidez que lo habia invadido, y tomó la palabra recuperando bien pronto su habitual aplomo.

¿Qué podia hablarse en una primera visita bajo la feroz vigilancia de un fraile que se quiere engañar, y de un marido contra quien se está en guardia?

Sin embargo, el jóven, en las mismas generalidades de que trató, lució ampliamente su hermoso talento, haciendo el elogio mas cumplido y galano de la sociedad cordobesa, sin salir de las mas estrictas conveniencias sociales.

En las mujeres habituadas tan solo á oir hablar de la novena y de la iglesia, aquel lenguaje bello y nuevo, hizo una impresion tan agradable, que podia leerse en todos los semblantes, lo que concluyó de volver al jóven todo su aplomo, comprendiendo que pisaba en terreno firme y simpático.

Tocó en seguida puntos religiosos que dejaron extasiado á fray Andrés y habló con el señor Diaz sobre la sociedad tucumana, mostrando conocerla de una manera perfecta.

El jóven mientras hablaba sentia el rayo de la mirada de Isabel, que le abrasaba la frente, pero no se atrevió á mirarla, por temor de dejar conocer la impresion.

Tan agradable y amena era la conversacion del jóven, que trascurrieron mas de dos horas con la rapidez de un momento.

Fué él quien lo hizo notar de una manera delicada, pidiendo perdon por haber molestado tanto tiempo.

Al despedirse, todos y cada cual le hicieron los mayores ofrecimientos y agasajos.

El mismo Diaz dijo á Fray Andrés:—amigo mio, le soy deudor de uno de los momentos mas gratos de mi vida; háganos repetir con mas frecuencia visita tan distinguida.

Fué al despedirse de Isabel que las miradas de los jóvenes se encontraron con toda su intensidad.

Por los ojos de Rivadavia cruzó una especie de agonía indescriptible y en la mirada de Isabel lució algo como una esperanza, esperanza que recogió el ávido espíritu del jóven.

La primera impresion no podia haber sido mejor: el jóven se retiraba dejando un recuerdo grato, y lo que es mas, el deseo de volverlo á ver.

Fray Andrés estaba encantado y orgulloso de su protejido, por las teorías religiosas que éste habia desarrollado en el curso de la conversacion.

No sabia ya cómo elogiarlo y exhortarlo á seguir en aquel piadoso camino.

Rivadavia, por su parte, se trazó rápidamente el camino que debia seguir para que la proteccion del fraile fuese siempre en aumento, engañado con el móvil de sus visitas: móvil que era preciso ocultar para que éste no se le alzara con el santo y la limosna.

Así, sus mayores elogios y alegres recuerdos fueron para Diaz, ponderándolo de todos modos, y asegurando al inocente fraile no comprender cómo aquella jóven no amaba á un hombre tan completo.

— La diferencia de edades! he ahí el secreto, replicaba el fraile: estoy seguro que si don Manuel tuviera diez años menos siquiera, otro gallo habia de cantar á su mujer.

— Sin embargo ellos parecen felices, no pudiéndose observar en sus fisonomías una sombra de pesar.

Desde aquel dia Rivadavia se entregó al culto de su amor, de un amor inmenso por Isabel, á quien no podia olvidar un solo momento.

Y no volvió, firme en su propósito, á decir una sola palabra á fray Andrés, referente á repetir la visita.

Queria que la insinuacion partiera de aquél y por consiguiente de la familia de Cires.

Y apenas habian trascurrido tres ó cuatro dias, el inocente fraile le manifestó que era preciso volver.

— Ellos creen que no vuelves porque no has salido contento, dijo, y es necesario destruir esa creencia porque no es exacta.

El jóven, dominando la alegria de que estaba poseído, se presentó de nuevo en casa de Cires.

Esta vez su visita fué mas familiar y prolongada, pues se vió forzado á aceptar una invitacion que para quedarse á cenar le hicieron, invitacion que apoyó calurosamente fray Andrés, que se puso rojo de gula, presintiendo algunos platos de esquisita confeccion.

Solo, mucho tiempo con las señoras. Rivadavia las habia concluido de seducir con su conversacion amena y galana, saboreando á su placer la majestuosa belleza de Isabel, que estaba como deslumbrada por el espíritu del jóven.

Sus miradas se habian cruzado mas de una vez, y ella se habia puesto roja, bajando los ojos inmediatamente.

¿Comprendia la impresion que su belleza causaba en el jóven, ó las miradas de éste eran demasiado ardientes?

Cuando entró Diaz el jóven no alteró en nada la familiaridad de la conversacion, pero cesó de mirar á Isabel con el interés que lo habia hecho hasta entonces.

Diaz no era un hombre celoso: tenia una alta idea del carácter de su esposa, y no habia visto en el jóven mas que una persona fina é inocente.

Y aunque no hubiera sido así, ¿no estaba allí el confesor de la familia, que hubiera corregido en el acto cualquier inconveniencia?

¿Por qué habia de suponer, sobre todo, mala, intencion en una persona que les habia presentado el fraile, haciendo de ella el mas cumplido elogio?

Otra cosa hubiera sido ridicula, aunque Diaz sabia perfectamente que no era dueño del corazon de su mujer y que éste estaba perfectamente vírgen y expuesto á ser herido por cualquier otro afecto.

Durante la cena que fué opípara, Rivadavia mantuvo siempre su conversacion con un interés creciente, salpicándola con chistosas anécdotas y estudiantiles referencias.

Para seducir mas al fraile, el jóven lo llamaba mi maestro, de modo que Diaz no se cansaba de repetirle:

— Pues señor, tiene usted un discípulo de provecho: muy pocos habrá como éste.

El fraile, colmado de orgullo, interrumpia la infatigable labor de sus mandíbulas, para sonreir agradeciendo el cumplido.

El jóven supo entretener á todos, de tal modo que como la vez primera, pasó el tiempo de una manera insensible.

Al despedirlo le hicieron presente que esperaban no tener que pedir á fray Andrés que lo trajera, salvo que esto no estuviera en contra de sus simpatías.

—De ninguna manera! no he venido antes porque no me gusta fastidiar, pero ya que ustedes me lo permiten tan bondadosamente, vendré con mas frecuencia.

La casa fué ofrecida entonces con ese desprendimiento hidalgo que caracterizó aquella época inocente, y aceptada con reconocimiento por parte del jóven.

—Es una criatura excelente é inofensiva, decia fray Andrés pudiendo apenas andar, por el peso de lo que habia comido.

Con esta proteccion franca y buena amistad que ustedes le han dispensado, obligan su corazon noble de una manera indecible.

Al despedirse el jóven de Isabel, hizo irradiar en su mirada toda la pasion de que estaba lleno su espíritu, en una suprema caricia.

Una mujer comprendo siempre de una manera instintiva esta clase de miradas, é Isabel, ante los ojos cargados del jóven, sintió estremecerse, experimentando en su rayo un placer desconocido.

Es que Isabel, desde el primer momento, habia sentido por el jóven una viva simpatia, que muy pronto degeneró en cariño.

Y sin embargo de creer que con aquel cariño á nadie ofendia, ocultó de una manera profunda la impresion rara é íntima de aquella mirada.

Era el instinto de la mujer que le anunciaba un peligro cercano.

Es que Isabel, sin saberlo tal vez ella misma, principiaba á amar á aquel jóven que habia despertado su espíritu con goces desconocidos, haciendo vibrar las cuerdas del cariño.

Sin buscarlo ella, se sorprendia al hallar siempre estereotipada en su pensamiento la hermosa fisonomía del jóven y sonando en su oído su palabra alegre y armoniosa.

El corazon de la jóven, dormido aún para el amor, empezaba á despertar recien y su estallido amenazaba ser violento.

La comparacion se estableció naturalmente, y su marido le pareció mas viejo que nunca.

Comparó aquella alegria franca y comunicativa, con la seriedad inconmovible de su marido, aquella palabra fácil y amena, con la sequedad monótona de éste, y se encontró con un jóven que hablaba á su corazon con toda la fuerza de la juventud y de los sentidos, frente á un viejo que hablaba á su indiferencia mas invencible, infundiéndole todo el respeto de su edad avanzada y aspecto secamente sério.

Isabel miró diez años delante de ella y sintió que se le helaba el corazon, pensando por primera vez de su vida que era muy desgraciada.

Rivadavia empezó á repetir sus visitas con mas frecuencia y la jóven empezó á enamorarse, seducida por el lujo de encantos que el estudiante desplegaba ante su espíritu artístico, porque Isabel poseía un espíritu verdaderamente artístico, que colocado de otra manera la habria hecho descollar.

Y á medida que el jóven ganaba terreno en su corazon, vió ella con espanto que su marido lo perdia al extremo que si antes le era solo indiferente, empezaba ahora á hacérsele antipático, y á sentirse fastidiada en su presencia.

Y ocultaba aquel cariño en lo mas intimo de su alma, sin darse cuenta ella misma del porqué de aquella ocultacion instintiva.

Al principio ella habia tratado de no dejar ver aquel cariño al mismo Rivadavia, por no alentarlo en el camino peligroso á que podian ser conducidos por la misma pasion.

—Una mujer no debe amar mas que á su marido, le habia dicho fray Andrés muchas veces, al saber lo que pasaba en su corazon.

La que dá cabida en su alma á otro amor es una pecadora desventurada que cae en tentacion.

Y en apoyo de esta teoría habia citado algunos casos en que las mujeres habian sido desgraciadas por no resistirse á un amor que era un crímen, pues la mujer no podia despojar al marido de lo que le pertenecia, ni faltar á un juramento hecho al pié del altar.

—Pero si yo no he jurado nada! decia para sí la pobre jóven, dominada por el amor del estudiante.

Yo no amaba á mi marido, yo no he jurado amarle, ni he podido impedir que este cariño inefable se imponga á mi corazon.

Me mandaron casarme y obedecí, sin saber lo que hacía, sin saber que casándome labraba mi propia desventura.

Yo no tengo la culpa de lo que sucede y puesto que no hay otro remedio, me sacrificaré gustosa por el cumplimiento de mis deberes: amaré á Rivadavia, sin dejárselo conocer á él mismo.

Entretanto el estudiante habia conocido lo que Isabel queria ocultarle á todo trance.

—Me ama y lucha, pensaba el jóven saboreando la dicha inmensa de aquel amor, y es esta misma lucha la que va á darme el triunfo.

No se puede luchar contra el corazon mucho tiempo sin caer bien pronto en lo mismo que se quiere evitar

El corazon se impone siempre, cuando no se tiene un carácter de un raro temple para resistirlo, á pesar de toda desventura.

No se puede luchar contra él, cuando no hay un sentimiento que oponer al nuevo sentimiento que lo invade en todos sus senos.

É Isabel no solo no habia luchado, sinó que ni habia tratado de luchar.

Ella se limitó á ocultar al jóven el amor que por él sentia, sin defenderse de él, sin hacer lo mas mínimo para que aquel amor no se le impusiera con toda la fuerza de una pasion.

El estudiante siguió haciendo frecuentes visitas, sin salirse de los límites que él mismo se habia impuesto.

Seguro de que era amado por la hermosa jóven, esperaba tranquilo la oportunidad de poder hablarla de aquel amor supremo, manifestándole el mundo que para ella atesoraba.

Hablaba con los ojos, con toda la elocuencia de su alma enamorada, lenguaje mudo, que era admirablemente entendido y contestado.

La eterna presencia de fray Andrés habia malogrado las mejores oportunidades, pero no habia mas remedio que conformarse con la presencia de aquel Argos y esperar pacientemente.

El jóven tenia estremada confianza con la famimilia, frecuentaba la casa á todas horas y ya, para presentarse, no necesitaba la presencia del fraile.

La oportunidad tan acechada, no tardó en ofrecerse á los jóvenes de la manera mas completa.

Un negocio de familia reclamó la presencia de Diaz en Tucuman y decidió el viaje sumamente mortificado, porque se le hacia doloroso separarse de su mujer.

No es que abrigara celos ni desconfianza; es que, conociendo el desamor, la indiferencia que por él tenia Isabel, temia que aquella ausencia de quince dias la aumentara de una manera irreparable, haciéndole perder hasta la amistad que la jóven le profesaba.

Era preciso hacer el viaje, y Diaz partió prometiendo volver cuanto antes le fuera posible.

No quedaba mas obstáculo que el fraile, pero este era un obstáculo mas fácil de vencer, porque si el fraile vigilaba lo hacia de vicio simplemente, y por costumbre, pues no solo tenia en el jóven una confianza ilimitada, sinó que no abrigaba el menor motivo de desconfianza.

Rivadavia que conocia todos los hábitos del fraile, empezó á ir á casa de Isabel á horas en que el buen confesor se entregaba á los placeres de la siesta ó del chocolate.

Y de esta menera logró sustraerse á aquellos tremendos ojos de Argos y aquella vigilancia importuna.

Una tarde, de aquellas tardes tibias y embalsamadas por el aroma de las flores, Rivadavia se encontró con Isabel que paseaba los grandes jardines de la casa.

La jóven pensaba en él sin duda, al arrancar con manos delicadas las flores con que hacia un pequeño ramito.

El jóven se acercó á ella sin ser visto y en un momento que miraba distraída aquel ramito le dijo con un acento apasionado:

—Felices flores que lanzan la esencia de su per-fume bajo su espléndida mirada! por qué no me es permitido poner entre ellas mi pobre corazon?

Isabel quedó como atontada al sonido de aquella voz melodiosa y la expresion de aquella palabra ardiente.

Trémula y agitada no se atrevió á levantar del ramito sus ojos magníficos, ni supo lo que le pasaba.

—Pobre de mí! continuó el jóven dando á su palabra un tinte melancólico: pobre de mí! repitió —quién habia de decirme que envidiaria la suerte de unas flores!

Isabel miró al jóven aturdida, volvió á bajar la vista hasta las flores y siguió mirándolas como quien mira al vacio.

Indudablemente el pensamiento de la jóven estaba harto distante del humilde ramito.

—No veo la razon, balbuceó sonriendo por fin, para envidiar la suerte de estas flores, arrancadas de la planta que les dá vida, para dejarlas morir despues de haber aspirado su aroma.

—Es que hay muertes que bien valen una vida y bien se puede morir feliz abrasado por el rayo de sus ojos, y marchito por las brisas de su aliento, mas perfumado que las mismas flores.

Mire usted, Isabel, hay séres que tienen el privilegio de embellecer cuanto se les acerca, la vida parece crecer bajo el rayo de la mirada, la respiracion es mas ámplia, parece que el corazon se mueve con mas libertad y uno encuentra bello todo cuanto lo rodea.

Usted tiene ese encanto y ese poder, que aprisiona la voluntad y mata toda otra sensacion que de él no brota.

Yo siento á su lado una exuberancia de vida desconocida, que partiendo del foco de sus ojos agita mi corazon en un éxtasis arrobador: el hombre que viva de su amor, Isabel, no tiene ya nada que desear sobre la tierra y debe estar mas cerca de Dios que los demás.

Bendito sea el momento y el motivo que me trajo á Córdoba; yo no tenia idea de una mujer como usted.

Aquello era atacar de frente y de una manera decidida.

Isabel, embriagada por aquellas palabras y la manera dulcísima con que fueron dichas, se sintió dominada: ávida de amor, aspiró con ánsia el encanto de aquella palabra, se sintió vencida y rompió á llorar.

En su suprema inocencia no supo ocultar sus impresiones y gimió al entregarse al gozo supremo de aquel amor celeste, sin intentar siquiera defenderse.

Rivadavia la miraba con delicia, y murmuraba á su oído todo género de frases dulcísimas y apasionadas.

Y ella se rindió á aquel amor ardiente, con toda la pasion de su alma y sin mas protesta que estas palabras:

—Pero yo no puedo amar á nadie mas que á mi marido á quien no amo; yo no me pertenezco, mi corazon no es mio.

—En el corazon humano solo Dios manda, contestó el jóven, y nadie puede contrariar su voluntad suprema.

El nos dió un corazon para sentir y amar: entonces los que pretenden esclavizar los sentimientos del cariño, no tienen derecho para imponer silencio á sentimientos que nacen de algo mas grande que la voluntad humana.

El derecho de amar está en usted misma: no se sofoque el corazon entonces por razones que no tienen un átomo de lógica.

Isabel, seducida por la mágia de aquella palabra, amó y amó de una manera inmensa.

Inocente en el mal que causaba, creyó que amando á Rivadavia no podia ofender á nadie, puesto que daba una cosa que á nadie pertenecia y se deió arrastrar por la fuerza de aquella pasion enloquecedora.

Y extasiados en aquel torrente de cariño que se desbordaba ampliamente, sin valla de ningun género, quedaron absortos en la mútua contemplacion.

—Este amor es obra de Dios, decia Rivadavia, que puso en nuestras almas la corriente simpática que habia de aproximarlas y no está en la mano humana la fuerza y el poder capaz de darle otro rumbo.

Tu me das un corazon perfectamente libre y nadie tiene entonces el derecho de quejarse ni de extrañarlo: el corazon se ha hecho para amar, y amando se cumple una ley divina.

La aproximacion de algunos pasos puso en guardia á los amantes que se se separaron algo, hablando de cosas indiferentes.

Era la madre que daba tambien un paseo en el jardin y habia sido atraída á aquel punto por el rumor de las voces.

Desde aquel dia los jóvenes hallaron siempre un momento que, libre de miradas indiscretas, pudieran entregarse al goce completo de sus impresiones íntimas.

La vida habia adquirido para Isabel encantos desconocidos hasta entonces.

Todo le parecia mas bello y su alma creía tener otro vuelo mas poderoso; la existencia no le era indiferente, y en el recuerdo del jóven hallaba siempre momentos de suprema felicidad.

Ya su salida de casa, su entrada á la iglesia, la monotonía abrumadora de la novena, no eran actos indiferentes y hasta maquinales.

Todo tenia un objeto y un fin arrobador: la presencia de Rivadavia, que aprovechaba todos los momentos de la vida para anidar en el oído enamorado de la jóven, la música de su palabra ardiente y apasionada.

Siempre él estaba allí, en la esquina, en el átrio, entre las sombras de la nave; por todas partes la luz de sus ojos y la mágia de su persona!

Isabel vivía exclusivamente de aquel amor apasionado.

Habia concluido por olvidar á su marido, creyendo que aquella corta ausencia habia durado una eternidad, y que la presencia de aquel hombre no vendria en lo sucesivo á turbar su felicidad presente.

Fray Andrés estaba perfectamente engañado: no podia sospecharse lo que pasaba en el corazon de los jóvenes y llevaba á Rivadavia siempre que iba á casa de la familia de Cires.

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