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«Carlo Lanza» (1893) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez que narra varios episodios curiosos del estafador Carlo Lanza, vaquero argentino con la habilidad extraordinaria de engañar a cualquier persona, desde el más humilde limpiabotas hasta el más respetable aristócrata.
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Seitenzahl: 581
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Eduardo Gutiérrez
Saga
Carlo Lanza
Copyright © 1893, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726642131
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Pocos hombres habrán alcanzado entre nosotros la celebridad de Carlo Lanza, el aventurero más audaz é inteligente que haya llegado á América.
El vicio de la estafa y el hecho de enriquecerse á costillas del prójimo había sido elevado por este hombre extraordinario á la categoria de arte, que practicaba con una sagacidad asombrosa y con un profundo conocimiento de los hombres y las cosas.
Generalmente se cree que las víctimas de Carlo Lanza han sido pobres napolitanos ignorantes, que engañados hábilmente por el aventurero, le entregaban sus ahorros, halagados por el interés crecido que les pagaba.
Pero esto no es exacto, porque personas ilustradas é inteligentes como el doctor Cimone, por ejemplo, cayeron también entre las redes hábilmente tendidas por Lanza, cuya explotación asombrosa no se había dedicado solamente á estafar el dinero de los infelices ignorantes, á los que no podría despojar sino de cantidades cortas.
El había puesto los puntos también á gente más rica de la colonia italiana, que podría engrosar sus cajas con sumas fuertes y dándole á ganar uno solo, lo que no le daban diez ó quince infelices reunidos.
Así se vé que á su casa caían todos, desde el pobre infeliz que iba á depositarle el fruto de veinte años de trabajo, el hombre acomodado que le daba dinero para remitir á la familia, con encargo de hacerla venir, y hasta el médico inteligente que, como el doctor Cimone, giraba por su intermedio gruesas sumas para atender sus compromisos en Europa.
Es que Carlo Lanza era una especialidad en el arte de inspirar confianza.
Cualquiera que hablaba con él un cuarto de hora, salía creyendo que Lanza era el hombre más honrado é inteligente de este mundo, y el banquero más fuerte de Buenos Aires.
Los corresponsales eran las personas más importantes del comercio europeo, y su crédito era ilimitado en los Bancos de Europa y sobre todo de Italia.
Así Carlo Lanza estaba relacionado con toda la sociedad italiana de Buenos Aires, desde su miembro más espectable hasta el más infeliz lustrabotas.
Y con todos ellos tenía negocios de mayor ó menor importancia, pero negocios que iban preparándole el terreno que había de pisar más tarde.
De un exterior sumamente simpático, de una conversación fácil y atrayente, con el aire de una persona nacida entre los millones y habituada á derrocharlos, con una fisonomía hermosa é inteligente, se insinuaba de tal manera que era muy difícil defenderse de su influencia.
El estudiaba rápidamente, pero con una seguridad admirable, el espíritu y modo de ser de la persona con la que se ponía en contacto, y sólo después de conocerle lo que él llamaba su lado flaco, recién le tendía las redes en que debía hacerla caer.
Y las tendía con tal habilidad, con tal seguridad, que á las dos ó tres veces de hablar con él, aquella persona se le había entregado en cuerpo y alma.
¿Quién iba á dudar de la integridad y la fortuna de aquel banquero, que llevaba una vida opulenta y cumplía todos sus compromisos aún antes de vencerse, que adelantaba dinero bajo la sola palabra del que lo recibía?
Es que Carlo Lanza prestaba realmente con la mayor facilidad y confianza, sabiendo á quién le prestaba y calculando que aquel préstamo era el cebo con que había de atraer á sus cajas el dinero de su deudor.
Comerciante de menudeo, apretado por algún vencimiento, propietario apurado por alguna hipoteca, cliente que quería girar dinero que no tenía inmediatamente, acudía á Carlo Lanza en la seguridad de que había de sacarlo de apuros.
Y ninguno salió de su casa con las manos vacías ni sin jurar que en su vida no haría jamás ningún negocio sino por intermedio de aquel gran banquero.
Lanza podía caer muchas veces en prestar dinero á quien no se lo había de volver en mucho tiempo, ó tal vez nunca.
Pero no era por qué no supiese de antemano que aquel dinero que prestaba no volvería á su poder, sinó porque bien sabía que su deudor, en cambio, le traería clientes que podían dejar entre sus manos ávidas de dinero, doscientas veces más de lo que perdía en el préstamo.
Los napolitanos y la gente infeliz que iban á depositarle sus ahorros ó á hacer por su intermedio remesas á Europa, creían en Carlo Lanza con tanta fé como se crée en Dios.
Le hubieran depositado la vida si Carlo Lanza les hubiera ofrecido pagarles interés por ella.
Es que Lanza, con una sagacidad suprema, se había apoderado de un elemento estupendo para el logro de sus fines, pues que no eran otros que apropiarse todo el dinero de aquella clientela que, entre toda, podía entregarle una gran fortuna.
Carlo Lanza se había hecho amigo de cuanto cura y fraile italiano había en la ciudad y en la campaña, haciéndose por medio de ellos un doble y famoso servicio.
Porque estos, no sólo depositaban en manos de Lanza su dinero reunido á fuerza de misas y estipendios de costumbre, sinó que aconsejaban á sus devotos y á la gente que los escuchaban como á verdaderos ministros de Dios, que hicieran lo mismo, entregando á Lanza todo el fruto de sus economías, reunidas á costa de todo género de privaciones.
¿Y cómo iban ellos á desconfiar, cuando era el mismo párroco quien se lo aconsejaba y quien depositaba en su poder hasta el último medio?
Caían sin vacilar á casa del banquero y le entregaban su dinero, sin más constancia que el asiento de sus libros y sin siquiera exigirle recibo.
Y Lanza dominaba á aquellos curas y frailes, tanto como ellos mismos dominaban á sus parroquianos y feligreses.
Lanza se había apoderado de ellos, invitándolos á comer continuamente y preparándoles grandes farras con mujeres de la vida airada, á las que asistían asiduamente los buenos ministros de Dios, asombrados del ascendiente fabuloso que tenía Lanza entre las bellas de vida tormentosa.
Estas, hábilmente aleccionadas por Carlo Lanza, trastornaban de tal manera la cabeza de los estimables curas, que no hacían sino mandar á un amigo pidiéndole la repetición de aquellas fabulosas farras.
En el curso de esta curiosísima historia nos hemos de ocupar debidamente de estas verdaderas borrascas sacerdotales, donde campea todo el genio travieso y emprendedor del famoso Lanza.
Pagadas y amaestradas por Lanza, aquellas bellas, léjos de admitir regalos de los sacerdotes les daban en prenda de su amor largos y sedosos rizos comprados en las peluquerías, y otras prendas por las cuales ellos las creían locas de amor.
Así la casa particular de Carlo Lanza parecía una cofradía, pues continuamente tenía curas á su mesa y curas atorrando en camas y catres armados con aquel exclusivo objeto.
En nadie tienen más confianza que en el cura, cuyos consejos siguen ciegamente, y más cuando lo ven prestigiado por ellos dependía.
Cura italiano que llegaba de la campaña paraba en su casa, donde el amigo lo alojaba sin dejarlo carecer de la menor cosa.
Y como siempre, los que llegaban traían dinero á depositar ó á girar; él se reía de todas las incomodidades que podían causarle y siempre les rogaba que permanecieran una quincena más en su compañía.
No podía darse un procedimiento más hábil y más sagaz, porque teniendo contentos y confiados á los curas, no sólo tenía el dinero de estos sino el de toda aquella gente infeliz que de ellos dependía.
Y esta táctica que en la ciudad le había dado resultados famosos, en la campaña constituía para él una verdadera fuente de recursos y de riquezas.
Allí la gente de trabajo ahorra todo el dinero que gana para remitirlo á Europa, hacer traer familias ó colocarlo á interés.
En nadie tienen más confianza que en el cura, cuyos consejos siguen ciegamente, y más cuando lo ven prestigiado por el ejemplo.
¿Qué banquero más seguro para ellos que el banquero del cura?
Así fué pues como Carlo Lanza dió un gran impulso á su casa de comercio y labró la fortuna inmensa que hizo tan ruidosa su caída.
Por esto es que la fuga de Carlo Lanza hizo aquel estrépito asombroso que repercutió hasta los puntos más apartados de nuestra campaña, donde quedaban sus víctimas entregadas á la mayor desesperación, porqué á muchos de ellas el famoso banquero les llevaba el fruto de veinte años de trabajo asiduo y constante.
Hombres que habían hecho el sacrificio de toda su vida para labrarse un porvenir, se encontraban de la noche á la mañana tan pobres y miserables como cuando recién viniéron.
Es fácil recordar que en los primeros días de la fuga de Lanza, la cuadra donde estaba su casa, en la calle Tacuarí, parecía un barrio en revolución.
Había allí más de mil personas entregadas á todos los excesos de la desesperación y de la ira, presentando escenas de lo más conmovedor y risueño.
Y cada una refería su desventura en alta voz, con todos los episodios que la habían precedido.
Pocas historias tan ricas en episodios como la que hoy ofrecemos á la curiosidad de nuestros lectores, pues no habrá un segundo tipo que, como Lanza, haya recorrido con mayor éxito la escala que separa á un peón de fondín, de un banquero opulento y de fabuloso crédito.
Nada más curioso y ameno, nada más risueño y cómico que la historia de Carlo Lanza, desconocida hasta hoy de sus mismas víctimas.
Mucho trabajo nos ha costado reunir la riqueza de datos que poseemos, pero él está harto compensado con el éxito que tiene que alcanzar su publicación.
¿Quién era este Carlo Lanza, y de dónde venía?
Nadie sabía esto con certeza, pues sólo se conocía lo que él mismo quería contar, que no debía ser la verdad, seguramente.
Para unos, Carlo Lanza era un jóven de familia rica, que habilitado por su padre había venido á America á aumentar su fortuna con un fuerte Banco de giros, y á pasear por estos paises.
Y esto no era más que el pretexto de que se había valido su señor padre para hacerle romper un compromiso de matrimonio que había tenido y que no le convenía bajo ningún punto de vista.
Esta versión había sido muy fácil de hacer circular aún entre los mismos italianos que no lo conocían y que no tenían de él ningún antecedente europeo.
En el Club Italiano, donde se juntaba todas las noches con las personas más conocidas, había sido aceptada la versión porque no había ningún motivo para dudar de ella.
Carlo Lanza tenía una linda figura, vestía con elegancia lujosa, era buen mozo y sumamente simpático, no habiendo en su exterior nada que pudiera contradecir aquella fábula.
¿Por qué dudar de ella tampoco, cuando no había ninguna prevención contra su persona?
Su aspecto y su modo de vestir eran los de un hombre habituado desde jóven á la buena vida.
Lanza gastaba mucho dinero porque era amigo de las comodidades y de los placeres.
Pero, ¿qué había que extrañar en él? ¿no era rico? ¿no trabajaba con éxito en sus negocios de giros y descuentos?
Era natural que un hombre jóven, rico y que trabajaba con ahinco y dedicación, pudiera gastar con holgura.
Sus farras y su vida licenciosa no autorizaban tampoco á dirigirle la menor recriminación, porque aunque se hubiera pasado la noche de claro en claro, desde las primeras horas de la mañana estaba al frente de su escritorio, de donde no se movía hasta la hora de cerrarlo.
Algunos le criticaban su amistad con los frailes y curas, tratándolo de clerical.
Pero él aseguraba que era más liberal que Garibaldi mismo, pero que los negocios nada tenían que ver con las opiniones religiosas.
—Esos diablos de curas y frailes mandan á Europa sendas cantidades, y me dejan utilidades cuantiosas.
¿Por qué los voy á rechazar? ¿qué tiene que ver el Papa con mis negocios?
¡Lo único que yo siento es no poderlos apretar como un limón y hacerles soltar todo el jugo!
Con estas explicaciones Carlo Lanza hacía frente á toda crítica, saliendo siempre airoso.
—¿Cómo se vá á pelear uno con sus comitentes porque piensan que el Papa manda más que Dios, si se les ocurre pensar este cómo cualquier otro descalabro?
Yo pienso que los giros valen un tanto por ciento y que con este tanto por ciento vivo y me divierto sin tocar un centavo de mis capitales, que aumento diariamente.
Era tal la religiosidad con que este jóven cumplía sus compromisos de dinero, que, para muchos, valía su palabra tanto como una letra de cambio á la vista.
Así, cuando Carlo Lanza decía en un negocio «ya está», palabra habitual en él para cerrarlo, no se hablaba más del asunto, el negocio era hecho.
¿Por qué dudar entónces que fuera hijo de la rica familia de Lanza y que hubiera sido enviado por su padre para hacerle romper sus compromisos amorosos?
No tenía esto nada de asombroso ni de extraño, y como á nadie interesaba tampoco, nadie había tratado de adquirir mejores detalles.
Para otros, Carlo Lanza no era más que Carlo Lanza, un jóven rico y trabajador, leal á su palabra y á sus compromisos, y esto les bastaba.
Sus depositantes recibían puntualmente sus buenos intereses ó los acumulaban al capital que creían en las manos más seguras del mundo.
¿Qué les importaba que el depositario fuese amigo de los curas ó amigo del diablo mismo?
La cuestión era la seguridad y ganancia de sus depósitos, y nada más.
Carlo Lanza entre tanto no era tal hijo de ricos, ni tal capitalista, ni tal enamorado.
El era natural de Biella, importante ciudad del Piamonte, patria del famoso Quintin Sella, estadista distinguido y ministro del reino de Italia en varias ocasiones.
Allí había pasado su primera juventud, juventud borrascosa y traviesa, donde había aguzado su natural ingenio en todo género de travesuras.
Su familia no era muy acomodada y apénas había podido darle una mediana educación primaria que Lanza había aprovechado bien, porqué era naturalmente inteligente y apto para todo.
Con una educación completa y con un buen teatro para desarrollarla, Lanza habría hecho una figura notable y distinguida.
Pero sus inclinaciones lo llevaban como con un vértigo por otro camino diverso.
En vano el padre trataba de corregirlo por todos los medios á su alcance, Carlo no tenía cura ni compostura.
Quisieron dedicarlo á la carrera eclesiástica, porqué un hijo clérigo era un honor para muchas familias italianas.
Pero tales fueron las farras y titeos que armaba á sus profesores y en los seminarios, que fué expulsado de todos por sus ideas diabólicamente liberales.
Lanza, á los quince años, se juntaba con la primera juventud de Biella, que lo buscaba por su genio travieso y lleno de inventiva.
El no tenía dinero, pero esto poco le importaba, pues lo tenían sus amigos, y esto bastaba.
Algunas veces sus amigos tenían que hacerlo á un lado, porque su catadura no era de lo más famoso.
Pero él, de un modo ó de otro, se arreglaba de manera á poder alternar con sus amigos y volvía á su sociedad y sus parrandas.
Para adquirir dinero se valía de todos los medios á su alcance, sirviéndose de toda clase de artimañas, jugadas y travesuras.
Llegó un momento en que Carlo Lanza se hizo verdaderamente insoportable para los que tenían la responsabilidad de su porvenir.
Lo habían colocado á mérito primero, y á sueldo después que estuvo más práctico, en algunas casas de comercio.
Pero de todas partes había salido por su conducta incorregible y poco escrupulosa.
Todo el tiempo se lo absorbían las calaveradas con sus amigos, elegidos entre los más truhanes y calaveras.
Sus patrones lo despedían con sentimiento, porque el jóven tenía insuperables condiciones de talento para los negocios, pero siempre era mayor el daño que el provecho que reportaba á la casa.
Discutía siempre con los clientes y concluía por pelearse con ellos á consecuencia de alguna trastada que les había hecho ó había intentado hacerles.
Y como con él peligraba así la existencia de la clientela, tenían que despedirlo á su pesar.
Carlo Lanza se encontró á los veinte años sin más capital que el de sus travesuras y su inteligencia, que en ellas se había refinado y aguzado.
Así no se podía vivir, y el jóven empezó á pensar sériamente en su porvenir, para atender al cual era necesario sentar el juicio.
¿Qué esperanzas podía tener en Italia?
Vejetar de dependiente en algún escritorio ó casa de comercio, lo que no estaba en armonía con sus aspiraciones.
Y para otra cosa era necesario un capital que él no tenía y que no le sería fácil conseguir, por sus mismos antecedentes borrascosos.
Entónces la América golpeó al pensamiento de Lanza como algo de tierra prometida.
¿Cuántos miserables había conocido él, que no valían una uña suya, que habían venido á América y vuelto á los pocos años cargados de dinero?
¿Por qué no podía hacer él lo mismo, cuando tenía precisamente aquello de que habían carecido los otros?
¡Un capital de inteligencia, que bien manejado podía darle una inmensa fortuna en un país como la América, dónde se decía que el dinero se ganaba con una facilidad inmensa!
Desde que Lanza tuvo esta idea, no descansó un momento para buscar los medios de ponerla en práctica.
Era necesario juntar los elementos necesarios para emprender el viaje.
Pero, ¿de dónde sacar el dinero?
¡Oh! ¡la América! pensaba; ¿cómo no se me habrá ocurrido esto ántes?
Allí se gana el dinero á manos llenas, sin necesidad de capital ni cosa que se le parezca.
Y pasaba en su memoria la lista de todas aquellas personas que habían venido á América en otros años, y se habían enriquecido y hecho unos señores hechos y derechos, cuando no habían pasado nunca de ser unos miserables sin recursos de ninguna clase.
Esta creencia de Lanza era general en todos los hombres del pueblo, por las fortunas que habían visto levantar á los que habían venido y por los grandes bolazos que contaban los agentes de inmigración para atraerlos y ganar la comisión que les pagaba el gobierno.
Por esto la gente ignorante creía que no había más que venir á América y recoger las onzas de oro que andaban tiradas por la calle.
Personas que hacía apénas un año que habían salido de allí, ya habían enviado algunos miles de francos y noticiado de que aquí estaban ganando cien ó doscientos francos al mes, lo que allí representaba cinco veces lo que se podía ganar.
Es que también en aquellos buenos tiempos aquí se ganaba el dinero con mucha más facilidad, porqué el dinero abundaba y había trabajo con exceso.
Cualquier changador se ganaba cómodamente cincuenta pesos al día, lo que para un infeliz de aquellos, que vivía con dos ó tres, representaba una renta fabulosa de tres mil francos al año.
Cualquier trabajador honrado y vivo que abría un boliche ó un bodegón á la vuelta de dos años era dueño de un almacén ó de una fonda que representaba un capital.
Estas noticias iban á su tierra con la exageración consiguiente, aumentadas por los agentes de inmigración y de allí resultaba la creencia general de que en América se encontraba el dinero por la calle, ó que con sólo conchabarse de sirviente se ganaba una fortuna en pocos años, pues todo cuanto se ganaba podía guardarse, puesto que el patrón se encargaba de llenar con largueza todas las necesidades de la vida.
Pero ya aquellas facilidades no eran las mismas, y el que venía lleno de sueños de fortuna rápida, se encontraba con que realmente podía hacerse una fortuna, pero á fuerza de trabajo, de economías y de sacrificios.
Carlo Lanza desde que pensó en venir á América no descansó ya un momento pensando en los medios con los que podría proporcionarse el dinero necesario.
Inteligente y vivo, desde el primer momento rechazó la idea de venir como inmigrante, comprendiendo que esto no podía convenirle bajo ningún punto de vista.
Si los que venían como inmigrantes adquirían posición y fortuna en poco tiempo ¿qué no sucedería con los que llegaban cómo pasajeros y aparentando desde su llegada un capital de dinero y de posición?
Pero entónces los pasajes de Europa eran mucho más caros, y su importe allí era de dificil adquisición para un hombre que, como Lanza, nada tenía ni nada valía en su ciudad natal.
El no tenía oficio, ni sabía hacer nada más que gastar dinero, y con esto en Europa no se consigue sinó miseria y hambre.
Carlo, lleno de fé en el éxito de su empresa, vió á su familia para que le proporcionase el dinero que necesitaba, explicándole su idea y prometiendo devolvérselo multiplicado al poco tiempo.
Pero aquí halló su primer tropiezo.
En primer lugar, su familia no tenía de donde sacar la suma que necesitaba, y en segundo lugar no quería consentir que un calavera del calibro de Carlo viniese á América, donde sabe Dios la suerte que le deparaba el destino.
¿Qué podía hacer en América un jóven sin oficio, que no sabía trabajar y cuyas inclinaciones de holganza eran tan conocidas?
Morir en la miseria sin ninguna clase de amparo, puesto que en América no tenía ninguna clase de parientes ni de conocidos siquiera.
Por todas estas razones la familia negó á Carlo no sólo las remesas que éste le pedía y que no tenía de donde sacar, ella que vivía con lo necesario, sino que le negó redondamente su consentimiento, declarándole que no quería que se moviera de Biella.
—Cambia de conducta, le decía, cambia de conducta y asienta el juicio; trabaja un poco aquí, demostrando que eres capaz de hacerlo y te daremos todo cuanto necesites para el viaje.
Carlo Lanza no se descorazonó por esto.
Se había resuelto venir á América á toda costa y estaba decidido á hacerlo de todos modos, aun viniéndose como inmigrante en último caso, sino podía reunir la suma necesaria.
Pero su gran idea era reunirla, consecuente con su pensamiento de la importancia que tendría para su porvenir el simple hecho de venirse como pasajero.
Carlo Lanza no descansó desde entónces, pensando en el medio que emplearía para hacerse del dinero necesario, pero no pudo hallarlo por más que aguzó su inventiva siempre fecunda.
Pidió prestado á sus amigos, pero era una suma muy grande para que los amigos la tuvieran, y aún en el caso de tenerla para prestarla á un calavera como Lanza.
Luego había el temor de que el viaje á América no fuese más que un pretexto para hacerse de dinero y triunfarlo en alguna jugada ú otra calaverada por el estilo.
Carlo Lanza se convenció en fin que en Biella no se haría nunca de los recursos que necesitaba, y el tiempo pasaba para él con una lentitud aterradora.
A fuerza de pensar y pensar, Lanza creyó de haber resuelto el problema.
De todos modos para embarcarse con rumbo á América necesitaba irse á Génova.
—Pues me iré allí, pensó, nadie me conoce y tal vez encuentre lo que aquí me niegan.
Es preciso que yo vaya á América y que vaya como pasajero; no hay remedio: los resultados al fin me darán la razón.
Juntando los pocos recursos que tenía y vendiendo algunas alhajitas que se habían salvado de sus calaveradas, Carlo juntó unos tres marengos, con los que una buena noche desapareció de su casa y de Biella, sin dejar el menor escrito que tranquilizase á su familia y explicase su ausencia y el punto adonde se dirigía.
En vano fueron todas las pesquisas, inútiles las preguntas que dirigiéron á los jóvenes que con él se juntaban, nadie sabía lo que había sido de Carlo Lanza.
Felizmente no había ningún motivo de alarma, porque no podía pensarse en suicidio ni en cosa parecida.
Desde el primer momento y viendo que no podía obtenerse ninguna noticia, supusieron que la ausencia de Lanza se relacionaba con su viaje á América, y aunque sumamente afligidos se encontró más prudente resignarse á la determinación que había adoptado el jóven calavera.
Carlo Lanza entre tanto se había ido á Génova, donde desconocido, le sería fácil tal vez conseguir lo que buscaba.
Allí empezó por buscar colocación como sirviente de algún joven rico, lo que no le fué difícil hallar.
Como era natural, un servidor de aquella sutileza tenía que hacerse imprescindible para un jóven de mundo, y esto sucedió con Lanza.
¿Qué podía desear su jóven patrón que Lanza no se apresurase á complacerlo con rara delicadeza?
Al cabo de todo, él trataba de adivinarle el pensamiento, presentándole las cosas ántes que se le ocurriese pedirlas.
Lanza era su servidor de confianza, y más que servidor su secretario, al extremo que cuando salía á sus aventuras amorosas, era Carlo Lanza quien guiaba la volanta.
En gratificaciones y regalos, á los dos meses Carlo Lanza tenía no sólo la suma necesaria sino que se había hecho una provisión de buena ropa.
Ya no le faltaba sinó hacerse á la mar, con cierto recato para que su patrón no entrara en sospechas, y por no perderlo le estorbase el viaje.
Lanza mató los dos pájaros que necesitaba, con un habilísimo tiro.
Manifestó á su patrón que necesitaba remitir doscientos francos á su familia y que esperaba no sólo que le adelantase esta suma, sinó que le diese una licencia de cuatro ó seis días, para llevarla él mismo.
El patrón no tuvo inconveniente en acordar ambas cosas, y así Carlo Lanza tuvo tiempo y dinero de sobra para realizar aquel viaje que constituía su bello ideal.
Y como él había hecho su operación la víspera de la salida del paquete, al siguiente día tomaba pasaje y se embarcaba en el último momento.
¡Qué mundo inmenso llenaba la fantasía de Carlo Lanza en aquel momento del embarco!
¡El en América, realizando su sueño dorado de inmensas riquezas!
Aquella imaginación febril y activa se trazaba los mayores planes de riquezas, los negocios más fabulosos y enredados, cuyo resultado era siempre una fortuna inmensa y una posición espectable y fabulosa.
Sus condiciones de pasajero de primera clase y su buen físico vestido con buenas ropas, le granjearon desde el primer momento la consideración del capitán y de los empleados del vapor, que no vieron en él más que lo que él quiso decirles: un jóven rico que hacía un viaje de placer por América.
Lanza empezó á tomar á bordo lenguas de lo que era la América, hallando plenamente comprobados los datos que anteriormente había recogido.
Había á bordo pasajeros que ya habían estado en Buenos Aires, que se habían enriquecido aquí, y que habían ido á dar un paseo por Italia.
A éstos se prendió Carlo Lanza como sanguijuela, averiguandoles que clase de negocios había aquí y cuales eran los más productivos.
Las casas de giros y de remisión de dinero eran las que más llamaban su atención, golpeando su fantasía y despertando mil diversos proyectos.
Pero esto sería más adelante, pues tendría que estudiar su organización, su modo de operar y la manera de atraerse una numerosa clientela.
Esto era preciso resolverlo sobre el terreno, estudiando bien el teatro de sus operaciones y la clase de gente con que tendría que luchar.
Lo que sentía Lanza profundamente era la escasez de dinero, pues aunque él contaba con trabajar desde el primer día de su llegada, apenas tenía el dinero que calculaba suficiente para vivir un mes, conservando el tono del rango que quería representar.
Respecto á los demás negocios no les hacía el honor ni siquiera de detenerse á pensar en ellos.
¿Qué le importaba que en almacenes y fondines se hiciese gran negocio, si sus proyectos estaban basados en las grandes empresas y en las casas bancarias?
El idioma nunca sería un inconveniente, puesto que aquí había mucha población italiana y sería con ella con la que él debía entenderse.
Se manejaría con italianos, puesto que aquí la colonia italiana era inmensa, hasta que aprendiese el idioma y demás cosas necesarias á los grandes proyectos que tenía ya en estado de gestación.
Viendo la riqueza y los aires de capitalista paseante que traía el jóven, sus informadores se entretenían en meterle cada macanazo más grande que el mismo vapor que los conducía.
Y él tragaba todo, no sospechando ni por un momento que todo aquello pudiera ser una broma.
—Los americanos son una especie de salvajes á medio civilizar, le decían, sin malicia alguna y con una gran facilidad para soltar el dinero.
No hay más que ganarles un poco el lado de la confianza y todo está hecho.
Jamás se preocupan de averiguar quien es uno y de donde viene, ni cuales son sus pensamientos para lo futuro.
Creen sencillamente lo que uno quiere contarles y se acabó.
Y cuando se tiene un físico como el suyo y es uno un hombre jóven y de buena familia, hasta se puede casar con una americana millonaria, como ha sucedido ya con una infinidad le extranjeros que podriamos contar á usted por los dedos.
Lanza tragaba todo esto con una facilidad estupenda, no dudando un segundo que todo fuera la más acabada verdad.
Y para hacerlos hablar y para mantener el rango que él mismo se había dado, no trepidaba en pagar sendas botellas de vino, lo que disminuía poderosamente su capital.
—La América tiene entrañas de oro, pensaba, poco me importa llegar allí sin un medio, puesto que el crédito es tan fácil de adquirir.
Se inventa cualquier patraña de pérdida de equipaje, y se sale airoso del mal paso durante el tiempo necesario para empezar los negocios.
Las más fuertes casas italianas estaban apuntadas en la cartera del jóven, pensando que en ellas hallaría recursos para entenderse en los primeros tiempos.
—Un italiano llega allí como á país italiano, le decían los que le chupaban el vino, porque casi todos los negocios son allí italianos, desde los hoteles hasta los bodegones.
Así el que llega no tropieza con la menor dificultad, aunque no tenga relaciones ni traiga cartas de recomendación.
¡Ya verá usted qué bien se siente tan sólo á la semana de estar allí!
Y como las conversaciones eran largas y Lanza tenía un gran interés en las informaciones que pedía, el vino se bebía en grande, disminuyendo notablemente el capital del jóven, que no recapacitaba en que aquellos recursos eran los únicos con que podía contar positivamente.
El mar había estado tranquilo todo el tiempo, lo que había acentuado más el buen humor de la tripulación y de los inmigrantes que venían también á probar fortuna, aunque en distinto camino que el insigne Lanza.
Así llegaron á Río Janeiro sin haber tenido el menor motivo de disgusto.
Lanza quiso tomar informes sobre este espléndido pedazo de la tierra américana, pero nadie se los supo dar.
A bordo no venía nadie que hubiera estado en la capital brasilera, con excepción del capitán, que sólo la conocía muy por encima y sólo las pocas veces que allí había bajado miéntras su barco cargaba y descargaba.
Sin embargo siempre podía darle una idea general del país.
Allí había más fortunas, más riquezas que en Buenos Aires y por consiguiente mayor facilidad para ganar el dinero.
En poco tiempo un hombre inteligente y emprendedor podía ganarse una gran fortuna.
Pero en Río se respiraba un ambiente de muerte que ni los mismos naturales podían soportar.
La fiebre amarilla reinaba allí todo el año, atacando, como es natural, con mayor facilidad al extranjero que no estaba habituado al veneno de su clima.
—Me gusta el oro, pero no tanto como para desear volverme amarillo yo mismo, pensó Carlo Lanza, rechazando toda idea de bajar en el Brasil.
He venido á América para enriquecerme y no para morir.
Si no, no valía la pena de haber dejado Biella y haberme decidido á emprender tan largo viaje.
Por eso no vienen al Brasil las compañías liricas, decían á Lanza, pues han muerto ya tantos artistas de fiebre amarilla, que ninguno quiere arriesgarse á correr la misma suerte.
Fué tal el terror que causaron estas informaciones á Carlo Lanza, que cuando el capitán le propuso bajar á dar un paseo por la ciudad y regresar á dormir á bordo, no quiso ni acercarse á las escaleras de embarque.
—Estimo mucho mi juventud y mi pellejo, dijo traviesamente, para dejarlo en el camino: no me hablen pues de bajar en donde los puedo perder.
Buenos Aires llenaba por completo su fantasía.
Era de donde tenía mayor abundancia de datos y donde ya había puesto sus puntos para sus grandes negocios y operaciones.
Podía decirse que ya en Buenos Aires tenía también sus relaciones, puesto que todos aquellos pasajeros con quienes había hecho el viaje, eran otros tantos amigos con quienes podía contar en cualquier apuro.
Así se lo habían manifestado ellos mismos dándole sus domicilios.
Pero Lanza no contaba con que todas aquellas ofertas habían sido hechas bajo la base de que él era un hombre de posición y de dinero, que no llegaría á necesitar de ellos otra cosa que informaciones y datos.
Ofertas hechas á bordo y en la travesía de un largo viaje, que el que las hace se mide después mucho para cumplirlas en el caso que le sean reclamadas.
Lanza miró con un placer infinito el momento en que levaron anclas y salieron de Río Janeiro.
Pero riéndose de su miedo y su credulidad, los pasajeros se habían entretenido en hacerle creer que las epidemias de fiebre amarilla venían á bordo mismo, envueltas en las ráfagas de viento que partían de la ciudad.
Durante la navegación de Río á Montevideo, no cesó un momento de tomar sus últimos datos y apuntes, inquiriendo de paso algunos sobre Montevideo, dónde debían permanecer un día.
Lanza quedó tan encantado con lo que decían de la capital oriental, que resolvió bajarse allí á pasar unos días para darse bien cuenta de ello.
Sería además una especie de idea que podría tomar allí de lo que eran allí estos países.
—Es más chico que Buenos Aires, hay ménos comercio y ménos facilidades, pero es una ciudad espléndida.
¡—Y sobre todo una ciudad de mujeres soberbias! añadía el capitán, con ese entusiasmo franco que despierta la belleza magnífica de las damas de Montevideo.
Como á usted nada lo apura, puesto que viene de paseo, añadió el alegre marino, quédese unos quince días en Montevideo, y sabe Dios si no modifica todos sus planes.
¡Dio birbone! exclamó el jóven dejándose entusiasmar fácilmente: pues me quedo en Montevideo á ver cómo pinta la cosa.
Es la misma raza y las mismas costumbres; así podré tomar una idea de lo que es Buenos Aires, porqué por lo que ustedes me dicen, no será más que un Montevideo más grandes y más rico.
Y Carlo Lanza, aunque había tomado su pasaje hasta Buenos Aires, que tendría que comprar después nuevamente, decidió bajar en Montevideo y pasar allí unos quince días.
Así pensaba ponerse al cabo de las costumbres de estos países y sus necesidades sobre todo.
Tal vez en el mismo Montevideo se le ocurriese alguna idea nueva, que fuese su salvación.
Era preciso pensar en el alojamiento por aquellos quince días, pues los gastos de á bordo habían disminuído fuertemente su capital, y no era negocio de quedarse sin un centavo aún antes de llegar á su destino.
No podía preguntar directamente al capitán cual era el hotel más barato, porque eso hubiera sido revelar el pobre estado de sus rentas, así es que se limitó á preguntar los precios de los hoteles en general y su situación.
—Eso no le ha de faltar, pues hay para todos los gustos y para todos los bolsillos, respondió el capitán sin vacilar.
Tiene usted desde el Hotel Oriental que es donde se aloja la gente de copete y donde se paga unos diez francos por día, hasta el Hotel de Washington, cerca del Fuerte, donde se paga una miseria.
Si usted quiere vivir con tono, pero privado de ciertas diversiones y libertades, vaya derecho al Hotel Oriental y aún al de la Paz.
Pero si usted quiere gozar de todas aquellas diversiones inherentes á un hombre soltero, váyase al Washington, y aún á la Universal, situada en la Plaza Independencia, donde se vive en casa de uno mismo, y se paga más que en el Washington, lo que significa un poco más de tono.
Carlo Lanza, que consultaba ante todo las necesidades de su bolsillo, apuntó en un cartón las señas que se le daban del Hotel Washington.
Montevideo, allá en el año 69 y 70, tenía un aspecto bien distinto al de hoy día.
La ciudad nueva recién empezaba á diseñarse entónces; la Casa de Gobierno era aquel antiguo covachón del Fuerte que casi hizo volar con su mina aquel bravo Eduardo Beltran, y no se habían levantado los numerosos edificios que la embellecen hoy.
Montevideo acababa de salir de la revolución de Aparicio, y la ciudad tenía ese aspecto triste y muerto de una ciudad sitiada.
En el Portón, en la Aguada, en la Gallinita y en todas partes existía el rastro de las trincheras y de las balas que habían picado en puertas y paredes.
Los soldados orientales, con esa alegría franca á ellos peculiar, recorrían las calles aún, dando á la ciudad el raro aspecto de un campamento militar.
Aunque la paz se había hecho, aún quedaban los resentimientos caseros de los enemigos que acababan de medir sus armas, y todo se resentía de este estado de cosas.
El aspecto de la ciudad no era pues muy tentador para el extranjero que recién llegaba á América y que no tenía idea de la manera como aquí nos quebramos las costillas durante un mes para después estrecharnos las manos durante veinte ó treinta años, para volver después á rompérnoslas con más fé y con más ganas.
En Montevideo sobre todo, esto era muy frecuente entónces, donde por un quítame allá esas pajas ó por una simple elección de alcalde se pegaban cada paliza espantosa que terminaba siempre en una revolución ó una guerra.
Carlo Lanza había sido impuesto de este modo de ser de los orientales, pero estaba conforme porque el capitán había concluido sus informes diciéndole:
—Ahora acaban de salir de una sacudida gruesa, en la que se les ha acabado la gana de pelear, porque se han arrimado duro y parejo.
Probablemente por un par de años no se moverá en Montevideo una paja en son de guerra, y como de todos modos usted no vá á permanecer más que unos días, poco le importa lo que haya de suceder después.
Montevideo estaba pobre entónces, sumamente pobre.
El gobierno pagaba en notas ó soles, que eran descontados por los prestamistas y usureros con un cincuenta y hasta un sesenta por ciento de pérdida.
Y esto se lograba con mucho trabajo y gastando una gran cantidad de saliva con los usureros, pues estos decían que sabe Dios cuando llegarían á cobrar su dinero.
Así la necesidad de dinero se había hecho sentir fuertemente con gran alegría de los montepieros que vendían su plateja á veces hasta á un ochenta por ciento.
Esta situación fué mirada por Carlo Lanza con una avaricia imponderable.
Con un millón de duros y haberlos empleado en créditos del gobierno, en un año habría levantado una fortuna colosal.
—No importa, pensó, piano piano si va lontano e sano, ya descubriremos vetas mejores.
Lanza enderezó al Hotel Washington, cuyo exterior lo encantó por completo.
Aquel famoso hotel, teatro de más de una aventura grotesca y cómica, estaba situado en un recodo de la ciudad.
Aquello, por la noche era solitario, al extremo de que solo pasaban por allí las personas que al hotel se dirigían en busca de sus más famosas aventuras.
Montevideo no estaba entónces tan desprovisto de diversiones.
Estaba allí el Alcázar en todo su apogeo.
Acababa de debutar la Rosse Marie y allí puede decirse que caía de noche todo Montevideo alegre y bullicioso, que se desparramaba por toda la ciudad, invadiendo las casas donde sé da de cenar.
¡Un Alcázar lírico en América! no se esperaba Lanza semejante espectáculo.
Si el exterior del Hotel Washingtón, por su soledad lo había encantado, no le sucedió lo mismo con su interior.
Aquello era un covachón espantable, en cuyas escaleras temblantes y desportilladas daba tentaciones de sacar el revólver por temor de encontrarse con un Juan Palomo.
Las ratas pasaban por pisos y escaleras dando chillidos, como una invasión de indios: los pisos de las piezas, á consecuencia de sus portillos parecían pedazos robados á nuestro antiguo muelle de pasajeros.
No hay hoy nada comparable al Hotel Washington, de feliz memoria, ni la misma fonda y posada del Descubridor Colón, actual fonda de Pavón.
En honor del precio que se cobraba por la pensión diaria, Carlo Lanza se resolvió á ser cliente de aquella gatera, haciéndose conducir á la pieza que le había sido destinada.
La primera noche la pasó en vela.
El escándalo de aquellas enormes y desesperadas ratas por un lado, y por otro el temor de ver asaltado su alojamiento de un momento á otro, le hicieron pasar la noche sin desnudarse siquiera y sentado sobre su equipaje, que podía muy bien ser objeto de la codicia de algún huésped importuno.
Decididamente esto no es para mí, pensaba, y mañana sigo viaje á Buenos Aires; aquí no voy á poder vivir ni un par de días.
Al otro día temprano, después de asegurarse que su equipaje no corría peligro de ser robado, Carlo Lanza se decidió á salir á dar un paseo y estudiar algo la ciudad y sobre todo sus habitantes.
Y se encontró con que no había tal población italiana como le habían hecho entender al principio.
La población de Montevideo era en su mayoría española, desde la gente de mar que desembarcaba los pasajeros hasta los peones que los conducían á los hoteles respectivos.
No solamente los negocios sino las industrias y las profesiones estaban en manos de españoles.
Españoles eran los médicos, los boticarios, los abogados, los redactores de diarios y hasta en los empleados públicos había gran mayoría de españoles.
Y los mismos Orientales, en contacto con la raza española, le parecían americanos españolizados ó españoles americanizados, lo que era más exacto.
—No entiendo esta raza, pensaba Lanza; me gusta más Buenos Aires, donde todo está en manos de italianos, donde todos nos entendemos y donde no hay que hacer esfuerzos de imaginación para comprender lo que á uno quieren decirle.
Lanza hizo una larga recorrida por la ciudad, sin encontrar un solo italiano que valiera la pena.
Españoles por todas partes y como una excepción, un frances que de cuando en cuando rompía la monotonía del idioma.
Cansado y con un hambre de todos los demonios, Carlo Lanza regresó á la ratonera de Washington, donde la comida le pareció lo menos detestable de todo.
El hombre es un indulgente de primera fuerza, capaz de declarar un manjar al bodrio más nauseabundo del más detestable fondín.
Carlo Lanza devoró cuanto le presentaron por delante, teniendo apenas el tiempo de decir «¡magnífico!» entre plato y plato.
Y comió al extremo de hacer pensar al patrón que si aquel apetito se reproducía todos los días con igual fuerza, tendría que subirle la pensión.
Carlo Lanza volvió á salir á la calle una vez concluído su almuerzo y se fué á pasear por la parte sud de la ciudad, no sacando en limpio nada más de lo que había observado por la mañana.
Lo único que lo encantaba de una manera estupenda, eran las mujeres de Montevideo, aquellas espléndidas mujeres, capaces de trastornar el juicio mejor sentado.
Aquellos ojos llenos de vida y que miran de una manera incomparable, le hacían soltar quinientos «Dio cane» en cada cuadra.
Y el aire gracioso y el cuerpo artístico y bien modelado, le hacían abrir la boca como si hubiera ido á comulgar con una puerta cochera.
Montevideo podía carecer de comercio, de dinero y de italianos.
Pero en cambio tenía mujeres de una belleza estupenda y cuya sola contemplación le compensaba su estadía allí.
Y no era una, ni dos, ni tres.
En cada cuadra hallaba diez ó quince jóvenes que le hacían abrir tamaña boca, y dos ó tres damas de una belleza imponderable.
Carlo Lanza llegó á su cueva después de haber cerrado la noche.
Pero había almorzado de tal manera, que no tenía ganas de comer.
Venía además lleno de los semblantes femeninos que había encontrado en la calle.
Apénas probó la comida, que, como no tenía el hambre de por la mañana, le pareció detestable, y le sirvió más bien de descomponedor de estómago.
Si hubiera comido más, el bálsamo de Fierabrás no hubiera surtido mayor efecto.
Carlo Lanza se vistió con un esmero esquisito aquella noche.
Se puso las mejores piezas de ropa que había traído y se echó á la calle en tono de conquista.
El Alcázar lo arrastró con el encanto de sus francesas y su concurrencia alegre y bulliciosa.
Así conocería la juventud borrascosa y las mujeres de vida alegre, pues ya en el hotel le habían dicho que no iban allí sinó mujeres de vida airada y de fácil aventura.
Carlo Lanza se acomodó en una tertulia de primera fila y se olvidó de Biella, de Italia y del mundo entero.
Rosse Marie en la escena y otras que no eran ménos Rosse ni ménos Marie, diseminadas por las aposentadurías, lo atraían de una manera poderosa.
Jóven, elegante, risueño y paquete, Carlo Lanza tenía que hacer efecto entre aquella gente aventurera, que no veía en él más que un hombre jóven, buen mozo y de dinero.
Lanza se encontraba en su elemento, rodeado de una juventud alegre y de mujeres alcaceras; se frotaba las manos empezando á modificar la opinión que había formado de Montevideo.
Lo único que lamentaba era no tener ninguna relación con quien conversar y tomar datos sobre más de una bella que había flechado.
Pero, ¿á quién iba á dirigirse cuando no hablaba ni una palabra?
Como uno de tantos otarios, á la salida del Alcázar se estuvo viendo desfilar las parejas, hasta que no quedó en el teatro un alma.
Carlo Lanza se dirigió entónces al célebre casino de don Bernardo, situado frente al Alcázar, donde había visto entrar varias parejas.
Y se arrellenó en una mesa, pidiendo también algo para cenar.
La vista de la función y de las damas, le había abierto el apetito de una manera formidable.
Generalmente, á aquel cafecito acudían las mujeres á la pesca de una invitación á cenar, hasta que caía el candidato esperado.
Muy poco tardaron en rodearlo tres ó cuatro de aquellas aventureras, que se sentaron á su mesa sin más preámbulo y pidieron qué cenar.
A Lanza le temblaron las carnes de desesperación.
Aquello era una amenaza formidable á su capital ya notablemente disminuido y amenazando dar fondo.
¿Cómo iba á rehusar aquella invitación forzosa, cuando no había querido otra cosa desde el principio de la noche?
Con heroicidad italiana soportó aquel avance formidable de personas que no habían pensado en otra cosa durante la noche, que en la lista de la cena que álguien les había de pagar.
Pero para Lanza aquello podía ser el pié de relaciones mejores, y era preciso soportar aquel primer golpe en honor de lo que vendría atrás.
Olvidado alfin de todo, hasta del poco consolador estado de sus faltriqueras, Carlo Lanza entabló conversación alegre y decidora, luciendo su conocimiento del mundo y su práctica en aquel género de aventuras.
Aquella relación fué el punto de partida de muchas otras más, y el domicilio de Carlo Lanza, es decir, su covacha del Hotel Washingtón, se volvió lo que hoy se hubiera llamado un atorradero.
Allí iban amigos á todas horas del día y de la noche, amigos que comían y almorzaban sin preguntar jamás al mozo cuánto se debía, y gente de todo pelaje y catadura.
Y el dueño del hotel no decía una palabra, porque harto crédito le merecía un pasajero del aspecto de Lanza, que tenía un equipaje tan bien surtido.
Quince días pasó Carlo Lanza en Montevideo, en cuyos quince días gastó más de quinientos patacones en el hotel, es decir, hizo en el hotel una cuenta de quinientos patacones.
Durante aquellos quince días se convenció que en Montevideo, respecto á negocios, nada se podía hacer, puesto que no había población italiana, que era la veta que él se proponía explotar.
Montevideo no podía ofrecerle otra cosa que unos días de buena diversión.
Así fué que se entregó sin reserva á todo lo que pudiera importar un momento de placer.
Relacionado intimamente con la crema de aquel mundo alegre y bochinchero, ya Lanza no pensó sino en exprimir á la vida todo el jugo posible.
Quebrado por quebrado ya había llegado al último extremo, y lo mismo lo habían de ahorcar por quinientos que por mil duros.
Era cuestión de un poco de maña para sacarle el cuerpo y nada más.
No se había de encontrar en mayores ó menores apuros para salir del pantano.
La cuestión era llegar al fin del mes, porque ántes, el fondero no había de pasarle la cuenta; solemne momento que Lanza esperaba no lo tomaría en Montevideo.
Por su parte el dueño del hotel Washington, no abrigaba la menor desconfianza por un jóven que gastaba de aquella manera; si le hubiera pedido todo el hotel, todo se lo hubiera dado sin la menor reserva.
¿Cómo desconfiar de una persona que vestía con tanta elegancia y cuyo equipaje debía valer una fortuna?
Se le servía con el mayor interés en cuanto pedía y aún se ponía á su disposición un servicio especial para cuando estaba de farra nocturna, lo que sucedía la mayor parte de las noches, en que se retiraba acompañado de amigos de ambos sexos.
Carlo Lanza, decidido á echar la casa por la ventana, casa agena, pues de suyo nada arriesgaba, invitaba á cenar con él á las parejas conocidas que hallaba en el Alcázar, muchas de las cuales tenían que quedarse á dormir también, porqué puestos en la calle no hubieran atinado con la dirección de sus casas, si es que tenían casa aquellos verdaderos atorrantes de la vida.
Alguno que otro de éstos conocía Buenos Ayres y daba los datos que con avidez verdadera recogía Lanza.
Cada día Lanza se convencía más de que su fortuna estaba en Buenos Ayres y que este era el gran país de los países, en cuanto á las especulaciones que él quería emprender.
Su posición era ahora más embarazosa, porqué ni siquiera tenía el dinero que había traido consigo y se vería en figurillas para pasar los primeros tiempos.
—Pero, ¡qué diablo! de ménos nos hizo Dios, pensaba, y de todos modos, en peor situación que la presente, sin un medio y en pais extraño no he de verme nunca.
El 25 de Enero ya Lanza empezó á hacer el plan de la manera más curiosa que podría salir del pantano donde se había metido.
Y recién se le ocurrió dar balance en sus bolsillos palra poder apreciar bien sus fuerzas metálicas.
Solo tenía seis libras esterlinas y un par de pesos fuertes.
El fin del mes se venía encima y junto con el fin del mes la cuenta del hotel y sus amargos tragos.
Aquel mismo día Lanza averiguó cuanto valía un pasage para Buenos Aires, y en qué día salían los vapores.
Pasage y bote pago, le quedarían cinco libras esterlinas para maniobrar en Buenos Aires hasta que hallase colocación momentánea, lo que creía sumamente fácil obtener en una casa de comercio italiana, sobre todo en una casa de giros, para ir tomando los datos que necesitaba y poniéndose al corriente de los negocios.
Pero, ¿como salía de Montevideo?
El hecho material del viaje no era nada, porqué todo quedaba reducido á embarcarse sin decirlo á nadie y así no se enterarían de la cosa.
Es que la cuestión para él era embarcarse con todo su equipage, y esto era lo que Lanza no hallaba el modo de hacer.
En cuanto hubiera intentado mover una paja estaba perdido, porque en el acto en el hotel se habrían apercibido de todo y lo hubieran hecho acogotar por la policía.
He aquí lo que más importaba á Lanza, no por el hecho de caer á la policía, sinó porque esto hubiera sido un golpe de muerte para todos sus proyectos de especulación en el alto comercio.
El no había tenido la precaución de dar en el hotel un nombre falso y esto era lo que más lo mortificaba, porque comprendía que el crédito debía ser la base de todas sus operaciones en lo futuro.
Entre tanto sólo faltaban cinco días para terminar el mes, lo que quería decir que sólo tenía tres días para efectuar su viaje.
Diablo de viaje que tanto le preocupaba.
Después de pensar mil veces en la cosa y volver á pensar á cada momento, se resolvió por fin á perder el equipaje, único medio de verse libre del hotel y de su cuenta.
Lanza tomó pasage el 26 para salir en el vapor del 27, y esa noche armó el trueno del siglo.
Jamás el hotel Washingtón sirvió una cena más suculenta ni más admirablemente rociada.
Los vinos generosos eran generosamente vaciados en el estómago, á la salud de todos los santos, después de haber agotado el número de todos los personajes conocidos.
Carlo Lanza tuvo muy buen cuidado de dejar de beber, cuando sintió colmada la buena medida.
Una indiscreción podía costarle cara, y era preciso tener bien despejada la cabeza para no cometerla.
Así es que troncó cuando sintió llena la medida, sin que hubiera nadie capaz de hacerle beber un trago más.
Las parejas siguiéron bebiendo á la salud de la humanidad y de la divinidad, hasta que fuéron cayendo rendidas por la fuerza magnética de Baco, que á nadie respeta.
Carlo Lanza, seguro de que aquella noche sería recordada con placer íntimo por sus flamantes amigos, se acostó á la madrugada.
Pero á las dos de la tarde estaba ya en pié, perfectamente lavado y peinado, é ideando el medio de llevar consigo la mayor cantidad de efectos posible.
Podía fingir un paseo al campo y llevar en una balija chica su mejor ropa.
Pero le parecía que esto sería hacer entrar en desconfianzas al dueño de casa, lo que no era ni diplomático ni conveniente.
Al fin se resolvió á abandonarlo todo á la buena de Dios, y salvar siquiera dos trages.
Al efecto, se perfumó y vistió como tenía de costumbre, con la sola diferencia que en vez de ponerse una camisa, se puso tres, dos pantalones, dos jaqués y un paltó delgadito.
Envolvió en un papel un par de botines rellenos de medias y pañuelos de mano, paquete de que nadie podía desconfiar pues entrar ó salir con un paquete era cosa habitual en él.
Y sin más bagaje, salió del célebre covachón Washingtón á las cuatro de la tarde.
El vapor salía á las cinco y media, lo que lo dejaba libre una hora y cuarto, pues él no quería embarcarse sinó en el último momento.
Carlo Lanza compró papel y sobres en una libreria y se entró á un café, donde con letra clara y segura escribió la siguiente carta:
«Amigo dueño del hotel Washingtón:
«El individuo que tiene usted alojado como Carlo Lanza, no se llama Carlo Lanza, siendo este un nombre que se ha puesto para entrar á su casa.
«Hoy se ha ido con unos amigos á pasear á la Colonia, de donde no ha de volver hasta el fin del mes.
«Cuando venga haga que le confiese su verdadero nombre, que es Luis Repetto.
«Un amigo».
Con esta carta, Lanza salvaba su propio nombre que era lo que le interesaba.
Cerró la carta, le puso sobre y se fué con ella al correo.
Y cuando ya iban á cerrar el establecimiento, la franqueó y entregó, rogando la incluyeran al día siguiente en el primer reparto.
De este modo quedaba seguro de que la carta en que salvaba su nombre, no llegaría á poder del dueño del hotel hasta después de haber desembarcado él en Buenos Aires.
Lanza hizo tiempo hasta las cinco, paseando las calles, y á esa hora recién se dirijió al muelle, algo asustado, porque había cometido la chambonada de tomar su pasage también á nombre de Carlo Lanza, lo que podía muy bien revelar á la Policia su viaje á Buenos Aires.
Pero ya el barro estaba hecho y no tenía lugar á enmienda, siendo forzoso aguantar las consecuencias que vinieran.
A las cinco y cuarto Carlo Lanza tomó un bote y sin atreverse á mirar atrás se dirijió en él hácia el Rio de la Plata, que había hecho ya su primera señal de partida.
El bote cortaba con gran rapidez las tranquilas aguas del mar, que aquel día estaba tranquilo como nunca, y á Lanza le parecía sin embargo que iban á paso de carreta de bueyes.
Al fin y cuando el vapor daba la segunda pitada, Lanza subía á bordo, precisamente al mismo tiempo que subía la visita de la capitanía.
Tal fué el susto de Lanza al encontrarse con la autoridad marítima, que las carnes le temblaron como si fueran á des prendérsele de los huesos.
Preguntó inmediatamente por el comisario de á bordo, á quien exhibió su boleto de pasage, reclamándole el camarote correspondiente, porque tenía un dolor de cabeza espantoso y quería recostarse.
Es que Lanza quería evitar que fuera á notarse la cargazón de ropa que tenía encima, que podía dar á sospechar algo de su persona.
El comisario señaló á Lanza un camarote, donde este entró á gran prisa, siendo su primera operación desnudarse, quitándose la ropa que llevaba de más, y quedando en un traje más liviano y elegante.
Si el oficial de visita traía alguna órden de demorarle el viaje y bajarlo á tierra, Lanza estaba perdido, pero resuelto á afrontar la situación.
De todos modos tenía siempre el derecho de decir que iba á Buenos Aires y volvía inmediatamente, dejando en el hotel y en efectos de su uso, algo más de lo que importaba su cuenta.
Pero entónces su carta dirigida al dueño del hotel en su nombre venía á ser su perdición, aunque siempre le hubiera quedado el derecho de alegar que era una broma.
De todos modos hubiera quedado perdido, pues tarde ó temprano se hubiera averiguado que no era más que un aventurero, sin medios de vida conocidos.
El cuarto de hora que pasó la visita á bordo, fué el cuarto de hora más amargo que pasó en toda su vida.
Recién cuando sintió que el vapor levaba anclas dando su tercer pitada, Carlo Lanza suspiró con entera libertad, pues calculó que la visita de la capitanía se había ido.
Cuando el vapor concluyó su maniobra de virar etc., y se puso en marcha, había ya oscurecido, y fué recién entónces que Carlo Lanza se atrevió á salir del camarote á respirar el aire libre.
Ya no tenía que temer; al día siguiente se hallaría en Buenos Aires y el dueño del hotel se quedaría esperando al supuesto Lanza hasta fin de mes, en cuyo tiempo recién se pondría á hacer diligencias para averiguar el paradero de Luis Repetto, el defraudador de sus comestibles y bebidas.
Nadie había sospechado la salida de Carlo Lanza de Montevideo.
Los flamantes amigos, y sus amigos habituales extrañaron de no verlo aparecer en su tertulia del Alcázar, y sospecháron que estaría entretenido en alguna aventura amorosa.
Pero en vano lo esperaron durante la función y un buen rato en el café de enfrente; Carlo Lanza no apareció.
—¿No se habrá enfermado ese cachafaz? preguntó entónces uno de los que esperaban.
La cena de anoche fué muy borrascosa, fué horriblemente borrascosa y no sería extraño que estuviera enfermo.
Se hizo la moción de ir á su casa, y aprobada por unanimidad, todos se dirigieron al hotel Washingtón.
La salud de su amigo Lanza importaba la salud de los bifes con papas y otros buenos platos, siendo preciso no descuidar al uno para conservar los otros.
Todos salieron del casino y enderezaron al hotel Washingtón donde llamáron como acostumbraba á hacerlo Lanza.
El mozo, que esperaba como siempre, abrió la puerta, y sin fijarse en quienes entraban, dejó pasar á todos y se fué á enceder luz.
Los amigos y amigas se largaron al cuarto de Carlo, miéntras el mozo, habituado á aquellas borrascas, preparaba todo lo concerniente á la cena.
Lanza tenía todo el aspecto de dar buena propina á fin de mes, y era preciso tenerlo contento para que la aflojara en buena cantidad.
Los visitantes quedaron sorprendidos al no hallar allí al visitado.
La cama estaba intacta y no había que pensar ni un momento en ninguna clase de enfermedad.
Preguntaron entónces al mozo y este quedó tan sorprendido como ellos mismos.
—Salió esta tarde, dijo, y aún no ha vuelto.
¡Oh! el señor es muy amigo de los buenos momentos y no es extraño que ande en algún paseo ó aventura.
Ya volverá, tal vez de un momento á otro ande por aquí.