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«El asesinato de Álvarez» (1896) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez que narra los acontecimientos previos al asesinato de Francisco Álvarez, un terrible suceso que conmovió a la sociedad argentina de entonces, y la investigación policial posterior.
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Seitenzahl: 446
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Eduardo Gutiérrez
LOS GRANDES CRÍMENES
Saga
El asesinato de Álvarez
Copyright © 1896, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726642124
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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EL ASESINATO DE ALVAREZ
Los grandes crímenes policiales de que ha sido teatro Buenos Aires, de cincuenta años á esta parte permanecen ignorados aún, aunqne muchos de ellos, como aquel cuya narración emprendemos hoy han conmovido profundamente la sociedad argentina por la clase de personas que en él han figurado y, por lo terriblemente trájico del suceso.
La prensa de entonces, sin los recursos y las necesidades que tiene hoy, no se ocupaba de las crónicas policiales, y los crímenes se conocían por la narración que se hacían unos á los otros, en una sociedad reducida como era la de entonces.
Era necesario que un crímen revistiera toda la magnitud del que nos ocupa, para que la Policía saliera de su habitual marasmo, acosada por la sociedad que lo comentaba, y le exigía aquella actitud reparadora.
La criminalidad en Buenos Aires no había ofrecido nunca un carácter alarmante, y la autoridad policial no tenia ni la mas remota idea de los crímenes que vinieron mas tarde á conmover tan hondamente aquella sociedad inocente que ni siquiera tenía idea del mal.
El dinero se ganaba con gran facilidad, la vida era barata y sus necesidades insensibles casi.
Los alicientes del crímen eran menores y nuestras playas no habian ofrecido aún su puerta francamente abierta á los presidios de la Europa.
Los robos cometidos se reducían á pequeñas rateriás y los crímenes no pasaban de alguna puñalada cambiada entre dos compadres á la puerta de alguna esquina.
Así es que el asesinato de Alvarez vino á conmover la población de una manera terrible, no solo por lo dramático y feroz del crimen mismo, cuanto porqué sus autores eran jóvenes pertenecientes á la primera sociedad y á las primeras familias.
De este crímen relacionado á otros muchos como del fin trájico de sus autores, solo queda él recuerdo en la memoria de los contemporáneos, ancianos ya, y el sumario que duerme entre el polvo de los archivos del Juzgado del crímen.
Solo uno de los hombres que en él estuvieron envueltos, vive aún, ó se supone que debe vivir.
Los hombres jóvenes y la generación presente, conocen el hecho, por la relación vaga que han oido, pero sin el menor detalle, sin el menor antecedente que aclare el misterio de aquella infamia.
Así han pasado de narración en narración, siempre adulterada y con mayores ó menores inexactitudes, los hechos sangrientos que forman la historia policial de aquellos tiempos hasta hace muy pocos años, que la prensa empezó á tratarlos en lugar preferente.
Se sabe que hubo un proceso de Clorinda Sarracan, de una Rivadavia, del asesinato de Alvarez, de Fiorini etc., etc., pero nada mas.
Se cuenta el crímen desnudo.
Pero las causas, los móviles, los accidentes fuertemente dramáticos de que están rodeados, no se tiene de ellos la menor noticia ní el menor dato.
Nosotros hemos arrancado al polvo de los archivos y á la memoria de los contemporáneos, todo lo que se relaciona al mas dramático y conmovedor de todos ellos: el asesinato de Francisco Alvarez.
Estamos seguros que su narración despertará el mayor interés entre los lectores de este libro, como conmovió á la sociedad de aquella época.
Garantimos la mas estricta exactitud en la narración que emprendemos.
Hace cosa de veinticinco años, los dos estudiantes mas traviesos de la Universidad de Buenos Aires, hicieron sociedad para sacarle hasta la última gota de jugo á la próxima vacación.
Con quince años en el espíritu, un cajon de cigarros paraguayos y dos camisas en la balija; un par de cien pesos en el bolsillo y todo el buen humor de aquella edad inolvidable, mis dos estudiantes se creian un par de potentados comparables solo á un Creso ó á un Anchorena, sinónimo entonces de colosal fortuna. Famosos é interminables proyectos de paseos y parrandas, saltaban á cada momento como cabritos, por el majín de los dos estudiantes.
Uno proyectaba irse á Montevideo á deslumbrar la sociedad oriental, mientras el otro se conformaba á meterse en una estancia amiga y pasar un par de meses de vida criolla y sobona haciendo y recordando todo lo que no fuera abrir un libro ó pensar en la clase de latin que dictaba lápiz en ristre, el inmorta! Lársen.
Tanto se habían apurado para el exámen aquellos dos pebetes, que habian agarrado la más morruda indigestión de latines y filosofias que se haya alojado en estómago humano y estudiantil.
Después de comer una tarde en el jardin de don José, y echando las últimas humadas á un pucho de paraguayo, los dos estudiantes recorrieron plácidamente todos los proyectos formados, para poner en ejecución el más tentador de todos.
—Voto por el viaje á Montevideo, dijo Juan Chas saing, que era uno de ellos, sumamente fantástico y amigo de todo lo raro y de dificil realización.
—Pues sea el viaje á Montevídeo, contestó Ricardo Gutierrez, que era el otro estudiante, su inseparable amigo.
—Sí, pero no hemos de hacer el viaje asi no mas enbarcándonos en Buenos Aires y desembarcando en Montevideo, como cualquier viviente.
—¿Y como diablos quieres que vamos?
—De una manera mas divertida y barata.
Podemos irnos de aqui á la Colonia, en cualquiera de los buquecitos que hacen la carrera, y de la Colonia nos soltamos á pié hasta Montevideo.
Te aseguro que el viaje es mucho más entretenido y sobre todo mas barato.
Verás como nos vamos á divertir!
—Pues vámonos como quieras, aunque sea sobre el lomo del diablo.
La cosa me seduce y no hay más que hablar.
Dieron su última chupada al paraguayo cuya brasa chilló al llegar á la parte mojada del pucho y salíeron del jardin mas alegres que Arzobispos en dia de fin de mes.
Las mas descalabradas diabluras se revolvieron en aquellos majines infernales, mientras se quemaban los dedos por no soltar el pucho.
Habían aumentado con otros doscientos pesos por barba la vaca para el paseo y sus largos pescuezos se estiraban con una travesura infinita al fingir el aire más acentuado de dos capitalistas aburridos de la vida.
Al dia siguiente hacían sus preparativos de via je para el que debían realizar esa misma tarde, preparativos que consistían en untar un poco de tinta en las peladuras de los botines, y afilar y sacar punta á dos cuchillos de postre, robados la noche anterior á la familia, elemento indispensable para la travesía á pié.
Lo que es la carne ya sabian que no podía faltarles, pero sabían tambien que en el campo el que no lleva cuchillo tiene que comer á dedo pelados y mordiscón limpio.
Cada cual preparó su balija, que consistía en un rollo de diarios donde iban las camisas y los cigarros, y sin otro equipaje dieron un beso á las buenas madres y emprendieron el extraño viaje.
Tan entusiasmados iban, que ni siquiera se acordaron de hacer la última pasada á su muchacha respectiva y la última sacada de lengua á la vieja cancerbero.
No pensaban más que en el viaje, en las aventuras del camino, y sobre todo en la vida de fondin que se regalarían en Montevideo.
Oh! el tufo de uno de aquellos carneros con patatas ó de un bacalao á la Valenciana los atraía como el iman.
Por eso es que sus mas graves conciliábulos tenían lugar en el fondín de don José, á donde concurrían todos los fines de mes, ó cada vez que el bolsillo escuálido alimentaba entre sus enormes costurones la fabulosa existencia de un papel de á veinte.
Oh! veinte pesos, la posesión de veinte pesos y la perspectiva de una comida de fondin, les hacía bailar los intestinos como al contacto de una pila de Volta.
Oh! tiempos felices, en que un poco de pan y una caja de sardinas, constituían una cena digna de un magnate!
Mis dos estudiantes se metieron en un buque de vela y en el buen humor del Capitan, que en semejante compañía pasó la noche mas salada de su vida, obsequiándolos con un salpicon de chuparse no solo los dedos, pero hasta de lamer los platos y aún la fuente.
Desembarcados en la Colonia, se metieron en un fondín, donde echaron un buen sueño, pues habían pasado la noche de claro en claro, de jarana con el Capitan.
Después que hubieron almorzado un descomunal plato de puchero y otro de guisote, emprendieron su viaje á pié, munidos de todas las señas necesarias para no equivocar el camino.
En vano el fondero les hizo mil reflexiones sobre los peligros de aquel viaje sobre todo durante la noche.
Estos eran otros tantos alicientes para Juan Chassaing, cuyo carácter tan vigorosamente acentuado le hacía abrigar el mayor desprecio por todos los peligros de la vida.
Además, cuando se tiene quince años, no hay peligro que tenga el poder suficiente á detenernos el pie, ó hacernos cambiar el camino que nos lleva á una aventura, por peluda que sea.
Entonces se escucha con asombro y sin comprenderla esta frase: «tengo miedo», y se siente como cosquillas ante un rostro pálido y tembloroso por el espanto.
Después de dejar en las paredes de la pieza que les había servido de aposento el mas zafado par de letreros, salieron de la fonda riendo, al pensar en las grandes iras que al leerlos sentiría el fondero.
Así caminaron con diferentes descansos ó disparadas, hasta que llegaron á las Higueritas con una hambre de todos los demonios y un sueño de todos los frailes á la hora de la siesta.
—Un fondín, gritó Chassaing—confieso que vendería, mi primogenitura no por un plato de lentejas, pero sí por la seña de un fondín.
—No tengas cuidado que no hemos de tardar en tropezar con alguno.
Aquí, por lo menos, deben haber postas donde mudan las diligencias, que nos servirán para alquilar un matungo, porque ya esto es mucho caminar.
Vamos no mas que me parece, Dios me perdone, que tomo olor á fonda y hasta siento el tufo de algun guisote con ajos.
Los dos compañeros siguieron caminando y chacoteando, hasta que un viviente que caminaba en sentido opuesto, les dió las señas de la única fonda que por allí había.
Ya se podrá figurar el lector lo que era ahora veinticinco años el camino de la Colonia á Montevideo.
El único paraje poblado era las Higueritas, y esto porqué allí era posta de galeras, donde había una especie de almacen, fonda y salamanca, como los que se ven aun en nuestra campaña, entre los pueblos lejanos de la vía férrea.
A aquella fonda, posada, etc., enderezaron mis dos estudiantes locos de hambre y de cansancio.
Aquello era un maremagnum capáz de aterrar á cualquier pareja que no hubiera sido la de mis dos estudiantes.
A la izquierda estaba la gran pulpería y tienda, con su tradicional rejilla de fierro, para despachar la caña con limonada al paisanaje barullero que suele terminar sus convidadas, haciendo volar vasos y botellas por las narices del pulpero.
No hay pulpería de campaña sin este requisito y salvador para la vida del pulpero. A la derecha dividida de la pulpería, había una gran pieza, que era el comedor comun á todos y donde había una larga mesa de pino que fué blanco en su juventud, flanqueada por un par de mesas más chicas destinadas á la crema de los viajeros.
Los banquitos de tres piés que había delante de las mesas, inválidas y aperreadísimas, acusaban la série de tremolinas y descomunales batallas de que había sido teatro aquel comedor cuyas paredes estaban llenas de tajos y marcas lastimosamente pintadas á punta de facon.
—Me parece que este es un tujurio infernal, dijo Chassaing, de donde será milagro salir sin alguna aventura sobre las costillas.
Me gusta mucho este porque ya nuestro viaje se hacía monótono.
—Por lo pronto tenemos aquí comida y algun catre donde estirar los huesos, repuso Gutierrez.
Ahora lo que conviene es poner á buen recaudo la plata y apretarnos el bonete en cuanto hayamos descansado.
La cara jovial de Chassaing se iluminó al dejar ver entre una sonrisa, aquellos dos colmillos montados que daban á su fisonomia inteligente una expresión mefistofélica.
Había vislumbrado una aventura que podia ser dramática y se sentía feliz.
Entraron al fondín y pidieron que comer primero y un catre en seguida, bueno ó malo, donde reposar la asendereada humanidad.
Aquella no era hora de llegada de galera, ni había á la puerta vehículo ó caballo alguno que acusara la presencia de viajeros.
El dueño de aquel fondín, que era un genovés franco y bonachón, miró alegremente el semblante travieso de los dos estudiantes, su raro equipaje y sonrió creyendo sin duda explicarse la presencia allí de los dos jóvenes.
—Ustedes no son de aquí, les dijo, y me parece que de Montevideo tampoco.
¿De donde diablos vienen y en qué hacen el viaje?
—No se trata de eso, amigo mío, sinó de saber si hay aquí donde comer y donde dormir, replicó Chassaing: lo demás será para más tarde.
Sí que hay, y de lo fino, replicó á su vez el buen genovés.
Pero á mi no me la pasan; ó ustedes se han escapado del colegio ó de la casa de la familia.
—¿Y por qué usted cree eso?
—Cristo! porque ustedes no tienen facha de pobres y no se viaja así á pie y con un paquete por todo equipaje sino por estas dos razones:
O porqué no se puede pagar ó porqué se huye, y á su edad y con sus caras, no se huye sino por travesura.
Mucho rieron los dos estudiantes de la penetración de aquel buen fondero, quien empezó á obsequiarlos con la más salada historia de la tierra, para explicar su penetración.
—Aceptamos el cuento; dijeron los estudiantes, á condición de que se ha de referir mientras se nos prepara la comida, porque los silbidos de las tripas no permiten escuchar bien.
—Altro que comida, repuso el genovés: se van á pegar un atracon que les vá á durar una semana.
Mis dos estudiantes escucharon la historia del fondero, mientras éste les acomodaba sobre una de las mesas chicas un par de cajas de sardinas y un metro de asado al asador al que acometieron los dos amigos con sus cuchillitos de postre convertidos en puñal.
La última costilla de asado volaba por el aire más limpia y blanca que papel de oficio, cuando el fondero llegaba á la parte mas famosa de su historia interminable.
Alegres y decidores lo que habían llenado las tripas, los estudiantes protestaron energicamente contra la continuación de la historia.
—Pulpero maldecido! gritó Gutierrez en su tono mas alegre—te prohibimos terminantemente pronunciar una palabra más, hasta que no nos muestres el catre bienhechor donde hemos de reposar los matambres.
— Genovés descomunal! agregó Chassaing después de imitar un gran relincho.
Si hablas una alabra mas que no sea esta: ya están los catres te vamos á comer crudo!
Una larga y franca carcajada fué la contestación del genovés pulpero, que diciendo «un minuto» desapareció dol comedor en tres brincos.
Los estudiantes quedaron haciendo sus reflexiones sobre aquel pulpero original y mirando á un grupo de cuatro compadrones que se habian apoderado de la gran mesa sobre la que daban grandes golpes de rebenque gritando:
—A ver si viene ese gringo de porquería á atender á los marchantes!
—Me sospecho que no vá á tardar en armarse una de todos los diablos, dijo Chassaing—aquí nos vamos á divertir en toda regla!
A los repetidos golpes de los compadrones acudió el pulpero, que fué recibido con sendas manifestaciones campestres, que no son para contarlas aqui.
—Traiganos un puchero, canejo, ó le comemos la mesa!
—Al momento, al momento, replicó el genovés sin alterarse, habituado sin duda á aquellas manifestaciones.
Y acercándose á los estudiantes, les avisó que estaban los catres, que podían seguirlo.
Ambos se pusieron de pié y siguieron al fondero, que los llevó á un galpon donde había varios catres.
Dos de ellos se hallaban esmeradamente tendidos con un par de ponchos lastimosos, que constituian todas las cobijas.
Es verdad que hacía un calor de horno, y que ni aquellos mismos eran necesarios.
Solamente á los quince años y rendido por una fatiga enorme se podía aceptar aquellas camas, sobre cuyos largueros ennegrecidos se veían las sendas abiertas por el continuo viajar de las chinches.
Sin embargo, por asendereados y rendidos que estuvieran los dos estudiantes no se resolvieron á ser sangrados en plena salud, y decidieron bajar los ponchos y hacer cama en el suelo, mas duro, pero menos habitado que los catres.
Los huesos sufrían un poco mas, dijeron, pero la carne reposará tambien un poco mas, libre de toda chinche y pulga.
Y pensando en el viaje que seguirían al día siguiente enhorquetados en algun matungo que pudieron alquilar, se quedaron profundamente dormidos, con las manos metidas en el bolsillo donde iba la fortuna común, porqué el fondero parecía el hombre mas honrado de este mundo, pero no podía decirse lo mismo de sus parroquianos, entre los que había aves de todo pelaje y de todo vicio.
Cuanto tiempo durmieron los estudiantes, no lo supieron ellos mismos.
Y sabe Dios hasta cuando hubiera durado aquel sueño, si no los despierta la mano cariñosa del fondero, quien les anunciaba que era ya de noche y que si no se levantaban no tendrían que comer.
Después de cerciorarse que el dinero estaba en el bolsillo, se levantaron perezosamente y volvieron al comedor, donde se sentia un bochinche de todos los demonios.
Eran los peones y mayoral de la galera que allí habian de hacer noche y que engullian un guisote de primera fuerza.
Los estudiantes montaron á caballo sobre sus bancos respectivos y empezaron á comer, con el mejor apetito y humor de este mundo.
Estasiados estaban en la contemplación del cuadro que les ofrecia la gran mesa, cuando fueron sorprendidos por un ruido inesperado allí, que les prometia una alegre noche.
Era el chocar contínuo de las bolas de un billar.
—Olá amigo, preguntó Chassaing—parece que tenemos billar.
—De todo un poco hay aqui—es preciso tener con que matar las noches que son por aquí medio aburridas.
—Pues ya tenemos donde matar la nuestra repuso Chassaing.
Y concluida la cena y encendido el sempiterno cigarro paraguayo, pasaron al salon de billar.
Era este una pieza de techo de paja, como el resto del edificio.
Allí no habia mas que una mesa de billar añeja, carcomida por los años de largo y eterno servicio, con su correspondiente taquera y contador.
En los ángulos de aquel titulado salon de billar había tres mesitas, por el estilo de las del comedor, que servían para asiento y comodidad de los mirones.
Los dos estudiantes tomaron asiento en una de estas mesitas y pidieron un café.
En aquel momento cuatro compadrones de la peor estampa y catadura jugaban una partida de palos, cuya cuenta llevaba, taco en mano, otro individuo del mismo pelaje, á quien los cuatro jugadores llamaban Pedrito.
En el ángulo opuesto á aquel en que se habían colocado los dos estudiantes, había un hombre de cierta edad que tomaba tranquilamente una taza de café, mirando la partida.
Perdido entre las sombras que proyectaba el quinqué de aceite colocado sobre la mesa del billar, nuestros dos estudiantes poco se pararon en él fijando su atencion en los jugadores y el contador.
Estos habían visto entrar á los estudiantes pero como eran dos mocitos, se encojieron de hombros y siguieron su partida.
Tanto los jugadores como el llamado Pedrito, tenían un tipo siniestro y catadura poco tranquilizadora.
En mangas de camisa para jugar con mayor co modidad, dejaban ver en sus cinturas enormes facones.
Los hombros estaban cubiertos por largas y gruesas cabelleras que servían de marco á sus fisonomías duras, donde los rasgos del vino y del vicio habían dejado profundas huellas.
Estas fisonomias estaban sombreadas y medio ocultas por la sombra del sombrero echado sobre los ojos.
—Es imposible que aquí no presenciemos alguna aventura famosa dijo Chassaing, y se acomodó plácidamente como si estuviera seguro de que allí iba á suceder algo que estuviera en relación con el fondin y los jugadores.
—Este pícaro de Pedrito, dijo entonces uno de ellos, es un pillo tramposo á quien tarde ó temprano vá á ser preciso escarmentar.
Y miró á Pedrito con un ademan agresivo.
—¿Y porqué decís eso? preguntó ésto encarándose con el jugador.
¿Qué trampas puedo hacer yo, que no estoy jugando?
—Estás tanteando falso, añadió el jugador, cada vez mas amenazante.
Hace un rato que por mas palos que hago mi cuenta no avanza, y esto ya es inaguantable.
—Oh! no seas zonzo, concluyó Pedrito—yo tanteo bien y si su cuenta avanza poco es porque mas palos hacen los contrarios.
Avisa si estás caliente!
El jugador calló—le tocaba jugar en ese momento y no podia atender á Pedrito.
Este se encogió de hombros y siguió marcando los tantos como si nada se hubiera dicho.
—¿No te digo que aquí nos vamos á entretener? dijo Chassaing á Gutierrez en voz baja.
El tal Pedrito me parece un peine de primera fuerza y no van á tardar en armar una tremolina de todos los diablos.
—Mucho me temo que la tremolina asuma todo el carácter de una batalla, replicó Gutierrez, y como su amigo, se arrellenó para contemplar la aventura cómodamente.
Concluida la bolada, el jugador que había interpelado antes á Pedrito, se le paró por delante diciéndole ya de una manera amenazadora:
—Estás haciendo trampas y esto no se puede aguantar ya.
No solo no nos apuntas los tantos que hacemos, sino que le apuntas de mas á los otros.
Pedrito era uno de aquellos compadritos de cara zafrada y brava.
Los otros eran tipos de mas foragidos, mas grandes y corpulentos, pero esto no parecia intimidarlo en manera alguna.
Así, taco en mano, se presentó delante del jugador y con una insolencia más agresiva aún, replicó:
—El tramposo no soy yo sino ustedes que pretenden sin duda que yo les apunto demás y que con mi taco les haya ganado la partida.
Esto no lo han de lograr aunque se lamban!
—Y en cuanto á las amenazas pueden irlas guardando porque no me importan ni esto.
E hizo sonar entre los dientes la uña del dedo pulgar.
—Eso nó, contestó otro de los jugadores, porque si yo te agarro no te queda tripa sana.
Este compadrón tenía una larga cicatriz sobre el ojo derecho, que le daba una expresión feróz.
—He dicho que me río de todas las amenazas y que á nadie le tengo miedo.
Todos ustedes juntos no sirven para que yo me limpie la cara.
Y si quieren hacer la prueba con ir saliendo de uno á uno, estamos del otro lado.
Pedrito crecía á los ojos de mis dos estudiantes, que solo veían en él un compadrito travieso, provocando las iras de cuatro otros con cara y aspecto de bandidos.
Los cuatro jugadores se vinieron sobre Pedrito, abrumándolo á injurias, que este escuchó sonriendo, pero con el taco dado vuelta á manera de maza.
En estas situaciones, el primer palo ó puño que cae produce la batalla.
Asi sucedió aquí.
Acosado Pedrito por sus cuatro antagonistas, levantó su taco y lo dejó caer sobre las cuatro cabezas.
Una verdadera tormenta de gritos y lluvia de tacazos, siguió al golpe de Pedrito.
Aquello fué una sucesión de maldiciones y palos, que duró como veinte segundos.
De pronto Pedrito, que sin duda presentia que la lucha así debía serle fatal, se desprendió del grupo y en un par de brincos formidables, se colocó en un ángulo de la pieza haciendo espaldas en el rincon.
En su mano derecha brillaba una daga como un asador, mientras sobre el brazo izquierdo enrollaba rápidamente el poncho.
Los cuatro jugadores soltaron tambien sus tacos y cada cual peló su daga que no cedia en dimensiones á la de Pedrito, y se dispusieron á caer sobre éste.
—Esta es la buena, dijo Chassaing, preparándose á no perder el menor detalle de la batalla.
Me parece que éste Pedrito es muy capaz de cumplir lo prometido.
Los cuatro compadrones avanzaron y Pedrito quedó así encerrado en un círculo de puñales.
Aquello habia pasado con una rapidéz de segundos.
De pronto estudiantes y compadres prestaron la atención á un nuevo personaje que, sin esperarlo, se presentaba en escena de una manera imponente.
Era el hombre del ángulo sombrio, á quien todos habían olvidado.
Cuando los cuatro jugadores se lanzaron puñal en mano, dió sobre la mesa un terrible puñetazo que hizo saltar la taza de café, y con voz fuerte y acento sombrio gritó:
—El primero que toque á Pedrito se las entenderá conmigo.
Cuidado pues canalla, porque no me queda ni uno en pié.
Y soltando un voto espantoso desnudó su puñal y se puso de pié con ademan de cumplir lo prometido.
Los cuatro compadrones miraron á aquel hombre, bajaron los ojos ante los rayos de aquella mirada soberbia y envainaron los facones volviendo á la mesa de billar.
El mismo Pedrito miró sonriendo al personaje misterioso y guardando su daga, se dispuso á seguir apuntando los tantos; mientras aquel hombre volvia á tomar asiento, indiferente, como al principio, á todo lo que allí pasaba
¿Quién era aquel hombre extraordinario que con un puñetazo y una amenaza hacía cesar un combate imponiéndose con una autorídad incuestionable á cuatro bandidos de la peor estampa?
Recien mis estudiantes, vueltos de su asombro fijaron en él su atención.
Era un hombre que entonces representaba unos cincuenta años.
Su fisonomia aguileña y fuertemente acentuada se encerraba en una barba gris, que le llegaba hasta la cintura.
En aquella fisonomia había algo de distinguida y aristocrático, que hacía comprender que aquel hombre se hallaba fuera de su centro de acción y de la esfera social en que había rodado.
Dos grandes ojos garzos, rasgados y altaneros, de mirar penetrante y soberbio, prestaban animación á aquella fisonomía que bien podía clasificarse de lúgubre.
Y en todo aquel conjunto vigoroso de facciones fuertemente acentuadas, había una calma terrible, que parecía mas bien el reposo de la fiera.
Era algo imponente que no se explicaba en el primer momento.
Su cabellera larga y cana como la barba, caía sobre la espalda en espesos risos, acusando que aquel pelo no había sido cortado por lo menos hacía unos veinticinco ó treinta años.
La boca de aquel hombre era una facción notable y lo que mas llamaba la atención.
Aquella boca de lábios delgados y aristocráticos estaba impregnada de una expresión de desden supremo y de profundo hastio por todo lo que rodeaba su vida misteriosa.
Entre sus lábios parecia asomar siempre una maldición á penas contenida, que se perdía entre la espesa mata de su barba gris.
El traje que cubria su delgada y elevada talla, no ofrecia nada de extraordinario, fuera de la distinción natural con que era llevado.
Llevaba una bombacha de brin, metida entre una bota vieja y descosida y á pesar del calor que hacia cubría su cuerpo con un grueso poncho de vivos colores.
Un sombrero de anchas alas cubría su cabeza soberbia sombreando aquella mirada de rayo.
Los dos estudiantes contemplaron largo rato este personaje, sin que él, al parecer’ hubiera fijado su atención en ellos.
—Se me parece, dijo Chassaing, que éste debe ser un gran tipo!
No se impone así no mas á cuatro bandidos, sin tener algo de superior en el corazón.
Luego este rasgo de defender al compadre este, porque es atacado por cuatro, no es hijo sino de sentimientos nobles y de espíritu valiente.
Después de meterse en el bolsillo á estos bandidos, se ha quedado indiferente y tranquilo, como si esta acción fuera en él habitual y no mereciera síquiera fijar su atención.
Yo voy á averiguar quien es ese tipo que me ha intrigado fuertemente.
No es un hombre vulgar, fuera de toda duda, aunque parece que esta vida y esta sociedad le es habitual.
Ya ves que estos mismos tipos no han estrañado ni su actitud ni su presencia, como si el dominio que sobre ellos ejerce fuera una cosa ya aceptada é incuestionable.
Este hombre debe encerrar algun misterio que me interesa conocer, y yo voy á preguntarle quien es.
—Quien sabe como interpretará nuestra curiosidad replicó Gutierrez.
Un hombre que así se aleja de un centro de acción, viviendo en un mundo inferior al suyo, si es lo que nosotros creemos, no le ha de gustar que nadie vaya á turbar su quietud con recuerdos que tal vez le sean enojosos.
Es preciso pues un gran tino para abordarlo, de otro modo será muy difícil sacarle la menor cosa.
—De todos modos por algo hay que empezar y yo no me voy sin satisfacer la curiosidad que en mi ha despertado este hombre.
Y con aquella firme decisión que caracterizaba á Juan Chassaing, se levantó del lado de su amigo y fué á sentarse á la mesa del desconocido.
Los jugadores seguían tranquilamente su partida, al parecer olvidados de lo que había sucedido.
—Perdone amigo que turbe su pensamiento le dijo Chassaing, pero lo que usted acaba de hacer nos ha llamado la atención y nos acerca á usted un interés de saber quien es y que especie de poderoso dominio tiene sobre esta gente.
El desconocido miró á Chassaing con la misma indiferencia que parecía tener por todo y contestó tranquilamente.
—¿Y que he hecho yo de extraordinario que pueda llamar la atención de nadie?
—Cómo nó?
Usted ha acudido á lo defensa de un hombre solo atacado por cuatro.
—Es que yo conozco á esta canalla y Pedrito es el menos tramposo de todos.
Le tengo por esto simpatía y lo he defendido, y si esos no me hubieran temido no les hubiera permitido hacerle daño sin que antes me hubieran inutilizado.
Yo soy así, continuó y en esto no hay el menor mérito.
—Es que esa acción demuestra una nobleza de carácter que no tienen sino los hombres de sentimientos elevados y de corazón valiente.
A estas palabras, la fisonomía del desconocido se iluminó al rayo de su propia mirada.
—¿No es verdad? preguntó vivamente que el hombre que ha hecho por un estraño lo que ustedes han visto no puede partir de una puñalada la espalda de un amigo?
Y cayó en una especie de abatimiento é hizo un ademán vigoroso, como si hubiera querido apartar de sus ojos la sombra de un espectro.
Al oir estas palabras, la curiosidad de los estudíantes se convirtió en un vivísimo deseo de conocer la historia formidable que encerraba aquella pregunta hecha de una manera tan inusitada.
—Indudablemente, repuso Chassaing, tratando de ínteresarlo á seguir su propio pensamiento.
El hombre que se espone por defender asi á un indiferente, no es un miserable capaz de clavar un puñal en la espalda de un amigo.
—Y sin embargo, dijo aquel hombre como si respondiera á un pensamiento, ese es el hecho atribuido y el hecho aparente:
Nadie puede sondear el corazón ageno!
—Victima de un miserable, agregó dirigiéndose á los estudiantes, hace treinta años que vivo así como una fiera, alejado del mundo y de la sociedad donde nací y me crié.
Yo he muerto civilmente hace esa fecha, nadie me recuerda y el peso de la acusación más terrible es la lápida que cubre mi memoria, hasta para mis propios hijos.
Yo ando así vagando desde entonces, hasta encontrar la punta del puñal benéfico que me libre de una existencia que me es odiosa y que no quiero quitarme por mi mismo.
Errante y miserable, cruzo desde entonces los sitios más solitarios y los parajes más espuestos.
Me meto en los sucesos mas peligrosos, como ustedes acaban de verlo; trato á estos bandidos malamente, invitándolos á partirme el corazón de una puñalada, pero todos me temen sin saber yo porqué y huyen de mí como de un poder superior.
Parece que adivináran en mí un desesperado cansado de la vida, pero resuelto á venderla caramente.
Yo no sé porqué obedecen como ahora al sonido de mi palabra, sin atreverse á volver sus iras contra mí.
Yo he caminado así entre todos los peligros y todos los bandidos, sin hallar esta suprema felicidad para mí: una puñalada que me parta el corazón.
—¿Pero cuál es la causa que engendra ese profundo hastío de la vida? pregantaron los estudiantes cada vez más interesados.
—Una infamia en la que fuí víctima sin saberlo y sin quererlo.
Arrastrado por un espíritu perverso y en un momento de estravíc, me asocié á un crímen cuyo recuerdo me quema aún el cerebro.
Desde entonces me he hechado el alma á la espalda y he buscado por todos los medios á mi alcance librarme del tormento de la vida, pero no han querido.
Estos miserables me temen y no me quieren matar.
Chassaing había ejercido su influencia poderosa sobre aquel hombre que, á su pesar, se sentía arrastrado á él, por una corriente simpática.
Y por primera vez, recorría su pasado nebuloso para comunicarlo á un extraño.
—He venido aquí continuó, en busca de uno de los tantos bandido que hay, para que me diera la muerte.
Pero entre ella y yo se ha cruzado la fatalidad que me persigue y los bandidos de aquí como los de Misiones han huído de mí.
El mísmo día que liegué, parecia brindárseme la ocasión que tanto anhelaba.
Por trampas hechas en una partida de taba, dos célebres bandidos de gran reputación como hombres malos y guapos, se habian lanzado sobre un infeliz á quien iban á dar de puñaladas.
El mísero estaba más muerto que vivo; comprendía que su muerte era inevitable y ni siquiera hacía ademán de defenderse.
Un gran número de curiosos se preparaban á contemplar aquel asesinato, sin atreverse á mediar por la víctima, cuando yo llegué.
En el acto salté y me puse entre la víctima y los bandidos, que me miraron de una manera estraña.
En donde yo estoy, les dije, no permito á nadie que mate con la ventaja que ustedes quieren hacerlo.
Largo de aquí entonces antes que los haga salir á puñetazos.
Estas palabras mías y mi aspecto maldito produjeron gran confusión entre el círculo de mirones, que se estrechaba cada vez más pero no pareció intimidar á los bandidos.
Uno de ellos blandió ferozmente el cuchillo que tenía en la mano, y se vino sobre mí.
—Yo soy Casimiro! me gritó—y como tal, no aguanto que nadie se entrometa en mis cosas.
Ó se vá Vd., de aquí ó le hecho las tripas afuera!
—Vaya por Casimiro, repuse, y dí al bandido tal bofetón que fué á rodar á unas cuatro varas de distancia.
En seguida saqué también mi puñal y esperé la agresión indudable del otro bandido.
Este saltó sobre mí con el brazo encogido para herir, pero nunca alcanzó á tirarme un golpe.
Me miró el semblante y sin duda vió que tenía por delante un desesperado, porque empezó á retroceder hasta que guardando el cuchillo se mezcló entre los curiosos sin atinar á decirme una palabra.
En aquel momento se levantaba del suelo el primer bandido y se dirigía hacia mí.
Me preparé pues á la lucha.
El vértigo de sangre que suele acometerme se había apoderado de mí hasta dominarme por completo.
Barajé la puñalada que aquel hombre me tiró y con el cabo de mí cuchillo le dí un golpe en la cabeza que lo hizo caer sin sentido.
Y caí sobre él como un condenado.
Aquella maldita nube de sangre que me persigue oscureció mi vista y sin poderlo evitar iba á degollarlo, cuando me sentí tocar en la espalda.
Era el hombre que acababa de salvar, que venía á interceder por el asesino.
—No lo mate señor, me dijo, hágalo por sus hijos!
Es un desgraciado que ya ha llevado su merecido.
No sé porqué cedí al influjo de aquella voz humilde y retiré mi cuchillo ya de sobre la garganta del bandido, que se levantó prontamente y echó á correr.
Sin quererlo, acababa de levantar mi reputación de guapo.
Habia vencido á los dos bandidos más famosos de estos alrededores y me habia impuesto á toda esa chusma sin sentimientos y sin corazón.
Desde entonces me sucede lo que ustedes han visto hoy.
Los más bravos me temen y no se atreven á contrariar mi voluntad.
Esta es una nueva desgracia para mí, pues tengo que ir á buscar otro teatro de acción donde no me teman y donde tal vez encuentre la muerte que tanto ansío.
—Pero esta ansiedad de morir, preguntó Chassaing ¿á qué obedece?
—A dejar de sufrir.
Usted me ha sido simpático desde el primer momento, yo no sé porqué, hace ya treinta años que no hay sobre la tierra nada que haya podido interesarme.
Voy á dejarle entrever la desesperación que roe mi vida, aunque para explicarla á usted me bastaría pronunciar mi maldecido nombre.
En tiempos mas felices en que todo me sonreía, la vida no era para mí mas que una cadena de felicidades.
Yo tenía una gran fortuna, figuraba entre la primera sociedad porque pertenecía á una familia distinguida.
De fiesta en fiesta y de parranda en parranda la existencia me brindaba á cada instante un placer nuevo y envidiable.
Todo me sobraba en la vida pues hasta la mujer con quien había enlazado mi suerte feliz, era la mujer más bella de Buenos Aires.
¡La Estrella del Norte! ¡Oh! la Estrella del Norte—era todo un idilio de amor bajo la forma de la mujer mas perfectamente formada!
El hombre calló un momento y abatió la frente con sus manos.
El recuerdo de aquel pasado debía ser para él un gran sufrimiento espantoso.
Los dos estudiantes se miraron, como si empezaran á comprender todo el interés dramático de aquella narración hecha á grandes rasgos.
El hombre aquel levantó la cabeza y los miró fijamente.
Estaba pálido como un muerto y sus manos temblaban bajo una poderosa exitación nerviosa.
—En medio de aquel mundo de placeres, hice relación con un catalán, continuó el hombre, catalán que, bajo una capa de cultura y bondad infinitas ocultaba el alma de un galeote.
Sin mirar para atrás yo, y otros jóvenes como yo, nos entregamos á la amistad de un bandido que debía sumirnos en la vergüenza y en la infamia.
Toda la juventud distinguida de aquella época andaba con él, para quien se habrían las puertas de los princípales salones.
Pero con quien él había estrechado una amistad fraternal era conmigo y dos ó tres jóvenes de la primera sociedad.
Siempre juntos, concurríamos á todas las fiestas y á todos los paseos, al extremo de que nada, absolutamente nada se emprendiera por separado.
Poco á poco aquél miserable se fué apoderando de nuestro espíritu, hasta el punto que, todo lo que él proponía, se hacia sin tomarnos el trabajo de la menor reflexión.
Así nos preparó y nos envolvió en la infamia mas negra.
Aún no me doy cuenta de ello con exactitud, pues no alcanzo todavía como pudimos, como pude prestarme al crimen, compartiendo con él toda la responsabilidad.
El hecho es que una noche, y al decir esto, aquel hombre se extremeció de piés á cabeza; el hecho es que una noche, repitió, dimos muerte á traición y á puñaladas, á uno de nuestros amigos.
Y saben ustedes ¿porqué? gritó abriendo los ojos desmesuradamente: por robarlo, solo por robarlo!
Y de un puñetazo hizo saltar de nuevo la taza que había sobre la mesa.
Los detalles de este crímen monstruoso, agregó, son tremendos, más tremendos que el crímen mismo!
Y yo, maldito de mí, no he podido olvidar aún esto!
Hace treinta años, y todavía sus últimas palabras me roen las entrañas de la manera mas dolorosa.
Pobre amigo! él había entrado al teatro del crímen bajo la fe de mi palabra y en la confianza que yo le inspiraba!
Y volvió á callar aquí, como para buscar un descanso.
Los estudiantes estaban profundamente conmovidos, ante el aspecto tremendo que había tomado aquel hombre al recordar su crímen.
Sus narices se habían dilatado y sus ojos, saltados de las órbitas tenían una expresión de ferocidad indecible.
—Yo volvería á ser criminal, gritó nuevamente pero con toda la conciencia de lo que haría y en el goce completo de todas mis facultades.
Yo volvería á ser criminal, si pudiera ver saltar las entrañas de aquel malvado bajo la punta de mi puñal.
Pero esto, esto no es posible.
La justicia de la tierra me robó este placer, único que podría endulzar las horas de mi desesperación.
Desde entonces, muerto para la sociedad y para el mundo, para la familia y para aquella mujer divina con quién ligué mi suerte, para la patria y para mi único hijo, vago por el mundo como una fiera, cargado bajo el peso de aquella maldición y de mi propia existencia.
El dia que encuentre quien me parta el corazón de una puñalada, habrá sido el único dia feliz de mi vida.
Todo contribuye á amargar la miseria de esta existencia desventurada:
Los celos que despiertan en mí la hermosura de aquella mujer divina que se cree viuda, y la desesperación de vivir ignorado para el hijo cuya primer caricia no he gozado todavía.
Oh! si yo no he corrido mas de una vez á presentarme á la autoridad para reclamar mi banquillo, ha sido por ahorrar esta suprema vergüenza á aquellos dos queridos inocentes á quienes no volveré á ver en mi vida.
Do otra manera, hace ya mucho tiempo que habría dejado de padecer.
—Tal vez usted exagera su delito, dijo Chassaing y no hay motivo para la desesperación de que se deja dominar.
En treinta años de aventuras usted ha saldado sus cuentas con la sociedad de que se ha arrancado voluntariamente.
—Mentira! dijo aquel hombre con una energía imponderable.
Yo no me he arrancado voluntariamente, sino para huir al banquillo y á una condena de muerto que pesa sobre mí.
Usted dice eso porque no conoce mi crímen en toda su horrible desnudez!
Son ustedes muy jóvenes todavía, pero estoy seguro que ni mi crimen ni mi nombre le son desconocidos.
Es una narración que pasa de padres á hijos, aumentada por la impresión terrible que causó en la sociedad.
Donde quiera que he pronunciado mi nombre ha hecho á mi alrededor el vacío de los leprosos.
He golpeado á las puertas del trabajo y mi nombre me las ha cerrado.
He pretendido llenar un claro en el ejército de línea, pero de allí he sido tambien rechazado al pronunciar mi nombre.
Parece que en él ha puesto Dios la maldición que me sigue á todas partes.
—¿Y no exagerará usted su propio crímen por el remordimiento mismo?
Aquel hombre sonrió de una manera extraña y miró á Chassaing con una especie de lástima.
—Toda exageración sería poca, al lado de la realidad, y si yo les digo mi nombre, ustedes mismos van á sentir por mi el desprecio y el horror que han sentido todos.
Ustedes conocen mi crímen porque nadie lo ignora.
¿Han oido ustedes hablar del asesinato de Alvarez? de la muerte de Francisco Alvarez?
Los dos estudiantes conocían efectivamente la tradicción de aquel crímen, la leyenda pavorosa que ha llegado hasta nosotros.
¿Quién no lo conoce en Buenos Aires?
Al oir aquella pregunta, los estudiantes por preparados que estuvieran, no pudieron evitar un movimiento que hizo sonreir al estraño personaje.
—Ya ven ustedes; murmuró la impresión causada y eso que todavía no les he dicho que yo soy unos de los asesinos, el único que sobrevive aún!
—Entonces, preguntó Chassaing ustedes...
—Sí, se anticipó aquel hombre en una especie de rugido, yo soy Francisco Alzaga, el miserable Francisco Alzaga!
Y con una mirada espantosa quiso observar la impresión que el sonido de su nombre había hecho en los estudiantes.
En seguida abatió la cabeza sobre el pecho y quedó sumido en su pensamiento.
Poco á poco fué incorporándose hasta que mirando de frente á los estudiantes dijo:
—Voy á referir á ustedes con todos sus detalles aquel crímen bárbaro.
De todos modos, esta será la única vez que nos veamos sobre la tierra.
Y después de meditar algunos minutos, narró la sombría historia que van á conocer nuestros lectores con todo lo que ha ella se refiere.
Es una historia terrible cuyos antecedentes dramáticos hemos tomado del sumario, completándola con la narración de los pocos contemporáneos que aún viven.
Es el crímen mas célebre de los que se hayan cometido tal vez en la América del Sud.
Era el año 1827 cuando empieza la trama de este lance infernal.
La sociedad porteña, inocente y confiada tenía abiertas sus puertas para todo aquel que bajo un aspecto de decencia y mostrando una buena educación se presentaba á alternar en ella.
Sin diversiones públicas ni parajes donde matar la noche, los mozos de aquella época no tenían otro pasatiempo que visitar las familias de su relación.
De aquí nacían las tertulias familiares y conciertos que tenían lugar todas las noches y de una manera improvisada, ya en casa de una ú otra familia.
El mozo que no tenía relación en la casa, se hacía presentar por un amigo, y con este solo requisito se le habrían todas las puertas sin reserva de ninguna especie.
Las muchachas del barrio se amontonaban como enjambre de abejas en la casa de la tertulia.
Y de ahí venia la animación que duraba hasta las doce de la noche, hora en que infaliblemente se concluían las tertulias.
Esta era la hora señalada por la costumbre y por las madres que, con su ojo vigilante presidían aquellas reuniones.
Las fortunas estaban entonces más repartidas que ahora.
Los jóvenes pertenecientes á las primeras familias eran todos ricos y como la fiebre de los negocios no nos habian despertado la ambición de multiplicar el dinero, el dolce far niente era la ocupación predilecta de aquella juventud rumbosa y hasta cierto punto aristocrática.
Uno de los centros de reunión de nuestra juventud bulliciosa y alegre era la librería de Usandibares, situada en la calle de Potosí entre Bolivar y Defensa, casa de don Manuel Blanco.
Aquella libreria era entonces la mejor y más briosa de Buenos Aires, ó mejor dicho era la única lujosa y bien surtida que habia entonces.
Y era esta la razón por que Usandibares contaba entro su clientela lo más distinguido de la juventud.
Era Usandibares un hombre rico, que tenía aquel negocio no por una necesidad, sino por un hábito de trabajo de que no podia desprenderse.
Amaba las comodidades de la vida, de las que sabia rodearse, pero no comprendía como un hombre podía pasarla sin ningún género de ocupación.
Usandibares, vivía con una hermana, la gentil Jacoba, única persona de su familia que le quedaba en la tierra y á quien amaba con veneración profunda.
La madre había muerto hacía poco tiempo y Usandibares había reconcentrado en su hermana todo su cariño.
Ellos pertenecian á una familia principal, estando ligados por vínculos de cercana parentela con la Ezcurra y con los Rosas.
Pero poco frecuentaban las relaciones de sociedad y de familia, prefiriendo el retiro apacible del hogar al bullicio de las tertulias y reuniones.
Jacoba era una joven que había recibido una educación austera y religiosa, viviendo entregada al cariño de un hermano, por quien tenia adoración.
Vivían en los altos de la librería, pasando asi una existencia humilde y feliz.
Usandibares se mantenía soltero, con el pretesto de que no habia de casarse hasta que su hermana no le diera el ejemplo.
—Las cuñadas nunca se llevan bien, decia, por buenas que sean, y yo vivo demasiado feliz para desear probar fortuna con un casamiento á que no me llaman mis inclinaciones.
Tengo la obligación de velar por esta hermana, y hasta que ella no se case no hay que pensar en que yo forme una nueva familia.
Por su parte Jacoba, ó no tenía inclinación por el matrimonio, ó no había encontrado el hombre que decía conmover su corazón delicado.
Algunos mozos habían visitado á Jacoba, con intención de emprender su conquista.
Pero ésta los había recibido con tan glacial indiferencia, que á las cuatro ó seis vísitas se habían declarado en derrota y habían abandonado el campo.
Ella tambien decía que quería vivír para el cuidado del buen hermano y que no pensaba casarse porque el cuidado y cariño que le debía no queria partirlo con nadie.
Por aquel tiempo, Usandibares tomó de dependiente en la libreria, al joven Jaime Marcet, que se le presentaba con un exterior agradabilísimo y recomendaciones de primer órden.
Usandibares se declaró protector del joven Marcet, al extremo que, no solo retribuyó su trabajo con un buen sueldo, sino que lo alojó en su casa, donde comía y vivía.
Era Marcet un joven de una educación distinguidísima y de una familia notable, á juzgar por esta misma educación y por su trato fino y culto hasta la exajeración.
—He venido á la América tentado de probar fortuna y cansado de la vida sedentaría que me hacia llevar mi familia, dijo, y nadie se preocupó mas de averiguar su pasado que parecia intachable.
Era entonces Marcet un joven de poco más de veinte años, rubio, de una hermosura distinguida y de un exterior no solo simpático sino atrayente.
Sus grandes ojos azules de un mirar plácido y sereno, seducían desde el primer momento, pareciendo reflejar su espíritu bondadoso y noble.
Sín embargo habia en el fondo de aquella mirada algo que contrariaba la primera impresión.
Este algo era una expresión de dureza que solia asomar como un relámpago á aquella mirada, haciéndola brillar con un fulgor siniestro.
Esto era lo único que se sabía de Jaime Marcet.
Él no hablaba jamás ni de su pasado ni de su familia, ni de las causas que lo trajeron á América, fuera de la explicación dada ya á Usandibares.
Desde los primeros dias mostró una gran inteligencia para el manejo de la librería, que recibió con su entrada un gran impulso.
Por sus consejos, Usandibares abrió una suscricion de lectura que empezó á atraer á su casa una clientela de primer órden y á dejar mayores beneficios.
Las familias, con pocas distracciones durante el dia, se entregaban á la lectura amena, y con la facilidad del abono, los libros de Usandibares iban y venían á la libreria con suma prontitud.
—Es una manera de sacar á los libros diez veces su valor conservando siempre su propiedad, decia el dependiente al asombrado patron que creía haber hallado en él una mina, por las grandes utilidades que empezó á dar la librería.
Marcet llegó á ser al poco tiempo un miembro de aquella familia inocente y bondadosa.
Su vida era tranquila y sumamente arreglada.
Estaba entregado por completo á cuidar los intereses de su patron, durante el dia y á la noche, en vez de salir á pasear y distraerse como éste se lo aconsejaba, se retiraba á la casa y pasaba largas horas en amena y agradable plática.
El refería á los hermanos aventuras del viejo mundo y curiosos incidentes de viajes, narrados con suma gracia y con gran fuerza de interés.
Usandibares cobró al joven un cariño profundo, al estremo de que solía decir á la hermana.
—Voy á ser feliz labrando el porvenir de este muchacho, que bien se lo merece.
Lo interesaré en la librería y poco á poco puede llegar á quedarse con ella ó establecerse como mejor le parezca.
Jacoba por su parte habia cobrado gran simpatía por el joven dependiente, simpatía que éste trataba de aumentar sin aparentarlo, llenándola de delicadas atenciones y finezas.
Los domingos y dias festivos, Marcet acompañañaba al templo á Jacoba pues su patron había depositado en él toda su confianza, empleando el resto del día en acomodar los libros, para dar á la librería, cada semana, un aspecto diferente.
Con la entrada de Marcet y el abono á la lectura, la librería se convirtió en una reunión diaria.
Allí acudían los jóvenes á buscar y cambiar libros y se quedaban entretenidos por la amena conversación del dependiente.
Poco tardaron aquellos jóvenes, ricos y distinguidos todos, en hacer amistad con Marcet, invitándolo á sus paseos campestres.
Pero Marcet agradecía siempre las invitaciones, sin aceptarlas.
Poco á poco fué franqueándose con sus amigos, hasta confesarles la verdadera causa de su venida á América.
Marcet era Catalan, hijo de una familia princicipal de Barcelona.
Complicado y sériamente comprometido en un movimiento político desgraciado, había tenido que emigrar para librarse de las persecuciones del Gobierno.
Entonces el gran paseo de la juventud era la Costa de San Isidro, residencia veraniega de la aristocrácia porteño.
Las familias pudientes tenían allí sus chacras y allí era donde se reunía la juventud, los sábados á la tarde, permaneciendo de tertulia y jarana hasta el lúnes por la mañana, día del regreso.
Aquellos paseos se hacían á caballo, en pandillas de diez ó quince jóvenes, que armaban un jaleo de todos los diablos.