Infamias de una madre - Eduardo Gutiérrez - E-Book

Infamias de una madre E-Book

Eduardo Gutiérrez

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Beschreibung

«Infamias de una madre» (1899) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez que continúa la historia de «Dominga Rivadavia». En ella se narra el brutal asesinato de Edelmira a manos de su propia madre, Dominga.

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Seitenzahl: 322

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Eduardo Gutiérrez

Infamias de una madre

 

Saga

Infamias de una madre

 

Copyright © 1899, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726642056

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Los dos hogares

Rivadavia miró con un placer infinito el casamiento de su hija que venia á librarlo de su continua preocupacion: el porvenir de Dominga.

Su mayor deseo era no haberse separado nunca de ella, pero no quiso pedir á su yerno que viviera con él, consintiendo desde el primer momento que éste llevara á Dominga á casa de su familia.

Desaparecida, rota por decirlo así, su cadena de union con Isabel, temia sobreviniera un rompimiento estruendoso y queria librar á su hija de presenciarlo.

Si se producia, él cuidaria de que fuese lo mas silenciosamente posible y sin necesidad de esos reproches que agrian los ánimos y producen el escándalo.

Isabel no dijo tampoco á este respecto la menor palabra.

Comprendia que aquello era lo mejor y que su yerno no deberia imponerse de ciertas pequeñas miserias, que podian muy bien aminorar el respeto que debia inspirarle su mujer y ella misma.

Iriarte se mudó con su espléndida esposa á casa de su buena madre, que creyó con esto completa su felicidad y la de su hijo.

Los nuevos esposos se amaban apasionadamente.

Iriarte, arrastrado por un cariño entrañable, no vivia sinó pensando en aquello que pudiera ser agradable á Dominga.

Ésta en cambio retenia sus mas íntimas manifestaciones de cariño, por temor de perder el dominio que tenia sobre su marido.

Y de esta manera la jóven iba matando el amor purísimo que en un principio le inspirara el jóven, y que le seria perjudicial á la vida de libertad absoluta que habia mirado siempre como su ideal.

Iriarte, completamente absorbido por el amor de su mujer y mareado por su belleza, creía ocupar todo el pensamiento de la jóven y cada vez era mas débil y mas complaciente.

No solo no era capaz de oponerse á los deseos manifestados por su esposa, sinó que adivinaba para complacerlos en el acto, sus mas frívolos caprichos.

—Eres bueno como pocos, le decia Dominga por toda recompensa: previsor de todo aquello que pueda serme agradable, te apresuras á proporcionármelo; cuánto te lo agradezco!

—Mi vida está concretada exclusivamente á hacer tu felicidad, decia él: no quiero que á mi lado puedas tener un capricho sin satisfacerlo, pues el verte contenta y feliz constituye el mas grato placer de mi alma.

Y pasaba largas horas extasiado en la contemplacion de Dominga, cuya belleza parecia aumentar de una manera prodigiosa.

Sumamente astuta é inteligente, si Dominga no queria dar á entender á Iriarte que lo amaba y combatia aquel amor en su corazon mismo, con su suegra observaba un sistema muy distinto.

Para el mayor dominio del hijo era necesario dominar á la madre por el lado del corazon, para tenerla siempre de su parte, en cualquier cuestion que pudiera suscitarse.

Y referia á la buena señora cuánto amaba á su esposo, y cuán feliz se sentia de haberse unido á él.

—Es un alma santa, le decia, cuya esquisita delicadeza me conmueve y me subyuga: si no cambia, mi paso por la tierra habrá sido una estadia en el cielo.

Cada una de sus delicadezas y cariños, me muestra que si Dios me hubiese hablado al oído, no podia haber elegido un hombre mas completo.

Ruéguele que no cambie, señora, que sea siempre lo mismo, y yo viviré y moriré teniendo que bendecirlo y bendecir mi union.

—No temas, mi bella hija, respondia la señora completamente engañada, él será siempre lo mismo, y sinó, en mí tendria su mas severo juez.

Con estas manifestaciones de cariño, Dominga se habia ganado á su suegra de tal manera, que si Iriarte le hubiera llevado alguna queja de su mujer, no hubiera obtenido mas que una severa reprension.

—Comprende y aprecia el tesoro que tienes en tu esposa, le decia contínuamente, y cuida que no disminuya el cariño y aprecio que te tiene.

Ocho dias despues de su casamiento, Dominga asistia á todas las reuniones y fiestas, como antes de su casamiento.

Ella se habia manejado de modo que fuese Iriarte quien la llevase casi forzosamente, para estar á cubierto de las menores observaciones que pudiera dirigirle su suegra.

—No me gusta andar de fiesta en fiesta, le decia, porque me parece que esto se despega de una mujer casada; pero Iriarte se empeña y yo no quiero causarle el menor desagrado á él que no vive sinó pensando en complacerme.

—Es justo que quiera lucirte, decia entonces la suegra, ayudándola muchas veces en su tocado: en ello no ofendes á nadie, hija mia: diviértete, diviértete cuanto puedas, que luego vienen los hijos y poco nos es el tiempo para cuidarlos.

—¿Los hijos? pensaba Dominga: si Dios me los manda no seré yo de las que se esclavizan al estremo de morir para todo lo que no sea el cuidar de sus hijos.

La juventud se ha hecho para gozarla: demasiado pronto viene la vejez, para que uno se anticipe á ella.

Dominga asistia á los bailes, ni mas ni menos que si fuera soltera.

Bailaba mientras tenia con quien, recibia complacida los galantes cumplimientos que se le dirigian, sin que su marido la preocupara en lo mas mínimo.

Comprendiendo que su conducta podria haber mortificado á Iriarte y despertado sus celos que no le convenia existieran, borraba aquella impresion con estas ó semejantes palabras:

—Tengo que decirte una cosa que te será agradable y que me llena de suprema felicidad.

—Dilo, mi querida, que si en ello eres feliz, tendré que serlo yo mismo.

—En toda esa juventud brillante, entre todos esos hombres de miente unos, de talento otros, no he hallado uno solo que pueda comparársete.

Hay en tu noble fisonomia una expresion de bondad tan serena y plácida, que me hace pensar en las cosas de otro mundo mejor.

No se acerca á mí un solo hombre que no establezca yo una comparacion, y hasta ahora te ha hallado superior á todos, pues tienes condiciones de corazon que no son comunes á los demás.

Soy feliz, y lo que es mas, me siento orgullosa de mi felicidad.

Con estas palabras Iriarte enloquecia hasta la mas completa ceguera, sentia remordimiento de haber tenido celos ó desagrado y decia allá en el fondo de su conciencia: soy un imbécil, ella me ama sobre todas las cosas y si se fija en otro hombre es solo para apreciar cuánta supremacia hay en mí.

Así Iriarte iba adquiriendo una de aquellas confianzas que tan peligrosas suelen ser, y en las cuales un marido se vuelve un ente, que solo vé y escucha por los ojos y oídos de su mujer.

Si alguien hubiera dicho á Iriarte: desconfia, tu mujer te engaña, hubiera sonreido de una manera complacida y lo habria contado á su mujer.

Esta era precisamente la situacion que, con una habilidad imponderable, habia creado Dominga á su marido.

—No tendrá un solo pensamiento que no me lo comunique, pensaba, y era esto realmente lo que sucedia.

Iriarte no se hubiera atrevido á pensar nada que pudiera haber mortificado los sentimientos de su esposa.

Mientras la hija pasaba esta vida feliz y venturosa, veamos lo que pasaba en el hogar de los padres, que su ausencia habia trasformado en un infierno disimulado.

__________

—Entre nosotros no hay ya mas amor, habia dicho Rivadavia á Isabel, despues del casamiento de Dominga: no te molestes en finjirlo, porque yo ya no te lo creeria.

Sin embargo no debemos romper, no por nosotros, sinó por ella misma, en cuyo reciente hogar repercutiria cualquier escándalo del nuestro.

Es preciso entonces tener paciencia y seguir soportándonos, por amor á nuestra hija.

La vida de salon y de diversiones ha creado á tu corazon necesidades de galanterias que han muerto en tu alma el amor por mí.

No me quejo, porque yo soy de esto el único culpable: me apercibí de la cosa cuando ya no tenia remedio: paciencia entonces.

Lo único que te pido y que tengo derecho á exigir, es que no me pierdas el respeto, ya que me has perdido el amor, y que no me arrastres nunca en el terreno de la violencia.

Mientras vivas bajo mi techo, esta será la única condicion que te impondré, condicion que por otra parte, será retribuida de la misma manera.

Isabel lloró, lloró profundamente ante las amargas palabras de su amante.

—Tú tienes la culpa, le dijo en medio de sus sollozos, porque me abandonaste; tú fuiste helando poco á poco todo el amor que para tí encerraba mi corazon, hasta que lo convertiste en un páramo.

—Ya no es tiempo de recriminaciones, porque los hechos producidos no tienen remedio: yo pude haber sido frio tal vez en mis demostraciones de afecto, pero el abandono de que tú me culpas no es exacto, no ha existido nunca.

—El respeto! dijo así que se vió sola, el respeto! y lo ha tenido él acaso para mi amor, que le habia sacrificado todo en el mundo? Si el respeto es la base del cariño, ¿puede existir el uno sin el otro?

Ante este pensamiento se habia sublevado toda la soberbia altivez de Isabel Cires, haciendo brillar en los ojos algo que si Rivadavia hubiera visto, habria sentido miedo.

Isabel, siempre á la espectativa de lo que pudiera suceder, una vez que reaccionó de las amargas palabras pronunciadas por su amante, volvió á su vida de sociedad y de lujo.

Dueña de una buena fortuna, no necesitaba ocurrir al bolsillo de su amante para costear su lujo, deslumbrador muchas veces.

Y empezó á asistir como antes á todo género de reuniones y fiestas, donde brillaba siempre, porque su hermosura era á prueba de años y sinsabores.

Entre los muchos hombres que galanteaban á Isabel acosándola de todos modos y halagando sus pasiones y sus sentidos, figuraba en primera línes don Pedro Gimeno, que tan tristemente célebre de bia ser despues.

Era Gimeno entonces un jóven de atrayente fiso nomia y de lenguaje simpático y elocuente.

Profundo calavera, vivia de la vida galante, pose yendo el arte de deslumbrar á las mujeres de cierto temple de carácter y de cierto alcance moral.

Maestro en encontrar y herir la cuerda sensible de cada mujer que le interesaba, se acercó á Isabel cuando el abandono de Rivadavia empezó á hacerse el tema de los salones; y la palabra «casamiento» fué el talisman con que hirió la cuerda sensible de la bella y codiciada amante.

Isabel, tan astuta y tan previsora, se engañó completamente respecto á Pedro Gimeno.

Lo creyó un mocito incauto y fácil de engañar sin mas gasto que el de unas pocas promesas y á él fué á quien eligió como instrumento de venganza, para el caso que tuviera que hacer uso de él.

Isabel tenia pretendientes de mas importancia que Gimeno, de mejor posicion y de mas peso, pero éste le parecia mas manejable y fácil de adaptarse á su voluntad.

Gimeno podria ir hasta casarse con ella, lo que no naria ningun otro, dada su situacion, y esto era lo que mas la halagaba.

No era lo mismo dejar á Rivadavia para ir á correr una nueva aventura amorosa, que dejarlo para contraer matrimonio.

Quien sabe si aquél, picado por su amor propio y por el propio respeto á su hija, no se casaba para evitar el escándalo en que era él quien quedaba en un mal punto de vista.

Isabel cometió la inocentada de hacerse esos culos y empezó por hacer á Gimeno algunas concesiones, desde que él pronunció la sacramental palabra.

Don Bernardino Rivadavia estaba entonces en el apogeo de su gloria y esto mismo entraba en sus cálculos, pues por la misma posicion de don Bernardino, su hermano no se atreveria á provocar un escándalo.

Sabe Dios á qué cúmulo de desgracias la habria conducido aquella creencia errónea, si el destino no hubiera venido á favorecerla de cierto modo.

Su amante que hacia tiempo no gozaba de una salud muy firme, enfermó tan gravemente, que las personas de su familia empezaron á temer un desenlace fatal.

En situacion tan amarga, Rivadavia buscó el seno de su familia, teniendo que dejar á la amante que su padre se negaba de recibir, pues jamás habia querido que la recibieran en su casa.

Isabel se quedó sola y á la espectativa de lo que pudiera suceder, creyendo que si la enfermedad tomaba un carácter fatal, su casamiento con Rivadavia, en artículo de muerte, seria el desenlace mas natural de sus amores.

Y para evitar inconvenientes y contratiempos, se negó á recibir á sus visitas, diciendo que hasta que Rivadavia no se levantara de la cama, no recibiria mas visitas que la de su hija y la de su yerno.

Pedro Gimeno corrió entonces la misma suerte que los demás, aunque él se encontraba en un caso especial por las concesiones que se le habian hecho.

Estaba de Dios que Isabel habia de equivocarse en todos sus cálculos, por mas bien basados que le parecieran.

La salud de Rivadavia fué inspirando cada vez mas sérios temores, hasta que llegó un momento en que se desesperó de salvarlo.

Isabel enviaba diariamente á saber el estado de su salud, y siempre se le respondia que seguia lo mismo; pero ella, por su hija, sabia exactamente la marcha de la enfermedad.

Rivadavia agravó, y aunque tenia á su hija constantemente á su lado, no se le ocurrió un solo momento de pensar en un casamiento necesario.

—Háblale de mí, le dijo Isabel, dile que vivo en una agitacion perpétua, y que quiero verle porque sé que está muy grave.

Pero Dominga se encontraba con esta otra prohibicion de su abuelo:

—Si amas verdaderamente á tu padre, no le digas una palabra referente á su familia: mira que la menor impresion, aun las mismas que causa el placer mas íntimo, podrian hoy serle fatales.

Dominga obedecia á su abuelo, porque amaba inmensamente á su padre y no queria comprometer su vida por haber desobedecido aquella previsora disposicion.

—¿Le dijiste á tu padre el recado que te encargué? le preguntaba Isabel, y como Dominga le dijera que sí, saltaba en el acto con mil preguntas referentes á la contestacion que debia haberle enviado su amante.

—Nada me ha contestado, respondia entonces Dominga: sonrió cariñosamente cuando le hablé de usted, y guardó silencio: está tan malo el pobre, que ni siquiera tiene alientos para hablar.

Isabel devoraba su impaciencia, pero no queria que su hija adivinara la causa: ésta creía que su matrimonio estaba secreto por razones de familia y no queria decirle la ingrata verdad que su padre no trataba de remediar.

Por fin el estado de Rivadavia llegó á un extremo en que, perdida toda esperanza, se esperó su muerte de un momento á otro.

É Isabel vió con amarga desesperacion que su amante moria sin cambiar con ella su última palabra, su último beso.

Era el justo castigo que el cielo imponia á su falta.

Ella hubiera corrido al lado de su cama, pues en aquel momento amargo recordaba cuán feliz habia sido al lado del jóven.

Pero cómo entrar á una casa que le estaba cerrada? hubiera sido exponerse á que la hubieran despedido de la puerta de una manera dolorosa.

Por fin el dia fatal llegó y la muerte de Rivadavia se produjo como todo acontecimiento doloroso.

Isabel recibió el golpe en medio del alma: habia amado á aquel hombre con toda la fuerza de su corazon impresionable y con él moria para ella un pasado que no se reproduciria mas en su espíritu.

Isabel lloró con toda su alma la muerte de su amante.

Habia creído no amarlo ya, se habia sentido capaz de reemplazarlo con otro en su corazon y hasta olvidarlo; pero al perderlo para siempre, arrebatado por la muerte, su espíritu habia experimentado una violenta conmocion mostrándole que aun lo amaba, y que la impresion del primer amor es imborrable.

Con la muerte de Rivadavia, murió para Isabel una esperanza que á pesar de todo habia alimentado: la esperanza de que el jóven se casara con ella.

Su posicion ahora era sumamente vidriosa y difícil para una mujer como ella.

Poco á poco el recuerdo de Rivadavia fué empalideciendo en su imaginacion herida por nuevas impresiones y nuevos pensamientos.

Su corazon empezó á mostrarle que aun existia para la vida del amor, y la imágen de Pedro Gimeno á grabarse en él mas poderosamente.

Dejemos á Isabel Cires y sigamos á nuestra heroina Dominga, de quien ya empezaba á ocuparse la crónica picante de los salones.

__________

El amor idólatra

Existia entonces en la calle Potosí esquina á Chacabuco una gran tienda de un portugués Barbosa, que era donde se vestia la buena sociedad.

Los hijos de Barbosa estaban al frente de la tienda, lo que les valia estar relacionados con las principales familias que iban á hacer allí sus compras.

Jóvenes de buena conducta, frecuentaban las reuniones de buen tono, siendo generalmente estimados, pues hasta entonces nada se habia dicho de ellos que pudiera ofender su buena reputacion.

De estos hermanos era Cayetano el mas alegre y bailarin, de quien se contaban algunas aventuras amorosas de buen género, en las que no entramos porque nada tienen que ver con nuestra historia.

Dominga Rivadavia, como todas las damas de la época, compraba en aquella tienda, y cuentan las crónicas que Cayetano Barbosa se moria por ella, al extremo de hacer sendas é interminables guardias por el solo placer de verla cruzar la calle.

La belleza arrobadora de Dominga la habia vuelto soberbia y altanera.

Habituada á que todos se prosternaran ante sus encantos, miraba á los hombres con un desden supremo, llegando su altivez hasta responder á un saludo como quien concedo una gracia.

En los dos primeros años de su matrimonio habia tenido dos hijas, Hortensia y Eldemira, criaturas preciosas que constituian la mas cara felicidad de aquel hogar.

La abuela habia concluido por perder la cabeza con las nietas, á quienes cuidaba con un esmero y una pasion asombrosa.

Dominga nada tenia que hacer con sus hijas, pues la suegra le disputaba el derecho desde vestirlas hasta el de hacerlas dormir.

Y fingiendo complacer á su suegra con gran sacrificio de su cariño, se habia emancipado de sus deberes maternales, procediendo con la misma libertad de siempre, sin perder paseo, reunion ó todo aquello que pudiera importar la mas leve diversion.

Radiante de belleza y de tentacion se presentaba en todas partes, deslumbrando con la luz de sus ojos á cuanto hombre se le aproximaba.

Y escuchaba las palabras de amor con una altivez suprema, sin siquiera dignarse tomarlas en cuenta.

Por esto nadie creía en los rumores que se exparcian sobre los amores con Barbosa, atribuyéndolos á venganza de algun amante desdeñado.

Y sin embargo aquel rumor tomaba mas cuerpo cada dia, alimentado por la constante presencia de la jóven en la tienda de Barbosa.

Dominga aceptaba las galanterías de todos sin corresponder á ninguna, destruyendo con esto cualquier rumor tendente á herir su buena reputacion.

Así pasó el tiempo, tomando este rumor cada vez más consistencia, pero sin que hasta entonces ningun hecho práctico pudiera corroborarlo.

Fué entonces que la muerte vino á sorprender á Iriarte en medio de su mayor felicidad, y cuando menos lo esperaban.

Una pulmonia violenta tomada á la salida de un baile, lo postró en cama y en cuatro dias más concluyó con su vida.

Entonces los médicos eran escasos y los pocos que habia no eran muy famosos que digamos, así es que una pulmonia grave revestia todo el carácter amenazante de una enfermedad mortal.

El general Iriarte hizo todos los esfuerzos que estuvieron á su alcance, llegando hasta á hacer traer médicos de Montevideo para asistir á su hermano, pero ya lo hemos dicho, todo fué inútil.

Iriarte se moria, y se moria de una manera desesperante, porque la pérdida de la vida en aquellos momentos no podia ser más amarga.

Pensaba que Dominga lo olvidaria, siguiendo la ley tremenda de la humanidad.

Iriarte se hizo traer á sus dos hijitas á la cama, para darles el último beso y prodigarles su última caricia.

Aquel cuadro, aquella última escena de la vida fué terriblemente conmovedora.

—Me voy! gritó Iriarte llevando sus manos á la garganta como si quisiera apartar el dogal que lo ahorcaba: siento que me ahogo y que ya no hay en mí fuerzas para luchar por más tiempo.

Dominga, alma mia, piensa en lo que me has dicho á las puertas de la muerte y no dar jamás otro padre á mis pobres hijitas...

La asfixia empezó su obra desesperante y pocos momentos despues Iriarte rendia la vida en medio de la más tremenda desesperacion y angustia.

Dominga sintió en el alma aquella muerto tan prematura, porque amaba á Iriarte y éste no le era de ningun estorbo para los planes perversos que empezaban á desarrollarse en su corazon.

Las voces de los amores con Barbosa, que habian cesado durante el tiempo que Dominga no se mostró en público, volvieron á sonar con más fuerza, y esta vez con más visos de verdad.

Barbosa era una visita infaltable en casa de la expléndida viuda y ésta pasaba largas horas en la tienda de Barbosa, revisando géneros y llevándose de ellos un buen surtido para su casa.

Si por casualidad se encontraban en algun paseo, era Barbosa el compañero obligado de la viuda, sin que los jóvenes de más rumbo pudieran arrancársela del brazo.

Sabiendo la señora de Iriarte lo que pasaba, quiso llamar á su nuera á una explicacion, tomándole cuenta de su conducta en nombre de su hijo y de sus nietas, pero la respuesta de Dominga heló de espanto á la buena señora.

—Piensa usted, señora, le dijo, que yo voy á hacer correcciones á las leyes de Dios que nos mandan olvidar á muertos y conformarnos con su pérdida, ó cree usted acaso que yo debo enterrar mi juventud y mi belleza porque á mi señor marido se le ocurrió morirse?

He de gozar de la vida hasta que la muerte me lo impida y los que no me quieran aceptar así, tal cual me ha hecho Dios, son muy dueños de darme la espalda, pero no consejos estúpidos que yo no pido y que no quiero aceptar en manera alguna.

Esta cuestion trajo un resultado violento que ocasionó un enfriamiento entre la suegra y la nuera, la que pocos dias despues se resolvió á irse á vivir con Isabel.

De esta manera quedaba más libre, y evitaba todo género de observaciones con respecto á su conducta futura.

La señora de Iriarte que habia silenciado lo que sucedia y evitado tener una cuestion con Dominga por temor que ésta se llevara sus hijas, descendió de su actitud al ver el giro que tomaba la cuestion y las consecuencias que podian tener para ella respecto á sus nietas.

—Es justo, le dijo entonces cambiando de tono, que quieras pasar una temporada con Isabel, pero espero que no querrás llevarte tambien á Hortensia y Edelmira, porque nos harias mal á las tres.

Yo conozco todos sus gustos y ellas están habituadas á mí: te las mandaré todos los dias si quieres, pero te pido no las saques de mi lado.

A Dominga le convenia por una parte no quebrar del todo con su suegra, y por otra de verse libre de la carga de sus hijas, así es que suavizando tambien la aspereza de su tono, dijo:

—Jamás he pensado en separar á mis hijas de usted, que tanto las quiere, pero tampoco es justo que me prive por completo de sus caricias.

Yo me voy á llevar á Hortensia para que me acompañe y usted se queda con Edelmira.

Dentro de unos dias me llevo á Edelmira y le dejo á Hortensia, y así sucesivamente hasta que volvamos á reunirnos y estar todas juntas, ¿le parece bien?

La señora de Iriarte, que no se habia atrevido á esperar tanto, aceptó sobre tablas aquella determinacion, agradeciendo á su nuera el cariñoso obsequio que le hacia.

—Yo estoy muy grata, hija mia, porque Edelmira me consolará en algo de tu ausencia y la de su hermana, que espero en Dios no sea tan larga; no te hagas desear mucho, y aunque al lado de tu madre, piensa en mí, que te quiero doblemente, al recordar que eras la suprema felicidad de mi pobre hijo.

Desde aquel dia Dominga se fué á vivir con Isabel, llevando á su hija Hortensia, condenada á respirar aquella doble atmósfera de veneno y á mantenerse en ella.

El desprendimiento de la madre robaba á la inocente Edelmira de aquellos ejemplos fatales y perniciosos que iban á corromper su espíritu inocente y purísimo.

Isabel vivia ya con don Pedro Gimeno.

Unos decian que se habia casado secretamente, pero los más aseguraban que vivia con Gimeno como habia vivido con Rivadavia, sin más vínculos que los del amor.

Fué en aquellos tiempos que se produjeron los acontecimientos políticos que engendraron la sangrienta tirania de Rosas.

Don Pedro Gimeno empezó entonces á figurar como siervo de aquella infamante tiranía y á levantar á fuerza de uña y de bajezas la fortuna colosal que se le conoció al poco tiempo.

Fué aquella la verdadera época de apogeo de aquellas dos exuberantes bellezas, que figuraban como dos constelaciones en el cielo rojo de la federacion.

Muchos sostienen que los favores que obtuvo Gimeno y la impunidad con que arañó las arcas de la Capitanía fueron debidos á la belleza de Isabel que se prodigaba entre aquellos sombríos personajes; pero dejemos esto á un lado que no es de nuestra incumbencia.

Dominga, al lado de Isabel, no hizo sinó entregarse por completo á la vida airada que habia llevado desde la muerte de Iriarte.

Isabel tenia siempre por ella una ciega idolatria que contribuia además de su ejemplo, á que la jóven rodase hasta el último tramo de aquel camino fatal.

Sus amores con Barbosa, no interrumpidos á pesar de sus múltiples aventuras de aquel género, fueron ya de una notoriedad evidente.

Ella misma reía picarescamente ante las bromas que con aquel motivo se le dírigian, contentándose con decir:

—Dejen gozar á cada cual de la felicidad que Dios le concede, sin preocuparse si la merece ó nó, pues desde que la tiene, es señal que la habrá merecido.

Pero sus amigos se burlaban de ella, asegurándole que no era permítido que tanta gracia y belleza fueran á manos de una persona tan destituida de toda condicion que pudiera hacerla acreedora á tanta felicidad.

Ninguno pudo explicarse jamás, de una manera satisfactoria, el secreto de aquella constancia, en una mujer tan famosamente mudable como la viuda de Iriarte.

Gastando de una manera exagerada, Dominga habia concluido con el poco dinero que le habia quedado; pero la madre era para ella una mina inagotable, una caja sin fondo, de donde sacaba y sacaba sin saciarse jamás.

Pero esto poco perjuicio podia ocasionar á Isabel, pues lo que gastaba Dominga lo reponia multiplicado D. Pedro Gimeno, cuya vindicacion no tardaremos tal vez en ver publicada.

Era tal la belleza de Dominga, tal la esbeltez de su cuerpo escultural y de una elegancia infinita, que á pesar de su vida vergonzosa y lamentable, se le veía continuamente rodeada de los hombres de mas importancia y jóvenes mas en boga que se disputaban una sonrisa suya, como el colmo de la felicidad.

Muchos llevaron su querella hasta discutirla con las armas en la mano, lo que llenaba de orgullo á la cruel coqueta, que un dia de un escándalo por este estilo salia á lucirse por toda la ciudad, como haciendo gala de lo sucedido.

Su hija Hortensia y Edelmira iban criándose entretanto entre tan diversos ejemplos: la primera familiarizándose con aquella vida de escándalo perpétuo y sin la menor teoria de virtud; la segunda perdiendo las bellas condiciones de su espíritu con los ejemplos de una moral intransigente, y de una virtud austera y arriba de toda ponderacion.

Las dos hermanas se veían con frecuencia, ya en casa de una ú otra abuela, profesándose un cariño tranquilo é íntimo.

Ambas oían con un religioso recojimiento la palabra de la señora de Iriarte que les hablaba en nombre de su padre, incitándolas al cariño mas tierno y á la union mas íntima.

Hortensia solia pasar algunas semanas al lado de su hermanita, semanas que aprovechaba su abuelita en embellecer los naturales sentimientos de su corazon, enseñándole á odiar el vicio, mostrándole de una manera palpable, la noble mision de la mujer en el mundo.

—No se separen nunca, hijas mias, les decia, y serán bien acreedoras á la eterna bendicion que desde el cielo les enviará su pobre padre.

Las niñas llegaron así á una edad en que fácilmente se daban cuenta de lo que pasaba al rededor de ellas, apreciando ciertos hechos de que antes no habian podido darse una exacta cuenta.

La vida airada de la madre llegó á no ser un misterio para ellas, lo que vino á ligarlas mas aún, en el cariño que se profesaban.

Hortensia, mas débil que su hermana, habia sido dominada por la madre al extremo de ser gobernada por la sola expresion de la mirada.

Es que Dominga cuando se hallaba contrariada daba á sus ojos tal expresion de ferocidad, que la pobre niña temblaba como si la amenazara el mayor peligro.

Edelmira era de un carácter mas varonil y decisivo, teniendo un valor mas firme para afrontar una situacion y sostenerse en lo que ella creía el camino recto, contribuyendo á la independencia de su carácter el haber vivido lejos de la madre, y sin que en su espíritu hubiera podido abrir brecha su ejemplo ponzoñoso.

Esto hacia muchas veces que las jóvenes tuvieran cierta manera diversa en apreciar ciertos hechos.

La contínua presencia de Barbosa al lado de Dominga, habia levantado una invencible antipatía en el corazon de Edelmira, que ésta trataba de disimular para evitar que aquélla se enojase.

Siempre que la jóven veía á Barbosa, su fisonomia adquiria una expresion repulsiva marcadísima, teniendo que hacer un violento esfuerzo para contener los ímpetus de su corazon.

Hortensia á su vez habia sentido la misma antipatía por aquella persona, pero la madre, conociéndola, le habia dominado á tiempo, logrando cambiarla por una cariñosa simpatia á fuerza de prédica y ponderaciones de su amante.

Dominga habia previsto que una enemistad antipática entre su amante y sus hijas podria traer fatales consecuencias, y habia puesto todo su esfuerzo, no solo en impedir que aquello sucediera, sinó en infundir á sus hijas cierto cariño por aquel personaje, cosa que nunca pudo conseguir de Edelmira, en cuyo corazon hacian mas fuerza los consejos de la abuela que las mismas amenazas de la madre.

El amor de Dominga por Barbosa era una pasion que la dominaba profundamente, tal vez sin que ella misma se explicara la causa.

Pero era una pasion que la conmovia y la llevaba á extremos de que ella misma no se hubiera creído capaz.

El amor de Barbosa habia vencido en ésta hasta el mismo amor á los hijos, que ocupaba en su corazon un sitio muy secundario.

Y era un raro amor aquél, que la permitia andar de pasion en pasion y de corazon en corazon, sin que por esto disminuyera en un ápice la locura de que por él estaba poseída.

Por él habia arrostrado el ridículo y la burla de sus mismos pretendientes á quienes queria agradar y que le echaban en cara lo que ellos llamaban una pasion risible, y por él habia llegado hasta cobrar antipatia á su hija Edelmira, que no se doblegaba á su voluntad como Hortensia.

Y así se veía que aquel ser perverso, altanero y voluntarioso hasta el último extremo, se plegaba suavemente á la voluntad de un hombre inferior á ella.

Su misma madre llegó á afearle semejante pasion mostrándole que aquello no le convenia en manera alguna, y se rebeló contra la madre, asegurándole que si queria vivir en paz con ella no tocara jamás este punto.

Era tal la pasion de Dominga por Barbosa, que aún siendo éste un hombre insignificante, tenia celos, celos de que fuera á enamorarse de él alguna otra, y arrebatárselo por medio de un matrimonio de amor y de conveniencia.

É imaginándose en la desesperacion en que la sumiria el abandono de su amante, llegó á concebir un plan monstruoso: casarlo con una de sus hijas, única manera de tenerlo seguro y perder para siempre este temor que se iba convirtiendo en pesadilla.

El plan era infame, digno solo de un ser maldito y embrutecido por toda clase de vicios.

¿Pero qué importaba esto á Dominga? ella queria á su amante sobre todas las cosas, tenerlo á su lado siempre y sin el peligro de perderlo, aunque para ello tuviera que despedazar el corazon de una de sus hijas.

Si hubiera sido necesario sacrificar á las dos, no se hubiera detenido, llevándolo á cabo con toda frialdad é indiferencia.

Ella tendria su amante, aun arrebatando el marido á su hija y convirtiendo su vida en un verdadero infierno de amarguras y sinsabores.

Pero aquella era obra larga y de difícil preparacion.

Se requeria mucho tiempo y mayor tino para preparar suavemente el corazon de la hija hasta producir sin violencia el hecho que deseaba.

Las niñas eran además muy jóvenes y habia que tener paciencia hasta que llegaran á una edad conveniente, tiempo que ella emplearia en preparar el terreno de manera que le asegurase el resultado que buscaba.

Con una frialdad inconcebible en el corazon de una mujer, no ya en el de una madre, Dominga meditó su plan, el modo de desenvolverlo y los elementos de que habia de valerse, para entregarse desde aquel momento á sembrar la primer semilla.

Faltaba ahora un punto importante á resolver: á cuál de sus hijas elegia como víctima de aquella iniquidad sin nombre.

Indudablemente la que mas se prestaba por su carácter débil y por el dominio que sobre ella ejercia, era Hortensia.

Edelmira era mas independiente, de voluntad mas firme y que ya profesaba á Barbosa una antipatia que Dominga estaba segura no poder combatir, ni aun por medio de fuertes castigos: al contrario, pues por este medio era expuesto que la antipatia se convirtiera en un ódio profundo.

La suerte de la pobre niña quedó así decidida desde el dia que la madre concibió la infernal idea, que no se atrevió á comunicar ni al mismo Barbosa por temor que éste, horrorizado, la rechazara.

Porque Dominga comprendia perfectamente todo lo inícuo de un plan que podia rechazarlo el mismo favorecido; pero ya lo hemos dicho, por lograr su objeto hubiera sido capaz, no ya de sacrificar, pero aún de despedazar materialmente el corazon de sus dos hijas.

Dominga empezó desde aquel dia á encomiar las virtudes del pobre tendero.

Con el pretexto de que era necesario se hiciera simpático á sus hijas, hacia contínuamente que Barbosa le regalara á Hortensia todas aquellas fruslerias que encantan el corazon de una niña, encargándose ella de hacer el elogio del regalo y de quien lo enviaba.

—Pobre, mi amigo, le decia: tiene locura contigo y no piensa sinó en todo aquello que pueda serte agradable.

Es necesario que tú le correspondas, hija mia, con todas las finezas que puedas y correspondiendo al gran cariño que te profesa.

Hortensia referia á su hermana todo esto, ponderando inocentemente el cariño y las atenciones de Barbosa.

Pero Edelmira, con un terror instintivo, le decia:

—No te fies, no te fies, hermana mia, de ese hombre, porque hay algo dentro de mí, que yo no me explico y que me dice que ese hombre va á labrar nuestra eterna desgracia!

—Pero si mamá misma me dice que es una persona excelente, de nobles sentimientos y que nos tiene un cariño paternal! respondia la inocente niña.

— Pero ¿de dónde va á nacer semejante cariño? respondia Edelmira: qué motivos tiene para profesárnoslo?

Créeme, hermana querida, no te fies de él, porque todo eso es hecho con una intencion que yo no alcanzo, pero que me hace temblar.

Mamá está ciega, hermana mia: ese hombre la domina, yo no sé porqué, y le hace creer cuanto se le ocurre.

Es preciso entonces que nos pongamos en guardia y observemos, no sea cosa que cuando acordemos ya el mal no tenga remedio.

Aquello no era exclusivamente el fruto de la observacion de Edelmira, muy jóven aun para fijarse en las cosas del porvenir.

Todas estas eran ideas que le inculcaba hábilmente la señora Iriarte, que aunque no podia sospecharse el plan tremendo de Dominga, sospechaba que todos aquellos regalos y cariños eran hechos con un fin perverso.

Hortensia regresaba á su casa dominada por las ideas y temores que le habia inspirado su hermana.

Pero bien pronto la voluntad y las ideas de la madre se imponian por completo en el ánimo de la niña.

Llegaba en seguida la noche, y junto con la noche Barbosa trayendo un nuevo regalo que Hortensia recibia halagada y convencida de que aquel hombre no obedecia mas que á un sentimiento cariñoso al obrar así.

—Pobre Barbosa! pensaba la inocente niña: Edelmira es injusta con este buen hombre! yo he de convencerla de que está equivocada.

Pero el convencimiento de Edelmira era superior á todas sus tentativas, como habia sido superior á los esfuerzos que en su corazon hizo Dominga.

—Esta criatura chúcara y díscola, decia Dominga Rivadavia, no parece hija mia! la educacion que le dá esa vieja estúpida está echando á perder todo su carácter y modo de ser.

Es preciso que yo la traiga á mi lado para que por lo menos se acostumbre á obedecerme sin tantos remilgos y tonteras.

Edelmira escuchó todo esto y vió que no le convenia ser franca y que era preciso disimular y mentir para conservarse al lado de su abuelita, por quien tenia un cariño inmenso.

Edelmira, de acuerdo con la señora de Iriarte, empezó á fingir que al fin se convencia que su madre tenia razon, y que Barbosa era un excelente sujeto, aunque para ello tenia que hacer esfuerzos supremos, pues aquel hombre habia llegado á hacérsele odioso, hasta el extremo que deseaba le sucediera cualquier desgracia que lo alejase de Dominga, alejando así el peligro de que se creía amenazada ella y su hermana Hortensia.

Dominga se engañó y demoró todavia el momento de traer á Edelmira á su lado, puesto que la niña habia venido naturalmente al camino que ella queria traerla.