Los grandes ladrones - Eduardo Gutiérrez - E-Book

Los grandes ladrones E-Book

Eduardo Gutiérrez

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Beschreibung

«Los grandes ladrones» (1881) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez que narra las aventuras y desventuras del ladrón Serapio Borches de la Quintana, un hombre de ademanes aristocráticos y educación esmerada, pero de oficio e instintos bajos.

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Seitenzahl: 451

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Eduardo Gutiérrez

Los grandes ladrones

 

Saga

Los grandes ladrones

 

Copyright © 1881, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726642261

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LOS GRANDES LADRONES

Ofrecemos hoy la curiosísima historia del ladrón más fino y más inteligente que haya venido á suelo americano.

Es la historia del célebre Serapio Borches de la Quintana, cuya astucia poco cumún puso en serio apuro á los más sagaces y viejos empleados de nuestra policía.

Serapio Borches de la Quintana no era lo que en el mundo lunfardo se llama un punguista que se dedica á robar el reloj ó la cartera de los bolsillos con más ó menos limpieza y maestría.

No era tampoco el escroshante que descerraja una puerta ó asalta una casa, exponiéndose á caer entre las garras del gallo policial, porque no ha tenido el tino ni el talento de tomar sus medidas para escapar á la acción de la justicia policial, ya errando el golpe, ya lográndolo.

No era tampoco el caballero de industria que, sin talento para crearlas, espía las ocasiones que le depara su buena suerte, para hacer un tiro cuyos resultados y beneficios ignora él mismo.

Serapio Borches de la Quintana era un ladrón de alto mundo, un ladrón aristocrático, que preparaba sus golpes con una sagacidad poco común, y los ejecutaba con increible talento, pensando y evitando de antemano, cualquier contratiempo con que pudiera tropezar.

Serapio Borches de la Quintana reunía á una inteligencia clara y robusta, una educación esmeradísima.

Sus modales distinguidos y su trato afable é interesante, lo hacían fuertemente simpático y predisponían en su favor al hombre menos confiado.

Por otra parte. Borches poseía un corazón de temple completamente español.

Bravo y sereno, no se arredraba ante ningún peligro.

Por el contrario, aquel las empresas para las que se necesitaba un ánimo de primer orden y un espíritu valeroso, eran las que emprendía con mayor placer.

Jamás, aún tomado infraganti delito, se le vió palidecer ante la presencia de ningún agente de policía.

Siempre sonriendo y con su aspecto de hombre honorable, trataba de evitar y destruir todos los cargos que pudieran hacérsele.

Con semejantes dotes, Serapio Borches de la Quintana era un ladrón temible, de cuyas manos era muy difícil salir ileso.

Serapio Borches de la Quintana debía pertenecer á una familia aristocrática.

Esto se comprendía á primera vista, en sus modales distinguidísimos y en su educación esmerada.

En cualquier otra senda de la vida habría sido un hombre notable y útil para la humanidad.

Pero su espíritu pervertido, á pesar de la manera delicada con que había sido cultivado, lo llevó por un camino en que fué célebre también, pero de una celebridad bien triste.

En la época de que arranca nuestro relato, Borches era un joven bastante hermoso, que vestía lujosamente, llevando las prendas que constituian su vestido con extremada elegancia.

La mujer más exigente se hubiese considerado feliz admitiendo los galanteos del joven que nos ocupa, cuya palabra persuasiva y apasionada hizo conquistas que hubieran sido la desesperación de muchos tenorios no vulgares.

Y merced á estas conquistas amorosas Borches realizó sus más famosos tiros y sus empresas más difíciles.

Borches tenía que luchar entonces con la admirable policía del señor O’Gorman, que ha sido la mejor que hemos tenido como organización y como personal de agentes.

Él tenía que luchar con la penetración y actividad pasmosa del comisario Francisco Wright, especie de Mr. Lecoq para cuya mirada de Mefistófeles policial no había artimaña posible ni medio eficaz de borrar el rastro de que se apoderaba.

Y sin embargo, Serapio Borches de la Quintana luchó con ellos, hasta el extremo de hacerse humo cuando más seguro lo creían.

Varias veces fué conducido al hotel del gallo después de serios trabajos, y enjaulado con todo género de precauciones.

Pero otras tantas Serapio Borches logró burlar á la justicia valiéndose de medios ingeniosísimos y del amor de una de las tantas víctimas de su finjido cariño, que le guardó fidelidad abnegada hasta el último trance de su vida aventurera.

Serapio Borches de la Quintana frecuentó los salones de nuestra alta sociedad, y encontró abiertas las puertas de las principales familias de Montevideo, donde dejó profundas huellas de su espíritu malvado y de sus uñas filosas.

En cualquier senda de la vida honesta, Borches hubiera llegado á ser hombre de gran fortuna, porque tenía las condiciones necesarias para ello.

Muchas veces halló á su paso personas importantes de nuestro comercio que, prendadas de su educación y hermosa inteligencia, le ofrecieron toda clase de protección para que se labrara una posición social de primer orden.

Pero él despreció todo esto, prefiriendo seguir por el camino de la perdición y de la crápula, hasta rodar á las crujías y los presidios, cuyos libros guardan su nombre como el del más famoso criminal que haya pasado por ellos.

¿Á qué podía obedecer esta tendencia hacia el crimen, en un hombre de espíritu tan bien cultivado?

Además de sus conocimientos generales, Borches era un grabador de gran mérito, cuyos trabajos de buril llevaban el sello supremo del arte.

Dedicándose á esto sólo, podía haber hecho una buena fortuna, aquí donde todavía no ha venido un grabador verdaderamente artista.

Pero él quiso hacer fortuna en menos tiempo, dedicando sus conocimientos á grabar planchas para fabricar billetes de banco y acuñar falsa moneda.

Y fué así el autor de una gran falsificación de billetes y de moneda tan perfectos, que sólo la casualidad pudo descubrir, después que Borches los hizo circular en todos los Bancos de Buenos Aires y Montevideo, donde por esta causa se vieron arruinados muchos comerciantes.

Tomada la falsificación con su autor y cómplices, Borches pudo aún entrar en la buena senda, pues muchas manos amigas se le tendieron.

Pero lejos de servirle de escarmiento este primer revés de la suerte, más bien le sirvió de estímulo, pues fué desde entonces que se lanzó de lleno en la vida del crimen.

Al ver su frente espaciosa que acusaba la inteligencia de que se se hallaba dotado, su mirada franca y suave, bañada por la mansedumbre de sus ojos castaños;

Al ver su nariz aristocrática y la expresión bondadosa de su boca siempre sonriente, nadie hubiera creído ver en Borches otra cosa que un joven opulento que viajaba en el mundo por placer.

Al través de aquella mirada que tomaba admirablemente la expresión que se le quería dar, no se podía entrever otra cosa que un espíritu gentil y caballeresco.

Y sin embargo, era todo lo contrario.

La vida de Borches está llena de episodios curiosísimos y variados.

Borches ha robado de todas maneras, logrando hacerse muchas veces de fortunas considerables, que gozaría hoy tranquilamente, á no ser por el comisario Wright, que fué el escollo donde se estrellaron siempre sus planes mejor combinados.

—Este maldito comisario Wright, solía exclamar, cuando caía en las garras de éste; este maldito á quien todo le sale bien, se ha propuesto cortarme las alas, sin duda por ser consecuente al significado de su apellido!

Se ha convertido en mi sombra perseguidora; pero no importa, lucharemos.

Lucharemos, y á la larga yo he de salir con la mía.

Y asi fué.

Durante los muchos años que Borches habitó Buenos Aires y Montevideo, mantuvo una lucha sin tregua con el inteligente y astuto comisario.

Muchas veces cayó en las trampas que éste le preparaba, pero muchas también supo burlar las combinaciones más seguras.

Y es que Borches no se lanzaba á la ejecución de un plan, sin haber meditado friamente todos los contratiempos que podía tocar y buscado una salida rápida y eficaz á las dificultades que preveia con un tino asombroso.

Por eso es que la policía se declaró impotente más de una vez, para descubrir robos que más tarde se supo habían sido cometidos por Serapio Borches de la Quintana.

Jamás empleó la violencia, ni entró ésta por un momento en sus planes.

No se asoció tampoco á otros ladrones, porque no encontró ninguno que estuviera á su altura.

Ocupaba algunas veces á otros ladrones, cuando materialmente él no daba abasto para la ejecución de algún buen negocio.

Pero no era más que para convertirlos en simples operarios ó peones, cuando falsificaba moneda, y no podía perderlo la torpeza ajena.

Pero en sus robos nunca empleó ajena ayuda, con excepción de una vez en que para lograr la más productiva de las estafas que realizó, necesitó un corista ó figurante.

Pero de tal manera lo educó y pulió para el acto, que fué un digno compañero de su admirable maestro.

Sólo entonces lo ocupó Borches, convencido de que, ni aun queriendo, podía cometer una torpeza perjudicial al negocio ni á su libertad.

Este cómplice fué un tal Torres, famoso criminal también, aunque de otro género, que nuestros lectores verán figurar más adelante, como autor de un célebre robo cometido en casa de la señora Ramona Salas, y de las heridas que recibió don Francisco Chas, que lo sorprendió en el acto de perpetrar el robo y que salvó milagrosamente de ser asesinado.

Esta fué la única ocasión en que Serapio Borches se valió de un cómplice, tan bien enseñado, que le dió los mejores resultados.

La víctima fué el señor Otero, acaudalado comerciante de Montevideo, para quien aquel robo fué la ruina.

Pero no apresuremos los sucesos que han de figurar en esta curiosísima historia, la más célebre en todos nuestros anales de Policía.

Ningun criminal se ha evadido del presidio con la astucia asombrosa de Serapio Borches.

Cada vez que ha sido preso, se ha empleado con él la más severa vigilancia, sabiendo que era un criminal difícil de conformarse á la pérdida de la libertad.

Y por más rigurosa que fuera esa vigilancia, por más cuidado que con él se tuviera, no sólo logró evadirse cuando menos lo hubieran pensado sus guardianes, sino que facilitó la evasión de otros criminales peligrosos, entre los que figuraban su cómplice Torres y el célebre Chavarria que asesinó á su esposa en un rasgo de celos.

Conociendo, pues, nuestros lectores al protagonista de la interesante historia que vamos á narrar, tomemos nuestro relato desde el año 1863, en que apareció en Buenos Aires, junto con dos hermanos suyos, el célebre Serapio Borches de la Quintana.

___________

LOS TRES HERMANOS

En el año 1863, se hallaban establecidos en el partido de Mar Chiquita, con una casa de pequeño capital, el joven Serapio Borches de la Quintana, en sociedad con sus dos hermanos José María y Miguel.

El pequeño establecimiento marchaba viento en popa, protegido por todo el vecindario.

Los tres jóvenes eran á cual más activo y honrado, lo que les valió le aprecio y cariño de cuantas personas los trataban.

Entre ellos descollaba Serapio, por su ingenio travieso y su trato jovial y ameno.

El tal Serapio trabajaba en el negocio con una constancia á toda prueba, lo que no le impedía divertirse como un desesperado en cuanta fiesta se daba por los alrededores.

Los dos hermanos lo querían apasionadamente, y aseguraban que Serapio era el que hacía prosperar el establecimiento porque tenía un talento especial, según decían, para los buenos negocios.

—No se aflijan mucho por este negocio, les decía, que esto no es más que vegetar para no perder el tiempo.

Dentro de poco hemos de realizar ganancias en grande, que ya se me han ocurrido y con las que en menos de un año vamos á ser ricos como ninguno.

Y los hermanos, que tenían una fe profunda en el talento y buen tino de Serapio, vivían contentos y mecidos por la alegre esperanza de ver pronto realizados todos aquellos planes de buena fortuna.

Cada vez que se daba algún baile en los alrededores, la gente alegre hacía toda clase de empeño por que asistieran los tres hermanos, pero siempre eran infructuosos todos ellos, pues respondían que no podían desamparar el negocio.

Serapio era el primero en decir:

—Más tarde, cuando nos hallemos más desahogados, hemos de armar cada jaleo que meta miedo.

Por ahora es preciso atender el negocio para que no se lo lleve la trampa.

Sus hermanos influían con Serapio para que fuera, asegurándole que ellos lo atenderían como si él no faltara.

Tenían, como hemos dicho, un amor entrañable por Serapio y deseaban verlo feliz y contento, conociéndolo amigo de fiestas y diversiones.

Éste cedía por fin á los empeños de sus hermanos, é iba á los bailes donde era el niño mimado de concurrentes y dueños de casa.

Otras veces Serapio hacía todo lo posible por quedarse en casa y que fueran sus hermanos á divertirse, pero nunca podía lograrlo.

Ellos, como más amigos del trabajo que de las diversiones, y como en no concurrir no se hacían la menor violencia. Serapio concluía siempre por ser él quien concurría al baile ó á la jarana en cuestión.

La casa de los hermanos Borches, era por otra parte el punto de reunión de la gente acaudalada del partido y del paisanaje, que tenía también un cariño especial por los tres hermanos, al extremo de venir á gastar allí su dinero, aunque tuvieran que hacer largas jornadas.

Los más serios y reposados hallaban un verdadero placer en el trato ameno y distinguido de los tres hermanos.

Los jóvenes pasaban momentos felices admirando la fecundidad de ingenio de Serapio y festejando sus ocurrencias originales y chistes inagotables.

Alables é igualmente buenos para todos, atendían á los paisanos con la mayor paciencia, terciando en sus alegres conversaciones.

Muchas veces juntábanse allí tres ó cuatro payadores de los buenos, y entonces el coparío se multiplicaba, pagando siempre los dueños de casa las dos últimas vueltas.

Los paisanos se hubieran dejado sacar del cuero una corona, para aquellos jóvenes tan buenazos y tan complacientes con ellos.

Entre las muchachas del partido, era Serapio quien se llevaba la palma.

Todas ellas se derretian ante su palabra amorosa y le miraban como al más sublime partido á que pudiese aspirar una mujer exigente.

Pero si Serapio las atendía á todas con igual distinción y agrado, no demostraba preferencia por ninguna de ellas en particular.

—A Serapio no se le conquista á dos tirones, decían las muchachas. Tiene más horror al casamiento que á la miseria.

Y desplegaban todos sus atractivos para reducir al matrimonio aquel corazón rebelde y aquel espíritu galante.

—¿Y por qué no te casas? solían preguntarles sus hermanos, conociendo el empeño que por él tenían varias muchachas.

Aquí hay mujeres hermosas y de regular fortuna para pobretes como nosotros.

Tal vez hallarás entre ellas tu media naranja y tu buena fortuna.

—Es inútil, respondía Serapio.

No está entre ellas la mujer á que yo aspiro y que puede hacerme feliz.

Ya la buscaremos en otra sociedad más elevada, pues no se halla en ésta.

Y seguía alabando á todas sin mostrar una seria preferencia por ninguna.

Sin embargo de esto, no faltaba quien aseguraba que Dorotea había vencido todos los escrúpulos de aquel corazón ardiente y rebelde.

Algunas llevaban sus bromas hasta ofrecérsele de padrino para la próxima boda, pero él rechazaba las chanzas con la finura que le era característica, asegurando que aquello no podía ser, porque la misma Dorotea, estaba seguro, no había fijado en él sus ojos.

Pero no por esto los amigos cesaban en sus bromas, que redoblaban por la misma razón que él no confesaba la partida.

Dorotea era una hermosísima niña, en cuyos ojos se había estrellado más de un corazón amante y apasionado.

Hija de un hombre medianamente rico del partido, Dorotea se había educado en Buenos Aires, frecuentando los centros de buena sociedad.

Así es que en el partido de la Mar Chiquita, era la niña más distinguida, á cuya mano aspiraban los jóvenes más acomodados, como á un beneficio del cielo.

Pero fuera que Dorotea aspirara á un partido mejor, fuera que ninguno hubiera sabido tocar las fibras de aquel corazón delicado, el hecho es que ninguno había conseguido de ella la más insignificante mirada que pudiera alentarlo en su empeño.

Dorotea tendría entonces unos diez y siete años, unos ojos celestes que parecían luceros engarzados en párpados humanos y el talle más gentil y flexible que se halla visto jamás.

Montaba á caballo con una gracia infinita y cantaba en la guitarra con una pequeña vocesita de soprano, pero sumamente afinada y timbrada por un sentimiento lleno de pasión y de dulzura.

Serapio fué el primero que hizo latir aquel corazon, en cuyos senos dormitaba un amor lleno de pureza y de abnegación.

Y él despertó de su letargo aquel corazón noble, sin prever las consecuencias de la pasión que provocaba.

Ante la mirada suavísima de Borches, ante su espíritu delicadísimo y ante su trato distinguido, el corazón de Dorotea latió de una manera hasta entonces desconocida para ella.

Serapio no le había dirigido palabra alguna de amor, tal vez no había él querido despertar el sentimiento que rebosaba en aquel corazón.

Pero Dorotea se había enamorado con esa fuerza de pasión que hacen de la mujer el ser más valiente que se conozca.

Con el frecuente trato de Serapio; aquel amor fué aumentándose de una manera violenta, hasta que revistió ese carácter de imposición á que ningún hombre puede resistirse.

Serapio vió la pasión que se desprendía de la expléndida mirada de Dorotea y que rebosaba en todo su sér.

Vió la palidez que el amor extendía por el hermoso semblante de la joven, y fuera por cálculo ó por temor, no hizo la menor demostración por la cual pudiera pensarse que correspondía á aquella pasión que ya la joven no trataba de disimular.

En las reuniones donde se encontraba con otras mujeres, Dorotea sufria momentos amargos.

Con su tino delicadísimo, Serapio trataba de conducirse con las demás jóvenes de manera de no despertar en ella la pasión de los celos.

Pero por más cuidado que en ello ponía, no podía impedir que Dorotea mirara con despecho á la mujer con quien él había bailado ó conversado un rato que á ella le había parecido demasiado largo.

Una vez Dorotea creyó ver ó vió que Serapio hablaba con cierto interés á una joven Emilia, bastante hermosa.

Y cuando Serapio se le acercó, le dijo trémula y conmovida:

—Si usted desea cultivar el trato de mi amistad, es preciso que no vuelva á hablar con esa mujer sino lo necesario para cumplir las exigencias de la sociedad.

—¿Y por qué motivo, preguntó Serapio con una finura delicadísima, si se puede saber?

Dorotea bajó la mirada y con el rostro encendido por la pasión más pura, repuso:

—Porque estamos enemistadas desde hace tiempo y no quiero que las personas que me frecuentan tengan con ella mayor relación.

Serapio comprendió todo el alcance de las palabras de Dorotea, pero se hizo el disimulado.

—Sin embargo, dijo, yo no puedo hacer una cosa impropia que me pondría en una situación dura.

Yo puedo huir la frecuencia de su trato, pero no podría desairarla así públicamente, sin faltar á las más vulgares reglas de educación.

—Usted hará lo que le parezca, contestó Dorotea con una firmeza increíble, pero si mi amistad le interesa, es preciso que renuncie por completo á la de esa mujer.

Borches aceptó la imposición y no volvió á acercarse á Emilia en toda la noche.

Después supo que no existia tal enemistad entre las dos mujeres, y que aquello ora sólo un pretexto que Dorotea había tomado para disculpar sus celos.

Y tuvo miedo de aquella pasión que se iniciaba de una manera tan violenta.

Pero siguió cultivando la amistad de Dorotea sin pronunciar la menor palabra ni cometer la menor acción que descubriera ante la niña que había leído en su corazón como en un libro.

Serapio, con el trato frecuente, empezó á interesarse cada vez más sensiblemente de Dorotea, hasta que sintió flaquear sus propósitos.

Quiso esquivar el trato de Dorotea, pero ya no le fué posible.

Se habia enamorado también de la hermosura y del espíritu de Dorotea.

Viéndose correspondido de una manera tan decidida, cualquier otro joven, en su lugar, hubiera apresurado el desenlace más natural de aquella aventura.

Pero Serapio había meditado friamente, y á pesar de estar interesado su corazón, ya había dicho que la compañera de su vida la había de buscar en otra esfera más superior.

¿Qué más podía ambicionar aquel joven, que una mujer hermosa, de espíritu bien cultivado y de una fortuna que aunque mediocre era el punto de partida de otra mayor?

Sabe Dios qué proyectos tendría Serapio cuando desechaba un enlace tan ventajoso bajo todo punto de vista.

Dorotea, recatada al principio, no pudo ocultar ya su amor por el joven, y viendo que éste nada le decía, empezó á demostrárselo sin el menor recato.

Serapio no pudo ya á su vez hacerse el desentendido, y arrastrado por la pasión que palpitaba en el seno de Dorotea, una tarde que hablaban los dos bajo la ramada, le declaró su amor en un lenguaje que hubiera interesado á una mujer indiferente.

Dorotea se sintió subyugada por aquel lenguaje dulce y persuasivo.

Sintió desbordarse en su corazón todo el amor que le inspiraba el joven, y se entregó por completo al goce de aquella pasión al fin correspondida.

—Seguiremos hasta donde sea posible, pensó Borches, y desde aquel momento se vió tarde á tarde con Dorotea, que sólo pensaba en el día cercano que alumbraría la realización de su más hermoso sueño:

Unirse para siempre al joven Borches.

Fué entonces que los amigos que algo habían entrevisto, empezaron á darle bromas con Dorotea, bromas que él rechazaba alegremente.

Llegó un momento en que fué preciso definir claramente la situación.

El padre de la joven para quien Serapio era fuertemente simpático, veía con agrado los galanteos de que era objeto su hija, esperando de un momento á otro que Borches le manifestara sus intenciones.

Hombre sencillo y de noble espíritu, no creía en la maldad ajena ni había sospechado nunca que aquel joven honrado y distinguido fuera capaz de cometer ninguna acción ruin.

Un día llamó á su hija y le preguntó alegremente:

—¿Y cuándo te pide tu novio?

Supongo que para casarse no es necesario esperar á tener canas.

Dorotea bajó la juvenil cabeza y se puso encendida de una manera que hubiera llamado la atención de cualquier hombre menos inocente que el buen paisano.

—Vamos, hombre, agregó acariciando la hermosa cabeza de Dorotea.

El tener novio no es un delito, aunque este novio sea tan completo como el tuyo.

La cuestión es casarse pronto y no estar ahí perdiendo el tiempo y dando que hablar á la gente.

Dorotea guardó silencio y dos gruesas lágrimas rodaron hasta su seno escultural.

¿Qué impresión rara habían producido en su espíritu aquellas palabras sencíllas que arrancaban á sus ojos lágrimas que indudablemente no eran de alegría?

¿No estaban ellas en armonía con sus aspiraciones?

¿Por qué bajaba entonces la cabeza como avergonzada y guardaba silencio?

—Si mis palabras te causan alguna pena, no te aflijas, concluyó el padre.

Hagamos de cuenta que nada te he dicho.

Esperaremos que se cansen de andar pelando la pava y vengan á lo positivo.

Y se alejó dejando á su hija en el mayor desconsuelo.

Veamos lo que pasaba en el espíritu de Dorotea, que tan abatida había quedado por aquellas palabras tan sencillas y cariñosas.

Con la mayor inocencia de este mundo, se había entregado al amor de Serapio, que le había empeñado su palabra de honor de casarse así que realizara un negocio que tenía entre manos.

Con una fe ciega en el cumplimiento de aquella palabra, se dejó arrastrar con la pasión de su cariño y cayó al abismo donde sin calcularlo ó con toda perfidia la empujó Borches.

Fué entonces que temiendo consecuencias fatales exigió á Borches el cumplimiento de su palabra, obteniendo una respuesta con que la tranquilizó todo cuanto era posible en su situación difícil.

—Dentro de un mes, le dijo Serapio, realizo el negocio que traigo entre manos y nos casamos inmediatamente.

Damos después un paseo por Montevideo ó cualquier otro punto y no volvemos por acá hasta dentro de dos años.

Descansa en esta promesa sagrada y confía en mi amor.

Ya sabes que eres lo más querido que tengo en el mundo.

Dorotea fió en aquella promesa y siguió viéndose diariamente con Serapio, que parecía amarla de una manera entrañable.

Pero cuando su padre le habló de aquella manera. Dorotea sintió vergüenza, comprendió todo el alcance de su falta y resolvió exigir á su amante el cumplimiento de la sagrada palabra empeñada.

Y aquella misma noche le habló severamente.

—Es necesario que mañana hables con mi padre, le dijo, porque hoy me ha preguntado cuando me caso y no he tenido el coraje de afrontar su mirada.

—Espera un poco, replicó Serapio algo confundido.

Dentro de quince días, á más tardar, realizo mi negocio y hablo en seguida á tu padre.

—¿Y para qué necesitas de semejante negocio?

Él no hace falta para que realicemos nuestra unión, que es un deber sagrado.

Puedes realizarlo después, que será siempre lo mismo.

Imposible, contestó Serapio cada vez más confundido.

Yo carezco ahora de los recursos necesarios para formar un hogar, y espero realizar un negocio que me los dará en abundancia.

Dorotea se sentió de pronto exaltada por un presentimiento que la heló de espanto.

—Podemos esperar los quince dias que necesitas, dijo, pero esto no impide que hables mañana con mi padre y le impongas de tus proyectos, fijando el día de nuestra unión.

Si no haces esto me expones á que dude de tí, y yo tengo miedo, tengo miedo. Serapio, de dudar de tu palabra, porque á la sola idea siento que mi razón se escapa.

Borches temió á su vez despertar la duda en aquella alma cándida, y prometió hablar al padre de Dorotea como ésta lo deseaba.

—Un compromiso más ó menos, pensó, en nada ha de perjudicarme, puesto que prometiendo no se pierde nada.

Ganaré tiempo, que es lo que necesito, y cuando la situación llegue á ser más tirante, trataremos de hallar remedio.

—Descansa en la promesa de mi fe, dijo á su amante, que mañaña hablaré con tu padre, y verás que nunca ha de llegar el caso en que tengas que arrepentirte del amor que me profesas.

Concluyó estas palabras con un apasionado beso y se despidió hasta el siguiente día.

Aquella noche la pasó Borches meditando sobre su situación comprometida.

Indudablemente su proceder era malvado, puesto que jamás pensó casarse con Dorotea.

La única cuestión para él era disfrutar el mayor tiempo posible de aquel amor, y tratar de evitar por el momento el verse forzado á abandonar á Mar Chiquita, donde necesitaba permanecer algún tiempo más, para realizar un plan diabólico que traia entre manos desde tiempo atrás.

—Es necesario matar en Dorotea el gérmen de la menor sospecha, se dijo, y que siga creyendo en mi palabra con la fe de siempre.

Si para esto es necesario hablar con el padre y fijar día para el enlace, la complaceré, pues á nada me expongo con esto y gano tiempo, que es lo principal.

Y efectivamente, á la siguiente mañana, se fué á lo de Dorotea, á hablar con el padre, según lo habia prometido.

Al verlo llegar, la joven sintió disiparse sus crueles dudas y le salió al encuentro, con el rostro iluminado por la más íntima alegría.

—Te esperaba, le dijo, porque tengo en tu palabra una fe inconmovible, pues conozco tu corazón hidalgo y tu espíritu noble.

Ese corazón que tantas veces ha latido sobre mi pecho, no había de ser el corazón de un villano.

Era necesario ser pérfido hasta lo infame, para engañar, sin razón alguna, á aquella pobre niña.

Y sin embargo, sus palabras sentidas y nobles no hicieron ni siquiera vacilar á aquel espíritu satánico en sus proyectos miserables.

Estrechó cariñosamente la mano de Dorotea y se dejó conducir por ella hasta donde estaba su padre, sonriendo como podía haber sonreído el hombre más feliz de la tierra.

—Buenos dias, don Andrés, le gritó en cuanto le vió.

Aquí vengo á hacerle un tiro al alma, porque tengo la pretensión de quitarle lo que usted más estima.

—Dios lo guarde, amigo Borches, contestó don Andrés, dando rienda suelta á su alegria, pues había presumido á lo que el joven podía venir.

—Para eso tiene uno prendas, para que el día menos pensado se las lleve el moro ó el cristiano.

Pero en este caso yo digo como el refrán: «Lo que se ha de comer el moro que se lo coma el cristiano.»

Borches sonrió y se sentó frente á don Andrés.

Dorotea, que no habia abandonado la mano que le tomó al principio, lloraba y reía al mismo tiempo, mirando ya á su padre, ya extasiándose en la contemplación de su amante.

—Hable no más, amigo, dijo don Andrés, sin tratar de disimular su alegria.

¿Qué prenda anda buscando por acá, que haya sido digna de despertar su codicia?

—¡Pues no es nada lo del ojo! exclamó Borches con la mayor naturalidad.

Lo que yo vengo buscando es nada menos que «la flor del pago», como llaman aquí á Dorotea.

Me he cansado de andar soltero, don Andrés, y como tengo miedo de que alguno más feliz pueda ganarme de mano, me apresuro á pedírsela por compañera de mi vida.

Por más preparado que estuviera don Andrés, no pudo contener un expresivo movimiento de alegría, que por un momento le embargó la palabra.

—Lo que es por mí, replicó, aunque sea ahora mismo.

¡Eso sí que me gusta, canejo!

¿Y qué dices tú, chiquilina?

Falta tu consentimiento, pues lo que es por mí ya está todo arreglado.

Dorotea, por toda contestación soltó la mano de Serapio y se abrazó á don Andrés, llenándolo de besos y de caricias.

—¿Qué he de decir, padre mío? exclamó así que se hubo calmado.

¡Qué soy la mujer más feliz de la tierra!

¡Bendito sea Dios que me ha conservado una dicha tan grande!

Borches presenciaba aquel cuadro lleno de ternura sin inmutarse.

Comprendia que no podía haber nada más villano que la acción que iba á cometer, y sin embargo, ni un solo momento pensó en echarse atrás.

Aquella doble alegría, tierna manifestación de dos corazones honrados, no encontró en el suyo el menor eco que le hiciera cambiar de propósito.

—Usted será entonces el que disponga, dijo don Andrés.

¿Cuándo quiere casarse? ¿hoy, el sábado, la otra semana?

Pues no hay más que hablar, porque fletaré una galera y nos iremos á la misma ciudad si es preciso.

—Por mi parte, contestó Borches, quisiera efectuar ahora mismo este casamiento que va á hacer la felicidad de toda mi vida.

Pero tengo que esperar por lo menos quince días, tiempo que necesito para realizar un buen negocio que tengo entre manos.

—¿Y qué falta hace semejante negocio? exclamó don Andrés.

Aquí no hace falta sino un cura.

El negocio lo realizará ya casado.

—No puede ser, don Andrés.

Nuestro pequeño capital no me permite los gastos que necesito hacer, y el negocio en que ando debe dejarme una utilidad soberbia.

—Pues no hay negocio que valga, contestó don Andrés, ni usted necesita más dinero que el que yo tengo, gracias á Dios.

Conque á decir cuanto hace falta y arreglar las cosas lo más pronto posible.

Dorotea llenaba de caricias á su padre, alborotada con su proceder.

Borches demostró una alegría que estaba muy lejos de sentir y quedó desconcertado ante aquella salida que no habia previsto y que le ponía en nuevo apuro.

—Agradezco en el alma su proceder, don Andrés, dijo, pero quiero completar mi felicidad casándome con el fruto de mi trabajo.

—No hay fruto ni fruta que valga; para eso tengo yo plata y para eso se me antoja correr yo con todos los gastos del caso.

—De todos modos y fatalmente, replicó Borches, apelando á todo su ingenio, hay que esperar unos días, porque no me han llegado mis papeles que pedí con anticipación, y que no deben tardar.

—¿Y qué más papeles que la voluntad de ustedes? exclamó don Andrés, que no entendía estas cosas.

—No es bastante, replicó Borches, pues sin ellos no han de querer casarnos, y explicó á don Andrés y á Dorotea de que para aquel acto, los papeles de familia eran de una necesidad imperiosa.

No hubo, pues, más remedio que conformarse y esperar los días que Serapio había indicado.

—Ya que es preciso esperar, exclamó Dorotea pesarosa, esperemos, aunque esta dilación se me clava en el corazón como tina espina.

No sé por qué tengo ahora un miedo que nunca he sentido.

Me parece que me fuera á morir sin ver realizada nuestra felicidad.

Yo no sé por qué será esto.

Comprendo que no tengo razón y que es un disparate, pero tengo miedo.

Y fijó su hermosa mirada en Borches, que tembló ante su rara intensidad, temiendo fuera á leer lo que pasaba en su corazón.

— Durante esos pocos días, dijo, pasaré con ustedes el mayor tiempo posible.

—Ya que no puede ser de otro modo, dijo Dorotea, esperaremos.

Serapio pasó todo aquel día y gran parte de la noche al lado de su amada y de don Andrés, que no se cansaba de hacer proyectos para el porvenir.

El lenguaje persuasivo y apasionado de Borches, disipó por completo del espíritu de Dorotea hasta la última sombra de su fatal presentimiento.

Cuando se retiró despidiéndose hasta el día siguiente, la dejó conforme y feliz.

—¡Es lástima que se haya propuesto realizar el tal negocio para casarse! dijo don Andrés á su hija.

Casualmente tengo todavía en casa el dinero de esa última hacienda que vendí.

¿Y en qué diablos puedo emplearlo mejor que en asegurar tu porvenir?

De todos modos, cuanto yo tengo es de ustedes, ó tarde ó temprano tendrán que recibirle, cuando la muerte cierre mis ojos para siempre.

—Déjese de hablar de esas cosas, contestó Dorotea, cuando no se debe tratar sino de nuestra presente alegría.

Cuando Serapio reciba sus papeles, yo haré de modo que no espere la realización del negocio para casarnos.

Ya tendrá tiempo de sobra para realizar éste y cincuenta más.

Y se retiró á su cuarto, no á dormir, sino á entregarse por completo á la felicidad que la embargaba.

Serapio Borches, por su parte, no pudo pegar los ojos en toda la noche, meditando alguna salida á su situación dificil.

—El plazo se puede alargar, pero de una manera limitada.

El plazo de quince días puede estirarse hasta un mes, aunque con algunas dificultades.

Pero vencido el mes, Dorotea volverá con justas exigencias, porque á medida que pasa el tiempo su situación se hace insostenible.

Y puede llegar el caso en que D. Andrés me exija reparar la falta cometida y tenga yo que hacerlo así, ó tener que escapar dando algún gran escándalo.

Es preciso ganar tiempo y esperar el giro que tomen las cosas.

De todos modos en las situaciones más apuradas es donde yo encuentro los mejores medios de salir airoso.

Esperaré entonces mientras pongo en ejecución el mejor de los nego ios.

Y se durmió con la primera luz del dia, como si la acción que meditaba no hubiera sido la más ruín y cobarde.

Cerca de la noche se trasladó á casa de Dorotea donde no se habló sino de su próximo enlace, como si él importara realmente la felicidad de toda su vida.

—Créame, amigo, le decía don Andrés.

Disponga como cosa suya del dinero que le ofrezco.

Mire que al fin y al cabo de ustedes es, y yo para nada lo necesito.

—No es posible, don Andrés, contestaba Borches.

No faltaría algún espíritu perverso que pensara que aquí me había traído el intéres y no el sentimiento más puro.

Realizando mi negocio me sobrará el dinero, y así la felicidad de Dorotea se deberá exclusivamente á mi trabajo.

—Esos son orgullos que no se deben tener conmigo y que yo los tomaré á ofensa, contestaba don Andrés.

No puede usted darme mayor prueba de aprecio que tomar el dinero que le ofrezco.

—No hablemos más de esto, don Andrés, porque es inútil, contestó resueltamente Serapio.

Más bien le pediré su protección, si la necesito para el negocio que emprendo, y será lo mismo.

—Pues yo voy á fallar en el pleito, dijo Dorotea como parte interesada.

Si dentro de los quince días que el mismo Serapio fijó no se ha realizado el negocio, él aceptará el dinero que usted le ofrece, dinero que podrá devolver si quiere cuando lo realice.

¿Acepta este fallo?

Borches creyó prudente no oponerse y aceptó lo que proponía Dorotea.

¡Dentro de quince días, pensó, sabe Dios dónde me encontraré!

Entonces, añadió en alta voz, no hable más del asunto hasta dentro de quince días.

Espero que para entonces lo tendré todo arreglado.

Y se despidió hasta el día siguiente.

Pero no se alejó de la casa.

Esperó por los alrededores á que don Andrés se entregara al reposo, y cuando lo creyó dormido, volvió á hablar con Dorotea como en las noches anteriores.

Los dos amantes permanecieron juntos hasta el alba, entregada Dorotea por completo á las caricias de su amante y á pensar en el porvenir venturoso que la esperaba.

—Deseo, le decía, que estos quince días, vuelen con la rapidez de las horas venturosas que paso á tu lado.

Yo no sé por qué en medio de tanta felicidad el corazón me anuncia una desgracia.

—Si no es mi muerte, contestaba Borches, nada tienes que temer, pues sólo la muerte podría robarme á tu corazón.

Quince dias son un soplo, alma mía, para la eternidad de alegrías que nos esperan.

—Es que quince días en mi estado, son mucho, Serapio.

Mientras ellos pasan con una lentitud aterradora, puede descubrir mi padre la falta que cometí, y ante este temor solo, me parece que el cielo se desploma encima de mí.

—No te aflijas, mi alma, terminaba Borches con su voz más melodiosa.

Me es demasiado cara tu felicidad para que la deje empañar por la menor sombra de desventura.

En menos de quince dias realizo mi negocio, que se reduce á una simple especulación de hacienda, nos casamos y nos vamos á pasear á Montevideo hasta que se disipen todos tus temores.

¡Ya verás qué felices vamos á ser, alma mía!

Si por casualidad falla cualquiera de mis esperanzas, acepto la oferta de tu buen padre y nada se habrá perdido, puesto que de todos modos tengo que esperar los papales que mandé traer, sin los cuales sería muy difícil que nos quisieran casar.

Mañana ó pasado hablaré con don Andrés respecto á mi especulación, y ya verás como él tambien la encuentra razonable y segura.

Ella importa no solo el principio de nuestra fortuna, sino la de mis hermanos con quienes ya sabes que trabajo en sociedad.

Al rayar el alba Serapio se puso en marcha á su casa, dejando á Dorotea perfectamente feliz y tranquila.

—Hasta luego, la dijo enviándole un beso con la mano, y retirándose á su habitación, temiendo de ser sorprendida por su padre.

Desde aquella noche desechó todo temor, profundamente convencida de la buena fe con que hablaba Serapio, y de la nobleza de su leal corazón.

Llegó hasta encontrar justo que su amante no recibiese el dinero ofrecido por su padre, prefiriendo casarse con el que iba á adquirir en una especulación honesta.

Aquello era lo más lógico de este mundo, tratándose de un joven delicado y distinguido como Serapio.

—Cuando nos casemos será otra cosa, pensó.

Entonces, sin que nadie pueda evitarlo y sin que su delicadeza se ofenda, podrá disponer de nuestra fortuna, que será la suya.

Y mecida por estos arrullos, se entregó al reposo más tranquilo.

Entretanto, veamos cuál era el pérfido plan del malvado Serapio Borches de la Quintana.

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LA VERGÜENZA Y LA RUINA

Serapio habló con sus hermanos aquel día de su casamiento y de la especulación que debía dejarles una fortuna, para ellos que recién empezaban á trabajar con un capital tan reducido.

—Me caso, le dijo, con una muchacha que ustedes conocen y que supongo que no tendrán escrúpulos de recibir como hermana.

Me ha llegado mi San Martin y he caído en el garlito.

—¿Y con quién es la boda? preguntaron sus hermanos, que aunque ya tenían noticias del suceso porque don Andrés lo había contado á todos, querían hacerse los ignorantes.

—Me caso con Dorotea, la hija de don Andrés.

Es una joven de mérito, á cuyo lado creo que seré feliz.

Los hermanos celebraron la noticia alegremente, pues como se sabe, la joven reunia todas las condiciones que un hombre puede desear.

—¿Y cuándo es la boda? preguntaron, pues es justo que echemos el rancho por la ventana.

—Dentro de quince días.

Está ya fijado este plazo improrrogable.

—¡Al diablo! dijo Miguel—es muy poco tiempo ese para casarse como Dios manda.

No vas á tener tiempo de preparar nada para el arreglo del nuevo nido.

—Es verdad, pero poco importa, porque en cuanto me case me voy á pasar unos meses á Montevideo.

Es preciso y urgente hacerlo así, agregó Serapio seriamente, pues tal vez en el tiempo que gane está la salvación de mi delicadeza.

—Entonces, dijeron los jóvenes, no hay nada que observar y cuanto antes mejor.

Con decir en lo que podemos ayudarte estamos del otro lado, puesto que nos debemos una verdadera ayuda de hermanos.

—Por ahora no necesito nada.

Ya sé que cuento con ustedes como conmigo mismo.

Ahora vamos á otra cosa tan seria como la anterior, puesto que en su realización va nuestro porvenir ó por lo menos el principio de nuestra fortuna.

Con nuestro actual negocio no haremos nunca más que vejetar.

Es preciso emprender algo que nos deje más rápida y mayor utilidad, y yo he pensado ya en una especulación segura y de fácil realización.

Mano á la obra si les parece bien y salimos de pobres para siempre.

Ya hemos dicho que los hermanos de Serapio tenían una gran fe en su talento y buen tino.

Desde que Serapio hablaba de aquella manera, el negocio era magnífico y de resultados seguros.

Se sentaron, pues, al lado de Serapio, y prestándole la mayor atención, le pidieron que hablara, en la inteligencia de que cualquiera que fuese la especulación, estaba aceptada de antemano.

—Tienes un tino especial para los negocios, te lo hemos repetido siempre, dijeron, y eres el que manejas nuestro pequeño capital.

Habla, pues, que estamos ávidos de conocer tu pensamiento.

Serapio guardó silencio un momento, mirando cariñosamente á sus hermanos, y empleando en ello toda la elocuencia de que era capaz, les reveló su plan en seguida de una manera deslumbradora.

—Tengo noticias seguras, les dijo, de que en los corrales de Buenos Aires se está vendiendo la hacienda á precios de primer orden, preque han de subir diariamente porque han empezado á exportar carne para la Banda Oriental y para. Europa mismo.

Entre los precios á que se vende la hacienda en Buenos Aires y á los que aquí se puede obtener, hay hoy una diferencia de cien pesos por cabeza, diferencia que mañana ó pasado puede subir á ciento cincuenta.

Como aquí ignoran aún ésto, valiéndonos de nuestras relaciones, podríamos obtener hacienda á precios ventajosísimos y realizarla con pingüe utilidad.

Pero la cuestión es que se necesita poner manos á la obra sobre tablas.

Los especuladores de Buenos Aires que no se duermen en las pajas, si no han salido ya, saldrán pronto al campo á comprar hacienda y la harán subir de precio, como es natural.

Entonces, aunque siempre podríamos hacer un buen negocio, los re sultados no serían tan brillantes como pueden serlo haciendo el negocio hoy mismo ó mañana á más tardar.

Así tal vez alcanzáramos á hacer dos tropas con los mismos resultados, antes de que suba la hacienda.

Los hermanos de Serapio quedaron deslumhrados ante la magnífica especulación que aquél había pintado con los colores más vivos de su ingenio vigoroso.

Ya se les figuró que multiplicaban el capital empleado y aceptaron de lleno la luminosa idea.

—Lástima es, le dijeron, no poder disponer de una fuerte suma.

Los resultados de estos negocios son más expléndidos, mientras mayor es el capital.

Pero ¿qué diablos vamos á hacer con la pequeña suma de que podemos disponer en el momento?

¿Y cómo nos vamos á manejar para conducir las tropas, confiadas á una persona extraña?

—Esto es lo de menos, pues ya he pensado en los detalles.

Acompañado de buenos peones, yo mismo conduciré la hacienda.

El éxito de la operación consiste precisamente en la rapidez con que se ejecute y ninguno se tomaría el cuidado como yo.

Además que empleando otra persona lo pondríamos en el secreto del negocio, lo que nos traería dificultades para repetirlo.

En cuanto á lo primero, no hay más remedio que recurrir á nuestro crédito y buenas relaciones.

Después de la primera tropa y casado yo, haremos las operaciones en mayor escala.

Y antes que suba la hacienda aquí, creo que podremos ganar, por lo menos unos tres ó cuatrocientos mil pesos.

Este es un negocio, dijo, dando á su gelato la última pincelada, en el que no podríamos perder un centavo en ningún caso.

Suponiendo que la hacienda bajara de golpe nunca podrá bajar á un precio igual al que podemos obtenerla aqui, de modo que cuando más ruinoso fuera el negocio, sólo habríamos perdido mi viaje.

Creo, pues, concluyó, que un negocio en el que se puede ganar muchisimo, sin riesgo de perder nunca, se debe hacer á ojos cerrados lo más pronto que se pueda.

Los hermanos de Borches no perdieron tiempo ni siquiera en meditar la proposición, tan soberbia les pareció.

—Aceptado, aceptado, exclamaron.

Vamos á tantear nuestro crédito, comprando todo lo que se pueda.

—Y como es un crédito, saldable con seguridad en cuanto yo vuelva, no creo que tengamos dificultades.

Además, ustedes se quedan aquí con nuestro establecimiento, sirviendo de garantes míos.

Yo podría pedir á D. Andrés su fortuna para nuestros proyectos, pero no quiero que se diga que me caso con Dorotea por el interés del dinero.

Si me va bien, á la vuelta de un año espero tener yo tanto como el mismo don Andrés y destruir así cualquier habladuría respecto á mi casamiento.

Los hermanos de Serapio hallaron justísimo todo cuanto éste había dicho y lo dejaron para entregarse desde ese momento á la mejor realización del negocio.

Todo aquello era tan falso como la palabra que empeñó á Dorotea y á don Andrés.

Ni tenía la menor noticia de suba de hacienda.

Sólo había sido una invención del momento para realizar su inexplicable proyecto.

Serapio tenía ante sí un porvenir magnífico, casándose con Dorotea que, además de sus prendas personales, le llevaba una buena fortuna.

¿Qué objeto y que razón tenía para obrar mal y hacerse reo de los más infames delitos?

Una inclinación natural al crimen, hija de un espíritu perverso, ó el simple placer de hacer mal por hacerlo.

Serapio tenia demasiada inteligencia para no aprecir todo el mal que iba á causar y las terribles consecuencias de las acciones criminales á que se lanzaba.

¿Qué lo impulsaba entonces por aquella senda peligrosa que pudiese ofrecerle mayores ventajas que las que iba á obtener por el camino del bien?

Hasta entonces su espíritu no se había revelado perverso.

Ó había tenido un talento especial para ocultarlo, y recién empezaba á ser poseído por lo que Poe llama «el demonio de la perversidad.»

Tal vez más adelante podamos explicarnos este fenómeno misterioso, de un hombre que se lanza al camino del mal, sabiendo que éste no puede darle mayores ventajas, que marchando por la senda del bien.

Cada uno de los hermanos, por su lado, empezó á hacer diligencias para la realización del proyecto magno, viendo á los estancieros con quien mayor relación tenían.

Ninguno de los que vieron opuso la menor dificultad, mucho más cuanto los dos hermanos que quedaban servían de garantía á Serapio.

Asi pudieron comprar en cada establecimiento una buena cantidad de hacienda, con la que se formó una tropa de primer orden.

Los tres hermanos eran conocidos en todo el partido como personas incansables para el trabajo y estimados de cuanta persona los trataba por su honradez acrisolada y por la conducta intachable que habían observado desde que fueron al partido de la Mar Chiquita.

—¿Y qué diablos le ha entrado ahora á Serapio por negociar con hacienda, que es cosa tan trabajosa y poco productiva para el que no es estanciero?

—Ahi verá usted, respondian los hermanos.

Quiere realizar un buen negocio antes de casarse con Dorotea para que no digan que se casa por el interés, y según sus cálculos, con esta tropa se propone realizar una buena ganancia y no perder ni un centavo, en caso que fallaran sus cálculos.

Estas razones contribuian á afirmar más la buena reputación de que gozaba Serapio.

Y como era positivo que se casaba con una mujer de dinero, los estancieros le vendian en la mayor confianza, rechazando muchos de ellos la garantia que ofrecian sus hermanos, convencidos de que Serapio obraba con la mayor buena fe de este mundo.

¿Qué motivo tenian, por otra parte, para abrigar la menor desconfianza?

De esta manera Serapio reunió una tropa que importaba más de doscientos mil pesos, la cual dijo á los hermanos habia de realizar por más de trescientos mil.

Con todo listo para el viaje y con los peones que habrian de conducir la tropa comprometidos para el siguiente dia, Serapio fué á ver á don Andrés y Dorotea, que conocian ya los proyectos que habia revelado á sus hermanos.

—Mañana de madrugada es el viaje, don Andrés, dijo.

Vengo á hacerles la última visita de amigo, para volver á verlo como hijo.

—Dios le ha de ayudar en su empresa, amigo Serapio, le replicó aquel hombre noble, porque él nunca desampara á la gente honrada y buena.

Ya ve como á mi no me ha abandonado nunca.

Si en algo puedo servirle, ocúpeme como á su propio padre, que si algo deseo yo es demostrarle, no sólo el aprecio sino el verdadero cariño que le profeso.

—Y yo quiero demostrarle, don Andrés, repuso el joven, que si no acepto su oferta no ha sido por un falso orgullo, sino por las razones que le di entonces.

Quiero que me facilite diez mil pesos que voy á emplear en algunas cosas que quiero traerle á mi mujer.

Este dinero no lo he querido tomar ni aún de la caja de nuestro negocio, para demostrarle que no lo quiero á usted como á un hermano mayor, sino como á un padre.

Asi habré logrado dos cosas:

Primero, que no tengo orgullo para con usted, y segundo, causar un placer á mi mujer.

Dorotea se puso colorada como una grana al sentirse llamar así y fijó en Serapio su limpida mirada, donde reflejaba todo el candor de su gentil espiritu.

Don Andrés se levantó y abrazó á Serapio estrechamente.

—Ahora si creo que me estima, le dijo, y que me mira como cosa suya.

Si en vez de diez mil pesos me hubiera pedido cuanto tengo, hubiera creido más en su cariño.

—¿Y no le he pedido acaso su mayor tesoro y su prenda más valiosa? preguntó sonriendo y abrazando á Dorotea en una mirada de fuego.

Pues me parece que quien pidió lo más no hace hazaña en pedir lo menos.

Bien dicen que el que da una vez está expuesto á dar siempre!

Don Andrés largó una franca y alegre carcajada, ante la salida de Borches.

—¡Caramba! exclamó, ¡cómo no han de volver locas á estas mocozuelas con semejantes salidas!

Dorotea pagó á su amante la fina galanteria, con una verdadera llamarada de amor que asomó á su mirada.

—Ya ve, pues, terminó Serapio, que al lado de lo que le pedí antes, no vale nada lo que le pido ahora, mucho más que aquello fué en propiedad y este es un simple préstamo.

—Préstamo que yo regalo como el otro, dijo don Andrés, y que exijo se me reciba porque me da la gana, y porque sino me enojo.

—Aceptado sin vacilar, contestó Serapio, porque no me gustan los enojos en vísperas de viaje.

Se me figura que van á hacer de mí malos recuerdos.

En atención á que iban á estar separados cinco días, Serapio permaneció con don Andrés y Dorotea hasta muy cerca de la madrugada.

Recibió de manos de don Andrés los diez mil pesos pedidos y se preparó á marchar, porque los peones debían estarlo ya esperando.

—Un momento, dijo don Andrés, que yo quiero acompañarlo un par de leguas.

—Y yo también, saltó Dorotea, que voy á estar quince siglos sin verlo.

—Aunque la incomo didad va á ser mucha, observó Borches, no me opongo porque sé que lo hacen de corazón.

—Pues entonces, terminó don Andrés, mientras yo ensillo para mí y para mi hija, quedan ustedes en libertad para despedirse como novios.

Y aquella despedida fué tierna y apasionada.

—Me voy, dijo Serapio como podría haberlo dicho un noble que pesa el valor de las palabras; me voy, pero quedo aquí amarrado por mi corazón y por mi honor.

Llevo una fortuna que tengo que devolver en corto plazo y una promesa sagrada cuyo cumplimiento importa la felicidad de toda mi vida.

—Dios te ampare y piensa en mí, contestó Dorotea entre dos besos.

Mis ojos y mi corazón te acompañarán á través de la distancia.

Son quince días más pesados que una vida desgraciada.

—Descansa y piensa en mí.

—La ida será lenta por el paso de la hacienda, pero á la vuelta te juro reventar cuanto caballo monte.