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«Santos Vega» (1880) es una novela de género folletinesco de Eduardo Gutiérrez que narra las aventuras y desventuras del célebre payador Santos Vega, gaucho invencible que ha inspirado a numerosos artistas argentinos a lo largo del tiempo, y de su amigo Carmona, ambos perseguidos por la ley.
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Seitenzahl: 624
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Eduardo Gutiérrez
DRAMAS POLICIALES
Saga
Santos Vega
Copyright © 1880, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726642308
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Gaucho el mundo me ha nombrado,
y me arranca de su seno
como planta de veneno
que mata al que la ha pisado
canalla en fin me ha llamado
con toda su indignacion,
y en toda la creacion,
con mi angustia y con mi vida
no tengo ya más cabida
que en mi propio corazon.
LAZARO—R. Gutierrez:
Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre este sombrio trovador, cuya tradicion no morirá nunca en la asombrosa memoria de nuestro gauchos.
Sus trovas más sentidas y sus más tristes dècimas se sienten en la campaña, allí donde suena una guitarra, habiendo sido citadas muchas de ellas por nuestros más eminentes poetas, como un modelo clásico de sentimiento y de arte.
Tan asombrosa ha sido la existencia de aquel sér desventurado y fuerte, tan soberbias las prendas de su corazon, que muchos han llegado á sostener que Santos Vega era un sér fantástico á quien se le atribuia todo lo bueno y anónimo de nuestra poesia gaucha.
Y sin embargo, nada màs cierto que la existencia de aquel hombre extraordinario, cuya vida fuè un cúmulo de desventuras, muchas de ellas terriblemente trágicas, como la muerte de su querido Carmona, pèrdida que lloró hasta que la muerte tambien abatió sus alas sobre su hermosa cabeza.
Santos Vega vivia sufriendo y cantando.
Sufriendo, porque segun èl decía, para sufrir había venido al mundo; cantando, porque el canto era el medio de manifestacion de su alma artistica.
Cuentan que cuando Santos Vega cantaba, se conmovía de una manera poderosa, enterneciendo á sus oyentes hasta las lágrimas, no solo por sus trovas, llenas de un sentimiento de alegria, cuanto por su voz poderosa y sollozante, que conmovia c omo un lamento.
La guitarra, bajo la presion de sus dedos, rendia admira blemente toda la melancolia de que estava impregnado su espiritu, explicándose sólo así que con su canto; Vega tuviese entretenidos, dias y noches, á todos los vecinos de un partido, que como à una féria ó fiesta extraordinaria, caian hasta con caballos de tiro á la pulperia ò la estancia donde se decia estaba Don Santo.
Al principio de su popularidad, Santos Vega era solo conocido por el payador invencible, pues no habia hallado competidor en sus célebres payadas de tres ó cuatro dias con sus correspondientes noches, tiempo en que vencia á todos los payadores de menta que se le iban presentando.
Pero desde la muerte de Carmona, sus cantos cambiaron como cambió su carácter.
De alegre se volvió sombrio, y sus payadas se convirtieron en las tristes dècimas que todos conocen y que hemos recogido nosotros de la memoria de algunos paisanos viejos que lo conocieron y payaron con él.
Santos Vega era un hombre superior por todas las condiciones de su carácter.
Poseía un corazon esencialmente artístico y conocia que su esfera de accion no era el fogon de los ranchos, ni la cocina de los peones en las estancias. El habia tratado de acercarse á sus patrones y alternar con ellos; los ojos de más de una hermosa mujer habian sido la inspiracion de sus trovas; pero se habia sentido despreciado por los primeros, que lo trataron como á un peon ruin, y halló que las segundas ocultaban como cosa vergonzosa el afecto que les habia inspirado, ó la impresion que sintieron escuchando sus amorosas décimas.
Y es que Santos Vega cargaba con el terrible anatema de ser gaucho, como si en aquella raza sencilla é inteligente no se hallaran los caracteres más nobles y los corazones más intrépidos.
Si actualmente el gaucho es perseguido por el solo delito de ser gaucho, calculen ustedes lo que sucederia en el año 1820, época de la que arranca nuestro relato.
Hoy el gaucho es un elemento electoral que se lleva á los comicios, intimado por el sable del comandante militar y la amenaza del juez de paz, verdadero señor de vidas y haciendas.
Su derecho no alcanza ni aún siquiera á tener una opinion ni á dejar de tenerla pues tiene que opinar siempre como se lo manda el comandante militar, árbítro de los votos del partido.
Su mision sobre la tierra, se reduce á votar en las elecciones y ocupar su puesto de carne de cañon en los cuerpos de línea que guarnecen la frontera.
Para esta sobran motivos, y hasta lo es suficiente y grave, tener una mujer ó hija hermosa cuyo honor pretenda hacer respetar, ò haber negado al juez de paz su mejor parejero ó su vaca más lechera.
Este es un crimen monstruoso, es la violacion de los derechos que poseo cualquier animal en la tierra; pero, ¿qué importa?
El gaucho no es ni siquiera un animal: es una propiedad del juez de pas del partido.
Y tan habituado éstá a esta existencia miserable, que no se queja, pues sabe que su palabra solo serviría para enconar contra él á la justicia.
A veces solo toma el camino de la venganza, como preferible al del suicidio.
Para él toda equidad de justicia ha desaparecido.
Si se bate en duelo leal, con todas las reglas de este acto y dà muerte á su adversario, siempre es un homicida asesino para quien se abre la puerta de la cárcel ó del cuartel, mientras este género de muerte no está calificado ni penado así para el que no es un gaucho.
Si se suele embriagar por humorada, vá al cepo de cabeza, y si protestá va á los cuerpos de línea; mientras que el mismo que lo condena de aquella manera inicua, está ébrio hasta no poder tenerse en pié.
El calificativo de gaucho, como palabra de desprecio, hiere sin cesar sus oidos, mientras lleva una áterna paliza suspendida sobre su cabesa.
Asi aquel noble tipo nacido muchas veces para el arte, como Santos Vega, va juntado en su corazon todo el ódio que á el arrojan los que se creen sus superiores, hasta que se lanza al camino de la venganza, pues los del honor le están cerrados y el del crimen le repugna.
La palabra «justicia». suena para él como la de suprema desventura, pues ella representa el azote de toda su vida.
Y es contra la justicia que se lanza implacablemente, pues su venganza importa la de toda su raza.
El trabajo desaparece para él, pues no lo halla en ninguna parte.
Se encuentra miserable y proscripto en su propia tierra, y es entonces que toma la guitarra, y exhala su queja en inspirada décima. Para él, combatir importa vivir.
Sabe que no tiene más amparo, ni más derecho, ni más razon que los que puede darle la punta de su puñal; y entonces ¡ay del que se ponga á su alcance!
Los cuerpos de línea estàn llenos de historias tristes.
En ellos, y por los delitos que hemos mencionado más arriba, han entrado gauchos jovenes, llenos de vida, fuertes como unos hércules y bravos como unos leones.
Y estos hombres para quienes la vida sonrie con todos sus encantos, han salido con la barba y la cabeza blancas, viejos, decrépitos, con los músculos destrozados por el cepo colombiano y la frente bordada de hachazos recibidos en el cuartel.
Han sido dados de baja por inútiles y porque no valen la racion que casí nunca se les da.
Y ¿para qué sirve esa libertad que se les otorga como una gracia á la puerta de la tumba?
Ella sirve para que el gaucho apure la ultima y más formidable desventura de la vida.
La de ver su hogar desquiciado, saber que su mujer ha muerto de misería, que sus hijas han seguido el camino del vicio, y el mayor de sus hijos, aquel en quien cifraba todas sus esperanzas, ha ido á morir en un presidio, despues de haber recorrido palmo à palma el camino del crimen.
Y si este hombre desesperado, dá una puñalada, como débil desquite al infierno que se le ha hecho apurar, la justicia volverá á ensañarse con èl, conviertiendo en un nuevo infierno los pocos dias que le queden de vida.
Y si esto sucede hoy en dia, si aún vemos decretos del gobierno mandando remontar los cuerpos de línea con los gauchos que no votan con el juez de paz, ¡calcule el lector lo que sucederia el año 1820!
Entonces no habia como hoy un ejército de línea donde destinarlos, pues el ejército que guarnecia la frontera era todo de ga uchos, y gauchos impagos, que no recibian racion ni uniforme, y que eran licenciados despues de dos ó tres años de constante servicio.
Y este sèr extraordinario nunca se queja!
Despues de una patriada donde ha dejado un giron de su carne en cada batalla, vuelve á su pago contento como quien regresa de una fiesta, sin acordarse de la pasada fatiga, ni aún de los sueldos que le debe el gobierno,
Ha cumplido con su deber de soldado, de hijo del pais, como él dice, y se da por satisfecho contando á su familia, al amor de la lumbre, las fatigas y hambrunas de la batalla.
Nunca tiene una frase para ponderarse à si mismo, pues todas sus ponderaciones son pocas para tributarlas al comandante ó á su capitan, mozos más ó menos lindos, cuyo valor daba coraje.
Y es en ese hombre abnegado y noble en quien se ceba la justicia de paz, hasta el extremo de convertirlo en un martir ó en un bandido.
A pesar de haber sido tachados de defénsores del crimen, hemos levantado más de una vez nuestra débil voz en defensa del gauchos de nuestra Pampa, porque lo hemos conocido de cerca y hemos podido apreciar las raras prendas de su corazon y el temple formidable de su alma.
Y hemos visto entristecidos, que el paisano era un hombre destituido de todo derecho y de toda voluntad, sin otra defensa que abatir humildemente la cabeza y sufrir el martirio á que ha sído condenada su raza, ó alzarse como Moreira contra la justicia, y morir de una manera fantástica, despue de haber postrado á sus piés á todo representante de ella, que se puso al alcance de su daga.
Y Santos Vega venia á la vida con aquella herencia terrible que lleva el gaucho en su nombre.
Había luchado todo lo que le habia sido posible, hasta que se entregó á seguir su destino, como quiera que viviese.
Al principio habia tratado de huir del fogon del rancho, pues se habia sentido un ser superior y comprendia que aquel no era su centro.
Pero ya lo hemos dicho: so habia sentido despreciar en todas partes, hasta por los mismos que él veía cautivos con un canto, sin otra razon que la supremacia del dinero.
El no tenia màs fortuna que su guitarra, su daga y un par de caballos; y con semejante bagaje no se podia aspirar á alternar en la sociedad de la gente rica.
Las prendas de su corazon no valian nada, ni nada valia su espiritu esencialmente artistico.
En su tirador no habia onzas de oro ni reguera de patacones; en su apero no se veía ni una sola virola de plata, y con esto no se puede dejar de ser un perdido vagamundo.
Santos Vega viò todo esto y se refugió en su corazon donde junto una buena dósis de ódio y desprecio á los que así lo habian maltratado.
Santos Vega concurrió desde entonces al fogon y á la pulperia, cantando las amarguras de su vida en famosas payadas, la mayor parte de las cuales viven hoy mismo en la memoria de los paisanos.
De cuando en cuando solia preludiar un estilo y cantar un triste.
Entonces puede decirse que toda su alma se volcaba en un canto enamorado, dejando entrever el lamento de una pasion desgraciada.
Y es que Santos Vega habia amado con toda la intensidad de su alma ardiente; pero segun se desprendia de su canto, la jerarquia del dinero lo habia apartado de la mujer querida, en cuyo amor habia soñado por un momento mitigar la orfandad de afectos en que habia vivido.
Los favores que en su esfera habia prestado, habian sido pagados con el desprecio y el olvido.
Por eso entre sus más lijeros cantos se solian escuchar satiras llenas de amargura como ésta:
«Si las ingratitudes
fueran de aceite,
yo andaria manchado
continuamente.»
O elegías tíernisimas como esta otra, venian à mostrar la intima sensibilidad de su alma infantil y apasionada:
«De terciopelo negro
tengo cortinas,
para enlutar mi cama
si tú me olvidas.»
Aqui hay toda la belleza y ternura de un pensamiento intimo y cariñoso, expresado con el arte de todo un maestro.
Santos Vega fué desgraciado en todos sus afectos, desde la pérdida de la mujer á quien más quiso en la vida, hasta la muerte, dada por su mano al amigo Carmona, que es una de las paginas màs dramáticas de su existencia novelesca.
Santos Vega no hablaba nunca de su pasado, y cuando le dirigian alguna pregunta que à él se refiriera, contestaba secamente: «No me acuerdo», en un tono que no daba lugar á insistencias.
Su carácter era franco y cariñoso, alegre cuando lograba olvidar por momentos los pesares que rodian su alma, y taciturno y reconcentrado cuando estaba absorto en sus recuerdos.
Bravo hasta lo novelesco, como la mayor parte de los gauchos, no era dificil hacerle desenvainar su facon, haciendo alarde de su destreza en el manejo de aquella arma, sin herir á su adversario, marcandoselo con la empuñadura los golpes, que habrian sido mortales á ser dados con la punta de la daga.
El habia sabido inspirar tal cariño primero y tal respeto en seguida, entre los paisanos, que bastaba su sola presencia para poner tèrmino á cualquier camorra.
Siempre estaba del lado dèbil y en contra de la justicia, cuyas crueldade y cobardias nabian sublevado muchas veces su noble espiritu.
Y la justicia en aquel tiempo era algo formidable.
Una simple órden de presentarse arrestado era acompañada de un golpe de sable.
Cuando se trataba de conducir preso á un paísano por andar divertido, no se hacia esta operacion sin una lluvia de garrotazos y de hachazos muchas veces.
Santos Vega vivía siempre de rancho en rancho y de tapera en galpon, como decia Hidalgo.
Su domicilio era su propio recado, que le servia de cama, de montura, de silla y hasta de carpa, ayudados, con algunos palitos con que la solia armar.
A veces llegaba à las pulperias y poblaciones, donde era recibido con las muestras de la más franca alegria, pero no calentaba mucho el asiento, á no ser que le saliera al encuentro un payador de fama.
Entonces permanecia todo el tiempo que necesitaba para vencerlo, y se alejaba en seguída para otro pago ú otra estancia amiga, donde pasaba dos ó tres dias, segun el halago que hallaba.
Sus inseparables compañeros eran un caballo alazan tostado, famoso parejero del que no se separaba un momento, y un pótrillo gaucho que seguía al parejero, y à quien él llamaba el Mataco á causa de la redondez de la barriga.
En cuanto Vega desmontaba, el alazan y el Mataco se echaban detrás de él como si hubieran sido dos perros.
Lo primero que pedia era una racion para sus amigos, que cuidaba con un esmero y una prolijidad curiosa.
Si se quedaba á dormir en la casa adonde habia llegado, tendia á campo, y era curioso verlo entonces entregado al reposo, con el caballo que no se alejaba dos varas de su cuerpo y el potrillo hecho una rosca á sus píes, como si hubiera sido el perro encargado de velar su sueño.
El Mataco no tenia más amistades que su amo: relinchaba alegremente cuando lo veia ponerse de pié á la madrugada, y corria á mordiscones y manotones al que por broma se acercaba à su amo durante el sueño.
El potrillo no tenia más mision que llevar encíma dos maleteas que contenian los avios de tomar mate, la pava y una carguita de leña más ó menos abultada, segun el paraje donde los tres compañeros habían hecho noche.
Lo que es la guitarra, prenda verdaderamente inseparable de aquel gaucho artista, él la llevaba siempre á media espalda, llena de cintas y lazos de colores, con que la habian adornado indudablemente las muchas beldades á quienes habia dedicado sus trovas.
Enamorado hasta desafiar los revuelves del más augusto y venerable tala, no habia muchacha hermosa á quien no diera una serenata, siendo esta la causa de las únicas rivalidas y malquerencias que tuvo en su vida.
Con datos que hemos recogido de los mismos pagos que más frecuenté, vamos á tratar de bosquejar de la manera más completa que non sea posible, aquella vida llena de perípecias, alegre hasta las cosquillas, unas veces, y triste hasta las lágrimas casi siempre.
Tomemos como punto de partida la aparicion de Santos Vega en la estancia del señor Castex, suegro del señor Juan Cruz Varelá, en el partido del Baradero.
La pulperia de don Cosme era el punto de reunion de toda la gente alegre y de averia del partido del Baradero.
Allí se Jutaban los paisanos à referir sus aventuras amorosas, á tomar una chiquita y á cantar en la guitarra los más picarescos piés de gato de que haya memoria.
Don Cosme era un viejo paisano, alegre como un gato chico y más conversador que un peluquero.
Gaucho como, pocos, su juventud habia sido una perpét borrasca, de la que habia quedado una huella profunda en ca rancho donde don Cosme hacia noche.
Cantor y tocador de guitarra á no tener rival, èl habia pasado una existencia tan feliz como se podia pasar entonces en la campaña de Buenos Aires.
Don Cosme no conservaba en la época á que nos referimos, más que las posturas de lo que habia sido, y un capitalito con el que habia establecido la pulperia donde empieza nuestro relato; capitalito honestamente representado por uno veinte frascos de ginebra y media docena de damajunas do caña, que se renovaban à medida que se consumian.
El más asiduo de los concurrentes a la pulperia de don Cosme, era el popular ño Cipriano, famosisimo porlas descomunales trancas que solía agarrar cada veinte y cuatro horas.
Los parroquianos de don Cosme tenian en gran estima al tal ño Cipriano, porque hasta entonces no habia mozo cantor que le hubiera ganado à payar.
Era éste un paisano de cuarenta años, más ò menos, de simpática fisonomia, á pesar de su ojo derecho, vaciado de una puñaladá, que trataba de ocultar picarescamente bajo un tupido y negrisimo rizo de sedosos cabellos tratar de averiguar cual de aquello dos paisanos era más aficionado á la ginebra, era una empresa imposible.
Don Cosme confesaba francamente que él no se mamaba más que un dia si y otro no.
— ¿Cómo es eso de un dia si y otro no? le habian dicho los que se permetian darle estas bromas. — Eso no puede ser, aparcero, porque nosotros lo vemos en pepe todos los días.
— Es verdad, habia contestado ño Cipriano: siempre ando un poquito pesado, pero no me sé mamar màs que un dia si y otro no; lo que hay es que á mi las trancas me duran dos días; porque me quieren mucho.
Asi los paisanos habian renunciado á poder colegir cuál de los dos amigos eran màs borrachon.
Si don Cosme hubiera tenido que pagarse sus trancas, en menos de una semana hubiera dado fin con su pequeña pulperia.
Pero el buen viejo si se mamaba con su ginebra no se mamaba el dedo, y se hacia pagar con sus parroquianos hasta el más pequeño trago de caña que se echaba al gañote.
Y los paisanos se lo pagaban con gusto porque tenian una especie de veneracion por aquel veterano de los más borrascosos truenos.
ño Cipriano, por su parte, era un paisano rico, que poseía unas quinientas vacas y otras tantas ovejas que iba poco á poco convirtiendo en ginebra, en la pulperia de su aparcero.
Al retirarse de alli, siempre de estribo à estribo, llevaba consigo dos medios frascos de ginebra, que decia sonriendo, ser para su vieja.
Pero, ¡mentira! aquellos dos frascos eran los que le servian para montar aquellas monas que le duraban dos dias!
ño Cipriano cuando más borracho estaba, era cuando mejor cantaba y cuando con más gracia cepillaba sobre las cuerdas de la guitarra, que de puro estar degolladas por las largas uñas, más que cuerdas, parecían hilos de acarreto.
El dia á que nos referimos, la pulperia de don Cosme habia estado de fiesta.
Se habian corrido tres carreras de interès entre los mejores parejeros del partido, y se habia jugado a la taba toda la tarde.
La concurrencia fué tal ese dia, que don Cosmo, que no podia ni si quiera dar las buenos tardes de puro alegre, tuvo que confesar que se le habia concluido la caña, noticia que cayó como un balde de agua entre aquellos parroquianos, el menos vicioso de los cuales era capaz de consumir cuatro azumbres por dia.
A la noche empezó la jugada de naipes y el coperio, que se mantuvo con interès creciente hasta eso de las once de la noche, en que ño Cipriano tomó la guitarra, se sentó sobre el mostrador è hizo un preludio que de puro alegre hizo reir á las mismas bordonas de la guitarra.
Al oír el preludio, las partidas de truco y monte se dieron por terminadas y los concurrentes rodearon en el acto à ño Cipriano, pidiéndole que no fuera á mermar ni un chiquíto en su buen humor habitual.
Despues de dar un beso ardiente á la limeta que colocara á su lado y acomodar el rulo que ocultaba el costuron de su ojo, ño Cipriano soltó un par de coplas llenas de travesura, desafiando á payar a los que alli estaban presentes.
Pero ninguno de ellos aceptò el reto.
Sabiendo de antemano que ño Cipriano los iba à vencer, no querian ser el blanco de sus compariciones, que solian dejar ronchas agudas.
— Ya que no hay quien le salga al toro, gritó — don Cosme, que apenas podía estar sentado, tal era la tranca: — yo le voy á echar un pial, ¡qué diantre! Yo no tengo vanidad, y si mevence yo no me he de enojar!
Un clamoreo infernal saludó á don Cosme, que quiso subir sobre el mostrador y se cayó de cabeza, lo que promovió nuevos gritos y nueva algazaro.
— ¡Silencio, puchero! gritò don Cosme sentándose en el suelo, y que esa maula me largue rollo de sus compadradas.
ño Cipriano no se hizo de rogar y le soltó al pelo una cuarteta, á propósito del golpe que acababa de pegarse.
En el acto se la retornò don Cosme, diciéndole que del suelo no habia de pasar, y que para pararse siempre tendria una buena agarradera en aquel mechon con que tapaba su ojo tuerto.
Ya hemos dicho que en su tiempo don Cosme había sido un guitarrero de los buenos, así es que á pesar de la mona que tenía no era hombre á quien se le pudíera hacer banco á dostirones.
La cuarteta fué acogida con estrepitosos bravos, pues ésta envolvia una puñalada para ño Cipriano, quien no habia podido tolerar nunca que le mentaran su ojo tuerto, que envolvia el más negro de sus recuerdos amorosos.
Aquella puñalada la habia recibido en buena ley, por un arroyero á quien pretendiò soplarle la moza.
Los paisanos sabian esto y no se atrevian á recordarle la aventura ni por broma, porque conocian que aquello era le mismo que provocarlo á pelear.
Si cualquiera de ellos hubiese cantado aquel verso, ño Cipriano, arrojándole la guitarra á la cabeza, se le hubiera ido al humo daga en mano.
Pero su aparcero don Cosme le merecia consideraciones que no podia olvidar, y sus canas lo infundian cierto respeto: asi es que tragó saliva, dió un nuevo beso á la limeta y disimulando la mala impresion de la copa, se descolgó con todo el peso de su furiosa sátira.
Don Cosme el alzó el verso en la uña y se lo contestó sobre el pucho, entrecerrando los ojos, de puro borracho.
El tiroteo siguió cada vez más encarnizado, sin que los aparceros hubieran obtenido la menor ventaja.
La ginebra habia desperado toda la vena poética del viejo Cosme, mientras que sus agudezas, punzando el amor propío de ño Cipriano, le hacian apurar todo su ingenio y toda ginebra del medio frasco.
Los paisanos estaban en su elemento: estaban escuchando dos payadores de mi flor, y en su mania en apostar por todo ya habian cruzado algunas paradas en favore de uno y otro.
Don Cosme andaba vivo en las respuestas; pero era tal la tranca que tenia, que á la hora de estar payando, sus ojos empezaron á entrecerrarse, y á temer los que habian jugado á su mano, que se quedara dormido de un momento á otro.
Y aquel contratiempo tan temído no se hizo esperar mucho.
Serian apenas las dos de la mañana, Cuando don Cosme balbuceó unas cuantas palabras incomprensibles y pegó un ronquido que hizo bufar á los mancarrones atados al palenque.
— ¡Ya cayó esa maula! gritó elegremente ño Cipriano, dando un formidable y ultimo beso á su expirante límeta.
¡Otro mancarrones á la cancha!
Aunque ño Cipriano habia payado màs de tres horas, no hubo por el momento quien reemplazara á don Cosme.
No era solo que los paisanos temieran ser vencidos.
Era la cosa que el tuerto tenia malas pulgas, y era muy expuesto á que una payada con él terminara a puñaladas, y allí todos estaban dispuestos á divertirse, pero no á tener una de á pié con aquel hombre á quien por diferentes razones querian.
Los paisanos se siguieron sirviendo de beber á pesar de estar durmiendo el dueño de la pulperia, y la reunion síguió cada vez más alegre.
El gaucho es honrado por naturaleza y por indole; no se empuerca con un abuso de conflanza y sus deudas de palabra son tan seguras como una letra de cambio.
Así don Cosme no tenía inconveniente en dormire á pierna suelta, pues sabia que al otro dia, sus parroquianos le habian de pagar hasta la ùltima copa que se hubieran servido.
Corria el riesgo de que éstos se mamaran á su vez y se olvidaran de las copas consumidas.
Pero en este caso él contaba los medios frascos vaciados durante su sueño y se los hacia de pagar por escote; decision que acataban los consumidores sin oponer el menor argumento.
— ¡Otro mancarron para pialarlo! volviò á gritar ño Cipriano despues de destapar un nuevo frasco: que no se diga que los he corrido con la vaina.
— Yo payaria, dijo un piasano conocido por el arroyero, por ser de San Nicolás, pero me va á prometer no enojarse.
El arroyero era un paisanito sumamente travieso, buen domador y que empezaba à tener gran fama de payador y cantor por cifra.
— ¡Te conozco, pajarraco! contestò el tuerto Cipriano: prometo no enojarme, pero no se ha de mentar mi ojo, que todos no son mi aparcero don Cosme.
Algo contrariado el paisanito por aquella condicion, que tal vez venia á inutilizar su mas meditada sátira, aceptò la partida y echàndose el sombrero á los ojos, saltò sobre el mostrador.
— ¡Ah, hijito! dijo ño Cipriano alegremente: ¡quién me habia de decir que esta noche comeria yo churrasco de cordero!
— No digo que no, contestó el arroyero, pero tenga cuidado de no atorarse con el huesito.
La payada empezó con tono alegre.
El arroyero atacó con la jovíalidad de sus pocos años, y ño Cipriano, con toda zalameria, empezò á defenderse como si no hubiera querido cargarle mucho la mano, y como si le tuviera lástima.
Pero se encontrò con que el paisanito se le venia al humo insensiblente, poniéndole en sérios apuros para salir del paso.
ño Cipriano echo entonces á un lado conside raciones y empezó á bajarle la mano firme y parejo.
Los aplausos y vivas siguieron atronando la pulperia, mezclados á los formidables ronquidos de don Cosme, y nuevos frascos de ginebra fueron degollados, á falta de tirabuzon, pasando á ocupar el sitio de los que, vacíos, se iban dando de baja.
El arroyero no pudo competir con ño Cipriano: en cuanto éste apretó, empezó aquél á aflojar cada vez mas fiero, hasta que se diò por vencido, asegurando que demasiado habia hecho en acompañarlo tanto.
—¡Otro à la cancha! volvió á gritar alegremente ño Cipriano, dando un formidable beso á la botella que le alcanzaba un paisano de los presentes. ¡Otro à la cancha — repitió, pegando un saborente — que esta noche me voy á redomonear á todo el mundo!
Ninguno aceptó la parada.
—¿A qué nos vamos á hacer golpear al pedo? dijo uno: ya sabemos, ño Cipriano, que á payar no hay quien le gane á usted. Solo don Cosme pudiera, pero se me hace que ni ese.
—¡A todo hay quien gane en esta vida! dijo á la puerta una voz de simpático éco: si ustedes lo permiten, yo me voy á topar con el vencedor.
Los paisanos dieron vuelta como movidos por un resorte al contacto de aquella voz, buscando en la puerta de la pulperia al que habia pronunciado aquellas palabras.
El mismo ño Cipriano hizo con la mano una especie de pantalla al candil, y buscó con avidez al dueño de aquella voz me lòdica á quien nadie habia visto entrar y cuya presencia ninguno de ellos habia sospechado.
Era este un jóven paisano que estaba recostado contra la pared, con un rebenque en la mano derecha y una guitarra llena de cintas y moños en la izquierda, apoyada su caja, con elegante adorno, en el costado; sobre el ancho tirador de cuero.
Su fisonomia, elevada è inteligente, estaba sombreada por el ala de su sombrero, de anchas alas, inclinado sobre los ojos palidos, languidos y de expresión tristisíma.
La mirada de quel hombre hacia daño, porque en el brillo de sus ojos habia una expresion de invencible amargura, que hacia adivinar su pasado triste y lleno de lagrimas.
Su boca se allaba contraida por una especie de sonrisa dolorosa, mezcla de lamento y de llanto.
Aquella sonrisa, era la cicatriz que el hábito del sufrimento habia dejado sobre aquellos làbios delgados, por entre cuya abertura se veian dos hileras de dientes de una blancura que encantaba.
Era una boca de Magdalena, colocada en una cara llena de bravura y de altivez.
La nariz, perfilada delicadamente y suavemente aguileña, y la sombra de una naciente barba, daban a aquella flsonomia un tono aristocrático, que se desprendia, sin rechazarlo, del traje que llevaba.
Sobre sus hombros esbeltos, caia como una manta una cascada de rízos sedosos y negrìsimos.
Parecia una caballera que se hubiera cuidado con un esmero especial.
Su traje era el traje habitual de nuestros gauchos.
Camiseta, chiripá de vivos colores sobre un calzoncillo ancho y do fleco, bota de potro y espuela nazarena.
Aquel traje era sencillo hasta la pobreza, pero lo llevaba aquel jóven con tal esbeltez, con tal arrogancia, que parecia un traje de gran valor.
En su tirador, desprovisto de la mas pequeña moneda, no se veia mas adorno que una larga daga de cabo negro con dos virolas de plata, que cruzaba sobre la espalda, al alcance de la mano nerviosa.
Cuando vió que todos lo miraban como buscando en sus ojos la intencion que alli lo habia llevado, se desprendiò de contra la pared y se quitó el sombrero.
Entonces un rayo de luz que parecia haber brotado de una frente espaciosa y artistica, iluminó por complelo aquel magnifico semblante.
Era una frente inspirada y de inteligencia, encuadrada poéticamente en una cabellera fantastica.
Aquella frente, complemento de aquella fisonomía tan inteligente y varonil, no podia ser sinò la de un artista de espíritu delicado y superior.
Parecia un noble que hubiese adoptado aquel traje momentaneamente, porque hasta sus manos finas y delgadas parecian más bien hechas para manejar el cíncel que las bolas y el lazo.
Tan majestuosa y perfectamente simpática era la actitud de aquel jóven de apenas veinte años, que los paisanos que se hallaban sentados, se pusieron de piè para contestar al saludo del aparecido.
—Dios guarde al forastero, dijo Cipriano: pase y tome asiento-
— Cruzaba por el camino, respondió el jóven melancolica. mente, cuando sentí el sonido de la guitarra y la voz de los payadores. Lleguè entonces, porque soy aficionado, cuando apenas empezaba la payada y me detuve á la puerta, á escuchar sin incomodarlos. Como me gusta payar, añadió, y el amigo ha pedido pareja, yo me le ofrezco, aunque no valgo gran cosa, pero si incomodo me voy.
Y, poniéndose el sombrero, hizo ademan de retirarse,
—Ni se le ponga, mozo, respondió ño Cipriano: acérquese y le haré el gusto, ya que para eso ha lleg ado.
El forastero levantó la guitarra y se acercó al mostrador, sonriendo amistosamente, pero siempre con su expresión de amargura dolorosa.
ño Cipriano tenía su gran vanidad de payador; acababa de vencer à don Cosme, que era pierna, y de rematar al arroyero, que empesaba á tener su fama.
El pedido de aquel atrayente forastero le picó el amor propio: sintio el deseo de vencer á aquel hermoso jòven, y al tomar la guitarra se irguió como un viejo guerrero al sentir el estampido del cañon.
Despue de tomar un trago de ginebra con que le obsequiaron, y dirigir algunos cumplimientos á ño Cipriano por la pasada payada, el jóven se sentó al lado de su adversarío, y tomando la guitarra, rompiò en un preludio lánguido, quejumbroso, modulado con la melancolia que brotaba de sus ojos expresivos.
Los paísanos quedaron mudos de asombro, y el mismo ño Cipriano, que habia quedado con la boca entreabierta por la admiracion, hubo de tragarse el pucho que acababa de sacar de atrás de la oreja.
El jóven parecia haber olvidado todo lo que le rodeaba, absorbido por aquel preludio que arrancaba inconscíentemente del instrumento.
Tenia fija en el díapason de la guitarra su mirada húmeda por el sentimiento, y parecia gozar en el recuerdo que indudablemente levantaba en su espiritu aquel preludio,
De pronto, la guitarra dejó oir un ruido áspero, producido por las bordonas al chocar sobre los trastes: el jòven retiró la mano de sobre las cuerdas, è hizo un movimiento violento, como si hubiera querido arrancar su espiritu del recuerdo doloroso que lo embebia.
Entonces alzó la mirada, su magnifica mirada; y la fijó iluminando con ella la fisonomia de ño Cipriano.
— Cuando guste, paisano, dijo; puede echarme todo el rollo.
Pero se encuntra con que ño Cipriano estaba tan conmovido, que habia levantado en un ademan involuntario el mechon que cuidadosamente cubria su ojo tuerto.
Los demás paisanos estaban tan conmovidos comó ño Cipriano.
—¡Vaya que he venido á aguar la fiesta! dijo el forastero, tratando de horrar con un gesto la triste expresion de su boca.
Pero aquel gesto solo sirviò para hacerla más patética.
El forastero entonces volvió á preludiar la guitarra, rasgueando lo más alegremente que le fué posible, el acompañamiento que sirve para payar, soltando en seguida dos coplas como para tentar a ño Cipriano y hacerle olvidar la mala impresion del preludio.
ño Cipriano, aguijoneado por las dos cuartetas, se echó á la espalda la tristeza que lo habia ganado, y en picaresco verso dio la bienvenida al forastero, y le manifestó que habia aceptado la partida sin creerse por esto mejor que nadie: pero como se le habia dicho aquello de que á todo habia quien ganara, queria ver si eso era verdad.
El forastero respondia al pelo todas las coplas, barajando en el aire las mas remotas indireutas, y los mas festivos retruécanos.
Con el sol alto los paisanos estaban aún en lo mejor de la payada.
Recien se les estaba por calentar las tabas y no habian hecho más que el amago.
El forastero, á medida que payaba, parecia irse desprendiendo mejor del baño de tristeza con que habia venido.
Su fisonomia empezaba á tomar una movilidad jovial y picaresca, y sus ojos adquirian un extraño brillo.
Y era tan simpática su persona, que los paisanos que más cariño tenian á ño Cipriano, deseaban ver salir airoso al jòven, aunque sabian que el disgusto de verse vencido iba á costar al paisano un atacon.
Este, por su parte, tenia puestos todos sus deseos y recursos en vencer á aquel payador desconocido. Pero parecia que éste, míentras mas resistencia encontraba, cantaba mejor y hacia gala de finísimas pullas, que empezaban á impacientar à su adversasio.
Para tomar un resuello, ño Cipriano propuso al jóven, sin dejar de payar, que mojaran la garganta con una gárgara; pero éste rehusó la invitacion, preguntándole si ya se le empozaba á aplastar el pingo.
— Siempre ando con caballo de tiro, contestò el tuerto, picado en lo más intimo de su vanidad, y siempre en verso; así es que cuando se me aplaste el montau, siempre tendre donde hacer buena figura.
La payada, con gran desesperacion de ño Cipriano, parecia que no terminaria aquel dia, pues el forastero dejaba maliciar que andaba con tropilla de buenos versos.
Era ya la caída de la tarde, y la payada estaba en su punto más interesante.
Don Cosme se había recordado, y sabedor por uno de los paisanos de lo que sucedia, se habia puesto á escuchar á los payadores con tal entusiasmo, que,—¡cosa increiblé!—se habia olvidado de hacer la mañana, para correr con la vaina, como él decia, los humos de la noche anterior.
Los paisanos estaban tan absorbidos por el canto, que, à pesar de venir cayendo la tarde, no se habian acordado siquiera de ensartar un asado en el asador.
No quierian exponerse à perder un solo verso, ni un solo de los gestos que pudieran hacer los cantores.
ño Cipriano habia conocido la superioridad de su adversario y mostraba ya en sus movimientos y en el timbre de su voz, la desesperacion que le causaba aquella inesperada derrota.
No se puede decir más, que habia olvidado por completo un medio frasco de ginebra, al que no habia dado un solo beso desde que empezó á payar con el forastero.
Don Cosme escuchaba con gran atencion el canto, asegurando que pocas veces habia encontrado un mozo tan gaucho para la guitarra y de canto tan lindo.
Ya la noche habia caido y la payada seguia tan entretenida, que ni siquiera se ecababa de menos la falta de luz.
Tratando de producir el menor ruido posible con sus pisadas don Cosme encendió el candil y mandó á un muchacho que hacia las veces de peon y dependiente, á que prendiera fuego y ensartara un costillar, pues aquello llevaba camino de no terminar en toda la noche.
ño Cipriano, á quien empezaba á acabàrsele la pòlvora, principió à echar mano de las comparaciones mas agudas.
Pero èstas parecian no hacer mella en el forastero, que las contestaba sobre el pucho dirigiéndole una lluvia de preguntas, muchas de las cuales lo hacian enredar en las cuartas.
—¿De dónde habrà salido esa pilcha? preguntaba don Cosme observando atentamente al forastero, porque, lo que es por aquí, en cincuenta leguas á la redonda, no hay quien paye de esa suerte, ni quien pueda basurear á mi aparcero, que tiene callo en la garganta.
Las coplas del jòven arrancaban grandes carcajadas del auditorio, mientras que en las de ño Cipriano, el despecho empesaba á sofocar la gracia,
Con el ademan más picaresco de este mundo, el forastero pregunto á ño Cipriano si queria descansar, que él le daria un alivio.
Peró en esto, el paisano, que se sentia agotado por completo levantó en alto la guitarra y la estrelló contra el mostrador.
Hay que advertir que aquella guitarra era la prenda que más estimaba don Cosme, y que para haber hecho aquello ño Cipriano, era necesario que estuviera más que rabioso.
—Me ha ganado, amigo, dijo: pero no le guardo rencor; tuvo razon al decirme que á todo hay quien gane en esta vida.
El forastero, como pesaroso de haber causado la honda pena que pintábase en el rostro del paisano, se disculpó con gracia, pero sin humildad.
— He payado, les dijo, porque payar es mi oficio y porque á payar no hay quien me gane: pero con esto no he querido ofender ni chocar a nadie.
Eche esos cinco. paisano, y que esto no sean motivo de disgusto ni de concluir la alegría que aquí encuentro.
—¡Qué ha de concluir, gritó don Cosme, si recien vá á empenzar! Usted puede haber vencido á ño Cipriano, porque lo agarró cansado, pero todavia no me ha vencido á mí; vamos á ver cómo se hamaca, amigo, porque le voy á ápretar la cincha.
—Aprete todo lo que guste, dijo el mozo, que yo no sé corcovear; pero antes me van á permitir que desensille mí pingo, que no come desde esta madrugada, y como él no sabe cantar, bueno es que se ocupe en mascar.
Sin esperar la respuesta, el júven se descolgó del mostrador y se dirigió al palenque donde estaba atado su caballo.
Era éste un hermoso alazan tostado, de largas y encrespadas crines, y de cuerpo fino y flexible.
Era uno de esos caballos pampas, por el que un gancho da los ojos de la cara, y todavía lo parece haberlo conseguido barato.
El apero del magniflco animal era tan sencillo como el trajo de su dueño.
No se veia en todo èl la más pequeña chapita do plata, siendo su prenda más valiosa un maneador y riendas trenzadas con botones gauchamente colocados de trecho en trecho.
Quando el forastero apareció en la puerta del rancho, el alazan relinchó alegremente y un potrillo cuya enorme panza atestiguaba su profesion de gaucho, se desprendió del lado del caballo, se acercó al jóven y le olió la mano, como si buscara algo que debiera haberle traído.
—No tengo nada, Mataco, le dijo éste palmeándolo y yendo á desensillar el alazan, cuyo recado arrollò y ató cuidadosamento con el cinchon: más tarde te daré algo.
El potrillo, como si hubiera entendido aquellas palabras. se retiró y en compañía de alazan empozó á comer la gramilla que crecia abundante en aquellos parajes.
El forastero se echó el recado al hombro y entró de nuevo en la pulperia, colocándolo en un rincon al lado de la guitarra.
En el tiempo que empleó en toda aquella operacion, don Cosme habia tendido el costillar y los paisanos, cuchillo en mano se preparaban á embestirlo.
—Bueno es, le dijo don Cosme, que hagamos algo por la vida antes de trenzarnos, porque lo que es conmigo, paísano, la cosa va á ser más larga.
—Como guste, amigo, contestó el jóven: yo siempre estoy dispuesto á todo; y sacando su larga daga fué á tomar parte en la rueda que los paisanos habian formado alrededor del costillar, de cuyos dorados extremos caian infinitas goteras de aromático jugo.
Mientras churrasqueaban, los paisanos preguntaron al jóven de que pago era, a si allí habia caido de paso ó venía á establecerse.
—Yo vengo ahora de las Mercedes (Mercedes hoy), contestó el jòven, y he venido de paso; pero si se ofrece y no anda escaso el trago, me quedaré unos dias.
Recien entonces se apercibieron los paisanos de que el jóven forastero era apenas lijeramente picado de viruelas y tenia una cicatriz sobre la sien derecha.
—Soy domador, agregó: oficio que entiendo regularmente, así es que en donde encuentro trabajo, allí me quedo.
—¿Y ese alazan trotador, le preguntaron, que parece parejero; es domado por usted?
—Ese es un regalo, respondió el jòven: y al mismo tiempo que su acento se velaba tristemente, sus negros ojos se nublaron por una lagrima.
Indudablemente aquella pregunta habia levantado una tormenta de recuerdos en su corazon.
Se echó el sombrero á la nuca, y por su frente magnifica cruzó algo como un relámpago.
Había mucho de trísteza con un fondo de amenaza.
—Es lindo animal, dijo don Cosme, y parece bastante livíano para el camino.
El jóven bajó la cabeza como eligiendo en el costillar otro pedazo de asado, y no respondió palabra.
—Yo espero, dijo eludiendo toda respuesta á la pregunta que acababan de hacerle; yo espero que el amigo Cipriano no me guardará rencor, desde que ninguno de los dos nos hemos querido ofender.
— Yo no guardo rencor á nadie màs que á una limeta vacia, dijo ño Cipriano, à quien una especie de fuerte simpatia que empezaba a sentir por el jóven, habia disipado todo su mal humor.
—Mas vale así, replicò aquel tendiéndole la mano, pues de otro modo ya me hubiera apretado las de bailar.
— ¿Cómo ese de irse? exclamò don Cosme, que acababa de acercar una damajuana de vino carlon, cuya presencia en la pulpería nadie habia sospechado.
—Usted no se va de aquí, mocito, sin que yo le haya dado cuatro riendas; apronte no más los lomos, que yo voy cargoso, y de aquí nadie me sale sin que lo haya hecho yo de mi silla.
—Pues apronte usted las piernas, paisano, contestó el forastero jovialmente, porque se me hace que á usted le voy á sacar por las orejas.
Y en seguida se levantó de la rueda y fué al rincon á tomar la guitarra, haciendo un preludio y bordoneo, que los dejó con tamaña boca.
—¡Ah, hijito! dijo uno de los paisanos que habia sepultado en su vientre un metro de asado: ¡qué manos para hacer sonar la de dos barrigas! ¡si tiene más talento que un flaíre!
Aquella barbaridad habia sido dicha por un paisano vejancon, á quien por braco llamaban la Mula.
Así que los compañéros festejaron la gracia pegándole unas cuantas canchadas; y se prepararon à no perder ni un resuello de la payada que empezaba.
—Pago un medio frasco contra mi aparcero. dijo ño Cipriano: el que me ha ganado á mi, jugando, lo va á reventar á usted en cuanto aprete la mano.
—Pago el medio frasco, respondiò don Cosme, y empiezo.
Don Cosme se descolgó con cuatro ó cinco versos de una hembra, á lo que contestó el jóven que no voraciara tan de principio que se podia quedar en mitad de camino.
Pero don Cosme se sentia como veinte años atrás y se le descolgaba con una lluvia de preguntas y díchiarachos, á cual más original y traviesa.
El joven respondia con tal prontitud y tan al polo, que parecian versos aprendidos de memoria, pudiendo solo colegirse que eran improvisados, por la cantidad de frases á la ocasión, de que estaban llenos.
Los paisanos estaban entusiasmados: nunca habían oido cantar con una voz tan hermosa y tan limbida, ni habían escuchado versos mejor concertados.
Don cosme parecia tener veinte años, tal era el brio con que cepillaba la guitarra y la travesura que campeaba en todos sus versos.
El dia empezaba á venir clareando, y el forastero no habia aún podido sacar una pequeña ventaja al pulpero; que sostenia bravamente la reputacion que desde jóven lo habia acompañado.
Asi pasó el tiempo, basta que llegó la siesta; pero ya don Cosme no era el mismo.
Habia repetido varios versos y muchas veces había dejado sin respuesta las preguntas que el jóven le dirigia.
E’ste por su parte pasaba por alto aquellas muestras de flojedad que cualquiera otro puyador le hubiera reclamado; pero era inutil porque ya con Cosme estaba vencido ante los que los escuchaban y no podia pasar mucho tiempo sin que el viejo abandonara el campo, como ño Cipriano; confésandose vencido.
—Con este maldito no hay quien pueda, dijo: es capaz do ganarle al diablo si el diablo se pone á payar con él.
La admiración más profunda estaba pintada en el rostro de los paisanos, que empezaban á mirar á aquel jóven forastero como á cosa del otro mundo.
—¡Vengan las dos manos, mocoso! gritó don Cosme: yo no la pego con la guitarra como Cipriano, y quiero festjar la cosa con una vuelta general de lo que pidan, que yo pago. Ahora soy yo quien digo que puede ir saliendo el más pintao, seguro que mi forastero no tendrá con él ni cómo empezar.
Todos los paisanos se excusaron como mejor pudieron.
Aquel jóven acababa de vencer à los dos mejores payadores de entre ellos, y era al boton, intentar tan solo hacerse golpear al cuete, intentar tan solo hacerle competencia.
—No hay quien pare, dijeron, y pidieron carne á don Cosme para hacer churrasco. pues el hambre les habia ganado por completo.
Don Cosme carneó dos capones que se asaron en un momento; no tardaron mucho en desaparecer entre aquellos estómagos formidables.
—Puesto que no hay quien paye, en comiendo me voy, dijo el forastero, que demasiada los incomodé ya.
Mientras pelaban los huesos de los capones, los buenos gauchos se desacian en elogios de aquel cantor que habia caido dé las nubes para derrotar á los hombres de más crédíto.
—A todo hay quien gane en esta vida, volvió à repetir el jóven sentenciosamente, y asì como yo les he negado á ustedes, tal vez no falte quien me gane a mi.
—No se eneje, mocito, dijo ño Cipriano acaricíando la enrulada cortina de su ojo, ya sabemos que á usted no le ha de ganar ni el mismo diablo.
—¡Amalhaya! contestó el jóven: ser cantor no es lo único que me queda de todo lo que he tenido: el dia que alguien me gane, puede hacer de cuenta que me ha ganado la vida.
Y al decir esto, su voz espiró con algo parecido á un sollozo.
Desde que empezó á hablar, disipada la atmósfera alegre que habia establecido el canto, el jóven habia caido nuevamente en su estado de tristéza que parecia su estado normal.
Sus ojos habian vuelto á nublarse y su frente se habia abatido con o dos álas que se cíerran.
¿Qué recuerdo fatal podia desfallecer asi aquel espiritu jóven, que parecia tan vigoroso?
Los paisanos respetaron aquel dolor misterioso, y no le dirigieron la menor pregunta, pues ya sabian, por las primeras que le hicieron, que aquella reserva era impenetrable.
—Yo le voy á pedir un favor, amígo, dijo uno de los paisanos, que hasta entonces habia tomado en la reunion la parte más pacifica.
Era este un hombre de elevada talla y de aspecto simpático, aunque en su mírada habia mucho de audacia y algo de cinismo. Vestia con gran lujo de prendas, y dejaba ver en su tirador lleno de patacones y onzas, una daga de hermoso cabo de plata con incrustaciones de oro.
—Lo que usted pida, amigo, repuso el jóven, levantando sobre su interlocutor la inteligente mirada.
—Es el caso, siguió diciendo el gauchó, que todavia me está haciendo cosquillas en el corazon aquel preludio que tocó á la entrada.
El jóven no contestó una palabra, pero tomó la guitarra y recorrió ligeramente el diapason, como si quisiera cercíorarse de que estaban bien templada.
—Ese debia de ser un estilo, agregó el paisano, y si no fuera mucho pedir, yo le pediria que lo cantara.
El joven sonrió como quien recibe una herida de mano amiga, acarició levemente las cuerdas del istrumento y repuso.
—Pena más, pena menos, es lo mismo para mi: cantando alivio mis dolores, y ya que á usted le ha gustado el preludio le haré oir el estilo.
Y empezò á recorrer vagamente la guitarra, en un preludio de rara modulacion.
Aquel hombre era una música de inspiracion, que conocia indudablemente todos los recursos del istrumento que tocaba.
Aquel preludio fué haciéndose cada vez menos vago é in consciente las armonias fueron fundiéndose poco á poco, y de bajo de aquellos estilos, especie de sollozo intímo, en que el gaucho exhalaba sus más intimas penas.
Al cabo de un momento hizo una pausa, y con voz magnifica conmovida, cantó un par de décimas donde palpitaba todo la amargura en que reposaba aquella alma.
El forastero terminó su canto con un acorde arrancado verdaderamente al corazon, y secó con el revés de la mano un par de lagrimas que rodaban silenciosas sobre sus pómulos bronceados.
Cuando miró á los paisanos, éstos esta ban aun mas conmovidos que él y como si todavia escucharan el canto, causa de aquella general tristeza.
El jòven se levantò, puso en un rincon la guitarra y vaciò de un solo trago un medio frasco de ginebra que estaba sobre el mostrador, como si hubiera buscado un lenitivo á su pena en la impresion áspera del alcohol. No habia aun dejado sobre el mostrador el vaso, cuando se sintió afuera un fuerte ruido de espuelas y aparecieron en la pulperia un sargento seguido de dos hombres más que parecian soldados, á juzgar por el onorme sable que colgaba de sus cinturas.
Los paisanos so levantaron rápidamente, arrancando por la presencia de aquellos hombres, que nada bueno auguraban, del éxtasis en que los habia sumido el canto del jóven.
El que parecia sargento, porque venia haciendo cabeza, se dirigió groseramente al paisano que habia pedido al forastero que cantara, desenvainando un largo sable, le dijo:
—¡Al fin caiste, bandido! ¡Date preso ó te mato!
Los paisanos palidecieron: el único ojo de ño Cipriano relampagueó bajo la poblada ceja, y el paisano á quien se dirigió el sargento se puso livido como un cadáver, y bajó la cabeza en ademan resignado.
La justicia de aquellos tiempos era algo de formidable; nadie se habia atrevido á resistírsele, y bastaban dos soldados para prender al gaucho más soberbio, pues sabian que á la menor resistencia que hicieran ya estarian encima las iras del Juez de Paz, que era una especie de señor feudal.
El paisano aque acogió mansamente la órden y se preparó á salir, pues sabia que la repeticion venia acompañada siempre de un golpe de sable.
Pero fué atacado de una manera inesperada.
El jòven forastero habia presenciado toda aquella escena con creciente curiosidad.
Se habia cruzado de brazos apoyándose contra el mostrador, y desplomaba sobre los recien llegados una mirada intensa, cuyo signincado era fácil confundir.
Cuando vió que el paisano se preparaba á cumplir la orden recibida, en un ademan violento desenvainó su larga daga, y arrollando el poncho sobre el fuerte brazo, se lanzó entre aquel y los soldados, gritando:
—!Alto ahi, amigo! Donde está Santos Vega nadie prende á nadie.
Los soldados y los paisanos quedaron mudos de asombro.
Nadie hasta entonces se habia atrevido ni aun á disparar de la accion de la justicia.
Discutir una òrden con armas en la mano era una temeridad que solo un loco podia cometer.
Y, sin embargo, allí estaba Santos Vega, magnifico en su apostura, con su mirada soberbia, dilatada por el coraje, fija en los soldados, la mano trémula por la indignacion, empuñando la daga con ademan de sombria amenaza y dispuesto á herir á la primera agresion.
Y era en verdad imponente la actitud de aquel jóven.
En el salto que dió del mostrador adonde estaban los soldados, se le habia caído el sombrero, y apareció en todo su esplendor su frente ermosa y artistica, revelando la superioridad de su espíritu.
—Venimos á buscarlo en nombre de la justicia, balbuceó el sargento, que no podia volver de su sorpresa: y es preciso que lo llevemos,
—¡Maldita sea la justicia y los que en su nombre vienen; exclamó Santos Vega, con un acento que más bien parecia de llanto que de amenaza.
Y sus lábios temblaron al dar paso á sus palabras, y á sus ojos amenazadores se agolpaban las lágrimas.
—Sobre la tierra, siguiò diciendo, mientras blandia la luciente daga, no hay más justicia que la de Dios. Para otra que no sea esa, este hombre está bajo el amparo del puñal de Santos Vega, y basta; y como no hay que pensar en llevarlo de aqui, pueden largarse por donde han venido, contentos de librarla á tan buen precio.
Los paisanos creian estar viendo visiones.
Aquel jóven provocando a la justicia. y dispuesto á batirse contra tres soldados por defender á un hombre desconocido, habia tomado para ellos proporciones gigantescas, pues era el primero que se atrevia á hablar aquel lenguaje y á amenazar con la daga á los que venian en nombre de la autoridad tan temida.
Tal era su asombro, que el mismo paisano á quien los soldados habian ido á buscar, permanecia inmovil, sin saber qué actitud tomar, y paseando de los ojos de los soldados al forastero que se habia nombrado Santos Vega, y do éste á los soldados.
Estos se miraron entre si como conviniendo en qne éste era un loco, y el sargento volvió á tomar la palabra, aunque dominado visiblemente por la actitud del jóven,
— Hemos venido a llevarlo, dijo con voz insegura, y lo llevaremos, dando cuenta en el juzgado de la insolencia del borracho.
Los ojos de Santos Vega brillaron con un fulgor siniestro: describió un circulo con la daga como para hacerse campo y se preparó al combate.
— Solo Dios puede hacer justicia en la tierra, repitió con una voz de trueno: los jueces de paz son una manga de bandidos contra los que hay que defender la vida y la hacienda: daga en su mano, y aquí está la de Santos Vega para sustentar lo que dice.
Los soldados se miraron nuevamente como acobardados por aquella actitud, y por el valor de aquel hombre que los habia tomado de sorpresa dominándolos desde el primer momento.
Así es que retrocedieron hasta la puerta, como para quitarle la salida á aquel hombre y adoptar una resolucion.
Entonces el sargento, como avergonzado de su temor y queriendo dominar su ánimo, que ya le faltaba, levantó el sable y gritò á Santos Vega:
— Tire la daga, amigo, y no se haga matar al boton, y luego, dése á preso.
— Eso se dice, peró no se hace conmigo. ¡Vengan á tomarme, asesinos, para que vean si yo hablo por darle gusto á la lengua!
— ¡Pues á él! gritó el sargento, y cargó sobre el jòven enarbolando el sable.
Los paisanos retrocedieron como atontados, y los soldados á quienes mandó cargar el sargento. apenas dieron dos pasos vacilantes.
Este se encontró, pues, frente á frente á Santos Vega, cuya mirada lo dominaba de un modo poderoso, y cuya actitud era la más bravia que habia visto hasta entonces.
Quiso dar un hachazo, pero su mano cayó tan débilmente, que de todo tuvo, menos de agresion.
Santos Vega soltó una carcajada satánica y gritó:
— ¡Estos son los hombres que apalean mujeres y hombros indefensos para robarle su hacienda! ¡Largo, su flojo, largo! y haciendo un remolino con su poncho, le dió un ponchazo en pleno rostro.
Lejos de reaccionar con esto, el sargento concluyó de aterrarse; sus ojos se dilataron; y sus mandibulas se entreabrieron en el último trance del miedo. Vió como entre sueños que aquella mirada lo aplastaba como el peso de una montaña; creyó ver aquella daga clavarse en su corazon y desgarrar sus entrañas; vió en Santos Vega un ser que no era de este mundo, y lanzando un alarido diò vuelta y echó á correr, llevando por delante á los soldados que salieron como almas que lleva el díablo.
Santos Vega lanzó una maldicion y empezó á correr tras de los soldados, castigándolos con el poncho como si se tratara de mujeres. Y asi los llevó hasta los caballos, donde saltaron como fantasmas, emprendiendo una carrera vertiginosa.
Santos Vega volvió á la pulpería, donde aún estaban los paisanos absortos, sin poder darse cuenta todavía de lo que acababa de suceder.
— ¡Todos son los mismos, murmuró el joven: cobardes con el que no se entrega!
Y tomando su guitarra del rincon donde la dejó, se puso a tocar unas décimas que era una patética historía de lágrimas y de sangre. Cuando concluyó, abatió la gentil cabeza sobre la palma, y se le oyó sollozar de una manera intima.
Los paisanos que no habian vuelto aún de su asombro con lo que habia pasado, quedaron en profundo silencio para no turbar aquella meditacion intima. El paisano, tan milagrosamente salvado por Santos Vega, fué el primero que reaccionò. Se acercó al jóven y golpeandolo suavemente en el hombro, le dijo: