Aura o las violetas - José María Vargas Vilas - E-Book

Aura o las violetas E-Book

José María Vargas Vilas

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Beschreibung

Esta es la primera novela de José María Vargas Vila, que se convirtió posteriormente en la primera película colombiana. Dos jóvenes vecinos, el narrador de la historia y Aura, están enamorados, pero las circunstancias materiales obligan a Aura a contraer matrimonio con un rico acreedor.-

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José María Vargas Vilas

Aura o las violetas

PÁGINAS DE UNA HISTORIA

Saga

Aura o las violetas

 

Copyright © 1888, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680874

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Á MIS HERMANAS

CONCHA Y ANA JULIA.

Vosotras sabéis muy bien por qué publico estas páginas, vosotras fuisteis testigos de la insistencia con que la madre adorada, que acaba de abandonarnos, me suplicaba, en su correspondencia, que las publicara, pues sólo conocía fragmentos de ellas. Listas estaban ya, para ver la luz, accediendo á su deseo, cuando el destino acaba de arrebatárnosla para siempre, sin que pudiera yo, ausente de la Patria, ni recibir su último suspiro, ni estrecharla por última vez contra mi corazón! Ya sus ojos no se posarán en estas líneas, ni sus labios repetirán las palabras en ellas escritas. Ya la mujer fuerte, la madre mártir, la compañera de mis luchas y mi infortunio, ya no existe! Pero quedáis vosotras, herederas de sus virtudes, imitadoras de su ejemplo. Á vosotras, que sois el reflejo de su alma, os las dedico.

Vuestro amante hermano:JOSÉ MARIA.

A LOS LECTORES.

Hé aquí una relación, no una novela.

Si aspiráis á hallar en ella una de aquellas tramas complicadas é interesantes de que tánto gusta la imaginación fecunda de los novelistas; si deseáis el desarrollo de una intriga, ó la persecusión de un fin moral, social ó religioso; si anheláis el purismo del lenguaje, la belleza de las frases, ó el clasicismo del estilo; finalmente, si deseáis hallar algo de lo que hace interesante ó meritoria una obra, cerrad el libro, porque nada de eso encontraréis en él.

Una narración sencilla, desaliñada, natural, casi pueril; el desarrollo de uno de esos dramas del corazón, tan frecuentes en la vida; la historia de una pasión como tántas otras; las confidencias hechas en el seno de la intimidad por un amigo muerto ya, y escritas luégo en playas extrangeras, bajo el dulce recuerdo de la Patria: hé ahí lo que son estas páginas.

Publicadas, en parte, como folletín, en un Diario de Ciudad–Bolívar, han tenido la vida efímera del periódico, y pronto desaparecerían por completo, si hoy, reuniendo los números dispersos de aquel Diario, haciéndoles algunas correcciones, y completándolas, no las publicara en esta forma. Soy el primero en confesar que nada habrían perdido las letras con su absoluta desaparición, como nada ganan con que vean la luz; pero eso no obsta para que las publique hoy en forma de libro, sin pretensión ninguna. Como sé que no están destinadas á vivir largo tiempo, sólo deseo para ellas la benevolencia de unos y el olvido otros: eso les basta.

J. M. V. V.

AURA ó LAS VIOLETAS.

Descorrer el velo tembloroso con que el tiempo oculta á nuestros ojos aquellos parajes encantados de la niñez; aspirar las brisas embalsamadas de las playas de la adolescencia; recorrer con el alma aquella senda de flores, iluminada primero por los ojos cariñosos de la madre, y luégo por las miradas ardientes de la mujer amada; traer al recuerdo las primeras tempestades del corazón, las primeras borrascas del pensamiento, los primeros suspiros y las primeras lágrimas de la pasión, es un consuelo y un alivio en la adversidad.

Parece que el alma desfallecida, se rejuvenece con aquellas brisas, el corazón se vuelve á abrir á los reflejos de aquel sol purísimo, y la imaginación vuelve á adornarse con el espléndido follaje de aquella primavera inmortal.

Primer amor! Encanto de la vida, alborada de la felicidad, los rayos de tu luz no mueren nunca! Corona encantadora de la niñez, formada con las primeras flores que brota el alma, y acariciada por los hálitos de la inocencia! El tiempo os marchita, y descolora después, pero las hojas mustias de vuestras flores, los rayos amortecidos de aquella aurora, las claridades de aquella edad en que vaga aérea y vaporosa la imagen de una mujer, envuelta entre las gasas de la infancia; aquellos recuerdos y aquella historia, son la más bella herencia de la vida.

Páginas de la adolescencia, recuerdos de la cándida mañana de la vida, cánticos melodiosos de aquel himno, murmullos de aquella edad bendita, cuán grato sois al corazón herido! Vosotros traéis al alma recuerdos del nativo campo, brisas del huerto paterno, rumores de sus ríos, perfumes de sus bosques, voces queridas, imágenes amadas y besos de la madre enviados en las alas de la tarde.

Vosotros despertáis al corazón!

Benditos seáis!

*

Hay al volver, los ojos al pasado, seres tan íntimamente ligados á las escenas más interesantes de nuestra vida, que marcan en la memoria las huellas de su existencia, con caracteres indelebles y señalan épocas, días y horas que se levantan fijos como fantasmas, en la neblina oscura de otro tiempo. Cruces solitarias, clavadas allí por el recuerdo, mostrando las jornadas que nuestra planta vacilante, incierta, de viaje siempre á las regiones desconocidas de la eternidad, no ha de volver á repasar jamás. Tales han sido las violetas para mí. Su presencia me despierta tántos recuerdos, su perfume trae á la memoria tantas ilusiones perdidas, que cada una de ellas, me parece una estrofa arrancada de aquel poema cuyos primeros cantos formaron la aurora de mi vida.

*

Catorce primaveras contaba yo aquel día.

Esta frente que véis palidecida y angustiada, era entonces tersa, despejada y serena. Estos ojos que han enturbiado después las lágrimas de la desesperación y los insomnios del pesar, eran grandes y negros, abiertos, soñadores. Esta cabellera en la cual despuntan hoy delgados hilos de plata, como un pago anticipado del invierno del dolor al invierno de la edad, era entonces negra, risada y abundante. Estos labios amargamente plegados hoy por la decepción, sonreían con esa ingenua franqueza, con que un alma de catorce años, sonríe á la mañana de la vida. Mi alma era pura como la sonrisa de una madre y mi corazón inocente como la mirada de un niño.

Y ella! Cuán bella estaba aquel día, con sus hermosos ojos azules, como flores de borraja, sus blondos cabellos del color de las margaritas en estío, su semblante pálido y su mirada triste!

¡Cuán bien le quedaban su traje vaporoso, azul, y su sombrero de paja, atado debajo de la barba con cintas del mismo color!

El Sol descendía lánguidamente al ocaso y sus últimos fulgores iluminaban la naturaleza con esa luz melancólica y tibia, con que el astro rey se despide de aquella parte de la tierra que empieza á dormirse en los brazos de la sombra, helada por los besos de la noche. Las nubes vagaban desgarradas en el firmamento, semejando copos de níveo vellón y más encendidas al Occidente, parecían con los resplandores de la luz moribunda, las últimas llamaradas de un incendio lejano. Era la hora del crepúsculo, en que las aves se recojen al nido, tendiendo sobre él las alas entreabiertas; en que las flores de noche, abren sus cálices pálidos, al primer resplandor de los luceros, cual si fueran las almas de las muertas vírgenes, que vienen al silencio de la noche, á recibir los besos que sus amantes les mandan con rayos de luz desde el espacio. Esta hora, en que la naturaleza toda, al compás de las palmas que se mecen, de las palomas que se quejan, de las olas que ruedan, de los murmullos que gimen, y viendo levantarse la luna silenciosa en el Oriente, « como una ostia sostenida en el espacio por las manos de un sacerdote invisible », parece murmurar con todos aquellos acordes, una plegaria á su Creador.

Hora meditabunda y triste para las almas soñadoras y enamoradas. Hora de la meditación y el sentimiento, de las tristezas y el omor, hora sublime!

El huerto de la paterna estancia, estaba lleno de perfumes; las brisas murmuraban tristemente, como los acordes de un arpa desconocida, pulsada en el silencio de aquellos campos, por el genio de la soledad. El cielo estaba sereno, despejado como nuestra conciencia cia de niños; las flores se inclinaban temblorosas á nuestro paso; los viejos árboles que nos habían visto crecer cerca de ellos, parecían brindarnos el toldo de su anciana vestidura para cobijar nuestros amores, y las aves asomaban su cabeza fuera del nido para vernos pasar, levantando un gorgeo débil, cual si estuviesen celosas de nuestra felicidad.

Aura, apoyada en mi brazo, caminaba distraída, dejando errar su mirada dulce, por las riveras del torrente cercano, bordadas de lirios blancos y de azucenas silvestres, y apenas hollaba con su planta las gramíneas que le servían de alfombra.

Yo me sentía orgulloso y feliz de llevarla á mi lado. Aquella niña vaporosa y bella, soñadora y triste, había sido el encanto y la dicha de mi niñez. Juntos habíamos nacido bajo ese cielo siempre primaveral de nuestra patria, habíamos crecido á la sombra de aquellos bosques jigantescos y nos había servido de horizonte la inmensa esplendidez de aquellos valles. La casa de sus padres, situada á la rivera del mismo río y contigua á la nuestra, no había tenido linderos para nuestros juegos infantiles. Junto con ella y mis hermanas, habíamos recorrido alborozados esos campos, en pos de las perdices, cazando con flechas las palomas y robándole el nido á las alondras; y cuando las sombras de la noche nos sorprendían, regresábamos al hogar, recibíamos la bendición que mi madre daba á todos, como si ella también fuera su hija, rezábamos al toque de oración y nos separábamos luego, dándonos cita para recorrer al día siguiente, algún paraje olvidado en nuestra última excursión.

Los viejos arrendatarios de la hacienda estaban acostumbrados á vernos vagar juntos, en alegre caravana recorriendo sus campos y hollando descuidados sus plantíos, y muchas veces habíamos tomado en su rústico albergue el pan y la leche con que nos obsequiaban aquellos sencillos campesinos, que habían sido: unos, compañeros de mi abuelo en sus faenas de campo; otros, soldados de mi padre en las últimas campañas, y hoy, cultivadores de aquella hacienda, donde mi madre se había refugiado con nosotros, después de la muerte de mi padre, y los cuales miraban con tan cariñoso respeto: á la viuda y á los huérfanos, que habían ido á vivir állí entre los restos de su pasada opulencia, como el que habían tenido por sus antiguos señores en todo el esplendor de su fortuna.

Así se habían pasado los primeros años de nuestra infancia, sencillos y puros como la vida de las aves que gorgeaban sobre nuestras cabezas, inocente y amable como la de los niños pastores de las tribus bíblicas.