El sendero de las almas - José María Vargas Vilas - E-Book

El sendero de las almas E-Book

José María Vargas Vilas

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Beschreibung

«El sendero de las almas: novelas cortas» (1920) es una recopilación de relatos o novelas cortas de José María Vargas Vila. Incluye «Otoño sentimental», «Sabina», «El medallón», «El motín de los retablos» y «Orfebre».-

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José María Vargas Vilas

El sendero de las almas

NOVELAS CORTAS

EDICIÓN DEFINITIVA

Saga

El sendero de las almas

 

Copyright © 1920, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680669

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PREFACIO

PARA LA EDICIÓN DEFINITIVA

Crear, es el deber de todo Artista;

el Poeta, es aquel que crea, dijo el griego;

y, quien dice Poeta, dice Artista;

no hay Poeta verdadero, fuera del Arte;

y, no hay Artista verdadero fuera de la Poesía;

crear normas de Belleza, eternas y vivaces, hechas para resistir el embate de sombras de los siglos;

evocar formas de Belleza, inertes, dormidas en el corazón, sin fuego de la Vida;

revelar la Belleza intangible, esparcida por el mundo espiritual en átomos de esplendor;

fijar esa Belleza en modelos imperecederos, que fuercen el asombro, la admiración y, la gratitud de los siglos por venir;

ser un Constructor de Inmortalidad;

es, ser Artista...

___________

Toda Obra de Arte, es un Poema;

es una Palabra de Belleza dicha al oído de los siglos, y, que no morirá jamás;

con el cincel, con el pincel, con la pluma maravillosa, es que han trazado los hombres, los únicos signos de Inmortalidad conocidos en ese Alfabeto del Misterio, que es la lengua de la Eternidad...

lo demás, todo es precario y miserable, polvo frágil y, perecedero, que el huracán de la Vida lleva hacia las playas inmisericordes del Olvido...;

la Vida no vale sino por la cantidad de Belleza, que hay esparcida en ella;

y, el Artista, es el Mago prodigioso encargado de revelar al Mundo esa Belleza, y fijarla en formas inmortales;

y, tal vez la forma más augusta de la Belleza, es, el Dolor;

el Dolor, es el alma de la Vida;

y, la Vida misma;

porque el Amor, que tanto amamos, ¿qué otra cosa es que una forma del Dolor?...

la Vida es un Poema escrito por los dioses: un Poema de Dolor;

toda alma humana es una parte integrante de ese Poema; un átomo del Dolor Universal;

lleva la Tragedia en sí; porque vivir, es ya la más despiadada de todas las tragedias;

en el fondo de todo corazón, aun en el corazón de un niño, duerme la crisálida de un drama;

extraerla de allí, y, revelarla al Mundo, en una flor de Belleza y de Piedad, es la misión de ciertas formas de Arte, como el Teatro y la Novela;

el Arte del Novelador...

Arte de Creación.

Arte de Revelación.

Arte de Evocación;

crear tipos de Alma, e infundirles una Vida Inmortal, como el alma misma;

revclar el secreto de las almas, que yace larvado e inarticulado en el corazón inerme del Silencio...;

evocar los seres y las cosas pretéritas, y, hacerlas vivir una Nueva Vida, bajo los cielos plácidos cantantes y, luminosos del Recuerdo;

ser un Creador, un Revelador y un Evocador de almas;

eso es ser un Novelista;

el Novelista, crea, según el Arte...

pero ¡ay! también según la Vida;

y, la Vida es fea;

la Vida, es mala;

la Vida es cruel;

los gestos animales de la Vida, son informes, grotescos y deformes;

¿cómo reproducirlos sin envilecer el Arte?...

ése es el secreto de los grandes novelistas;

ellos no salen nunca del Arte;

y fuerzan sus creaciones, todas, a entrar en él;

espiritualizan, idealizan, sinfonizan todo...: hasta el Horror;

ésa es su Fuerza;

dominan la Vida y la Verdad;

y, las fuerzan a entrar en el Dominio del Arte;

sometidas, y vencidas.

___________

¿Se puede conservar los fuertes lineamientos, y, cl alma esencial de ese Arte ciclópeo, al aplicarlo a la estructura frágil, delicada, y mievre, de la Nouvelle?( 1 );

sí;

si aquel que lo maneja es un Artista, hecho a dar vida con su soplo a toda forma de creación;

la nouvelle es un producto esencial y, refinado de sensibilidad exquisita, de observación aguda, de emoción pasional y, de sutileza estética, que requiere más pureza de líneas, más diafanidad de horizontes, más gracia en el colorido y, una mayor delicadeza en el fondo del paisaje psíquico, que los que son necesarios a la amplia construcción de un roman;

difícil género es éste, tal como el Arte verdadero lo concibe, y, el verdadero artista ha de ejecutarlo;

trabajo de orfebrería, de siderurgia mental y ornamental, que sólo los Benvenutos y della Robbia de las letras pueden ejecutar con maestría;

dejar el bloque de mármol, que es la carne de los dioses, y, hacerse el ceramista del espíritu para dar a sus creaciones la fragilidad exquisita de una flor;

dejar el cincel de Buonaroti, semejante al martillo de Encélado y no hacer temblar ya el granito bajo el golpe que lo modela, para hacerse el orfebre delicado, capaz de grabar un Poema como Maso Finiguena, en el motivo de una ánfora;

ser el miniaturista de las almas complicado y sutil como un pintor de medallones de aquellos cincocentistas y septecentistas, que tan bien tradujeron y esculpieron en el metal, las almas hoscas y taciturnas y sin embargo tan divinamente ardidas de amor que reflejaron la trágica belleza de su vida en el espejo verde del Arno;

difícil tarea para los que han sido pintores de grandes frescos murales a lo Ghirlandaio, reducir su arte hasta decorar con paisajes maravillosos los vidrios de una capilla gótica o hacer miniaturas de un preciosismo tal, que pudieran figurar sin desdoro en aquellos prodigiosos antifonarios del siglo xv, que guarda la Biblioteca del convento de San Marcos, en Florencia;

bien es cierto que aquel titanesco Andrea de Cione, apellidado Orcagna, dió el ejemplo, cuando después de haber agotado el trágico-grandioso decorando los muros del Campo Santo de Pisa, hizo los bajos relieves del tabernáculo gótico del «Or San Michel», en los cuales hay figuras de tan delicada ingenuidad y tal belleza de expresión, risueña y cándida que podrían compararse sin mengua con aquellos niños encantadores, que danzan y cantan en los frescos de Luca della Robbia en la Cantoria del Museo del Duomo;

y, eso, porque para el Genio, nada es imposible, por más que digan lo contrario, aquellos a los cuales les ha sido imposible tener Genio...

___________

Un Museo de almas;

eso han side, y eso son, mis treinta grandes novelas, de « Flor del Fango », a « Cachorro de León »;

y, ¿estas pequeñas novelas?

un Museo de almas también;

una colección de miniaturas psicológicas, ricas de Arfe, de Verdad y colorido, como ciertos frescos de la Villa Pandolfini de Legnaia, que a la lejanía son apenas visibles y, tiemblan como un reflejo de miraje;

reales...; sí que lo son; reales como la vida que reproduzco en esas acuarelas diminutas donde no falta el prestigio de un vago horizonte psicológico;

paisajes de almas, en algunos de los cuales el brillo de las lágrimas, finge aquellos cintillos de cristal, que la lluvia ciñe al ramaje de los rosales moribundos... cuando el otoño viene...

almas octubrales... es verdad... almas de Melancolía... algunas de ellas;

almas de Violencia otras;

pero, almas reales todas; almas verdaderas, almas humanas; diademadas de angustia, y con su aureola de Dolor Insuperable;

en el fondo de esos paisajes ideológicos y, pasionales, ellas viven una vida real, que yo les doy.

___________

Y, nada más he de decir, sobre el espíritu y, el arte de este libro;

no he de ensayar ahora la didascalia de la novela;

réstame decir su origen y relatar su historia, como he prometido a mis lectores hacerlo con cada uno de mis libros;

tal es el fin de estos Prefacios;

y, así lo cumplo;

este libro no tiene historia;

todas las nouvelles, que lo forman, escritas fueron en diversas épocas, y al azar de la vida;

hoy las colecciono en este volumen que entra a formar parte de mis Obras Completas;

esta como ronda de horas, aladas y ligeras, va a zaga de mis treinta grandes novelas, recientemente editadas por la Casa Editorial Sopena, para la EdiciónDefinitiva, que ha de formar mi Opera Omnia;

y, en cierto modo, las completa y las embellece, como una cauda de filigranas donde temblarán pequeños ópalos votivos;

vaya este libro de Horas románticas y apasionadas, hacia las nobles manos de las almas devotas que me leen;

entrego al Tiempo este bouquet de rosas psicológicas, prontas a desflorarse a la trémula caricia de sus dedos;

sus pétalos guardarán siempre un temblor y un fulgor de Eternidad;

el Arte, es eterno, porque es divino.

Vargas Vila.

 

1920.

OTOÑO SENTIMENTAL

Páginas de un Diario.

 

¡Pobre Augusta Cossío!;

acabo de cerrarle los ojos para siempre; aquellos divinos ojos tenebrosos, y, siento aún la impresión de sus párpados bajo mis dedos;

sus párpados rebeldes a cerrarse definitivamente sobre sus pupilas de miosotis, esas pupilas cambiantes y, como marescentes, que habían sabido tan bien fingir la ceguera de Ana, en la CittàMorta, de d’Annunzio, y, los furores de Fedra, y la resignación serena de Ifigenia, cuando su voz de encanto modulaba los prodigiosos versos de Racine;

esas pupilas que la muerte parecía hacer aún más obscuras, tenebrosas, como dos pozos profundos, a la sombra de grandes cactos salvajes:

sus pupilas que al mirarme por última vez se hicieron feroces, con la ferocidad desesperada de una leona moribunda que ya no puede devorar;

cuando llegué cerca a su lecho de muerte, ya no podía hablar;

el estertor de la agonía, sonaba en su garganta, como un gargarismo trágico;

tenía el rostro vuelto contra el muro;

ya no oía nada;

pero, cuando la monja que la asistía, la llamó fuertemente, para decirle que yo — su marido —, había llegado, pareció revivir toda en un arrebato de odio indescriptible;

intentó erguir su busto y levantarse apoyando un brazo sobre la almohada;

un rugido todo gutural, que era como el maullido de un chacal ultimado por el cazador, salió de esa garganta hecha a conmover las multitudes con sus grandes gritos clásicos, que igualaban y superaban el bello horror de la Tragedia Antigua;

me miró fijamente, ferozmente, con sus ojos desmesuradamente abiertos en los cuales parecía haber capturado toda la sombra trágica de las noches de la Eternidad;

y, cayó sobre la almohada;

inerte, vencida...;

estaba muerta;

había un terrible gesto de violencia en aquella faz lívida, en la cual parecían haberse inmovilizado todos los rencores;

el mentón, voluntarioso se alargaba enormemente, y, los ojos, cercados ahora, no del antimonio teatral, sino del cerco azul, imborrable, de la enfermedad, se hacían obscuros profundos, como dos pozos mefíticos, de los cuales se escapara un vaho de muerte, en grandes ráfagas mudas;

estaba repugnante y odiosa de mirar;

la monja, que rezaba con voz monótona, las oraciones de los agonizantes, cesó en ellas al verla morir y gritó:

— ¡Jesús!...

y, aspergió agua bendita sobre ella;

las gotas cayeron y, temblaron sobre el horrible rostro contraído, como aljófares sobre una rosa muerta, y rodaron sobre la garganta, y, sobre el pecho, haciéndole uno como irrisorio collar de cuentas de cristal, ¡a ella, que los había ceñido tan ricos, de perlas de Ceilán y de brillantes del Transvaal!;

la monja, acercándose a mí, y, tendiéndome la rama de hinojos con que acababa de aspergiar la muerta, me dijo con una voz sin emociones, como si hubiese sido invadida por el odio que expresaba aquella faz inerte:

— Ahora usted;

y, cuando lo hube hecho, añadió:

— Ciérrele usted los ojos;

me acerqué para hacerlo;

una última lágrima que los perlaba humedeció mis dedos;

tuve la certidumbre de que si en ese momento hubiese llevado a mis labios aquellos dedos así húmedos, habría caído muerto como por un rayo, intoxicado por aquel tósigo fatal; tan grande era el odio que se reflejaba en aquellas pupilas inexorables;

hice esfuerzos inauditos por cerrárselos;

los párpados se habían hecho duros, cual si fuesen de celuloide, y, sus largas pestañas, antes sedosas, se diría que ahora punzaban como espinas;

al fin pude dominarlos, y, quedaron apenas entrecerrados;

el azul gris acerado de las pupilas, brillaba entre el negro tenebroso de las pestañas, como las hojas de dos puñales que quisieran atravesarme las manos;

cuando logré, a medias, mi intento de cerrarle los ojos, me retiré del lecho;

la monja, que había continuado en decir sus oraciones, calló;

esperaba sin duda, que yo besara el cadáver de aquella que había sido mi mujer;

viendo que me retiraba sin hacerlo cubrió la faz de la muerta con un paño y se postró de rodillas ante el lecho;

continuó en rezar;

yo abandoné la estancia...;

y, heme aquí en el jardín, lleno de un sereno contento, pareciéndome un sueño, esto de ver rota mi cadena y recobrada mi libertad;

me parecen más bellas las rosas que duermen bajo el refugio hospitalario de los árboles y, aquellas de una belleza ducal, que se abren en los grandes vasos de mayólica de la loggia;

los jazmines del Cabo dan un perfume tan fuerte, que siento un vértigo...

¿no será mi felicidad la que me turba?;

ya soy libre;

¿podrá darse una felicidad mayor?

aquel cadáver que yace en el lecho tras de los cristales de una de esas ventanas, es mi cadena rota, mi cadena fundida por el rayo de la muerte;

el cuerpo de aquella mujer, así inerme es mil veces más amado, que lo fuera cuando vivo temblaba de amor entre mis brazos...

llego a dudar de mi felicidad, y quiero entrar de nuevo, tocar el cadáver y, convencerme de que Augusta Cossío, mi mujer, está muerta, bien muerta...

pero, ¿a qué?

mi ventura es cierta;

ya, soy libre...

cómo el eco de estas palabras parece turbar la poesía emocionante del jardín como un gran grito de Victoria;

parece que una espada de luz, la espada de un Arcángel vencedor, atravesara el corazón del paisaje voluptuoso donde el sol pone notas de fuego, que son como el pentagrama incendiado de un Cántico de Amor;

una embriaguez oculta me posee, una embriaguez de felicidad, al ver destruído para siempre aquello que parecía indestructible;

¡oh! cómo la Muerte es piadosa...

¡cómo Dios, es bueno!...

* * *

Ahora, sea lo primero avisar a Blanca, por medio de un despacho telegráfico en que le diga: « Augusta, ha muerto; ven súbito »;

¡cómo exultará de placer!...

¡pobre criatura!

es una sensitiva...

* * *

El despacho ha partido;

mientras Blanca llega y, el Mayordomo y, la servidumbre arreglan eso de preparar el cadáver y, expedirlo a Lecco, para ser sepultado allí en el suntuoso mausoleo que ella misma se erigió en vida, quiero repasar mi cuaderno de notas, y, evocar la bella y trágica figura de esa mujer que acaba de desaparecer en la Muerte, ¡ay! y la parte tan dolorosa que ella tomó en mi Vida...;

¿cómo conocí yo a Augusta Cossío, ante la cual ahora la prensa del mundo batirá sus cobres más sonoros, y, los grandes rotativos exaltarán recordando sus triunfos escénicos, y, lo que ella y, sus admiradores llamaban — no sin razón — su Genio?

era en Ostende;

la estación batía su pleno, como se dice en lenguaje de playas y, balnearios;

el sol de un día de Agosto, canicular y abrasador, caldeaba la atmósfera y, los cuerpos en una temperatura senegalesa;

el verde de los jardines principiaba a tornarse en un áureo languideciente y, los follajes tomaban un color de cadmio, agobiados, cual si una fiebre interior los consumiese;

el hall del Hotel Imperial era como una bahía de mármol, en cuyas blancuras refrescantes, las, parásitas y las mimosas de los jarrones hacían adornos de oricalco;

los huéspedes que no habían ido a los baños, hacían corros, o tendidos más que sentados en los sillones de mimbre, se entregaban a charlas cosmopolitas, disertando unos sobre juego y sobre sports, silenciosos otros, ensoñadores, sintiéndose sin duda aguijoneados por las peores lascivias ante las desnudeces atrevidas de las mujeres, empeñadas en tantalizar los hombres, con el espectáculo de sus carnes cubiertas en algunas por telas vaporosas y desnudas en otras con la osadía de un reto a todos los deseos;

de súbito hubo un rumor entre los concurrentes, y, un nombre circuló de boca en boca: — Augusta Cossío... Augusta Cossío...

los hombres volvieron a mirar con avidez;

las mujeres con envidia;

la Gran Trágica, acabó de descender la escalera, y, avanzó en el vestíbulo, como si estuviese en la escena;

alta, erecta, majestuosa, consciente de su renombre y, de su gloria;

el ligero matiz de excentricidad que la distinguió siempre, se acentuaba ese día en su toilette simplicísima y sin embargo extrañamente sugestiva; era una túnica vaporosa, de sedalina jaspeada como una flor de amaranto, con mangas amplias que no llegaban a los codos, ceñida al talle con un cinturón de brocado, con una franja del mismo, que le caía a un lado a manera de estola;

su sombrero era enorme de tul blanco, ornado de dos grandes lirios azules, que tenían el aire de flores acuáticas emergiendo de las espumas de un oleaje; lo ataba debajo de la barba con dos cintas violáceas que le caían sobre el pecho;

se apoyaba en el mango de la sombrilla muy alta como si fuese un cetro;

había algo de ateniense, y, mucho de versallesco en su tocado y en su actitud;

¿era bella?

tal vez, sí...

de una belleza indescifrable y, toda espiritual, que había hecho decir a un cronista de teatros: « Augusta Cossío, no es verdaderamente bella, sino en escena, porque toda su belleza está en su genio »;

pero, elegante, sí que lo era; la elegancia residía en ella, en todos sus gestos, en todas sus actitudes, era como un perfume de su alma, algo de sí misma, que le era consubstancial e inseparable;

y, yo, la hallé bella;

bella en su rostro enjuto, con las mejillas consuntas de las grandes apasionadas del Arte o del Amor; bella con la palidez mate de su cutis que tenía el tinte de un geranio muerto bajo los rigores del sol; bella con su boca larga, delgada y sensual, aquella boca que era como una lira hecha para poner música a los gritos de Andrómaca, a los gemidos de Gioconda y, aun a los monólogos desesperantes de horror, de Lady Macbeth; bella, con sus ojos profundos, de un azul tenebroso, que parecían irradiar el crepúsculo de millares de soles muertos sobre un mismo ocaso: el cuello delgado y císneo hecho para crear y modular la misteriosa música de las frases; sus formas gráciles que se dirían adónicas, formas de una virgen o de un efebo; los brazos largos, como hechos para el gran gesto desmesurado y, trágico; y, las manos; aquellas dos azucenas exangües, con dedos tentaculares en los cuales el brillo de las piedras de las sortijas fingía miriadas de insectos luminosos adheridos a las ramas de una enredadera florestal:

su marcha, era lenta, orgullosa, pausada como si un ritmo de Melopeya presidiese sus movimientos;

así pasó, respondiendo a los saludos, amable y grave;

se veía que superior a su sexo, y, casi fuera de él, no aspiraba a despertar el Deseo, sino la Admiración;

había ya desaparecido su silueta elegante entre saludos y genuflexiones, y se oía aún el rumorear de voces que decían:

— Augusta Cossío, Augusta Cossío;

y, su nombre sonaba en el espacio fuliginoso, como una melodía misteriosa e inquietante.

* * *

Aquella misma tarde, y en el mismo hall del Hotel, un amigo común, diplomático en vacancias, nos presentó el uno al otro:

— Es providencial — dijo ella, estrechándome la mano y con una viva emoción en los ojos y, en la voz —; había venido aquí esperando encontramos; en Cristianía, acabo de ver despedazar una obra vuestra; sois demasiado mediterráneo para que el Norte pueda comprenderos y sobre todo para que artistas del Norte puedan interpretaros; he sufrido enormemente viendo cómo Maddy-Sthorberg, rompía las ánforas de vuestras metáforas, y, hacía pedazos el cristal de vuestros versos; en Stockholm quise veros, pero se me dijo que algo imprevisto os había obligado a partir;

y, calló, como si hubiese encontrado inconveniente esta alusión a las causas que motivaron mi partida de Stockholm;

¿conocía ella aquel desgraciado incidente de juego, que me había obligado a renunciar la Secretaría de la Embajada de mi país que allí desempeñaba y buscar abrigo y olvido en una misión de inspección de consulados que me había sido confiada?

sospecho que sí;

me hizo el honor de invitarme para acompañarla en su mesa esa noche;

fuí;

tenía otros varios convidados a los cuales me presentó;

todos me conocían de nombre y algunos se dijeron lectores de mis libros;

comprendí que yo era el clou de la sesión, y, eso me disgustó, como siempre que mi celebridad literaria me ha obligado a llenar ese papel;

se habló de libros;

todas gentes de cultura y de una refinada educación, hicieron alusión a mis libros, especialmente a mis novelas, que la mayoría dijo haber leído.

Augusta Cossío, habló de mi teatro;

la fanatizaba, según su entusiasta decir;

lo defendió de la acusación de esoterismo que se arrojaba sobre él; lo halló límpido en el pensamiento y de tal musicalidad en la dicción, que: recitarlo — dijo — eselmás bello placer estético para una actriz apasionada por la euritmia del gesto y, la armonía de la palabra;

sentirla hablar así, a ella, la grande intérprete del teatro nórdico, la HeddaGabler, la Nora, la EllidaVángel de la dramaturgia ibseniana, ella, que había dado muy recientemente la música de su dicción y, el impecable esplendor de sus grandes gestos trágicos, a las últimas creaciones del genio d’annunziano, y en Ana de la Cittá Morta, acababa de fanatizar los públicos de la Riviére, en una tournée que quedaría memorable por el fausto de las representaciones y, el genio maravilloso de la artista ¿cómo no había de ser grato a mi orgullo, el elogio de aquella que con Sarah, la divina Sarah, y Eleonora, la magnífica Eleonora, formaba la trinidad del genio femenil sobre los escenarios del mundo?...

además yo, era muy desgraciado en ese momento, y, acababa de pasar una de las crisis morales más agudas de mi vida; mi carrera diplomática había sido funesta y definitivamente rota, y tenía vital y urgente necesidad de rehacerme una posición en el mundo;

yo, no sé si todo sentimental será un desgraciado, pero sí puedo asegurar que todo desgraciado es un sentimental, y, yo, lo era mucho en aquel momento, por eso sus palabras me fueron tan dulces, y, cayeron como un bálsamo lenitivo sobre mi corazón;

una gran luz de esperanza brilló en mi horizonte, y despertó en mí una loca ambición...; ¡si Augusta Cossío, quisiera ser la intérprete de mis dramas, aclimatarlos en esos públicos reacios a comprenderlos y siempre imbuidos de las leyendas contra mí!...; ¡ah! eso sería, mi fortuna rehecha y, mi gloria conquistada;

como si respondiese a ese secreto y tumultuoso anhelo mío me preguntó si no había escrito nada para el teatro después de « La Vida es un Deseo », ese drama escrito para Honorina Stelli, y, que la joven cómica, muerta recientemente, no había tenido tiempo de llevar a la escena;

hablamos de eso, y, de alguien a quien ella conocía, que me había amado mucho y, a quien yo, no había podido amar; y, nos compadecimos ambos de aquel gran infortunio espiritual, que yo no había podido consolar;

y, terminada la comida, nos separamos, ya espiritualmente amigos, y comulgando en unos mismos ideales de Arte y de Belleza.

* * *

Después, nuestras relaciones se estrecharon;

su alma tuvo el temerario intento de llegar hasta mi alma y ver en ella; quiso inclinarse sobre el álveo obscuro y, trágico de donde fluyen todas mis creaciones;

y, la grande artista comprendió que había algo más trágico que su genio, y, era, el genio de mis dramas;

y, aspiró a que hiciera una tragedia para ella;

y, le hice: Sakountala, en la cual apartándome mucho de la fábula de Kalidasa, quise poner toda la poesía del Ramayana, estrechada en los cauces clásicos de la Tragedia griega, mas la musicalidad de la lírica latina;

la halló admirable y, se entregó al estudio de ella con pasión;

para aprenderla, para ensayarla, para combinar todos los secretos de la mise en scene, hasta su representación triunfal, hubimos de viajar juntos;

y, lo que había de suceder, sucedió;

fué al principio mi querida y luego mi mujer;

como Friedrich Hebbel, como Maurice Mæterlinck, como tantos otros, fuí el marido de la protagonista de mis dramas;

y, yo, el Conde Sergi, diplomático y escritor mundial, fuí como un cómico más, yendo de aquí para allá con la compañía de Augusta Cossío; aunque es verdad que guardábamos las distancias, yendo siempre en un tren distinto del de su compañía;

nuestro matrimonio se prestó a miles de comentarios, nada halagadores para mí;

se dijo que miserablemente arruinado sobre el tapete verde, yo había jugado y, ganado esa última partida, poniéndole la mano a los millones de Augusta Cossío; y, que ya había hallado manera de redorar mi escudo con el oro de los de ella;

cuanto la Envidia inepta, puede inventar contra un escritor ya consagrado por la fama, se dijo contra mí;

no se respetó sino mi talento; y, se proclamó que yo había encontrado en Augusta Cossío, la única intérprete, a la altura de mis dramas;

ella, se dió con pasión a interpretarlos, y, magnificó mis creaciones reproduciéndolas;

hice personajes para ella, y, los superó encarnándolos;

cada una de nuestras tournées, era una serie de triunfos artísticos y, de pingües rendimientos;

ora fuera por delicadeza, ora por previsión, mis derechos de autor me fueron siempre pagados v ella guardó sus proventos de artista y, la gerencia de su compañía;

yo, no fuí jefe de cómicos, ni puse ojo en la administración de su empresa para saber los enormes ingresos que tenía;

mi orgullo me vedaba esos menesteres;

había más intelectualidad que sentimentalidad, en nuestro amor, y, podía decirse bien, que nos admirábamos más que nos amábamos;

no éramos ya jóvenes para eso; ella se aproximaba a la cuarentena, y yo, la había ya dominado; eso quitó a nuestra pasión todo arrebato, todo germen de sensibilidad morbosa que pudiera ocasionarnos inútiles celos y dolores;

demasiado, o mejor dicho, justamente orgullosa de su nombre de artista, Augusta Cossío, no usó del mío, y del título a que él le daba derecho, sino cuando frecuentábamos alta sociedad, que era bien poco, por parte de ella, que la tenía en aversión, y así, nuestro escudo sólo sirvió para decorar la vajilla y ser bordado sobre las ropas de la cama;

yo, no la amaba bastante para tener celos de su pasado, del cual sabía muy poca cosa, lo mismo que sabía el público: que muy joven había sido la querida del Poeta polaco Casimiro Linonescky a quien había amado con delirio y, el cual la había cantado en versos admirables;

muerto éste, muy joven, devorado por la tisis y el alcohol, ella le había guardado un culto religioso y por largo tiempo había adornado con tocas de viuda su bella cabeza imperiosa, tan naturalmente trágica; su aire de dogaresa enlutecida, la hacía aún más interesante al corazón y, a los ojos de los públicos que la adoraban;

ése era un pasado bien trivial y, cuasi inocente, para una mujer del teatro;

yo, sospechaba que en ese pasado sentimental de Augusta Cossío había más teatralidad, que otra cosa, porque la actriz no abdicaba en ella ni aun en sus actitudes más íntimas;

no era una de esas mujeres que tienen el corazón a flor de piel, y, fácil de interrogar;

era reservada y fría; no había en ella ningún germen de romanticismo, ni de enfermiza idealidad;

demasiado llena de sí misma, su teatro la absorbía por completo, y, no vivía sino para él, y, casi podría decirse que en él;

así, aquel gesto de profunda tristeza, que notaba en ocasiones en ella, y, los largos ensimismamientos en que caía, no me inquietaban, y, no la interrogué jamás acerca de ellos;

no la amaba bastante para estar celoso de su pasado, ni temeroso del presente;

fué ella, quien un día, al terminar una excursión por Suiza, me dijo con esa voz musical, que era el encanto de los públicos y se hacía aún más bella en la intimidad:

— Hemos de hacer una excursión a Lugano...; ¿quieres? hace ya más de un año que no voy; y, la pobre niña muere de pena.

— ¿Qué niña?

— Blanca; mi sobrina...

— Tu sobrina...

— Sí...; yo, tuve una hermana, que huyó de casa con un cómico y, fué a morir a Buenos Aires, dejando una niña de pocos meses, que yo recogí, y, la cual tengo en un colegio de damas inglesas, en los alrededores de Lugano; perdona si no te lo había dicho antes, pero no quería que nada perturbara nuestra felicidad;

hablando así, su voz se había hecho más cálida, llena de una mayor emoción, como si nuevas fuentes de ternura se hubiesen abierto en su corazón, al recuerdo de la huérfana;

comprendí por qué no me había dicho antes nada; temía sin duda, que yo viera en esa niña una próxima heredera de sus caudales, y, la odiara a causa de eso;

superior a esas pequeñeces, no pude evitar el pensarlas, y, miré a mi mujer, con un desprecio tan grande que ella, no pudo menos que notarlo, y, dijo, con esa voz, lenta y profunda, que la hacía tan admirable en los monólogos:

— Se tiene su Pasado; es necesario amar su Pasado...

— Bis, bis — dije yo, aplaudiendo, con tan desdeñosa impertinencia que ella quedó como petrificada.

* * *

Ahondando muy poco en mi memoria, se presenta vivo y tenaz el recuerdo de aquel día;

tras la blancura marmorescente del barandaje, el verde obscuro de las arboledas bajo el cielo de un azul adiamantado, que se diría, una mayólica de Murano;

el casal, blanco también, como una enorme magnolia abierta entre el follaje;

los corredores vastos, limpios, nítidos, se dirían bahías de mármol, que hiciesen reposorios a la sombra bajo las enredaderas florecidas que enfestonaban las columnatas;

el Parlour — y, llamémosle así, porque aquel Pensionado de Señoritas era tenido por dos damas inglesas, y así llaman en inglés al locutorio — era alto, claro, ventilado, con un confort severo y elegante, como el que se estila en los grandes cottages de los alrededores de Londres.

Augusta Cossío, fué recibida con grandes ceremonias, como un antiguo conocimiento de la casa, que se sentía honrada, con la visita de aquella artista de reputación mundial;

mi mujer me presentó a las directoras, que se inclinaron ante mí con un gesto digno de los salones d’autrefois, un poco arcaico, pero, no carente de elegancia y, ya no la llamaron a ella sino Señora Condesa, deleitándose en ese título como en un rico manjar;

hicieron llamar a Blanca Cossío, a quien mi mujer hacía llevar su apellido, ínterin que la adoptaba como hija, según parecía ser su designio;

y, ésta apareció;

abrazó a su tía con efusión, y, me saludó con timidez, mirándome con curiosidad;

nada más bello que aquella niña ya entrada en la pubertad, magnificamente desarrollada en una amplitud de formas provocativa y, alarmante;

vestía de blanco y traía suelta la cabellera, negra y opulenta, recogida hacia atrás por una cinta roja, como la que le ceñía el talle;

los ojos no eran de ese azul marescente, cuasi gris, de los ojos de Augusta Cossío, sino negros, enormes, de un negro bituminoso, profundo, y, turbador; el cerco de las pestañas era tan espeso, que, proyectaba una sombra azul bajo los párpados; tan obscuras eran las ojeras, que se dirían trazadas al esfumino;

la nariz, pequeña, con un ligero temblor en los cartílagos, como de un felino recién nacido que olfateara la ubre maternal;

la boca grande, despectiva, sensual, los dientes maravillosos de blancura en el coral vivido de las encías;

la garganta escultural; los senos desafiadores, ya voluminosos y erectos; las caderas de una opulencia desusada para su edad;

de toda ella emanaba un hálito de voluptuosidad de tal manera fascinador que se hacía enervante;

en la caricia blonda de la luz que caía sobre ella, la niña aparecía en su belleza triunfal con una atracción de Abismo.

Augusta Cossío, retrocedió asombrada de aquel desarrollo prematuro, pero, no pudo menos de sonreír a la hermosura triunfal de aquella que llevaba su misma sangre; y, pidió informes sobre su conducta;

las profesoras fueron parcas en el elogio de su discípula, quien según ellas, dejaba mucho que desear en asuntos de aplicación y disciplina.

Blanca, las oía sin inmutarse, y reía, con una impertinencia que se veía bien que le era habitual.

— Pronto se arrepentirá de habernos hecho sufrir tanto — dijo la de más edad de las profesoras — porque ya ha cumplido los quince años y, deberá ir a otro internado, para hacer en él los cursos superiores, a no ser que ustedes resuelvan algo en contrario.

Augusta me miró, como consultándome, qué íbamos a hacer de la preciosa niña;

yo, absorto en mirarla apenas si hice atención a ese gesto.

Blanca, se encargó de contestar por nosotros.

— ¿Otro colegio? no; yo, me voy con mis tíos; ¿no es verdad? — dijo mirándonos alternativamente, con un gesto de súplica en los ojos sin dejar el mohín de burla infantil, que le era característico;

yo, no supe qué responder.

Augusta, dijo:

— Ya veremos, ya veremos...

y, ensayó sermonear a su sobrina, con la voz más grave de sus horas teatrales;

¿por qué me pareció que esa voz temblaba con un tremor natural fuera de todo diapasón de arte y, el calor de una emoción tan sincera como yo no le había oído jamás?

— ¿Tú también? ¿tú también? — dijo.

Blanca, interrumpiendo sin ningún respeto, la grave monotonía del discurso, rompió a reír tan jovial, tan estrepitosamente, que nos hizo reír a todos, inclusive a las profesoras que estaban habituadas a las extravagancias de este enfantterrible, del cual parecían empeñadas en desprenderse lo más pronto posible.

Augusta, siempre grave, como si estuviese en escena, se despidió, besando a su sobrina, larga y amorosamente;

yo, le extendí la mano:

— Y, usted... ¿no me besa? ¿no es usted también mi tío?... — dijo;

e inclinó hacia mí su bella cabeza, para que la besara en la frente;

y, la besé, apretándola fuertemente contra mis labios, y, ajando con placer los bucles de su negra cabellera, que se enredaron en mis dedos, suave como los estambres de una flor;

temblé...

y, me pareció que había besado el nimbo de una estrella;

ya en el coche, de regreso a la ciudad, Augusta, aún emocionada, me preguntó:

— Y, ¿qué vamos a hacer de esa niña?

— Casarla cuanto antes, para salir de ella.

— Casarla... ¿con quién?

— No faltará en tu compañía un cómico apto para ello;

me miró con rencor;

sus ojos taciturnos se hicieron casi feroces, como los de una loba que defiende su cachorro:

— Se ve que no la amas;

y, por primera vez, después de nuestro matrimonio, su voz al hablarme careció de todo acento de ternura.

— Efectivamente — le repliqué;

y, callamos...

el duelo de la gran noche naciente caía sobre nosotros y nos arropaba como una mortaja impalpable;

estábamos hoscos y distanciados;

parecía como si la imagen de esta niña se hubiese alzado como un muro negro entre los dos:

y, aplastase con su peso, nuestra ventura.

* * *

Nuestra última tournée por el Norte de Italia, Suiza, y el mediodía de Francia había sido una serie no interrumpida de triunfos incontestados y, de grandes rendimientos.

Augusta Cossío, en plena posesión de su genio, había sido insuperable como artista;

los dos grandes dramas que yo había escrito últimamente para ella: « Nausica » y « El Sueño de Cleopatra » habían resultado maravillosos interpretados por ella cuya sensibilidad artística la hacía plasmable para todas las sensaciones, y, cuya voz de una musicalidad rara, se prestaba a las más extrañas entonaciones líricas, siendo en los momentos culminantes de la Tragedia, algo así como un pájaro divino que cantase en los labios entreabiertos de una estatua;

terminada la jira artística y después de una leve morada en