El camino del triunfo - José María Vargas Vilas - E-Book

El camino del triunfo E-Book

José María Vargas Vilas

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Beschreibung

«El camino del triunfo» (1908) es una novela de José María Vargas Vila. Juliano Hermida tiene una sensibilidad de poeta y está enamorado de su joven maestro; al mismo tiempo, es un escéptico y desprecia la vida, aun así, acaba ordenándose sacerdote debido a su precaria situación familiar.-

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José María Vargas Vilas

El camino del triunfo

«LAS ADOLESCENCIAS»

Saga

El camino del triunfo

 

Copyright © 1908, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680782

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Hold the mirror, up to nature.

(Shakespeare , Hamlet, iii , 2.)

Quedan asegurados los derechos de propiedad conforme á la ley.

EL CAMINO DEL TRIUNFO

Juliano Hermida, tenía el alma agreste, hecha á vivir, la vida silenciosa y ferviente de la Naturaleza.

El misterio profundo de los campos, lo atraía.

La inmovilidad extática de los paisajes, teñidos de Infinito, se diluía en su alma, en ondas de un amor, embrionario, inexplicable, á las cosas del Alma y de la Vida;

los cielos algodonados, que diseminaban nubes, como pétalos, en una calma cosmorámica y grave;

la profunda agua calmada, de los canales vecinos, que parecían inquietos y turbadores, como atacados ellos también de morbosidades pasionales;

el espectáculo muelle de las primaveras, que distendía sus nervios y aguijoneaba sus carnes impúberes, parecía decirle extrañas suputaciones de cosas raras, aún no sentidas y de intensos mirajes interiores, no mirados todavía;

la cristalización de las ideas, se hacía lenta en su espíritu, donde los elementos psicológicos pugnaban por sistematizar la disociación inicial de sus puerilidades de niño;

la exaltación de su vida interior, hacía que su Yo, sentimental, se desarrollara prematuramente á expensas de su Yo mental, que permanecía semi-inerte, mientras su aguda sensibilidad, lo hacía apto á las más raras y delicadas emociones;

el mundo exterior se desarrollaba á sus ojos, por sensaciones y por imágenes, de las cuales, su corazón era un espejo;

tiene la mente de los niños, esa rara especificidad, propia para la percepción materializada de las imágenes;

y, el proceso de la ideación, se hace en ellos, correlativo al de sus afecciones, con una morbosidad patognómica, casi siempre violenta;

aman lo que ven, y, lo aman con una pasión, llena de capricho y de tenacidad;

así vagaba, el alma indecisa y fluctuante de Juliano, ya llegada al umbral de la adolescencia, con una rara acuidad de percepción, y una precocidad dolorosa de sensaciones, como esperando, ansioso y miedoso, ver precisarse sus extraños sueños, en la cristalización ansiada de ese fenómeno fugaz, que se llama: Vida;

la suya, se diría, una mañana pálida donde la tristeza infinita de los cielos, murmurara en el corazón inerte de las cosas;

en la vaga y suprema indolencia de esa hora, aún sin orientaciones, le parecía que fantasmas inciertos cantaban en el silencio, y, una visión, emergente de las brumas, alzaba sus brazos desnudos, tendidos á las estrellas;

Juliano Hermida, tenía quince años, y representaba aún más, por la seriedad triste de su rostro, lleno de una languidez atractiva, como una perfidia nimbada de inocencia;

¿habéis visto las miniaturas, de aquellos preciosos antifonarios del Museo Cívico, en el Palacio Schiaffanoya de Ferrara? ¿recordáis en ellos, esos niños que Dosso-Dossi y, Cósimo Tura, agrupan, en torno á los Tabernáculos, entre follajes de azul, como en una ascensión hacia el rayo lunar que los ilumina? ¡Cómo son bellos. en la inocente perversidad de sus labios, que se abren, como rosas indisciplinadas, y, en el éxtasis abismal de sus ojos, llenos de un inabarcable misterio!

aquellos perfiles ambiguos, no se olvidan;

son obsesionantes, como los de los adolescentes de Palma, el viejo;

así era Juliano Hermida, con su rostro, extrañamente moreno, su cabellera ensortijada, su contextura atlética, que lo hacían aparecer como un efebo egipcio, inexplicablemente desterrado en ese medio de blancuras andinas y, azulidades transparentes, donde las montañas fingían paisajes anabiósicos de mundos petrificados, y, las llanuras infinitas bajo un manto violeta, se estremecían, á la caricia de soles pálidos, como bajo una claridad lunar;

había en él, mucho de raza calabresa, pigmento de sangre semihelena, que daba uno como aroma moral, de países lejanos, á su belleza ruda y atractiva, pero exótica, desemejante en un todo, á la mayoría étnica, de razas mongoles, pululantes en esa China, supra-andina, estratificada, en el silencio, bajo las estrellas;

algo violento como de razas volcánicas, y rudezas heroicas, que ya no se verán jamás;

no se le parecían, los niños de la comarca, ventrudos y mofletudos, como angelotes de Rubens, en los baptisterios flamencos; auroras de bestialidad pletórica y feliz;

y, sin embargo, Juliano, no era un extranjero;

había nacido y crecido en aquel medio, en el maravillamiento impreciso y el culto atento de esas cosas, que hoy le eran familiares;

había nacido y vivido, en esa posesión de campo de sus padres, llamada: «la Floresta», que había pertenecido á la familia de su madre, desde tiempos inmemoriales;

su casa, en el pueblo cercano, esquina á la Plaza consistorial, estaba armoriada, con escudo de señores de horca y cuchillo, y, leyenda de Virreyes, que atestiguaban bien su descendencia familiar, de esa nobleza cándida y rural, de siglos de la colonia, mística y vegetativa, que inerte en su calma señorial, hizo de aquellos llanos desolados, una como prolongación de las llanuras polvorientas, los horizontes cuasi nocturnos y los cielos ilúcidos de la Mancha, dormidos, en un crepúsculo inmóvil: una Tartaria andina, florecida de Quijotes sin virtud;

y, había vivido en ese paisaje acre, de tierras rugosas y calmadas, como en una fiesta pacífica de Silencio, como bajo una bruma blanca, que dormía en su corazón;

así había engrandecido, entre su padre y su madre, de los cuales era hijo único;

su padre, rudo, atlético, voluntarioso, de una grosería rayana en la bestialidad;

su madre, delicada, triste, enferma, de una de esas raras enfermedades morales, para las cuales, el alivio, baja lentamente, de los cielos mudos; ...

su alma de niño había sido herida por aquel contraste de caracteres;

la brutalidad de su padre, lo exacerbaba, lo amedrentaba, y, lo había alejado lentamente de él;

la debilidad, la tristeza, la dulzura angelical de su madre, lo atraían como un perfume;

vivía de ella, con ella, y para ella;

era en su seno calmado y seguro, que su cabeza de niño se había reclinado siempre, para ver volar, de su alma embrumada, uno á uno, el lento cortejo de los sueños de su infancia;

¡oh, las tardes incontables, en que bajo la languidez velada de la Noche que venía, como inmovilizado bajo el blanco beso de la luna, se dormía en las faldas de su madre, después de haber oído de aquellos labios musícales, los más radiosos cuentos de hadas, las más blancas leyendas de princesas prisioneras, mientras bajo los rayos casi muertos de la luz, el rostro de la madre se transfiguraba como un lis blanco sobre el silencio del agua, y los largos cabellos se azulaban como en una aureola marescente;

¿por qué lloraba su madre?

¿por qué lloraba así, tan constante, tan silenciosa, tan inconsolablemente?

¿por qué se encerraba para llorar, en aquel Oratorio sombrío, donde un Cristo de mármol, implorante en su desnudez luminosa, parecía gritar al Infinito, el humano dolor que torturaba sus carnes, y una Dolorosa, sensitiva y desfalleciente, alzaba al cielo sus ojos, en una obstinación férvida, llena de una mortal desesperanza?

era allí, que él, solía hallarla de pequeño, cuando cansado de buscarla por toda la casa, y pronto ya á gritar, espantado de su soledad, Benedicta, la vieja sirvienta, lo llevaba al Oratorio, con la promesa formal de no hacer ruido y de permanecer muy quieto;

y, él, se acercaba tímido, se arrodillaba al lado de ella, cruzando los brazos, mirando maravillado el nimbo áureo de los santos, el ocre de los altares, los crepitantes cirios, las azucenas exangües, y, el óvalo clorótico de los retablos borrosos;

su madre, que lo sentía cerca, lo atraía sobre su corazón, lo levantaba en sus brazos, que extendía con él, hacia la Virgen, cual si se lo ofreciese en holocausto, con un gesto de violencia apasionada, que interrumpía el ritmo suave de su gesto calmado y grave como su belleza;

porque era bella, doña Matilde Abril, con su cabellera brumosa é imperiosa, que peinaba en bandas rafaelitas, sobre su rostro perfecto, de una palidez cerámica, adelgazado por el Dolor, como por una consunción de fiebre intensa, y, en el cual, brillaban, como gemas tenues, sus ojos garzos, de ámbar, largos y estriados á la sombra de las pestañas, negras y enormes, cual las alas de un pájaro mosca, inmovilizadas sobre una flor; la nariz perfecta; la boca desdeñosa; todo el perfil de ese rostro circasiano, recordaba el de las vírgenes hebreas, que Julio Romano, logróre producir, de los vicolos de Trastevere, tras su febricitante lucha por vencer;

pero, lo que más embellecía aquella figura, que podría decirse, cadenciosa, tal era la euritmia musical de sus facciones, era el aire de suprema distinción, de calmada nobleza, de resignación melancólica y grave: tal una melodiosa mar serena;

sus pupilas claras, parecían abrirse sobre la Vida, apesadumbradas y dolientes, huérfanas de las divinas alegrías, con una triste Omnipotencia de sufrir;

se diría que las grandes y austeras líneas del Dolor, se marcaban y se fundían, en ese rostro, en un acuerdo magnífico de reflejos, en una maravillosa sinfonía de formas, todas blancas y exangües, sin más luz, que la de las grandes pupilas, llenas de una Misericordia celeste, como de un Poema de efusión moral, pronto á cambiar el Dolor en una transfiguración de cosas inmaterializadas é ideales, bastantes á llenar de beatitud una alma triste;

y, era en esos ojos de madre, así soberbios y melancólicos, como una tarde vencida, que el alma de Juliano, veía retratado el mundo, como en el fondo de un lago, lleno de estremecimientos;

el imperio del Silencio, lo había rodeado siempre, un Silencio suave y misericordioso, que era como la transparencia del alma de las cosas;

la calma de su casa, era conventual, engrandecida desmesuradamente por los ruidos exteriores, que llegaban amortiguados y pasaban como fugitivos por los salones desiertos, pletóricos de hastío, los corredores brumosos, donde gemía el viento en grandes alaridos, y los jardines umbrosos, odorantes, en una penumbra árabe, donde morían las rosas en lenta desfloración, como grandes sueños crédulos en un corazón que ha recibido la visitación de la desesperanza;

sus gritos de niño, no habían tenido más respuesta que el gorjeo de los pájaros hermanos, felices en la armoniosa gloria de sus nidos;

y, sus lloros, no habían tenido otro consuelo, que el seno cariñoso de la madre, y la caricia de sus dedos suaves y magnéticos, que se deslizaban en la masa fluvial de los cabellos, prismatizándolos, como en una feria lunar;

huía de su padre, al cual no se acercaba nunca, sino con un temor de bestia castigada;

la brutalidad de aquel hombre, tan desemejante á la delicadeza de su corazón, lo exasperaba y lo atemorizaba;

se sentía lejos de él, tan lejos, que sus almas no se tocaban, no se veían vivir, no se sentían envueltas en ese efluvio de ternuras, que es como una magnetización de los corazones y de las almas;

su padre, no se preocupaba de esa pequeña alma, que se abría cerca de él, como una flor;

no precisamente que don Víctor Manuel Hermida, no amara á su hijo; lo quería y lo quería bien, pero á su manera, dentro de su vulgaridad impetuosa, casi salvaje, heredada de quién sabe cuál remoto antecesor calabrés;

su alma sin delicadezas, no podría decirse que fuera una alma sin ternuras, pero la exteriorización de ellas, carecía de matices y era vulgar como sus más recias cóleras;

de ahí, que Juliano, temiera tanto sus cariños, como sus castigos;

la delicadeza exquisita de su alma, lo distanciaba de aquel hombre, contra el cual, una aversión sorda y silenciosa comenzaba á subir en su corazón;

él, no podía amar á aquel ser que martirizaba á su madre adorada, que la brutalizaba, y, á las piernas del cual, muy niño aún, se había abrazado repetidas veces, para impedir que la hiriera;

no;

él tenía el odio y el horror de aquellas manos, que habían tantas veces, caído sobre el rostro de la madre, para abofetearlo, en las diarias escenas, que llenaban de angustia y de dolores, aquel hogar de desolación;

esta lucha, violenta y despiadada, hacía la soledad, en la casa y en las almas...

su padre, hacía largas ausencias, ó no salía de su cuarto, cuando estaba en casa;

su madre, se refugiaba en el oratorio, ó, se recogía en el lecho, victíma de violentas neuralgias, que no se aplacaban sino en la sombra y la quietud, y, en esas horas, todo ruido le era intolerable;

no se reunían, — y eso raras veces — sino á la hora de las comidas;

y, éstas, eran silenciosas, sin efusión; se sentía algo hostil vagar en aquella atmósfera moral, llena de secretos dolorosos;

la inquietud de las almas, se traducía por largos silencios, que sólo interrumpía, la voz cantante del niño, vibrando en la soledad;

y, él, hablaba rara vez, conformándose, para distraer su hastío, durante estos ágapes familiares, en mirar por las ventanas abiertas, las llanuras rugosas, los estanques nimbados de rayos solares y, aspirar los perfumes discretamente intensos, que venían del llano, con suavidades insinuantes, llenos de hálitos embalsamados de jacintos y tuberosas, que esmaltaban las soledades esmeraldinas, llenas de una calma exótica de Santuario; su vista seguía á veces, el vuelo de algún pájaro, que cortaba la monotonía del horizonte, con el matiz de sus alas de flor celeste y cándida; á lo lejos, alguna estrella surgía, con blancuras transparentes de gema, níveamente cándidas; y, su alma amaba esa estrella, que era como una mirada de Piedad, llegando á través de las soledades estremecidas, hasta la soledad de esas almas fatigadas, hostiles en el Silencio;

él, no vió jamás, un gesto de ternura, ni el intento de un beso, en aquellos seres, que se separaban sin despedirse, mudos como el espacio; como el espacio, que tiene algo de la Muerte;

todos los silencios, confinan con la tumba;

¡oh, las cosas invisibles, y sin embargo, reales, que pueblan el silencio de las almas!

en el crepúsculo invasor de ese silencio, que era como una maldición, entre esas dos almas crucificadas y sin gritos, engrandecía el alma de aquel niño, ya sangrante del suplicio de vivir;

su madre, le había enseñado á leer; y, era sobre sus rodillas, en las tardes, en que la miseria árida del campo, parecía partir sus miserias interiores, que él, hojeaba la Biblia, cuyas viñetas policromas, formaban todo su encanto;

su corazón genial, se inclinaba sobre el libro, deseoso de comprenderlo, y, amaba las blancas historias que el dedo de su madre le trazaba, como una asunción de figuras radiosas hacia el cielo;

los conmovedores episodios del Hijo Pródigo; la Huída de Agar; David y Goliat; los Macabeos; todo ese perfume de leyendas semitas, dolorosas y heroicas, le subía al corazón, como una embriaguez; ¡á su pobre corazón, que se abría en la Soledad, como una vasta imploración, vasta como el Deseo!...

no hablaba entonces, y, toda la supliciación dolorosa de su alma, toda la convulsión de su vida interior, se traducía por las lágrimas de sus ojos y el silencio de sus labios...

sentía que no podía decir nada, y, levantaba los ojos hacia su madre, seguro de que ella, no sabría tampoco qué decirle;

sabía que toda palabra era pequeña ante la desmesurada inquietud de sus corazones;

y, con un gesto de infinita lasitud, cerraba el libro, falso, como un miraje, y, se abrazaba á su madre, y con una voz sin acentos le decía:

— Mamá, mamá, ¿en qué piensas?

— En Dios...

y, esa palabra, sonaba también vacía en su corazón, lleno de un deseo inconsciente de llorar;

y, se miraba en los ojos de su madre, en los cuales, la Vida, brillaba como una visión de Muerte...

y, sobre aquel corazón, desgarrado por la Vida, él, doblaba su cabeza, y, parecíale oir, que ese corazón decía:

— No se sabe nada; no hay nada, fuera del Dolor y déla Soledad, sobre la Tierra... Nuestra miseria, es lo único que ven nuestros ojos, y, tocan nuestras manos. Nuestra miseria, que llena el mundo, como un clamor... No hay, sino la mendicidad infinita de nuestras almas, que llene el espacio entre el cielo y la tierra. El fantasma del Hombre, miserable, bajo los grandes cielos abiertos. El Dolor, es la única cosa absoluta que existe sobre los mundos. El Dolor, es la única forma de la Verdad. Dios mismo es nada, en presencia del Dolor. No vemos á Dios, pero tocamos á todas horas nuestro Dolor. Él, está en nosotros, al lado de nosotros, dentro de nosotros. Dios, es, el Dolor ..

y, sus manos y sus frentes se tocaban, mientras en el crepúsculo sin horizontes de sus almas, la Imposible Esperanza, ensayaba emerger, como una constelación;

La soledad, era triste y grandiosa en torno de ellos; una soledad de desierto...

nadie llegaba á aquella casa, que parecía condenada, como si una generación entera, pereciese allí, devorada por la lepra;

los campesinos, contaban cosas miedosas, de aquella casa, donde reinaba el espanto;

el martirio de Matilde Abril, era engrandecido por la leyenda, con caracteres de un trágico inverosímil;

las sevicias de Víctor Manuel Hermida, hacia su esposa, crecían en la imaginación popular hasta tomar proporciones espeluznantes;

se hablaba de secuestro, de flagelaciones, de grandes alaridos, que rompiendo el silencio de la noche, salían de la Casa Maldita, llenando de espanto el alma de los labriegos atardecidos, que pasaban cercanos á las verduras del jardín, donde entre las lianas salvajes, los cocuyos vagaban, semejantes á grandes ojos erráticos, en el horizonte irreal, lleno de una calma medusaria, poblada por todos los gnomos, cortadores de cabezas, que pueblan los castillos encantados;

el cura del pueblo cercano, que en ejercicio de su espionaje sacerdotal, había ido una vez, á hablar de paz, ante aquellas almas desunidas, había sido tan rudamente licenciado por Víctor Manuel Hermida, que no había vuelto á poner nunca las plantas, en aquella casa del Dolor...

familia paterna no la había; muertos los genitores, los hermanos habían regresado muy ricos á Sicilia y, apenas de unas primas, se sabía la existencia, en un pequeño pueblo, de esa misma comarca;

la familia de Matilde Abril, noble, orgullosa en las ruinas de su opulencia, en las cuales se envolvía, como en un jirón de púrpura imperial, no había vuelto á poner los pies allí, después del último violento altercado, entre doña Mercedes Segovia, la madre de Matilde, y el marido de ésta, que había tratado á la noble dama, como si fuese una pescadora de Mesina, ó, la última popolana de los campos palermitanos...

la vieja señora, había salido en la noche, sin aceptar reparación alguna, sacudiendo su calzado á la puerta de la casa, como si temiese llevar en él, el polvo de la vulgaridad procaz, con que aquel advenedizo, descendiente de quién sabe qué corsarios levantinos, había insultado sus canas señoriales, nutridas por la sangre de una raza pura, en cuyos cuarteles de nobleza, se cruzaban por igual, las armas de los conquistadores, y, el puño cortado de los grandes justicieros;

nadie de aquella raza, había vuelto á poner sus pies allí, donde agonizaba en soledad, la más bella flor de su prosapia;

y, de eso hacía ya muchos años;

toda relación que no fuese la epistolar, había cesado, entre su familia y aquella, que era, como un rehén del Orgullo, en manos de la Fortuna;

porque el matrimonio de Matilde Abril, más que un matrimonio de conveniencias, había sido un sacrificio, ó, ¿por qué no decirlo por su verdadero nombre?: una venta;

cuando después de una cruenta guerra civil, don Teodoro Francisco de Abril y Sáenz, integérrimo Magistrado de una alta Corte de Justicia, había salido de la prisión, para morir, su familia, quedó en la miseria;

don Teodoro Abril, como se llamaba habitualmente al viejo Jurisconsulto, era de la fauna, yaextinta, de viejos patricios, para quienes el Honor, era un culto, y, el Deber una adoración. Biznieto del Marqués de la Pasiega, último de los Capitanes Generales, venidos de España, á su país; nieto de don Fernando Abril, que para hacerse Prócer de la Independencia, había renunciado todos sus títulos de nobleza, y, candorosamente crédulo de la Libertad, se había abrazado á ese sangriento fantasma de República, que surgía de bajo las botas ferradas de los libertadores, hasta ir á acabar santamente su vida, en un patíbulo, en una de esas podas de cabezas, que cualquier Tarquino peninsular, ensayaba allende el mar; hijo de un prohombre doctrinario, que había ocupado los más altos puestos en la Magistratura Nacional, don Teodoro había sido un ciudadano acaudalado é íntegro, que dedicando su vida al Foro, había sabido, por lo acrisolado de su honradez, la altura de su talento y la pureza estoica de su vida, crearse un gran renombre de varón justo y preclaro;

conservador por convicciones y por origen; aristócrata por sangre y por temperamento, fué moral y mentalmente, incapaz de comprender, toda la cantidad de canallería populachera que se necesitaba para engrandecerse en ese país, ni toda la bajeza bizantina que era precisa, para elevarse, en esa democracia de mestizos degenerados, donde la demagogia de todos los partidos, hacía imposible el Partido de la Libertad, democracia estéril y violenta, que incapaz de fundar la República no había sabido sino refugiarse en el Cesarismo, y, sin virtud, para levantarse hasta el Derecho, se había dormido muellemente en el Crimen;

esta incapacidad de comprender el mal, le fué fatal;

odiaba instintivamente, esa turba parásita, de indios semiletrados, y, de mulatos ensimismados, que se ocupaban de la cosa pública;

tenía el odio innato de la política, y, el desprecio de ella;

tenía el corazón demasiado noble para mezclarse á esa política, y, el alma demasiado alta, para vivir de ella;

ese desprecio debía matarlo;

se hizo un cultivador de la Ley escrita, un predicador del Derecho hablado; el Foro fué su Teatro; en él venció;

su Ciencia y su Elocuencia, le sirvieron como dos alas, para elevarse; ellas, le dieron con el renombre, una enorme fortuna pecuniaria;

pero aquel varón, era misericordioso, con una alma de Samaritana, y, era cándido, con un corazón de niño;

las nubes negras, de todos los pájaros de la explotación, se abatieron sobre él, para devorarlo:

los sacerdotes, esos mendigos millonarios, usufructuarios de la sangre del Cristo, fueron los primeros, en tender su mano, que seca todo lo que toca;

don Teodoro, era creyente, su fe, era ciega como la de todas las almas; el sentimiento religioso, es una desviación del sentido común, que engendra la parálisis de la voluntad; y, don Teodoro, era el raro ejemplo de un hombre que permaneciendo honrado, permanecía sinceramente religioso, sin dar muestras aparentes de ser cretino;

esta mina de bondad, asaltada fué por la clerecía; el Obispo de la Diócesis, que era una zorra mitrada, encabezó la explotación, y, la fortuna de los Abril, transformándose fué lentamente en Seminarios y Cofradías, que servían para engrasar poco á poco el vientre beatífico de la morralla tonsurada, feliz de su impunidad;

pronto la fortuna del gran abogado, periclitó;

sus dos hijos varones, menos sabios que él, ó de una ambición más baja, entraron en la política;

eran honrados, y, fracasaron en ella;

uno de ellos, murió en una guerra, peleando al lado de un caudillo ambicioso y espectacular, que sin otra virtud que la del valor, era un agiotista de combates, que jugaba con las batallas al alza y baja de su fortuna, y, no buscaba en la resistencia, sino manera más cara de venderse;

el otro, escapado á la muerte, cayó en una prisión, de la cual no se salía en aquellos tiempos, sino para pasar bajo el Arco Triunfal de la Horca, que era la única forma de ley, en esa democracia de bárbaros, que llamaba á gritos el caballo de Alarico;

á esa prisión fué llevado don Teodoro Abril, acusado de oposición al Gobierno, porque no gritaba, desde el lecho de su ancianidad: ¡Ave César! á cada bárbaro coronado de los que se sucedían bajo el solio, en ese vértigo de cloaca desbordada...

no pudiendo pagar un empréstito enorme que le fué impuesto, el noble anciano. fué arrojado en un calabozo, y, cargado de grillos, sin que un movimiento de piedad, detuviera las manos criminales que se crispaban sobre él;

diez meses, duró aquel suplicio,

un día, el anciano se sintió morir, y, pidió ¡gracia!...

entonces, fué sacado entre soldados, para que muriera en brazos de los suyos;

el anciano moribundo, no tenía ya hogar;

para pagarse el empréstito, el Gobierno había embargado y, vendido, su casa, sus muebles, sus libros...

y, don Teodoro Abril, fué llevado á morir en casa de un amigo de ocasión, que le abrió sus puertas, generoso;

era éste. un viejo italiano, enriquecido en el país, acaudalado y bonachón, que lleno de atenciones, había recogido, en su casa, que era contigua, la familia del Abogado, cuando fué expulsada sin misericordia de la suya, por las bayonetas de los soldados;

allí conoció Víctor Manuel Hermida á Matilde Abril, los restos de cuya fortuna, había ya comprado su padre. en diversas ocasiones, cuando la ruina empezó á dejar caer de las manos temblorosas de don Teodoro Abril, los grandes restos de su fortuna;

la hacienda: «La Floresta», grandes potreros cercanos, y la hermosa casa solariega armoriada de escudos, eran ya de don Juan Hermida, el viejo calabrés, padre de Víctor Manuel, cuando la ruina definitiva de la familia Abril, la hizo refugiarse en su casa;

Matilde Abril, no amaba á Víctor Manuel Hermida, no lo podía amar, pero, desorientada en esa hora de gran pena para su corazón, hora definitiva para los suyos, ¿qué podía hacer? El camino del Sacrificio era el solo que se ofrecía ante sus ojos y, entró por él. ¡Esperaba ser feliz. matando su corazón! Vano intento. Y, un sueño de ventura para los suyos, la comprometió en aquella vía sin salida... Y, dió á los otros, su corazón á devorar;

y, el matrimonio, tuvo lugar;

el viejo patricio, moribundo, alcanzó apenas á bendecir desde su lecho, esa unión, que debía detestar en el fondo de su alma, pero que aseguraba el porvenir de su hija y, era como un escudo contra la miseria de los suyos;

doña Mercedes Segovia, su mujer, fué implacable desde el principio, contra esta unión, en la cual, su espíritu, limitado y convencionalista, lleno de absurdos prejuicios de raza, veía una descalificación de su familia, un encanallamiento de su raza hidalga, al mezclarse con la de aquel calabrés advenedizo, cuyos padres habrían venido sin duda, en alguna turba de inmigrantes, con un cajón de baratijas á la espalda;

además, don Juan Hermida, era, conocidamente anticlerical, viejo garibaldino y maldiciente que juraba por la Madona y llamaba á Dios, vecchio turacho;

eso espantaba á la vieja dama, beata y exquisita, hecha á besar los anillos episcopales y á devorar con las hostias, las viejas confituras de la oración católica;

pero, el vientre, es un gran asesino de la fe; y, el oro, que ha hecho capitular siempre la Iglesia, dió razón de la resistencia estéril de aquella oveja enfurecida del rebaño ortodoxo, y, con un simulacro de confesión, que el dinero arregló sabiamente, Víctor Manuel Hermida vió coronado su sueño, y, Matilde Abril, fué suya;

no hubo casi luna de miel, en este matrimonio, destinado á la desgracia, por la más violenta oposición de los caracteres; todas las causas morales y mentales que pueden separar dos almas, los separaban á ellos;

Víctor Manuel Hermida, no hizo nada por conquistar el alma de aquella mujer, de la cual, no deseaba, sino el cuerpo;

la obra nupcial, fué infame de brutalidad;

violó á su mujer, sin delicadeza alguna, sin velo ninguno de ternura y de pudor, martirizando y fatigando sus carnes vírgenes, con una lascivia feroz, que acusaba á leguas, la lujuria sanguinaria de un pirata del Peloponeso;

Matilde Abril, no guardó de aquella noche, sino un recuerdo horrible y un horror invencible al lecho conyugal; su alma y su cuerpo, se rebelaban al recuerdo de aquel ultraje;

eso, agrió el carácter vehemente é imperativo de Víctor Manuel, cuya violencia no conocía límites;

y, exacerbado por la resistencia, puede decirse, que cada vez que poseyó su mujer, fué una violación;

los disentimientos se hicieron casi diarios, á propósito de los más triviales motivos, y, en ellos, toda la canallería nativa del marido, ultrajó hasta donde es posible, la exquisita sensibilidad de la mujer;

Matilde, verdaderamente educada, no sostuvo nunca polémicas con su marido, encerrándose, en el más frío y ultrajante silencio;

y, cuando un día, en el colmo de la exacerbación, Víctor Manuel, puso sobre ella por primera vez, la mano, Matilde, pálida bajo el ultraje, encontró toda la dignidad de su raza, para ahogar sus lágrimas, retirándose con un gran gesto de desprecio, que fué definitivo;

desde aquella hora, y, decretado por la esposa ultrajada, el divorcio material, fué un hecho;

Matilde cerró la puerta de su dormitorio á su marido, y, lo expulsó inexorablemente, de su lecho;

escenas diarias, de una crueldad inusitada, se sucedieron á esta rehusa;

— Tú serás mía, porque eres mi mujer;

— Mátame, pero no me poseerás nunca;

y, la esposa, se dejaba ultrajar, antes que ceder;

en esos días, de lucha, encarnizada, nació el fruto de las primeras noches nupciales: Juliano Hermida;

este nombre, le fué impuesto por su padre, para desolar el piadoso corazón materno, dando á su hijo el nombre glorioso del Apóstata, del enemigo personal del Cristo, de aquel que fué el más grande de los Emperadores romanos, sin excluir á César, ni á Marco Aurelio, porque César, fué el genio, Marco Aurelio, fué la virtud, y Juliano, fué el genio y la virtud, en grado máximo;

el nacimiento de este niño, no logró unir los corazones de los padres; el lazo, estaba ya inexorablemente roto;

Víctor Manuel Hermida, expulsado del lecho conyugal, se había echado entre otras, en brazos de una joven querida, de la cual tenía también un hijo, y cuyas relaciones había roto para casarse;

una vez reanudada esta amorosa cadena, ella fué la verdadera mujer de Víctor Manuel, que la trajo á vivir en una casa de campo, muy cerca de «La Floresta», en la cual pasaba la mayor parte de sus días, y, casi todas las noches;

el nacimiento de su hijo, no hizo gran mella en su corazón, ocupado por otros afectos, y, predispuesto contra el niño, por el desprecio hiriente de la madre;

orgullosa y pasiva, desdeñosa y fría, Matilde Abril, sorda y ciega á las ofensas de su marido, se había dado, toda entera, al amor y á la ternura de su hijo;

así, en ese medio de discordia, entre la indiferencia, casi agresiva de su padre, y, el cariño apasionado de su madre, lleno de inagotables cuidados creció y se desarrolló, el alma de aquel niño;

y, la mañana de su vida era, una como somnolencia lúcida, hecha de ternuras y de clarividencias, moralmente enfermiza, á causa de la atmósfera de sentimientos encontrados, que lo rodeaba, atmósfera impropia á todo vuelo de espiritualidad, estancada y latente en la multiformidad monótona de sus fenómenos y de sus impresiones;

era una alma tierna y mística, de un misticismo panteísta, que bien podría llamarse, un asisismo, porque Juliano, amaba á Dios en la Naturaleza y en todas las cosas creadas, con un fervor extasiado y cándido, muy semejante al de aquella pura alma franciscana, hermana de las aguas y de los pájaros;

la impregnación lenta de la Vida, se hacía en él, por un lado todo espiritual, que embellecía lo inexplicable de los fenómenos, y, cubría el río silencioso de las causalidades primitivas y finales, con una bruma de divinidad sobre la cual, volaba su alma, como un fluido;

todas las vaguedades y las prismatizaciones de la visión, que hacen el alma de un Soñador, despuntaban en él, como una floración de extrañas modalidades, dolorosas y luminosas;

porque nada hay, que guarde mayores delectaciones al ánima que la preactitud al ensueño, y, nada más doloroso, sin embargo, que este poder de la ensoñación;

las quimeras, toman de tal manera formas presensibles, por esta facultad de reabsorción de lo invisible, que se hacen como plásticas y habituales, aptas para el encantamiento y la añoranza, y, nos deleitan ó lastiman como si fuesen personas vivas, llenas del poder de modelarnos y dominarnos;

y, ellas, disponen de nuestra hora, del momento mudo, en que nuestra sensibilidad, desarraigada del mundo, vaga en la atmósfera brumosa, donde ellas, son omnipotentes;

y, su soberanía latente y patente, entra en nosotros, y, nuestro Yo difuso, les pertenece, como condensado por el invisible poder de sus manos imprecisas é infinitas y nos poseen en el más alto grado de posesión, en esa fusión del Yo con lo Invisible, que forma el alma misma de la Visión y del Ensueño;

la alucinación del Visionario, es la realidad del Vidente, la más alta forma de realidad espiritual, porque lo Invisible y la Quimera, que son las formas ignoradas y no condensadas, de la Vida, entran en nosotros, cariñosamente y como agradecidas de la visitación de nuestro espíritu, y, nos abren su Imperio de realidades incomprendidas, que visto desde el umbral obscuro de la existencia, llamamos el Imperio de lo Desconocido;

el alma adolescente de Juliano Hermida, empleaba todo el poder de su intectualidad, en perseguir ese vagar de nubes, y, quedaba ajeno á los rudimentos propios de su individualidad, sin fijarse, ni fijar los lineamientos de su estructura moral, sin percibir las confusas anotaciones de su ser psíquico, y dominar su idiopatía mental, que es, el alma misma de los hombres;

y, todo lo ignoraba, en el primitivo candor de su alma virgen;