El cisne blanco - José María Vargas Vilas - E-Book

El cisne blanco E-Book

José María Vargas Vilas

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Beschreibung

«El cisne blanco» (1917) es una novela de José María Vargas Vila. Calificada como novela psicológica, narra la vida y el romance de dos jóvenes que sufren el mal del siglo y descienden de familias atormentadas y violentas. -

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José María Vargas Vilas

El cisne blanco

(Novela Psicológica)

Saga

El cisne blanco

 

Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680775

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

OH! el divino sortilegio de las cosas del pasado;!...

cómo crece, cómo crece en su vaga idealidad;

lo recuerdo y me estremezco...

¡tan divino y tan lejano!...

. . . . . . . . . . . . .

...yo. era un niño, melancólico y, huraño;

hijo único de grandes propietarios, raza de labradores adinerados, fué la mía;

por mi madre, algo más culta, más refinada, más intelectual;

algo de vibrátil y de extraviado había en esa raza de sensitivos, en la cual, los varones, habían dado pruebas de una violencia irracional, casi llevada, hasta la demencia;

mi madre, era hija de un médico de la ciudad cercana, muy letrado, muy erudito, con una gran reputación de neurólogo, y, entregado con pasión al estudio de las enfermedades mentales;

maniaco, y estrafalario hasta el ridículo, escapaba de éste, por la violencia impetuosa de su carácter, legendaria en todos los de su raza, la cual extendía un como halo de horror, sobre todos los que llevábamos su nombre...

uno de sus hermanos había muerto loco;

otro, había tenido que huir del país, perseguido por haber matado en duelo a un rival suyo;

él, se dedicaba también al asesinato, pero, con patente, y, mediante las drogas y, el bisturí, únicas armas que usaba;

en su pueblo había crónicas horribles, sobre aquel médico medio loco, al cual todo el mundo creía brujo, a causa del misterio en que vivía y, de las curaciones, a veces maravillosas, que efectuaba;

tan alto gritaron las crónicas, que la autoridad, se conmovió, y ordenó un registro en su domicilio;

el viejo maniaco, se negó a aceptarlo;

se encerró, se muró, se armó, hizo de su casa un fuerte, desde el cual disparaba tiros, a todo el que se acercaba con intención de violar su domicilio...

no se le pudo rendir por hambre porque vecinos cariñosos, le hacían llegar por los solares, alimentos para él, y, para mi madre, que era entonces una niña;

al fin la fuerza armada, entró en el edificio, por las tapias de un jardín, y, aunque el viejo se defendió, fué agarrotado y, reducido a la impotencia;

la autoridad, no halló en la casa, nada que fuera delictuoso, sino los útiles necesarios para las indagaciones de un sabio: retortas, morteros, hornillos, una cantidad infinita de libros y, de materias químicas;

pero, como la autoridad, no quería darse por vencida, se incautó de infinidad de cráneos, catalogados, numerados y anotados, que el célebre neurópata, tenía, en su laboratorio;

se le acusó de violación de sepulturas, y, de resistencia a la autoridad;

como logró probar que los cráneos los había adquirido de estudiantes de medicina, que se interesaban en sus descubrimientos, y, se los enviaban de los hospitales, después de estudiados en los anfiteatros, y, amparándose en la inviolabilidad del hogar, expuso las razones que había tenido para oponerse a su violación, fué absuelto. con grande aplauso, del mundo científico, que se interesaba por él;

pero, salió de esta prueba, más loco, y, más violento, que nunca;

se encerró por completo en su laboratorio y, se puso a anotar sus observaciones, después de haber publicado un aviso, en la prensa ofreciendo una prima de cinco mil francos, al que le trajera el cerebro del Inspector de Policía, que había asaltado su casa, para analizarlo; y, juraba, que nadie encontraría, ese órgano vital, en el cráneo policiaco;

eso, le ocasionó un nuevo proceso, que fué sobreseido por creer la autoridad, mentalmente irresponsable al acusado;

éste no se ocupaba ya sino en escribir, y acopiaba notas sobre notas, en volúmenes manuscritos, que después de su muerte, fueron ardidos por sugestión del cura de la parroquia, que los declaró heréticos, como escritos por un hombre que había muerto sin confesión;

mi madre, hija única, huérfana al nacer, había crecido solitaria, al lado de aquel maniaco violento, en esa soledad, rodeada únicamente de libros y, de esqueletos, siendo, como una momia más en aquella lúgubre mansión;

su padre, la amaba, como suelen amar los sabios: como un apéndice, a veces estorboso, de sus meditaciones;

las almas afectivas, son siempre almas simples, desprovistas de un grande Ideal;

los hombres superiores, no aman a ciertos seres que les son queridos, sino como una parte, o una sombra de su propio Ideal,

a ese Ideal, se sacrifican, y sacrifican a los otros;

ningún verdadero grande hombre, ha sido un hombre de afectos;

mi abuelo, que amaba mucho a los muertos, se ocupaba muy poco de los vivos.

inclinado sobre los libros y los cráneos, buscando las circunvoluciones del cerebro de los otros, no se apercibía de cómo se extraviaba gradualmente el suyo;

y, por buscar cómo habían perdido el juicio los demás, acabó por perder absolutamente el suyo;

y, murió loco por completo y dejando una gran fortuna;

porque durante muchos años, nadie se murió en la ciudad, y, los pueblos circunvecinos, que no fuera con la tarjeta de defunción firmada por él, y, sin duda a causa de él;

la reputación de los grandes médicos, como la de los grandes capitanes, se mide por los muertos que han hecho;

la de mi abuelo, era una especie de monolito asirio, formado por los cráneos de sus víctimas;

era un Napoleón de las pócimas, que un día, ya loco y sin duda por haberse recetado a sí mismo, se murió sin saber por qué habían muerto los demás;

y, sospecho que al entrar al cementerio no hubo muerto que no lo saludara, agradecido a la Paz Eterna, de que disfrutaba a causa de él;

sus papeles y sus libros, quedaron abandonados con mi madre, en el viejo caserón, poblado de fantasmas;

los libros llenos de notas, y, mi madre, llena de billetes de banco;

bella, de una belleza frágil y extraña; una belleza que se diría trágica sin la apaciguante luz de los ojos tiernos y misericordiosos, entristecidos, por algo inexplicable, como la sombra de alas invisibles; alas de visiones inasibles;... era mi madre...

bella, bajo su cabellera opulenta de un color castaño de carey, con hebrazones de oro, como ciertas cabelleras, pintadas por Ticiano; los ojos grises nórdicos, como hechos de brumas y de espumas, ojos de ensoñación; el talle esbelto, que la maternidad, no deformó después; y, la boca... aquella boca de labios fuertes y rojos, como una herida, en la cual, los dientes blancos y parejos, semejaban, flores de azahar, caídas sobre una entraña desnuda;

bella era mi madre, bella y, melancólica, como hecha de mansedumbres y de inquietudes, trabajada por fuerzas ancestrales y lejanas, pero, sometida y suave, como una esposa bíblica...

toda la violencia de sus antecesores, se resolvía en ella, en una mansedumbre inerme, una resignación de oveja, una abulia enfermiza, que era como una fatiga y, un abandono voluntario de su personalidad en brazos de la vida;

debía haber algo de hebreo en la raza de mi madre, sus facciones eran de tal manera semíticas, que cuando yo hojeaba la Biblia, sobre sus rodillas, me veía obligado a alzar la vista, para mirarla, constantemente, tanto así le hallaba de semejanza, con las mujeres que había, en los grabados del texto;

había una Ruth, admirable de candor, que se le parecía enormemente;

ello, es, que mi padre, rico agricultor, hijo de grandes propietarios, la vió, se prendó de ella, y, la hizo su esposa;

sus dos juventudes, y, sus dos fortunas se juntaron;

y, de ese matrimonio, nací yo;

fuí hijo único, porque mi madre, enfermó tan gravemente de ese alumbramiento, que ya no volvió a concebir;

su temperamento impresionable y, fantástico, sufrió mucho de esa infecundidad, porque su gran deseo, era tener una niña, que se le pareciese y le hiciese compañía;

defraudada en esa esperanza se dedicó única y apasionadamente, a mí, a cuidarme, a mimarme, a velar por mí, con un celo enfermizo y, exagerado;

y, yo, que debía ser el lazo de unión entre ellos, me hice por el contrario, el motivo de sus únicas disputas;

porque mi padre deseaba que se me educase de otra manera, con una mayor severidad;

y, mi madre, tan dulce, tan silenciosa, tan sometida, era la única vez que se incomodaba, que discutía, que hacía acto de personalidad, cuando de mí, se trataba;

y, mi padre, que la amaba mucho, por evitar disgustos con ella, la dejaba hacer;

y, yo crecí así, sobre el seno de mi madre, inseparable de ella, bajo el encanto lenitivo y pacífico de sus caricias, absorbiendo sus neurosis, intoxicándome de ellas, como de un filtro delicioso y fatal;

niño débil y enfermizo, extrañamente soñador y melancólico como mi madre, mi crecimiento era lento; el sol y el aire no alcanzaban a fortalecerme, y, prematuramente enfermo del mal de pensar, era con frecuencia, atacado de crisis extrañas, que perjudicaban el desarrollo de mi vida física;

el morbo de la sensibilidad extraordinaria, que se resolvía casi siempre, en verdaderos accesos de violencia, trabajaba mi organismo;

una tristeza extraña, que acaso era hereditaria, se apoderaba de mí, y, me sucedía, llorar sin causa y sin descanso, sobre el seno de mi madre, que ella también lloraba, como abrumada por dolores sin nombre, por el ensueño de quién sabe qué imposibles realizaciones...

ella, no acertaba a consolarme, ni podía consolarse, y, así, veíamos llegar la noche, y avanzar sobre nosotros abrazados temblorosos, miedosos de algo indefinible, que no estaba fuera de nosotros, sino acaso en nuestro propio corazón, y, gritaba lamentablemente, y, lloraba con nuestras propias lágrimas;

¿por qué llorábamos ambos?

¿qué o quién lloraba en nosotros?

sobre los prados de un verde cambiante, de metal oxidado, negro a veces, allí donde la rosa había pasado, paseaba mis tristezas infantiles, y mis dolores imaginarios, en una especie de sonambulismo, que la prematura actividad cerebral, hacía lúcido y, de un encanto dulce y misterioso;

me detenía a contemplar los rosales, acariciándolos sin desflorarlos, y, como atraído por su encanto, me acostaba a su sombra, como si fuese un silfo prisionero de sus ramajes, y, así tendido bajo ellos, gozaba en aspirar sus perfumes con una voluptuosidad que estremecía mis carnes vírgenes, saturadas de olores, y, sentía el amor de sus flores, un amor fraternal el mismo que empezaba ya a sentir por todas las cosas bellas, que se revelaban poco a poco, a mis ojos sorprendidos;

amaba el silencio, la soledad, el claro obscuro de los bosques, y, el negro bituminoso de las lagunas dormidas;

amaba las estrellas tan lejanas, y, los pájaros tan esquivos...

ondas de un amor inquieto surgían en mí y, se extendían sobre todas las cosas circunstantes, llenas a mis ojos, de una alma atractiva y profunda;

la suave monotonía de la casa, se me hacía intolerable, y, aprovechando cualquier descuido de mi madre o de las criadas que me cuidaban, saltaba las rejas del jardín y, ganaba el campo;

vagaba por él, horas enteras, errando a la aventura, prestando oído atento a los ruidos dispersos, que eran nuevos para mí, el murmullo del viento en los follajes, el rumor límpido del agua, corriendo por entre cauces de guijarros; todo hablaba en mi corazón; y, mi corazón hablaba con todo, amablemente, fraternalmente en la cándida simplicidad de un diálogo franciscano;

gozaba en ver florecer los bosques por cuya espesura, tenía senderos preferidos, para perderme, para melancolizar con mi alma enferma de niño, a penas entrado en el uso de la razón, aquellos parajes de soledad y de belleza, donde todo parecía cantar para mí, que era su Amo, el heredero de ese vasto y, patriarcal dominio;

dado a inquirir y, a raciocinar, amaba sorprender los gestos de la Naturaleza, cada uno de los gestos, era una revelación para mí, revelación que tenía todo el encanto de un secreto violado... secreto que sorprendía en la copa glauca de los arbustos, en el corazón bermejo de las flores, y, en las altas copas de los árboles, que parecían inmóviles bajo el aire;...

el secreto de los nidos me atraía, con una terrible inquietud, como si mi alma virgen presintiese, la realización del amor bajo las alas férvidas;

era un encanto de mi naciente voluptuosidad, acostarme de cara al sol, entre los trigales blondos, cuyas espigas erectas, me parecían unos niños inquietos como yo, que la brisa hacía oscilar con la suavidad de una caricia maternal;

las rondas errantes de las nubes, atraían mis ojos, que no se fatigaban de mirarlas, siguiéndolas en su vuelo vagabundo, hasta verlas esfumarse o perderse en las lejanías de los cielos inmóviles, indiferentes a aquella procesión de ensueños;

perdíame a veces entre los pinares espesos, donde la sombra hecha densa, me hablaba grandes cosas, revelándome las magnificencias del Silencio, que el golpe del hacha interrumpía a veces, como un presentimiento, de próximas desolaciones;

miedos extraños me asaltaban a veces ante aquella soledad, y, regresaba a la casa hosco y taciturno, cuando no regresaba cabizbajo traído por algún sirviente enviado en mi busca;

mi madre, ocultaba cuidadosamente, a mi padre, estas escapadas, por que él, como todas las naturalezas incultas y, primitivas no sabía de otras soluciones que las del rigor;

tal vez mi padre no era malo, sino brusco, imbuido de la absurda teoría de la patria potestad, tal, como la establecen todas las religiones en sus códigos de esclavitud, desde la Biblia, hasta nuestros días;

el principio de autoridad, que es el alma de toda tiranía, hace de las almas incultas, como la de mi padre, esos déspotas domésticos, irresponsables en el fondo, que son el primer despolismo que encontramos en la vida, precediendo a los de la Sociedad y del Estado, que han de dominar y devorar nuestra vida toda;

mi padre, me amaba, pero, como aman la generalidad de los padres, que no aman en los hijos, sino un pedazo de carne esclava, que es suya, y, la cual tienen no sólo el derecho, sino el deber de modelar a su manera, imponiéndole sus dioses, sus leyes, sus costumbres, y hasta sus caprichos como suprema ley, cual si no fuera bastante haberle impuesto el dolor de la vida, y, dándole como herencia ineludible, los atavismos de su raza, los virus de su temperamento, y, hasta los vicios vergonzosos de su sangre;

así, me amaba mi padre, y, sufría tal vez, de no hallar en mí la ciega docilidad que él deseaba, culpando a los mimos y ternuras de mi madre, de lo que él llamaba mis caprichos, y mi mal carácter;

sospecho, que no me hallaba bastante tierno y cariñoso con él, y, sufría de un celo oculto, por el amor ciego y apasionado que yo tenía por mi madre, y, ella tenía por mí;

ello es, que aun amándome, me trataba con una severidad, que extremaba en ocasiones, creyendo así, remediar el mal que según él, mi madre hacía con el exceso de su cariño;

Una tarde, un ímpetu loco de andar me poseyó; me alejé de la casa hasta perderla de vista; puse entre ella y, yo, el velo oro y gualda de los cañaverales; me interné en los campos, llenos de una espléndida verdura, sobre la cual la muerte del crepúsculo hacía manchas violetas, orlando de un ocre moribundo, las copas de los cipreses lejanos...

había llovido en la tarde y, las hierbas aromáticas, húmedas aún, exhalaban olores deliciosos, de su vegetación fresca, que era ella sola una caricia suave;

aquella expansión de silencio y, de perfumes, me atrajo, hacia un bosquecillo de abetos, a cuya sombra hospitalaria me tendí en el suelo, acariciado por los reflejos del cielo, hecho candidísimo en la delicuescencia de la luz, oyendo el rumor suave de una fuente cercana, que reflejaba en su mansedumbre las nubes fugitivas y, les cantaba con el correr de sus olas, un adiós de melancolía;

bajo el sortilegio de la hora, llena de encantos y de molicie, mis ojos se cerraron lentamente, y, me quedé dormido;

¿cuántas horas estuve allí?

yo, no lo sé... debieron ser muchas;

desperté a los golpes repetidos que me herían;

eran los pies de mi padre, que me propinaban golpe, tras de golpe, como a una bestia;

su mano ruda, me tomó por una oreja, forzándome a ponerme de pie, gritando de dolor;

aturdido, sin saber explicarme qué falta había cometido, ni por qué se me castigaba tan rudamente, miré a mi padre con rencor, y, la imagen odiosa de la Tiranía, se apareció por primera vez a mi alma, con caracteres bastante fuertes, para odiarla toda mi vida;

sin palabras, volvimos a la casa, en un silencio hostil, turbados sin duda por sentimientos diversos, que callaban para no estallar en reproches;

sospecho que mi padre sentía haberse dejado llevar de su brutalidad nativa, hasta herirme con crueldad, y, yo, no le perdonaba esa brutalidad;

él, marchaba adelante, por el sendero estrecho;

proyectaba su sombra sobre mí; y, esa sombra, me era odiosa; trataba de caminar por los lados del sendero, para no sufrirla; y, mis puños crispados se tendían hacia él, en un loco deseo de venganza;

ya muy cerca de la casa, hallamos a mi madre, que seguida de dos sirvientas, venía en busca nuestra;

mi padre, le contó lo sucedido con palabras bruscas, y, amargos reproches, hacia mí, que tenían sin duda, el designio de intimidarme;

mi madre, no acabó de oirlo, vino a mí, me estrechó en sus brazos, y, presa de una verdadera crisis nerviosa, sollozaba alto, tan alto, que los arbustos durmientes, los rosales enflorados, y, la estéril pureza de la noche, parecían llevar sus gritos, hasta la luna surgiente;

mi padre, ensayaba consolarla, quería calmarla, pero, no lograba obtenerlo, y, entonces prorrumpía en reproches, y, la culpaba de ser ella, la causa de todo, por la pésima educación que me daba, la cual hacía de mí, un niño voluntarioso e intolerable;

ella, en su rencor silencioso, lo oía sin responderle, llevándome de la mano, enjugando sus lágrimas y, las mías, besándome a intervalos, con esa armonía de gestos que era en ella como una música lenta...

cuando llegamos a la casa y, me desnudaron, se vió que mis vestidos habían absorbido toda la humedad del rocío y la de la hierba y, estaban empapados como si hubiesen sido sumergidos en el río;

me secaron, me friccionaron con alcohol, y me pusieron en el lecho;

me dormí profundamente;

al día siguiente, no pude alzarme; la cabeza me dolía y, la fiebre me agobiaba;

por primera vez, un médico apareció a la cabecera de mi lecho;

era un viejo Galeno, contemporáneo de mi abuelo y, su amigo, que conocía a mi madre desde niña, y, el cual diagnosticó una neumonía;

la angustia de mi madre, no tuvo límites;

jamás me había visto enfermo de gravedad, y, atribuía a mi padre toda mi enfermedad:

—Tú lo has matado,—le decía como si yo estuviese ya muerto;

él, se disculpaba, sin alcanzar a ocultar su azoramiento;

mi madre, no volvió a salir de mi dormitorio, y, puede decirse que ni de mi lecho;

allí comía, allí dormía, allí pasaba las horas, mirando mi rostro, espiando el curso de la enfermedad, aplicándome el termómetro para ver los grados de la fiebre, y, sólo se apartaba, para rezar unos minutos, en un altar que había improvisado en un ángulo del aposento;

mi padre venía, apenas sus quehaceres le daban lugar para ello, me pulsaba, ponía su mano en mi frente, me hacía preguntas;

yo, no le respondía sino por algún monosílabo displicente, cerraba los ojos, y, me fingía dormido;

¿leía él mi rencor, en esos ojos, que la fiebre hacía aún más brillantes?

me besaba sin obtener de mí, una devolución de sus caricias;