María Magdalena - José María Vargas Vilas - E-Book

María Magdalena E-Book

José María Vargas Vilas

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Beschreibung

«María Magdalena» (1887) es una novela lírica de José María Vargas Vila, donde el autor retoma una vez más un mito bíblico para darnos su particular visión desacralizadora de la religión a través de la novelización. Judas y Jesús se disputan el amor de María Magdalena, lo que acaba con ambos.-

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José María Vargas Vilas

María Magdalena

NOVELA LÍRICA

EDICIÓN DEFINITIVA

Saga

María Magdalena

 

Copyright © 1887, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680386

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

MARÍA MAGDALENA

Panorama...

un horizonte de montañas de Judea;

la última lumbre febea, sobre la ceja de un monte;

austero y grave el paisaje, lleno de desolación;

brilla la aridez salvaje, de los valles del Cedrón;

en medio, como un oasis en el fondo del miraje: Sión;

descendiendo la colina, en línea gris, los olivos;

en los valles pensativos, muere el ámbar de la tarde;

en la copa del lago, arde un resplandor carmesí, de violetas y rubí...

en los jardines letales, sinfonizan los rosales, en una peroración de divinos madrigales;

siembra el hálito de las rosas, una gran consternación de atmósferas voluptuosas;

gime el alma de las cosas;

en las grandes alamedas, susurran las hojas ledas, sinfonías de poetas...

en las frondazones quietas, sueñan las flores dormidas, en la calma transparente...

un soplo ardiente se siente, venido del Occidente; un hálito de narcisos;

brillan acantos y frisos, de los templos, y en sus metopas parece reverdecer el follaje de las vides de Corinto;

en su murado recinto, rumorea su vasallaje la ciudad, que el Pretor doma;

lucen los haces de Roma, adornando los pórticos de los palacios magníficos...

las estatuas ecuestres de los Césares, proyectan su silueta, sobre la muchedumbre inquieta, que hormiguea en las plazas y en el foro...

el oro del horizonte, que parece diluído en una copa de topacio, se derrite y se evapora en el espacio, muy despacio, como una estrella que llora;

y, la noche soñadora, invade en calmas divinas de Infinito, el circuito de montañas palestinas, negras, tortuosas, cetrinas, llenas de Melancolía;

muere el día en su tristeza floral…

sobre la campiña umbría;

y, la Ciudad Imperial.

__________

*

 

Bajo la cúpula dorada, la gran sala octagonal; en la cual, hay fragancias de nardos y, terebintos;

en los braseros extintos sobrevive el perfume;

en el pebetero, se consume aún el sándalo;

es la casa del Escándalo; la casa de la Pecadora;

en la penumbra tibia, que el sol dora aún con una caricia de lascivia, llena de voluptuosidades blondas, en ondas suaves, agonizan las sombras...

se ahoga todo ruido en las alfombras y los tapices de Persia, extendidos sobre el mosaico de los suelos;

en la inercia de la hora, se siente flotar el alma sin vuelos de la calma infinita;

la Pecadora, ¿dormita? ¿vela?...

un rayo de luz, riela en el oro de sus cabellos, y la corona de destellos, como de una aureola...

la ola de la luz se pierde en su mirada verde;

en el verde marescente de sus pupilas, grandes, orgullosas y, tranquilas, como dos frescos valles matinales;

los raudales de su cabellera, envuelven en un manto sutil de oro, el tesoro de su cuerpo de marfil;

está extendida sobre cojines rojos, en la actitud indolente y felina, de una joven pantera, viendo morir el sol, en la ladera de una colina;

las esmeraldas que adornan su cuello y su cabeza, parecen morir de enojos, y compiten con el verde, y con la tristeza de sus ojos;

la viste una túnica opalescente, de gasa transparente, color de jacinto, que se abre hacia la rodilla, dejando ver la maravilla de una pierna desnuda, que la luz tenue del sol, dora de una tersura de melocotón;

un broche de amatista, limita esta abertura, una amatista enorme, como la que brilla en su cintura, en el ceñidor de plata de una extraña y complicada cinceladura;

del mismo metal los brazaletes, de orfebrería etrusca, enormes y, pesados;

amuletos trabajados con fervor, penden de ellos;

corusca por sus destellos, un escarabajo egipcio, y dos cepalófagos de ámbar; un amonita circuído de topacios, y con los cuernos de oro;

una enorme calcedonia de reflejos mortecinos, hace cambiantes felinos, solitaria en un anular;

el cuello, hecho de líneas armónicas, como las viejas ánforas helénicas;

el seno, se perfila en una curva concupiscente;

por la gasa transparente, se ven emergerlas dos mamilas, se dirían dos gacelas tranquilas, que acaban de nacer;

las ancas opimas, dibujan las rimas de sus curvaturas, sobre las telas obscuras de los cojines, sobre los cuales, el cuerpo adorable, diseña su gracia insuperable;

su cabeza de flor, se apoya en una mano, con un abandono soberano, hecho de gracia y de amor;

en esa hora de ensoñación, el fulgor de sus ojos, lánguido y vago, semeja el mágico resplandor de un lago;

uno como soplo de alas invisibles, pasa en las grandes salas, y, por sobre las flores inmarcesibles...

así, bella como una estrella, la Pecadora, escucha a su servidora, y habla con ella, presa de una real melancolía;

y, ésta dice:

—Señora mía; Dios, no da la Belleza, para servir de escudo a la Tristeza;

los narcisos de tus mejillas, palidecen;

los miosotis de tus ojos languidecen;

el jacinto de tu boca se descolora; ¡ay señora! ¡ ay mi señora!

¿qué te falta? ¿por qué llora tu corazón?

nunca como hoy fuiste tan bella;

¿no te llaman la estrella de Galilea?

con la opulencia que te rodea; con el oro que te adorna, con tus diamantes, con tus rubíes, habría para satisfacer el sueño de mil huríes;

eres amada;

una mirada de tus ojos, atrae o quita enojos;

la envidia de las mujeres, te circunda como un cortejo;

del niño, al viejo, tu belleza, despierta en los hombres la codicia;

todo te sonríe; todo te halaga en el presente…

¿por qué esa tristeza que anubla tu frente?

¿el ala de qué siniestro presagio la acaricia?

—Sara, dice la Pecadora, con una voz ensoñadora, la Vida, es triste; la Vida es inclemente;

la Ventura, es un sueño inconsistente, que se rompe temblando en nuestras manos...

¿recuerdas nuestros años ya lejanos?

era en el valle de Magdalo, y era el Castillo de mis padres, sito en el halda feraz de la montaña;

yo, era una niña, y no había, una belleza comparable, a mi belleza extraña;

me llamaban la rosa, tanto así, era de maravillosa;

mi adolescencia fué, como una exuberante flor de insania;

se habría dicho una anémona de Bethania, que se mirara en el cristal del lago, llena del sueño vago, de poseerse y deslumbrar, perpetuamente...

la mirada insistente de los hombres, me seguía ya, y me turbaba enormemente...

¿por qué me habrá turbado siempre, la mirada de los hombres, como una caricia, hecha sobre mi carne desnuda?

caricia muda y, penetrante;

yo, era virgen, pero, no era ignorante, y llevaba conmigo, todas las impurezas del Amor; las llevaba en la sangre;

era como una rosa de deseo, cuyo perfume embriagaba ya a los hombres, de una embriaguez malsana, como dada por vides de Samaria;

era el perfume de mi cuerpo impoluto, que ninguna mano de hombre había tocado;

yo sentía ya en ese cuerpo, la tristeza, más que el orgullo de mi virginidad;

los pastores, se apostaban, para verme pasar, ocultos bajo las viñas;

y, yo estremecía de sus miradas;

mis hermanos, tenían palabras de impudor, cuando yo pasaba por cerca de ellos, y brillaba en sus ojos una luz mala;

yo, amaba el impudor de las palabras y de los ojos de mis hermanos;

el Deseo; mi cuerpo de virgen pasional, lo sentía y lo inspiraba, con igual intensidad;

yo, tenía ya la atracción y, el vértigo de un mar;

me sabía bella, y al verme desnuda, yo sentía el orgullo de mi desnudez;

los jardines del castillo de mi padre, me vieron pasear ese orgullo, y esa tristeza, por sus penumbras dormidas...

a su sombra, sentí temblar mi cuerpo desnudo, bajo el beso voraz de lo infinito...

mi belleza sin velos, perfumó el seno de las noches, ostentándose magnífica de blancuras, como una tuberosa, bajo los terebintos perplejos;

yo, perturbé el sueño de los nenúfares, inclinándome así sobre las aguas del estanque, en cuyo fondo, temblaba la imagen de mi rostro, como una estrella enferma de deseos;

y, ellos, palidecían de envidia, porque las ondas azules besaban mis blancuras, como queriendo devorarlas, como si los labios de miradas de Silfos, apasionados, se adhiriesen a mis carnes;

mi deseo monstruoso, los contagiaba tal vez, y en el misterio, ellos se ayuntaban, hechos más pálidos, con una palidez de fiebre;

todos los ardores y los perfumes de los valles galileos, vivían en mis pupilas y respiraban por mis labios;

mi cuerpo, era virgen como los lises, pero, envuelto en las tinieblas del Deseo... turbado de deseos;

rojo de deseos;

ardiente de deseos;

yo, era el Deseo...

y, daba el Deseo...

llegada a la pubertad, mi padre quiso casarme con Abdelamek, capitán de guardias asirias, que, seducido por mi belleza núbil, me había pedido en matrimonio; pero, yo amaba ya a Samuel de Sichem, hijo de un hermano de mi padre; zagal más bello, no lo vieron nunca, las montañas de Maggedo, ni los valles de Safeo; crecido habíamos como dos cervatillos gemelos, porque apenas de un año me era mayor; nuestro amor, era hecho de llamas suaves, que lentamente encendían nuestras carnes, cuando vagábamos juntos, bajo los limoneros en flor; entre las rosas de oro de la tarde, cerca al lago glauco, donde la luna hundía su blanco cuerpo de leche, como una virgen desnuda;

sus ojos, fueron mi espejo en las noches calladas, cuando en los jardines obsesionantes, yo, me miraba en ellos, como una estrella en la cisterna profunda, y, él, se miraba en los míos, como el sol de la mañana, en el remanso de un río;

en los largos crepúsculos languidecientes, cerca a las blancuras lúgubres de los estanques, o en la soledad florecida de las penumbras, nuestros abrazos se multiplicaban y, nuestras bocas se unían, en una dulzura vehemente, que hacía sollozar el alma de la Noche, que parecía cautiva de nuestros labios...

al fin... un día...

sus manos libertaron las palomas de mis senos, y se gozaron en ellos, haciendo empurpurar el rojo de sus jacintos, con el rojo de sus labios;

sus manos, como dos alas de amor, vibraron sobre mi cuerpo, recorriéndolo en un diapasón de caricias férvidas, y, mis carnes se estremecían bajo ellas, como una mar bajo el equinoccio;

los naranjales del jardín, llenos de sombras azules, vieron las blancuras de nuestras carnes desnudas, que hicieron palidecer de envidia, los nardos de Arabia, y los jazmines de Bethania;

la yedra dorada de mis cabellos, se deshojó entre sus manos, cayendo sobre la dulce curva de mis hombros, sirviendo de reposorio a su cabeza, y, se ocultó en ella, como un pájaro feliz, en el azur tremante de la selva;

nuestro idilio acabó violentamente;

una noche, lánguida y clemente, la luna y él, entraron por la misma ventana hasta mi lecho, y se durmieron en mis brazos, después de haberme besado con una eternidad de besos...

mi padre, nos halló así, el uno, en brazos del otro, y, quiso matarnos;

él, logró escapar por la ventana abierta;

yo, fuí víctima de las sevicias de mi padre, que se encarnizó contra mi debilidad;

pocos días después, logré escapar del castillo de Magdalo;

tú, mi nodriza, que habías sido como mi madre, después de la muerte de aquélla, me seguiste;

seis días y, seis noches, caminamos sin vagar, de Sinaí a Sichen, de Silo a Bethel, de el Haramí a Sión...

entramos aquí, rendidas de hambre y de fatiga;

nos dormimos en los pórticos del templo;

un viejo avaro, nos recogió y nos llevó a su casa, miserable y sórdida;

él fué el primero, que, fuera de mi casa, mancilló el lirio de mi cuerpo, con la baba de sus caricias;

huímos de aquel lugar de miseria; huímos y nos perdimos en la Noche...

¿después?

¿cuál fué la historia de mi belleza, espléndida y fatal?

rodé de lecho en lecho, y, de abrazo en abrazo;

de los más altos, a los más infames, todos los hombres me poseyeron;

los capitanes de guardias, como el último de los centuriones, los mercaderes de Siria, como los vinateros de Jericó;

todos enloquecieron de mi cuerpo, y tuve sus cuerpos, sus almas, y sus riquezas, a mis pies...

ascendí en la infamia;

tuve palacio, esclavos, y literas;

los jardines de mi villa, en las rientes comarcas nazarenas, vieron los filósofos de Roma, y los sabios de Grecia, los sacerdotes y, los rabinos de Jerusalem, pasearse bajo sus pórticos de mármol, y, los granados y los terebintos de sus avenidas en flor;

las más bellas telas de Esmirna, de Tiro, y de Emeso, cubrieron mi cuerpo;

tapices de Damasco, de Comagena, de Iturea, se extendieron bajo mis pies, como al paso de una reina;

las gomas lignificantes del Líbano, y las resinas más costosas de las riberas del Eufrates, se quemaron en mis pebeteros de oro, hechos en forma de mamilas, como los senos de Osiris;

el fulgor del oro de mis joyas, compitió con el oro de mis cabellos, y para mí hicieron el primor de sus cinceladuras los más hábiles aurifabristas de Bizancio y de Palmira;

piedras fulgurales y, polirradiantes desafiaron con su brillo exótico, el brillo de mis ojos, y sus iris lapidarios, me envolvieron como en una onda de luz;

llegué a ser amada del Tetrarca, y, mis caprichos fueron leyes en Antioquía y Cesarea, Sebaste y Juliade;

los pretores, compartieron mi lecho, felices de anudar el hilo de perlas de mis sandalias, o añadir un prodigio de las minas de Golconda a mis diademas;

los nobles de Roma, como los de Judea, se disputaron mi amor, y dilapidaron sus fortunas a mis pies...

hoy mismo, ¿no ves cómo el nuevo Pretor, Poncio, me ha sentado a su mesa, y se disputa mis favores?

todos, hasta el Gran Sacerdote, siguen con ojos codiciosos de Amor, el paso de mi litera;

hasta Anás, el Saduceo, me ha mirado con complacencia, y me ha sonreído cuando mi litera bajaba un dia las suaves pendientes de Betania; y fueron obsequio suyo, los peces que se sirvieron a mi mesa, el día que inauguré mi Villa, en Tiberiades, cerca al lago que refleja los jardines umbríos que lo ciñen como mallas odorantes;

todos ellos fueron los mendigos de mis besos, y a casi todos se los dió la triste mendicidad de mi corazón...

todos tuvieron mi cuerpo, pero ninguno tuvo mi alma;

y, esa virginidad del alma, es la que lloro;

esa virginidad insaciable de mi corazón...

y, la cortesana calló...

su silencio, se extendió como una caricia sobre la dulzura de las cosas, la tersura de los mármoles familiares, el oro de la cúpula, y, la ociosa languidez de las flores, inmóviles en el aire calmado, sobre los grandes vasos de alabastro;

con los párpados entrecerrados suavemente, la cortesana, parecía querer aprisionar al mismo tiempo sus pupilas y, sus pensamientos;

la rememoración de su vida, había conmovido y removido todo su ser, tal una roca, desplomada, en el silencio de las aguas quietas;

inmóvil en los cojines, parecía un milagro de oro y púrpura, caído sobre la tierra en una tarde de estío...

la sierva, con voz velada y calmada, le decía:

—Gran dolor, es la falta de dolor;

porque nada os falta, os falta todo;

vuestra ventura os es insoportable, como una pena; miseria de la Vida, es esa de quejarnos de ella a la hora de bendecirla, y es torpeza delictuosa de la mano, esa de no saber hallar sino las espinas, en la rosa que aprisionamos; crueles son las horas que empleamos en martirizarnos a nosotros mismos; cobarde insensatez del corazón...

¿qué os falta para ser feliz?

un hombre os ama por sobre todas las cosas de la tierra;

Judas, de Kerioth, más que vuestro amante, es vuestro esclavo; no espera sino el amanecer de vuestros sueños, para realizarlos;

Judas es joven, es bello, es rico, ¿por qué no lo amáis?

—El Amor nace, y, no ha nacido en mí el Amor;

Judas, es bello, yo amo sus ojos de pervencha, su cuerpo de gladiador, hábil y fuerte, su melena ensortijada, que parece un zarzal en flor, perfumada, como una enredadera de convólvulos;

pero, no amo sino su cuerpo; como él, ama el mío;

nuestras almas no se conocen, no se han visto nunca; tal vez no se verán jamás...

¡oh! qué bella cosa debe ser el beso de dos almas que se hallan sobre los labios...

además, Judas, es romanizante; ha sido yes de los amigos del Pretor; su padre ama los romanos; en el país de Kerioth, su familia es toda amiga de los césares; y yo, no amo, y no he amado nunca los romanos; permanezco hebrea, o mejor dicho, galilea—de tierra de gentiles como nos llaman los de Sión, y aquellos de Samaria — yo, oculto ese odio, porque hoy toda la gente distinguida de Judea, es romanizante; sólo la canalla es rebelde; ella grita por boca de sus profetas, desarrapados y miserables;

—¿Habéis oído hablar del último de ellos?

—¿Cuál? ¿ese que se llama Juan, el Bautista?

—No, ése fué muerto, por orden del Tetrarca, y su cabeza fué dada en premio a la Princesa Salomé;

éste se llama Jesús, y, es de Nazareth;

dicen que el espíritu de Dios, vive en sus labios; que cura a los enfermos; exorciza el cuerpo de los endemoniados; hace ver a los ciegos, y andar a los paralíticos; y, últimamente ha vuelto la vida a un muerto; a Lázaro, el hermano de Marta y de María...

—¿Marta?

—-Sí; las hermanas del leproso, que curado fué de su lepra, por manos del Nazareno...

—Marta... ella ama a Judas, según tengo entendido, y, me culpa de haberle raptado su amante, y, seguro que se consuela ahora con Jesús;

¿es joven, es bello, ese profeta?

—Yo no le he visto nunca; lo oí una vez que hablaba; pero la muchedumbre lo ocultaba a mis ojos; decía cosas divinas; nadie ha hablado el arameo con más dulzura que él, se diría que una tórtola de Seoul, arrulla en su garganta;

—Los profetas, son muy divertidos, pero son casi siempre locos peligrosos; sería agradable oírlos, pero son desarrapados y asquerosos, y, la chusma que los sigue, es repugnante de suciedad y mal olor; y la banda de ese nazareno, dicen que es la más harapienta y, más turbulenta de todas; mendigos, estropeados, campesinos, y pescadores, que viven del merodeo y de las limosnas; yo alcancé a ver una vez esa chusma, que esperaba a su profeta, en el recodo de un camino, cerca a Jericó, e hice que mis esclavos buscaran otra senda, para pasar lejos de ellos, porque tiene muy mala reputación la banda de miserables que siguen al vagabundo galileo;

—Dicen que él, es bueno, que él, es dulce, amable a las mujeres y, a los niños; es hijo de José de Elí, un carpintero de Nazareth; tiene madre y hermanos, pero, ha abandonado su familia, para darse a la predicación;

—O, a la vagancia; es pintoresco ese vagabundo, que se llama Hijo de Dios, y Rey de los judíos, y habla del reino de las almas...

¿dónde estará el Conquistador, que ha de reinar sobre la mía?

—Helo ahí... dice Sara, indicando la figura de Judas de Kerioth, que aparece en el intercolumnio del pórtico y, avanza entre las zalemas de dos esclavas nubias, y las sonrisas de una flaminia impúber, que arroja puñados de arómatas, sobre los pebeteros medio extintos...

todas, inclusive Sara, se retiran silenciosas, con genuflexiones rítmicas, y se pierden como una armonía de formas, desapareciendo en la sombra azul del vestíbulo, abierto como el ojo de un cíclope, sobre las vastitudes de la Noche...

joven y bello, de una belleza nerviosa y felina, Judas avanza, en la tiniebla blonda, donde las luces últimas del crepúsculo, hacen revivir la flora de los mosaicos, y dan al ángulo de la sala donde yace Magdalena, el aspecto de un larario donde durmiera un ídolo, cubierto de pedrerías...

viste, una túnica malva, bajo un manto amarillo pálido, casi blanco; lleva joyas en los dedos, y en las sandalias; imitador de los romanos, como toda la juventud aristocrática de Judea, peina cortos los cabellos ensortijados, que le caen sobre la frente estrecha, con una gracia de efebo; carente de barba, apenas un leve bozo le sombrea el labio superior, dándole un aspecto de medalla cesárea, con la boca imperiosa, y lasciva, y la mirada a la vez tierna y brutal; avanza hasta el lecho de cojines rojos, de donde emerge María — la de Magdalo — como una flor de esmaltes, e inclinándose tiernamente sobre ella, la saluda con Amor;