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LA NOVELA QUE MARCÓ UN ANTES Y UN DESPUÉS EN LA LITERATURA NEGRA EUROPEA. Se llamaba Roseanna. Era una joven estadounidense, de Nebraska. Y había llegado a Suecia para encontrar la muerte a manos de alguien que viajaba con ella en un barco de pasajeros. Eso es todo lo que sabe el obstinado inspector Martin Beck sobre el cadáver que encuentran en el lago Vättern una tarde de julio.
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Seitenzahl: 332
Veröffentlichungsjahr: 2013
Título original: Roseanna
© Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1965.
© de la traducción: Cristina Cerezo y Martín Lewell, 2007.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
CODI SAP: OEBO266
ISBN: 9788490067178
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
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Notas
Consiguieron recuperar el cadáver el día 8 de julio pasadas las tres de la tarde. Estaba casi intacto, no debió de estar en el agua mucho tiempo.
Hallaron el cuerpo por casualidad. Fue un golpe de suerte encontrarlo tan pronto y debería haber facilitado la investigación policial.
Bajo la sucesión de esclusas de Borenshult hay un rompeolas que protege el acceso de las agitadas aguas del lago cuando sopla viento del este. Al abrir el canal al tráfico aquella primavera, la entrada empezó a llenarse de lodo. A los barcos les costaba maniobrar y sus hélices levantaban del fondo densas nubes de fango gris amarillento. No fue difícil darse cuenta de que había que hacer algo y, por el mes de mayo, la compañía del canal solicitó un dragado al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales. La solicitud pasó por las manos de unos cuantos funcionarios indecisos, hasta que finalmente fue remitida a la Administración Marítima de Suecia, que consideró que el trabajo debía realizarse con una de las dragas de cucharón que poseía el Servicio Nacional de Carreteras; institución que concluyó que este tipo de dragados dependía, en efecto, de la Administración Marítima. En un gesto desesperado, alguien intentó remitir el asunto a las autoridades portuarias de Norrköping, quienes inmediatamente devolvieron la petición a la Administración Marítima; esta, a su vez, la dirigió al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales, momento en que alguien cogió el teléfono y marcó el número de un ingeniero que realmente entendía de dragas de cucharón. Sus amigos le llamaban Limpiafangos. Sabía, por ejemplo, que de las cinco dragas de cucharón de almeja que existen solo una tenía las dimensiones adecuadas para atravesar las esclusas. Su verdadero nombre tenía ecos mitológicos, Grifo, pero la gente lo llamaba, por supuesto, Guarro, y dio la casualidad de que se encontraba en el puerto pesquero de Gravarne, en la costa oeste. La mañana del 5 de julio la draga amarró en Borenshult ante la admiración de los niños del pueblo y de un turista vietnamita.
Una hora más tarde, un representante de la compañía del canal subió a bordo para hablar del procedimiento, lo cual llevó su tiempo. Al día siguiente, sábado, el barco quedó anclado junto al rompeolas, mientras el personal pasaba en casa el fin de semana. La lista de la tripulación era la habitual para una draga: un capataz, que era también el comandante al mando que debía llevar el barco a altamar, un operador de grúa y un grumete. Estos dos últimos, oriundos de Gotemburgo, cogían el tren nocturno de Motala. El jefe vivía en Nacka, su mujer lo recogía en coche. A las siete de la mañana del lunes todos se encontraban otra vez a bordo y una hora más tarde empezaban con el dragado. Sobre las once, la bodega estaba llena y se alejaron hacia el interior del lago para vaciarla. A la vuelta tuvieron que desviarse para dejar pasar a un vapor blanco que atravesaba el lago Boren en dirección oeste hacia la esclusa. A lo largo de su barandilla se agolpaban turistas extranjeros, quienes con un entusiasmo al borde de la histeria saludaban con las manos a los circunspectos hombres de la draga. El barco de pasajeros subió lentamente por la esclusa hacia Motala y el lago Vättern. A la hora de comer, el gallardete del mástil más alto había desaparecido tras la compuerta superior. Volvieron a dragar a la una y media.
Los acontecimientos se desarrollaron como sigue: hacía buen tiempo, suaves y caprichosas ráfagas de viento y nubes veraniegas avanzaban a la deriva perezosamente. Podían verse algunas personas en el rompeolas y en las laderas del canal. La mayoría tomaba el sol, otras pescaban con caña y dos o tres observaban la draga. El cucharón acababa de zamparse otro bocado de lodo del fondo del Boren y estaba saliendo del agua. El operario, desde su cabina, realizaba las maniobras acostumbradas de forma mecánica, el capataz tomaba café en la cocina del barco y el grumete, con los codos apoyados en la engrasada barandilla, escupía al agua. El cucharón ya casi había salido del agua.
Cuando por fin emergió a la superficie, un hombre en el muelle se levantó y se acercó unos pasos hacia el barco. Agitó los brazos y gritó algo. El grumete se incorporó para oír mejor.
—¡Hay alguien en el cucharón! ¡Pare! ¡Hay alguien en el cucharón!
El grumete miró confundido al hombre, luego al cucharón, que en ese momento entraba girando lentamente sobre la bodega de carga para vomitar el contenido. No paraba de chorrear agua sucia cuando el operario detuvo el cucharón justo encima de la bodega. Entonces el grumete vio lo mismo que el hombre del rompeolas. Entre las fauces del cucharón de almeja sobresalía un brazo blanco desnudo.
Los siguientes diez minutos resultaron largos y transparentes. Se tomaron una serie de medidas y desde el muelle alguien repetía una y otra vez:
—No hagan nada, no toquen nada, déjenlo todo como está hasta que llegue la policía...
El operario de la excavadora salió y miró todo con detenimiento, luego volvió a su cabina y se sentó en la silla, refugiándose tras la relativa seguridad de sus palancas. Hizo girar la grúa y entreabrió el cucharón. El capataz, el grumete y un pescador entrometido recogieron el cuerpo.
Era una mujer. Quedó tendida boca arriba sobre una lona doblada en el extremo del rompeolas. Alrededor se congregó un grupo de curiosos que la observaban, entre ellos algunos niños que no deberían haber estado allí, pero que a nadie se le ocurrió echar. Todos habían presenciado lo mismo y tenían algo en común: jamás olvidarían el aspecto de aquella mujer.
El grumete le echó encima tres cubos de agua. Mucho tiempo después, cuando la investigación policial se encontraba atascada, hubo quien se lo reprochó.
Estaba desnuda y no llevaba joyas. La piel del pecho y bajo vientre era más clara, como si hubiera tomado el sol en bikini. Tenía las caderas anchas y los muslos fuertes; el vello púbico, negro, mojado y tupido. Pechos pequeños y flácidos, y pezones grandes y oscuros. Un rasguño rojizo le recorría la cintura hasta la cadera. Por lo demás, una piel lisa y sin manchas ni cicatrices, pies y manos pequeños y uñas sin pintar. Con la cara tan hinchada, resultaba difícil decir cómo habría sido su verdadero aspecto. Tenía cejas oscuras y marcadas, y la boca parecía ancha. Su media melena negra se le pegaba a la cabeza. Sobre el cuello le caía un mechón.
Motala es una ciudad sueca de tamaño medio. Está situada en la provincia de Östergötland, en la parte norte del lago Vättern, y tiene unos veintisiete mil habitantes. El más alto cargo policial es el de fiscal de la ciudad, que también desempeña la labor de fiscal. Por debajo de él está el comisario, jefe ejecutivo de la Policía de Seguridad Ciudadana y de la Policía Criminal. También hay un subinspector primero de la Policía Criminal —el decimonoveno puesto en la escala salarial—, seis policías y una mujer policía. Uno de ellos es, además, fotógrafo; para exámenes médicos se suele contratar a alguno de los médicos de la ciudad.
Una hora después del primer aviso, la mayoría de los policías citados se habían congregado en el muelle de Borenshult, a unos metros del faro. Había poco espacio alrededor del cadáver y los hombres de la draga ya no podían ver lo que estaba pasando. Seguían a bordo a pesar de que su barco se encontraba amarrado con el estrave de babor junto al rompeolas.
Al otro lado del cordón policial, junto al estribo, el número de personas arremolinadas se multiplicaba por diez. En la orilla opuesta del canal había unos cuantos coches, cuatro pertenecían a la policía, y una ambulancia blanca con cruces rojas en las puertas traseras. Junto a ella, dos hombres con mono blanco fumaban. Parecían ser los únicos a quienes no les interesaba aquella gente junto al faro.
En el rompeolas, el médico comenzó a recoger sus cosas. Mientras tanto hablaba con el comisario, un hombre alto y canoso llamado Larsson.
—Por ahora no puedo decir gran cosa —concluyó el médico.
—¿Tenemos que dejarla aquí?
—Eso más bien debería preguntárselo yo a ustedes —respondió el médico.
—Es poco probable que sea este el lugar del crimen.
—Bien, pues que la trasladen a la morgue. Le llamaré.
Se levantó, cerró su maletín y se fue.
—Ahlberg —dijo el comisario—, mantendrás la zona acordonada, ¿no?
—Hombre, claro.
El fiscal de la ciudad no dijo nada allí, en el faro. No tenía costumbre de entrometerse en la fase preliminar de las investigaciones. Pero de camino a la ciudad, comentó:
—Unos feos moratones.
—Sí.
—Mantenme informado.
Larsson ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza.
—¿Dejas a Ahlberg al mando?
—Ahlberg es bueno —contestó el comisario.
—Sí, claro.
La conversación se interrumpió.
Llegaron, se bajaron del coche y se dirigieron a sus despachos. El fiscal de la ciudad hizo una llamada a la capital de la provincia, Linköping, para hablar con el fiscal provincial, máxima autoridad de la policía y de la fiscalía en la región.
—Quedo a la espera —dijo el fiscal provincial.
El comisario mantuvo una breve conversación con Ahlberg.
—Tenemos que averiguar quién es.
—Sí —contestó Ahlberg.
Entró en su despacho, llamó a los bomberos y solicitó dos buceadores. Luego leyó un informe sobre un robo en el puerto. Pronto estaría resuelto. Ahlberg se levantó y se fue a buscar al agente de guardia.
—¿Hay alguna denuncia por desaparición?
—No.
—¿Alguna orden de búsqueda y captura?
—Ninguna que encaje.
Volvió a su despacho.
Esperó.
El teléfono sonó al cabo de quince minutos.
—Tenemos que solicitar una autopsia —dijo el médico.
—¿Ha sido estrangulada?
—Creo que sí.
—¿Violada?
—Eso parece.
El médico hizo una breve pausa. Luego añadió:
—Y con ensañamiento.
Ahlberg se mordió la uña del dedo índice. Pensó en sus vacaciones, que iban a empezar ese mismo viernes, y en lo contenta que se pondría su esposa... El médico malinterpretó el silencio.
—¿Está sorprendido?
—No —contestó Ahlberg.
Colgó y se fue a ver a Larsson. Juntos se dirigieron al despacho del fiscal de la ciudad.
Diez minutos más tarde, el fiscal de la ciudad pidió un examen médico forense al Gobierno Civil, que a su vez se puso en contacto con la Dirección Nacional de Medicina Forense. La autopsia fue realizada por un catedrático de setenta años. Llegó en el tren nocturno de Estocolmo y parecía estar en plena forma. Estuvo trabajando ocho horas sin apenas interrupciones.
Luego entregó un informe preliminar que decía así: «Muerte por estrangulamiento asociada a violencia sexual extrema. Hemorragias internas severas».
A esas alturas, los informes y las actas de los interrogatorios empezaban a amontonarse en la mesa de Ahlberg. Podían resumirse en una sola frase: una mujer muerta había sido hallada en la presa de la esclusa de Borenshult.
No existía ninguna denuncia por desaparición ni en la ciudad ni en los distritos policiales colindantes. Tampoco existían órdenes de búsqueda que encajaran.
Eran las cinco y cuarto de la mañana y estaba lloviendo. Martin Beck llevaba ya un buen rato cepillándose los dientes con mucho esmero para deshacerse del sabor a plomo en el paladar y parecía que iba a conseguirlo.
Luego se abrochó el cuello de la camisa y se hizo el nudo de la corbata mirándose apático al espejo. Se encogió de hombros, fue para el recibidor, entró en el salón y al pasar contempló con melancolía la maqueta a medio terminar del buque escuela Danmark, que le había tenido ocupado demasiado tiempo la noche anterior. Entró en la cocina.
Se deslizaba suave y silenciosamente, en parte por costumbre, en parte para no despertar a los niños.
Se sentó a la mesa de la cocina.
—¿Y el periódico? —preguntó.
—Nunca llega antes de las seis —contestó su esposa.
Fuera ya había amanecido, pero estaba nublado, y la luz de la cocina era gris y espesa. Su mujer no tenía la lámpara encendida. Lo llamaba ahorrar.
Abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin pronunciar palabra. Solo provocaría una discusión y no le pareció un buen momento.
En vez de hacerlo, se puso a tamborilear lentamente los dedos sobre la mesa revestida de formica mirando la taza vacía con un dibujo de rosas azules, una muesca en el borde y una grieta marrón debajo. Esa taza los había acompañado durante casi todo el matrimonio. Más de diez años. Ella no solía romper nada, por lo menos nunca de manera irreparable. Lo raro era que los niños fueran como ella.
¿Se podían heredar rasgos tan específicos? No lo sabía.
Ella apartó la cafetera del fuego y sirvió el café. Él dejó de golpear la mesa.
—¿Quieres un sándwich? —le preguntó.
Él bebía con cuidado dando pequeños sorbos. Estaba sentado en el extremo de la mesa algo encorvado.
—La verdad es que deberías comer algo —insistió ella.
—Ya sabes que no puedo tomar nada por la mañana.
—Deberías, de todas maneras —le repitió—. Especialmente tú, con ese estómago que tienes.
Se pasó la mano por la mejilla y notó algunos pelos de la barba, muy pequeños y afilados. Bebió un poco más de café.
—Te puedo preparar una tostada —le ofreció ella.
Cinco minutos más tarde dejó la taza sobre el platillo, en silencio, levantó la mirada y observó a su mujer.
Llevaba un albornoz rojo lleno de pelotillas encima de un camisón de nailon, apoyaba los codos en la mesa y la barbilla en las manos. Era rubia, de piel clara, ojos redondos y algo saltones. Solía teñirse las cejas, pero en verano se le aclaraban y ahora las tenía casi tan rubias como el pelo. Le sacaba un par de años y, a pesar de que había engordado bastante durante los últimos tiempos, la piel del cuello empezaba a arrugársele.
Al nacer su hija, hacía doce años, dejó su trabajo en un estudio de arquitectura y nunca se preocupó de encontrar otro. Cuando el niño comenzó el colegio, Martin le propuso que buscara un empleo de media jornada, pero ella hizo cálculos y llegó a la conclusión de que no merecía la pena. Además, tenía buen carácter y se sentía feliz con su vida de ama de casa.
Bueno, pensó Martin Beck levantándose. Empujó el taburete azul bajo la mesa sin hacer ruido y se quedó junto a la ventana viendo caer la lluvia.
Por debajo del parking y de una pendiente de hierba se extendía la autopista, brillante y vacía. Se distinguía una débil luz en algunas ventanas de los bloques de apartamentos de la colina, detrás de la estación de metro. Un par de gaviotas daban vueltas bajo el cielo gris, pero por lo demás ni un alma.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—A Motala.
—¿Vas a quedarte muchos días?
—No sé.
—¿Es por esa chica?
—Sí.
—¿Crees que te llevará mucho tiempo?
—No sé gran cosa, solo lo que ha salido en los periódicos.
—¿Por qué tienes que coger el tren?
—Los demás se fueron ayer. Al principio yo no iba a ir.
—Te estarán tomando el pelo, como siempre.
Respiró hondo y miró fijamente al exterior. Pareció que escampaba.
—¿Dónde te alojarás?
—En el Stadshotellet.
—¿A quién llevarás contigo?
—A Kollberg y a Melander. Se marcharon ayer, como te dije.
—¿En coche?
—Sí.
—¿Y tú tienes que ir hasta allí traqueteando?
—Sí.
A su espalda, la oyó fregar la taza con la muesca en el borde y las rosas azules.
—Tengo que pagar la factura de la luz y las clases de equitación de la pequeña esta semana.
—¿No tienes suficiente?
—Es que no quiero ir al banco, ya sabes.
—Claro.
Sacó la cartera del bolsillo interior de la americana y echó un vistazo dentro.
Extrajo un billete de cincuenta coronas, lo observó, lo volvió a meter y se guardó la cartera en el bolsillo.
—Odio sacar dinero —insistió ella—. Es el comienzo del fin cuando uno empieza.
Sacó el billete de nuevo, lo dobló, se dio la vuelta y lo dejó encima de la mesa de la cocina.
—Te he hecho la maleta —dijo ella.
—Gracias.
—Cuídate la garganta. El tiempo es traicionero en esta época del año, sobre todo por las noches. Y llueve.
—Sí.
—¿Vas a llevarte esa horrible pistola?
«Sí, no... Pito, pito, colorito...», pensó Martin Beck.
—¿De qué te ríes? —preguntó ella.
—De nada.
Entró en el salón, abrió el cajón de la cómoda con la llave y sacó el arma. La introdujo en uno de los bolsillos de la maleta y lo cerró.
Era una Walter de 7,65 milímetros, fabricada con licencia en Suecia. No servía para casi nada, y además él no tenía buena puntería.
Salió al recibidor y se puso la gabardina. Cuando estaba con su sombrero negro en la mano, echaron el periódico por la ranura de la puerta que cayó a sus pies.
—¿No te vas a despedir de Rolf y de la pequeña?
—Es ridículo llamar «pequeña» a una niña de doce años.
—Me parece muy mono.
—Me da pena despertarlos. Además, ya saben que me voy.
Se puso el sombrero.
—Hasta luego. Te llamaré.
—Hasta luego, ten cuidado.
Estaba en el andén esperando el tren de cercanías mientras pensaba que no le importaba viajar a pesar de haber dejado a medias el buque Danmark.
Martin Beck no era jefe de la Brigada Nacional de Homicidios y no aspiraba a serlo. A veces incluso dudaba si llegaría a comisario algún día, aunque lo único que realmente lo podría impedir sería la muerte o alguna falta grave derivada de su puesto. Tenía el cargo de subinspector primero de la Policía Criminal de la policía estatal y llevaba ya ocho años en la brigada. Había gente que le consideraba el mejor interrogador del país.
Había pasado media vida en la policía. A los veintiún años empezó a trabajar en la comisaría del distrito de Jakob, y después de seis años patrullando como agente en distintos distritos del centro de Estocolmo hizo el curso de subinspector en la Academia de Policía. Quedó entre los mejores de su promoción y al acabar el curso fue promocionado a subinspector de la Policía Criminal. Tenía veintiocho años.
Su padre murió aquel año y volvió a su barrio, Söder, a la casa de su madre, para cuidar de ella. Abandonó la habitación que tenía alquilada en Klara. El verano de ese mismo año conoció a su mujer. Había alquilado una casa de campo junto con una amiga en una isla del archipiélago, adonde él llegó con su barco de vela. Se enamoró profundamente y en otoño, cuando ya estaban esperando un niño, se casaron en el ayuntamiento; él se fue a vivir al pequeño apartamento de ella en Kungsholmen.
Un año después del nacimiento de su hija ya no quedaba gran cosa de aquella chica alegre y vital de la que se había enamorado, y el matrimonio se vio abocado a la rutina.
Martin, sentado en un banco verde de escay del vagón de metro, miraba al exterior a través de una ventana salpicada de gotas de lluvia. Pensaba perezosamente en su matrimonio, pero cuando se dio cuenta de que estaba autocompadeciéndose, sacó el periódico del bolsillo de la gabardina e intentó concentrarse en la página del editorial.
Tenía cara de cansado y su bronceada piel parecía amarillenta con la luz gris del día. Rostro fino, frente ancha y mandíbula bastante pronunciada. Su boca, bajo una nariz recta y corta, era delgada y larga con dos profundos surcos en las comisuras de los labios; al sonreír se le veían los dientes, blancos y sanos. De cabello oscuro y peinado hacia atrás, tenía el nacimiento del pelo recto y aún sin canas; la mirada de sus ojos gris azulado era clara y tranquila. Estaba delgado, no era especialmente alto y andaba un poco encorvado. Había mujeres que le encontraban atractivo, pero la mayoría lo consideraba normal y corriente. Nunca vestía de forma llamativa, sino más bien demasiado discreta.
El vagón estaba cargado y hacía bochorno, sintió un ligero malestar, como le ocurría a menudo en el metro. Al entrar en la Estación Central, ya esperaba junto a las puertas con la maleta en la mano. Odiaba ir en metro, pero los coches le gustaban aún menos y el piso céntrico soñado seguía siendo una quimera, así que se veía condenado a este medio de transporte.
El tren exprés a Gotemburgo salía a las siete y media de la Estación Central. Martin Beck hojeó el periódico, pero no halló ni una sola línea sobre el asesinato. Volvió a la página de cultura y se puso a leer un artículo sobre el antropósofo Rudolf Steiner, pero en Stuvsta se durmió.
Se despertó justo a tiempo para hacer transbordo en Hallsberg. Le volvió ese sabor a plomo a pesar de los tres vasos de agua que bebió.
Llegó a Motala a las diez y media, entonces ya no llovía. Como era la primera vez, preguntó en el quiosco de la estación por el camino al hotel, y aprovechó para comprar un paquete de Florida y el periódico local.
El hotel estaba en la plaza mayor, a unas pocas manzanas de la estación, y el corto paseo le espabiló. Una vez en la habitación, se lavó las manos, deshizo la maleta y se bebió una botella de agua mineral Medevi que había comprado al recepcionista. Permaneció un rato junto a la ventana mirando a la plaza, con una estatua que suponía que era Baltzar von Platen. Luego abandonó la habitación para dirigirse a la comisaría. Como sabía que estaba justo enfrente, no se llevó la gabardina.
Se presentó al policía de guardia en la recepción y le llevaron enseguida a un despacho de la primera planta. Ponía «Ahlberg» en la placa de la puerta.
El hombre sentado tras la mesa era ancho, achaparrado y ligeramente calvo. Tenía colgada la americana en el respaldo de la silla y bebía café en un vaso de papel. Un cigarrillo se consumía en el borde del cenicero, donde se amontonaban bastantes colillas.
Martin Beck tenía la habilidad de atravesar las puertas sin ser visto, costumbre que molestaba a algunos. Alguien dijo que dominaba el arte de entrar en una habitación después de cerrar la puerta tras de sí, a la vez que llamaba a esa misma puerta desde fuera.
Al hombre de la mesa le cogió desprevenido. Posó el vaso y se levantó.
—Me llamo Ahlberg —dijo.
Había algo en su actitud que le hacía estar a la expectativa. Martin Beck lo había notado antes y sabía a qué se debía. Él era el experto de Estocolmo, y el hombre tras la mesa, un policía de provincias que se había quedado estancado en una investigación. Los próximos dos minutos iban a ser decisivos para su colaboración.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Martin Beck.
—Gunnar.
—¿Qué hacen Kollberg y Melander?
—Ni idea. Algo que se me habrá olvidado a mí, supongo.
—¿Llegaron con aire de «esto-lo-arreglamos-en-un-plisplas»?
El otro se rascó su pelo ralo. Luego dibujó una sonrisa torcida en la cara y se sentó en la silla giratoria.
—Más o menos —dijo.
Martin Beck se sentó frente a él, sacó el paquete de Florida y lo dejó en la mesa.
—Pareces cansado —observó.
—Mis vacaciones se han ido a la mierda.
Ahlberg vació el vaso de café, lo apretujó y lo tiró debajo de la mesa en dirección a la papelera.
El desorden del escritorio resultaba llamativo. Martin Beck recordó el suyo en Kristineberg, con un aspecto bien distinto.
—Bueno —dijo—, ¿cómo van las cosas?
—No van —se lamentó Ahlberg—. Después de más de una semana solo sabemos lo que nos han contado los forenses.
Por costumbre, pasó a la típica jerga.
—Extinta por estrangulamiento con dosis de una brutal violencia de naturaleza sexual. Su autor, un salvaje. Indicios de inclinaciones perversas.
Martin Beck sonrió. El otro le miró inquisitivamente.
—Has dicho extinta. Yo también empleo esos términos de vez en cuando.
—Redactamos demasiados informes...
—Joder con los condenados informes.
Ahlberg suspiró y se rascó la cabeza.
—La sacamos hace ocho días —recordó—. Desde entonces no hemos descubierto nada. No sabemos quién es, no tenemos ni lugar del crimen ni sospechoso. No hemos encontrado ni una sola pista que pudiera tener alguna relación razonable con ella.
«Extinta por estrangulamiento», pensaba Martin Beck.
Estaba repasando un montón de fotografías que Ahlberg había recuperado entre el desorden de su mesa. Las fotos mostraban la presa de la esclusa, la draga, el cucharón en primer plano, el cadáver sobre la lona y sobre la camilla de la morgue.
Martin Beck le enseñó a Ahlberg la foto que tenía en la mano y dijo:
—Podemos hacer siluetear y retocar esta foto en la que se la ve más limpia.
»Luego ponemos en marcha un dispositivo de visitas puerta por puerta. Si es de por aquí, alguien tendrá que reconocerla. ¿Cuántos hombres podrías destinar?
—Tres como mucho —contestó Ahlberg—. Ahora mismo nos falta gente. Tres de los chicos tienen vacaciones y uno está en el hospital con la pierna rota. Aparte del fiscal, Larsson y yo mismo, solo hay ocho hombres en comisaría.
Contaba con los dedos.
—Bueno, de los cuales una es mujer. Y alguien debe de ocuparse del resto de las tareas.
—De acuerdo, en el peor de los casos, podemos ponernos nosotros mismos. Llevará tiempo. ¿Y cómo estáis de delincuentes sexuales?
Ahlberg golpeaba pensativo el bolígrafo contra los dientes. De repente rebuscó en el cajón del escritorio y sacó un papel.
—Hemos tomado declaración a uno. Un tipo de Västra Ny. Violador. Lo arrestaron en Linköping anteayer, pero tenía coartada para toda la semana, según este informe de Blomgren. Él se ha encargado de buscar en las cárceles.
Metió el papel en una carpeta verde que descansaba sobre la mesa.
Permanecieron un rato en silencio. A Martin Beck le hacía ruido el estómago y pensó en su esposa y en cómo le daba la lata con lo de las comidas regulares. Llevaba veinticuatro horas sin probar bocado.
El ambiente estaba cargado de humo. Ahlberg se levantó y abrió la ventana. Desde una radio cercana se oyeron las señales horarias.
—Es la una —dijo—. Si tienes hambre puedo pedir algo. Yo tengo un hambre de mil demonios...
Martin Beck asintió con la cabeza y Ahlberg descolgó el teléfono. Al cabo de un rato llamaron a la puerta y una chica con una bata azul y delantal rojo entró con una cesta.
Cuando Martin Beck se terminó el bocadillo de jamón y el café, que se bebió sorbo a sorbo, dijo:
—¿Cómo crees que pudo acabar allí?
—No lo sé. Durante el día siempre hay gente en las esclusas, así que es poco probable que ocurriera entonces. Es posible que la arrojaran al agua desde el muelle o el rompeolas, y que la fuerza de atracción de los barcos la hubiera arrastrado afuera. O que la hubieran lanzado desde algún barco.
—¿Qué tipo de embarcaciones pasan por las esclusas? ¿Pequeños barcos y veleros de recreo?
—Algunos, pero tampoco tantos. En general, se trata de tráfico de mercancías.
»Barcos de carga. Y luego los barcos del canal, claro. El Diana, el Juno y el Wilhelm Tham.
—¿Podemos bajar hasta allí para verlo? —propuso Martin Beck.
Ahlberg se levantó, cogió la foto que Martin Beck había elegido y dijo:
—Venga, vámonos ahora mismo. De camino dejaré esta foto en el laboratorio.
Habían dado casi las tres cuando volvieron de Borenshult. El tráfico de las esclusas era intenso y a Martin Beck le habría gustado quedarse entre los veraneantes y los pescadores deportivos del muelle para ver los barcos.
Habló con la tripulación de la draga, salió al rompeolas y vio la presa de la esclusa. A lo lejos, en el lago Boren, divisó un velero navegando con la animada brisa y empezó a sentir nostalgia del suyo, que había vendido hacía unos años. En el camino de vuelta a la ciudad hizo memoria y recordó sus travesías veraniegas por el archipiélago.
Sobre la mesa de Ahlberg encontraron ocho copias recién salidas del laboratorio fotográfico. Uno de los agentes, que también era fotógrafo, había retocado la foto y el rostro de la chica casi parecía el de alguien vivo.
Ahlberg las revisó, guardó cuatro copias en la carpeta verde y dijo:
—Muy bien, las distribuiré entre los chicos para que se pongan en marcha enseguida.
Cuando volvió unos minutos más tarde, Martin Beck estaba junto al escritorio frotándose el entrecejo.
—Pensaba hacer unas llamadas —dijo.
—Puedes meterte en el despacho del final del pasillo.
La habitación era más grande que la de Ahlberg y tenía ventanas en dos de las paredes. Estaba amueblada con dos mesas, cinco sillas, armarios archivadores y una mesa para la máquina de escribir, una vieja y destartalada Remington.
Martin Beck se sentó, dejó el paquete de tabaco y las cerillas sobre la mesa, abrió la carpeta verde y empezó a repasar los informes. No le aportaron mucho más de lo que ya le había contado Ahlberg.
Hora y media más tarde, se le acabó el tabaco. Había mantenido un par de conversaciones telefónicas infructuosas y había conocido al fiscal y al comisario Larsson, los dos parecían cansados y nerviosos. Justo cuando aplastaba la cajetilla de tabaco vacía le llamó Kollberg.
Diez minutos después se vieron en el hotel.
—Joder, vaya pinta lúgubre que traes —dijo Kollberg—. ¿Quieres un café?
—No gracias. ¿Qué has hecho?
—He hablado con un tipo del periódico de Motala, un redactor local de Borensberg. Creyó que se le había ocurrido algo ingenioso. Resulta que hay una tía de Linköping que debía haber empezado un trabajo en Borensberg hace diez días, pero no se presentó. Parece ser que viajó desde Linköping el día anterior y desde entonces no se ha sabido nada de ella. Nadie se ha molestado en denunciar su desaparición, por lo visto no era de fiar. El tipo del periódico conocía a su jefe e hizo sus propias averiguaciones, pero no se le ocurrió indagar sobre su aspecto. Yo lo hice y no se trata de la misma tía. Ésta es gorda y rubia. Y sigue desaparecida. Me ha llevado todo el día.
Se reclinó en la silla mientras se escarbaba los dientes con una cerilla.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ahlberg ha mandado a algunos de sus hombres a llamar a las puertas. Tendrás que echarles una mano. Cuando aparezca Melander tendremos una reunión con el fiscal y Larsson. Sube a ver a Ahlberg y él te dirá qué hacer.
Kollberg apuró su vaso y se levantó.
—¿Me acompañas? —le preguntó.
—No, ahora no. Dile a Ahlberg que estoy en mi habitación si quiere algo.
Ya en su cuarto, Martin Beck se quitó la chaqueta, los zapatos y la corbata, y se sentó en el borde de la cama.
El cielo se había despejado y unas nubes blancas que parecían de pelusa lo recorrían. El sol de la tarde iluminaba la habitación.
Martin Beck se levantó, entreabrió la ventana y corrió las finas cortinas de lana. Luego se tumbó en la cama con las manos debajo de la cabeza.
Meditaba sobre la chica del fondo fangoso del lago Boren.
Al cerrar los ojos la vio ante sí con el mismo aspecto que en las fotos. Desnuda y desamparada, con los hombros no muy anchos, el pelo negro y un mechón cayéndole sobre el cuello.
¿Quién era, qué pensaba, cómo había vivido? ¿Con quién se había encontrado?
Era joven y sin duda había sido guapa. Alguien tenía que haberla querido. Alguien cercano que ahora se preguntaba qué le había ocurrido. Debió de tener amigos, compañeros de trabajo, padres, tal vez hermanos. Nadie, y especialmente una mujer joven y bella, puede estar tan solo que no haya quien le eche de menos si desaparece.
Martin Beck reflexionó sobre esto durante un buen rato: que no la buscaran. Le daba pena aquella chica a quien no echaban en falta y no entendía por qué. ¿Tal vez no dijo que se iba de viaje? En ese caso podría pasar mucho tiempo hasta que empezaran a preguntarse adónde había ido.
La cuestión era cuánto...
Eran las once y media de la mañana y el tercer día de Martin Beck en Motala. Se había levantado temprano sin saber por qué, no le había servido de nada. Llevaba ya un rato sentado en el pequeño escritorio hojeando su cuaderno de notas. Había manoseado el teléfono un par de veces con la idea de llamar a casa, pero al final, por dejadez o por la razón que fuera, no lo hizo.
Como tantas otras cosas.
Se puso el sombrero, cerró la puerta de su habitación con llave y bajó la escalera. Los sillones del vestíbulo estaban ocupados por algunos periodistas y en el suelo se podían ver dos bolsas con equipamiento fotográfico y trípodes plegados y atados con cuerdas a las bolsas. Apoyado en la pared de la entrada, uno de los fotógrafos estaba fumando, un hombre muy joven que se llevó el cigarrillo a la comisura de los labios, levantó su Leica y miró por el visor.
Al pasar junto al grupo, Martin Beck se bajó el ala del sombrero, encogió los hombros y aligeró el paso. Fue un acto reflejo, aunque siempre hay alguien que se molesta, ya que uno de los reporteros saltó en un tono sorprendentemente irónico:
—Oye, ¿entonces esta noche cenamos con los jefes de la investigación?
Martin Beck murmuró algo, ni él mismo sabría decir qué, y siguió andando hacia la salida. Un segundo antes de abrir la puerta escuchó un pequeño chasquido, el fotógrafo le acababa de hacer una foto.
Caminó sin aminorar el paso por la acera hasta que consideró que había salido de su campo de visión. Entonces se detuvo indeciso tal vez durante diez segundos. Tiró un cigarrillo a medias a la calzada, se encogió de hombros y cruzó la calle en dirección a la parada de taxis. Se dejó caer en el asiento trasero y se rascó la punta de la nariz con el dedo índice de la mano derecha, mientras miraba de reojo la entrada del hotel. Por debajo del ala del sombrero vio al tipo que se había dirigido a él en el vestíbulo. El periodista estaba plantado en medio de la puerta siguiendo con la mirada al taxi que se alejaba. Pero fue solo un momento, luego él también se encogió de hombros y entró en el hotel.
Los periodistas y los de la brigada nacional de homicidios se alojaban a menudo en el mismo hotel, y si la investigación concluía con rapidez y éxito solían cenar juntos y beber bastante la última noche. Con el tiempo, aquello llegó a convertirse en una costumbre. A Martin Beck no le gustaba, pero la mayoría de sus colegas no compartían su opinión.
Había aprendido bastante acerca de Motala durante esos dos días, aunque su estancia, por lo demás, no hubiera sido demasiado provechosa. Al menos reconocía el nombre de las calles por las que iba pasando: Prästgatan, Drottninggatan, Östermalmsgatan, Borensvägen, Verkstadsvägen. Le pidió al taxista que le dejara en el puente, le pagó y se bajó. Apoyó las manos en la barandilla y miró abajo, al canal, que se abría paso cortando la larga pendiente verde como una escalera. Mientras lo observaba, se dio cuenta de que había olvidado pedir al taxista que le escribiera la ruta en el recibo; si la apuntaba con su letra, tal vez tendría que aguantar alguna disputa estúpida cuando pasara a cobrarlo por caja. Lo mejor era escribir aquellos datos a máquina, parecía más serio.
Caminaba por el lado norte del canal sumergido aún en esos pensamientos.
Habían caído un par de chaparrones por la mañana y se respiraba un aire sano y ligero. Se detuvo en medio de la cuesta para disfrutarlo. Percibió el aroma fresco y puro a flores silvestres y a húmedo verdor. Recordó su infancia como un rosario de las mismas sensaciones, pero eso fue antes de que el humo del tabaco y de los coches y sus desgastadas mucosas le hubiesen privado de la agudeza de los sentidos. Ahora sensaciones como aquella le llegaban muy de vez en cuando.
Martin Beck pasó de largo las cinco esclusas y continuó andando a lo largo de la pared del muelle, cubierta de revestimiento. Unos pequeños barcos estaban amarrados en la presa de la esclusa, junto al rompeolas, y más allá, en el lago Boren, navegaban dos barcos de vela. A cincuenta metros del extremo del rompeolas, y controlada por unas gaviotas que planeaban perezosamente en amplios círculos, la draga de cucharón retumbaba y chirriaba. La cabeza de los pájaros se movía de un lado a otro esperando lo que el cucharón de la draga pudiera sacar del fondo. La atención y la capacidad de observación de las gaviotas le resultaron admirables, igual que su perseverancia y optimismo. «Me recuerdan a Kollberg y a Melander», pensó Martin Beck.
En el extremo del rompeolas volvió a detenerse. Aquí estuvo ella. O mejor dicho: sobre una lona doblada, depositaron el cuerpo malherido y lacerado de alguien, prácticamente expuesto a los ojos de todo el mundo. Al cabo de unas horas fue trasladada en camilla por dos señores serios de uniforme, y después un viejo que lo tenía por oficio la abrió y destripó, volvió a cerrarla por decoro, cosiendo solo lo imprescindible, y fue a parar a un congelador de la morgue. En cuanto a él, no lo había visto. Debería estar agradecido, reflexionó.
Martin Beck se dio cuenta de que tenía las manos cruzadas en la espalda mientras se mecía sobre las plantas de los pies, una costumbre de los años de patrulla tan difícil de evitar como insufrible. Además, se había quedado mirando fijamente un trozo de suelo de cemento gris que carecía de interés, pues la lluvia había borrado hacía mucho tiempo los últimos restos de la silueta trazada con tiza en la primera investigación rutinaria. Aparentemente, debió de quedarse un buen rato en esa posición, pues el entorno sufrió ciertos cambios. El más llamativo era un pequeño barco blanco de pasajeros que se dirigía hacia la esclusa a considerable velocidad. Al pasar la draga, una veintena de cámaras enfocaron hacia esta extraña embarcación; en respuesta, el operario de la draga salió de su cabina e hizo una foto a los pasajeros. Martin Beck siguió la nave con la mirada al dejar atrás el extremo del rompeolas y reparó en ciertos detalles repugnantes. El casco, de líneas puras, tenía el mástil cortado y la chimenea original, que sin duda debió de ser alta, recta y bella, había sido sustituida por un extraño capuchón aerodinámico de metal. En las entrañas, donde la maquinaria debería dar golpes rítmicos, ronroneaba algo que probablemente fuera un motor diésel. La cubierta se encontraba abarrotada de turistas. Casi todos parecían viejos o de mediana edad, y algunos llevaban sombrero de paja con cintas de flores.
El barco se llamaba Juno. Recordó que Ahlberg le había mencionado este nombre ya el primer día que se conocieron.