El hombre y la gente y otros ensayos - José Ortega y Gasset - E-Book

El hombre y la gente y otros ensayos E-Book

Jose Ortega Y. Gasset

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Beschreibung

El interés de José Ortega y Gasset por la sociología se fue incrementando según avanzaban los años treinta, cristalizándose en la publicación de El hombre y la gente. Este importante escrito se remonta en sus primeras redacciones a 1934 y 1936, aunque no aparece como texto unitario hasta las primaveras australes de 1939 y 1940 en Buenos Aires. En mayo de 1934 había hablado por primera vez de forma sistemática de un tema que desde entonces será frecuente en sus escritos y que, de una u otra forma, había apuntado ya antes: la comprensión del hombre inmerso en la sociedad y el análisis de la interrelación entre lo individual y «lo social». A finales de 1949 y principios de 1950 el filósofo expuso, en un curso de doce lecciones impartido en Madrid, el conjunto de su pensamiento sociológico y siguió trabajando sobre el manuscrito, casi listo para su publicación cuando la muerte lo sorprendió.

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Seitenzahl: 527

Veröffentlichungsjahr: 2023

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José Ortega y Gasset

El hombre y la gentey otros ensayos

Índice

Nota preliminar

EL HOMBRE Y LA GENTE [CURSO DE 1949-1950]

I. Ensimismamiento y alteración

II. La vida personal

[Comienzo desechado]

III. Estructura de «nuestro» mundo

IV. La aparición del «Otro»

[Comienzo desechado]

V. La vida inter-individual Nosotros – Tú – Yo

[Comienzo desechado]

VI. Más sobre los otros y yo Breve excursión hacia Ella

[Addenda]

VII. El peligro que es el otro y la sorpresa que es el yo

VIII. De pronto, aparece la gente

IX. Meditación del saludo

X. Meditación del saludo El hombre, animal etimológico ¿Qué es un uso?

[Comienzo desechado]

XI. El decir de la gente: la lengua Hacia una nueva lingüística

XII. El decir de la gente: Las «opiniones públicas», las «vigencias» sociales. El poder público

[Final desechado]

OTROS ENSAYOS

El hombre y la gente.– [Conferencia en Valladolid]

El hombre y la gente.– [Conferencia en Rotterdam]

[Prospecto de unas lecciones sobre «El hombre y la gente»]

CRÉDITOS

Nota preliminar

El 20 de mayo de 1934, en el teatro Pradera de Valladolid, José Ortega y Gasset pronunció una conferencia, titulada «El hombre y la gente» y organizada con la finalidad de contribuir a financiar un viaje a Grecia de los alumnos de historia del arte, en la que expuso por vez primera públicamente el germen de su pensamiento sociológico. En el texto de una nota al pie en el capítulo octavo de Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), anunciaba Ortega la próxima publicación de dos libros: Sobre la razón viviente y El hombre y la gente,descrito este como «una sociología donde no se eludan, como ha acontecido hasta aquí, los problemas verdaderamente radicales» (VI, 70, n. 1). Historia como sistema tuvo su origen en la invitación que recibió Ortega para intervenir en el otoño de 1934 en el congreso que iba a celebrar la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias. El acto no tuvo lugar y el borrador de su intervención se convirtió en una serie de artículos que con el título «La situación de la ciencia y la razón histórica» ven la luz en La Nación (Buenos Aires) entre diciembre de 1934 y enero de 1935 (VI, 972). Dos años después, en otra nota al pie del manuscrito inédito «Epílogo a una filosofía», redactado en 1943 y publicado póstumamente en el libro Origen y Epílogo de la filosofía,México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1960 (IX, 1461), afirma Ortega: «La primera vez que expuse públicamente esta idea de la sociedad, base de una nueva sociología, fue en una conferencia dada en Valladolid en 1934, con el título “El hombre y la gente”. Aventuras sin número me han impedido publicar hasta hoy el libro que, con el mismo epígrafe, debe desarrollar toda mi doctrina sobre lo social. Como esperar cuesta poco, espero ahora que no tarde en aparecer» (IX, 589).

En la primavera de 1936, Ortega viajó a París y, de allí, se trasladó a los Países Bajos para impartir cuatro conferencias de temas históricos y socioantropológicos invitado por el profesor Johan Huizinga (1872-1945), historiador consagrado en España desde la publicación en editorial Revista de Occidente de su famoso libro El otoño de la Edad Media. Los manuscritos de estas conferencias se conservan en el Archivo de la Fundación José Ortega y Gasset – Gregorio Marañón. La primera tuvo lugar el 2 de mayo, en la Handelshoogeschool de Róterdam, y se tituló «El hombre y la gente»; impartió la segunda en Delft, el día 4, en la Technische Hoogeschool, sobre «Ideas y creencias»; la tercera se celebró el día 5 en la Universidad de Ámsterdam y versó sobre «Aurora de la razón histórica»; y la última se pronunció en la Universidad de Leiden, el día 6, con el título «Problemas de la razón histórica». Todas ellas son inéditas pero, salvo la primera, las otras presentan escasas novedades respecto a textos ya publicados del filósofo en ese momento, pues en la segunda utilizó partes de su serie de artículos «Ideas y creencias», publicada en La Nación, de Buenos Aires, entre febrero y marzo de ese mismo año, e incluida después en el primer capítulo del libro Ideas y creencias;en las dos últimas, empleó párrafos de la serie de artículos «La situación de la ciencia y la razón histórica», publicada en La Nación, de Buenos Aires, entre diciembre de 1934 y enero de 1935, e integrada más tarde en la primera parte de Historia como sistema. Por el contrario, el texto de la de Róterdam fue preparado expresamente para la ocasión, si bien Ortega utilizó algunas páginas del manuscrito de la conferencia que con el mismo título había pronunciado en Valladolid dos años antes. No obstante, en este trabajo se opera el giro lingüístico de la filosofía orteguiana que llevará de la razón vital a la razón histórica y de esta a la razón etimológica, ya que en Valladolid, según el manuscrito conservado, no se habló de lenguaje ni de comunicación y aquí el tema ocupa la primera mitad de la ponencia. Por otro lado, algunos párrafos de esta conferencia se incorporaron al «Prólogo para franceses» (1937) de La rebelión de las masas,donde Ortega reiteró el anuncio de la publicación del volumen socioantropológico: «El resultado de mis reflexiones va en el libro, próximo a publicarse, El hombre y la gente. Allí encontrará el lector el desarrollo y justificación de cuanto acabo de decir» (IV, 354). Desde 1940 se planteó su aparición simultánea en varios idiomas, aunque finalmente no se publicaría en vida del filósofo por diversos avatares. Sin embargo, el tratado fue desarrollándose en varias lecciones, algunas publicadas como capítulos en otros libros; así, la primera de las diez lecciones del curso, impartido por primera vez en 1939-1940 en Buenos Aires (IX, 279-437), apareció bajo el título Ensimismamiento y alteración junto a Meditación de la técnica (Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1939).

También publicó en Argentina unas páginas en forma de folleto: el «[Prospecto de unas lecciones sobre “El hombre y la gente”]» (1940), que se distribuyó entre los asistentes al ciclo «Lecciones sobre el hombre y la gente» impartido en la Sociedad de Amigos del Arte de Buenos Aires entre 1939 y 1940. Este curso enlazaba, a su vez, con las conferencias pronunciadas en Valladolid en mayo de 1934 y en Róterdam en 1936. El haz de temas agrupado bajo el rótulo de «El hombre y la gente» habría ocupado y ocuparía todavía a Ortega en numerosas ocasiones. La de mayor calado fue probablemente el curso homónimo que el filósofo impartió en el madrileño Instituto de Humanidades en 1949-1950, pues al hilo de ese conjunto de lecciones Ortega realizó una muy importante estructuración de los materiales que habría de servirle para preparar la publicación del libro. El hombre y la gente apareció finalmente en edición póstuma dos años después del fallecimiento del filósofo, en 1957.

En el archivo personal de Ortega, custodiado en la Fundación Ortega – Marañón, se conservan los manuscritos autógrafos de la conferencia impartida en Valladolid el 20 de mayo de 1934, así como de la pronunciada en Róterdam el 2 de mayo de 1936. De esta, además, se custodia una traducción al francés mecanografiada con correcciones autógrafas de Ortega bajo el título «L’homme et les gens». Asimismo, existe una copia mecanografiada y un manuscrito autógrafo de 134 hojas del curso impartido en la Asociación de Amigos del Arte a partir del 31 de octubre de 1939. La conferencia de Valladolid se recoge en el tomo IX, páginas 166-174, la de los Países Bajos en las páginas 203-217. También se conserva un ejemplar del folleto impreso titulado «[Prospecto de unas lecciones sobre “El hombre y la gente”]», que se distribuyó entre los asistentes al curso. Este «[Prospecto]» se recogió en la primera edición póstuma de El hombre y la gente (Madrid, Revista de Occidente, 1957), con el título de «[Abreviatura]», y así pasó a las Obras completas (Madrid, Revista de Occidente, tomo VII, 1961; en la última edición de las mismas, en el tomo V, 646-650). Paulino Garagorri, en su edición de El hombre y la gente (Madrid, Revista de Occidente en Alianza Editorial, 1980), lo tituló «[Introducción]». En la presente edición, este texto se publica junto al curso de 1949-1950. Se ofrece aquí El hombre y la gente,publicado por primera vez en 1957, dos años después de la muerte de Ortega, según la versión que elaboró el filósofo a partir de sus lecciones para el curso de 1949-1950, junto a seis textos desechados del proyectado, pero no concluido, libro, en la versión preparada para este curso. El lector podrá encontrarlas como addenda a los capítulos II, IV, V, VI, X y XII. Este ciclo de conferencias titulado «El hombre y la gente» se celebró en Madrid entre noviembre de 1949 y febrero de 1950, dentro de las actividades del Instituto de Humanidades, fundación orteguiana que había echado a andar el año anterior. Ortega utilizó los manuscritos y la versión taquigráfica del curso impartido en Argentina para preparar años después el que aquí se publica. La redacción es, no obstante, casi totalmente de nueva planta, salvo algunos párrafos sueltos y partes de la Lección III del curso de Buenos Aires que pasaron a los capítulos VIII y IX del libro preparado con los materiales del curso de Madrid, y de la Lección V que pasó a los capítulos IX y X. Pueden verse las diferencias entre los manuscritos, la edición de 1957 y la que aquí se ofrece en el tomo X (páginas 488-493) de la Obras completas.

En la presente edición, se ha añadido como subtítulo «[Curso de 1949-1950]» al título original «El hombre y la gente» para diferenciar este libro del curso ya citado de Buenos Aires de 1939-1940 y de las conferencias de Valladolid, de 1934, y de Róterdam, de 1936, todos ellos publicados en el tomo IX bajo el título común de «El hombre y la gente», aunque con sus subtítulos respectivos. El curso de Madrid comenzó el 23 de noviembre de 1949 y se celebró los miércoles por la tarde en el cine Barceló. Las lecciones tuvieron lugar, además de en la fecha citada, los días 30 de noviembre, 7, 14 y 21 de diciembre de 1949, y 4, 11, 18 y 25 de enero, y 8, 15 y 22 de febrero de 1950.

Publicamos en la sección «Otros ensayos» el texto de la conferencia de Valladolid y el prospecto que se distribuyó entre los asistentes a la segunda parte del curso de Buenos Aires en 1940.

Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset – Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».

Se ofrece al lector el texto según la última versión revisada por el autor y se sigue, en el caso de la obra editada póstumamente, el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor –como por ejemplo su reconocible «rigoroso» frente al más común «riguroso»–, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum,leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.

En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus –generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado, sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.

En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Iván Caja Hernández-Ranera, José Ramón Carriazo Ruiz y Jaime de Salas Ortueta, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, Enrique Cabrero Blasco, María Isabel Ferreiro Lavedán, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Patricia Giménez Eguíbar, Felipe González Alcázar, Azucena López Cobo, Juan Padilla Moreno, Mariana Urquijo y Javier Zamora Bonilla.

El hombre y la gente[Curso de 1949-1950]

I

ENSIMISMAMIENTO Y ALTERACIÓN

Se trata de lo siguiente: hablan los hombres hoy, a toda hora, de la ley y del derecho, del Estado, de la nación y de lo internacional, de la opinión pública y del Poder público, de la política buena y de la mala, de pacifismo y belicismo, de la patria y de la humanidad, de justicia e injusticia social, de colectivismo y capitalismo, de socialización y de liberalismo, de autoritarismo, de individuo y colectividad, etcétera, etcétera. Y no solamente hablan en el periódico, en la tertulia, en el café, en la taberna, sino que, además de hablar, discuten. Y no sólo discuten, sino que combaten por las cosas que esos vocablos designan. Y en el combate acontece que los hombres llegan a matarse, los unos a los otros, a centenares, a miles, a millones. Sería una inocencia suponer que en lo que acabo de decir hay alusión particular a ningún pueblo determinado. Sería una inocencia, porque tal suposición equivaldría a creer que esas faenas truculentas quedan confinadas en territorios especiales del planeta, cuando son, más bien, un fenómeno universal y de extensión progresiva, del cual serán muy pocos los pueblos europeos y americanos que logren quedar por completo exentos. Sin duda, la feroz contienda será más grave en unos que en otros y puede que alguno cuente con la genial serenidad necesaria para reducir al mínimo el estrago. Porque éste, ciertamente, no es inevitable; pero sí es muy difícil de evitar. Muy difícil, porque para su evitación tendrían que juntarse en colaboración muchos factores de calidad y rango diversos, magníficas virtudes junto a humildes precauciones.

Una de esas precauciones, humilde –repito– pero imprescindible, si se quiere que un pueblo atraviese indemne estos tiempos atroces, consiste en lograr que un número suficiente de personas en él se den bien cuenta de hasta qué punto todas esas ideas –llamémoslas así–, todas esas ideas en torno a las cuales se habla, se combate, se discute y se trucida, son grotescamente confusas y superlativamente vagas.

Se habla, se habla de todas esas cuestiones, pero lo que sobre ellas se dice carece de la claridad mínima, sin la cual la operación de hablar resulta nociva. Porque hablar trae siempre algunas consecuencias y como de los susodichos temas se ha dado en hablar mucho –desde hace años, casi no se habla ni se deja hablar de otra cosa–, las consecuencias de esas habladurías son, evidentemente, graves.

Una de las desdichas mayores del tiempo es la aguda incongruencia entre la importancia que al presente tienen todas esas cuestiones y la tosquedad y confusión de los conceptos sobre las mismas que esos vocablos representan.

Noten ustedes que todas esas ideas –ley, derecho, Estado, internacionalidad, colectividad, autoridad, libertad, justicia social, etcétera–, cuando no lo ostentan ya en su expresión, implican siempre, como su ingrediente esencial, la idea de lo social, de sociedad. Si ésta no está clara, todas esas palabras no significan lo que pretenden y son meros aspavientos. Ahora bien; confesémoslo o no, todos, en nuestro fondo insobornable, tenemos la conciencia de no poseer, sobre esas cuestiones, sino nociones vagarosas, imprecisas, necias o turbias. Pues, por desgracia, la tosquedad y confusión respecto a materia tal, no existe sólo en el vulgo, sino también en los hombres de ciencia, hasta el punto de que no es posible dirigir al profano hacia ninguna publicación donde pueda, de verdad, rectificar y pulir sus conceptos sociológicos.

No olvidaré nunca la sorpresa teñida de vergüenza y de escándalo que sentí cuando, hace muchos años, consciente de mi ignorancia sobre este tema, acudí lleno de ilusión, desplegadas todas las velas de la esperanza, a los libros de sociología, y me encontré con una cosa increíble, a saber: que los libros de sociología no nos dicen nada claro sobre qué es lo social, sobre qué es la sociedad. Más aún: no sólo no logran darnos una noción precisa de qué es lo social, de qué es la sociedad, sino que, al leer esos libros, descubrimos que sus autores –los señores sociólogos– ni siquiera han intentado un poco en serio ponerse ellos mismos en claro sobre los fenómenos elementales en que el hecho social consiste. Inclusive, en trabajos que por su título parecen enunciar que van a ocuparse a fondo del asunto, vemos luego que lo eluden –diríamos concienzudamente. Pasan sobre esos fenómenos –repito, preliminares e inexcusables– como sobre ascuas; y, salvo alguna excepción, aun ella sumamente parcial –como Durkheim–, les vemos lanzarse con envidiable audacia a opinar sobre los temas más terriblemente concretos de la humana convivencia.

Yo no puedo, claro está, demostrar ahora a ustedes esto, porque intento tal consumiría mucho tiempo del escaso que tenemos a nuestra disposición. Básteme hacer esta simple observación estadística que parece ser un colmo.

Primero: Las obras en las cuales Augusto Comte inicia la ciencia sociológica suman por valor de más de cinco mil páginas con letra bien apretada. Pues bien: entre todas ellas no encontraremos líneas bastantes para llenar una página, que se ocupen de decirnos lo que Augusto Comte entiende por Sociedad.

Segundo: El libro en que esta ciencia o pseudociencia celebra su primer triunfo sobre el horizonte intelectual –los Principios de sociología,de Spencer, publicados entre 1876 y 1896–, no contará menos de 2.500 páginas. No creo que lleguen a cincuenta las líneas dedicadas a preguntarse el autor qué cosa sean esas extrañas realidades, las sociedades, de que la obesa publicación se ocupa.

En fin: hace pocos años ha aparecido el libro de Bergson –por lo demás, encantador–, titulado Las dos fuentes de la moral y la religión. Bajo este título hidráulico, que por sí mismo es ya un paisaje, se esconde un tratado de sociología de 350 páginas, donde no hay una sola línea en que el autor nos diga formalmente qué son esas sociedades sobre las cuales especula. Salimos de su lectura, eso sí, como de una selva, cubiertos de hormigas y envueltos en el vuelo estremecido de las abejas, porque el autor, todo lo que hace para esclarecernos sobre la extraña realidad de las sociedades humanas es referirnos al hormiguero y a la colmena, a las presuntas sociedades animales, de las cuales –por supuesto– sabemos menos que de la nuestra.

No es esto decir, ni mucho menos, que en estas obras como en algunas otras falten entrevisiones, a veces geniales, de ciertos problemas sociológicos. Pero, careciendo de evidencia en lo elemental, esos aciertos quedan secretos y herméticos, inasequibles para el lector normal. Para aprovecharlos, tendríamos que hacer lo que sus autores no hicieron: intentar traer bien a luz esos fenómenos preliminares y elementales, esforzarnos denodadamente, sin excusa, en precisarnos qué es lo social, qué es la sociedad. Porque sus autores no lo hicieron, llegan como ciegos geniales a palpar ciertas realidades –yo diría, a tropezar con ellas–; pero no logran verlas, y mucho menos esclarecérnoslas. De modo que nuestro trato con ellos viene a ser el diálogo del ciego con el tullido:

–¿Cómo anda usted, buen hombre? –pregunta el ciego al tullido. Y el tullido responde al ciego:

–Como usted ve, amigo...

Si esto pasa con los maestros del pensamiento sociológico, mal puede extrañarnos que las gentes en la plaza pública vociferen en torno a estas cuestiones. Cuando los hombres no tienen nada claro qué decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan. Y el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza. Dove si grida non è vera scienza –decía Leonardo. Donde se grita no hay buen conocimiento.

He aquí cómo la ineptitud de la sociología, llenando las cabezas de ideas confusas, ha llegado a convertirse en una de las plagas de nuestro tiempo. La sociología, en efecto, no está a la altura de los tiempos, y, por eso, los tiempos, mal sostenidos en su altitud, caen y se precipitan.

Si esto es así, ¿no les parece a ustedes que sería una de las mejores maneras de no perder por completo el tiempo durante estos ratos que vamos a pasar juntos, dedicarnos a aclararnos un poco qué es lo social, qué es la sociedad? Ustedes –por lo menos, muchos de entre ustedes– saben muy poco o no saben nada del asunto. Yo, por mi parte, no estoy seguro de que no me acontezca lo mismo. ¿Por qué no juntar nuestras ignorancias? ¿Por qué no formar una sociedad anónima, con un buen capital de ignorancia, y lanzarnos a la empresa, sin pedantería o con la menor dosis de ella posible, pero con vivo afán de ver claro, con alegría intelectual –una virtud que empezaba a perderse en Europa–, con esa alegría que suscita en nosotros la esperanza de que súbitamente vamos a llenarnos de evidencias?

Partamos, pues, una vez más, en busca de ideas claras. Es decir, de verdades.

La Argentina goza, por fortuna todavía, de la tranquilidad de horizonte que permite escoger la verdad, recogerse en la reflexión. Son muy pocos los pueblos que a estas horas –y me refiero a antes de estallar esta guerra tan torva, que extrañamente nace como no queriendo acabar de nacer–; son muy pocos –digo– los pueblos que en el último tiempo gozaban ya de esa tranquilidad. Casi todo el mundo está alterado, y en la alteración el hombre pierde su atributo más esencial: la posibilidad de meditar, de recogerse dentro de sí mismo para ponerse consigo mismo de acuerdo y precisarse qué es lo que cree y qué es lo que no cree; lo que de verdad estima y lo que de verdad detesta. La alteración le obnubila, le ciega, le obliga a actuar mecánicamente en un frenético sonambulismo.

En ninguna parte advertimos mejor que es, en efecto, la posibilidad de meditar el atributo esencial del hombre como en el Jardín Zoológico, delante de la jaula de nuestros primos, los monos. El pájaro y el crustáceo son formas de vida demasiado distantes de la nuestra para que, al confrontarnos con ellos, percibamos otra cosa que diferencias gruesas, abstractas, vagas de puro excesivas. Pero el simio se parece tanto a nosotros, que nos invita a afinar el parangón, a descubrir diferencias más concretas y más fértiles.

Si sabemos permanecer un rato quietos contemplando pasivamente la escena simiesca, pronto destacará de ella, como espontáneamente, un rasgo que llega a nosotros como un rayo de luz. Y es aquel estar las diablescas bestezuelas constantemente alerta, en perpetua inquietud, mirando, oyendo todas las señales que les llegan de su derredor, atentas sin descanso al contorno, como temiendo que de él llegue siempre un peligro al que es forzoso responder automáticamente con la fuga o con el mordisco, en mecánico disparo de un reflejo muscular. La bestia, en efecto, vive en perpetuo miedo del mundo, y a la vez en perpetuo apetito de las cosas que en él hay y que en él aparecen, un apetito indomable que se dispara también sin freno ni inhibición posibles, lo mismo que el pavor. En uno y otro caso son los objetos y acaecimientos del contorno quienes gobiernan la vida del animal, le traen y le llevan como una marioneta. Él no rige su existencia, no vive desde sí mismo,sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él. Nuestro vocablo otro no es sino el latino alter. Decir, pues, que el animal no vive desde sí mismo sino desde lo otro, traído y llevado y tiranizado por lo otro, equivale a decir que el animal vive siempre alterado, enajenado, que su vida es constitutiva alteración.

Contemplando este destino de inquietud sin descanso, llega un momento en que, con una expresión muy argentina, nos decimos: «¡qué trabajo!» Con la cual enunciamos con plena ingenuidad, sin darnos formalmente cuenta de ello, la diferencia más sustantiva entre el hombre y el animal. Porque esa expresión dice que sentimos una extraña fatiga, una fatiga gratuita, suscitada por el simple anticipo imaginario de que tuviésemos que vivir como ellos, perpetuamente acosados por el contorno y en tensa atención hacia él. Pues, qué, ¿por ventura el hombre no se halla lo mismo que el animal, prisionero del mundo, cercado de cosas que le espantan, de cosas que le encantan, y obligado de por vida, inexorablemente, quiera o no, a ocuparse de ellas? Sin duda. Pero con esta diferencia esencial: que el hombre puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical –incomprensible zoológicamente–, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas.

Con palabras que de puro haber sido usadas, como viejas monedas, no logran ya decirnos con vigor lo que pretenden, solemos llamar a esa operación: pensar, meditar. Pero estas expresiones ocultan lo que hay de más sorprendente en ese hecho: el poder que el hombre tiene de retirarse virtual y provisoriamente del mundo y meterse dentro de sí o dicho con un espléndido vocablo, que sólo existe en nuestro idioma: que el hombre puede ensimismarse.

Noten ustedes que esta maravillosa facultad que el hombre tiene de libertarse transitoriamente de ser esclavizado por las cosas, implica dos poderes muy distintos: uno, el poder desatender más o menos tiempo el mundo en torno sin riesgo fatal; otro, el tener dónde meterse, dónde estar, cuando se ha salido virtualmente del mundo. Baudelaire expresa esta última facultad con romántico y amanerado dandismo, cuando al preguntarle alguien dónde preferiría vivir, él respondió: «¡En cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!» Pero el mundo es la total exterioridad, el absoluto fuera que no consiente ningún fuera más allá de él. El único fuera de ese fuera que cabe es, precisamente, un dentro,un intus, la intimidad del hombre, su sí mismo que está constituido principalmente por ideas.

Porque las ideas poseen la extravagantísima condición de que no están en ningún sitio del mundo, que están fuera de todos los lugares, aunque simbólicamente las alojemos en nuestra cabeza, como los griegos de Homero las alojaban en el corazón, y los prehoméricos las situaban en el diafragma o en el hígado. Noten ustedes que todos estos cambios de domicilio simbólico que hacemos padecer a las ideas coinciden siempre en colocarlas en una víscera; esto es, en una entraña, esto es, en lo más interior del cuerpo, bien que el dentro del cuerpo es siempre un dentro meramente relativo. De esta manera, damos una expresión materializada –ya que no podamos otra– a nuestra sospecha de que las ideas no están en ningún sitio del espacio, que es pura exterioridad, sino de que constituyen, frente al mundo exterior, otro mundo que no está en el mundo: nuestro mundo interior.

He aquí por qué el animal tiene que estar siempre atento a lo que pasa fuera de él, a las cosas en torno. Porque, aunque éstas menguasen sus peligros y sus incitaciones, el animal tiene que seguir siendo regido por ellas, por lo de fuera, por lo otro que él; porque no puede meterse dentro de sí, ya que no tiene un sí mismo,un chez soi,donde recogerse y reposar.

El animal es pura alteración. No puede ensimismarse. Por eso, cuando las cosas dejan de amenazarle o acariciarle; cuando le permiten una vacación; en suma, cuando deja de moverle y manejarle lo otro que él, el pobre animal tiene que dejar virtualmente de existir, esto es: se duerme. De aquí la enorme capacidad de somnolencia que manifiesta el animal, la modorra infrahumana, que continúa en parte en el hombre primitivo y, opuestamente, el insomnio creciente del hombre civilizado, la casi permanente vigilia –a veces, terrible, indomable– que aqueja a los hombres de intensa vida interior. No hace muchos años, mi grande amigo Scheler –una de las mentes más fértiles de nuestro tiempo, que vivía en incesante irradiación de ideas– se murió de no poder dormir.

Pero bien entendido –y con esto topamos por vez primera algo que reiteradamente va a aparecérsenos en casi todos los rincones y los recodos de este curso, si bien cada vez en estratos más hondos y en virtud de razones más precisas y eficaces–, las que ahora doy no son ni lo uno ni lo otro. Bien entendido, que esas dos cosas, el poder que el hombre tiene de sustraerse al mundo y el poder ensimismarse, no son dones hechos al hombre. Me importa subrayar esto para aquéllos de entre ustedes que se ocupan de filosofía: no son dones hechos al hombre. Nada que sea sustantivo ha sido regalado al hombre. Todo tiene que hacérselo él.

Por eso, si el hombre goza de ese privilegio de libertarse transitoriamente de las cosas, y poder entrar y descansar en sí mismo, es porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas ha logrado reobrar sobre las cosas, transformarlas y crear en su derredor un margen de seguridad siempre limitado, pero siempre o casi siempre en aumento. Esta creación específicamente humana es la técnica. Gracias a ella, y en la medida de su progreso, el hombre puede ensimismarse. Pero también, viceversa, el hombre es técnico, es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia, porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban para ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre esas cosas y su relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias; en suma, para construirse un mundo interior. De este mundo interior emerge y vuelve al de fuera. Pero vuelve en calidad de protagonista, vuelve con un sí mismo que antes no tenía –con su plan de campaña–, no para dejarse dominar por las cosas, sino para gobernarlas él, para imponerles su voluntad y su designio, para realizar en ese mundo de fuera sus ideas, para modelar el planeta según las preferencias de su intimidad. Lejos de perder su propio sí mismo en esta vuelta al mundo, por el contrario lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica, señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro –el mundo– se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo. El hombre humaniza al mundo, le inyecta, lo impregna de su propia sustancia ideal y cabe imaginar que, un día de entre los días, allá en los fondos del tiempo, llegue a estar ese terrible mundo exterior tan saturado de hombre que puedan nuestros descendientes caminar por él como mentalmente caminamos hoy por nuestra intimidad –cabe imaginar que el mundo, sin dejar de serlo, llegue a convertirse en algo así como un alma materializada y, como en La tempestad,de Shakespeare, las ráfagas del viento soplen empujadas por Ariel, el duende de las ideas.

Yo no digo que esto sea seguro –tal seguridad la tiene sólo el progresista y yo no soy progresista, como irán viendo ustedes–, pero sí digo que eso es posible.

Ni presuman ustedes, por lo que acaban de oír, que soy idealista. ¡Ni progresista ni idealista! Al revés, la idea del progreso y el idealismo –ese nombre de gálibo tan lindo y tan noble; el progreso y el idealismo son dos de mis bestias negras, porque veo en ellas, tal vez, los dos mayores pecados de los dos últimos doscientos años, las dos formas máximas de irresponsabilidad. Pero dejemos este tema para tratarlo a su sazón y vayamos ahora gentilmente nuestro camino adelante.

Me parece que al presente podemos representarnos, siquiera sea en vago esquematismo, cuál ha sido la trayectoria humana mirada bajo este ángulo. Hagámoslo en un texto condensado, que nos sirva a la par como resumen y recordatorio de todo lo anterior.

Se halla el hombre, no menos que el animal, consignado al mundo, a las cosas en torno, a la circunstancia. En un principio, su existencia no difiere apenas de la existencia zoológica: también él vive gobernado por el contorno, inserto entre las cosas del mundo como una de ellas. Sin embargo, apenas los seres en torno le dejan un respiro, el hombre, haciendo un esfuerzo gigantesco, logra un instante de concentración, se mete dentro de sí, es decir, mantiene a duras penas su atención fija en las ideas que brotan dentro de él, ideas que han suscitado las cosas y que se refieren al comportamiento de éstas, a lo que luego el filósofo va a llamar «el ser de las cosas». Se trata, por lo pronto, de una idea tosquísima sobre el mundo, pero que permite esbozar un primer plan de defensa, una conducta preconcebida. Mas ni las cosas en torno le permiten vacar mucho tiempo a esa concentración ni aunque ellas lo consintieran sería capaz este hombre primigenio de prolongar más de unos segundos o minutos esa torsión atencional, esa fijación en los impalpables fantasmas que son las ideas. Esa atención hacia adentro, que es el ensimismamiento, es el hecho más antinatural, más ultrabiológico. El hombre ha tardado miles y miles de años en educar un poco –nada más que un poco– su capacidad de concentración. Lo que le es natural es dispersarse, distraerse hacia afuera, como el mono en la selva y en la jaula del Zoo.

El padre Schebesta, explorador y misionero, que ha sido el primer etnógrafo especializado en el estudio de los pigmeos, probablemente la variedad de hombres –como ustedes saben– más antigua que se conoce y a la que ha ido a buscar en las selvas tropicales más recónditas, el padre Schebesta, que ignora por completo la doctrina ahora expuesta por mí y se limita a describir lo que ve, dice en su última obra de 1932, sobre los enanos del Congo1:

«Les falta por completo el poder de concentrarse. Están siempre absorbidos por las impresiones exteriores, cuya continua mutación les impide recogerse en sí mismos, lo que es condición inexcusable para todo aprendizaje. Sentarlos en el banco de una escuela sería para estos hombrecillos un tormento insoportable. De modo que la labor del misionero y del maestro se hace sumamente difícil».

Pero, aun instantáneo y tosco, ese primitivo ensimismamiento va a separar radicalmente la vida humana de la vida animal. Porque ahora el hombre, este hombre primigenio, va a sumergirse de nuevo entre las cosas del mundo, resistiéndolas, sin entregarse del todo a ellas. Lleva un plan contra ellas, un proyecto de trato con ellas, de manipulación de sus formas que produce una mínima transformación de su derredor, la suficiente para que le opriman un poco menos y, en consecuencia, le permitan más frecuentes y holgados ensimismamientos... y así sucesivamente.

Son, pues, tres momentos diferentes, que cíclicamente se repiten a lo largo de la historia humana en formas cada vez más complejas y densas: 1.º, el hombre se siente perdido, náufrago en las cosas; es la alteración; 2.º, el hombre, con un enérgico esfuerzo, se retira a su intimidad, para formarse ideas sobre las cosas y su posible dominación; es el ensimismamiento,la vita contemplativa,que decían los romanos, el theoretikós bíos, de los griegos, la theoría; 3.º, el hombre vuelve a sumergirse en el mundo, para actuar en él conforme a un plan preconcebido; es la acción, la vita activa,la praxis.

Según esto, no puede hablarse de acción sino en la medida en que va a estar regida por una previa contemplación; y viceversa,el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción futura.

El destino del hombre es, pues, primariamente acción. No vivimos para pensar, sino al revés: pensamos para lograr pervivir. Éste es un punto capital en que, a mi juicio, urge oponerse radicalmente a toda la tradición filosófica y resolverse a negar que el pensamiento,en cualquier sentido suficiente del vocablo, haya sido dado al hombre de una vez para siempre, de suerte que lo encuentra, sin más, a su disposición, como una facultad o potencia perfecta, pronta a ser usada y puesta en ejercicio, como fue dado al pájaro el vuelo y al pez la natación.

Si esta pertinaz doctrina fuese válida, resultaría que, como el pez puede –desde luego– nadar, pudo el hombre –desde luego y sin más– pensar. Noción tal, nos ciega deplorablemente para percibir el dramatismo peculiar, el dramatismo único, que constituye la condición misma del hombre. Porque si por un momento, para entendernos en este instante, admitimos la idea tradicional de que sea el pensamiento la característica del hombre –recuerden el hombre, animal racional–, de suerte que ser hombre equivaliese –como nuestro genial padre Descartes pretendía– a ser cosa pensante,tendríamos que el hombre, al estar dotado de una vez para siempre de pensamiento,al poseerlo con la seguridad que se posee una cualidad constitutiva e inalienable, estaría seguro de ser hombre como el pez está seguro –en efecto– de ser pez. Ahora bien: éste es un error formidable y fatal. El hombre no está nunca seguro de que va a poder ejercitar el pensamiento, se entiende, de una manera adecuada; y sólo si es adecuada, es pensamiento. O dicho en giro más vulgar: el hombre no está nunca seguro de que va a estar en lo cierto, de que va a acertar. Lo cual significa nada menos que esta cosa tremenda: que, a diferencia de todas las demás entidades del universo, el hombre no está, no puede nunca estar seguro de que es, en efecto, hombre, como el tigre está seguro de ser tigre y el pez de ser pez.

Lejos de haber sido regalado al hombre el pensamiento, la verdad es –una verdad que yo ahora no puedo razonar suficientemente, sino sólo enunciarla–, la verdad es que se lo ha ido haciendo, fabricando poco a poco, merced a una disciplina, a un cultivo o cultura, a un esfuerzo milenario de muchos milenios, sin haber aún logrado –ni mucho menos– terminar esa elaboración. No sólo no fue dado el pensamiento, desde luego, al hombre, sino que, aun a estas alturas de la historia, sólo ha logrado forjarse una débil porción y una tosca forma de lo que, en el sentido ingenuo y normal del vocablo, solemos entender por tal. Y aun esa porción ya lograda, a fuer de cualidad adquirida y no constitutiva, está siempre en riesgo de perderse y en grandes dosis se ha perdido, muchas veces de hecho, en el pasado y hoy estamos a punto de perderla otra vez. Hasta ese grado, a diferencia de los demás seres del universo, el hombre no es nunca seguramente hombre,sino que ser hombre significa, precisamente, estar siempre a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa aventura o, como yo suelo decir: ser, por esencia, drama. Porque sólo hay drama cuando no se sabe lo que va a pasar, sino que cada instante es puro peligro y trémulo riesgo. Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. No sólo es problemático y contingente que le pase esto o lo otro, como a los demás animales, sino que al hombre le pasa a veces nada menos que no ser hombre. Y esto es verdad, no sólo en abstracto y en género, sino que vale referido a nuestra individualidad. Cada uno de nosotros está siempre en peligro de no ser el sí mismo,único e intransferible, que es. La mayor parte de los hombres traiciona de continuo a ese sí mismo que está esperando ser y, para decir toda la verdad, es nuestra individualidad personal un personaje que no se realiza nunca del todo, una utopía incitante, una leyenda secreta que cada cual guarda en lo más hondo de su pecho. Se comprende muy bien que Píndaro resumiese su heroica ética en el conocido imperativo: Γένοι᾽, οἶος, ἔσσι, «llega a ser el que eres».

La condición del hombre es, pues, incertidumbre sustancial. Por eso está tan bien aquel mote, grácilmente amanerado, de un señor borgoñón del siglo XV. «Rien ne m’est sûr que la chose incertaine». «Sólo me es seguro lo inseguro e incierto».

No hay adquisición humana que sea firme. Aun lo que nos parezca más logrado y consolidado, puede desaparecer en pocas generaciones. Eso que llamamos «civilización» –todas esas comodidades físicas y morales, todos esos descansos, todos esos cobijos, todas esas virtudes y disciplinas habitualizadas ya, con que solemos contar y que, en efecto, constituyen un repertorio o sistema de seguridades que el hombre se fabricó como una balsa, en el naufragio inicial que es siempre vivir–, todas esas seguridades son seguridades inseguras que en un dos por tres, al menor descuido, escapan de entre las manos de los hombres y se desvanecen como fantasmas. La historia nos cuenta de innumerables retrocesos, de decadencias y degeneraciones. Pero no está dicho que no sean posibles retrocesos mucho más radicales que todos los conocidos, incluso el más radical de todos: la total volatilización del hombre como hombre, y su taciturno reingreso en la escala animal, en la plena y definitiva alteración. La suerte de la cultura, el destino del hombre, depende de que en el fondo de nuestro ser mantengamos siempre vivaz esta dramática conciencia y, como un contrapunto murmurante en nuestras entrañas, sintamos bien que sólo nos es segura la inseguridad.

No escasa porción de las angustias que retuercen hoy las almas de Occidente proviene de que durante la pasada centuria –y acaso por vez primera en la historia–, el hombre llegó a creerse seguro. ¡Porque, la verdad es que, seguro, seguro, solo ha conseguido sentirse y creerse el farmacéutico monsieur Homais, producto neto del progresismo! La idea progresista consiste en afirmar, no sólo que la humanidad –un ente abstracto, irresponsable, inexistente, que por entonces se inventó–, que la humanidad progresa, lo cual es cierto, sino que, además, progresa necesariamente. Idea tal cloroformizó al europeo y al americano para esa sensación radical de riesgo que es sustancia del hombre. Porque si la humanidad progresa inevitablemente, quiere decirse que podemos abandonar todo alerta, despreocuparnos, irresponsabilizarnos o, como decimos en España, tumbarnos a la bartola, y dejar que ella, la humanidad, nos lleve inevitablemente a la perfección y a la delicia. La historia humana queda, así, deshuesada de todo dramatismo y reducida a un tranquilo viaje turístico, organizado por cualquiera agencia «Cook» de rango trascendente. Marchando así, segura, hacia su plenitud, la civilización en que vamos embarcados sería como la nave de los feacios de que habla Homero, la cual, sin piloto, navegaba derecho al puerto. Esta seguridad es lo que estamos pagando ahora. He aquí, señores, una de las razones por las cuales dije a ustedes que no soy progresista. He aquí por qué prefiero renovar en mí, con frecuencia, la emoción que me causaron en la mocedad aquellas palabras de Hegel, al comienzo de su Filosofía de la historia:«Cuando contemplamos el pasado, esto es, la historia –dice–, lo primero que vemos es sólo... ruinas».

Aprovechemos, de paso, esta coyuntura para desde esta visión percibir lo que hay de frivolidad, y hasta de notable cursilería, en el imperativo famoso de Nietzsche: Vivid en peligro. Que, por lo demás, no es tampoco de Nietzsche, sino la exasperación de un viejo mote del Renacimiento italiano, el famoso lema del Aretino: Vivere risolutamente. Porque, no dice: Vivid alerta,lo cual estaría bien; sino: Vivid en peligro. Y esto revela que Nietzsche, a pesar de su genialidad, ignoraba que la sustancia misma de nuestra vida es peligro y que, por tanto, resulta un poco afectado, y superfetatorio, proponernos como algo nuevo, añadido y original que lo busquemos y lo coleccionemos. Idea, por lo demás, típica de la época que se llamó fin du siècle, época que quedará en la historia –culminó hacia el 1900– como aquélla en que el hombre se ha sentido más seguro, y, a la par, como la época –con sus plastrones y levitas, sus mujeres fatales, su pretensión de perversidad y su culto barresiano del Yo–, como la época cursi por excelencia. En toda época hay siempre ciertas ideas que yo llamaría ideas fishing,ideas que se enuncian y proclaman precisamente porque se sabe que no tendrán lugar; que no se las piensa sino a modo de juego y folie –como hace años gustaban tanto en Inglaterra los cuentos de lobos, porque Inglaterra es un país donde en 1668 se cazó el último lobo; y carece, por tanto, de la experiencia auténtica del lobo. En una época que no tiene experiencia fuerte de la inseguridad –como aquélla– se jugaba a la vida peligrosa.

Vaya esto dicho a cuenta de que el pensamiento no es un don del hombre, sino adquisición laboriosa, precaria y volátil.

Pensando así, comprenderán ustedes que me parezca un tanto ridícula la definición que Linneo y el siglo XVIII daban del hombre, como homo sapiens. Porque si entendemos esta expresión de buena fe, sólo puede significarnos que el hombre, en efecto, sabe; es decir, que sabe todo lo que necesita saber. Ahora bien; nada más lejos de la realidad. Jamás el hombre ha sabido lo que necesitaba saber. Pues si entendemos homo sapiens en el sentido de que el hombre sabe algunas cosas, muy pocas, pero ignora el resto, como ese resto es enorme, parecería más oportuno definirlo como homo insciens, insipiens,como hombre ignorante. Y de cierto, si no fuésemos ahora tan a la carrera, podíamos ver la cordura con que Platón define al hombre precisamente por su ignorancia. Ésta es, en efecto, privilegio del hombre. Ni Dios ni la bestia ignoran –aquél, porque posee todo el saber, y ésta porque no lo ha menester.

Conste, pues, que el hombre no ejercita su pensamiento porque se lo encuentra como un regalo, sino porque no teniendo más remedio que vivir sumergido en el mundo y bracear entre las cosas, se ve obligado a organizar sus actividades psíquicas, no muy diferentes de las del antropoide, en forma de pensamiento –que es lo que no hace el animal.

El hombre, por tanto, más que por lo que es, por lo que tiene, escapa de la escala zoológica por lo que hace, por su conducta. De aquí que tenga que estar siempre vigilándose a sí mismo.

Esto es algo de lo que yo quería insinuar en la frase –que no parece sino una frase– según la cual no vivimos para pensar,sino que pensamos para lograr subsistir o pervivir. Y vean ustedes cómo eso de atribuir al hombre el pensamiento como una cualidad ingénita –que, al pronto, parece un homenaje y hasta una adulación a su especie–, es, en rigor, una injusticia. Porque no hay tal don ni tal obsequio, sino que es una penosa fabricación y una conquista, como toda conquista –sea de una ciudad, sea de una mujer–, siempre inestable y huidiza.

Era necesaria esta advertencia sobre el pensamiento para ayudar a comprender mi enunciado anterior según el cual el hombre es primaria y fundamentalmente acción. Rindamos, de paso, homenaje al primer hombre que pensó con tal claridad esta verdad, el cual no fue Kant ni fue Fichte, sino Augusto Comte, el demente genial.

Vimos que acción no es cualquier andar a golpes con las cosas en torno, o con los otros hombres: eso es lo infrahumano, eso es alteración. La acción es actuar sobre el contorno de las cosas materiales o de los otros hombres conforme a un plan preconcebido en una previa contemplación o pensamiento. No hay, pues, acción auténtica si no hay pensamiento, y no hay auténtico pensamiento si éste no va debidamente referido a la acción y virilizado por su relación con ésta.

Pero esa relación –que es la efectiva– entre acción y contemplación ha sido desconocida pertinazmente. Cuando los griegos descubrieron que el hombre pensaba, que existía en el universo esa extraña realidad que es el pensamiento (hasta entonces los hombres no habían pensado o, como el bourgeois gentilhomme, lo habían hecho sin saberlo), sintieron tal entusiasmo por las gracias de las ideas, que atribuyeron a la inteligencia, al logos, el rango supremo en el orbe. En comparación con ello, todo lo demás les pareció cosa subalterna y menospreciable. Y como tendemos a proyectar en Dios cuanto nos parece óptimo, llegaron los griegos con Aristóteles a sostener que Dios no tenía otra ocupación que pensar. Y ni siquiera pensar en las cosas: esto se les antojaba un como envilecimiento de la operación intelectual. No; según Aristóteles, Dios no hace otra cosa que pensar en el pensar –lo cual es convertir a Dios en un intelectual, más precisamente, en un modesto profesor de filosofía. Pero, repito, que, para ellos, era esto lo más sublime que había en el mundo y que un ser puede hacer. Por eso creían que el destino del hombre no era otro que ejercitar su intelecto, que el hombre había venido al mundo para meditar o, en nuestra terminología, para ensimismarse.

Doctrina tal es lo que se ha llamado intelectualismo,la idolatría de la inteligencia, que aísla el pensamiento de su encaje, de su función en la economía general de la vida humana. ¡Como si el hombre pensase porque sí, y no porque, quiera o no, tiene que hacerlo para sostenerse entre las cosas! ¡Como si el pensamiento pudiese despertar y funcionar por sus propios resortes, como si empezase y acabase en sí mismo, y no –lo que es la verdad– engendrado por la acción y teniendo en ella sus raíces y su término! Innumerables cosas del más alto rango debemos a los griegos, pero también les debemos cadenas. El hombre de Occidente vive aún, en no escasa medida, esclavizado por preferencias que tuvieron los hombres de Grecia, las cuales, operando en el subsuelo de nuestra cultura, nos desvían desde hace ocho siglos de nuestra propia y auténtica vocación occidental. La más pesada de esas cadenas es el intelectualismo e importa mucho que en esta hora en que es preciso rectificar la ruta, iniciar nuevos caminos –en suma, acertar–, importa mucho deshacerse resueltamente de esa arcaica actitud que ha sido llevada al extremo en estas dos últimas centurias.

Bajo el nombre primero de raison, luego de ilustración, y, por fin, de cultura, se ejecutó la más radical tergiversación de los términos y la más indiscreta divinización de la inteligencia. En la mayor parte de casi todos los pensadores de la época, sobre todo en los alemanes, por ejemplo, en los que fueron mis maestros al comienzo del siglo, vino la cultura, el pensamiento, a ocupar el puesto vacante de un dios en fuga. Toda mi obra, desde sus primeros balbuceos, ha sido una lucha contra esta actitud, que hace muchos años llamé beatería de la cultura. BEATERÍA DE LA CULTURA, porque en ella se nos presentaba la cultura, el pensamiento, como algo que se justifica a sí mismo, es decir, que no necesitaba justificación, sino que es valioso por su propia esencia, cualesquiera sean su concreta ocupación y su contenido. La vida humana debía ponerse al servicio de la cultura porque sólo así se cargaba de sustancia estimable. Según lo cual, ella, la vida humana, nuestra pura existencia, sería por sí cosa baladí y sin aprecio.

Esta manera de poner al revés la relación efectiva entre vida y cultura, entre acción y contemplación, ocasionó que en los últimos cien años –por lo tanto, hasta hace muy poco– se suscitase una superproducción de ideas, de libros y obras de arte, una verdadera inflación cultural. Se ha caído en lo que, por broma –porque desconfío de los «ismos»–, podríamos llamar «capitalismo de la cultura», aspecto moderno del bizantinismo. Se ha producido por producir en vez de atender al consumo, a las ideas necesarias que el hombre de hoy necesita y puede absorber. Y, como en el capitalismo acontece, se saturó el mercado y ha sobrevenido la crisis. No se me dirá –al menos, en este local– que la mayor parte de los cambios grandes acontecidos en el último tiempo nos tomaron de sorpresa. Desde hace veinte años los anuncio y los denuncio. Para no referirme sino al tema estricto que ahora glosamos, véase mi ensayo titulado, formal y programáticamente, Reforma de la inteligencia,que se publicó hacia 1922 ó 1923, y que ha sido recogido en volumen2.

Pero lo más grave en esa aberración intelectualista que significa «la beatería de la cultura» no es eso, sino que consiste en presentar al hombre la cultura, el ensimismamiento, el pensamiento, como una gracia o joya que este debe añadir a su vida, por tanto, como algo que se halla por lo pronto fuera de ella y existiese un vivir sin cultura y pensar, como si fuese posible vivir sin ensimismarse. Con lo cual se colocaba a los hombres –como ante el escaparate de una joyería– en la opción de adquirir la cultura o prescindir de ella. Y, claro está, ante parejo dilema, a lo largo de estos años que estamos viviendo, los hombres no han vacilado, sino que han resuelto ensayar a fondo esto último e intentan rehuir todo ensimismamiento y entregarse a la plena alteración. Por eso, en Europa hay sólo alteraciones.

A la aberración intelectualista que aísla la contemplación de la acción, ha sucedido la aberración opuesta: la voluntarista,que se exonera de la contemplación y diviniza la acción pura. Ésta es la otra manera de interpretar erróneamente la tesis anterior, de que el hombre es primaria y fundamentalmente acción. Sin duda, toda idea es susceptible –aun la más verídica– de ser mal interpretada; sin duda, toda idea es peligrosa: esto es forzoso reconocerlo formalmente y de una vez para siempre, a salvo de agregar que esa periculosidad, que ese riesgo latente, no es exclusivo de las ideas, sino que va anejo a todo, absolutamente todo, lo que el hombre hace. Por eso he dicho que la sustancia del hombre no es otra cosa que peligro. Camina el hombre siempre entre precipicios y, quiera o no, su más auténtica obligación es guardar el equilibrio.

Como otras veces aconteció en el pasado conocido, vuelven ahora –y no me refiero a estas semanas, sino a estos años, casi a lo que va del siglo–, vuelven ahora los pueblos a sumergirse en la alteración. ¡Lo mismo que pasó en Roma! Comenzó Europa dejándose atropellar por el placer, como Roma por lo que Ferrero ha llamado la luxuria,el exceso, el lujo de las comodidades. Luego ha sobrevenido el atropellamiento por el dolor y por el espanto. Como en Roma, las luchas sociales y las guerras consiguientes llenaron las almas de estupor. Y el estupor, la forma máxima de alteración, el estupor, cuando persiste, se convierte en estupidez. Ha llamado la atención a algunos que, desde hace tiempo, con reiteración de Leitmotiv,en mis escritos me refiera al hecho no suficientemente conocido de que el mundo antiguo, ya en tiempos de Cicerón, comenzó a volverse estúpido. Se ha dicho que su maestro Posidonio fue el último hombre de aquella civilización capaz de ponerse delante de las cosas y pensar efectivamente en ellas. Se perdió –como amenaza perderse en Europa, si no se pone remedio– la capacidad de ensimismarse, de recogernos con serenidad en nuestro fondo insobornable. Se habla sólo de acción. Los demagogos, empresarios de la alteración, que ya han hecho morir a varias civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos hacinados en muchedumbres para que no puedan reconstruir su persona donde únicamente se reconstruye, que es en la soledad. Denigran el servicio a la verdad, y nos proponen en su lugar: mitos. Otro día veremos muy precisamente por qué. Y con todo ello, logran que los hombres se apasionen, y entre fervores y horrores se pongan fuera de sí. Y, claro está, como el hombre es el animal que ha logrado meterse dentro de sí,cuando el hombre se pone fuera de sí es que aspira a descender, y recae en la animalidad. Tal es la escena, siempre idéntica, de las épocas en que se diviniza la pura acción. El espacio se puebla de crímenes. Pierde valor, pierde precio la vida de los hombres, y se practican todas las formas de la violencia y del despojo. Sobre todo, del despojo. Por eso, siempre que se observe que asciende sobre el horizonte y llega al predominio la figura del puro hombre de acción, lo primero que uno debe hacer es abrocharse. Quien quiera aprender, de verdad, los efectos que el despojo causa en una gran civilización, puede verlo en el primer libro de alto bordo que sobre el Imperio romano se ha escrito –hasta ahora, no sabíamos lo que éste había sido. Me refiero al libro del gran ruso Rostovtzeff, profesor desde hace muchos años en Norteamérica, titulado Historia social y económica del Imperio romano,sobre cuya reciente traducción española –en la que tantos años he trabajado y que no había visto hasta llegar aquí, produciéndome ello una de las primeras y más vivas emociones que he recibido al volver a la Argentina–, sobre cuya reciente traducción española –repito– quisiera, en el primer rato libre de que disponga, escribir algo para algún periódico de Buenos Aires.

Dislocada en esta forma de su normal coyuntura con la contemplación, con el ensimismamiento, la pura acción permite y suscita sólo un encadenamiento de insensateces, que mejor deberíamos llamar desencadenamiento. Así vemos hoy que una actitud absurda justifica el advenimiento de otra actitud antagónica, pero tampoco razonable; por lo menos, suficientemente razonable y así sucesivamente. Pues las cosas de la política han llegado en Occidente al extremo que, de puro haber perdido todo el mundo la razón, resulta que acaban teniéndola todos. Sólo que, entonces, la razón que cada uno tiene no es la suya, sino la que el otro ha perdido.

Estando así las cosas, parece cuerdo que allí donde las circunstancias dejen un respiro, por débil que éste sea, intentemos romper ese círculo mágico de la alteración, que nos precipita de insensatez en insensatez; parece cuerdo que nos digamos –como, después de todo, nos decimos muchas veces en nuestra vida más vulgar siempre que nos atropella el contorno, que nos sentimos perdidos en un torbellino de problemas–, que nos digamos: ¡Calma! ¿Qué sentido lleva este imperativo? Sencillamente, el de invitarnos a suspender un momento la acción que amenaza con enajenarnos y con hacernos perder la cabeza; suspender un momento la acción, para recogernos dentro de nosotros mismos, pasar revista a nuestras ideas sobre la circunstancia y forjar un plan estratégico.

No juzgo, pues, que sea ninguna extravagancia, ninguna insolencia, si al llegar a un país que, como la Argentina –y no por casualidad–, goza aún de serenidad en su horizonte, pienso que la obra más fértil que pueda hacer para sí misma y para los demás humanos no es contribuir a la alteración del mundo; y, menos aún, alterarse ella más de lo debido, a cuenta de alteraciones ajenas –un vicio que, acaso, conviniera analizar–, sino aprovechar su afortunada situación para hacer lo que los otros no pueden ahora: ensimismarse un poco. Si ahora, allí donde es posible, no se crea un tesoro de nuevos proyectos humanos –esto es, de ideas–, poco podemos confiar en el futuro. La mitad de las tristes cosas que hoy pasan, pasan porque esos proyectos faltaron, como anuncié que pasarían, allá en 1922, en el prólogo de mi libro España invertebrada3.

Sin retirada estratégica a sí mismo, sin pensamiento alerta, la vida humana es imposible. ¡Recuerden todo lo que el hombre debe a ciertos grandes ensimismamientos! No es un azar que todos los grandes fundadores de religiones antepusieran a su apostolado famosos retiros. Budha se retira al monte; Mahoma se retira a su tienda, y aun, dentro de su tienda, se retira de ella envolviéndose la cabeza en su albornoz; por encima de todos, Jesús se aparta cuarenta días al desierto. ¿Qué no debemos a Newton? Pues cuando alguien, maravillado de que hubiese logrado reducir a un sistema tan exacto y simple los innumerables fenómenos de la física, le preguntaba cómo había logrado hacerlo, éste respondió ingenuamente: Nocte dieque incubando,«dándoles vuelta día y noche», palabras tras de las cuales entrevemos vastos y abismáticos ensimismamientos.

Hay hoy, señores, una gran cosa en el mundo que está moribunda, y es la verdad. Sin cierto margen de tranquilidad, la verdad sucumbe. En la Argentina hay ese margen de tranquilidad. He aquí cómo ahora rizamos el rizo iniciado con nuestras palabras del comienzo, para dar plenamente sentido a las cuales he dicho cuanto he dicho.

Todo conspira para que este país –o diptongando, para que este páis–, durante una etapa más o menos larga, tenga que vivir de sus propios jugos, forjarse sus disciplinas e inventarse sus modos de existir, cuyos rasgos concretos nadie de fuera puede venir a definirle, como veremos en la última lección. Tarea tal sólo puede hacerse desde un enérgico ensimismamiento. Sólo el que, en cierta medida, lleva la contraria a su tiempo puede estar satisfecho de sí mismo. Porque lo otro es declararse boya sin amarrar que flota a la deriva de las corrientes del tiempo.