La rebelión de las masas y otros ensayos - José Ortega y Gasset - E-Book

La rebelión de las masas y otros ensayos E-Book

Jose Ortega Y. Gasset

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Beschreibung

Traducido al inglés y al alemán nada más publicarse, este libro se convirtió en un best-seller y a su autor en una referencia internacional. El filósofo analiza la desmoralización de la sociedad europea producida por el imperio del hombre-masa, un tipo de hombre nacido del desarrollo científico-técnico y del liberalismo del siglo XIX pero arisco a su pasado y decidido a imponer su propia vulgaridad por medio de la acción directa, la cual llevó en política a los totalitarismos fascista y bolchevique. Frente a los mismos, el autor hace una nítida defensa de la democracia liberal y una clara apuesta por la constitución de unos Estados Unidos de Europa como proyecto de futuro. Ortega es uno de los padres intelectuales de la Unión Europea.

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Seitenzahl: 572

Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Ortega y Gasset

La rebelión de las masas y otros ensayos

Índice

Nota preliminar

LA REBELIÓN DE LAS MASAS

Prólogo para franceses

I

II

III

IV

V

Primera parte: La rebelión de las masas

I. El hecho de las aglomeraciones

II. La subida del nivel histórico

III. La altura de los tiempos

IV. El crecimiento de la vida

V. Un dato estadístico

VI. Comienza la disección del hombre-masa

VII. Vida noble y vida vulgar, o esfuerzo e inercia

VIII. Por qué las masas intervienen en todo y por qué sólo intervienen violentamente

IX. Primitivismo y técnica

X. Primitivismo e historia

XI. La época del «señorito satisfecho»

XII. La barbarie del «especialismo»

XIII. El mayor peligro, el Estado

Segunda parte: ¿Quién manda en el mundo?

XIV. ¿Quién manda en el mundo?

XV. Se desemboca en la verdadera cuestión

Epílogo para ingleses

Epílogo para ingleses

En cuanto al pacifismo...

[Addenda]

En cuanto al pacifismo... [Sobre la «eternal Spain»]

OTROS ENSAYOS

Dinámica del tiempo

Masas

Los escaparates mandan

Juventud

¿Masculino o femenino?

La rebelión de las masas.– VI. [Borrador]

La rebelión de las masas.– VIII. [Borrador]

[Addenda]

¿Quién manda en el mundo?– IV

César, los conservadores y el futuro

I

II

¿Qué pasa en el mundo.– Algunas observaciones sobre nuestro tiempo

I

II

[Sobre La rebelión de las masas]

Créditos

Nota preliminar

Este libro es el más publicado y traducido de José Ortega y Gasset. Apareció en agosto de 1930 pero ya en aquella fecha tenía tras de sí su pequeña intrahistoria, que agrandaría después con varios añadidos y revisiones hasta mediados de los años 40 en que Ortega fijó en sus Obras completas la que ofrecemos aquí como versión definitiva. El origen de este libro está en un artículo que el 7 de mayo de 1927 publicó en El Sol titulado «Dinámica del tiempo.– Masas». Era el primero de una serie de prensa que pensó publicar también como libro. Así lo anunció en varias ocasiones. Se conservan unas pruebas de imprenta aunque no llegó a ver la luz como tal. Ortega utilizó algunos párrafos e ideas de estos artículos en las conferencias sobre Meditación de nuestro tiempo. Introducción al presente que en 1928 pronunció en Buenos Aires. Partes de las lecciones cuarta y quinta pasaron a una nueva serie de prensa titulada «La rebelión de las masas», cuya publicación se inició en El Sol el 24 de octubre de 1929. El primer artículo, «La rebelión de las masas I. El hecho de las aglomeraciones», es una reelaboración del ya citado de 1927, que Ortega fecha erróneamente en una nota al pie como de 1926. Esta serie de catorce entregas se concluyó el 8 de febrero de 1930 y se convirtió después en la primera parte del libro. La segunda está formada sustancialmente por otra larga serie de diez artículos titulada «¿Quién manda en el mundo?», la cual se publicó en el diario madrileño entre 23 de febrero y el 10 de agosto de 1930. Pocos días después, el 26, se terminaba de imprimir la monografía. Ortega hizo constar la fecha de 1929 seguramente para remitir a la de publicación de la primera serie.

Algunos artículos de estas dos tandas se publicaron también en el diario argentino La Nación. En concreto, los dos primeros de la serie «La rebelión de las masas» salieron en Buenos Aires los días 11 y 8 de diciembre de 1929 y «Peligro en Europa» vio la luz el 20 de agosto de 1930. Éste incluye párrafos de la última entrega de «¿Quién manda en el mundo?» junto a otros originales que después pasaron al libro.

La primera edición no estaba dividida todavía en dos partes sino en quince capítulos. Las catorce entregas de la serie «La rebelión de las masas» se convirtieron en los trece primeros capítulos, al juntarse dos de ellos, el XI y el XII. El capítulo XIV incluía toda la serie «¿Quién manda en el mundo?», dividida en nueve apartados al agrupar en el séptimo las entregas VII y VIII. Además, en el mismo introdujo algunos párrafos de la primera entrega de la serie «César los conservadores y el futuro», publicada en El Sol el 22 de junio de 1930, y algunas líneas de la segunda entrega que apareció el 6 de julio. Se presentan aquí estos dos artículos por su vinculación con el proyecto inicial periodístico de La rebelión de las masas. Los recuperó por primera vez Paulino Garagorri en su edición de Las Atlántidas y Del Imperio Romano (Madrid, Revista de Occidente, 1976).

De la serie «¿Quien manda en el mundo?» aparecieron dos artículos numerados como «IV», uno el 30 de marzo de 1930, que no pasó al libro y que aquí se publica de forma independiente como ya hizo por primera vez en su edición crítica Domingo Hernández (Madrid, Tecnos, 2003), y otro el 20 de abril, que fue el que se incorporó a La rebelión de las masas.

Ortega enlazó las dos series con un párrafo introductorio de la segunda y añadió un breve capítulo XV que no había sido publicado previamente en la prensa.

El libro se convirtió pronto en un best-seller tanto en España como fuera, pues inmediatamente se tradujo al alemán, al inglés y a otras muchas lenguas. Su análisis de la sociedad de masas que entonces se empezaba a configurar y su apuesta por una unión política europea llamaron la atención en todo el mundo. En septiembre 1937 vio la luz la traducción francesa que incorporó un nuevo prólogo, el cual también pasó a la edición de la colección Austral de Espasa-Calpe Argentina este mismo año. Había sido publicado previamente en La Nación de Buenos Aires en varias entregas durante julio y agosto. En la segunda edición de esta colección, en 1938, el autor añadió un «Epílogo para ingleses», compuesto por unas páginas introductorias fechadas en abril de este año en París y un texto titulado «En cuanto al pacifismo...» que se fechaba en «París, y diciembre de 1937». Una versión abreviada se publicó en la revista The Nineteenth Century en julio de 1938. Cuando este texto pasó al libro, Ortega añadió al inicio unas páginas escritas como contestación al artículo «Eternal Spain. The Problem of Disunion», publicado en The Times Literary Supplement el 27 de noviembre de 1937, cuyo propósito era comentar varios libros y entre ellos España invertebrada. Enojado con el análisis que se hacía de una versión inglesa de esta obra y la relación que se establecía de un texto cuyo origen estaba en 1920 con la Guerra Civil, Ortega quiso responder pero su respuesta no llegó a publicarse, de ahí que lo incorpore a «En cuanto al pacifismo...». Años después, pasada la circunstancia concreta que le llevó a escribir estas páginas, las suprimió de sucesivas ediciones de La rebelión de las masas. Las publicamos aquí como addenda. Ya habían sido recuperadas por Paulino Garagorri como «Anejo» a la edición de Revista de Occidente en Alianza Editorial, 1979.

Cuando en España, tras la guerra, se volvió a publicar La rebelión de las masas no se incorporaron estos nuevos textos a la edición de Revista de Occidente de 1943, aunque sí el «Prólogo para franceses» a la tercera edición de Obras de José Ortega y Gasset de este mismo año. Hubo que esperar a la edición de 1945 de Revista de Occidente para que en España se imprimiese el «Epílogo para ingleses». Mientras, las ediciones argentinas sí incluían ambos textos. Ortega hizo una revisión de su libro cuando preparó la primera edición del tomo IV de sus Obras completas en 1947. Eliminó entonces las páginas iniciales ya mencionadas de «En cuanto al pacifismo...» y dividió los quince capítulos del libro en dos partes, «La rebelión de las masas» y «¿Quién manda en el mundo?». También recuperó algunos párrafos que habían desparecido en la revisión de 1937 y en las ediciones de 1943 y 1945, al tiempo que añadía algunas líneas y algunas notas al pie. La edición mantuvo su estructura en las dos posteriores de Obras completas que el filósofo publicó antes de su muerte en 1955, aunque curiosamente circularon tanto en América como en España otras singulares que ofrecían algunas variantes en relación a los textos del «Epílogo para ingleses».

Publicamos en la sección «Otros ensayos», además de los artículos ya citados, la serie completa «Dinámica del tiempo», que, como queda dicho, fue el origen de La rebelión de las masas. También ofrecemos dos borradores de las entregas VI y VIII de «La rebelión de las masas», en este último caso junto con una addenda que es a su vez otra versión desechada. La primera que aquí se presenta de la entrega VIII fue publicada por Paulino Garagorri en la edición citada de 1979 con el título «[El siglo XVIII]», el cual responde a su contenido pero aquí se recupera el original añadiendo «[Borrador]». La numerada VI así como la addenda citada eran inéditas hasta su inclusión en el tomo VIII de la nueva edición de sus Obras completas (Madrid, Taurus / Fundación José Ortega y Gasset, 2008).

Ortega se planteó publicar una tercera parte de La rebelión de las masas según le cuenta en carta del 25 de mayo de 1933 a su traductora alemana Helene Weyl (Correspondencia, ed. de Gesine Märtens, Madrid, Biblioteca Nueva / Fundación José Ortega y Gasset, 2008, p. 154). Tenía pensado tomar como base el manuscrito de dos conferencias que pronunció los días 31 mayo y 2 de junio de 1933 con el título «¿Qué pasa en el mundo?.– Algunas observaciones sobre nuestro tiempo». Las mismas se encuadraron en el programa de actos culturales para conseguir fondos que financiasen el «Crucero universitario del Mediterráneo» que realizaron ese mismo verano un grupo de alumnos y profesores. Publicamos aquí estas dos conferencias, que eran inéditas hasta fecha muy reciente. La primera se publicó en El Madrid de Ortega (ed. de José Lasaga, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2006) y la segunda en el tomo IX de la nueva edición de las Obras completas (2009). En la primera, Ortega cita unos párrafos del epígrafe «La influencia negativa» de su obra La deshumanización del artee Ideas sobre la novela. Los encontrará el lector entrecomillados.

Se publica también por su relación con La rebelión de las masas la conferencia que el filósofo pronunció el 25 de junio de 1951 en Canning House, invitado por el Hispanic and Luso-Brazilian Council. La dio a conocer Paulino Garagorri póstumamente con el título «[Sobre La rebelión de las masas]» en la edición citada de 1979.

Es necesario precisar algunas fechas que Ortega da de su propia obra. En una nota al pie del capítulo IV de la primera parte de La rebelión de las masas, cita Meditaciones del Quijote como publicada en 1916 y «El origen deportivo del Estado» como de 1926, cuando aparecieron en 1914 y 1925, respectivamente. En varias ocasiones, fecha la primera edición de España invertebrada en 1921, que es la que se hizo constar, aunque se publicó en 1922 y su origen estaba en unos artículos que aparecieron entre diciembre de 1920 y abril de 1922.

Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset – Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».

Se ofrece al lector el texto según la última versión que el autor publicó. En el caso de la obra editada de forma póstuma, se sigue el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor –como por ejemplo su reconocible «rigoroso» frente al más común «riguroso»–, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum, leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.

En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus –generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.

En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Isabel Ferreiro Lavedán y Javier Zamora Bonilla, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, Enrique Cabrero Blasco, José Ramón Carriazo Ruiz, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Patricia Giménez Eguíbar, Felipe González Alcázar, Alejandro de Haro Honrubia, Azucena López Cobo, Juan Padilla Moreno y Mariana Urquijo.

La rebelión de las masas

Prólogo para franceses

I

Este libro –suponiendo que sea un libro– data... Comenzó a publicarse en un diario madrileño en 1927 y el asunto de que trata es demasiado humano para que no le afecte demasiado el tiempo. Hay, sobre todo, épocas en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en velocidades vertiginosas. Nuestra época es de esta clase porque es de descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan dejado atrás el libro. Mucho de lo que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado. Además, como este libro ha circulado mucho durante estos años fuera de Francia, no pocas de sus fórmulas han llegado ya al lector francés por vías anónimas y son puro lugar común. Hubiera sido, pues, excelente ocasión para practicar la obra de caridad más propia de nuestro tiempo: no publicar libros superfluos. Yo he hecho todo lo posible en este sentido –va para cinco años que la casa Stock me propuso su versión–; pero se me ha hecho ver que el organismo de ideas enunciadas en estas páginas no consta al lector francés y que, acertado o erróneo, fuera útil someterlo a su meditación y a su crítica.

No estoy muy convencido de ello, pero no es cosa de formalizarse. Me importa, sin embargo, que no entre en su lectura con ilusiones injustificadas. Conste, pues, que se trata simplemente de una serie de artículos publicados en un diario madrileño de gran circulación. Como casi todo lo que he escrito, fueron escritas estas páginas para unos cuantos españoles que el destino me había puesto delante. ¿No es sobremanera improbable que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir a los franceses lo que ellas pretenden enunciar? Mal puedo esperar mejor fortuna cuando estoy persuadido de que hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele creerse, por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace. Definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es irónica, implica tácitas reservas y cuando no se la interpreta así produce funestos resultados. Así ésta. Lo de menos es que el lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincero. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad.

No: lo más peligroso de aquella definición es la añadidura optimista con que solemos escucharla. Porque ella misma no nos asegura que mediante el lenguaje podamos manifestar, con suficiente adecuación, todos nuestros pensamientos. No se compromete a tanto, pero tampoco nos hace ver francamente la verdad estricta: que siendo al hombre imposible entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se extenúa en esfuerzos para llegar al prójimo. De estos esfuerzos es el lenguaje quien consigue a veces declarar con mayor aproximación algunas de las cosas que nos pasan dentro. Nada más. Pero, de ordinario, no usamos estas reservas. Al contrario, cuando el hombre se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos.

Se olvida demasiado que todo auténtico decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. En todo decir hay un emisor y un receptor, los cuales no son indiferentes al significado de las palabras. Éste varía cuando aquéllos varían. Duo si idem dicunt non est idem. Todo vocablo es ocasional1. El lenguaje es por esencia diálogo y todas las otras formas del hablar depotencian su eficacia. Por eso yo creo que un libro sólo es bueno en la medida en que nos trae un diálogo latente, en que sentimos que el autor sabe imaginar concretamente a su lector y éste percibe como si de entre las líneas saliese una mano ectoplásmica que palpa su persona, que quiere acariciarla –o bien, muy cortésmente, darle un puñetazo.

Se ha abusado de la palabra y por eso ha caído en desprestigio. Como en tantas otras cosas, ha consistido aquí el abuso en el uso sin preocupaciones, sin conciencia de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos se ha creído que hablar era hablar urbi et orbi, es decir, a todo el mundo y a nadie. Yo detesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quién hablo.

Cuentan, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho, que cuando se celebró el jubileo de Víctor Hugo fue organizada una gran fiesta en el palacio del Elíseo, a que concurrieron, aportando su homenaje, representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran sala de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el reborde de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban adelantando ante el público y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de estentor, los iba anunciando:

«Monsieur le Représentant de l’Angleterre!» Y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía: «L’Angleterre! Ah, Shakespeare!»El ujier prosiguió: «Monsieur le Représentant de l’Espagne!»Y Víctor Hugo: «L’Espagne! Ah, Cervantes!»El ujier:«Monsieur le Représentant de l’Allemagne!» Y Víctor Hugo: «L’Allemagne! Ah, Goethe!»

Pero entonces llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó: «Monsieur le Représentant de la Mésopotamie!»

Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al homenaje del rotundo representante diciendo: «La Mésopotamie! Ah, l’Humanité!»

He referido esto a fin de declarar, sin la solemnidad de Víctor Hugo, que yo no he escrito ni hablado nunca para la Mesopotamia, y que no me he dirigido jamás a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la humanidad, que es la forma más sublime, y, por lo tanto, más despreciable de la demagogia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites y que siendo, por su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración.

II

Esta tesis, que sustenta la exigüidad del radio de acción eficazmente concedido a la palabra, podía parecer invalidada por el hecho mismo de que este volumen haya encontrado lectores en casi todas las lenguas de Europa. Yo creo, sin embargo, que este hecho es más bien síntoma de otra cosa, de otra grave cosa: de la pavorosa homogeneidad de situaciones en que va cayendo todo el Occidente. Desde la aparición de este libro, por la mecánica que en él mismo se describe, esa identidad ha crecido en forma angustiosa. Digo angustiosa porque, en efecto, lo que en cada país es sentido como circunstancia dolorosa, multiplica hasta el infinito su efecto deprimente cuando el que lo sufre advierte que apenas hay lugar en el continente donde no acontezca estrictamente lo mismo. Podía antes ventilarse la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan sobre otro. Pero ahora no sirve de nada este expediente, porque en el otro país es la atmósfera tan irrespirable como en el propio. De aquí la sensación opresora de asfixia. Job, que era un terrible pince-sans-rire, pregunta a sus amigos, los viajeros y mercaderes que han andado por el mundo: Unde sapientia venit et quis est locus intelligentiae? «¿Sabéis de algún lugar del mundo donde la inteligencia exista?»

Conviene, sin embargo, que en esta progresiva asimilación de las circunstancias distingamos dos dimensiones diferentes y de valor contrapuesto.

Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo se ha caracterizado siempre por una forma dual de vida. Pues ha acontecido que, conforme cada uno iba formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos. Más aún. Este destino que les hacía, a la par, progresivamente homogéneos y progresivamente diversos ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en ellos la homogeneidad no fue ajena a la diversidad. Al contrario: cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana engendra las iglesias nacionales; el recuerdo del Imperium romano inspira las diversas formas del Estado; la «restauración de las letras» en el siglo XV dispara las literaturas divergentes; la ciencia y el principio unitario del hombre como «razón pura» crea los distintos estilos intelectuales que modelan diferencialmente hasta las extremas abstracciones de la obra matemática. En fin, y para colmo: hasta la extravagante idea del siglo XVIII, según la cual todos los pueblos han de tener una constitución idéntica, produce el efecto de despertar románticamente la conciencia diferencial de las nacionalidades, que viene a ser como incitar a cada uno hacia su particular vocación.

Y es que para estos pueblos llamados europeos, vivir ha sido siempre –claramente desde el siglo XI, desde Otón III– moverse y actuar en un espacio o ámbito común. Es decir, que para cada uno vivir era convivir con los demás. Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o combativo. Las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, como las de los mozos dentro de una aldea o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, todos van a lo mismo. Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán».

Lo de menos es que a ese espacio histórico común donde todas las gentes de Occidente se sentían como en su casa, corresponda un espacio físico que la geografía denomina Europa. El espacio histórico a que aludo se mide por el radio de efectiva y prolongada convivencia –es un espacio social. Ahora bien, convivencia y sociedad son términos equipolentes. Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple hecho de la convivencia. De suyo e ineluctablemente segrega ésta costumbres, usos, lengua, derecho, poder público. Uno de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es, aproximadamente, lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por acuerdo de las voluntades. Al revés, todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes. Porque el derecho, la realidad «derecho» –no las ideas sobre él del filósofo, jurista o demagogo– es, si se me tolera la expresión barroca, secreción espontánea de la sociedad y no puede ser otra cosa. Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que previamente no viven en efectiva sociedad, me parece –y perdóneseme la insolencia– tener una idea bastante confusa y ridícula de lo que el derecho es.

No debe extrañar, por otra parte, la preponderancia de esa opinión confusa y ridícula sobre el derecho, porque una de las máximas desdichas del tiempo es que, al topar las gentes de Occidente con los terribles conflictos públicos del presente, se han encontrado pertrechadas con un utillaje arcaico y torpísimo de nociones sobre lo que es sociedad, colectividad, individuo, usos, ley, justicia, revolución, etcétera. Buena parte del azoramiento actual proviene de la incongruencia entre la perfección de nuestras ideas sobre los fenómenos físicos y el retraso escandaloso de las «ciencias morales». El ministro, el profesor, el físico ilustre y el novelista, suelen tener de esas cosas conceptos dignos de un barbero suburbano. ¿No es perfectamente natural que sea el barbero suburbano quien dé la tonalidad al tiempo?2.

Pero volvamos a nuestra ruta. Quería insinuar que los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo una sociedad, una colectividad, en el mismo sentido que tienen estas palabras aplicadas a cada una de las naciones que integran aquélla. Esa sociedad manifiesta todos los atributos de tal: hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública europea, derecho europeo, poder público europeo. Pero todos estos fenómenos sociales se dan en la forma adecuada al estado de evolución en que se encuentra la sociedad europea, que no es, claro está, tan avanzado como el de sus miembros componentes, las naciones.

Por ejemplo, la forma de presión social que es el poder público funciona en toda sociedad, incluso en aquellas primitivas donde no existe aún un órgano especial encargado de manejarlo. Si a este órgano diferenciado a quien se encomienda el ejercicio del poder público se le quiere llamar Estado, dígase que en ciertas sociedades no hay Estado, pero no se diga que no hay en ellas poder público. Donde hay opinión pública, ¿cómo podrá faltar un poder público si éste no es más que la violencia colectiva disparada por aquella opinión? Ahora bien, que desde hace siglos y con intensidad creciente existe una opinión pública europea –y hasta una técnica para influir en ella– es cosa incómoda de negar.

Por esto, recomiendo al lector que ahorre la malignidad de una sonrisa al encontrar que en los últimos capítulos de este volumen se hace con cierto denuedo, frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la afirmación de una posible, de una probable unidad estatal de Europa. No niego que los Estados Unidos de Europa son una de las fantasías más módicas que existen y no me hago solidario de lo que otros han pensado bajo estos signos verbales. Mas por otra parte es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad tan madura como la que ya forman los pueblos europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el cual formalice el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, debilidad ante las solicitaciones de la fantasía ni propensión a un «idealismo» que detesto y contra el cual he combatido toda mi vida, lo que me lleva a pensar así.

Ha sido el realismo histórico quien me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho de muy vieja cotidianeidad. Ahora bien, una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente. La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico.

La figura de ese Estado supernacional será, claro está, muy distinta de las usadas como, según en esos mismos capítulos se intenta mostrar, ha sido muy distinto el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron los antiguos. Yo he procurado en estas páginas poner en franquía las mentes para que sepan ser fieles a la sutil concepción del Estado y sociedad que la tradición europea nos propone.

Al pensamiento greco-romano no le fue nunca fácil concebir la realidad como dinamismo. No podía desprenderse de lo visible o sus sucedáneos, como un niño no entiende bien de un libro más que las ilustraciones. Todos los esfuerzos de sus filósofos autóctonos para trascender esa limitación fueron vanos. En todos sus ensayos para comprender actúa, más o menos, como paradigma, el objeto corporal, que es, para ellos, la «cosa» por excelencia. Sólo aciertan a ver una sociedad, un Estado donde la unidad tenga el carácter de contigüidad visual; por ejemplo, una ciudad. La vocación mental del europeo es opuesta. Toda cosa visible le parece, en cuanto tal, simple máscara aparente de una fuerza latente que la está constantemente produciendo y que es su verdadera realidad. Allí donde la fuerza, la dynamis, actúa unitariamente, hay real unidad, aunque a la vista nos aparezcan como manifestación de ella sólo cosas dispersas.

Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas consista exclusivamente en su poder público interior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos –y con conciencia de ello desde hace cuatro– viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el «equilibrio europeo» o balance of Power.

Ése es el auténtico gobierno de Europa que regula en su vuelo por la historia al enjambre de pueblos, solícitos y pugnaces como abejas, escapados a las ruinas del mundo antiguo. La unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro: la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes.

Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. Ya en el siglo XVIII el historiador Robertson llamó al equilibrio europeo the great secret of modern politics.

¡Secreto grande y paradojal, sin duda! Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo.

Este carácter unitario de la magnífica pluralidad europea es lo que yo llamaría la buena homogeneidad, la que es fecunda y deseable, la que hacía ya decir a Montesquieu: L’Europe n’est qu’une nation composée de plusieurs3y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la grande famille continentale, dont tous les efforts tendent à je ne sais quel mystère de civilisation4.

III

Esta muchedumbre de modos europeos, que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella manteniéndola, es el tesoro mayor del Occidente. Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento de la unidad y viceversa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo las perpetuas tiranías de Oriente.

Triunfa hoy sobre toda el área continental una forma de homogeneidad que amenaza consumir por completo aquel tesoro. Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este volumen se ocupa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando la vida en todo el continente. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga –sine nobilitate–, snob5.

Este universal snobismo, que tan claramente aparece, por ejemplo, en el obrero actual, ha cegado las almas para comprender que, si bien toda estructura dada de la vida continental tiene que ser trascendida, ha de hacerse esto sin pérdida grave de su interior pluralidad. Como el snob está vacío de destino propio, como no siente que existe sobre el planeta para hacer algo determinado e incanjeable, es incapaz de entender que hay misiones particulares y especiales mensajes. Por esta razón es hostil al liberalismo, con una hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el que auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien sabe que no tiene auténtico quehacer.

Con extraña facilidad todo el mundo se ha puesto de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¡cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero sí pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y clara de lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo. Hay además en él una intuición de lo que Europa ha sido, altamente perspicaz.

Cuando Guizot, por ejemplo, contrapone la civilización europea a las demás haciendo notar que en ella no ha triunfado nunca en forma absoluta ningún principio, ninguna idea, ningún grupo o clase, y que a esto se debe su crecimiento permanente y su carácter progresivo, no podemos menos de poner el oído atento6. Este hombre sabe lo que dice. La expresión es insuficiente porque es negativa, pero sus palabras nos llegan cargadas de visiones inmediatas. Como del buzo emergente trascienden olores abisales, vemos que este hombre llega efectivamente del profundo pasado de Europa donde ha sabido sumergirse. Es, en efecto, increíble que en los primeros años del siglo XIX, tiempo retórico y de gran confusión, se haya compuesto un libro como la Histoire de la Civilisation en Europe. Todavía el hombre de hoy puede aprender allí cómo la libertad y el pluralismo son dos cosas recíprocas y cómo ambas constituyen la permanente entraña de Europa.

Pero Guizot ha tenido siempre mala prensa, como, en general, los doctrinarios. A mí no me sorprende. Cuando veo que hacia un hombre o grupo se dirige fácil e insistente el aplauso, surge en mí la vehemente sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes excelentes, hay algo sobremanera impuro. Acaso es esto un error que padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido dentro de mí decantando la experiencia. De todas suertes, quiero tener el valor de afirmar que este grupo de los doctrinarios, de quienes todo el mundo se ha reído y ha hecho mofas escurriles es, a mi juicio, lo más valioso que ha habido en la política del continente durante el siglo XIX. Fueron los únicos que vieron claramente lo que había que hacer en Europa después de la Gran Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto digno y distante, en medio de la chabacanería y la frivolidad crecientes de aquel siglo. Rotas y sin vigencia casi todas las normas con que la sociedad presta una continencia al individuo, no podía éste constituirse una dignidad si no la extraía del fondo de sí mismo. Mal puede hacerse esto sin alguna exageración, aunque sea sólo para defenderse del abandono orgiástico en que vivía su contorno. Guizot supo ser, como Buster Keaton, el hombre que no ríe7. No se abandona jamás. Se condensan en él varias generaciones de protestantes nimeses que habían vivido en perpetuo alerta, sin poder flotar a la deriva en el ambiente social, sin poder abandonarse. Había llegado en ellos a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente. En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no «se dejan llevar». Los doctrinarios son un caso excepcional de responsabilidad intelectual; es decir, de lo que más ha faltado a los intelectuales europeos desde 1750, defecto que es, a su vez, una de las causas profundas del presente desconcierto.

Pero yo no sé si aun dirigiéndome a lectores franceses puedo aludir al doctrinarismo como a una magnitud conocida. Pues se da el caso escandaloso de que no existe un sólo libro donde se haya intentado precisar lo que aquel grupo de hombres pensaba8, como, aunque parezca increíble, no hay tampoco un libro medianamente formal sobre Guizot ni sobre Royer-Collard9. Verdad es que ni uno ni otro publicaron nunca un soneto. Pero, en fin, pensaron, pensaron hondamente, originalmente, sobre los problemas más graves de la vida pública europea y construyeron el doctrinal político más estimable de toda la centuria. Ni será posible reconstruir la historia de ésta si no se cobra intimidad con el modo en que se presentaron las grandes cuestiones ante estos hombres10. Su estilo intelectual no es sólo diferente en especie, sino como de otro género y de otra esencia que todos los demás triunfantes en Europa antes y después de ellos. Por eso no se les ha entendido, a pesar de su clásica claridad. Y, sin embargo, es muy posible que el porvenir pertenezca a tendencias de intelecto muy parecidas a las suyas. Por lo menos, garantizo a quien se proponga formular con rigor sistemático las ideas de los doctrinarios, placeres de pensamiento no esperados y una intuición de la realidad social y política totalmente distinta de la usada. Perdura en ellos activa la mejor tradición racionalista en que el hombre se compromete consigo mismo a buscar cosas absolutas; pero a diferencia del racionalismo linfático de enciclopedistas y revolucionarios, que encuentran lo absoluto en abstracciones bon marché, descubren ellos lo histórico como el verdadero absoluto. La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal y como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio, porque el pasado es «lo natural del hombre que vuelve al galope». El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos, sino para que lo integremos11. Los doctrinarios despreciaban los «derechos del hombre» porque son absolutos «metafísicos», abstracciones e irrealidades. Los verdaderos derechos son los que absolutamente están ahí, porque han ido apareciendo y consolidándose en la historia: tales son las «libertades», la legitimidad, la magistratura, las «capacidades». De alentar hoy hubieran reconocido el derecho a la huelga (no política) y el contrato colectivo. A un inglés le parecería todo esto lo más obvio; pero los continentales no hemos llegado todavía a esa estación. Tal vez desde tiempo de Alcuino, vivimos cincuenta años cuando menos retrasados respecto a los ingleses.

Parejo desconocimiento del viejo liberalismo padecen los colectivistas de ahora cuando suponen, sin más ni más, como cosa incuestionable, que era individualista. En todos estos temas andan, como he dicho, las nociones sobremanera turbias. Los rusos de estos años pasados solían llamar a Rusia «el Colectivo». ¿No sería interesante averiguar qué ideas o imágenes se desperezaban al conjuro de ese vocablo en la mente un tanto gaseosa del hombre ruso, que tan frecuentemente, como el capitán italiano de que habla Goethe, bisogna aver una confusione nella testa? Frente a todo ello yo rogaría al lector que tomase en cuenta, no para aceptarlas, sino para que sean discutidas y pasen luego a sentencia, las tesis siguientes:

Primera: el liberalismo individualista pertenece a la flora del siglo XVIII; inspira, en parte, la legislación de la Revolución francesa, pero muere con ella.

Segunda: la creación característica del siglo XIX ha sido precisamente el colectivismo. Es la primera idea que inventa apenas nacido y que a lo largo de sus cien años no ha hecho sino crecer hasta inundar todo el horizonte.

Tercera: esta idea es de origen francés. Aparece por vez primera en los archirreaccionarios de Bonald y de Maistre. En lo esencial es inmediatamente aceptada por todos, sin más excepción que Benjamín Constant, un «retrasado» del siglo anterior. Pero triunfa en Saint-Simon, en Ballanche, en Comte y pulula dondequiera12. Por ejemplo, un médico de Lyon, monsieur Amard, hablará en 1821 del collectisme frente al personnalisme13. Léanse los artículos que en 1830 y 1831 publica L’Avenir contra el individualismo.

Pero más importante que todo esto es otra cosa. Cuando, avanzando por la centuria, llegamos hasta los grandes teorizadores del liberalismo –Stuart Mill o Spencer– nos sorprende que su presunta defensa del individuo no se basa en mostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino todo lo contrario, en que beneficia o interesa a la sociedad. El aspecto agresivo del título que Spencer escoge para su libro –El Individuo contra el Estado– ha sido causa de que lo malentiendan tercamente los que no leen de los libros más que los títulos. Porque individuo y Estado significan en este título dos meros órganos de un único sujeto –la sociedad. Y lo que se discute es si ciertas necesidades sociales son mejor servidas por uno u otro órgano. Nada más. El famoso «individualismo» de Spencer boxea continuamente dentro de la atmósfera colectivista de su sociología. Resulta, a la postre, que tanto él como Stuart Mill tratan a los individuos con la misma crueldad socializante que los termites a ciertos de sus congéneres, a los cuales ceban para chuparles luego la sustancia. ¡Hasta ese punto era la primacía de lo colectivo el fondo por sí mismo evidente sobre que ingenuamente danzaban sus ideas!

De donde se colige que mi defensa lohengrinesca del viejo liberalismo es, por completo, desinteresada y gratuita. Porque es el caso que yo no soy un «viejo liberal». El descubrimiento –sin duda glorioso y esencial– de lo social, de lo colectivo, era demasiado reciente. Aquellos hombres palpaban, más que veían, el hecho de que la colectividad es una realidad distinta de los individuos y de su simple suma, pero no sabían bien en qué consistía y cuáles eran sus efectivos atributos. Por otra parte, los fenómenos sociales del tiempo camuflaban la verdadera fisonomía de la colectividad, porque entonces convenía a ésta ocuparse en cebar bien a los individuos. No había aún llegado la hora de la nivelación, de la expoliación y del reparto en todos los órdenes.

De aquí que los «viejos liberales» se abriesen sin suficientes precauciones al colectivismo que respiraban. Mas cuando se ha visto con claridad lo que en el fenómeno social, en el hecho colectivo, simplemente y como tal, hay por un lado de benéfico, pero, por otro, de terrible, de pavoroso, sólo puede uno adherir a un liberalismo de estilo radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia, un liberalismo que está germinando ya, próximo a florecer, en la línea misma del horizonte.

Ni era posible que siendo estos hombres, como eran, de sobra perspicaces no entreviesen de cuando en cuando las angustias que su tiempo nos reservaba. Contra lo que suele creerse ha sido normal en la historia que el porvenir sea profetizado14. En Macaulay, en Tocqueville, en Comte, encontramos predibujada nuestra hora. Véase, por ejemplo, lo que hace más de ochenta años escribía Stuart Mill: «Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien, como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar»15.

Pero lo que más nos interesa en Stuart Mill es su preocupación por la homogeneidad de mala clase que veía crecer en todo Occidente. Esto le hace acogerse a un gran pensamiento emitido por Humboldt en su juventud. Para que lo humano se enriquezca, se consolide y se perfeccione es necesario, según Humboldt, que exista «variedad de situaciones»16. Dentro de cada nación, y tomando en conjunto las naciones, es preciso que se den circunstancias diferentes. Así, al fallar una quedan otras posibilidades abiertas. Es insensato poner la vida europea a una sola carta, a un solo tipo de hombre, a una idéntica «situación». Evitar esto ha sido el secreto acierto de Europa hasta el día, y la conciencia de ese secreto es la que, clara o balbuciente, ha movido siempre los labios del perenne liberalismo europeo. En esa conciencia se reconoce a sí misma como valor positivo, como bien y no como mal, la pluralidad continental. Me importaba aclarar esto para que no se tergiversase la idea de una supernación europea que este volumen postula.

Tal y como vamos, con mengua progresiva de la «variedad de situaciones», nos dirigimos en vía recta hacia el Bajo Imperio. También fue aquél un tiempo de masas y de pavorosa homogeneidad. Ya en tiempo de los Antoninos se advierte claramente un extraño fenómeno, menos subrayado y analizado de lo que debiera: los hombres se han vuelto estúpidos. El proceso venía de tiempo atrás. Se ha dicho, con alguna razón, que el estoico Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos con la mente porosa y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los Alejandrinos, no van a hacer más que repetir, estereotipar.

Pero el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo homogénea y estúpida –y lo uno por lo otro– que adopta la vida de un cabo a otro del Imperio, está donde menos se podía esperar y donde todavía, que yo sepa, nadie lo ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve para decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos decir, revela en cambio y grita, sin que lo queramos, la condición más arcana de la sociedad que la habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado «latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a él por reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus caracteres. Uno es la increíble simplificación de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa complejidad indo-europea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril y gaga que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste, que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianeidad se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!

El otro carácter aterrador del latín vulgar es precisamente su homogeneidad. Los lingüistas, que acaso son, después de los aviadores, los hombres menos dispuestos a asustarse de cosa alguna, no parecen inmutarse ante el hecho de que hablasen lo mismo países tan dispares como Cartago y Galia, Tingitania y Dalmacia, Hispania y Rumania. Yo, en cambio, que soy bastante tímido, que tiemblo cuando veo cómo el viento fatiga unas cañas, no puedo reprimir ante ese hecho un estremecimiento medular. Me parece sencillamente atroz. Verdad es que trato de representarme cómo era por dentro eso que mirado desde fuera nos aparece, tranquilamente, como homogeneidad; procuro descubrir la realidad viviente de que ese hecho es la quieta impronta. Consta, claro está, que había africanismos, hispanismos, galicismos. Pero al constar esto quiere decirse que el torso de la lengua era común e idéntico, a pesar de las distancias, del escaso intercambio, de la dificultad de comunicaciones y de que no contribuía a fijarlo una literatura. ¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutetia, el mauretano y el dacio, sino en virtud de un achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulificando sus vidas? El latín vulgar está ahí en los archivos, como un escalofriante petrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio homogéneo de la vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de situaciones».

IV

Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo. Mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del llamado «intelectual» es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de esos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías.

Hay obligación de trabajar sobre las cuestiones del tiempo. Esto, sin duda. Y yo lo he hecho toda mi vida. He estado siempre en la brecha. Pero una de las cosas que ahora se dicen –una «corriente»– es que, incluso a costa de la claridad mental, todo el mundo tiene que hacer política sensu stricto. Lo dicen, claro está, los que no tienen otra cosa que hacer. Y hasta lo corroboran citando de Pascal el imperativo d’abêtissement. Pero hace mucho tiempo que he aprendido a ponerme en guardia cuando alguien cita a Pascal. Es una cautela de higiene elemental.

El politicismo integral, la absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política, es una y misma cosa con el fenómeno de rebelión de las masas que aquí se describe. La masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento. No puede tener dentro más que política, una política exorbitada, frenética, fuera de sí, puesto que pretende suplantar al conocimiento, a la religión, a la sagesse en fin, a las únicas cosas que por su sustancia son aptas para ocupar el centro de la mente humana. La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que se usan para socializarlo.

Cuando alguien nos pregunta qué somos en política, o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.

Es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre todos estos temas nueva claridad. Para eso está ahí, no para hacer la rueda de pavo real en las reuniones académicas. Y es preciso que lo haga pronto o, como Dante decía, que encuentre la salida,

...studiate il passo

Mentre che l’Occidente non si annera.

(Purg., XXVII, 62-63).

Eso sería lo único de que podría esperarse con alguna vaga probabilidad la solución del tremendo problema que las masas actuales plantean.

Este volumen no pretende, ni de muy lejos, nada parecido. Como sus últimas palabras hacen constar, es sólo una primera aproximación al problema del hombre actual. Para hablar sobre él más en serio y más a fondo no habría más remedio que ponerse en traza abismática, vestirse la escafandra y descender a lo más profundo del hombre. Esto hay que hacerlo, sin pretensiones, pero con decisión, y yo lo he intentado en un libro próximo a aparecer en otros idiomas bajo el título El hombre y la gente.

Una vez que nos hemos hecho bien cargo de cómo es este tipo humano hoy dominante, y que he llamado el hombre-masa, es cuando se suscitan las interrogaciones más fértiles y más dramáticas: ¿Se puede reformar este tipo de hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en él, tan graves que si no se los extirpa producirán de modo inexorable la aniquilación de Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque, como verá el lector, se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior.

La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda posibilidad de salud, es ésta: ¿pueden las masas, aunque quisieran, despertar a la vida personal? No cabe desarrollar aquí el tremebundo tema, porque está demasiado virgen. Los términos en que hay que plantearlo no constan en la conciencia pública. Ni siquiera está esbozado el estudio del distinto margen de individualidad que cada época del pasado ha dejado a la existencia humana. Porque es pura inercia mental del «progresismo» suponer que conforme avanza la historia crece la holgura que se concede al hombre para poder ser individuo personal, como creía el honrado ingeniero, pero nulo historiador, Herbert Spencer. No: la historia está llena de retrocesos en este orden, y acaso la estructura de la vida en nuestra época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona.

Al contemplar en las grandes ciudades esas inmensas aglomeraciones de seres humanos, que van y vienen por sus calles o se concentran en festivales y manifestaciones políticas, se incorpora en mí, obsesionante, este pensamiento: ¿Puede hoy un hombre de veinte años formarse un proyecto de vida que tenga figura individual y que, por tanto, necesitaría realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus esfuerzos particulares? Al intentar el despliegue de esta imagen en su fantasía, ¿no notará que es, si no imposible, casi improbable, porque no hay a su disposición espacio en que poder alojarla y en que poder moverse según su propio dictamen? Pronto advertirá que su proyecto tropieza con el prójimo, como la vida del prójimo aprieta la suya. El desánimo le llevará, con la facilidad de adaptación propia de su edad, a renunciar no sólo a todo acto, sino hasta a todo deseo personal, y buscará la solución opuesta: imaginará para sí una vida standard, compuesta de desiderata comunes a todos y verá que para lograrla tiene que solicitarla o exigirla en colectividad con los demás. De aquí la acción en masa.

La cosa es horrible, pero no creo que exagera la situación efectiva en que van hallándose casi todos los europeos. En una prisión donde se han amontonado muchos más presos de los que caben, ninguno puede mover un brazo ni una pierna por propia iniciativa, porque chocaría con los cuerpos de los demás. En tal circunstancia, los movimientos tienen que ejecutarse en común, y hasta los músculos respiratorios tienen que funcionar a ritmo de reglamento. Esto sería Europa convertida en termitera. Pero ni siquiera esta cruel imagen es una solución. La termitera humana es imposible, porque fue el llamado «individualismo» quien enriqueció al mundo y a todos en el mundo y fue esta riqueza quien prolificó tan fabulosamente la planta humana. Cuando los restos de ese «individualismo» desaparecieran, haría su reaparición en Europa el famelismo gigantesco del Bajo Imperio, y la termitera sucumbiría como al soplo de un dios torvo y vengativo. Quedarían muchos menos hombres, que lo serían un poco más.

Ante el feroz patetismo de esta cuestión que, queramos o no, está ya a la vista, el tema de la «justicia social», con ser tan respetable, empalidece y se degrada hasta parecer retórico e insincero suspiro romántico. Pero, al mismo tiempo, orienta sobre los caminos acertados para conseguir lo que de esa «justicia social» es posible y es justo conseguir, caminos que no parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía recta hacia un magnánimo solidarismo. Este último vocablo es, por lo demás, inoperante, porque hasta la fecha no se ha condensado en él un sistema enérgico de ideas históricas y sociales, antes bien rezuma sólo vagas filantropías.

La primera condición para un mejoramiento de la situación presente es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta fauna repugnante, que hacía exclamar a Macaulay: «En todos los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han encontrado entre los demagogos»17. Pero no es un hombre demagogo simplemente porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en ocasiones una magistratura sacrosanta. La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración intelectual, que como amplio fenómeno de la historia europea aparece en Francia hacia 1750. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en Francia? Éste es uno de los puntos neurálgicos del destino occidental y especialmente del destino francés.

Ello es que, desde entonces cree Francia y, por irradiación de ella, casi todo el continente, que el método para resolver los grandes problemas humanos es el método de la revolución, entendiendo por tal lo que ya Leibniz llamaba una «revolución general»18, la voluntad de transformar de un golpe todo y en todos los géneros19. Merced a ello esta maravilla que es Francia llega en malas condiciones a la difícil coyuntura del presente. Porque ese país tiene o cree que tiene una tradición revolucionaria. Y si ser revolucionario es ya cosa grave, ¡cuánto más serlo paradójicamente, por tradición! Es cierto que en Francia se ha hecho una Gran Revolución y varias torvas o ridículas, pero si nos atenemos a la verdad desnuda de los anales, lo que encontramos es que esas revoluciones han servido principalmente para que durante todo un siglo, salvo unos días o unas semanas, Francia haya vivido más que ningún otro pueblo bajo formas políticas, en una u otra dosis, autoritarias y contrarrevolucionarias. Sobre todo, el gran bache moral de la historia francesa que fueron los veinte años del Segundo Imperio, se debió bien claramente a la botaratería de los revolucionarios de 184820, gran parte de los cuales confesó el propio Raspail que habían sido antes clientes suyos.