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El particularismo de las regiones, de las instituciones y de los distintos grupos sociales, el odio generalizado a los mejores o "aristofobia" que lleva a una selección inversa de los mediocres frente a los óptimos, la preferencia por la acción directa en detrimento de un diálogo que posibilite consensos son algunos de los temas que José Ortega y Gasset analiza como síntomas de la invertebración de España. Escritas estas páginas cuando el régimen político de la Restauración daba sus últimos estertores, siguen ofreciendo hoy, en el siglo XXI, incitaciones para pensar los problemas que aquejan a nuestra sociedad y para intentar comprender las dificultades que existen de articular una fructífera convivencia.
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Seitenzahl: 177
Veröffentlichungsjahr: 2022
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José Ortega y Gasset
España invertebraday otros ensayos
Nota preliminar
ESPAÑA INVERTEBRADA. BOSQUEJO DE ALGUNOS PENSAMIENTOS HISTÓRICOS
Prólogo a la segunda edición
Prólogo a la cuarta edición
PRIMERA PARTE:Particularismo y acción directa
1. Incorporación y desintegración
2. Potencia de nacionalización
3. ¿Por qué hay separatismo?
4. Tanto monta
5. Particularismo
6. Compartimientos estancos
7. El caso del grupo militar
8. Acción directa
9. Pronunciamientos
SEGUNDA PARTE:La ausencia de los mejores
1. ¿No hay hombres o no hay masas?
2. Imperio de las masas
3. Épocas Kitra y épocas Kali
4. La magia del «debe ser»
5. Ejemplaridad y docilidad
6. La ausencia de los «mejores»
7. Imperativo de selección
[ADDENDA]
¿No hay hombres o no hay masas? Conclusión
OTROS ENSAYOS
Particularismo y acción directa. Notas de fenomenología social
[Militares y clases mercantiles]
Créditos
El 16 de diciembre de 1920 José Ortega y Gasset inicia en el madrileño diario El Sol la publicación de una serie de seis artículos titulada «Particularismo y acción directa. Bosquejo de algunos pensamientos históricos». Se prolongó hasta el 9 de febrero de 1921. Justo un año después el autor ofreció en el mismo periódico otra serie de seis entregas titulada «Patología nacional», entre el 4 de febrero y el 5 de abril. Pocos días más tarde, ya en mayo, ambas series se reunían en el libro España invertebrada–. Bosquejo de algunos pensamientos históricos. Las doce entregas de prensa se convertían en quince capítulos, a los que Ortega añade un último, «Imperativo de selección», redactado expresamente para la monografía. En relación a lo publicado en prensa, el cambio más significativo era la supresión del apartado titulado «Conclusión» del último artículo de la primera serie, ahora capítulo «¿No hay hombres o no hay masas?». Este texto, que ofrecemos como «[Addenda]» era ya conocido porque Paulino Garagorri lo añadió a una nota al pie de la edición de Revista de Occidente en Alianza Editorial (Madrid, 1981, pp. 74-75).
El éxito de la primera edición de España invertebrada fue tal que en octubre Ortega prepara un prólogo para la segunda edición, la cual ve la luz en noviembre. El autor aprovechó para revisar el texto y reescribe los capítulos segundo y último. Además le da una nueva estructura al dividirlo en dos partes, «Particularismo y acción directa», que incluye los cinco primeros artículos de la primera serie de prensa, divididos en nueve capítulos, y «La ausencia de los mejores», que incorpora, organizados en siete capítulos, el último artículo de la primera serie –el ya citado «¿No hay hombres o no hay masas?»–, más todos los de la segunda y el último escrito ex profeso para el libro.
La reelaboración del capítulo segundo de la primera parte la publicó el filósofo en El Sol con el título «Nación y Ejército» el 14 de noviembre de 1922, antes de que apareciera la segunda edición del libro que se anunciaba en un párrafo introductorio de este artículo: «Dentro de muy pocos días se publicará la segunda edición del ya famoso libro España invertebrada, rápidamente agotado, de D. José Ortega y Gasset. Al entregarlo de nuevo a las prensas, el gran pensador ha creído conveniente hacer importantes adiciones al texto primitivo, que completan su pensamiento. Entre estas adiciones, encontramos una que nos parece de la mayor actualidad en estos momentos en que la nación contempla, entre atónita y apasionada, la situación del Ejército».
Muestra de la gran acogida que la obra de Ortega tuvo entre los lectores es que antes de terminar el año hubo una tercera edición. La cuarta llegó en 1934. A ella añadió el autor un nuevo prólogo. Reeditado en numerosas ocasiones y traducido a multitud de idiomas, este libro es una de los más conocidos del pensador español, quien hace en él un diagnóstico histórico ante la situación que atravesaba su país cargado de problemas políticos y sociales acuciantes.
En numerosas ocasiones a lo largo y ancho de su obra, Ortega fecha España invertebrada en 1920 ó 1921, año que aparece incluso en la portada de la primera edición, aunque el libro se imprimió, como queda dicho, en mayo de 1922. El baile de cifras se explica por la compleja composición de esta obra que, como casi todas las del filósofo, vio primero la luz en las grandes planas de los periódicos de la época.
Publicamos en la sección «Otros ensayos» dos textos que debieron escribirse como borradores embrionarios del primer artículo de la serie «Particularismo y acción directa». El primero de ellos lo dio a conocer José Luis Molinuevo dentro de su trabajo «Higiene de los (propios) ideales», María Teresa López de la Vieja (ed.), Política de la vitalidad. España invertebrada de José Ortega y Gasset (Madrid, Tecnos, 1996, pp. 81-82 nota). Lleva por título «Particularismo y acción directa. Notas de fenomenología social.– I. Un poco sobre perspectiva». El segundo, «[Militares y clases mercantiles]», era inédito hasta su inclusión en Obras completas (Madrid, Taurus / Fundación José Ortega y Gasset, 2007, t. VII, pp. 754-757).
Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset – Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».
Se ofrece al lector el texto según la última versión que el autor publicó. En el caso de la obra editada de forma póstuma, se sigue el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor –como por ejemplo su reconocible «rigoroso» frente al más común «riguroso»–, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum, leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.
En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus –generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.
En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Isabel Ferreiro Lavedán y Javier Zamora Bonilla, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, Cristina Blas Nistal, José Ramón Carriazo Ruiz, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Felipe González Alcázar, Azucena López Cobo y Juan Padilla Moreno.
Este libro, llamémosle así, que fue remitido a las librerías en mayo, necesita ahora, según me dicen, nueva edición. Si yo hubiese podido prever para él tan envidiable fortuna, ni lo habría publicado, ni tal vez escrito. Porque, como en el texto reiteradamente va dicho, no se trata más que de un ensayo de ensayo, de un índice sumamente concentrado y casi taquigráfico de pensamientos. Ahora bien, los temas a que éstos aluden son de tal dimensión y gravedad, que no se les debe tratar ante el gran público sino con la plenitud de desarrollo y esmero que les corresponde.
Pero al escribir estas páginas nada estaba más lejos de mis aspiraciones que conquistar la atención del gran público. Obras de índole ideológica como la presente suelen tener en nuestro país un carácter confidencial. Son libros que se publican al oído de unos cuantos. Esta intimidad entre el autor y un breve círculo de lectores afines permite a aquél, sin avilantez, dar a la estampa lo que, en rigor, es sólo una anotación privada, exenta de cuanto constituye la imponente arquitectura de un libro. A este género de publicaciones confidenciales pertenece el presente volumen. Las ideas que transmite y que forman un cuerpo de doctrina se habían ido formando en mí lentamente. Llegó un momento en que necesitaba libertarme de ellas comunicándolas, y, temeroso de no hallar holgada ocasión para proporcionarles el debido desarrollo, no me pareció ilícito que quedasen sucintamente indicadas en unos cuantos pliegos de papel.
Al encontrarse ahora este ensayo con lectores que no estaban previstos, temo que padezca su contenido algunas malas interpretaciones. Pero el caso es sin remedio, ya que otros trabajos me impiden, hoy como ayer, construir el edificio de un libro según el plano que estas páginas delinean. En tanto que llega mejor coyuntura para intentarlo, me he reducido a revisar la primera edición, corrigiendo el lenguaje en algunos lugares e introduciendo algunas ampliaciones que aumentan el volumen en unas cuarenta páginas.
Mas hay dos cosas sobre que quisiera desde luego prevenir la benevolencia del lector.
Se trata en lo que sigue de definir la grave enfermedad que España sufre. Dado este tema, era inevitable que sobre la obra pesase una desapacible atmósfera de hospital. ¿Quiere esto decir que mis pensamientos sobre España sean pesimistas? He oído que algunas personas los califican así y creen al hacerlo dirigirme una censura; pero yo no veo muy claro que el pesimismo sea, sin más ni más, censurable. Son las cosas a veces de tal condición, que juzgarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de ellas. Dicho sin ambages, yo creo que en este caso se encuentran casi todos nuestros compatriotas. No es la menor desventura de España la escasez de hombres dotados con talento sinóptico suficiente para formarse una visión íntegra de la situación nacional donde aparezcan los hechos en su verdadera perspectiva, puesto cada cual en el plano de importancia que le es propio. Y hasta tal punto es así, que no puede esperarse ninguna mejora apreciable en nuestros destinos mientras no se corrija previamente ese defecto ocular que impide al español medio la percepción acertada de las realidades colectivas. Tal vez sea yo quien se encuentra perdurablemente en error; pero debo confesar que sufro verdaderas congojas oyendo hablar de España a los españoles, asistiendo a su infatigable tomar el rábano por las hojas. Apenas hay cosa que sea justamente valorada: se da a lo insignificante una grotesca importancia, y, en cambio, los hechos verdaderamente representativos y esenciales apenas son notados.
No debiera olvidarse un momento que en la comprensión de la realidad lo decisivo es la perspectiva, el valor que a cada elemento se atribuya dentro del conjunto. Ocurre lo mismo que en la psicología de los caracteres individuales. Poco más o menos, los mismos contenidos espirituales hay en un hombre que en otro. El repertorio de pasiones, deseos, afectos nos suele ser común; pero en cada uno de nosotros las mismas cosas están situadas de distinta manera. Todos somos ambiciosos, mas en tanto que la ambición del uno se halla instalada en el centro y eje de su personalidad, en el otro ocupa una zona secundaria, cuando no periférica. La diferencia de los caracteres, dada la homogeneidad de la materia humana, es ante todo una diferencia de localización espiritual. Por eso, el talento psicológico consiste en una fina percepción de los lugares que dentro de cada individuo ocupan las pasiones; por lo tanto, en un sentido de la perspectiva.
El sentido para lo social, lo político, lo histórico, es del mismo linaje. Poco más o menos, lo que pasa en una nación pasa en las demás. Cuando se subraya un hecho como específico de la condición española, no falta nunca algún discreto que nos cite otro hecho igual acontecido en Francia, en Inglaterra, en Alemania, sin advertir que lo que se subraya no es el hecho mismo, sino su peso y rango dentro de la anatomía nacional. Aun siendo, pues, aparentemente el mismo, su diferente colocación en el mecanismo colectivo lo modifica por completo. Eadem sed aliter: las mismas cosas, sólo que de otra manera; tal es el principio que debe regir las meditaciones sobre sociedad, política, historia.
La aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español queda multiplicada por las erróneas ideas que del pretérito tenemos. Es tan desmesurada nuestra evaluación del pasado peninsular, que por fuerza ha de deformar nuestros juicios sobre el presente. Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más fecundo. Hay quien se consuela de las derrotas que hoy nos infligen los moros, recordando que el Cid existió, en vez de preferir almacenar en el pasado los desastres y procurar victorias para el presente. En nada aparece tan claro este nocivo influjo del antaño como en la producción intelectual. ¡Cuánto no ha estorbado y sigue estorbando para que hagamos ciencia y arte nuevos, por lo menos actuales, la idea de que en el pasado poseímos una ejemplar cultura, cuyas tradiciones y matrices deben ser perpetuadas!
Ahora bien. ¿No es el peor pesimismo creer, como es usado, que España fue un tiempo la raza más perfecta, pero que luego declinó en pertinaz decadencia? ¿No equivale esto a pensar que nuestro pueblo tuvo ya su hora mejor y se halla en irremediable decrepitud?
Frente a ese modo de pensar, que es el admitido, no pueden ser tachadas de pesimismo las páginas de este ensayo. En ellas se insinúa que la descomposición del poder político logrado por España en el siglo XVI no significa, rigorosamente hablando, una decadencia. El encumbramiento de nuestro pueblo fue más aparente que real, y, por lo tanto, es más que real aparente su descenso. Se trata de un espejismo peculiar a la historia de España, espejismo que constituye precisamente el problema específico propuesto a la atención de los meditadores nacionales.
La otra advertencia que quisiera hacer al lector queda ya iniciada en lo que va dicho. Al analizar el estado de disolución a que ha venido la sociedad española, encontramos algunos síntomas e ingredientes que no son exclusivos de nuestro país, sino tendencias generales hoy en todas las naciones europeas. Es natural que sea así. Las épocas representan un papel de climas morales, de atmósferas históricas a que son sometidas las naciones. Por grande que sea la diferencia entre las fisonomías de éstas, la comunidad de época les impone ciertos rasgos parecidos. Yo no he querido distraer la atención del lector distinguiendo en cada caso lo que me parece fenómeno europeo de lo que juzgo genuinamente español. Para ello habría tenido que intentar toda una anatomía de la época en que vivimos, corriendo el riesgo de dejar desenfocada, sobre tan largo paisaje, la silueta de nuestro problema nacional.
Ciertamente que el tema –una anatomía de la Europa actual– es demasiado tentador para que un día u otro no me rinda a la voluptuosa faena de tratarlo. Habría entonces de expresar mi convicción de que las grandes naciones continentales transitan ahora el momento más grave de toda su historia. En modo alguno me refiero con esto a la pasada guerra y sus consecuencias. La crisis de la vida europea labora en tan hondas capas del alma continental, que no puede llegar a ellas guerra ninguna, y la más gigantesca o frenética se limita a resbalar tangenteando la profunda víscera enferma. La crisis a que aludo se había iniciado con anterioridad a la guerra, y no pocas cabezas claras del continente tenían ya noticia de ella. La conflagración no ha hecho más que acelerar el crítico proceso y ponerlo de manifiesto ante los menos avizores.
A estas fechas, Europa no ha comenzado aún su interna restauración. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que los pueblos capaces de organizar tan prodigiosamente la contienda se muestren ahora tan incapaces para liquidarla y organizar de nuevo la paz? Nada más natural, se dice: han quedado extenuados por la guerra. Pero esta idea de que las guerras extenúan es un error que proviene de otro tan extendido como injustificado. Por una caprichosa decisión de las mentes, se ha dado en pensar que las guerras son un hecho anómalo en la biología humana, siendo así que la Historia lo presenta en todas sus páginas como cosa no menos normal, acaso más normal que la paz. La guerra fatiga, pero no extenúa: es una función natural del organismo humano, para la cual se halla éste prevenido. Los desgastes que ocasiona son pronto compensados mediante el poder de propia regulación que actúa en todos los fenómenos vitales. Cuando el esfuerzo guerrero deja extenuado a quien lo produce, hay motivo para sospechar de la salud de éste.
Es, en efecto, muy sospechosa la extenuación en que ha caído Europa. Porque no se trata de que no logre dar cima a la reorganización que se propone. Lo curioso del caso es que no se la propone. No es, pues, que fracase su intento, sino que no intenta. A mi juicio, el síntoma más elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el mañana. Si las grandes naciones no se restablecen, es porque en ninguna de ellas existe el claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición. Y esto, adviértase bien, no ha pasado nunca en Europa. Sobre las crisis más violentas o más tristes ha palpitado siempre la lumbre alentadora de una ilusión, la imagen esquemática de una existencia más deseable. Hoy en Europa no se estima el presente: instituciones, ideas, placeres saben a rancio. ¿Qué es lo que, en cambio, se desea? En Europa hoy no se desea. No hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable, que es un órgano esencial en la biología humana. El deseo, secreción exquisita de todo espíritu sano, es lo primero que se agosta cuando la vida declina. Por eso faltan al anciano, y en su hueco vienen a alojarse las reminiscencias.
Europa padece una extenuación en su facultad de desear, que no es posible atribuir a la guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventradas? No he de intentar responder ahora a esas preguntas que tanto preocupan hoy a los espíritus selectos. He rozado la cuestión para advertir nada más que a los males españoles descritos por mí no cabe hallar medicina en los grandes pueblos actuales. No sirven de modelos para una renovación porque ellos mismos se sienten anticuados y sin un futuro incitante. Tal vez ha llegado la hora en que va a tener más sentido la vida en los pueblos pequeños y un poco bárbaros. Permítaseme que deje ahora inexplicada esta frase de contornos sibilinos. Antes conviene –puesto que se han abierto un camino inesperado hasta el gran público– que produzcan todo su efecto las páginas de este libro, llamémosle así.
Octubre 1922
Hace varios años se agotaron los ejemplares de esta obra, y he pensado que acaso conviniera su lectura a una nueva generación de lectores. Estas páginas, en rigor, son ya viejas; comenzaron a publicarse en El Sol en 1920. Datan, pues, de casi quince años, y, como Tácito sugiere, «quince años son una etapa decisiva del tiempo humano»:per quindecim annos, grande mortalis aevi spatium.
Quince años no es una cifra cualquiera, sino que significa la unidad efectiva que articula el tiempo histórico y lo constituye. Porque historia es la vida humana, en cuanto que se halla sometida a cambios de su estructura general. Pues bien; la estructura de la vida se transforma siempre de quince en quince años. Es cuestión secundaria cuantas cosas continúen o desaparezcan en el paso de uno de esos períodos al siguiente; lo decisivo es que cambia la organización general, la arquitectura y perspectiva de la existencia. Casi fuera expresión estricta de la verdad decir que la palabra «vida humana», referida a 1920 y a 1934, significa cosas muy diferentes; porque, en efecto, la faena de vivir, que es siempre tremebunda, consiste hoy en apuros y afanes muy otros que los de hace quince años1.
Sería, pues, lo más natural que estas páginas resultasen hoy ilegibles, ya que no son lo bastante arcaicas para acogerse a los beneficios de la Arqueología. Mas también puede acaecer lo contrario; que estas páginas fuesen en 1920 extemporáneas; que hubiesen representado entonces una anticipación, y sólo en la fecha presente encontrasen su hora oportuna.
