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Ante la crisis derivada del «Desastre del 98», Ortega procura vertebrar el proyecto común de regeneración de la vida española a través de la cultura, dando a conocer a la sociedad su circunstancia para su transformación, fruto de lo cual es su conferencia "Vieja y nueva política", impartida en el Teatro de la Comedia de Madrid el 23 de marzo de 1914, año en que publica también su obra "Meditaciones del Quijote". La acompaña el manifiesto fundacional de la Liga de Educación Política Española que redacta él mismo, con lo que inicia su intervención activa en la política, y se incluyen también algunos de los ensayos de contenido político más importantes escritos en esta primera época, entre 1906 y 1919. Los acontecimientos en España y Europa marcan añadidas dificultades al esfuerzo del intérprete activo de la circunstancia española y continental.
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Seitenzahl: 386
Veröffentlichungsjahr: 2024
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José Ortega y Gasset
Vieja y nueva política
Escritos políticos I (1906-1919)
Nota preliminar
Vieja y nueva política(Conferencia dada en el Teatro de la Comedia el 23 de marzo de 1914)
En las épocas de crisis, la verdadera opinión pública no es la expresada por los tópicos al uso
La España oficial y la España vital
Qué significa para nosotros «política»
Diferencia radical entre la «Liga de Educación Política Española» y los partidos actuales
La muerte de la Restauración
Desconfianza ante los programas simples
Más acción nacional que fórmulas políticas
Las formas de gobierno
La organización nacional
Maura
Para la cuestión marroquí pedimos un poco de seriedad
Conclusión
Prospecto de la «Liga de Educación Política Española»
Misión política de las minorías intelectuales
Crisis de las ideas políticas
La organización nacional
Actuación social de la «Liga»
Nuestra actuación política
La colaboración de la juventud
Anexos
Liga de Educación Política Española
[Notas para dos reuniones de la Liga de Educación Política Española]
[I]
[II]
Escritos políticos (1906-1919)
[Discurso para los Juegos Florales de Valladolid]
El problema económico
El problema social
Reforma del carácter, no reforma de costumbres
La reforma liberal
De re politica
Los problemas nacionales y la juventud
Imperialismo y democracia
Imperialismo y democracia.— II
Las revoluciones
[El problema español]
Una respuesta a una pregunta
De Puerta de Tierra
La opinión pública
Restauración
Competencia
España saluda al lector y dice:
La nación frente al Estado
Una manera de pensar
Hacia una mejor política
I. El hombre de la calle escribe...
II. Nota oficiosa del hombre de la calle
III. Comedia del libertino escrupuloso
Hacia una mejor política
I. Política del cuasi
II. Un poco de sociología
III. La guerra y la inercia política
IV. Más, más ministros
V. El hombre de la calle busca un candidato
La verdadera cuestión española
La fiesta de los ingenieros.— Competencia y política
Créditos
En esta edición iniciamos el recorrido por los escritos de contenido político de Ortega, presentando junto a Vieja y nueva política algunos de los momentos fundamentales en la interpretación de su circunstancia desde una perspectiva política en los primeros años de su producción intelectual.
Es necesario señalar que los dos aspectos del proyecto intelectual de Ortega consisten en la comprensión de su circunstancia y la intervención activa para su «salvación». Ello es especialmente claro en los primeros años de su trayectoria, cuando la primera y la segunda motivación, específicamente política, van de la mano en sus ensayos a través del medio periodístico, medio en que Ortega se presenta en sociedad y puede ajustarse a ese proyecto que entiende como generacional —en primer lugar, el periódico que dirige su familia, El Imparcial. Entre sus primeras colaboraciones, aparecen sus «Notas de Berlín» en 1905 y 1906, como corresponsal del periódico en la ciudad alemana cubriendo la visita del Rey Alfonso XIII.
Con un claro tono crítico como constante, la prosa de Ortega analiza cada momento de la coyuntura española con luces de optimismo, pero también con momentos de desánimo ante los acontecimientos. Muestra además la complejidad de un momento histórico en que la crisis toma magnitud de dominio público a partir el «Desastre del 98» y la desconexión con los importantes territorios ultramarinos de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Acontecimiento que evidencia a la generación de intelectuales que lo viven una profunda crisis política, social y económica del llamado régimen de la Restauración ante la cual hay que reaccionar. Con ellos —algunos de los cuales, sus maestros y mentores— y con las principales figuras políticas españolas, teniendo a la sociedad española como público y trasfondo, dialoga Ortega, incorporándose a un proyecto que en todo momento entiende como común, y en que el filósofo madrileño se integra activamente con el bagaje cultural ganado tras su segunda estancia en Alemania: el ejercicio de comprensión e intervención en su circunstancia. Va más allá en el caso de Unamuno y de Ramiro de Maeztu entre 1908 y 1910, con quienes entra en debate sobre el escenario público del medio periodístico. Con el primero de ellos, debate acerca de la pertinencia de la cultura asimilada desde Europa para la regeneración de la sociedad española —en esta línea, además de «Unamuno y Europa, fábula», las presentaciones de «Asamblea para el progreso de las ciencias» y «La pedagogía social como programa político», ensayos ya publicados en Meditación de Europa en esta Biblioteca de autor y por ello no recogidos en esta edición—, y, con el segundo, acerca del polo sobre el que enfocar esa propuesta de solución: los hombres o las ideas.
La obra con que Ortega vertebra la problemática española en estos primeros años de su trayectoria y encauza una propuesta común de intervención desde el plano cultural, dando a conocer a la sociedad su circunstancia para su transformación, es su conferencia Vieja y nueva política, impartida en el Teatro de la Comedia de Madrid el 23 de marzo de 1914, año en que manda también a la imprenta la obra con que, de manera complementaria, expone el método de comprensión de su circunstancia, Meditaciones del Quijote. La primera de las dos, que editamos en este volumen, responde a la necesidad de organizar las perspectivas de sus contemporáneos en una propuesta común, que sobre el plano político se cifra en la presentación de la Liga de Educación Política Española, nacida en 1913, cuyo manifiesto fundacional redacta Ortega y acompaña a la edición de Vieja y nueva política, firmado por algunos de los más destacados jóvenes intelectuales del país junto a algunos de la generación precedente. La aventura, sin embargo, dura poco y la situación adquiere complejidad de manera inmediata cuando estalla la Primera Guerra Mundial, en la cual España se mantiene neutral. Como Anexos a la obra incluimos: «Liga de Educación Política Española», borrador del «Prospecto» redactado en otoño de 1913, y «[Notas para dos reuniones de la Liga de Educación Política Española]», que agrupa dos manuscritos preparados para sendas intervenciones de Ortega en las primeras reuniones de la asociación.
Incluimos en esta edición, además, los escritos políticos que enumeramos a continuación en el orden cronológico en que se presentan. Remontándonos a 1906, apenas iniciada la colaboración de Ortega en el periódico familiar, prepara el «[Discurso para los Juegos Florales de Valladolid]» para la lectura por su padre, José Ortega Munilla, en la ceremonia de entrega de premios de los Juegos Florales vallisoletanos, texto que se conserva con añadidos manuscritos de otras manos, editados entre corchetes. Del año siguiente, publicado en primera plana en El Imparcial el 5 de octubre de 1907, recogemos «Reforma del carácter, no reforma de costumbres», artículo dirigido al gobierno conservador de Antonio Maura. Otro momento importante en su intervención tendría lugar al año siguiente con el artículo «La reforma liberal», en el periódico Faro de 23 de febrero de 1908, iniciando un debate con Gabriel Maura, hijo del presidente y líder de las juventudes conservadoras. Del mismo año, recogemos el artículo «De re politica», de evidente relevancia temática, publicado en El Imparcial el 31 de julio de 1908. A continuación, ofrecemos «Los problemas nacionales y la juventud», primera parte del texto escrito con ocasión de la conferencia que imparte con el mismo título en el Ateneo de Madrid el 11 de octubre de 1909, de gran repercusión. Del año siguiente, incluimos «Imperialismo y democracia», publicado en El Imparcial el 12 de enero de 1910, e «Imperialismo y democracia.— II», texto de la segunda entrega —no publicada finalmente por Ortega— del artículo homónimo. Recogemos a continuación el artículo «Las revoluciones», que contiene la segunda parte, publicada en Vida Socialista el 6 de febrero de 1910, del texto preparado para la conferencia impartida en el Ateneo en octubre de 1909. Tras él, incluimos el escrito «[El problema español]», redactado en 1910 y que no entrega a galeradas, en el cual trata sobre el liberalismo, haciendo alusión, entre otros, a Ramiro de Maeztu. Del año siguiente es el artículo recogido a continuación, «Una respuesta a una pregunta», publicado en dos entregas en El Imparcial el 13 y el 21 de septiembre de 1911. Del año siguiente, se ofrece el resonante artículo «De Puerta de Tierra», publicado en tres entregas en El Imparcial el 19 y el 20 de septiembre y el 20 de octubre de 1912. Tras él, incorporamos el ensayo en cuyo título Ortega demanda «Competencia», serie de dos artículos publicada en El Imparcial los días 8 y 9 de febrero de 1913, año en que se formaría el primer intento de participación directa de Ortega en la política, la Liga de Educación Política Española. Tras la importante fecha de 1914, recogemos el artículo en que el filósofo madrileño presenta su nuevo proyecto, «España saluda al lector y dice:», publicado el 29 de enero de 1915 en el periódico homónimo promovido por Ortega. Del mismo año, incluimos «La nación frente al Estado», artículo publicado en España el 12 de febrero de 1915, y «Una manera de pensar», publicado en dos entregas en el mismo periódico el 7 y el 14 de octubre de 1915. Gracias a la repercusión personal y social de su viaje a Argentina en 1916, Ortega —que había roto su colaboración con el diario familiar tras el artículo «De un estorbo nacional» de 1913, donde critica la posición del Partido Liberal en que milita su tío Rafael Gasset— encuentra renovadas fuerzas, iniciando su colaboración con Nicolás María de Urgoiti en el diario El Sol —habiendo intentado antes condensar sus ensayos en periódicos alternativos promovidos por él, como fueron Faro en 1908, Europa en 1910 y el mencionado España en 1915. En el marco de la formación de El Sol, que sería el diario en que Ortega publique habitualmente a partir de 1917, ofrecemos al lector el ensayo «Hacia una mejor política», serie de tres artículos publicados los días 7, 9 y 28 de diciembre de la decisiva fecha de 1917. A continuación, la serie homónima «Hacia una mejor política», que consta de cinco artículos publicados en El Sol los días 22 de enero y 15, 21, 22 y 24 de febrero de 1918. Del mismo año, «La verdadera cuestión española», publicado en dos entregas en El Sol el 12 y el 26 de agosto de 1918. Y, en último lugar, recogemos «La fiesta de los ingenieros.— Competencia y política», artículo publicado en El Sol el 21 de junio de 1919, cerrando el arco de fechas con el fin de la década.
Es necesario detenernos en el contexto de la época tratada. Las dos vertientes de la actividad intelectual de Ortega son cada vez más difícilmente integrables, reclamando cada foco una más detenida atención por su parte. En España, la situación venía siendo ya muy inestable, con acontecimientos como la prolongada Guerra de Marruecos —desde 1909—; la «Semana Trágica de Barcelona» en verano de ese mismo año, con la huelga, la represión y el fusilamiento del pedagogo anarquista Ferrer i Guàrdia, acusado de instigarla, y la crisis del gobierno de Antonio Maura; y el levantamiento de las Juntas de Defensa del Arma de Infantería en verano de 1917, organización de carácter sindical formada en el ejército, y la consiguiente tensión militar en el país, que lleva a dimitir al entonces presidente García Prieto —año en que también tienen lugar la Asamblea de Parlamentarios en Barcelona, exigiendo la convocatoria de Cortes Constituyentes para conseguir la autonomía regional, y la Huelga General. Ortega responde a la situación de su país en esa difícil fecha publicando el artículo de hondo calado titulado «Del momento político. Bajo el arco en ruina», que recogería en 1931 en su libro La redención de las provincias y la decencia nacional. Pero la situación por la cruenta guerra en Europa es, a su vez, crecientemente problemática con la Revolución en Rusia en ese año de 1917. Estos acontecimientos suponen nuevas indentaciones al esfuerzo del intérprete activo de la circunstancia española y continental.
Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset — Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».
Se ofrece al lector el texto según la última versión que el autor publicó. En el caso de la obra editada de forma póstuma, se sigue el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor —como por ejemplo su reconocible «rigoroso» frente al más común «riguroso»—, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum, leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.
En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus —generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.
En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Iván Caja Hernández-Ranera y Jaime de Salas Ortueta, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, Cristina Blas Nistal, José Ramón Carriazo Ruiz, María Isabel Ferreiro Lavedán, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Felipe González Alcázar, Azucena López Cobo, Juan Padilla Moreno y Javier Zamora Bonilla.
Antes de comenzar a decir lo que he de deciros tengo que empezar dándoos gracias por la benévola curiosidad con que habéis acudido a esta cita de difusa esperanza española, y pediros que, dilatando un poco más vuestra benevolencia, suspendáis un momento los juicios previos que hayáis formado sobre lo que este acto, como todo acto, tiene de personal. Porque antes de que las palabras vuelquen su sentido sobre los que escuchan, llegan a la audición como sones timbrados por una voz de un individuo, y pudiera ocurrir que el haber juzgado previamente inmodesto y excesivo que ese individuo levante su voz dañe a la comprensión seria de los pensamientos que van a conducir las palabras sobre sus alas sonoras.
Harto conozco no ser uso en nuestro país que a quien no ha entrado en un cierto gremio formado por gentes que ejercen un equívoco oficio bajo el nombre de políticos se le repute como un normal derecho venir a hablar en público de los grandes temas nacionales. Al político, sí; a ése le es permitido hablar de medicina en la apertura de una Academia, de agricultura en una Sociedad campesina, de poesía en un Ateneo; estoy por decir que de teología en todas partes; pero a quien no es político, ¡hablar de política! Esto es hacer usos nuevos, y nada arguye tan grande inmodestia como el intento de nuevos usos. Por eso, yo os ruego que con generosidad desarticuléis de vuestro estado de espíritu actual estas opiniones, tal vez justas, contra mi persona, y siento no encontrar en este instante fórmula ni modo para decir en una sola frase hondamente cordial, en que ambas cosas quedaran por igual acentuadas, que os pido perdón por lo que acaso es mi osadía, pero que no tengo derecho en el resto de mi conferencia a renunciar, por pareceros humilde, a la energía y hasta a la acritud propia a algunas ideas que voy a exponer. Escuchadme, pues, como una voz anónima y sin timbre individual que viniera a sonar entre vosotros.
Porque, en verdad, no se trata de mí ni de unas ideas mías. Yo vengo a hablaros en nombre de la Liga de Educación Política Española, una Asociación hace poco nacida, compuesta de hombres que, como yo y buena parte de los que me escucháis, se hallan en el medio del camino de su vida. No se trata, por consiguiente, de ideas originales que puedan haber sobrevenido al que está hablando en una buena tarde; se trata de todo lo contrario: de ideas, de sentimientos, de energías, de resoluciones comunes, por fuerza, a todos los que hemos vivido sometidos a un mismo régimen de amarguras históricas, de toda una ideología y toda una sensibilidad yacente, de seguro, en el alma colectiva de una generación que se caracteriza por no haber manifestado apresuramientos personales; que, falta tal vez de brillantez, ha sabido vivir con severidad y con tristeza; que no habiendo tenido maestros, por culpa ajena, ha tenido que rehacerse las bases mismas de su espíritu; que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia. Y, por encima de todo esto, una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que, como tuve ocasión de escribir no hace mucho, al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, no piensa en las victorias de la Cruz, no suscita la imagen de un cielo azul y bajo él un esplendor, sino que meramente siente, y esto que siente es dolor.
Quisiera gritar lo menos posible. Decía Leonardo de Vinci que dove si grida non è vera scienza,donde se grita no hay buen conocimiento. La Liga de Educación Política se propone mover un poco de guerra a esas políticas tejidas exclusivamente de alaridos, y por eso, aun cuando cree que sólo hay política donde intervienen las grandes masas sociales, que sólo para ellas, con ellas y por ellas existe toda política, comienza dirigiéndose primero a aquellas minorías que gozan en la actual organización de la sociedad del privilegio de ser más cultas, más reflexivas, más responsables, y a éstas pide su colaboración para inmediatamente transmitir su entusiasmo, sus pensamientos, su solicitud, su coraje, sobre esas pobres grandes muchedumbres dolientes.
Al hablaros, frente a la vieja, de una nueva política, no aspiro, por consiguiente, a inventar ningún nuevo mundo. Acercándose a la política es cuestión de honradez para el ideólogo torcer el cuello a sus pretensiones de pensador original. Un principio, nuevo como idea, no puede mover a las gentes. Nueva política es nueva declaración y voluntad de pensamientos, que, más o menos claros, se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciudadanos.
Decía genialmente Fichte que el secreto de la política de Napoleón, y en general el secreto de toda política, consiste simplemente en esto: declarar lo que es, donde por lo que es entendía aquella realidad de subsuelo que viene a constituir en cada época, en cada instante, la opinión verdadera e íntima de una parte de la sociedad.
Todos habréis experimentado hasta qué punto es difícil saber cuáles son nuestras verdaderas, íntimas, decisivas opiniones sobre la mayor parte de las cosas: hablamos de ellas, opinamos sobre ellas, porque el trato o la utilidad nos obligan a decir algo, a tomar alguna posición. Pero bien notamos que algo en nosotros se resiste a reconocer en esas opiniones emitidas por nuestros labios nuestras verdaderas opiniones: no daríamos por ellas ni una sola hora de sueño. Y no es que mintamos: esto supondría que decimos una cosa y pensamos claramente otra. Lo único de que sinceramente nos percatamos es de que allá el fondo oscuro e íntimo de nuestra personalidad no se siente ligado integralmente a esas opiniones que dicen nuestros labios o que hace como que piensa nuestra mente; no son opiniones sentidas; no son, por tanto, nuestras opiniones. Son los tópicos recibidos y ambientes, son las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público y que se van depositando sobre el haz de nuestra personalidad como una costra de opiniones muertas y sin dinamismo.
La política es tanto como obra de pensamiento obra de voluntad; no basta con que unas ideas pasen galopando por unas cabezas; es menester que socialmente se realicen, y para ello que se pongan resueltamente a su servicio las energías más decididas de anchos grupos sociales.
Y para esto, para que las ideas sean impetuosamente servidas, es menester que sean antes plenamente queridas, sin reservas, sin escepticismo, que hinchen totalmente el volumen de los corazones.
Mas ocurre que las gentes, unas por falta de cultura, otras por falta de poder reflexivo, otras porque no han tenido solaz, otras por falta de valor (ya veremos que también hace falta algún valor para pensar lealmente consigo mismo), no han podido ver claro, formularse claramente ese su íntimo hondo sentir. De aquí la misión que, según Fichte, compete al político, al verdadero político: declarar lo que es,desprenderse de los tópicos ambientes y sin virtud, de los motes viejos y, penetrando en el fondo del alma colectiva, tratar de sacar a luz en fórmulas claras, evidentes, esas opiniones inexpresas, íntimas de un grupo social, de una generación, por ejemplo. Sólo entonces será fecunda la labor de esa generación: cuando vea claramente qué es lo que quiere.
En épocas críticas puede una generación condenarse a histórica esterilidad por no haber tenido el valor de licenciar las palabras recibidas, los credos agónicos, y hacer en su lugar la enérgica afirmación de sus propios, nuevos sentimientos. Como cada individuo, cada generación, si quiere ser útil a la humanidad, ha de comenzar por ser fiel a sí misma.
Comprenderéis que el empeño parece en tal punto excesivo, que tomarlo alguien sobre sí, y, sobre todo, alguien como yo, sería sencillamente intolerable, si no estuviéramos todos y cada uno obligados a ensayarlo en todos los momentos, cada cual a su manera.
Nuestra generación parece un poco remisa a acudir a una brecha donde es menester que ponga su cuerpo. Y esto no sería tan absolutamente grave como es si no trajera consigo y significara el fracaso de nuestra generación, y si este fracaso de nuestra generación no fuera, tal vez, según los momentos que llegan, posible anuncio del fracaso definitivo de nuestro pueblo.
Es una ilusión pueril creer que está garantizada en alguna parte la eternidad de los pueblos; de la historia, que es una arena toda de ferocidades, han desaparecido muchas razas como entidades independientes. En historia, vivir no es dejarse vivir; en historia, vivir es ocuparse muy seriamente, muy conscientemente del vivir, como si fuera un oficio. Por esto es menester que nuestra generación se preocupe con toda consciencia, premeditadamente, orgánicamente, del porvenir nacional. Es preciso, en suma, hacer una llamada enérgica a nuestra generación, y si no la llama quien tenga positivos títulos para llamarla, es forzoso que la llame cualquiera, por ejemplo, yo.
Casi diría que los pensamientos más urgentes que tenemos que comunicarnos unos a otros podrían nacer todos de la meditación de este hecho: que sea preciso llamar a las nuevas generaciones. Esto quiere decir, por lo pronto, que no están ahí, en su puesto de honor.
Naturalmente, por nuevas generaciones no se me ha de entender sólo esos pocos individuos que gozan de privilegios sociales por el nacimiento o por el personal esfuerzo, sino igualmente a las muchedumbres coetáneas. Más aún; las muchedumbres, para los efectos políticos, tienen siempre como una media edad: el pueblo ni es nunca viejo ni es nunca infantil: goza de una perpetua juventud. De modo, que decir que las generaciones nuevas no han acudido a la política es como decir que el pueblo, en general, vive una falta de fe y de esperanzas políticas gravísima.
Con todos sus terribles defectos, señores, habían, hasta no hace mucho, los partidos políticos, los partidos parlamentarios, subsistido como inmersos en la fluencia general de la vida española; nunca había faltado por completo una actividad de ósmosis y endósmosis entre la España parlamentaria y la España no parlamentaria, entre los organismos siempre un poco artificiales de los partidos y el organismo espontáneo, difuso, envolvente, de la nación. Merced a esto pudieron ir renovando, evolutivamente, de una manera normal y continua, sus elementos conforme los perdían. Cuando la muerte barría de un partido los miembros más antiguos, los huecos se llenaban automáticamente por hombres un poco más jóvenes, que, incorporando al tesoro ideal de principios del partido algo de esa su poca novedad, dotaban al programa, y lo que es más importante, a la fisonomía moral del grupo, de poderes atractivos sobre las nuevas generaciones. Pero desde hace algún tiempo esa función de pequeñas renovaciones continuas en el espíritu, en lo intelectual y moral de los partidos, ha venido a faltar, y privados de esa actividad —que es la mínima operación orgánica—, esa actividad de ósmosis y endósmosis con el ambiente, los partidos se han ido anquilosando, petrificando, y, consecuentemente, han ido perdiendo toda intimidad con la nación.
Estas expresiones mías, sin embargo, no aciertan a declarar con evidencia la enorme gravedad de la situación: parecen, poco más o menos, como esa frase estereotipada de que usan los periódicos cuando suelen anunciar que tal Gobierno se ha apartado de la opinión. Pero yo me refiero a una cosa más grave. No se trata de que un Gobierno se haya apartado en un asunto transitorio de legislación o de ejercicio autoritario, de la opinión pública, no; es que los partidos íntegros de que esos Gobiernos salieron y salen, es que el Parlamento entero, es que todas aquellas Corporaciones sobre que influye o es directamente influido el mundo de los políticos, más aún, los periódicos mismos, que son como los aparatos productores del ambiente que ese mundo respira, todo ello, de la derecha a la izquierda, de arriba abajo, está situado fuera y aparte de las corrientes centrales del alma española actual. Yo no digo que esas corrientes de la vitalidad nacional sean muy vigorosas (dentro de poco veremos que no lo son), pero, robustas o débiles, son las únicas fuentes de energía y posible renacer. Lo que sí afirmo es que todos esos organismos de nuestra sociedad —que van del Parlamento al periódico y de la escuela rural a la Universidad—, todo eso que, aunándolo en un nombre, llamaremos la España oficial, es el inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes.
Esto es lo grave, lo gravísimo.
Se ha dicho que todas las épocas son épocas de transición. ¿Quién lo duda? Así es. En todas las épocas la sustancia histórica, es decir, la sensibilidad íntima de cada pueblo, se encuentra en transformación. De la misma suerte que, como ya decía el antiquísimo pensador de Jonia, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque éste es algo fluyente y variable de momento a momento, así cada nuevo lustro, al llegar, encuentra la sensibilidad del pueblo, de la nación, un poco variada. Unas cuantas palabras han caído en desuso y otras se han puesto en circulación; han cambiado un poco los gustos estéticos y los programas políticos han trastrocado algunas de sus tildes. Esto es lo que suele acontecer. Pero es un error creer que todas las épocas son en este sentido épocas de transición. No, no; hay épocas de brinco y crisis subitánea, en que una multitud de pequeñas variaciones acumuladas en lo inconsciente brotan de pronto, originando una desviación radical y momentánea en el centro de gravedad de la conciencia pública.
Y entonces sobreviene lo que hoy en nuestra nación presenciamos: dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.
Éste es, señores, el hecho máximo de la España actual, y todos los demás no son sino detalles que necesitan ser interpretados bajo la luz por aquél proyectada.
Lo que antes decíamos de que las nuevas generaciones no entran en la política, no es más que una vista parcial de las muchas que pueden tomarse sobre este hecho típico: las nuevas generaciones advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española. ¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión, si es imposible toda inteligencia?
En esto es menester que hablemos con toda claridad. No nos entendemos la España oficial y la España nueva, que, repito, será modesta, será pequeña, será pobre, pero que es otra cosa que aquélla; no nos entendemos. Una misma palabra pronunciada por unos o por otros significa cosas distintas, porque va, por decirlo así, transida de emociones antagónicas.
Tal vez alguien diga que son estas afirmaciones gratuitas del sesgo acostumbrado siempre y conocido a la vanidad de los ideólogos.
Creo que para obviar este juicio bastaría con que nos volviéramos a algunas cosas concretas de lo que está pasando.
Ahora se van a abrir unas Cortes; estas Cortes no creo que las haya inventado precisamente un ideólogo; todo lo contrario; ¿no es cierto? Pues bien; salvo Pablo Iglesias y algunos otros elementos, componen esas Cortes partidos que por sus títulos, por sus maneras, por sus hombres, por sus principios y por sus procedimientos podrían considerarse como continuación de cualesquiera de las Cortes de 1875 acá. Y esos partidos tienen a su clientela en los altos puestos administrativos, gubernativos, seudotécnicos, inundando los Consejos de Administración de todas las grandes Compañías, usufructuando todo lo que en España hay de instrumento de Estado. Todavía más; esos partidos encuentran en la mejor Prensa los más amplios y más fieles resonadores. ¿Qué les falta? Todo lo que en España hay de propiamente público, de estructura social, está en sus manos, y, sin embargo, ¿qué ocurre? ¿Ocurre que estas Cortes que ahora comienzan no van a poder legislar sobre ningún tema de algún momento, no van a poder preparar porvenir? No ya eso. Ocurre, sencillamente, que no pueden vivir, porque para un organismo de esta naturaleza vivir al día, en continuo susto, sin poder tomar una trayectoria un poco amplia, equivale a no poder vivir. De suerte que no necesitan esos partidos viejos que vengan nuevos enemigos a romperles, sino que ellos mismos, abandonados a sí mismos, aun dentro de su vida convencional, no tienen los elementos necesarios para poder ir tirando. ¿Veis cómo es una España que por sí misma se derrumba?
Lo mismo podría decirse de todas las demás estructuras sociales que conviven con esos partidos: de los periódicos, de las Academias, de los Ministerios, de las Universidades, etcétera, etcétera. No hay ninguno de ellos hoy en España que sea respetado, y exceptuando el Ejército no hay ninguno que sea temido.
La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación.
Conste, pues, que no he hecho aquí la crítica, cien veces repetida, de los abusos y errores que unos partidos, unos periódicos, unos Ministerios vengan cometiendo. Sus abusos me traen sin cuidado para los efectos de la nueva orientación política que busco y de que hoy os ofrezco, como la previa cuadrícula, la pauta de conceptos generales donde habrá de irse encontrando en sus detalles. Los abusos no constituyen nunca, nunca, sino enfermedades localizadas a quienes se puede hacer frente con el resto sano del organismo. Por eso no pienso como Costa, que atribuía la mengua de España a los pecados de las clases gobernantes, por tanto, a errores puramente políticos. No; las clases gobernantes durante siglos —salvas breves épocas— han gobernado mal no por casualidad, sino porque la España gobernada estaba tan enferma como ellas. Yo sostengo un punto de vista más duro, como juicio del pasado, pero más optimista en lo que afecta al porvenir. Toda una España —con sus gobernantes y sus gobernados—, con sus abusos y con sus usos, está acabando de morir.
Y como son sus usos, y no sólo sus abusos, a quienes ha llegado la hora de fenecer, no necesita de crítica ni de grandes enemigos y terribles luchas para sucumbir.
Mis palabras, pues, no son otra cosa sino la declaración de que la nueva política ha de partir de este hecho: cuanto ocupa la superficie y es la apariencia y caparazón de la España de hoy, la España oficial, está muerto. La nueva política no necesita, en consecuencia, criticar la vieja ni darle grandes batallas; necesita sólo tomar la filiación de sus cadavéricos rasgos, obligarla a ocupar su sepulcro en todos los lugares y formas donde la encuentre y pensar en nuevos principios afirmativos y constructores.
No he de insistir, naturalmente, en traer pruebas para esto. Yo no pretendo hoy demostrar nada; vengo simplemente a dirigir algunas alusiones al fondo de vuestras conciencias. Allí es donde podréis lealmente buscar la confirmación de mis aseveraciones. No vengo a traeros silogismos, sino a proponeros simples intuiciones de realidad.
Pero, además, no es sino muy natural que acontezca en España esto que acontece; y si lo que voy a decir ahora es en cierta manera nuevo, que no lo es, pero nuevo para un público un poco amplio, es porque no se quiere pensar seriamente en política.
La nueva política, todo eso que, en forma de proyecto y de aspiración, late vagamente dentro de todos nosotros, tiene que comenzar por ampliar sumamente los contornos del concepto político. Y es menester que signifique muchas otras actividades sobre la electoral, parlamentaria y gubernativa; es preciso que, trasponiendo el recinto de las relaciones jurídicas, incluya en sí todas las formas, principios e instintos de socialización. La nueva política es menester que comience a diferenciarse de la vieja política en no ser para ella lo más importante, en ser para ella casi lo menos importante la captación del gobierno de España, y ser, en cambio, lo único importante el aumento y fomento de la vitalidad de España. De suerte que llegará un día (¿quién lo duda?) en que, con unos u otros hombres, la nueva política ganará sus elecciones y tendrán gentes de su espíritu las varas de alcaldes; pero esto no pesará en su satisfacción ni un adarme más que el haber conseguido, por ejemplo, que se publique un buen libro de anatomía o de electricidad, o haber hecho que se forme por los labriegos perdidos en el áspero rincón de una montaña una Sociedad agrícola de resistencia.
Con esto está dicho que el Estado español, es decir, el buen compás jurídico, el formalismo oficial, el orden público, en una palabra, no es precisamente a quien nosotros deseamos servir en última instancia. Es más; si el Estado español fuera el que se hallara enfermo por errores de esto que se ha llamado política, entonces probablemente no tendríamos por qué considerarnos obligados moralmente a servir en la vida pública. Lo malo es que no es el Estado español quien está enfermo por externos errores de política sólo; que quien está enferma, casi moribunda, es la raza, la sustancia nacional, y que, por tanto, la política no es la solución suficiente del problema nacional porque es éste un problema histórico. Por tanto, esta nueva política tiene que tener conciencia de sí misma y comprender que no puede reducirse a unos cuantos ratos de frívola peroración ni a unos cuantos asuntos jurídicos, sino que la nueva política tiene que ser toda una actitud histórica. Ésta es una diferencia esencial. El Estado español y la sociedad española no pueden valernos igualmente lo mismo, porque es posible que entren en conflicto, y cuando entren en conflicto es menester que estemos preparados para servir a la sociedad frente a ese Estado, que es sólo como el caparazón jurídico, como el formalismo externo de su vida. Y si fuera, como es para el Estado español, como para todo Estado, lo más importante el orden público, es menester que declaremos con lealtad que no es para nosotros lo más importante el orden público, que antes del orden público hay la vitalidad nacional.
Si tenéis algún deseo de entender bien nuestras aspiraciones y queréis, desde luego, ser justos con aquello que hay de pretensión de novedad en nuestros propósitos —no esperando a que hasta los ciegos lo tengan que reconocer—, es necesario que toméis completamente en serio esa ampliación del concepto «política» que yo acabo de exigir; que la realicéis en vuestro pensamiento y advirtáis las consecuencias a que lleva.
Todas las labores que hasta ahora realizan todos los partidos se reducen a preparar, conquistar y ejercer la actuación de gobierno. Política es, hasta ahora, sólo gobierno y táctica para la captación de gobierno. Sólo en parte, y en parte sólo, habremos de considerar como excepciones el partido socialista y el movimiento sindical; que por esto son las únicas potencias de modernidad que existen hoy en la vida pública española, y con las cuales nosotros nos confundiríamos si no se limitaran, sobre todo el socialismo, a credos dogmáticos con todos los inconvenientes para la libertad que tiene una religión doctrinal.
Consideramos el Gobierno, el Estado, como uno de los órganos de la vida nacional; pero no como el único ni siquiera el decisivo. Hay que exigir a la máquina Estado mayor, mucho mayor rendimiento de utilidades sociales que ha dado hasta aquí; pero aunque diera cuanto idealmente le es posible dar, queda por exigir mucho más a los otros órganos nacionales que no son el Estado, que no es el Gobierno, que es la libre espontaneidad de la sociedad.
De modo que nuestra actuación política ha de tener constantemente dos dimensiones: la de hacer eficaz la máquina Estado y la de suscitar, estructurar y aumentar la vida nacional en lo que es independiente del Estado. Nosotros iremos a las villas y a las aldeas, no sólo a pedir votos para obtener actas de legisladores y poder de gobernantes, sino que nuestras propagandas serán a la vez creadoras de órganos de socialidad, de cultura, de técnica, de mutualismo, de vida, en fin, humana en todos sus sentidos: de energía pública que se levante sin gestos precarios frente a la tendencia fatal en todo Estado de asumir en sí la vida entera de una sociedad.
Por esto es, en nuestra opinión, «política» toda una actitud histórica. La Historia, según hoy se entiende, no es, en primer término, la historia de las batallas, ni de los jefes de Gobierno, ni de los Parlamentos; no es la historia de los Estados, que es el cauce o estuario, sino de las vitalidades nacionales, que son los torrentes.
Esto de que con tanta insistencia aparezca, no sólo en mis palabras, que es lo de menos, sino en el fondo de las conciencias de esa España no oficial, el término y la idea de la vitalidad nacional y su oposición a eso que se llama el orden público, indica que deben significar cosa distinta de lo que a primera vista aparece. Pues es natural, es evidente: nadie está dispuesto a defender que sea la Nación para el Estado y no el Estado para la Nación, que sea la vida para el orden público y no el orden público para la vida. Algo, pues, debe haber latente, y es la convicción de que hay motivos para que sea de especial urgencia entender por política el conjunto de labores cuyo fin sea el aumento del pulso vital de España, especialmente aquéllas que signifiquen el violento acoso de esta raza valetudinaria hacia una enérgica existencia.
La lealtad puede decirse que es el camino más corto entre dos corazones, y yo ahora no hago sino dirigirme al fondo leal de los vuestros y preguntaros si allá, en ese fondo insobornable que no se deja desorientar nunca por completo, al comparar la época actual con la que queda del otro lado —por lo menos en el pleno dominio de la conciencia española—, del otro lado del 98, si no notáis que es característica de la actual la sospecha recia y trágica de que no ha sido sólo éste o el otro Gobierno, tal institución o tal otra, quien ha llegado por sus errores y sus faltas a desvirtuar la energía nacional al punto a que ha llegado; y estoy seguro de que en ese fondo leal de vosotros a que antes me refería, si recordáis lo que os pasara siempre que hayáis pensado en un tema político con un poco de atención, habréis sorprendido en vosotros la sospecha previa de que las soluciones políticas no son bastantes; de que, bajo las presentes o posibles texturas legales, la raza se halla como exánime; de que no se puede contar, por lo menos de antemano y como han contado y cuentan otros pueblos, con una abundancia de energías que sólo aguardan cauce, que sólo le quedan como unos hilillos de vitalidad histórica, y de que, por tanto, toda solución meramente política es insuficiente.
Por esta trágica convicción, señores, nos preocupa tanto afirmar la necesidad de anteponer el salvamento de nuestra vida étnica a toda jurídica delicadeza, porque estamos en el fondo convencidos de que tenemos muy poca vida, de que urge acudir a salvar esos últimos restos de potencialidad española.
Y es claro que, bajo esta trágica convicción, el orden público, la paz jurídica no perderán el carácter de cosas respetables, pero francamente se convertirán en respetables nimiedades. Nuestro problema es mucho más grande, mucho más hondo; no es vivir con orden, es vivir primero.
Estas dos emociones radicales, la de abrigar vivas sospechas sobre el positivo vigor histórico de nuestra raza y, en consecuencia, la de estar dispuestos a anteponer todos aquellos medios que sean necesarios para avivarlas a las meras ficciones y apariencias de buen gobierno, significa que ha entrado España en una época de la pública sensibilidad incompatible e incomunicante con otra época que se conoce en la Historia con el nombre de Restauración, la cual gravitaba sobre las dos ideas más opuestas a éstas que cabe imaginar. Y como el ser toda una actitud histórica es el carácter que tiene que tener la nueva política, antes de comenzar la actividad conviene que tomemos una clara orientación histórica.
Aquel apartamiento de la política de las nuevas generaciones, esa senilidad, esa desintegración fatal de los partidos vigentes, esa conducta de fantasmas que llevan los organismos de la España oficial frente a la nueva, debían recibir una sencilla denominación histórica; eso tiene un nombre, hay que ponérselo: es que asistimos al fin de la crisis de la Restauración, crisis de sus hombres, de sus partidos, de sus periódicos, de sus procedimientos, de sus ideas, de sus gustos y hasta de su vocabulario; en estos años, en estos meses concluye la Restauración la liquidación de su ajuar; y si se obstina en no morir definitivamente, yo os diría a vosotros —de quienes tengo derecho a suponer exigencias de reflexión y conciencia elevadamente culta—, yo os diría que nuestra bandera tendría que ser ésta: «la muerte de la Restauración»: «Hay que matar bien a los muertos».
¿Qué es la Restauración, señores? Según Cánovas, la continuación de la historia de España. ¡Mal año para la historia de España si legítimamente valiera la Restauración como su secuencia! Afortunadamente, es todo lo contrario. La Restauración significa la detención de la vida nacional. No había habido en los españoles, durante los primeros cincuenta años del siglo xix, complejidad, reflexión, plenitud de intelecto, pero había habido coraje, esfuerzo, dinamismo. Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo y fueran sustituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno. Riego y Narváez, por ejemplo, son, como pensadores, ¡la verdad!, un par de desventuras; pero son como seres vivos dos altas llamaradas de esfuerzo.
Hacia el año 1854 —que es donde en lo soterraño se inicia la Restauración— comienzan a apagarse sobre este haz triste de España los esplendores de ese incendio de energías; los dinamismos van viniendo luego a tierra como proyectiles que han cumplido su parábola; la vida española se repliega sobre sí misma, se hace hueco de sí misma. Este vivir el hueco de la propia vida fue la Restauración.
En pueblos de ánimo más completo y armónico que el nuestro puede, a una época de dinamismo, suceder fecundamente una época de tranquilidad, de quietud, de éxtasis. El intelecto es el encargado de suscitar y organizar los intereses tranquilos y estáticos, como son el buen gobierno, la economía, el aumento de los medios, de la técnica. Pero ha sido la característica de nuestro pueblo haber brillado más como esforzado que como inteligente.
Vida española, digámoslo lealmente, señores, vida española, hasta ahora, ha sido posible sólo como dinamismo.
Cuando nuestra nación deja de ser dinámica cae de golpe en un hondísimo letargo y no ejerce más función vital que la de soñar que vive.
Así parece como que en la Restauración nada falta. Hay allí grandes estadistas, grandes pensadores, grandes generales, grandes partidos, grandes aprestos, grandes luchas: nuestro ejército en Tetuán combate con los moros lo mismo que en tiempo de Gonzalo de Córdoba; en busca del Norte enemigo hienden la espalda del mar nuestras carenas, como en tiempos de Felipe II; Pereda es Hurtado de Mendoza, y en Echegaray retoña Calderón. Pero todo esto acontece dentro de la órbita de un sueño; es la imagen de una vida donde sólo hay de real el acto que la imagina.
La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría.
«No llamé Restauración a la contrarrevolución —dice Cánovas—, sino conciliación». «No haya vencedores ni vencidos» —dice otra vez. ¿No son sospechosas, no os suenan como propósitos turbios estas palabras? Esta premeditada renuncia a la lucha, ¿se ha realizado alguna vez y en alguna parte en otra forma que no sea la complicidad y el amigable reparto? «Orden», «orden público», «paz»... es la única voz que se escucha de un cabo a otro de la Restauración. Y para que no se altere el orden público se renuncia a atacar ninguno de los problemas vitales de España, porque, naturalmente, si se ataca un problema visceral, la raza, si no está muerta del todo, responde dando una embestida, levantando sus dos brazos, su derecha y su izquierda, en fuerte contienda saludable.
Y para que sea imposible hasta el intento de atacarlos, el partido conservador, y Cánovas haciendo de buen Dios, construye, fabrica un partido liberal domesticado, una especie de buen diablo o de pobre diablo, con que se complete este cuadro paradisíaco.
Y todo intento de eficaz liberalismo es aplastado, es agostado. Recordad si no la izquierda dinástica, que se parece tanto a ciertas evoluciones de nuestros días.
