Meditaciones del Quijote - José Ortega y Gasset - E-Book

Meditaciones del Quijote E-Book

Jose Ortega Y. Gasset

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Beschreibung

«Meditaciones del Quijote» es una de las cumbres de la literatura en español y un ensayo filosófico movido por el amor intellectualis que busca la conexión de lo existente. Su publicación en 1914 consagró a José Ortega y Gasset como portavoz de la generación de intelectuales que se levantaba contra la «vieja política». Negando la nación de la que eran herederos, sentían la necesidad de hacer «experimentos de nueva España». Europa, ciencia, competencia eran sus lemas. Ortega quería «salvar» -elevar «a la plenitud de su significado»- algunos momentos culminantes de la cultura española. Entre ellos, el «estilo poético» de Cervantes, en el que encontraba «una filosofía y una moral, una ciencia y una política» con las que emprender una modernidad distinta a la idealista.

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Seitenzahl: 283

Veröffentlichungsjahr: 2022

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José Ortega y Gasset

Meditaciones del Quijotey otros ensayos

Índice

Nota preliminar

MEDITACIONES DEL QUIJOTE

Lector...

Meditación preliminar

1. El bosque

2. Profundidad y superficie

3. Arroyos y oropéndolas

4. Trasmundos

5. Restauración y erudición

6. Cultura mediterránea

7. Lo que dijo a Goethe un capitán

8. La pantera o del sensualismo

9. Las cosas y su sentido

10. El concepto

11. Cultura. – Seguridad

12. La luz como imperativo

13. Integración

14. Parábola

15. La crítica como patriotismo

Meditación primera

1. Géneros literarios

2. Novelas ejemplares

3. Épica

4. Poesía del pasado

5. El rapsoda

6. Helena y Madame Bovary

7. El mito, fermento de la historia

8. Libros de caballerías

9. El retablo de maese Pedro

10. Poesía y realidad

11. La realidad, fermento del mito

12. Los molinos de viento

13. La poesía realista

14. Mimo

15. El héroe

16. Intervención del lirismo

17. La tragedia

18. La comedia

19. La tragicomedia

20. Flaubert, Cervantes, Darwin

OTROS ENSAYOS

Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa

Cuestión económica

Un precursor

Méritos del balbucir

España, un ademán

Pragmatismo que no lo es y razas que no lo son

Sobre un pensamiento de Schelling

Intermezzo: recuerdo tríptico

La irrupción de los Hércules bárbaros

Un Hércules débil

Baroja, el Can

Baroja cristiano

Cambio de ruta

[Variaciones sobre la circum-stantia]

La agonía de la novela

La voluntad del barroco

I

II

III

IV

V

[Final]

Créditos

Nota preliminar

En julio de 1914, editado por Juan Ramón Jiménez en la Residencia de Estudiantes, se publicó el primer libro de José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, uno de los hitos del pensamiento en español del siglo XX. Era el primer volumen de un proyecto más ambicioso, como muestra el prólogo titulado «Lector...» y la serie de Meditaciones anunciadas en la contraportada:

Meditaciones por José Ortega y Gasset

I. Meditaciones del Quijote. –Meditación preliminar. –1. Meditación Primera. (Breve tratado de la novela).

Meditaciones del Quijote. –2. ¿Cómo Miguel de Cervantes solía ver el mundo? –3. El alcionismo de Cervantes.

En prensa

II. Azorín: primores de lo vulgar.

III. Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa.

En preparación

IV. La estética de Myo Cid.

V. Ensayo sobre la limitación.

VI. Nuevas vidas paralelas: Goethe y Lope de Vega.

VII. Meditación de las danzarinas.

VIII. Las postrimerías.

IX. El pensador de Illescas.

X. Paquiro, o de las corridas de toros.

Ni la segunda entrega de las Meditaciones del Quijote ni el resto de Meditaciones anunciadas llegaron a publicarse en la forma aquí prevista. Algunas, como las referidas a Baroja y a Azorín, aparecieron años después en los dos primeros tomos de El Espectador (1916 y 1917, respectivamente). La dedicada a Baroja se tituló allí «Ideas sobre Pío Baroja» y en la tercera edición de 1928 se añadió «Una primera vista sobre Baroja (Apéndice)». Una buena parte de esta Meditación quedó, no obstante, inédita y se publicó póstumamente como «Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa». Se reproduce en este volumen por su conexión con el proyecto inicial de Meditaciones del Quijote. Este texto, cuyo final previsto era «Una primera vista sobre Baroja», está relacionado con la «Meditación primera. (Breve tratado de la novela)», inicialmente pensada como parte de la Meditación sobre Baroja con el título «La agonía de la novela», el cual fue modificado al pasar a Meditaciones del Quijote, al tiempo que se incorporó el apartado «Novelas ejemplares» y cuatro párrafos introductorios. «Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa» encuentra su continuidad en otros dos textos publicados en este volumen, «[Variaciones sobre la circum-stantia]» y «La voluntad del Barroco», que también quedaron inéditos, excepto el segundo apartado de este último que se publicó, con algunas modificaciones respecto al manuscrito que aquí ofrecemos, en La Prensa de Buenos Aires el 12 de agosto de 1915. Podemos fechar la redacción final de todos ellos hacia 1912, aunque sabemos que Ortega trabajaba en algunas ideas sobre Baroja desde 1910.

Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset – Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».

Se ofrece al lector el texto según la última versión que el autor publicó. En el caso de la obra editada de forma póstuma, se sigue el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor –como por ejemplo su reconocible “rigoroso” frente al más común “riguroso”–, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum, leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.

En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus –generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.

En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Enrique Cabrero Blasco, Isabel Ferreiro Lavedán y Javier Zamora Bonilla, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, Cristina Blas Nistal, José Ramón Carriazo Ruiz, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Felipe González Alcázar, Azucena López Cobo y Juan Padilla Moreno.

Meditaciones del Quijote

Lector...

Bajo el título Meditaciones anuncia este primer volumen unos ensayos de varia lección que va a publicar un profesor de Filosofía in partibus infidelium.Versan unos –como esta serie de Meditaciones del Quijote– sobre temas de alto rumbo; otros sobre temas más modestos; algunos sobre temas humildes; todos, directa o indirectamente, acaban por referirse a las circunstancias españolas. Estos ensayos son para el autor –como la cátedra, el periódico o la política– modos diversos de ejercitar una misma actividad, de dar salida a un mismo afecto. No pretendo que esta actividad sea reconocida como la más importante en el mundo; me considero ante mí mismo justificado al advertir que es la única de que soy capaz. El afecto que a ella me mueve es el más vivo que encuentro en mi corazón. Resucitando el lindo nombre que usó Spinoza, yo le llamaría amor intellectualis. Se trata, pues, lector, de unos ensayos de amor intelectual.

Carecen por completo de valor informativo; no son tampoco epítomes –son más bien lo que un humanista del siglo XVII hubiera denominado «salvaciones». Se busca en ellos lo siguiente: dado un hecho –un hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor–, llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su significado. Colocar las materias de todo orden, que la vida, en su resaca perenne, arroja a nuestros pies como restos inhábiles de un naufragio, en postura tal que dé en ellos el sol innumerables reverberaciones.

Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de auxiliarla, para que logre esa su plenitud. Esto es amor –el amor a la perfección de lo amado.

Es frecuente en los cuadros de Rembrandt que un humilde lienzo blanco o gris, un grosero utensilio de menaje se halle envuelto en una atmósfera lumínica e irradiante, que otros pintores vierten sólo en torno a las testas de los santos. Y es como si nos dijera en delicada amonestación: ¡Santificadas sean las cosas! ¡Amadlas, amadlas! Cada cosa es un hada que reviste de miseria y vulgaridad sus tesoros interiores, y es una virgen que ha de ser enamorada para hacerse fecunda.

La «salvación» no equivale a loa ni ditirambo; puede haber en ella fuertes censuras. Lo importante es que el tema sea puesto en relación inmediata con las corrientes elementales del espíritu, con los motivos clásicos de la humana preocupación. Una vez entretejido con ellos queda transfigurado, transubstanciado, salvado.

Va, en consecuencia, fluyendo bajo la tierra espiritual de estos ensayos, riscosa a veces y áspera –con rumor ensordecido, blando, como si temiera ser oída demasiado claramente–, una doctrina de amor.

Yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio, que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo. Ahora bien; el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y nuestra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu. Sólo existe para nosotros aquel punto de ella donde nuestro resorte de odio se fija; todo lo demás, o nos es desconocido, o lo vamos olvidando, haciéndolo ajeno a nosotros. Cada instante va siendo el objeto menos, va consumiéndose, perdiendo valor. De esta suerte se ha convertido para el español el universo en una cosa rígida, seca, sórdida y desierta. Y cruzan nuestras almas por la vida, haciéndole una agria mueca, suspicaces y fugitivas como largos canes hambrientos. Entre las páginas simbólicas de toda una edad española, habrá siempre que incluir aquéllas tremendas donde Mateo Alemán dibuja la alegoría del Descontento.

Por el contrario, el amor nos liga a las cosas, aun cuando sea pasajeramente. Pregúntese el lector, ¿qué carácter nuevo sobreviene a una cosa cuando se vierte sobre ella la calidad de amada? ¿Qué es lo que sentimos cuando amamos una mujer, cuando amamos la ciencia, cuando amamos la patria? Y antes que otra nota hallaremos ésta: aquello que decimos amar se nos presenta como algo imprescindible. Lo amado es, por lo pronto, lo que nos parece imprescindible. ¡Imprescindible! Es decir, que no podemos vivir sin ello, que no podemos admitir una vida donde nosotros existiéramos y lo amado no –que lo consideramos como una parte de nosotros mismos. Hay, por consiguiente, en el amor una ampliación de la individualidad que absorbe otras cosas dentro de ésta, que las funde con nosotros. Tal ligamen y compenetración nos hace internarnos profundamente en las propiedades de lo amado. Lo vemos entero, se nos revela en todo su valor. Entonces advertimos que lo amado es, a su vez, parte de otra cosa, que necesita de ella, que está ligado a ella. Imprescindible para lo amado, se hace también imprescindible para nosotros. De este modo va ligando el amor cosa a cosa y todo a nosotros, en firme estructura esencial. Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo –según Platón, w{ste to; pa`n aujto;auJtw`≥ sundeJdevsqai, «a fin de que todo en el universo viva en conexión».

La inconexión es el aniquilamiento. El odio que fabrica inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad. En el mito caldeo de Izdubar-Nimrod, viéndose la diosa Ishtar, semi-Juno, semi-Afrodita, desdeñada por éste, amenaza a Anu, dios del cielo, con destruir todo lo creado sin más que suspender un instante las leyes del amor que junta a los seres, sin más que poner un calderón en la sinfonía del erotismo universal.

Los españoles ofrecemos a la vida un corazón blindado de rencor, y las cosas, rebotando en él, son despedidas cruelmente. Hay en derredor nuestro, desde hace siglos, un incesante y progresivo derrumbamiento de los valores.

Pudiéramos decirnos lo que un poeta satírico del siglo XVII dice contra Murtola, autor de un poema Della creatione del mondo:

Il creator di nulla fece il tutto,

Costui del tutto un nulla, e in conclusione,

L’un fece il mondo e l’altro l’ha distrutto.

Yo quisiera proponer en estos ensayos a los lectores más jóvenes que yo, únicos a quienes puedo, sin inmodestia, dirigirme personalmente, que expulsen de sus ánimos todo hábito de odiosidad y aspiren fuertemente a que el amor vuelva a administrar el universo.

Para intentar esto no hay en mi mano otro medio que presentarles sinceramente el espectáculo de un hombre agitado por el vivo afán de comprender. Entre las varias actividades de amor sólo hay una que pueda yo pretender contagiar a los demás: el afán de comprensión. Y habría henchido todas mis pretensiones si consiguiera tallar en aquella mínima porción del alma española que se encuentra a mi alcance algunas facetas nuevas de sensibilidad ideal. Las cosas no nos interesan porque no hallan en nosotros superficies favorables donde refractarse, y es menester que multipliquemos los haces de nuestro espíritu a fin de que temas innumerables lleguen a herirle.

Llámase en un diálogo platónico a este afán de comprensión ejrwtikh; maniva, «locura de amor». Pero aunque no fuera la forma originaria, la génesis y culminación de todo amor un ímpetu de comprender las cosas, creo que es su síntoma forzoso. Yo desconfío del amor de un hombre a su amigo o a su bandera cuando no le veo esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil. Y he observado que, por lo menos, a nosotros los españoles nos es más fácil enardecernos por un dogma moral que abrir nuestro pecho a las exigencias de la veracidad. De mejor grado entregamos definitivamente nuestro albedrío a una actitud moral rígida que mantenemos siempre abierto nuestro juicio, presto en todo momento a la reforma y corrección debidas. Diríase que abrazamos el imperativo moral como un arma para simplificarnos la vida aniquilando porciones inmensas del orbe. Con aguda mirada, ya había Nietzsche descubierto en ciertas actitudes morales formas y productos del rencor.

Nada que de éste provenga puede sernos simpático. El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas realmente suprimir. Lleva en nuestra fantasía aquél por quien sentimos rencor, el aspecto lívido de un cadáver; lo hemos matado, aniquilado, con la intención. Y luego, al hallarlo en la realidad firme y tranquilo, nos parece un muerto indócil, más fuerte que nuestros poderes, cuya existencia significa la burla personificada, el desdén viviente hacia nuestra débil condición.

Una manera más sabia de esta muerte anticipada que da a su enemigo el rencoroso, consiste en dejarse penetrar de un dogma moral, donde, alcoholizados por cierta ficción de heroísmo, lleguemos a creer que el enemigo no tiene ni un adarme de razón ni una tilde de derecho. Conocido y simbólico es el caso de aquella batalla contra los marcomanos en que echó Marco Aurelio por delante de sus soldados los leones del circo. Los enemigos retrocedieron espantados. Pero su caudillo, dando una gran voz, les dijo: «¡No temáis! ¡Son perros romanos!» Aquietados, los temerosos se revolvieron en victoriosa embestida. El amor combate también, no vegeta en la paz turbia de los compromisos; pero combate a los leones como leones y sólo llama perros a los que lo son.

Esta lucha con un enemigo a quien se comprende, es la verdadera tolerancia, la actitud propia de toda alma robusta. ¿Por qué en nuestra raza tan poco frecuente? José de Campos1*,aquel pensador del siglo XVIII, cuyo libro más interesante ha descubierto Azorín, escribía: «Las virtudes de condescendencia son escasas en los pueblos pobres». Es decir, en los pueblos débiles.

ESPERO que al leer esto nadie derivará la consecuencia de serme indiferente el ideal moral. Yo no desdeño la moralidad en beneficio de un frívolo jugar con las ideas. Las doctrinas inmoralistas que hasta ahora han llegado a mi conocimiento carecen de sentido común. Y a decir verdad, yo no dedico mis esfuerzos a otra cosa que a ver si logro poseer un poco de sentido común.

Pero, en reverencia del ideal moral, es preciso que combatamos sus mayores enemigos, que son las moralidades perversas. Y en mi entender –y no sólo en el mío–, lo son todas las morales utilitarias. Y no limpia a una moral del vicio utilitario dar un sesgo de rigidez a sus prescripciones. Conviene que nos mantengamos en guardia contra la rigidez, librea tradicional de las hipocresías. Es falso, es inhumano, es inmoral, filiar en la rigidez los rasgos fisonómicos de la bondad. En fin, no deja de ser utilitaria una moral porque ella no lo sea, si el individuo que la adopta la maneja utilitariamente para hacerse más cómoda y fácil la existencia.

Todo un linaje de los más soberanos espíritus viene pugnando siglo tras siglo para que purifiquemos nuestro ideal ético, haciéndolo cada vez más delicado y complejo, más cristalino y más íntimo. Gracias a ellos hemos llegado a no confundir el bien con el material cumplimiento de normas legales, una vez para siempre adoptadas, sino que, por el contrario, sólo nos parece moral un ánimo que antes de cada nueva acción trata de renovar el contacto inmediato con el valor ético en persona. Decidiendo nuestros actos en virtud de recetas dogmáticas intermediarias, no puede descender a ellos el carácter de bondad, exquisito y volátil como el más quintaesencial aroma. Éste puede sólo verterse en ellos directamente de la intuición viva y siempre como nueva de lo perfecto. Por tanto, será inmoral toda moral que no impere entre sus deberes el deber primario de hallarnos dispuestos constantemente a la reforma, corrección y aumento del ideal ético. Toda ética que ordene la reclusión perpetua de nuestro albedrío dentro de un sistema cerrado de valoraciones es ipso facto perversa. Como en las constituciones civiles que se llaman abiertas, ha de existir en ella un principio que mueva a la ampliación y enriquecimiento de la experiencia moral. Porque es el bien, como la naturaleza, un paisaje inmenso donde el hombre avanza en secular exploración. Con elevada conciencia de esto, Flaubert escribía una vez: «El ideal sólo es fecundo –entiéndase moralmente fecundo– cuando se hace entrar todo en él. Es un trabajo de amor y no de exclusión».

No se opone, pues, en mi alma la comprensión a la moral. Se opone a la moral perversa la moral integral para quien es la comprensión un claro y primario deber. Merced a él crece indefinidamente nuestro radio de cordialidad, y, en consecuencia, nuestras probabilidades de ser justos. Hay en el afán de comprender concentrada toda una actitud religiosa. Y, por mi parte, he de confesar que, a la mañana, cuando me levanto, recito una brevísima plegaria, vieja de miles de años, un versillo del Rig-Veda, que contiene estas pocas palabras aladas: «¡Señor, despiértanos alegres y danos conocimiento!» Preparado así, me interno en las horas luminosas o dolientes que trae el día.

¿Es, por ventura, demasiado oneroso este imperativo de la comprensión? ¿No es, acaso, lo menos que podemos hacer en servicio de algo comprenderlo? ¿Y quién, que sea leal consigo mismo, estará seguro de hacer lo más sin haber pasado por lo menos?

EN este sentido considero que es la filosofía la ciencia general del amor; dentro del globo intelectual representa el mayor ímpetu hacia una omnímoda conexión. Tanto que se hace en ella patente un matiz de diferencia entre el comprender y el mero saber. ¡Sabemos tantas cosas que no comprendemos! Toda la sabiduría de hechos es, en rigor, incomprensiva, y sólo puede justificarse entrando al servicio de una teoría.

La filosofía es idealmente lo contrario de la noticia, de la erudición. Lejos de mí desdeñar ésta; fue, sin duda, el saber noticioso un modo de la ciencia. Tuvo su hora. Allá en tiempos de Justo Lipsio, de Huet, o de Casaubon, no había encontrado el conocimiento filológico métodos seguros para descubrir en las masas torrenciales de hechos históricos la unidad de su sentido. No podía ser la investigación directamente investigación de la unidad oculta en los fenómenos. No había otro remedio que dar una cita casual en la memoria de un individuo al mayor cúmulo posible de noticias. Dotándolas así de una unidad externa –la unidad que hoy llamamos «cajón de sastre»–, podía esperarse que entraran unas con otras en espontáneas asociaciones, de las cuales saliera alguna luz. Esta unidad de los hechos, no en sí mismos, sino en la cabeza de un sujeto, es la erudición. Volver a ella en nuestra edad equivaldría a una regresión de la filología, como si la química tornara a la alquimia o la medicina a la magia. Poco a poco se van haciendo más raros los meros eruditos, y pronto asistiremos a la desaparición de los últimos mandarines.

Ocupa, pues, la erudición el extrarradio de la ciencia, porque se limita a acumular hechos, mientras la filosofía constituye su aspiración céntrica, porque es la pura síntesis. En la acumulación, los datos son sólo colegidos, y formando un montón, afirma cada cual su independencia, su inconexión. En la síntesis de hechos, por el contrario, desaparecen éstos como un alimento bien asimilado y queda de ellos sólo su vigor esencial.

Sería la ambición postrera de la filosofía llegar a una sola proposición en que se dijera toda la verdad. Así, las mil y doscientas páginas de la Lógica de Hegel son sólo preparación para poder pronunciar, con toda la plenitud de su significado, esta frase: «La idea es lo absoluto». Esta frase, en apariencia tan pobre, tiene en realidad un sentido literalmente infinito. Y al pensarla debidamente, todo este tesoro de significación explota de un golpe, y de un golpe vemos esclarecida la enorme perspectiva del mundo. A esta iluminación máxima llamaba yo comprender. Podrá ser tal o tal otra fórmula un error, podrán serlo cuantas se han ensayado; pero de sus ruinas como doctrinal renace indeleble la filosofía como aspiración, como afán.

El placer sexual parece consistir en una súbita descarga de energía nerviosa. La fruición estética es una súbita descarga de emociones alusivas. Análogamente es la filosofía como una súbita descarga de intelección.

ESTASMeditaciones, exentas de erudición –aun en el buen sentido que pudiera dejarse a la palabra–, van empujadas por filosóficos deseos. Sin embargo, yo agradecería al lector que no entrara en su lectura con demasiadas exigencias. No son filosofía, que es ciencia. Son simplemente unos ensayos. Y el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita. Para el escritor hay una cuestión de honor intelectual en no escribir nada susceptible de prueba sin poseer antes ésta. Pero le es lícito borrar de su obra toda apariencia apodíctica, dejando las comprobaciones meramente indicadas en elipse, de modo que quien las necesite pueda encontrarlas y no estorben, por otra parte, la expansión del íntimo calor con que los pensamientos fueron pensados. Aun los libros de intención exclusivamente científica comienzan a escribirse en estilo menos didáctico y de remediavagos; se suprime en lo posible las notas al pie, y el rígido aparato mecánico de la prueba es disuelto en una elocución más orgánica, movida y personal.

Con mayor razón habrá de hacerse así en ensayos de este género, donde las doctrinas, bien que convicciones científicas para el autor, no pretenden ser recibidas por el lector como verdades. Yo sólo ofrezco modi res considerandi,posibles maneras nuevas de mirar las cosas. Invito al lector a que las ensaye por sí mismo; que experimente si, en efecto, proporcionan visiones fecundas; él, pues, en virtud de su íntima y leal experiencia, probará su verdad o su error.

En mi intención llevan estas ideas un oficio menos grave que el científico: no han de obstinarse en que otros las adopten, sino meramente quisieran despertar en almas hermanas otros pensamientos hermanos, aun cuando fueren hermanos enemigos. Pretexto y llamamiento a una amplia colaboración ideológica sobre los temas nacionales, nada más.

AL lado de gloriosos asuntos, se habla muy frecuentemente en estas Meditaciones de las cosas más nimias. Se atiende a detalles del paisaje español, del modo de conversar de los labriegos, del giro de las danzas y cantos populares, de los colores y estilos en el traje y en los utensilios, de las peculiaridades del idioma, y, en general, de las manifestaciones menudas donde se revela la intimidad de una raza.

Poniendo mucho cuidado en no confundir lo grande y lo pequeño; afirmando en todo momento la necesidad de la jerarquía, sin la cual el cosmos vuelve al caos, considero de urgencia que dirijamos también nuestra atención reflexiva, nuestra meditación, a lo que se halla cerca de nuestra persona.

El hombre rinde el máximum de su capacidad cuando adquiere la plena conciencia de sus circunstancias. Por ellas comunica con el universo.

¡La circunstancia! Circum-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas, fija la mirada en remotas empresas, proyectados hacia la conquista de lejanas ciudades esquemáticas. Pocas lecturas me han movido tanto como esas historias donde el héroe avanza raudo y recto, como un dardo, hacia una meta gloriosa, sin parar mientes que va a su vera, con rostro humilde y suplicante, la doncella anónima que le ama en secreto, llevando en su blanco cuerpo un corazón que arde por él, ascua amarilla y roja donde en su honor se queman aromas. Quisiéramos hacer al héroe una señal para que inclinara un momento su mirada hacia aquella flor encendida de pasión que se alza a sus pies. Todos, en varia medida, somos héroes y todos suscitamos en torno humildes amores.

Yo un luchador he sido,

Y esto quiere decir que he sido un hombre,

prorrumpe Goethe. Somos héroes, combatimos siempre por algo lejano y hollamos a nuestro paso aromáticas violas.

En el Ensayo sobre la limitación se detiene el autor con delectación morosa a meditar sobre este tema. Creo muy seriamente que uno de los cambios más hondos del siglo actual con respecto al XIX va a consistir en la mutación de nuestra sensibilidad para las circunstancias. Yo no sé qué inquietud y como apresuramiento reinaba en la pasada centuria –en su segunda mitad sobre todo– que impelía los ánimos a desatender todo lo inmediato y momentáneo de la vida. Conforme la lejanía va dando al siglo último una figura más sintética, se nos manifiesta mejor su carácter esencialmente político. Hizo en él la humanidad occidental el aprendizaje de la política, género de vida hasta entonces reducido a los ministros y a los consejos palatinos. La preocupación política, es decir, la conciencia y actividad de lo social, derrámase sobre las muchedumbres merced a la democracia. Y con un fiero exclusivismo ocuparon el primer plano de la atención los problemas de la vida social. Lo otro, la vida individual, quedó relegada, como si fuera cuestión poco seria e intrascendente. Es sobremanera significativo que la única poderosa afirmación de lo individual en el siglo XIX –el «individualismo»– fuera una doctrina política, es decir, social, y que toda su afirmación consistía en pedir que no se aniquilara al individuo. ¿Cómo dudar de que un día próximo parecerá esto increíble?

Todas nuestras potencias de seriedad las hemos gastado en la administración de la sociedad, en el robustecimiento del Estado, en la cultura social, en las luchas sociales, en la ciencia en cuanto técnica que enriquece la vida colectiva. Nos hubiera parecido frívolo dedicar una parte de nuestras mejores energías –y no solamente los residuos– a organizar en torno nuestro la amistad, a construir un amor perfecto, a ver en el goce de las cosas una dimensión de la vida que merece ser cultivada con los procedimientos superiores. Y como ésta, multitud de necesidades privadas que ocultan avergonzados sus rostros en los rincones del ánimo porque no se las quiera otorgar ciudadanía; quiero decir, sentido cultural.

En mi opinión, toda necesidad, si se la potencia, llega a convertirse en un nuevo ámbito de cultura. Bueno fuera que el hombre se hallara siempre reducido a los valores superiores descubiertos hasta aquí: ciencia y justicia, arte y religión. A su tiempo nacerá un Newton del placer y un Kant de las ambiciones.

La cultura nos proporciona objetos ya purificados, que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del capricho. Forman como una zona de vida ideal y abstracta, flotando sobre nuestras existencias personales siempre azarosas y problemáticas. Vida individual, lo inmediato, la circunstancia, son diversos nombres para una misma cosa: aquellas porciones de la vida de que no se ha extraído todavía el espíritu que encierran, su logos.

Y como espíritu, logos no son más que «sentidos», conexión, unidad, todo lo individual, inmediato y circunstante, parece casual y falto de significación.

Debiéramos considerar que así la vida social como las demás formas de la cultura, se nos dan bajo la especie de vida individual, de lo inmediato. Lo que hoy recibimos ya ornado con sublimes aureolas, tuvo a su tiempo que estrecharse y encogerse para pasar por el corazón de un hombre. Cuanto es hoy reconocido como verdad, como belleza ejemplar, como altamente valioso, nació un día en la entraña espiritual de un individuo, confundido con sus caprichos y humores. Es preciso que no hieraticemos la cultura adquirida, preocupándonos más de repetirla que de aumentarla.

El acto específicamente cultural es el creador, aquél en que extraemos el logos de algo que todavía era insignificante (i-logico). La cultura adquirida sólo tiene valor como instrumento y arma de nuevas conquistas. Por esto, en comparación con lo inmediato, con nuestra vida espontánea, todo lo que hemos aprendido parece abstracto, genérico, esquemático. No sólo lo parece: lo es. El martillo es la abstracción de cada uno de sus martillazos.

Todo lo general, todo lo aprendido, todo lo logrado en la cultura es sólo la vuelta táctica que hemos de tomar para convertirnos a lo inmediato. Los que viven junto a una catarata no perciben su estruendo; es necesario que pongamos una distancia entre lo que nos rodea inmediatamente y nosotros, para que a nuestros ojos adquiera sentido.

Los egipcios creían que el valle del Nilo era todo el mundo. Semejante afirmación de la circunstancia es monstruosa, y, contra lo que pudiera parecer, depaupera su sentido. Ciertas almas manifiestan su debilidad radical cuando no logran interesarse por una cosa si no se hacen la ilusión de que es ella todo o es lo mejor del mundo. Este idealismo mucilaginoso y pueril debe ser raído de nuestra conciencia. No existen más que partes en realidad; el todo es la abstracción de las partes y necesita de ellas. Del mismo modo no puede haber algo mejor sino donde hay otras cosas buenas, y sólo interesándonos por éstas cobrará su rango lo mejor. ¿Qué es un capitán sin soldados?

¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva? Dios es la perspectiva y la jerarquía: el pecado de Satán fue un error de perspectiva.

Ahora bien; la perspectiva se perfecciona por la multiplicación de sus términos y la exactitud con que reaccionemos ante cada uno de sus rangos. La intuición de los valores superiores fecunda nuestro contacto con los mínimos, y el amor hacia lo próximo y menudo da en nuestros pechos realidad y eficacia a lo sublime. Para quien lo pequeño no es nada, no es grande lo grande.

Hemos de buscar para nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo. No detenernos perpetuamente en éxtasis ante los valores hieráticos, sino conquistar a nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En suma: la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre.

Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo. La ciencia biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad compuesta del cuerpo y su medio particular: de modo que el proceso vital no consiste sólo en una adaptación del cuerpo a su medio, sino también en la adaptación del medio a su cuerpo. La mano procura amoldarse al objeto material a fin de apresarlo bien; pero, a la vez, cada objeto material oculta una previa afinidad con una mano determinada.

Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de toda cultura, ésta: «salvar las apariencias», los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea.

Preparados los ojos en el mapamundi, conviene que los volvamos al Guadarrama. Tal vez nada profundo encontremos. Pero estemos seguros de que el defecto y la esterilidad provienen de nuestra mirada. Hay también un logos del Manzanares: esta humildísima ribera, esta líquida ironía que lame los cimientos de nuestra urbe, lleva, sin duda, entre sus pocas gotas de agua alguna gota de espiritualidad.

Pues no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino: la dificultad estriba en llegar hasta él y hacer que se contraiga. A los amigos que vacilan en entrar a la cocina donde se encuentra, grita Heráclito: «¡Entrad, entrad! También aquí hay dioses». Goethe escribe a Jacobi en una de sus excursiones botánico-geológicas: «Heme aquí subiendo y bajando cerros y buscando lo divino in herbis et lapidibus». Se cuenta de Rousseau que herborizaba en la jaula de su canario, y Fabre, quien lo refiere, escribe un libro sobre los animalillos que habitaban en las patas de su mesa de escribir.

Nada impide el heroísmo –que es la actividad del espíritu–, tanto como considerarlo adscrito a ciertos contenidos específicos de la vida. Es menester que dondequiera subsista subterránea la posibilidad del heroísmo, y que todo hombre, si golpea con vigor la tierra donde pisan sus plantas, espere que salte una fuente. Para Moisés el Héroe, toda roca es hontanar.

Para Giordano Bruno: est animal sanctum, sacrum et venerabile, mundus.

PÍO Baroja y Azorínson dos circunstancias nuestras, y a ellas dedico sendos ensayos2. Azorín