¿Qué es filosofía? y otros ensayos - José Ortega y Gasset - E-Book

¿Qué es filosofía? y otros ensayos E-Book

Jose Ortega Y. Gasset

0,0

Beschreibung

¿Qué es filosofía? es la obra que mejor compendia el pensamiento maduro de José Ortega y Gasset, su filosofía de la razón vital, la cual parte del hecho de que la realidad radical es la vida de cada uno. Frente al ser estático, permanente e idéntico a sí mismo que habían buscado tradicionalmente los filósofos, frente a la sustancia, Ortega dice que la vida es un gerundio, un "siendo", un constante hacerse, un quehacer que da mucho que hacer porque obliga al hombre a ejercer su libertad para ser sí mismo, para cumplir su vocación. Con este libro, que nació de un curso de 1929, Ortega se situó en el núcleo del debate filosófico del siglo XX. Se ofrece aquí en una nueva versión fiel a los manuscritos que dejó el filósofo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 525

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



José Ortega y Gasset

¿Qué es filosofía?y otros ensayos

Índice

Nota preliminar

¿QUÉ ES FILOSOFÍA?

[Lección I en la Universidad]

[Lección I en la Sala Rex]

Lección II

Lección III

Lección IV

Lección V

Lección VI

Lección VII

Lección VIII

Lección IX

Lección X

OTROS ENSAYOS

¿Qué es la ciencia, qué la filosofía?

[Lección I]

[Lección II]

[Lección III]

[Lección IV]

¿Por qué se vuelve a la filosofía?

I. El drama de las generaciones

II. Imperialismo de la física

III. La «ciencia» es mero simbolismo

IV. Las ciencias en rebeldía

V

VI

VII y último

CRÉDITOS

Nota preliminar

¿Qué es filosofía? es el gran texto del pensamiento maduro de José Ortega y Gasset. Corresponde al final de la etapa que él denominó su primera navegación, la cual, tras de un replanteamiento profundo del concepto de «ser» del realismo clásico y del idealismo moderno, culmina en la exposición de la «razón vital» que ofrece en las dos últimas lecciones de este curso sobre la base de que la «vida» es la «realidad radical», idea que desarrollará en los años sucesivos.

Las circunstancias en que se impartió el curso son muy conocidas. Lo inició en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Madrid en febrero de 1929, pero unos días después presentó su dimisión como catedrático de Metafísica en protesta por el cierre de la Universidad y por la represión que el gobierno dictatorial del general Miguel Primo de Rivera había ejercido contra los estudiantes que se manifestaron contra los planes educativos del mismo. El profesor, que con la renuncia a la cátedra dejaba de percibir su sueldo, decidió continuar sus exposiciones a partir del 9 de abril en la Sala Rex, donde pronunció cinco nuevas lecciones. A partir de la sexta, y hasta el 17 de mayo en que concluyó la lección décima, el gran número de asistentes –y eso que la matrícula costaba 30 pesetas para el público general y 15 para los estudiantes– obligó a desplazarse al Teatro Infanta Isabel, de mayor aforo. Se han podido constatar las fechas en que tuvieron lugar las lecciones, excepto la primera pronunciada en la Universidad, corrigiéndose algunas de las que se daban en ediciones anteriores.

El manuscrito del curso, que es uno de los más complejos del legado orteguiano como se mostrará, está casi en su totalidad redactado y sólo en algunas partes consta en apuntes para la exposición. Ortega no concluyó su redacción y no lo publicó. Sus discípulos y herederos lo dieron a conocer dos años después de su muerte, es decir, en 1957, con copyright de 1958 (pero en el colofón se lee que terminó de imprimirse el 20 de noviembre de 1957). En relación a dicha edición y a otras posteriores, ahora se han renumerado las lecciones al renombrarse la primera como «[Lección I en la Universidad]» y la siguiente como «[Lección I en la Sala Rex]», por lo que desde ésta el número de cada lección es uno menor al de las ediciones anteriores. Se ha hecho así porque en el manuscrito existen algunas remisiones internas a lecciones previas que de otra manera no se entenderían bien; dichas referencias se habían rehecho o suprimido en ediciones previas. Siguiendo los criterios de esta colección, se ofrece el texto del manuscrito tal y como Ortega lo dejó. Por eso, también se han suprimido algunos añadidos que se habían realizado a partir de los resúmenes del curso que publicó Fernando Vela en el diario El Sol. Con dichos añadidos, los editores querían completar partes que el autor no había desarrollado en el manuscrito o exposiciones paralelas que se le ocurrieron al hilo de la alocución. Aunque seguramente son muy fieles a la exposición del maestro, no es texto del mismo y, por eso, no se reproducen. También se sigue ahora fielmente el manuscrito de la «[Lección I en la Sala Rex]» y de la «Lección II» que en ediciones previas se había sustituido por el texto de los cinco primeros artículos de la serie de prensa «¿Por qué se vuelve a la filosofía?», los cuales presentan notabilísimas coincidencias con el curso del que nacieron pero no son exactamente iguales. De ahí, las diferencias que el lector podrá encontrar respecto a ediciones anteriores. Este modo de proceder ha permitido recuperar algunos párrafos que en las mismas no habían sido reproducidos. Dicha serie de prensa se ofrece íntegra en este tomo, por lo que el lector tiene a su disposición también este texto.

Los editores anteriores habían recuperado asimismo, a veces como notas al pie, algunos párrafos tachados en el manuscrito, los cuales proceden, en varios casos, de la primera versión del mismo para el curso ¿Qué es la ciencia, qué la filosofía?, el cual Ortega había pronunciado el año anterior en Buenos Aires y que se integró parcialmente en el manuscrito de ¿Qué es filosofía?, como se describirá más adelante. Dichos añadidos han sido suprimidos al estar claramente tachados en la ampliada versión del curso madrileño. Que parte del manuscrito del curso de Madrid proceda del de Buenos Aires hace que en el texto madrileño una referencia cronológica remita a 1928. Se ha optado por mantener la misma aunque resulte incongruente con la fecha de este curso, 1929. Del mismo modo, en una ocasión Ortega remite a la primera «conferencia», que en realidad es la primera lección del curso bonaerense. También se ha mantenido aquí el manuscrito. El curso bonaerense, inédito como tal hasta la nueva edición de Obras completas (Madrid, Taurus / Fundación José Ortega y Gasset, tomo VIII, 2008), se reproduce en este mismo volumen.

La fidelidad al manuscrito ha permitido la recuperación de algunos párrafos no reproducidos anteriormente y reordenar el orden interno de otras partes. Es necesario también comentar que varios párrafos de la «Lección IV» los incorporó Ortega a su artículo «Defensa del teólogo frente al místico», publicado en La Nación, de Buenos Aires, el 10 de julio de 1932 y luego en el libro Ideas y creencias (1940). Estos párrafos ya los había utilizado el autor en la tercera lección del curso ¿Qué es la ciencia, qué la filosofía? Ahora se reproducen según la versión del manuscrito. Ortega utiliza asimismo, como se señala en notas al pie de los editores, algunos párrafos de otros artículos suyos, los cuales generalmente retoca. Los mismos se ofrecen según la versión del manuscrito de ¿Qué es filosofía? con las enmiendas introducidas por el propio autor.

Ortega también reutiliza en ¿Qué es filosofía? algunas páginas de su curso Meditación de nuestro tiempo. Introducción al presente, que impartió en Buenos Aires, invitado por la Sociedad de Conferencias del diario La Nación y la Sociedad de Amigos del Arte, en 1928. El filósofo desarrolló allí por primera vez el tema de las categorías de la «vida» como «realidad radical», sobre todo en la primera lección bonaerense, algunas de cuyas páginas se integraron en las lecciones novena y décima del curso de Madrid. También algunas páginas de la segunda lección bonaerense pasaron a la «[Lección I en la Sala Rex]» del curso madrileño, y de allí a los artículos «¿Por qué se vuelve a la filosofía?». Los párrafos redactados para el curso bonaerense en los que expone de forma embrionaria la «razón vital», los cuales se integraron en la «Lección IX» de ¿Qué es filosofía?, fueron la base de los cursos posteriores de Ortega, como demuestra el hecho de que también se utilizaran en la segunda lección de Principios de Metafísica según la razón vital. Curso de 1932-1933, el cual Ortega, con distintas redacciones, siguió impartiendo durante los últimos años que ejerció su cátedra antes de la Guerra Civil.

Publicamos en la sección «Otros ensayos», como ya se ha anticipado, el curso de cuatro lecciones titulado ¿Qué es la ciencia, qué la filosofía?, que Ortega impartió en la Facultad de Filosofía de Buenos Aires los días 9 y 13 de noviembre y 24 y 27 de diciembre de 1928. Los manuscritos de las dos primeras lecciones y algunas páginas de las dos siguientes se integraron más tarde en las lecciones de ¿Qué es filosofía? En concreto, el manuscrito de la primera lección bonaerense se diseminó en las cuatro primeras lecciones de Madrid, incluyendo la pronunciada en la Universidad. Asimismo, el de la segunda bonaerense pasó a las lecciones «III» y «IV» de Madrid, algunas páginas del comienzo de la tercera lección de Buenos Aires se integraron en la «Lección IV» de ¿Qué es filosofía? y un par de párrafos posteriores pasaron a la «Lección V» del curso madrileño, al igual que la primera página del manuscrito de la cuarta lección bonaerense. Algunas páginas de estos manuscritos de Buenos Aires y Madrid también se reutilizaron posteriormente en la serie de prensa «¿Por qué se vuelve a la filosofía?» Gracias a las numeraciones superpuestas del manuscrito y a los resúmenes publicados en los Anales de la Institución Cultural Española (tomo III, 1926-1930, Segunda parte, Buenos Aires, 1953, pp. 216-247), se ha podido recomponer virtualmente el manuscrito del curso bonaerense y ofrecerlo completo, incluyendo las dos últimas lecciones cuyo texto era casi íntegramente inédito hasta la nueva edición de Obras completas, como ya se ha indicado.

Asimismo, se ofrece la serie de siete artículos «¿Por qué se vuelve a la filosofía?», que Ortega publicó en La Nación, de Buenos Aires, los días 31 de agosto, 21 y 28 de septiembre, 2 y 11 de noviembre de 1930, y 1 y 15 de marzo de 1931. Dichos artículos, como el mismo autor señaló en la entradilla del primero, reproducen parte de sus lecciones del curso ¿Qué es filosofía?, aunque con una redacción revisada para la prensa. En concreto, parte del manuscrito de la «[Lección I en la Sala Rex]» pasó a los dos primeros artículos y parte del manuscrito de la «Lección II» se incorporó a los tres siguientes. Ortega no incluyó nunca los artículos sexto y séptimo en esta serie cuando la incorporó a sus Obras completas (Madrid, Revista de Occidente, tomo IV, 1947), quizá porque casi en su integridad los había utilizado en los dos últimos artículos de la serie de prensa «¿Qué es el conocimiento?», que publicó en El Sol entre enero y marzo de 1931, pero que luego curiosamente no se reprodujo en estas Obras completas. Esto hizo que dichos artículos fueran prácticamente desconocidos hasta que los reprodujo Paulino Garagorri en su edición de ¿Qué es filosofía? (Madrid, Revista de Occidente en Alianza Editorial, 1980).

A la luz de todos estos datos, el lector se habrá percatado de que la lectura cronológica de este libro, si atendemos al tiempo de su producción, sería el curso bonaerense ¿Qué es la ciencia, qué la filosofía?, de 1928, el curso madrileño ¿Qué es filosofía?, de 1929, y la serie de artículos «¿Por qué se vuelve a la filosofía?», de 1930-1931. A pesar de las reiteraciones que se producen en los distintos testimonios, nos ha parecido oportuno ofrecer aquí como complemento del curso madrileño los otros dos textos porque, al verlos en conjunto, observamos el modo de proceder del filósofo, que desarrollaba sus ideas en sucesivos manuscritos y luego ofrecía una parte más concisa en la prensa.

* * *

Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset/Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».

Se ofrece al lector el texto según la última versión que el autor publicó. En el caso de la obra editada de forma póstuma, se sigue el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor –como por ejemplo su reconocible «rigoroso» frente al más común «riguroso»–, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum, leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.

En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus –generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.

En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Isabel Ferreiro Lavedán y Javier Zamora Bonilla, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, José Ramón Carriazo Ruiz, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Patricia Giménez Eguíbar, Felipe González Alcázar, Alejandro de Haro Honrubia, Azucena López Cobo y Juan Padilla Moreno.

¿Qué es filosofía?

[LECCIÓN I EN LA UNIVERSIDAD]

En materia de arte, de amor o de ideas creo poco eficaces anuncios y programas. Por lo que hace a las ideas, la razón de tal incredulidad es la siguiente: la meditación sobre un tema cualquiera, cuando es ella positiva y auténtica, aleja inevitablemente al meditador de la opinión recibida o ambiente, de lo que, con más graves razones que cuanto ahora supongan ustedes, merece llamarse «opinión pública» o «vulgaridad». Todo esfuerzo intelectual, que lo sea en rigor, nos aleja solitarios de la costa común y por rutas recónditas que precisamente descubre nuestro esfuerzo nos conduce a lugares repuestos, nos sitúa sobre pensamientos insólitos. Son éstos el resultado de nuestra meditación. Pues bien, el anuncio o programa se reduce a anticipar estos resultados extirpándoles previamente la vía al cabo de la cual fueron descubiertos. Pero, como veremos, un pensamiento separado de la ruta mental que a él lleva, isleño y abrupto, es una abstracción en el peor sentido de la palabra y es, por lo mismo, ininteligible. ¿Qué se gana cuando se comienza una investigación colocando al público frente a este acantilado inasequible que sería nuestro programa, es decir, comenzando por el fin?

Renuncio, pues, a mayusculizar con letras de programas lo que este ciclo de conferencias va a ser, y me propongo comenzar por el principio, por lo que para ustedes puede ser hoy, como fue para mí ayer, término inicial.

Este hecho que primero encontramos es externo y público: la distinta situación en que la filosofía se halla hoy dentro del espíritu colectivo si se la compara con la que poseía hace treinta años y paralelamente la diferente actitud en que hoy se coloca ante su propio oficio y labor el filósofo. Lo primero se puede demostrar, como todo hecho externo y público, por medios también externos –por ejemplo, comparando estadísticamente el número de libros filosóficos que hoy consume el público con el que absorbía hace treinta años. Es notorio que hoy en casi todos los países se venden proporcionalmente más libros de tema filosófico que literarios y que dondequiera existe una creciente curiosidad hacia la ideología. Esta curiosidad, este afán que es sentido en las más diversas gradaciones de consciente claridad, se compone de dos ingredientes: el público empieza a sentir de nuevo necesidad de ideas y a la par siente en ellas voluptuosidad. No es un azar la combinación de estos dos caracteres: ya veremos cómo en el ser viviente toda necesidad esencial, que brota del ser mismo y no le sobreviene accidentalmente de fuera, va acompañada de voluptuosidad. La voluptuosidad es la cara, la facies, de la felicidad. Y todo ser es feliz cuando cumple su destino, es decir, cuando sigue la pendiente de su inclinación, de su esencial necesidad, cuando se realiza, cuando está siendo lo que en verdad es. Por esta razón decía Schlegel invirtiendo la relación entre voluptuosidad y destino: «Para lo que nos gusta tenemos genio». El genio, es decir, el don superlativo de un ser para hacer algo tiene siempre a la par una fisonomía de supremo placer. En día próximo y por vía de rebosante evidencia nos vamos a ver sorprendidos, como obligados a descubrir lo que ahora sólo parecerá una frase: que el destino de cada cual es, a la vez, su mayor delicia.

Nuestro tiempo, por lo visto, tiene relativamente al que le precede un destino filosófico y por eso se complace en filosofar –por lo pronto en poner el oído alerta cuando por el aire público pasan revolando filosóficas palabras, en acudir hacia el filósofo como a un viajero, que se supone traer noticias frescas del trasmundo.

Contrasta rigorosamente pareja situación con la imperante treinta años hace. ¡Treinta años! ¡Coincidencia curiosa! El período que suele atribuirse a una generación.

Y en sorprendente paralelismo con esta modificación del espíritu público, hallamos que el filósofo de hoy se siente ante la filosofía en un estado de ánimo opuesto al que sus colegas de la anterior generación usufructuaban. De esto vamos a hablar hoy, de cómo nos acercamos a la filosofía con temple tan distinto al que ayer dominaba en los pensadores. Partiendo de aquí, en esta serie de lecciones, nos iremos aproximando al verdadero tema de ellas que ahora fuera inútil denominar porque no se entendería. Nos iremos aproximando en giros concéntricos de radio cada vez más corto e intenso, deslizándonos por la espiral desde una mera exterioridad con aspecto abstracto, indiferente y frío hacia un centro de terrible intimidad, patético en sí mismo, aunque no en nuestro modo de tratarlo. Los grandes problemas filosóficos requieren una táctica similar a la que los hebreos emplearon para tomar a Jericó y sus rosas íntimas: sin ataque directo, circulando en torno lentamente, apretando la curva cada vez más y manteniendo vivo en el aire son de trompetas dramáticas. En el asedio ideológico la melodía dramática consiste en mantener despierta siempre la conciencia de los problemas, que son el drama ideal. Yo espero que esta tensión no falte por ser el camino que emprendemos de tal naturaleza que gana en atractivos conforme va avanzando. De lo externo y abstruso que hoy nos toca decir descenderemos a asuntos más inmediatos, tan inmediatos que no pueden serlo más, como que son nuestra misma vida, la de cada cual. Más aun, vamos a descender audazmente por debajo de lo que suele cada cual creer que es su vida y que es sólo la costra de ella; perforando ésta vamos a ingresar en zonas subterráneas de nuestro propio ser que nos permanecen secretas de puro sernos íntimas, de puro ser nuestro ser.

Pero decir esto, dirigir a ustedes este vago ademán inicial no es, repito, un anuncio; es todo lo contrario, un resguardo y precaución que me veo obligado a tomar ante la inesperada abundancia de oyentes que nuestra ciudad generosa e inquieta, mucho más inquieta e inquieta en sentido mucho más esencial que cuanto se sospecha, ha querido enviarme. Bajo el título «¿Qué es filosofía?» yo he anunciado un curso académico –por lo tanto rigorosamente científico. Yo no sé si un equívoco inevitable que en esas palabras titulares bizquea ha hecho creer a muchos que me propongo hacer una introducción elemental a la filosofía, es decir, tratar el conjunto de las tradicionales cuestiones filosóficas en forma novicia y deslizante. Necesito taxativamente desvanecer ese equívoco que sólo podría distraer y defraudar la atención de ustedes. Lo que quisiera hacer es todo lo contrario de una introducción a la filosofía: es tomar la actividad misma filosófica, el filosofar mismo y someterlo radicalmente a un análisis. Que yo sepa esto no se ha hecho nunca, aunque parezca mentira, por lo menos no se ha hecho con la resolución con que vamos ahora juntos a intentarlo. Como ven ustedes lejos de ser un tema de los que suelen considerarse propios del interés general es un asunto que, al pronto, parece el más técnico y gremial, propio sólo para filósofos. Si al irlo manipulando resulta que tropezamos con temas más sugestivos y humanos, si súbitamente en la rigorosa pesquisa de qué sea la filosofía, por tanto, qué sea la ocupación particular y privada de los filósofos, caemos por escotillón en lo más humano de lo humano, en la entraña cálida y palpitante de la vida y allí nos acosan deleitablemente problemas de la calle y hasta de la alcoba, será porque tenga que ser así, porque lo exija estrictamente el desarrollo técnico de mi problema técnico, no porque yo los anuncie ni los busque o premedite. Lo único que anuncio es todo lo contrario: un estudio monográfico sobre una cuestión hipertécnica. Quedo, pues, libre y en franquía para no renunciar a ninguna de las asperezas intelectuales que impone propósito parejo. Claro es, yo he de hacer el más leal esfuerzo para que a todos ustedes, aun sin previos adiestramientos, resulte claro cuanto diga. Siempre he creído que la claridad es la cortesía del filósofo y además esta disciplina nuestra pone su honor hoy más que nunca en estar abierta y porosa a todas las mentes, a diferencia de las ciencias particulares que cada día con mayor rigor interponen entre el tesoro de sus descubrimientos y la curiosidad de los profanos el dragón tremebundo de su terminología hermética. Pienso que el filósofo tiene que extremar para sí propio el rigor metódico cuando investiga y persigue sus verdades pero que al emitirlas y enunciarlas debe huir del cínico uso con que algunos hombres de ciencia se complacen, como Hércules de feria, en ostentar ante el público los bíceps de su tecnicismo.

Digo, pues, que es hoy para nosotros la filosofía cosa muy distinta de lo que fue para la generación anterior. Pero declarar esto es reconocer que la verdad cambia, que la de ayer es hoy error y por lo mismo, verosímilmente, la de hoy inservible mañana. ¿No es esto desprestigiar por anticipado nuestra propia verdad? El argumento, ciertamente más tosco pero el más popular, del escepticismo fue aquel tropo de Agripa llamado to;n ajpo; th'~ diafwniva~ tw'n lovgwn, de la disonancia entre las opiniones. La variedad y cambio de opiniones sobre la verdad, la adhesión a doctrinas diferentes y aun de apariencia contradictoria invita a la incredulidad. Por eso conviene salir desde luego al encuentro de este popular escepticismo.

Más de una vez habrán ustedes reparado en la extraña aventura que a las verdades acontece. Sea, por ejemplo la ley de gravitación universal. En la medida en que esta ley es verdad no hay duda que lo ha sido siempre, es decir, que desde que existe materia ponderable, cuerpos, éstos se comportaron según su fórmula. Sin embargo, ha tenido que esperar hasta un buen día del siglo XVII para que un hombre desde una isla británica la descubriese. Y viceversa, no es nada imposible que otro buen día los hombres se olviden de esa ley, no que la refuten o corrijan puesto que suponemos su plenario carácter de verdad, sino simplemente que la olviden, que vuelvan con respecto a ella al mismo estado de insospecharla en que estuvieron hasta Newton. Esto da a las verdades una doble condición sobremanera curiosa. Ellas por sí preexisten eviternamente, sin alteración ni modificación. Sin embargo, su adquisición por un sujeto real, sometido al tiempo, les proporciona un cariz histórico: surgen en una fecha y tal vez se volatilizan en otra. Claro es que esta temporalidad no las afecta propiamente a ellas sino a su presencia en la mente humana. Lo que acontece realmente en el tiempo es el acto psíquico con que las pensamos, el cual es un suceso real, un cambio efectivo en la serie de los instantes. Nuestro saberlas o ignorarlas es lo que, en rigor, tiene una historia. Lo cual es precisamente el hecho misterioso e inquietante pues ocurre que con un pensamiento nuestro, realidad transitoria, fugaz de un mundo fugacísimo entramos en posesión de algo permanente y sobretemporal. Platón y la inmortalidad. Es, pues, el pensamiento un punto donde se tocan dos orbes de consistencia antagónica. Nuestros pensamientos nacen y mueren, pasan, vuelven, sucumben. Mientras tanto su contenido, lo pensado permanece invariable. Dos y dos siguen siendo cuatro cuando el acto intelectual en que lo entendimos ha dejado de ser. Pero aun decir esto, decir que las verdades lo son siempre es una expresión inadecuada. Ser siempre, la sempiternidad significa persistencia de algo a lo largo de la serie temporal, duración ilimitada, que es no menos duración que la efímera y durar es estar sumergido en el torrente del tiempo más o menos vulnerable a su influjo. Ahora bien, las verdades no duran ni mucho ni poco, no poseen atributo alguno temporal, no se bañan en la ribera del tiempo. Leibniz las llamaba vérités éternelles a mi juicio también con impropiedad. Ya veremos otro día por qué radicales razones. Si lo sempiterno dura tanto como el tiempo mismo en su totalidad, lo eterno es antes que el tiempo empiece y después que acabe pero incluye en sí positivamente todo el tiempo, es una duración hiperbólica, una superduración. Lo es tanto que en ella la duración se conserva a la vez que se anula: un ser eterno vive un tiempo infinito, es decir, dura en un solo instante, es decir, no dura, «posee, pues, íntegramente de modo simultáneo y completo una vida sin fin». Ésta es en efecto la grácil definición de la eternidad que da Boecio: interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio. Mas la relación de las verdades al tiempo no es positiva sino negativa, es un simple no tener que ver con el tiempo en ningún sentido, es ser por completo ajenas a toda calificación temporal, es mantenerse rigorosamente acrónicas. Decir, pues, que las verdades lo son siempre no envuelve, hablando estrictamente, menor impropiedad que si decimos, para usar un famoso ejemplo traído por Leibniz a otro propósito, que si decimos «justicia verde». El cuerpo ideal de la justicia no ofrece muesca ni orificio donde pueda engancharse el atributo «verdosidad» y cuantas veces pretendamos insertarlo en aquél otras tantas le veremos resbalar sobre la justicia –como sobre un área pulimentada. Nuestra voluntad de unir ambos conceptos fracasa y al decirlos juntos permanecen tercamente separados sin posible adherencia ni conjugación. No cabe, pues, heterogeneidad mayor que la que existe entre el modo de ser atemporal constitutivo de las verdades y el modo de ser temporal del sujeto humano que las descubre y piensa, conoce o ignora, reitera u olvida. Si, no obstante, usamos esa manera de decir –«las verdades lo son siempre»–, es porque prácticamente no lleva a consecuencias erróneas: es un error inocente y cómodo. Merced a él miramos ese extraño modo de ser que las verdades gozan bajo la perspectiva temporal en que nos es sólito mirar las cosas de nuestro mundo. A la postre decir de algo que es siempre lo que es equivale a afirmar su independencia de las variaciones temporales, su invulnerabilidad. Es, pues, dentro de lo temporal, el carácter que más se parece a la pura intemporalidad –es una cuasiforma de intemporalidad, la species quaedam aeternitatis.

Por eso Platón viendo que necesitaba situar fuera del mundo temporal a las verdades –que él llamaba Ideas– inventa otro cuasi-lugar extramundano, el uJperouravnio~tovpo~, la región sobre-celeste. Aunque en él tuvo graves consecuencias, reconozcamos que como imagen es fértil. Nos permite representarnos nuestro mundo temporal como un orbe rodeado por otro ámbito de distinta atmósfera ontológica donde residen indiferentes las acrónicas verdades. Pero he aquí que en un cierto instante una de esas verdades, la ley de gravitación, se filtra de ese trasmundo en el nuestro, como aprovechando un poro que se dilata y la deja paso. El ideal meteorito queda proyectado en el infra-mundo humano e histórico –imagen de advenimiento, de descenso que palpita en el fondo de todas las religiones deístas.

Pero esa caída y filtración en nuestro mundo de la verdad transmundana plantea un problema sumamente preciso y sugestivo que vergonzosamente está por investigar. El poro cuya abertura aprovecha la verdad para deslizarse no es sino la mente de un hombre. Ahora bien, ¿por qué tal verdad es aprehendida, captada en tal fecha y por tal hombre, si ésta, como sus hermanas preexiste indiferente al tiempo? ¿Por qué no fue pensada antes o después? ¿Por qué no fue otro el descubridor? Evidentemente se trata de una esencial afinidad entre la figura de la verdad aquella y la forma del poro, del sujeto humano por el que pasa. Nada acontece sin razón. Si lo que ha acontecido es que hasta Newton no se descubrió la ley gravitatoria es evidente que entre el individuo humano Newton y aquella ley existía alguna afinidad. ¿Qué clase de afinidad es ésta? ¿Es una semejanza? No conviene facilitarse el problema sino, al contrario, subrayar su fuerza enigmática. ¿Cómo puede un hombre parecerse en nada a una verdad, por ejemplo, geométrica, y lo mismo diríamos de cualquier otra? ¿En qué se asemeja al hombre Pitágoras el teorema de Pitágoras? Graciosamente el chico de la escuela dirá que se parece a sus calzones –sintiendo una inconsciente inclinación a emparejar el teorema con la persona de su autor. Lo malo es que Pitágoras no usaba calzones y que en su tiempo sólo los usaban los escitas, que, en cambio, no descubrían teoremas.

Topamos aquí, por vez primera, con una distinción radical que diferencia nuestra filosofía de la que ha predominado durante siglos. Consiste esa distinción en hacerse cargo de algo muy elemental, a saber, que entre el sujeto que ve, imagina o piensa algo y lo visto, imaginado por él no hay semejanza directa, al contrario, hay una diferencia genérica. Cuando pienso en el Himalaya, yo que pienso y mi acto de pensar no se parecen al Himalaya: él es una montaña que ocupa un enorme espacio, mi pensar no tiene nada de montaña ni ocupa el más mínimo espacio. Pero lo propio acontece si en vez de pensar en el Himalaya pienso en el número dieciocho. En mi yo, en mi conciencia, en mi espíritu, en mi subjetividad o como ustedes quieran denominarlo, no encontraré nada que sea un dieciocho. Para colmo podemos decir: que el acto en que pienso dieciocho unidades es él uno y único. ¡Díganme ustedes si se parecen! Se trata, pues, de entidades heterogéneas. Y, sin embargo, el tema fundamental de la historia, si quiere algún día ser en serio una ciencia, no puede ser otro que mostrar cómo tal filosofía o tal sistema político sólo pudieron ser descubiertos, desarrollados y, en suma, vividos por tal tipo de hombres que en tal fecha existieron. ¿Por qué entre las muchas posibles filosofías es sólo el Kriticismo la que viene a alojarse, a actualizarse en el alma de Kant? ¿No es evidente que necesitamos para explicarlo, para comprenderlo construir una doble tabla de correspondencias donde a cada tipo de idea objetiva vaya contrapuesto el estado subjetivo afín, el tipo de hombre capaz de pensarla?

Pero no se recaiga en la trivialidad que durante los últimos ochenta años ha obturado la marcha del pensamiento –no se interprete lo dicho como si ello implicase un radical relativismo, de suerte que cada verdad fuese verdad sólo para un cierto sujeto. El que una verdad si lo es vale para todos y el que de éstos sólo uno o varios o sólo en una época lleguen a conocerla y prestarle adhesión, son cosas completamente distintas y precisamente porque lo son es preciso articularlas, armonizarlas superando la situación escandalosa del pensamiento en que el valor absoluto de la verdad parecía incompatible con el cambio de opiniones que tan abundantemente manifiesta la historia humana.

Hemos de representarnos las variaciones del pensar no como un cambio en la verdad de ayer que la convierta en error para hoy sino como un cambio de orientación en el hombre que le lleva a ver ante sí otras verdades distintas de las de ayer. No, pues, las verdades sino el hombre es el que cambia y porque cambia va recorriendo la serie de aquéllas, va seleccionando de ese orbe trasmundano a que antes aludimos las que le son afines y cegándose para todas las demás. Noten ustedes que es éste el a priori fundamental de la historia. ¿No es ésta la historia del hombre? ¿Y qué ente es ése llamado hombre cuyas variaciones en el tiempo la historia aspira a investigar? No es fácil de definir el hombre: el margen de sus diferencias es enorme, cuanto más grande sea y menos estrecha la noción del hombre con que el historiador inicie su trabajo más profunda y precisa será su obra. Hombre es Kant y hombre es el pigmeo de Nueva Guinea o el australiano neandertaloide. Sin embargo, un ingrediente mínimo de comunidad tendrá que existir entre los puntos extremos de la variación humana, un límite forzoso habrá de tener el margen que otorgamos a la humanidad para serlo. Los antiguos y medievales tenían su definición mínima del hombre, en rigor, y para nuestra vergüenza, no superada: es el animal racional. Coincidimos con ella, la pena es que para nosotros se ha hecho no poco problemático saber claramente qué es ser animal y qué ser racional. Por eso preferimos decir para los efectos de la historia que hombre es todo ser viviente que piensa con sentido y que por eso podemos nosotros entenderlo. El supuesto mínimo de la historia es que el sujeto de quien habla pueda ser entendido. Ahora bien, no se puede entender sino lo que posee alguna dimensión de verdad. Un error absoluto no nos lo parecería porque ni siquiera lo entenderíamos. El supuesto profundo de la historia es, pues, todo lo contrario de un radical relativismo. Cuando va a estudiar el hombre primitivo supone que su cultura tenía sentido y verdad y si la tenía la sigue teniendo. ¿Cuál, si a primera vista nos parece tan absurdo cuanto aquellas criaturas hacen y piensan? La historia es precisamente la segunda vista que logra encontrar la razón de la aparente sinrazón.

Según esto la historia no es propiamente tal, no cumple con su misión constitutiva si no llega a entender el hombre de una época, sea ésta la que sea, incluso la más primitiva. Pero no puede entenderlo si el hombre mismo de esa época no lleva una vida con sentido, por tanto, si lo que piensa y hace no tiene una estructura racional. De este modo queda comprometida la historia a justificar todos los tiempos y es lo contrario de lo que al pronto amenazaba con ser: al mostrarnos la variabilidad de las opiniones humanas parece condenarnos al relativismo pero como da un sentido plenario a cada posición relativa del hombre y nos descubre la verdad eterna que cada tiempo ha vivido, supera radicalmente cuanto en el relativismo hay de incompatible con la fe en un destino transrelativo y como eterno en el hombre. Yo espero por razones muy concretas que en nuestra edad la curiosidad por lo eterno e invariable que es la filosofía y la curiosidad por lo voluble y cambiante que es la historia, por vez primera, se articulen y abracen. Para Descartes el hombre es un puro ente racional incapaz de variación: de aquí que le parezca la historia como la historia de lo inhumano en el hombre y que la atribuya, en definitiva, a la voluntad pecadora que constantemente nos hace dejar de ser entes racionales y caer en la aventura infrahumana. Para él como para el siglo XVIII la historia no tiene contenido positivo sino que representa la serie de los errores y equivocaciones cometidos por el hombre. En cambio, el historicismo y el positivismo del siglo XIX se desentienden de todo valor eterno para salvar el valor relativo de cada época. Es inútil que intentemos violentar nuestra sensibilidad actual que se resiste a prescindir de ambas dimensiones: la temporal y la eterna. Unir ambas tiene que ser la gran tarea filosófica de la actual generación para la cual yo he procurado iniciar un método que los alemanes, propensos a la elaboración de etiquetas, me han bautizado con el nombre de «perspectivismo».

Desde 1840 a 1900 puede decirse que ha atravesado la humanidad una de sus temporadas menos favorables a la filosofía. Ha sido una edad antifilosófica. Si la filosofía fuese algo de que radicalmente cupiese prescindir no es dudoso que durante esos años habría desaparecido por completo. Como no es posible raer de la mente humana su dimensión filosofante lo que se hizo fue reducirla a un mínimum. Y toda la batalla –que por cierto será aún bastante dura– en que andamos trabados a la fecha consiste precisamente en salir de nuevo a una filosofía plenaria, completa, es decir, a un máximum de filosofía.

[LECCIÓN I EN LA SALA REX]

[Martes, 9 de abril de 1929]

Por razones que no es urgente ni siquiera interesante comunicar ahora he tenido que suspender el curso público iniciado por mí en la Universidad. Como aquel intento no iba inspirado por razones ornamentales y suntuarias sino por un serio deseo y como prisa de dar a conocer nuevos pensamientos que no carecen a mi juicio de interés creí que no debía dejar estrangulado aquel curso en su nacimiento y supeditarlo a interferencias anecdóticas, al fin y al cabo, muy poco sustanciosas. Por estos motivos me encuentro hoy ante ustedes en este lugar.

Como muchos de los presentes escucharon mi primera lección no es cosa de reiterar lo que entonces dije. Sólo me interesa recoger dos puntos esenciales:

Es el primero que bajo el título de estas lecciones: «¿Qué es filosofía?», no me propongo hacer una introducción elemental a la filosofía sino todo lo contrario. Vamos a tomar el conjunto de la filosofía, el filosofar mismo y vamos a someterlo a vigoroso análisis. ¿Por qué en el mundo de los hombres existe esta extraña fauna de los filósofos? ¿Por qué entre los pensamientos de los hombres hay los que llamamos «filosofías»? Como se ve el tema no es popular sino hirsutamente técnico. No se olvide, pues, que se trata de un curso académico, de un curso universitario, bien que in partibus infidelium. Al declarar a ustedes lealmente el crucero de la navegación que nos espera quedo libre y en franquía para no renunciar a ninguna de las asperezas conceptuales que impone propósito parejo. Claro es que yo he de procurar ser entendido de todos, porque como dije pienso que es la claridad la cortesía del filósofo. Pero además y por fortuna ese problema tan técnico y aun hipertécnico nos obliga técnicamente a plantearnos el problema menos técnico que existe: el de definir y analizar qué es «nuestra vida», en el sentido más inmediato y primario de estas palabras, incluso qué es nuestra vida cotidiana. Es más, una de las cosas que con más formalidad necesitaremos hacer es definir eso que llamamos vagamente la vida diaria, lo cotidiano de la vida.

El segundo punto que de mi primera lección exprimo consiste en advertir que en filosofía no suele ser la vía recta el camino más corto. Los grandes temas filosóficos sólo se dejan conquistar cuando se los trata como los hebreos a Jericó –yendo hacia ellos curvamente, en círculos concéntricos, cada vez más estrechos e insinuantes. Por eso, todos los asuntos que toquemos, aun los que tengan un primer aspecto más bien literario, reaparecerán una vez y otra en círculos posteriores de radio más estrecho y exigente. Con frecuencia hallarán ustedes que lo que un día tuvo sólo el cariz de una pura frase o de un adorno metafórico surgirá otro día con el más grave gesto de rigoroso problema.

En un período de treinta años la actitud del filósofo ante su propia labor ha cambiado. No me refiero ahora a que el contenido doctrinal de la filosofía es hoy distinto del de hace un cuarto de siglo sino que antes de que elabore y posea este contenido, al iniciar su trabajo se siente el filósofo con un temple o predisposición muy diferente de los que el pensador de las generaciones próximas encontraba en sí. Los sesenta postreros años del siglo XIX han sido, decía yo al terminar mi primera conferencia, una de las etapas menos favorables a la filosofía. Fue una edad antifilosófica. Si la filosofía fuese algo de que radicalmente cupiese prescindir no es dudoso que durante esos años habría desaparecido por completo. Como no es posible raer de la mente humana despierta a la cultura su dimensión filosofante lo que se hizo fue reducirla a un mínimum. Ahora bien, el temple o predisposición con que hoy inicia su trabajo el filósofo consiste precisamente en un claro afán de salir nuevamente a una filosofía de alta mar, plenaria, completa, en suma a un máximum de filosofía.

Y es natural que ante cambio parejo nos ocurra preguntar: ¿cómo se produjo aquella reducción y encogimiento del ánimo filosófico y qué ha acontecido después para que de nuevo se dilate, cobre fe en sí mismo y hasta vuelva a tomar la ofensiva? La aclaración suficiente de uno y otro hecho sólo se hallaría definiendo la estructura del hombre europeo en uno y otro tiempo. Toda explicación que para entender los cambios visibles que aparecen en la superficie histórica no descienda hasta hallar los cambios latentes, misteriosos que se producen en las entrañas del alma humana es a su vez superficial. Podrá, como la que hoy vamos a dar del cambio aludido, bastar para los efectos limitados de nuestro tema pero a sabiendas de que es insuficiente, de que quita al hecho histórico su dimensión de profundidad y convierte al proceso de la historia en un plano de sólo dos dimensiones.

Pero inquirir en serio por qué acontecen esas variaciones en el modo de pensar filosófico o político o artístico equivale a hacerse una pregunta de tamaño excesivo: equivale a plantearse la cuestión de por qué cambian los tiempos, por qué no sentimos ni pensamos hoy como hace cien años, por qué la humanidad no vive estacionada en un idéntico, invariado repertorio, sino que, por el contrario, anda siempre inquieta, infiel a sí misma, huyendo hoy de su ayer, modificando a toda hora lo mismo el formato de su sombrero que el régimen de su corazón. En suma, por qué hay historia. No es necesario anunciar que vamos a sesgar respetuosos tan peraltada cuestión pasando de largo. Pero me importa decir que los historiadores han dejado hasta ahora intacta la causa más radical de los cambios históricos. El que uno o varios hombres inventen una nueva idea o un nuevo sentimiento no hace variar el cariz de la historia, el tono de los tiempos, como no cambia el color del Atlántico porque un pintor de marinas limpie en él su pincel cargado de bermellón. Pero si de pronto, una masa ingente de hombres adopta aquella idea y vibra con aquel sentimiento, entonces el área de la historia, la faz de los tiempos se tiñe de nuevo colorido. Ahora bien, las masas ingentes de hombres no adoptan una idea nueva, no vibran con un peculiar sentimiento simplemente porque se les predique. Es preciso que esa idea y ese sentimiento se hallen en ellos preformados, nativos, prestos. Sin esa predisposición radical, espontánea de la masa, todo predicador sería predicador en desiertos.

De aquí que los cambios históricos suponen el nacimiento de un tipo de hombre distinto o en más o en menos del que ya había, es decir, suponen el cambio de generaciones. Desde hace años yo predico a los historiadores que el concepto de generación es el más importante en historia y debe haber llegado al mundo una nueva generación de historiadores porque veo que esta idea ha prendido, sobre todo en Alemania.

Para que algo importante cambie en el mundo, es preciso que cambie el tipo de hombre, se entiende y el de mujer, es preciso que aparezcan muchedumbres de criaturas con una sensibilidad vital distinta de la antigua y homogénea entre sí. Esto es la generación: una variedad humana en el sentido rigoroso que al concepto de «variedad» dan los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, disposiciones, preferencias que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior.

Pero esta idea inocula súbita energía y dramatismo al hecho tan elemental como inexplorado de que en todo presente coexisten tres generaciones: los jóvenes, los hombres maduros, los viejos. Porque esto significa que toda actualidad histórica, todo «hoy» envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres «hoy» diferentes, o dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. «Hoy» es para unos veinte años, para otros, cuarenta, para otros, sesenta: y eso, que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo «hoy» declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha. 1928 parece un tiempo único, pero en 1928 vive un muchacho, un hombre maduro y un anciano, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes y, a la vez, abarca los tres: es la unidad de un tiempo histórico de tres edades distintas. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera pero contribuimos a formarlos en modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, petrefacta en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna. Alguna vez he representado a la generación como «una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando se ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación. Tal vez, en un día festival la orgía mezcla a ambas, pero a la hora de vivir la existencia normal la caótica fusión se disgrega en los dos grupos verdaderamente orgánicos. Cada individuo reconoce misteriosamente a los demás de su colectividad, como las hormigas de cada hormiguero se distinguen por una peculiar odoración. El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que antes o después todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es una moda integral de existencia que se fija indeleble sobre el individuo. En ciertos pueblos salvajes se reconoce a los miembros de cada grupo coetáneo por su tatuaje. La moda de dibujo epidérmico que estaba en uso cuando eran adolescentes ha quedado incrustada en su ser». «Esta fatalidad, como todas, tiene algunos poros por donde ciertos individuos, genialmente dotados, saben evadirse. Hay quien conserva hasta la senectud un poder de plasticidad inexhausto, una juventud perdurable, que le permite renacer y reformarse dos y aun tres veces en la vida. Hombres así suelen tener el carácter de precursores, y la nueva generación presiente en ellos un hermano mayor de advenimiento prematuro. Pero estos casos pertenecen al orden de las excepciones, que en el biológico, más que en ningún otro reino, confirman la regla».

El problema que plantea a la vida de cada cual esta fatalidad de sentirse adscrito a una generación puede servirnos como ejemplo de lo que he llamado el arte de la vida. Se trata de una fatalidad pero el hecho de que algunos individuos escapen a ella, es decir, gocen de una más larga juventud indica que es ella una fatalidad porosa, elástica o como el maravilloso Bergson diría una fatalité modifiable. Cuando vuestra alma sienta un fenómeno medianamente característico de nuestra época como algo que le queda externo o indescifrable es que algo en vosotros quiere envejecer. Hay en todo organismo –individual o social– una tendencia y hasta voluptuosidad a desasirse del presente que es siempre innovación y recaer por inercia en lo pasado y habitual –hay una tendencia a hacerse poco a poco arcaico. Parejamente, cuando llega a los cincuenta años el hombre que ha cultivado los ejercicios físicos tiende a abandonarlos y reposar. Si lo hace está perdido. Sus músculos perderán elasticidad y pronto la decrepitud de ellos será inevitable, pero, si resistiendo a la delicia del descanso salva ese primer deseo de abandono y continúa en pleno ejercicio, verá con asombro que sus músculos poseían aún un imprevisto capital de juventud. Quiere esto decir que, en vez de abandonarnos a esa fatalidad que nos aprisiona en una generación, es preciso reobrar contra ella renovándose en el modo juvenil de la vida que sobreviene. No se olvide que es característico de todo lo vital la contaminación. Se contagia la enfermedad, pero también la salud: se contagia el vicio y la virtud, se contagia la vejez y la mocedad. Como es sabido, no hay capítulo más lleno de promesas en la biología de hoy como el estudio experimental del rejuvenecimiento. Cabe, dentro de ciertos límites, con una higiene determinada física y moral prolongar la juventud sin vender el alma al diablo. El que envejece pronto es porque quiere –mejor dicho, porque no quiere vivir, porque es incapaz de esforzarse frenéticamente en vivir. Parásito de sí mismo, sin hincarse bien en el destino el flujo del tiempo lo arrastra al pasado.

Pero cuando esta prolongación de la juventud es ya imposible aún cabe decidirse bellamente por la gran generosidad y, ya que no se puede vivir la nueva vida que llega, alegrarse de que otros la vivan, querer que el porvenir sea distinto de nosotros, estar resuelto a la aventura de dejarle su novedad invasora, su juventud. Es el problema del hombre maduro: el pasado tira ya de él y fermenta en él el resentimiento, la acritud hacia el futuro. A la vez siente aún próxima su juventud, aún está junto a uno pero ya no está en uno, sino a la vera, como sobre el muro el trofeo, lanza y arnés, gesto de guerra ya inválido y paralítico. No importa. ¡Que otra juventud sea ya que no puede volver la de uno! En el Sáhara se oye un adagio que dibuja en su sobriedad toda una escena de desierto, donde hombres, rebaños y tropeles de acémilas tienen que abrevarse en un breve charco. Dice así sencillamente: «Bebe del pozo y deja tu puesto a otro». Es un lema de generación, de caravana.

Este consejo de alta higiene vital nos ha desviado gravemente de la ruta que llevábamos. Yo quería simplemente decir que la articulación de tres generaciones en todo presente produce el cambio de los tiempos. La generación de los hijos es siempre un poco diferente de la de los padres: representa como un nuevo nivel desde el cual se siente la existencia. Sólo que de ordinario la diferencia entre los hijos y los padres es muy pequeña, de suerte que predomina el núcleo común de coincidencias y entonces los hijos se ven a sí mismos como continuadores y perfeccionadores del tipo de vida que llevaban sus padres. Mas, a veces, la distancia es enorme: la nueva generación no encuentra apenas comunidad con la precedente. Entonces se habla de crisis histórica. Nuestro tiempo es de esta clase y lo es en superlativo. Aunque el cambio venía preparándose subterráneamente ha brotado con tal brusquedad y prontitud, que en pocos años ha transformado la faz de la vida. Desde hace muchos, muchos años anunciaba yo esta transformación inminente y total. Fue en vano. Sólo recogía censuras: se atribuía mi anuncio a prurito de novedades. Han tenido que venir los hechos con sus bozales para callar las bocas maldicientes. Ahí está, ante nosotros una vida nueva... Pero no, aún no está ahí. El cambio va a ser mucho más radical que cuanto vemos, y va a penetrar en estratos de la vida humana tan profundos, que, aleccionado con la pasada experiencia, no estoy dispuesto a decir todo lo que entreveo. Sería inútil, asustaría sin convencer, y asustaría porque no sería entendido, mejor dicho, porque sería mal entendido.

Ello es que está ahí una ola recién llegada de tiempo nuevo, sobre ella ha de brincar quien quiera salvarse. El que se resista, el que no quiera comprender la nueva fisonomía que toma el vivir, quedará sumergido en la resaca irremediable del pretérito –en todos los órdenes y en todos los sentidos– en su obra, si es intelectual o artista, en su amores si es sentimental, en su política si es ambicioso.

Conviene que hayamos tomado este primer contacto con el tema de las generaciones. Mas lo dicho sólo es, en efecto, un primer contacto, un aspecto externo de este hecho tremendo y radical con el cual vamos a tropezar en forma mucho más vigorosa y decisiva cuando nos llegue la hora de palpar eso que tan galanamente, y sin temblor por no saber bien lo que decimos, llamamos «nuestra vida». No olviden ustedes que como dije el primer día nuestro camino va a ser una espiral y que todos los temas aun los que parezcan más episódicos reaparecerán en otros círculos posteriores de radio más corto y exigente.

Pero ahora se trata de indicar los motivos más inmediatos que produjeron la retracción y angostamiento del ánimo filosófico en los sesenta años últimos del siglo XIX y los que inversamente han fomentado su actual expansión y robustecimiento.

Noten ustedes que toda ciencia o conocimiento tiene su tema, lo que esa ciencia conoce o trata de conocer, y además tiene un modo de saber lo que sabe. Así la matemática posee un tema –números y extensión– distinto del tema propio de la biología –que son los fenómenos orgánicos. Pero además la matemática se diferencia de la biología en su modo de conocimiento, en su clase de saber. Para el matemático saber, conocer es poder deducir una proposición mediante razonamientos rigorosos fundados últimamente en evidencias indubitables. En cambio, la biología se contenta con generalizaciones aproximadas de hechos imprecisos que nos ofrecen los sentidos. Como modos de conocimiento poseen, pues, ambas ciencias un rango muy distinto: el matemático es ejemplar, el biológico es sumamente tosco. Tiene, en cambio, la matemática el inconveniente de que los objetos para quienes valen sus teorías no son reales sino como Descartes y Leibniz decían son «imaginarios». Pero he aquí que en el siglo XVI comienza una disciplina intelectual –la nuova scienza de Galileo– que por un lado posee el rigor deductivo de la matemática y por otro nos habla de objetos reales, de los astros y en general de los cuerpos. Por vez primera acontecía esto en los fastos del pensamiento: por vez primera existía un conocimiento que obtenido mediante precisas deducciones era, a la par, confirmado por la observación sensible de los hechos, es decir, que toleraba un doble criterio de certeza –el puro razonamiento por el que creemos llegar a ciertas conclusiones y la simple percepción que confirma esas conclusiones de pura teoría. La unión inseparable de ambos criterios constituye el modo de conocimiento llamado experimental que caracteriza a la física. No es extraño que desde luego ciencia dotada de tan venturosa condición comenzase a destacarse sobre las demás y a atraer el entusiasmo de los mejores. Aun desde el punto de vista exclusivamente teórico, aun como mera teoría o estricto conocimiento no tiene duda que es la física una maravilla intelectual. Sin embargo, no se ocultaba a nadie desde luego que la coincidencia entre las conclusiones deductivas de la física racional y las observaciones sensibles del experimento no era ya exacta sino sólo aproximada. Verdad es que esta aproximación era tan grande que no impedía la marcha práctica de la ciencia.

Es seguro, no obstante, que estos dos caracteres del conocimiento físico –su práctica exactitud y su confirmación por los hechos sensibles–, no olviden ustedes la patética circunstancia de que los astros parezcan someterse a las leyes que los astrónomos les dictan y que con rara fidelidad acudan a la cita que éstos les dan a tal hora, en tal punto del enorme firmamento, esos dos caracteres, digo, no hubieran bastado para llevar al extremo triunfo que luego logró la ciencia física. Una tercera peculiaridad vino a exaltar desaforadamente este modo de conocer. Resultó que las verdades físicas, sobre sus calidades teóricas, tenían la condición de ser aprovechables para las conveniencias vitales del hombre. Partiendo de ellas, podía éste intervenir en la naturaleza y acomodársela en beneficio propio. Este tercer carácter –su utilidad práctica para el dominio sobre la materia– no es ya una perfección o virtud de la física como teoría y conocimiento. En Grecia esta fertilidad utilitaria no hubiera alcanzado influjo decisivo sobre los ánimos pero en Europa coincidió con el predominio [de] un tipo de hombre –el llamado burgués– que no sentía vocación contemplativa teórica, sino práctica. El burgués quiere alojarse cómodamente en el mundo y para ello intervenir en él modificándolo a su placer. Por eso la edad burguesa se honra ante todo por el triunfo del industrialismo y en general de las técnicas útiles a la vida como son la medicina, la economía, la administración. La física cobró un prestigio sin par porque de ella emanaba la máquina y la medicina. Las masas medias se interesaron en ella no por curiosidad intelectual sino por interés material. En tal atmósfera se produjo lo que pudiéramos llamar «imperialismo de la física».

Para nosotros, nacidos y educados en una edad que participa de este modo de sentir nos parece cosa muy natural, la más natural y discreta, que se otorgue el primado entre los modos de conocimiento a aquél que, sea como sea en cuanto teoría, nos proporcione el dominio práctico sobre la materia. Pero aunque nacidos y educados en aquella edad algún ciclo nuevo empieza en nosotros puesto que ya no nos contentamos con ese primer pronto que nos hace ver tan natural a la utilización práctica como norma de la verdad. Al contrario, empezamos a caer en la cuenta que ese empeño en dominar la materia y hacerla cómoda, que ese entusiasmo por el confort es, si se hace de él un principio, tan discutible como cualquier otro. Y puestos en alerta por esta sospecha comenzamos a ver que el confort es simplemente una predilección subjetiva, dicho grosso modo, un capricho que la humanidad occidental tiene desde hace doscientos años pero que no revela por sí solo superioridad ninguna de carácter. Hay quien prefiere a todo lo confortable y hay quien no le da mayor importancia. Mientras Platón meditaba los pensamientos que han hecho posible la física moderna y con ella el confort llevaba como todos los griegos una vida muy áspera y, en punto, a trabajos, vehículos, calefacción y ajuar doméstico, verdaderamente bárbara. En la misma fecha los chinos que jamás han pensado un pensamiento científico, que jamás han hilado una teoría, hilaban telas deliciosas y fabricaban objetos usaderos y construían artefactos de exquisito confort. Mientras en Atenas la academia platónica inventa la pura matemática, en Pekín se inventa el pañuelo de bolsillo. Conste, pues, que el afán de confortabilidad, última ratio de preferencia para la física, no es índice de superioridad. Lo han sentido unos tiempos y otros no. Todo el que sabe mirar el nuestro con mirada un poco perforante cree prever que va a entusiasmarse mediocremente con el imperativo de comodidad. Va a usar de ésta, a atenderla, a conservar la lograda y procurar acrecerla pero –justamente– sin entusiasmo y no por ella misma sino para poder vacar a ejercicios incómodos.

Puesto que el afán de confort no es sin más señal de progreso sino que aparece en la historia repartido, como el azar, sobre épocas de muy diferente altitud, sería un tema curioso para el curioso averiguar en qué coinciden éstas o, dicho de otro modo, qué condición humana suele llevar a esa devoción por lo cómodo. Ignoro cuál sería el resultado de esta pesquisa. Sólo, al paso, subrayo esta coincidencia: los dos lugares históricos de mayor atención al confort