En torno a Galileo y otros ensayos - José Ortega y Gasset - E-Book

En torno a Galileo y otros ensayos E-Book

Jose Ortega Y. Gasset

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"En torno a Galileo" es la obra en que Ortega desarrolla el tema de las «generaciones» de su proyecto de la «razón histórica». La obra recoge las doce lecciones del curso impartido entre febrero y mayo de 1933 en Madrid, organizado por la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central. Había editado previamente el curso en artículos para la prensa, en "La Nación" de Buenos Aires, y había organizado las cuatro primeras lecciones para un libro con el título de "El método de las generaciones históricas" que no vería la luz. Pero será la vicisitud de una publicación ilegal de las lecciones centrales, de la quinta a la octava, en Chile en 1934, la que lo motive a publicarlas agrupadas en 1942 con el título "Esquema de la crisis y otros ensayos", primero, y a la inclusión del curso íntegro con el título definitivo en las "Obras completas" de 1947. Dos ensayos publicados póstumamente, preparados al hilo de su organización de una monografía sobre el curso, completan esta edición.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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José Ortega y Gasset

En torno a Galileoy otros ensayos

Índice

Nota preliminar

En torno a Galileo

Lección I.

Lección II. La estructura de la vida, sustancia de la historia

Lección III. Idea de la generación

Lección IV. El método de las generaciones en historia

Lección V. De nuevo, la idea de generación

Lección VI. Cambio y crisis

Lección VII. La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo

Lección VIII. En el tránsito del cristianismo al racionalismo

Lección IX. Sobre el extremismo como forma de vida

Lección X. Estadios del pensamiento cristiano

Lección XI. El hombre del siglo XV

Lección XII. Renacimiento y retorno

Otros ensayos

Teoría de las generaciones

El método de las generaciones históricas

Créditos

Nota preliminar

El origen del libro que presentamos se remonta a un curso impartido por Ortega en 1933 en Madrid, organizado por la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central y titulado «Sobre la época de Galileo. 1550-1650. Ideas en torno a las generaciones decisivas en la evolución del pensamiento europeo». El curso consta de doce lecciones, que tienen lugar entre el 18 de febrero y el 11 de mayo, siguiendo el programa recogido en la «Nota a la edición» del tomo VI de las Obras completas, publicado por la Fundación Ortega — Marañón y Taurus en el año 2006, pp. 976-977. Ortega desarrolla en el curso su llamada «razón histórica» a través de la exposición de la idea de las «generaciones», y la pone en práctica para analizar la época decisiva en la gestación de la Modernidad.

Como es frecuente, Ortega utiliza los manuscritos que escribe en preparación de sus cursos para ponerlos a disposición del lector no académico en forma de artículos en el periódico. Así sucede en este caso, publicando en La Naciónde Buenos Aires las doce lecciones agrupadas en un orden distinto al que fueron impartidas, en forma de series de prensa con los títulos: «En torno a Galileo», entre mayo y junio de 1933; «Esquema de las crisis», entre octubre y diciembre; «Desesperación y situaciones extremas», entre enero y febrero de 1934; «Las etapas del cristianismo al racionalismo», en abril, y «Sobre el siglo xv», entre junio y julio. También fueron publicadas por Ortega en Revista de Occidente y en Cruz y Raya,en septiembre y en octubre de 1933, las lecciones «En el tránsito del cristianismo al racionalismo» y «La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo», respectivamente. Pero se da en este caso la circunstancia de que estas dos lecciones y las dos anteriores del programa del curso, tituladas «De nuevo, la idea de generación» y «Cambio y crisis», fueron publicadas ilegalmente como libro en 1934 con el título Esquema de las crisis en Santiago de Chile por Ediciones Extra —obra que, incluso, sería reimpresa en 1937.

Ortega pretende organizar el manuscrito del curso en una monografía que lo integre en un sistema filosófico, teniendo en el horizonte su proyecto de Aurora de larazón histórica. En este contexto, había preparado las cuatro primeras lecciones para su publicación por el Patronato de la Fundación Valdecilla en 1933, con el título El método de las generaciones históricas, pero no se resolvió a darle salida. Más tarde, se produjo el advenimiento de la Guerra Civil, obligándole a parar su actividad académica y editorial y a salir del país, y la posibilidad de acceder a las fuentes bibliográficas para organizar su obra de modo sistemático, así como su salud, mermaron notablemente. Cuando hubo encontrado mayor estabilidad y para contrarrestar las ediciones no autorizadas, Ortega decidió publicar la parte central del curso como monografía, en Revista de Occidente en 1942, con el título Esquema de las crisis y otros ensayos. El curso aparecería finalmente publicado de manera íntegra con el título En torno a Galileo en la edición de sus Obras completas de 1947. Este título se mantendría sucesivamente.

Como hacemos en esta Biblioteca de autor, ofrecemos también los ensayos de Ortega relacionados con la edición final del curso: «Teoría de las generaciones» y «El método de las generaciones históricas», ensayos escritos en 1933 en el marco de su preparación del ciclo de doce lecciones, que serían utilizados para la edición de 1947 y publicados póstumamente. El primero de estos ensayos está especialmente relacionado en título y contenido con la lección IV. El segundo, es preparado como prólogo a la edición de las cuatro primeras lecciones para la Fundación Valdecilla, que, como queda dicho, no llega a publicarse. El ensayo titulado «Sobre ensimismarse y alterarse», que aparece en la prensa en tres entregas en marzo y abril de 1933, sería también utilizado en parte para los capítulos V y VI de la edición de 1947. Se edita en Ensimismamiento y alteración. Meditación de la técnica y otros ensayos, en esta misma colección.

Los volúmenes de esta «Biblioteca de autor José Ortega y Gasset» presentan un texto nacido del trabajo filosófico, filológico e historiográfico del equipo del Centro de Estudios Orteguianos de la Fundación José Ortega y Gasset — Gregorio Marañón. La investigación se ha desarrollado durante más de una década y ha permitido depurar malas lecturas y erratas de ediciones anteriores, al tiempo que se han descubierto numerosos textos desconocidos, algunos de los cuales no se habían vuelto a publicar desde su primera edición y otros eran inéditos; en ambos casos, enriquecen esta «Biblioteca».

Se ofrece al lector el texto según la última versión que el autor publicó. En el caso de la obra editada de forma póstuma, se sigue el manuscrito más próximo a una versión definitiva. El exhaustivo análisis de los testimonios conservados en el archivo del filósofo ha permitido una fijación textual que en numerosos casos difiere de las ediciones anteriores. Se ha respetado esencialmente la puntuación del propio Ortega, aunque se ha revisado en el caso de la obra póstuma. Se conservan los rasgos estilísticos del autor —como por ejemplo su reconocible «rigoroso» frente al más común «riguroso»—, los resaltes expresivos y particularidades morfosintácticas de su uso lingüístico (mayúsculas para remarcar un concepto, concordancias ad sensum, leísmos, laísmos), así como las distintas grafías en nombres de personas y lugares.

En la medida de lo posible, se evita la intervención de los editores en el texto, de modo que se mantiene la versión original incluso cuando se ha detectado algún lapsus —generalmente de precisión de una fuente al citar el autor de memoria. No se pretende dar un texto perfeccionado sino aquel que Ortega entregó a las prensas o en el que trabajaba para su publicación si nos referimos a la obra que dejó inédita. Los añadidos de los editores van siempre entre corchetes, así como los títulos que no son originales del filósofo. Las notas al pie de los editores se indican con *.

En la edición de los textos del presente volumen han participado Carmen Asenjo Pinilla, Iván Caja Hernández-Ranera y Jaime de Salas Ortueta, quienes agradecen el trabajo de investigación y fijación textual previo de sus compañeros Ignacio Blanco Alfonso, José Ramón Carriazo Ruiz, María Isabel Ferreiro Lavedán, Iñaki Gabaráin Gaztelumendi, Patricia Giménez Eguíbar, Felipe González Alcázar, Azucena López Cobo, Juan Padilla Moreno, Mariana Urquijo y Javier Zamora Bonilla.

En torno a Galileo

Las lecciones V, VI, VII y VIII de este curso explicado en 1933 en la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central se publicaron en libro aparte con el título Esquema de las crisis (1942), precedidas de esta nota:

Se trata de unas lecciones entresacadas de un curso, donde el autor se propuso fijar, con el mayor rigor posible, la situación vital de aquellas generaciones entre 1550 y 1650 que instauraron el pensamiento moderno. De ordinario, la historia de las ideas, por ejemplo, de los sistemas filosóficos, nos presenta a éstos emergiendo los unos de los otros en virtud de un mágico emanatismo. Es una historia espectral y adinámica inspirada en el error intelectualista que atribuye a la inteligencia una sustantividad e independencia que no tiene. Es de presumir que si los historiadores de las ideas, especialmente de las filosofías, hubiesen sido historiadores de vocación y no más bien hombres de ciencia y filósofos, no habrían caído tan de lleno en ese error y se habrían resistido a creer que la inteligencia funciona por su propia cuenta, cuando es tan obvio advertir que va gobernada por las profundas necesidades de nuestra vida, que su ejercicio no es sino reacción a menesteres preintelectuales del hombre.

De aquí que fuese forzoso insinuar—ya que más completo desarrollo del tema era inoportuno—a los oyentes del citado curso, algo sobre ese carácter preintelectual, esto es, viviente de la inteligencia misma, oponiéndose a la doctrina inveterada, según la cual el hombre se ocupa en conocer simplemente porque tiene entendimiento. Al descender por debajo del conocimiento mismo, por tanto, de la ciencia como hecho genérico y descubrir la función vital que la inspira y moviliza, nos encontramos con que no es sino una forma especial de otra función más decisiva y básica—la creencia. Esto nos prepara para comprender cómo el hombre puede pasar de una fe a otra y en qué situación se halla mientras dura el tránsito, mientras vive en dos creencias, sin sentirse instalado en ninguna, por tanto en sustancial crisis.

A continuación se publican en su orden todas las lecciones, reconstruyendo la totalidad orgánica que tuvo el curso, al cual había de seguir una segunda parte que los acontecimientos españoles impidieron llevar a cabo.

Lección I

En junio de 1633, Galileo Galilei, de setenta años, fue obligado a arrodillarse delante del Tribunal Inquisitorial, en Roma, y a abjurar de la teoría copernicana, concepción que hizo posible la física moderna.

Se van a cumplir, pues, los trescientos años de aquélla deplorable escena originada, a decir verdad, más que en reservas dogmáticas de la Iglesia, en menudas intrigas de grupos particulares. Yo invito a los oyentes para que, en homenaje a Galileo, desarrollen conmigo algunos temas en torno al pensamiento de su época.

Si rendimos homenaje a Galileo es porque nos interesa su persona. Mas ¿por qué nos interesa? Evidentemente por razones muy distintas de aquéllas por las cuales Galileo interesaba a Galileo. Cada cual se interesa a sí mismo, quiera o no, téngase en poco o en mucho, por la sencilla razón de que cada cual es sujeto, protagonista de su propia e intransferible vida. Nadie puede vivirme mi vida; tengo yo por mi propia y exclusiva cuenta que írmela viviendo, sorbiendo sus alborozos, apurando sus amarguras, aguantando sus dolores, hirviendo en sus entusiasmos. Que cada cual se interese por sí mismo no necesita, pues, especial justificación. Pero sí la ha menester nuestro interés por otra persona, máxime cuando no es un contemporáneo. A primera vista nuestros intereses, nuestras admiraciones, nuestras curiosidades, ofrecen el aspecto de un fortuito enjambre. Pero no hay tal. Nuestra existencia es un organismo y todo en ella tiene su ordenado puesto, su misión, su papel.

Galileo nos interesa no así como así, suelto y sin más, frente a frente él y nosotros, de hombre a hombre. A poco que analicemos nuestra estimación hacia su figura, advertiremos que se adelanta a nuestro fervor, colocado en un preciso cuadrante, alojado en un gran pedazo del pretérito que tiene una forma muy precisa: es la iniciación de la Edad Moderna, del sistema de ideas, valoraciones e impulsos que ha dominado y nutrido el suelo histórico que se extiende precisamente desde Galileo hasta nuestros pies. No es, pues, tan altruista y generoso nuestro interés hacia Galileo como al pronto podíamos imaginar. Al fondo de la civilización contemporánea, que se caracteriza entre todas las civilizaciones por la ciencia exacta de la naturaleza y la técnica científica, late la figura de Galileo. Es, por tanto, un ingrediente de nuestra vida y no uno cualquiera, sino que en ella le compete el misterioso papel de iniciador.

Pero se dice, y tal vez con no escaso fundamento, que todos esos principios constitutivos de la Edad Moderna se hallan hoy en grave crisis. Existen, en efecto, no pocos motivos para presumir que el hombre europeo levanta sus tiendas de ese suelo moderno donde ha acampado durante tres siglos y comienza un nuevo éxodo hacia otro ámbito histórico, hacia otro modo de existencia. Esto querría decir: la tierra de la Edad Moderna que comienza bajo los pies de Galileo termina bajo nuestros pies. Éstos la han abandonado ya.

Pero, entonces, la figura del gran italiano cobra para nosotros un interés más dramático, entonces nos interesa mucho más interesadamente. Porque si es cierto que vivimos una situación de profunda crisis histórica, si es cierto que salimos de una Edad para entrar en otra, nos importa mucho: 1.º, hacernos bien cargo, en rigorosa fórmula, de cómo era ese sistema de vida que abandonamos; 2.º, qué es eso de vivir en crisis histórica; 3.º, cómo termina una crisis histórica y se entra en tiempo nuevo. En Galileo y Descartes termina la mayor crisis por que ha pasado el destino europeo —una crisis que comienza a fines del siglo xiv y no termina hasta los albores del xvii. Al fin de ella, como divisoria de las aguas y cima entre dos edades, se alza la figura de Galileo. Con ella el hombre moderno entra en el mundo moderno. Nos interesa, pues, sobremanera hacernos cargo de aquella crisis y de este ingreso. Todo entrar en algún sitio, todo salir de algún recinto es un poco dramático; a veces, lo es mucho —de aquí las supersticiones y los ritos del umbral y del dintel. Los romanos creían en dioses especiales que presidían a esa condensación de enigmático destino que es el salir y es el entrar. Al dios del salir llamaban Abeona, al dios del entrar llamaban Adeona. Si, en vez del dios pagano, decimos, con un vocablo cristianizado, patrono, nada puede parecer más justificado que hacer a Galileo patrono abeona en nuestra salida de la modernidad, patrono adeona de nuestro ingreso en un futuro palpitante de misterio.

Todo el que se ha acercado a estudiar la etapa europea que va de 1400 a 1600 se ha dado cuenta de que es entre todos los períodos de nuestra historia occidental el más confuso y hoy por hoy indominado. En 1860 publicó Jacobo Burckhardt su Cultura del Renacimiento en Italia. Por vez primera la palabra Renacimiento, que andaba vagando desde Vasari con significaciones indecisas, cobra un sentido preciso y representa la definición de un tiempo histórico. Era un primer ensayo de aclaración que ponía un esquema de orden sobre tres siglos de confusa memoria. Una vez más se pudo ver que el conocimiento no consiste en poner al hombre frente a la pululación innumerable de los hechos brutos, de los datos nudos. Los hechos, los datos, aun siendo efectivos, no son la realidad, no tienen ellos por sí realidad y como no la tienen, mal pueden entregarla a nuestra mente. Si para conocer, el pensamiento no tuviese otra cosa que hacer sino reflejar una realidad que está ya ahí, en los hechos, presta como una virgen prudente esperando al esposo, la ciencia sería cómoda faena y hace muchos milenios que el hombre habría descubierto todas las verdades urgentes. Mas acontece que la realidad no es un regalo que los hechos hacen al hombre. Siglos y siglos los hechos siderales estaban patentes ante los ojos humanos y, sin embargo, lo que estos hechos presentaban al hombre, lo que estos hechos patentizaban no era una realidad, sino todo lo contrario, un enigma, un arcano, un problema, ante el cual se estremecía de pavor. Los hechos vienen a ser, pues, como las figuras de un jeroglífico. ¿Han reparado ustedes en la paradójica condición de tales figuras? Ellas nos presentan ostentosamente sus clarísimos perfiles, pero ese su claro aspecto está ahí precisamente para plantearnos un enigma, para producir en nosotros confusión. La figura jeroglífica nos dice: «¿Me ves bien? Bueno, pues eso que ves de mí no es mi verdadero ser. Yo estoy aquí para advertirte que yo no soy mi efectiva realidad. Mi realidad, mi sentido está detrás de mí, oculto por mí. Para llegar a él tienes que no fiarte de mí, que no tomarme a mí como la realidad misma, sino, al contrario, tienes que interpretarme y esto supone que has de buscar como verdadero sentido de este jeroglífico otra cosa muy distinta del aspecto que ofrecen sus figuras».

La ciencia es, en efecto, interpretación de los hechos. Por sí mismos no nos dan la realidad, al contrario, la ocultan, esto es, nos plantean el problema de la realidad. Si no hubiera hechos no habría problema, no habría enigma, no habría nada oculto que es preciso des-ocultar, des-cubrir. La palabra con que los griegos nombraban la verdad es alétheia, que quiere decir descubrimiento, quitar el velo que oculta y cubre algo. Los hechos cubren la realidad y mientras estemos en medio de su pululación innumerable estamos en el caos y la confusión. Para des-cubrir la realidad es preciso que retiremos por un momento los hechos de en torno nuestro y nos quedemos solos con nuestra mente. Entonces, por nuestra propia cuenta y riesgo, imaginamos una realidad, fabricamos una realidad imaginaria, puro invento nuestro: luego, siguiendo en la soledad de nuestro íntimo imaginar, hallamos qué aspecto, qué figuras visibles, en suma, qué hechos produciría esa realidad imaginaria. Entonces es cuando salimos de nuestra soledad imaginativa, de nuestra mente pura y aislada y comparamos esos hechos que la realidad imaginada por nosotros produciría con los hechos efectivos que nos rodean. Si casan unos con otros es que hemos descifrado el jeroglífico, que hemos des-cubierto la realidad que los hechos cubrían y arcanizaban.

Esta faena es la ciencia; como se ve consiste en dos operaciones distintas. Una puramente imaginativa, creadora, que el hombre pone de su propia y libérrima sustancia: otra confrontadora con lo que no es el hombre, con lo que le rodea, con los hechos, con los datos. La realidad no es dato, algo dado, regalado —sino que es construcción que el hombre hace con el material dado.

No debía ser necesario hacer constar esto: todo el que se ocupa de labores científicas debiera saberlo. Toda la ciencia moderna no ha hecho sino eso y sus creadores sabían muy bien que la ciencia de los hechos, de los fenómenos tiene en un cierto momento que desentenderse de éstos, quitárselos de delante y ocuparse en puro imaginar. Así, por ejemplo: los cuerpos lanzados se mueven de innumerables modos, suben, bajan, siguen en su trayecto las curvas más diversas, con las más distintas velocidades. En tan inmensa variedad nos perdemos y por muchas observaciones que hagamos sobre los hechos del movimiento, no lograremos descubrir el verdadero ser del movimiento. ¿Qué hace, en cambio, Galileo? En vez de perderse en la selva de los hechos entrando en ellos como pasivo espectador, comienza por imaginar la génesis del movimiento en los cuerpos lanzados cuius motus generationem talem constituo. Mobile quoddam super planum horizontale proiectum mente concipio omni secluso impedimento.

Así inicia Galileo la Jornada cuarta de su libro postrero tituladoDiálogo de las nuevas cienciasoDiscorsi e dimostrazioni intorno a due nuove scienze attenenti alla Mecanica ed i movimenti locali.Estas nuevas ciencias son, nada menos, la física moderna.

«Concibo por obra de mi mente un móvil lanzado sobre un plano horizontal y quitando todo impedimento». Es decir, se trata de un móvil imaginario en un plano idealmente horizontal y sin estorbo alguno —pero esos estorbos, impedimentos que Galileo imaginariamente quita al móvil son los hechos—, ya que todo cuerpo observable se mueve entre impedimentos, rozando otros cuerpos y por ellos rozado. Comienza, pues, por construir idealmente, mentalmente, una realidad. Sólo cuando tiene ya lista su imaginaria realidad observa los hechos, mejor dicho, observa qué relación guardan los hechos con la imaginada realidad.

Pues bien, yo tengo la convicción de que se avecina un espléndido florecimiento de las ciencias históricas debido a que los historiadores se resolverán a hacer mutatis mutandis, frente a los hechos históricos, lo mismo que Galileo inició frente a los físicos. Se convencerán de que la ciencia, se entiende toda ciencia de cosas, sean éstas corporales o espirituales, es tanto obra de imaginación como de observación, que esta última no es posible sin aquélla —en suma, que la ciencia es construcción.

Este carácter, en parte al menos, imaginativo de la ciencia hace de ella una hermana de la poesía. Pero entre la imaginación de Galileo y la de un poeta hay una radical diferencia: aquélla es una imaginación exacta. El móvil y el plano horizontal que con su mente concibe son figuras rigorosamente matemáticas. Ahora bien, la materia histórica no tiene nada esencial que ver con lo matemático. ¿Tendrá por ello que renunciar a ser una construcción, es decir, una ciencia y declararse irremediablemente poesía? ¿O cabe una imaginación que, sin ser matemática, preste a la historia el mismo servicio de rigor constructivo que la mecánica presta a la física? ¿Cabe una cuasi-mecánica de la historia?

No vamos a desarrollar ahora esta cuestión. Pero sí quisiera dejar en el aire, como una insinuación, los supuestos más generales que, a mi juicio, hacen posible una historia verdaderamente científica.

Los historiadores para exonerarse de discutir con los filósofos suelen repetir la frase escrita por uno de sus mayores capitanes, por Leopoldo de Ranke, quien a las discusiones de su tiempo sobre la forma de la ciencia histórica opuso, con aire de quien corta malhumorado un nudo gordiano, estas palabras: «La historia se propone averiguar wie es eigentlich gewesen ist —cómo efectivamente han pasado las cosas». Esta frase, parece entendida a primera vista, pero habida cuenta las polémicas que la inspiraron, tiene un significado bastante estúpido. ¡Lo que ha pasado! ¡Lo que ha ocurrido o sido! ¿Cómo? ¿Por ventura se ocupa la historia de los eclipses que han ocurrido? Evidentemente, no. La frase es elíptica. Se supone que en la historia se trata de lo que ha pasado, ocurrido, acaecido al hombre. Pero esto es precisamente lo que con todo respeto para Ranke, a quien creo uno de los más formidables constructores de historia, me parece un poco estúpido. Porque se quiere decir con ello que al hombre le pasan muchas cosas, infinitas cosas y que esas cosas que le pasan, le pasan en el sentido de una teja que cae sobre un transeúnte y lo desnuca. En este pasar, el hombre no tendría otro papel que el de un frontón sobre el cual caen los fortuitos pelotazos de un extrínseco destino. La historia no tendría otra misión que tomar nota de esos pelotazos uno a uno. La historia sería puro y absoluto empirismo. El pasado humano sería una radical discontinuidad de hechos sueltos sin estructura, ley ni forma.

Pero es evidente que todo lo que al hombre acontece y pasa, le pasa y acontece dentro de su vida y se convierte ipso facto en un hecho de vida humana, es decir, que el verdadero ser, la realidad de ese hecho no es lo que éste como suceso bruto, aislado y por sí parezca tener, sino lo que signifique en la vida de ese hombre. Un mismo hecho material tiene las realidades más diversas inserto en vidas humanas diferentes. La teja que desciende es la salvación para el transeúnte desesperado y anónimo o es una catástrofe de importancia universal cuando tropieza con la nuca de un creador de imperio, de un genio joven.

Un hecho humano no es, pues, nunca un puro pasar y acaecer —es función de toda una vida humana individual o colectiva, pertenece a un organismo de hechos donde cada cual tiene su papel dinámico y activo. En rigor, al hombre lo único que le pasa es vivir, todo lo demás es interior a su vida, provoca en ella reacciones, tiene en ella un valor y un significado. La realidad, pues, del hecho no está en él, sino en la unidad indivisa de cada vida.

De suerte que si, siguiendo a Ranke, queremos que la historia consista en averiguar cómo propiamente, efectivamente,han pasado las cosas, no tenemos más remedio que recurrir de cada hecho bruto al sistema orgánico, unitario de la vida a quien el hecho pasó, que vivió el hecho.

Tan es así que el historiador no puede ni siquiera leer una sola frase de un documento sin referirla, para entenderla, a la vida integral del autor del documento. La historia en su primaria labor, en la más elemental, es ya hermenéutica, que quiere decir interpretación, interpretación que quiere decir inclusión de todo hecho suelto en la estructura orgánica de una vida, de un sistema vital.

A la luz de esta advertencia, bien obvia por cierto, la historia deja de ser la simple averiguación de lo que ha pasado y se convierte en otra cosa un poco más complicada —en la investigación de cómo han sido las vidas humanas en cuanto tales. Conste, pues, no lo que ha pasado a los hombres—, ya que, según hemos visto, lo que a alguien le pasa sólo se puede conocer cuando se sabe cuál fue su vida en totalidad.

Pero al topar la historia con la muchedumbre de las vidas humanas se encuentra en la misma situación que Galileo ante los cuerpos que se mueven. Se mueven tantos y de tan diversos modos, que en vano podremos averiguar de ellos lo que sea el movimiento. Si el movimiento no tiene una estructura esencial y siempre idéntica de que los movimientos singulares de los cuerpos son meras variaciones y modificaciones, la física es imposible. Por eso Galileo no tiene más remedio que comenzar por constituir el esquema de todo movimiento. En los que luego observe, ese esquema tendrá que cumplirse siempre, y gracias a ese esquema sabemos qué y por qué se diferencian unos de otros los movimientos efectivos. Es preciso que en el humo ascendente de la chimenea aldeana y en la piedra que cae de una torre exista bajo aspectos contradictorios una misma realidad, esto es, que el humo suba precisamente por las mismas causas que la piedra baja.

Pues bien, tampoco es posible la historia, la investigación de las vidas humanas si la fauna variadísima de éstas no oculta una estructura esencial idéntica, en suma, si la vida humana no es, en el fondo, la misma en el siglo x antes de Cristo que en el x después de Cristo, entre los caldeos de Ur y en el Versalles de Luis XV.

El caso es que todo historiador se acerca a los datos, a los hechos llevando ya en su mente, dese o no cuenta de ello, una idea más o menos precisa de lo que es la vida humana, esto es, de cuáles son las necesidades, las posibilidades y la línea general de comportamiento característicos del hombre. Delante de tal noticia que un documento le proporciona se detendrá diciendo: esto no es verosímil, es decir, esto no puede pasar a un hombre, la vida humana excluye como imposibles ciertos tipos de comportamiento. Pero no sólo esto: llega a más. Declara como inverosímiles ciertos actos de un hombre no porque en absoluto lo sean, sino porque contradicen excesivamente otros datos de la vida de ese hombre. Y entonces dice: esto es inverosímil en un hombre del siglo x, aunque sería muy natural en un hombre del siglo xix. ¿No advierten ustedes cómo el historiador más enemigo de la filosofía decreta la realidad o irrealidad de un hecho sometiéndolo, como a una instancia suprema, a la idea que él tiene de una vida humana como totalidad y organismo?

Lo que yo pido a los historiadores no es más sino que tomen en serio eso mismo que hacen, que de hecho practican y en vez de construir la historia sin darse cuenta de lo que hacen se preocupen de construirla deliberadamente, partiendo de una idea más rigorosa de la estructura general que tiene nuestra vida y que actúa idéntica en todos lugares y en todos los tiempos.

Precisamente cuando se trata de comprender una época confusa, de crisis —como es el Renacimiento—, es más necesario partir de un esquema claro, preciso de la vida y sus funciones constitutivas. Porque no se hizo rigorosamente y a fondo, no se ha entendido el Renacimiento ni se ha entendido lo que es una crisis histórica. Parece, pues, inexcusable que en brevísimo resumen propongamos un esquema de la vida humana.

Lección II

LA ESTRUCTURA DE LA VIDA, SUSTANCIADE LA HISTORIA

En la lección anterior insinuaba yo que toda ciencia de realidad, sea ésta corporal o espiritual, tiene que ser una construcción y no un mero espejo de los hechos. Porque la física en tiempo de Galileo se resolvió a ser esto, quedó constituida como ciencia ejemplar y norma de conocimiento durante toda la Edad Moderna.

La historia tiene que adoptar pareja decisión y disponerse a construir. Bien entendido que esta paridad entre la física tal cual es y una historia tal y como debe ser, se reduce, por lo pronto, a este punto: la constructividad. Los demás caracteres de la física no tienen para qué ser deseados para la historia. Por ejemplo, la exactitud. La exactitud de la física, se entiende, la exactitud de aproximación que le es propia, no procede de su método constructivo como tal, sino que le viene impuesta por su objeto, la magnitud. Lo exacto no es, pues, tanto el pensar físico como su objeto —el fenómeno físico. Es, pues, un quid pro quo extenderse en elegíacas lamentaciones sobre la incapacidad de exactitud que aquejará siempre a la historia. Lo lamentable sería más bien lo contrario. Si la historia, que es la ciencia de las vidas humanas, fuese o pudiese ser exacta, significaría que los hombres eran pedernales, piedras, cuerpos físico-químicos y nada más. Pero entonces no habría ni historia ni física, porque las piedras, más afortunadas si se quiere que los hombres, no necesitan hacer ciencia para ser ellas lo que son, esto es, piedras. En cambio, el hombre es una entidad extrañísima que para ser lo que es necesita antes averiguarlo, necesita, quiera o no, preguntarse lo que son las cosas en su derredor y lo que es él en medio de las cosas. Porque esto es lo que verdaderamente diferencia al hombre de la piedra: no que el hombre tenga entendimiento y la piedra carezca de él. Podemos imaginar una piedra muy inteligente, pero como el ser piedra le es dado ya hecho de una vez para siempre y no tiene que decidirlo ella, no necesita para ser piedra plantearse en cada momento el problema de sí misma, preguntándose: ¿qué tengo yo que hacer ahora o, lo que es igual, qué tengo yo que ser? Suelta en el aire, sin que necesite preguntarse nada y, por tanto, sin que necesite ejercitar su entendimiento, la piedra que imaginamos caerá hacia el centro de la tierra. Su inteligencia, pues, aunque exista, no forma parte de su ser, no interviene en él, sino que sería un aditamento extrínseco y superfluo.

Lo esencial del hombre es, en cambio, no tener más remedio que esforzarse en conocer, en hacer ciencia, mejor o peor, en resolver el problema de su propio ser y para ello el problema de lo que son las cosas entre las cuales inexorablemente tiene que ser. Esto: que necesita saber, que necesita —quiera o no— afanarse con sus medios intelectuales, es lo que constituye indubitablemente la condición humana. En cambio, definir al hombre diciendo que es un animal inteligente, racional, un animal que sabe, homo sapiens, es sobremanera expuesto, porque a poco rigor que usemos al emplear estas palabras, si nos preguntamos: ¿es el hombre, aun el genio mayor que haya existido, de verdad y en toda la exigida plenitud del vocablo, inteligente, de verdad entiende con plenitud de entendimiento, de verdad sabe algo con inconmovible e integral saber?, pronto advertimos que es cosa sobremanera dudosa y problemática. En cambio, repito, es incuestionable que necesita saber.

No se puede definir al hombre por las dotes o medios con que cuenta, ya que no está dicho que esas dotes, esos medios logren lo que sus nombres pretenden, por tanto, que sean adecuados a la pavorosa faena en que, quiera o no, está. Dicho en otra forma: el hombre no se ocupa en conocer, en saber simplemente porque tenga dotes cognoscitivas, inteligencia, etcétera —sino al revés, porque no tiene más remedio que intentar conocer, saber, moviliza todos los medios de que dispone aunque éstos sirven muy malamente para aquel menester. Si la inteligencia del hombre fuese de verdad lo que la palabra indica —capacidad de entender—, el hombre habría inmediatamente entendido todo y estaría sin ningún problema, sin faena penosa por delante. No está, pues, dicho que la inteligencia del hombre sea, en efecto, inteligencia; en cambio, la faena en que el hombre anda irremediablemente metido, ¡eso sí que es indubitable —y, por tanto, eso sí que lo define!

Esa faena —según dijimos— se llama «vivir» y consiste el vivir en que el hombre está siempre en una circunstancia, que se encuentra de pronto y sin saber cómo sumergido, proyectado en un orbe o contorno incanjeable, en éste de ahora.

Para sostenerse en esa circunstancia tiene que hacer siempre algo —pero este quehacer no le es impuesto por la circunstancia, como al gramófono le es impuesto el repertorio de sus discos o al astro la línea de su órbita.

El hombre, cada hombre tiene que decidir en cada instante lo que va a hacer, lo que va a ser en el siguiente. Esta decisión es intransferible: nadie puede sustituirme en la faena de decidirme, de decidir mi vida. Cuando me pongo en manos de otro, soy yo quien ha decidido y sigue decidiendo que él me dirija: no transfiero, pues, la decisión, sino tan sólo su mecanismo. En vez de obtener la norma de conducta del mecanismo que es mi inteligencia, me aprovecho del mecanismo de la inteligencia de otro.

Pero si al salir de aquí toman ustedes una dirección y no otra, es porque creen que deben ir a determinado lugar en esa hora y esto a su vez —que deben estar a esa hora en tal lugar— lo han decidido por otra razón de futuro y así sucesivamente. El hombre no puede dar un solo paso sin anticipar, con más o menos claridad, todo su porvenir, lo que va a ser; se entiende, lo que ha decidido ser en toda su vida. Pero esto significa que el hombre obligado a hacer siempre algo en la circunstancia, para decidir lo que va a hacer no tiene más remedio que plantearse el problema de su propio ser individual. No hace falta gran perspicacia para advertir cuando nos encontramos con el prójimo cómo va éste dirigido por el sí mismo que ha decidido ser pero que nunca acaba de ver claro, que le es siempre problema. Porque al hacerse cada cual cuestión de qué va a ser, por tanto, de lo que va a ser su vida, no tiene más remedio que plantearse el problema de cuál es el ser del hombre, qué es lo que el hombre en general puede ser y qué es lo que tiene que ser. Pero esto, a su vez, nos obliga a hacernos una idea, a averiguar de algún modo lo que es la circunstancia, contorno o mundo en que vive. Las cosas, en torno, no nos dicen por sí mismas lo que son. Tenemos que descubrirlo nosotros. Pero esto —descubrir el ser de las cosas y el ser de sí mismo y el ser de todo— no es sino el quehacer intelectual del hombre, quehacer que, por lo tanto, no es un aditamento superfluo y extrínseco a su vida sino que, quiera o no, es constitutivo de ésta. No se trata, pues, de que el hombre vive y luego, si viene el caso, si siente alguna especial curiosidad, se ocupe en formarse algunas ideas sobre las cosas. No: vivir es ya encontrarse forzado a interpretar nuestra vida. Siempre, irremisiblemente, en cada instante, nos hallamos con determinadas convicciones radicales sobre lo que son las cosas y nosotros entre ellas: esta articulación de convicciones últimas hacen de nuestra circunstancia caótica la unidad de un mundo o universo.

Lo dicho nos presenta nuestra vida constituida por dos dimensiones, inseparable la una de la otra y que quiero dejar destacadas ante ustedes con toda claridad. En su dimensión primaria vivir es estar yo, el yo de cada cual, en la circunstancia y no tener más remedio que habérselas con ella. Pero esto impone a la vida una segunda dimensión consistente en que no tiene más remedio que averiguar lo que la circunstancia es. En su primera dimensión lo que tenemos al vivir es un puro problema. En la segunda dimensión tenemos un esfuerzo o intento de resolver el problema. Pensamos sobre la circunstancia y este pensamiento nos fabrica una idea, plan o arquitectura del puro problema, del caos que es por sí, primariamente, la circunstancia. A esta arquitectura que el pensamiento pone sobre nuestro contorno, interpretándolo, llamamos mundo o universo. Éste, pues, no nos es dado, no está ahí, sin más, sino que es fabricado por nuestras convicciones.

No hay manera de aclararse un poco lo que es la vida humana si no se tiene en cuenta que el mundo o universo es la solución intelectual con que el hombre reacciona ante los problemas dados, inexorables, inexcusables que le plantea su circunstancia. Ahora bien: 1.º, cuáles sean las soluciones depende de cuáles sean los problemas; 2.º, una solución sólo lo es auténticamente en la medida en que sea auténtico el problema; quiero decir, en que nos sintamos efectivamente angustiados por él. Cuando, por uno u otro motivo, el problema deja de ser efectivamente sentido por nosotros, la solución, por muy certera que sea, pierde vigor ante nuestro espíritu, esto es, deja de cumplir su papel de solución, se convierte en una idea muerta.

Me interesaba subrayar todo esto porque ello formula con energía la dualidad inherente al vivir humano en virtud de la cual el hombre está siempre en el problema que es su circunstancia, mas, por lo mismo, forzado a reaccionar ante ese problema, está siempre en una relativa solución. El hombre más escéptico vive ya en ciertas convicciones radicales, vive en un mundo, en una interpretación. El mundo en que está el escéptico se llama «lo dudoso»: vive en él, está en la duda, en el mar de lo dudoso, en el mar de confusiones, como le llama muy certeramente la expresión vulgar —y ese mundo de lo dudoso es tan mundo como el mundo del dogmático, aunque sea un mundo pavorosamente pobre. Cuando se habla, pues, de un «hombre sin convicciones» cuídese de advertir que eso es sólo una manera de hablar. No hay vida sin últimas certidumbres: el escéptico está convencido de que todo es dudoso.