Cachorro de león - José María Vargas Vilas - E-Book

Cachorro de león E-Book

José María Vargas Vilas

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«Cachorro de león (novela de almas rústicas)» (1920) es una novela de José María Vargas Vila. Se trata de un drama histórico que narra la rivalidad de dos familias, los Rujeles y los Pedralbes, que se disputan el poder político en la región andina de Colombia, a finales del siglo XIX.

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2021

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José María Vargas Vilas

Cachorro de león

(NOVELA DE ALMAS RUSTICAS)

EDICIÓN DEFINITIVA

Saga

Cachorro de león

 

Copyright © 1920, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680850

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PREFACIO

PARA LA EDICIÓN DEFINITIVA

Rememoro;

hosca, trágica, feral, la casa solariega alza ante mí, sus blancuras de vivienda árabe, y sus amplios corredores, ornados de clemátides y parásitas salvales;

enfestonada así, surge en los limbos de mi memoria, con su aspecto claustral y feudal, como una de esas abadias medioevales, en las cuales monjes guerreros amparaban por igual sus crímenes y su piedad;

la casa de los Rujeles (1);

porque el drama esbozado en este libro, no tuvo su origen en una leyenda, sino en un fragmento de historia, vivido por protagonistas reales en una pequeña aldea, enclavada en lo más alto de la cordillera andina;

esas dos familias vivieron, y se destruyeron entre sí;

y, a mí me tocó, en los azares bélicos de mi juventud, conocer los miembros dispersos de la una y, ampararme bajo el lecho señorial de la otra;

no creo ser ingrato a aquella lejana hospitalidad, diciendo hoy, que yo vi vivir los últimos retoños de la raza ya diezmada de aquellos que yo llamo, los Rujeles, y los vi actuar en plena guerra, con los últimos gestos de su trágica actitud;

huésped de su espléndida morada, yo vi, en noches tempestuosas y aciagas, a sus mujeres, bellas aún, amazonas apasionadas y vibrantes de emoción, partir en corceles indómitos, que parecían enloquecidos de cólera, para llevar armas y municiones, al campamento cercano en que militaban sus hermanos, y regresar en albas pálidas y pluviosas, trayendo casi siempre, en ancas de sus cabalgaduras, algún guerrero, herido o moribundo;

yo, las vi, vírgenes ciegas de odios, llorar amargas derrotas;

y, oí al padre, septuagenario, hacer reproches a su hijo, por no haber ultimado a un enemigo vencido;

fué con el recuerdo de esas escenas vistas vivir, y, evocando la leyenda que circundaba esa raza como un halo de incendio, que luengos años después, yo escribí este libro...

¿cuánto tiempo ese argumento de drama vivió en mi cerebro, en estado larvado, antes de novelizarlo?...

más de treinta años;

un día esos recuerdos se despertaron vivaces e imperiosos y sentí la necesidad imprescindible de fantasear sobre ellos, y de escribirlos;

e hice este libro, en Barcelona, en el año de 1917;

y, lo di a la Casa Editorial Sopena;

que en ese mismo año lo publicó.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

He ahí la génesis de este libro, y su muy corta historia;

las relato, para cumplir la promesa que he hecho de historiar todos los libros míos, al entrar en la Edición Definitiva de misObras Completas ;

y, éste entra hoy a formar parte de ellas;

ornado de este Prefacio;

y, lo entrego a mis lectores fieles;

cual si les diese un fragmento de mi lejana juventud, vivido en plena selva;

con todo el corazón.

Vargas Vila

1920.

CACHORRO DE LEÓN

En el silencio se dirían dormidas las cosas expectantes;

las ondas de ese silencio parecían subir ahogándolo todo, como las olas de una mar inabarcable;

un suave ritmo de paz, que venía de los cielos azules y melancólicos, semejantes al interior de una urna de lapislázuli atravesada por venazones de oro, se extendía sobre el vértigo alucinante de las montañas, que un nimbo de rocas, parecía coronar de una diadema metalescente;

la sierra alta, escueta, dentellada, daba una sombra hosca a las laderas, que se extendían en un violento declive hasta el lejano candor de las llanuras, ilimitadas y glaucas, de un verde anormal, desgarrado a trechos por las brutalidades del arado;

en el último estribo de la montaña, que como una prora de hierro entrábase en el llano, la Almudena, la vieja casa señorial de los Rujeles, alzaba, su mole agreste y bravía, de aspecto medioeval; casi oculta por completo entre los árboles añosos y los follajes gualda y ocre, del centenario jardín que la rodeaba;

blancos muros la circuían, unos muros conventuales que clemátides floridas ornaban enseñoreadas sobre ellos;

la gran puerta de hierro historiada y oxidada, le daba un aspecto de mansión feudal, que hacía buscar el escudo armoriado, sobre el arco de calicanto, desnudo de todo adorno;

el río, descendiendo de la sierra con extrañas violencias tumultuosas, se hacía manso al llegar a esos contornos, y, reflejaba en sus aguas de un azul danubiano y misterioso, la cándida blancura de los muros, la gracia arborescente de los follajes y, el verde de las viejas madreselvas que se asomaban por sobre él, y cuyas flores de una blancura anémica, semejaban novicias de un convento, que miraran la enervante quietud de los lugares, desde un balcón con balaustral de piedra;

el antiguo puente de manipostería, que unía la vieja casa y el camino, mostraba su recia estribadura, que las aguas y los años no habían logrado falsear, y, la curvatura intacta de su arco secular, que un limo verdáseo y marescente, cubría como un espeso terciopelo real;

más allá, la llanura acre y grisácea, con el color metálico de un viejo escudo abandonado a la inclemencia del sol y de las nubes;

como un cuartel de ese escudo, repujado en colores, Sierra Negra, el pueblo legendario y tenazmente bravío, mostraba las dos torres de su iglesia, y el gris ceniciento de sus casas, que el río, hecho ya manso, retrataba como en un terso cristal de encantamiento;

en la calle principal, y, descollando sobre la humildad de las casas campesinas que la rodeaban, la de los Pedralbes, mostraba su confortable construcción moderna en cuyas fachadas de un blanco impecable, el largo barandaje verde, fingía festones vegetales de una perpetua fiesta, y el ancho portal abierto tenía un amplio gesto de hospitalidad;

sus jardines arrojaban hacia el río sus follajes adolescentes, inclinados sobre las olas, como para beber el azul inocente de las aguas, que se burlaban de ellos, huyendo en un gesto mitológico de ninfas perseguidas;

el silencio del pueblo y el de los campos se dirían hermanos, surgidos del vientre de una misma devastación;

nada atemperaba la fiereza de los paisajes; nada que no fuera el verde intenso y húmedo de los jardines y huertos centenarios de la Almudena, la casa de los Rujeles, ese nidal de aguiluchos salvajes, cuyas arboledas descollaban en el horizonte violento, como en una visión febriscitante;

el mágico encanto de la hora rodeaba la casa de uno como foso de deliciosa quietud, en el cual, los menores ruidos tenían un extraño efecto de acústica;

el vuelo de un pájaro, el deshojarse de una rosa, dejando caer sus pétalos por tierra, el rodar de una hoja seca llevada por la brisa, todo tenía proporciones de sonido, enormes y desconcertantes;

todo, hasta el bordonear de las abejas voloteando sobre las corolas entreabiertas de las flores, que tomaba sonoridades de una orquesta aérea hecha para encantar el sueño nostálgico de los jardines;

el estupor de los lugares parecía disolverse en una vaga placidez serena, al llegar al amplio corredor, donde a la sombra de un espeso cortinaje de enredaderas, Celina Rujeles, bordaba, sentada en un amplio sillón de terciopelo carmesí y, rodeada de todos los enseres necesarios a la ocupación que la absorbía;

vestida en blanco, era como una nota jazmínea en aquel verde denso de follajes y de penumbras que la circuía;

en la oscilación de los ramajes, su figura aparecía como indecisa y, flotante, cual si por momentos se disolviese y, se esfumase en la suavidad de la tarde que moría más allá de los estores y de los follajes, en las perspectivas lacustres del paisaje, que se diría infinito;

inclinada sobre la tela que sus manos bordaban, no se veía de ella, sino el perfil del rostro grave, la cabellera tenebrosa, y, la línea armoniosa del cuello, encorvado en el gesto de un ánade joven que se mira en el cristal de un río;

la tela que bordaba envolvía la parte inferior de su cuerpo, cayendo de las rodillas hasta los pies en grandes pliegues ondulosos donde la luz jugaba en caprichosas irisaciones;

era una amplia tela de seda violácea con tonalidades lila, que hacía reflejos amatista al caer en pliegues, sobre una pequeña alfombra, que protegía los pies de la joven contra el frío de las baldosas desnudas del corredor;

ensimismada en su obra, sus manos recorrían la tela, como un teclado, en el cual los hilos versicolores trazaran los signos de una sinfonía prismatizante;

bellas manos de alabastro que se alzaban y volvían sobre el bordado como un vuelo suave y lento de mariposas de nácar y, en instantes parecía, que en las sombras de la tarde vagamente se perdían;

sus manos como rosales, de cuyas ramas surgían esas rosas sidéreas, que sembraba sobre el brocado fijándolas allí, con un raro tesón de idealidad;

sus ojos, hacían sombra sobre la extraña melodía de las sedas, que parecían murmurar músicas ledas, en el corazón de las flores que gradualmente ornamentaban la tela, y, que parecían arrancadas a remotos jardines de ensueños, florecidos de quimeras;

aquellos caprichos folescentes y, florales que sus manos bordaban, servían todos de marco a un rojo corazón, coronado de espinas, y, atravesado por una lanza;

una leyenda latina, en iniciales de oro, lo coronaba en hemiciclo;

el verde esmeralda de las sedas circundantes, hacía resaltar el rojo vivo de la entraña que parecía palpitante; tal era el color de sangre viva de los hilos con que había sido bordada;

un vago candor de orlas de plata aislaba ese medallón ocre escarlata, y se perdía en el oro fúlgido de la leyenda inicial;

el perfil de la joven, inclinada sobre el rosal divino que sus manos bordaban, tenía un peregrino encanto de idealidad, como el de aquellos medallones, que el pincel cándido de Taddeo Gaddi, trazó en la capilla Baroncelli, en Santa María Novella de Florencia;

sobre el plegamiento de sedas que la envolvía, podía escribirse bien el verso franciscano:

Lilium candens virginitatis

porque era también el lirio brillante de virginidad, perfumando aquellos lugares, donde la luz, penetrando a través de las persianas y de los ramajes, hacía penumbras de un azul verdoso de lirocónita;

en ese estuario de moribunda luz, tenía el candor de una blanca margarita, en las hojas de un viejo Antifonario...

en la divina calma, la suave melodía de la tarde muriente tenía un fasto litúrgico, bello para hacer nimbo a esa blanca figura inmóvil a la sombra de los ramajes, como una Anunciación, prisionera en los toscos dibujos de un Misal;

lentamente, suavemente, en el corazón de tantas cosas dolorosas que morían, la virgen alzó la faz blanca y magnificente como un lirio que se irguiese en el turbio cristal de una palude;

y, brillaron en la sombra, los espejos tenebrosos de sus ojos visionarios;

bajo el tupido espesor de las pestañas sus pupilas semejaban lunas vistas al través del ramaje de un pinar;

ojos negros, muy obscuros, como ríos subterráneos, que corrieran por la entraña calcinada de un volcán;

su tez, era suave y, pálida;

su blancura de azucena, hacía más negra y trágica la opulenta cabellera cuyas ondas tenebrosas, tenían con el brillo de la tarde el reflejo intermitente de las de un lago mercurial;

boca larga, imperativa, era su boca, de unos labios arqueados y delgados, no muy rojos, que velaban unos dientes blancos, recios, con tersuras de marfil;

miró soñadora y ensimismada las cosas mudas que la rodeaban, los ramajes dolientes y las flores que se inclinaban sobre su cabeza, el follaje desamparado en la tarde, la debilidad creciente de la luz, que parecía sufrir de su extinción gradual, y más allá la soledad melancólica de los jardines, que empezaban a dormirse en la magnífica tristeza de los árboles y de las aguas;

la línea oblicua del sol, menguaba sobre los parterres florecidos, donde los surtidores de las fuentes cantaban la canción somnolienta de sus ondas, retratando en las suyas un cielo pálido de tintes anaranjados, que era como una cúpula diáfana sobre la belleza extática de los llanos y, el gesto inmóvil de las montañas vecinas;

un olor de verbenas, llenaba la atmósfera de un perfume suave y casto, como hecho de la emanación de todas las cosas virginales que afuera se envolvían en la gloriosa mansedumbre de la tarde;

la vieja casa, hosca en la sombra creciente, se llenaba de silencios abrumadores;

sólo se oía el ruido de las aguas, corriendo en la magnífica tristeza del jardín, y, el de las hojas caídas que el viento arrastraba, con un gran rumor de lamentación;

el sueño de tantas cosas vencidas, y, el panorama languideciente de la hora, parecían reflejarse, engrandeciéndose, en las pupilas de la joven, donde irradiaban luces vagas, como una fuga de noctilocuas que tuviesen las alas incendiadas por un reflejo de sol;

el alma desolada de los paisajes, parecía haberse fundido en su alma, saturándola del invencible orgullo de su melancolía;

la virgen, se puso en pie;

la tela que sostenía sobre sus rodillas, rodó y cayó al suelo, formándole con sus pliegues caprichosos, uno como pedestal de olas dormidas;

se libertó de ellas, y, se dirigió a la baranda del corredor, como deseosa de respirar el aire libre, que venía de las montañas lejanas;

miró el paisaje, que el oro de los cielos y, el efluvio de las aguas, envolvía en una niebla opalina que lo idealizaba, haciéndolo aparecer como desprendido de la tierra y flotante, como un miraje en el mar;

se apoyó de codos en el barandal, avanzando el busto un poco, fuera del insólito marco de verdura que la circuía;

las luces moribundas del sol, la orfebrizaban, nimbándola de aureolas siderales, tal la Virgen de un áureo medallón, que un orífice piadoso hubiese laborado con pasión, en suaves esmaltes de blancura sobre un fondo verde y ocre florescente;

y, quedó allí, inmóvil en el Silencio, en la trasparencia luminosa de los cielos y de los follajes, que la enmarcaban en una perspectiva de Ensueño;

ella, era la hija única de don Pedro Rujeles, el más rico propietario de esas comarcas, dueño de todas las tierras adyacentes, aun aquellas en las cuales estaba enclavado el cercano pueblo de Sierra Negra, con cuyo Municipio sostenía litigio de posesión y al cual se empeñaba en cobrar una gabela que nunca le fué pagada;

habían sido los Rujeles, siempre, de siglos atrás, hombres adinerados, y, temidos en aquella región campesina que largo tiempo les rindió homenaje y pleitesía;

descendientes eran de viejos hidalgos, señores de horca y cuchillo, raza de viejos lobos blasonados, haciendo subir su abolengo hasta los primeros propietarios a quienes el rey diera en feudo y propiedad esas tierras;

venidos a menos sus pretensiones y sus prestigios, por el crecer de la ola democrática e igualitaria que abolió fueros, extinguió privilegios y crió derechos, no capitularon con el espíritu de la época, ni por vencidos se dieron, ni se allanaron ante la merma de sus prerrogativas, que ellos creían sagradas;

vencidos hoscos e irreductibles, continuaron en creer una expoliación, todo derecho que se creaba y se ejercía, en aquellas tierras largo tiempo indivisas, que ellos, se habían habituado a mirar como suyas, ejerciendo sobre ellas dominio y posesión;

las mesnadas campesinas les rindieron largo tiempo vasallaje, y, el señorío que sobre ellas ejercieron fué cruel y despótico, y, lo era aún sobre aquellas que quedaban como esclavas en sus tierras de labor;

creyéndose en realidad víctimas de un despojo, los antiguos Rujeles, habían mirado a todos los propietarios de muchas leguas a la redonda como usurpadores de sus propiedades, amparados por leyes inicuas, dictadas contra ellos;

los Rujeles, de los últimos tiempos, sin abdicar de esas pretensiones habían tenido que capitular con lo irremediable, resignándose a ser los más ricos propietarios, en esos campos, poblados para ellos, de siervos insumisos;

conservaron largo tiempo el prestigio de su dominación, manteniendo y cultivando la ignorancia de sus vasallos;

el analfabetismo fué el canon primordial de su autoridad;

inocular y cultivar en ese rebaño humano, el virus de la religiosidad, desarrollando en él la epizootia del fanatismo religioso, fueron la fuerza y el secreto de su poderío;

las turbas fanáticas de Sierra Negra, fueron por largos años, el terror de esas comarcas, y el brazo y la esperanza de todos los partidos retrógrados que llegaron a buscar allí, amparo a sus pretensiones;

aquellas mesnadas bélicas, a las órdenes de los Rujeles, tuvieron una celebridad nacional, y sus crímenes llenaron de espanto muchas generaciones de hombres, habitantes no ya cerca, sino aun lejos de sus guaridas sombrías;

anduvieron los tiempos, la ola revolucionaria rompió diques, invadió esas comarcas, y, un vago anhelo de libertad, poseyó a aquellos siervos que ya habían hecho la conquista de la tierra, pese al querer de sus antiguos señores, y, deseaban romper en manos de ellos, su coyunda política;

pero faltábales un jefe, porque el despotismo vigilante de los Rujeles, no veía descollar una cabeza de rebelde que no la cortase en el acto, como Tarquino;

fué necesario el huracán de fuego de una de esas guerras cruentas y asoladoras, que con frecuencia azotaban aquel país, para que cayera en él, el caudillo libertador, que había de desafiar el poder secular de los Rujeles, asestándole los primeros golpes;

en un día de esas revueltas, llegó a Sierra Negra desprevenida, Luis de Pedralbes, con sus huestes diezmadas pero audaces, dispuestas a atacar la madriguera de lobos, que llenaba la comarca con el ruido de sus asesinatos y sus depredaciones, uniéronsele muchos de los antiguos siervos de la gleba, aquellos que libertados por la partición equitativa de las tierras y el favor de las leyes agrarias, habían dejado de ser sus esclavos sometidos, y, se unían a las legiones venidas de lejos, para combatir y vencer su feudalismo arcaico y sanguinario.

venido a cazar los aguiluchos de la sierra, los atacaba en su propio nidal;

éstos se defendieron con una violencia trágica, habituados como estaban a obtener por el Crimen la Victoria;

los campos adyacentes, se hicieron campos de muerte, y las mesnadas indígenas abonaron con sus cadáveres el predio de su esclavitud;

los Rujeles, vieron con furor y con espanto, que su mayoría, reconoció por Jefe a Luis Pedralbes, y se unió a sus tropas, aclamándolas como libertadoras;

el río, hecho rojo de sangre, apareció desde entonces, como el límite de los dos campos...;

más allá de él, los Rujeles, y sus dominios ilimitados, sus campos próvidos, hechos un campamento de bárbaros, con sus hordas indígenas fatigando por igual la esclavitud y la crueldad, haciendo del pillaje una doctrina y del asesinato una bandera;

más acá, el pueblo, donde solo tres o cuatro familias ricas, con pretensiones gamonalescas, se conservaron fieles al despotismo de los Rujeles, por estar habituadas a compartirlo con ellos—y todos los propietarios y labradores de las tierras que se extendían hasta lo más alto de las sierras y lo más profundo del corazón de las montañas, formando el nuevo partido dispuesto a extirpar de raíz el feudalismo caduco, y, exterminar a sus secuaces.

Luis Pedralbes tenía una recia envergadura de soldado, y una verdadera talla de Caudillo;

nacido de una estirpe aventurera y, guerrera, que desde tiempos remotos de la patria historia, se había mezclado a los tumultos de la plaza pública y, a los combates armados, siempre del lado de la Libertad, para iluminar y conducir al pueblo, que buscaba ardiente y confusamente su destino a través de la selva obscura de todos los vasallajes; frescos aún sus lauros universitarios, había entrado en esa guerra ansioso de otros laureles, ebrio de un divino entusiasmo que era el vino generoso de las vides de su juventud;

la fama hosca y cruel de Sierra Negra, que el feudalismo sanguinario de los Rujeles, hacía legendariamente terrible, como una Vendée montañosa y misteriosa, en cuyo seno el Crimen adquiría proporciones desmesuradas, lo atraía, lo fascinaba, como los ojos de una hidra, cuya cabeza debería cortar;

por eso apenas principiada esa guerra, reunió algunos compañeros de antiguas aulas y de juventud, y, se dirigió hacia la selva voraz, de la cual salían ya humos de incendios recién prendidos, y, se alzaba el vapor de la sangre vertida con crueldad;

los habitantes de Sierra Negra, habían huído casi todos hacia las montañas, no queriendo ser enrolados en las hordas que los Rujeles armaban para defender sus propiedades, y, aterrorizar la comarca;

muchos de ellos habían sido muertos en su huída, y los otros buscaban en la selva un asilo a su independencia, cuando Luis Pedralbes, y sus compañeros de expedición, llegaron a los llanos y subieron hasta las montañas de Sierra Negra, llenos de ardor guerrero y de la noble idealidad de redimir aquel suelo, de la bárbara tiranía que lo separaba del mundo como una altísima muralla, contra la cual la Civilización, no sabía sino romperse sin triunfar, y todos se unieron al Héroe ayácida, que surgía, como los de Homero, en el candor de una mañana, embrazado el escudo, sin otro lema, que el de vencer el monstruo, o sucumbir en el intento;

el choque fué recio y tenaz;

la sangre hizo oleaje en la llanura, y, los cadáveres hicieron montículos, como los que reverdecían bajo la hierba;

los Rujeles no aceptaron siquiera la probabilidad de la derrota, y fueron sobre sus contrarios, dispuestos a exterminarlos, ya que no eran para ellos sino esclavos rebeldes a los cuales era preciso poner de nuevo bajo el yugo, o ultimarlos rompiéndoles el testuz con los pedazos de aquel, que su soberbia había soñado sacudir;

su odio todo, se reconcentraba en Luis Pedralbes, el caudillo aventurero que el oleaje de la guerra había arrojado sobre sus dominios para disputárselos;

esta especie de Espartaco adventicio soliviantando los antiguos esclavos y llevándolos al combate, era para ellos el Monstruo Pitonisario, al cual era preciso arder en lo más alto de las montañas y arrojar al viento las cenizas disgustantes...;

pero, aquella cabeza puesta a precio, se alzaba cada vez más alto entre sus legiones, y solía asomarse por sobre las trincheras rujelistas, y asaltarlas con sus tropas haciendo estragos en el campo contrario, del cual sacaba casi siempre el cadáver de algún Rujeles, como trofeo;

aquella raza parecía inacabable; porque en ella, ni el sexo, ni la edad eran estorbos para morir; las mujeres y los niños combatían como hombres; amazonas y centauros adolescentes se disputaban los laureles de los viejos; y muchos de sus contrarios morían bajo los tiros disparados por unas manos tan blancas y tan suaves que se dirían dos rosas mortales;

durante esa guerra, que fué llamada de los dos años, Sierra Negra fué muchas veces, tomada y, perdida, por los dos bandos, y, quedó por último, como una ruina humeante, en poder de las fuerzas de Pedralbes, que ya no la abandonaron;

los Rujeles, muy diezmados, prolongaron aún la lucha por varios meses, atrincherados en la Almudena; de seis que eran ellos al principiar la guerra, cuatro habían muerto, y, la resistencia la prolongaron los dos sobrevivientes, con sus sobrinos, unos niños bravíos, a los cuales, la orfandad hacía más heroicos;

sus enemigos, no tenían objeto ninguno, en atacar la Almnudena, viéndose obligados a asesinar mujeres y niños que se defenderían como fieras, y, los sitiaron por hambre... talándoles los bosques, quemándoles los sembrados, cortándoles las aguas corrientes, y aislando la casa como una mansión infestada de lepra;

la caída del gobierno central, que hasta entonces los había sostenido, fué el golpe de gracia para los Rujeles y quebrantó su resistencia;

capitularon, pero no ante las fuerzas de Luis Pedralbes, sino ante las de la Capital de la Provincia, que hicieron venir con el pretexto de que iban a ser asesinados por sus vencedores.