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En Cuentos de color de cielo María del Pilar Sinués narra escenas familiares y matrimoniales: historias de relaciones entre las personas en el ámbito de la casa, que –tal como ella escribe en la dedicatoria a su amiga Isabel Escandon– solía quedar afuera de todo tratamiento literario. Se incluyen los relatos largos "El amor de los amores", "Martirio sin gloria", "Cruz de paja y cruz de plomo" y una pieza crítica de la ociosidad llamada "El cáncer del siglo".
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Seitenzahl: 326
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Cuentos de color de cielo
Copyright © 1867, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882018
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
A la Señora Doña Isabel Escandon de Marassi.
Al pensar en escribir este libro para las jóvenes esposas, para las madres buenas y tiernas, pensé tambien en tí, para dedicártelo, mi querida amiga, por que tú eres el modelo de las mujeres buenas, piadosas y modestas.
Ni tu, ni ninguna de las que se te asemejan, hallareis lecciones en él, porque no las necesita quien tan perfectamente comprende y cumple sus deberes; y ademas, porque no son preceptos, si no narraciones, lo que he escrito en sus páginas.
Son historias de esas que se desenvuelven y se desenlazan en el seno de la familia, ignoradas de todos, sencillas y casi vulgares; pero que cada una encierra un saludable ejemplo y algunas verdades cristianas.
Por eso las he titulado Cuentos de color de cielo; tú, cuyos ojos tanto miran al cielo desde que tu esposo surca los mares: tú que repartes tu vida entre la religion, el recuerdo del ausente y el cuidado de tus hijos; tú que rezas con el corazon en los labios y las lágrimas en los ojos, hallarás sin duda á estos cuentos el color que yo he querido darles: sírvante de solaz algunas horas en la soledad de tu hogar tranquilo: léelos sentada entre las camitas de tus hijos, junto al velador que sostiene tu bordado, á la luz de la modesta lámpara que alumbra tus veladas domésticas: con ese objeto escribo mis libros, y así deseo que leas este que te ofrece, como una prueba de cariño, tu amiga
Maria.
Madrid, enero de 1866.
El ser buena es una ganga:
Para ser feliz, ser buena.
(EGUILAZ: La Cruz del Matrimonio.)
—¡Tio, es preciso que me vaya! exclamó un jóven y gallardo oficial de caballería, continuando sin duda una acalorada discusion, y hablando con un señor de edad avanzada, cuya blanca cabellera y venerable fisonomía inspiraban respeto y cariño.
—Está bien, repuso el anciano: véte, ya que te empeñas en dejarnos cuando aun faltan quince dias para cumplirse tu licencia... véte... parece mentira... ¡un casado de mes y medio!... pero ten entendido que, si pudiera evitarlo, no te llevarias á tu mujer... ¡no señor! ¡ella permanece conmigo! ¡quedarme solo cuando me he criado á Elodia y me he acostumbrado á su compañía!... Si tu cedieras en lo que es justo, yo cedería tambien y te la dejaría... á lo ménos, por algun tiempo... ¡pero esto es una injusticia!
Al terminar estas palabras, la voz del anciano temblaba de emocion y sus ojos se arrasaron de lágrimas.
Pocas personas hay que puedan ver con serenidad el llanto en las pupilas de un anciano: esta manifestacion de dolor, natural en la infancia, frecuente en la juventud, es estraña en la edad madura, y en la ancianidad demuestra una pena profunda y desgarradora.
Y por otra parte ¡es tan duro hacer sufrir á una persona, cuyos blancos cabellos atestiguan una larga y dolorosa carrera!
Sin embargo, la fisonomía del jóven oficial demostró mas alegría que dolor al oir decir al que habia llamado tio que su esposa, en vez de partir, no se separaría del anciano.
—Querido tio, repuso, jamás he pensado en privar á usted de la compañía de Elodia, á quien ama como á una hija: que se quede con usted y yo vendré á verles siempre que me sea posible dejar mi regimiento por algunos dias.
—¿Y ella querrá separarse de tí? observó el anciano.
—Creo que lo hará, aunque con sentimiento, por no dejar á usted.
—Pues yo pienso lo contrario, y creo que tengo mas razon! Casada de mes y medio, ¿quieres que te deje ya? ¡Tendría que ver! ¡Y podrias esperar gran cosa de una mujer que hiciera eso! ¡No señor! Yo la conozco y nunca he esperado que, al marchar tú, se quedase ella; pero, á lo ménos, contaba tener quince dias mas de dicha viéndoos á los dos!
—Elodia se quedará, querido tio; repuso el oficial: ¿para qué ha de dejar esta hermosa quinta? yo le escribiré todos los dias.
—Y yo te digo que no se quedará, y hará bien.
—Por allí viene, dijo el jóven señalando á su derecha, á un sendero entoldado de verdor que iba á concluir á la glorieta en que se encontraban tio y sobrino.
La escena precedente y la que va á seguir tenian lugar en un hermoso jardin de una quinta situada en el fondo de nuestras risueñas provincias vascongadas.
Don Anselmo Lopez, militar encanecido en el servicio, la habia comprado, al retirarse de coronel, con sus modestos ahorros y lo que habia heredado de su esposa, que habia muerto hacia diez años sin dejarle ningun hijo.
Don Anselmo habia tenido un hermano, bueno y honrado como él, que habia llegado á ser un célebre abogado: habiendo muerto del cólera él y su esposa, don Anselmo se encargó de la niña Elodia, que acababa de cumplir cuatro años y la educó con tanto amor como si hubiera sido suya.
Educábase esta en el convento de las Salesas Reales de Madrid, en tanto que su tio siguió en el servicio; pero al retirarse á la casa de campo que compró en las provincias, y muerta ya su esposa—cuya pérdida lloraba aun todos los dias—su primer cuidado fué sacar del convento á Elodia, que ya contaba diez y seis años, y llevarla á su lado.
La niña era hermosa como el amor, y reunia á su belleza un carácter verdaderamente angelical y una buena educacion: esto, con la fortuna que su tio podia dejarle, y que ascendia á unos treinta mil duros, la constituia en un partido no despreciable.
Conocia desde muy temprano los tiernos cuidados que debia á su tio, y en el fondo de su alma le profesaba un amoroso culto; para agradecerle su cariño, aplicaba mas que ninguna de sus compañeras en sus lecciones, y en sus cartas se pintaba la mas viva gratitud.
¡Qué contenta fué Elodia á acompañar la soledad del anciano! Encargóse desde luego del gobierno de la casa, y, dotada de un juicio superior, arregló su tiempo de modo que le bastase para atender á los quehaceres domésticos y al cultivo de las habilidades que su tio deseaba que aprendiese.
Sin embargo, Elodia no era ni un génio musical, ni una artista eminente en la pintura: tenia talento y buen gusto, nada mas: pero estas dos cualidades unidas á una gran perseverancia y á una aficion decidida al trabajo, bastaban para que cantase con sentimiento, se acompañase bien y sacase de su caballete paisajes muy lindos, y de su garganta melodías muy agradables.
La figura de Elodia era verdaderamente encantadora, no por la estrema perfeccion de sus facciones, sino por la gracia suave y casta de que se hallaban revestidas: sus ojos garzos tenian la mas bella y dulce mirada: su boca sonreia de contínuo con una espresion acariciadora: es verdad que Elodia era una de esas niñas, criadas entre halagos y ternura, y que jamás han conocido la violencia y los castigos: esto, que vuelve voluntariosos los caractéres de algunos niños, contribuye á dar á los de otros una suave é inalterable dulzura y á conservarles sus creencias y sus mas bellas ilusiones.
La jóven habia sido amada en su pension, y lo fué mucho mas en casa de su buen tio: don Anselmo la adoraba: se tenia por el mas dichoso de los hombres cuando Elodia queria salir apoyada en su brazo y cuando le cantaba una de sus canciones favoritas.
Tenia el anciano uno de esos caractéres generosos, leales y varoniles que no saben fingir ni adular, pero que, en medio de su rudeza, encierran una nobleza admirable.
La quinta, ó caserío, se hallaba rodeada de otras mas pequeñas, cuyos habitantes debian á don Anselmo repetidos favores: así, cuando salia con su sobrina por las tardes, les acompañaba un concierto de bendiciones.
Cerca de la quinta y como un gigante orgulloso, se elevaba un vetusto castillo, restaurado segun el uso moderno, pero que aun conservaba su antiguo y soberbio aspecto.
Aquel castillo se hallaba engalanado con vidrios de colores, y al mismo tiempo ostentaba en su pavimento preciosos marmolillos que componian graciosos dibujos: cada ventana, al abrirse, dejaba ondear riquísimos tapices de seda de remota antigüedad, y hasta mostraba algunas veces las magníficas alfombras de terciopelo que cubrian el piso.
Habitábanlo dos mujeres: la señorita Yolanda Medina y su jóven hermana Rosalía, que contaba veinte años menos que aquella.
La misma notable diferencia, que habia en su edad, habia tambien en la parte física y en la moral de las dos hermanas: eran hijas de dos madres, y de la de Rosalía habia nacido tambien Julian Medina, quien, dotado como sus hermanas de muchos pergaminos, pero de una fortuna muy modesta, habia seguido la carrera de las armas.
Julian, durante una licencia, habia ido á ver á sus hermanas: conoció á Elodia, se enamoró de ella, se lo dijo y tardó poco en verse correspondido.
A la verdad, esto era lo mas natural: Elodia tenia diez y siete años; Julian veinte y cinco: poseía una gallarda figura, una conversacion ligera y alegre, modales finos y desembarazados: le hablaba el dulce lenguaje del amor, y aquella alma vírgen se abrió á las gratas sensaciones de la primera pasion como una rosa abre su cáliz para recibir el rocío de la aurora.
Julian, á pesar de no ser rico, no era del todo pobre: él y su hermana Rosalía tenian una pequeña fortuna que podia sumar unos ocho mil duros para cada uno.
La opulenta era Yolanda, pues ademas de que su madre era muy rica y ella la habia heredado, dos hermanos de aquella le habian dejado tambien dueña de su fortuna.
Julian y Rosalía tenian lo que les habia sido legado por su padre y habia este reunido para ellos á costa de su trabajo y privaciones, dejando, á su muerte, á sus dos hijos menores bajo la tutela de su hija mayor.
La prudente Yolanda habia dado á aquel dinero una colocacion segura para que redituase lo necesario á la carrera de su hermano y no sacar ella un maravedí de su propio peculio.
En efecto, el capital habia quedado intacto, y la renta era lo que se habia invertido en los gastos de la carrera militar, que no es de las mas costosas, y que Julian terminó brevemente y con brillantez: cuando fué destinado á un regimiento, su hermana le puso al corriente de sus asuntos y le hizo entrega del capital que estaba intacto.
—¿Por qué no dejas ese dinero donde estaba? le preguntó Julian: yo, ¿para qué lo quiero?
—Yo tampoco quiero mas cuidades de esta especie, repuso ásperamente Yolanda: ahora haz tu de él lo que se te antoje y, si vuelves á ponerlo donde estaba, que sea bajo tu responsabilidad.
—¡Vaya un carácter que tienes! esclamó el novel oficial: á no ser por Rosalía, no habria quien pudiera vivir en esta casa!
—Yo me alegraré de que vengas á ella lo menos posible, dijo la solterona, que era, en efecto, hiriente como un cardo: vé á tu regimiento y diviértete dejándonos aquí tranquilas: de tu dinero haz lo que te parezca; pero te aconsejo que no lo tengas en tu poder porque lo gastarás.
Julian siguió este consejo: volvió á colocar el dinero donde habia estado hasta entonces, y se unió á su regimiento en el que se distinguió por varios rasgos de valor.
Algunos años mas tarde, volvió al castillo paterno con una licencia de tres meses: le llevaba su deseo de ver á Rosalía y tambien su valle natal.
Elodia hacia un año que se hallaba con su tio, y ya por razones de vecindad, ya por efecto de una simpatía profunda, era amiga íntima de Rosalía.
Julian era un atolondrado con bastante buen corazon, pero tambien con bastante poco talento.
Cometía desaciertos, no por gusto ó porque á ellos le inclinase la violencia de sus pasiones, sino por imitacion, por no ser menos que sus compañeros de milicia, y tambien para distraer el fastidio que sentia muchas veces, pues era hombre de pocos recursos en sí mismo.
Habia salido bien de sus exámenes en tanto que estuvo en el colegio military; mas, para esto, solo habia estudiado lo estrictamente necesario: ningun arte de adorno habia merecido su atencion: no sentia aficion hácia el dibujo: la música era para él un ruido incómodo, y jamás se le ocurrió hacer versos, aunque fueran muy malos, como lo son generalmente todos los que se hacen en la primera juventud.
En cambio, era gran comedor y gustaba de la caza y del juego, inclinaciones vulgares y las mas propias para arruinar una fortuna.
Elodia le enamoró, tal vez porque ofrecia con él el mas completo contraste: era la jóven dulce, suave, elegante, casta y bella, como la creacion del sueño de un poeta: su graciosa hermosura atraía mas bien que deslumbraba: su traje sencillo, casi siempre blanco, descubría una gallarda estatura y un talle encantador.
Julian la amó verdaderamente, y su pasion tenia el carácter de una violencia dolorosa, pues sospechaba que el prudente don Anselmo debia negarle á su sobrina por el mero hecho de pertenecer á la carrera militar.
Mas para el viejo retirado era este el mayor de los méritos: y ademas Julian tenia un agradable barniz que disimulaba los defectos de su educacion, algun tanto soldadesca, y de su carácter fuerte y á veces grosero y voluntarioso.
Engañó á Elodia, que le miraba bajo el prisma de su amor, y engañó tambien á su tio, que, en su confiada lealtad, confesaba á cada instante que no era el marido que preferia para su niña un atildado mozalvete.
Sin terminar su licencia, Julian, que ya tenia la efectividad de capitan, la pidió para casarse y se desposó con Elodia, que se creyó la mas dichosa de las mujeres.
No obstante, las bruscas maneras de su marido empezaban á chocarle dolorosamente: todo su amor no podia impedir que la venda cayese de sus ojos alguna vez: el capitan, acostumbrado á mandar soldados de caballería, olvidaba frecuentemente su dulce y culta apariencia y la careta caía de su semblante cuando menos se lo figuraba.
Elodia veia todo esto con secreto terror; pero amaba á Julian con esa adhesion, con ese apego profundo, que son los distintivos del primer amor de una jóven inocente, bien educada, modesta y llena de ilusiones.
Julian se cansó muy pronto, no solo de aquella apacible y sosegada vida, sino tambien del amor de su mujer y de las delicadas manifestaciones que aquel amor tenia: nunca habia sido muy sensible; pero la vida de cuartel y de campamento le habian vuelto mas material de lo que era en sus primeros años: amaba, como ya lo hemos indicado, el juego y las orgías: gustaba de la sociedad de esas muchachas alegres, cuya educacion abandonada las aparta de todo círculo en que reine el decoro: en una palabra, delante de su mujer se hallaba cortado y confuso, y no sabia seguir con ella una conversacion de diez palabras.
Es probado que el que no gusta de la música, de la lectura y de las bellezas de la naturaleza, está perdido en el campo y se aburre de muerte: esto es lo que sucedia al capitan Medina, y por esta razon se decidió á volver á incorporarse á su regimiento, como el lector ha visto, en la conversacion que tenia con su tio, ó mas bien, con el tio de su esposa.
Un solo temor le acosaba: el de que su mujer quisiera acompañarle: ¿qué iba él á hacer de aquella niña bella, inocente y delicada, que jamás habia escuchado una broma grosera, y que desde los brazos de las madres Salesas habia pasado á la apacible y solitaria quinta de su tio?
Esta idea aterraba al capitan: y no es esto decir que él fuese un hombre depravado: Julian, ya lo hemos dicho, tenia buen corazon, pero tenia tambien muchos defectos y un talento muy escaso: una madre hubiera ilustrado su entendimiento y formado su razon con lecturas útiles y agradables; un padre le hubiera correjido de su impetuosidad natural; pero ¡ay! Julian habia perdido, desde muy niño, aquellos tiernos preceptores, y se habia educado solo, ó por mejor decir, habia crecido á su gusto, como la yerba de los campos.
Sin embargo, su comprension era viva y fácil, y, como todos los calaveras, poseia muy buenos sentimientos y un valor casi temerario.
El anciano don Anselmo, hombre de recto juicio, de claro talento, y de mucho mundo, hacia, á su pesar, algunas comparaciones entre su sobrino Julian y el hijo de uno de sus amigos, de quien era padrino, y que estaba próximo á terminar su carrera en Madrid.
Aquel jóven vivia con su madre, viuda de un consejero, y era difícil hallar otro dotado de una figura mas bella ni de mayor distincion.
Calisto, que este era su nombre, pasaba entre sus amigos por un modelo de elegancia y de buen tono, que todos procuraban imitar: nadie era mas obsequioso en un convite en que hubiera señoras: nadie sabia llevar con tanta soltura el frac y la corbata blanca: nadie montaba á caballo con tanta gallardía: nadie dibujaba con mas gracia: nadie decia con mas talento lisonjas y palabras dulces: era, en fin, un jóven de buena sociedad en toda la latitud de esta palabra.
Su madre estaba orgullosa de él y con razon; pues su vida elegante no le privaba de ser el mejor de los hijos, ni de haber llegado al término de su carrera de leyes con estremada brillantez.
Tal era Calisto Moncada que escribia á su padrino con frecuencia cartas muy tiernas, que hacian llorar de placer y de alegría al viejo coronel.
Pero ya conoceremos mejor al elegante ahijado dentro de poco tiempo: ahora volvamos con el padrino y el capitan, quienes, al ver llegar á Elodia, suspendieron la disputa que venian sosteniendo desde hacia algun tiempo y que ya iba acalorando la sangre, un poco viva, del buen don Anselmo.
Llegaba apenas Elodia á los diez y siete años:el mes y medio, que llevaba de matrimonio, no habia podido aun alterar la limpia brillantez de sus ojos, ni la cándida espresion de sus graciosas facciones.
Su traje era sencillo, modesto y mas bien el traje de una niña, que todavía vive en la casa paterna, que el de una señora casada: en aquella boda, no habia habido galas para la novia, porque esta, niña modesta é ignorante de todas las cosas del mundo, tenia la costumbre de vestir solo la humilde guinga, el fresco percal, ó la vaporosa muselina.
Ni aun en el invierno habian dejado su quinta el tio y la sobrina: lo apacible del clima de Guipúzcoa y lo corta que es allí la estacion mas fria les habia decidido á quedarse en la hermosa casa rodeados de sus criados y arrendadores y de su agradable vecindad.
En los caseríos inmediatos, grandes como castillos campestres, vivian algunas familias acomodadas, que mantenian relaciones de buena y franca amistad con don Anselmo y su sobrina.
Sin embargo, por una casualidad singular, en ninguna de aquellas familias habia ningun jóven que hubiera podido llamar la atencion de Elodia: en todas aquellas risueñas quintas habitaban matrimonios de edad madura, con hijas crecidas, escepto en una que moraban dos hermanas ya entradas en años.
Elodia tenia, pues, muchas amigas, pero ningun adorador; y, preciso es confesarlo, su triunfo fué grande, cuando, á la llegada del capitan Medina, se fijó este en ella con preferencia á todas las demas jóvenes de su edad.
Al entrar en la glorieta del jardin, donde se hallaban su tio y su marido, Elodia iba radiante de alegría: mas parecia una niña, que se duerme en el regazo materno, que una esposa cargada ya con la inmensa responsabilidad del honor de una familia.
Llevaba un vestido de percal fino listado de mil rayas azules y blancas y hecho de cuerpo alto: un pequeño delantal de seda azul, guarnenecido con un encaje negro, anudaba sus flotantes cabos en el delicado talle de Elodia: un cuellecito de tela de hilo lisa, y unos puños iguales completaban, con unos botines de color claro, el traje de la jóven esposa.
Sus cabellos, de un castaño muy claro, estaban sujetos en apretadas trenzas, yendo las de las sienes á reunirse con la de detrás de la cabeza.
Unos pequeños pendientes de brillantes, y un brazalete, que formaba una cinta de oro liso, eran las únicas joyas que llevaba Elodia con su traje campestre.
—¡Ven, ven, Julian! exclamó al ver á su esposo, corriendo hácia él: ¡ven al salon! Ya he sacado aquel paso tan difícil de la opereta francesa que he recibido de París: verás qué música tan dulce, tan armoniosa! ¡oh! en el piano es encantadora!
Julian no se movió: Elodia le miró con cándido asombro, y exclamó con tristeza:
—¡Qué! ¿No vienes?
—¡Déjame de músicas y de sonatas! repuso el capitan bastante bruscamente, y oye lo que estamos hablando tu tio y yo.
—Si... ven á dar tu parecer, hija mia, dijo don Anselmo: has de saber que tu marido se quiere ir ya de aquí.
—¡Irse! tartamudeó Elodia atónita: ¿y á dónde?
—¿A dónde ha de ser? contestó el capitan: á mi regimiento!
—¡Pero si aun no se ha cumplido tu licencia!
—No importa, hago falta allí... y aunque no la hiciera: al terminar la licencia, siempre me habria de ir!...
—Al terminar la licencia, veríamos lo que se hacia! observó el coronel: ahora se trata de que permanezcas algunos dias mas.
—¡Imposible, tio! ¡imposible! Ya he dicho que no trato de llevarme á Elodia: ella se puede quedar con usted: eso es muy justo y no me opongo á ello.
—No, dijo la jóven con acento alterado: mucho quiero á mi tio, ó mas bien, á mi padre; pero, si te vas, te seguiré.
—¿Para qué? exclamó irritado el capitan separando sus ojos de los de don Anselmo que le miraba con la espresion de un triste triunfo: quédate aquí y yo veodré á verte.
—No, repitió Elodia: ¡iré contigo!
—¿Pero á qué?... repuso Julian con visible contrariedad; ¿para qué has de venir?
—Porque ese es mi deber.
—¿Quién piensa en eso, cuando yo te digo que te quedes?
—Pienso yo: y con mi deber he cumplido siempre: mi tio, al casarme con militar, sabia que un dia ú otro habria de separarme de él.
—¿Y tendrás valor para dejarle?
—Sí, aunque me cueste mucho.
—Pues, hija mia, observó el anciano, yo no le tengo para dejarte.
—¿Lo oyes? exclamó triunfante el capitan.
—Sí, lo oigo, repuso Elodia: sin embargo, mi buen tio se hará cargo de la razon.
—Te hará quedar aquí, que es lo mas razonable.
—¡No hay tal! replicó con su gruesa voz don Anselmo.
—¡Cómo! dijo Julian.
—La mujer debe seguir al marido, y la tuya te seguirá.
—¿Pero no dice usted?...
—Digo—y digo la verdad—que no tengo valor para separarme de ella.
—Entonces...
—Ella te seguirá, y yo os seguiré á los dos.
El capitan retrocedió estupefacto.
—¡Seguirnos! exclamó.
—Sí, seguiros á Madrid: no tengo en el mundo mas que á mi niña, ¡y la he de dejar yo! viviremos juntitos, como aquí: ¡ya verás qué bien! En todas partes reside la felicidad, si se la sabe buscar.
—¡Ah, tio mio! dijo Elodia; ¡y va usted á dejar su casa, sus comodidades, sus criados, que le aman como á un padre!...
—¿Y qué remedio? Si á mi me aman como á un padre, á tí te aman como á una hija y los tienes que dejar tambien.
Una viva contrariedad se habia pintado en el semblante de Julian al anunciar el anciano su decision; pero considerando que si Elodia se empeñaba en seguirle no habia medio de impedírselo, pensó tambien que, estando con su tio, le dejaría en una libertad mas completa que estando sola con él.
—Marcharemos los tres, dijo procurando serenar su semblante: de todos modos, Elodia no ha estado en Madrid, pues desde su pensión vino á este desierto, y seguramente se alegrará de verle.
—Estando con vosotros, en todas partes me hallaré bien, respondió la jóven con angelical sonrisa: ¿cuándo partiremos?
—Dentro de dos dias, respondió el capitan: mañana haremos nuestras despedidas.
La jóven se retiró llena de gozo para hacer los preparativos del viaje; se trataba de ir á Madrid con su tio y con su esposo. ¡Iba á ver aquellos hermosos teatros, aquellos dilatados paseos, deque tantos elogios habia visto en los periódicos que recibia don Anselmo! ¡Qué felicidad!
Por la noche, y segun costumbre, fué con su tio y con Julian á casa de las hermanas de este, á fin de anunciarles su viaje.
Era la señorita Yolanda—nombre pomposo que una madre romántica le habia puesto—una persona alta y magra, mas bien que delgada: su carácter, altivo por sí, se avenia perfectamente con su orgulloso nombre, digno de una castellana de la edad media; pero aquel carácter se habia agriado de un modo indecible é intolerable desde que se habia persuadido de que el celibato era inevitable para ella.
¡Cosa estraña y terrible! Yolanda no habia tenido ni un solo pretendiente en aquel bello yhonrado pais de Guipúzcoa, en el que la ambicion impera poco y en el que cada uno se contenta con lo que Dios le ha dado.
Algunas temporadas habia pasado Yolanda en Madrid; pero su fealdad era tal y de tal género, que solo algun jóven, muy perdido, habia tenido valor bastante para emprender su conquista.
Yolanda le habia rechazado con majestuosa indignacion: ella hubiera aceptado á un duque viejo y aun á algun marqués; pero un estudiante, un escribiente... ¡eso jamás!
Volvióse, pues, cada año á su vetusta casa, con mas irascible humor, con una dósis mayor de veneno en la sangre.
Cada vez hacia sufrir peores modales á sus criados y mas severidad á su pobre hermana Rosalía, que se hallaba como la paloma entre las garras del milano.
Es imposible describir el ódio y la envidia que aquella hermana de treinta y seis años, tan fea y tan antipática, tenia á su hermanita, de edad de diez y seis dulce, y bonita como un ángel.
La solterona se lo envidiaba todo: su edad, su belleza y hasta su buen corazon y su hermosa índole.
Elodia habia querido sacar muchas veces á la hermana de su marido de las garras de la feroz solterona; pero le habia sido de todo punto imposible, pues Yolanda necesitaba constantemente tener á alguno á quien atormentar y nadie estaba sujeto á su poder como aquella desgraciada niña.
Rosalía, á no ser por la generosidad de Elodia, hubiera ido hasta miserablemente vestida, pues la señorita Yolanda era en estremo avara: además, creia que Rosalía, mal vestida, seria menos encantadora que Rosalía, ataviada con la graciosa sencillez propia de su edad.
Elodia, que contaba casi la misma que Rosalía—pues solo la llevaba un año—buena, tierna y generosa, proveia á las necesidades de la hermana de su esposo, y le daba ya un vestido, ya una linda pañoleta, ya un bonito sombrero: la mas cariñosa amistad unia á aquellas dos niñas, y el mismo don Anselmo amaba paternalmente á Rosalía.
Tampoco aborrecía á la solterona aquel escelente anciano: compadecíala mas bien que la culpaba y solia decir algunas veces:
—Mucho hay que dispensar á la desgracia de ser tan fea! ¡Paciencia, Rosalía, paciencia! ¡Tu te casarás y te irás con un esposo que te hará feliz!
Rosalía no necesitaba que la exhortasen á la mansedumbre, pues era la misma dulzura; pero algunas veces lloraba por efecto de las injustas y duras reconvenciones de su hermana.
El castillo de Medina, como pomposamente llamada Yolanda á su casa, era hermoso y estaba amueblado con riqueza y, sobre todo, con gran comodidad: apenas iba nadie diariamente, mas que la familia de Lopez, es decir, don Anselmo con su sobrina; pero la señorita Yolanda daba cada dos meses una espléndida comida, á la que concoman todas las familias de las cercanías y aun muchas de la ciudad vecina.
Aquellas comidas eran en estremo suntuosas: vinos estranjeros, manjares de subido precio, platos esquisitos confeccionados en Francia, y traidos á todo coste, cubrían la dilatada mesa que se iluminaba con esplendidez.
Los convidados comian todo lo posible: hacian despues la visita de estómago agradecido y no volvían mas hasta nuevo convite.
Ni Yolanda deseaba sus cuotidianas visitas, pues, estremadamente, egoísta, prefería á todo trato su propia comodidad.
Serian como las ocho y media de la noche cuando entraron en el salon de la señorita Yolanda, don Anselmo, Elodia y Julian.
Hacia calor, pues corria el mes de junio; mas á pesar de esto, Rosalía bordaba á la luz de una gran lámpara y Yolanda tegía una media tan fina como una tela de araña, recostada en un mullido divan de seda.
En un sillon, cercano al balcon, se hallaba sentado el capellan, única compañía de las dos hermanas.
El salon era espacioso, cómodo y elegante: una suntuosa tela de seda, de fondo carmesí subido, vestía las paredes: el piso, de marmolillos, presentaba dibujos graciosos y nuevos: la sillería era igualmente de seda carmesí: delante de la cerrada chimenea, habia una preciosa pantalla bordada por las lindas manos de Rosalía yque representaba el escudo de armas de la casa de Medina sobre terciopelo azul.
Sobre la meseta de la chimenea, habia un hermoso reló de bronce, cuyo coste no bajaría de cuatro mil reales, y á cada lado se veia un candelabro, tambien de bronce, que armonizaba con él, cargado de bugias encendidas.
El velador, que sostenía la lámpara, á cuya luz bordaba Rosalía, se hallaba cubierto con un magnifico tapete.
Yolanda era alta y sumamente seca: su tez que habia sido siempre morena, se habia arrugado prematuramente: sus ojos eran saltones y casi blancos: no tenia ni cejas ni pestañas: ostentaba su frente una desmesurada anchura por lo despoblada que estaba de cabellos, y su nariz era tan roma y remangada que daba á su cara la espresion mas innoble y mas repulsiva.
Una enorme dentadura le impedia cerrar los labios: sus quijadas parecían cortantes como la hoja de un cuchillo: su talle, estremadamente largo, enjuto y sin formas, se asemejaba á un palo vestido; y eran tan flacas sus manos que sus dedos parecian mas bien un manojo de correas.
Hallábase ridículamente vestida con un traje de tafetan verde y un gran cuello blanco que hacia resallar el color amarillento de su cara.
Su escaso cabello, peinado, atusado con bandolina, pegado, por decirlo así, á sus sienes, era de un color que podia llamarse castaño ó negro, segun á la luz que se mirase; pero tenia tantos pedazos sin pelo en la cabeza que esta parecia sembrada de pesetas.
Rosalía llevaba un sencillísimo traje de muselina llanca, enteramente liso: una crucecita de oro, sujeta á un terciopelo negro, adornaba su linda garganta.
Sus hermosos cabellos rubios, prendidos en trenzas con una aguja de plata, adornaban su peregrina cabeza: sus cándidos ojos azules apenas se levantaban de la labor; pero cuando entraron su hermano, Elodia y don Anselmo, brillaron de alegría.
—Buenas noches, querida mia, dijo la señorita Yolanda levantándose y dando la mano á Elodia con la estrema frialdad que distinguía todos sus movimientos: buenas noches, Julian; bien llegado, don Anselmo.
Dicho esto, se volvió á sentar y emprendió de nuevo su monótona tarea de tejer la calceta.
—¿Es posible que hagais labor con este calor? exclamó Elodia: yo, por la noche, no puedo ocuparme de nada.
—Ni de dia haces tampoco otra cosa que dibujar y tocar el piano, lo que no te causará mucha fatiga, observó incisivamente Yolanda, que parecía que no hablaba mas que para herir.
—Es cierto, repuso la jóven: eso me gusta mas que coser.
—Sin embargo, una mujer casada no debe ocuparse de labores tan insignificantes.
—¿Por qué? en casa hay doncella que se cuida del repaso y del planchado: la modista me hace los vestidos: el sastre hace la ropa de mi tío y de Julian.
—Ya sé todo eso: gastas mucho, querida Elodia, mucho mas de lo que debieras, por tu aficion á lo que llamais bellas artes.
—¡Son tan bellas!
— Lo creo: pero es mas bello el ahorrar dinero.
—Hermana, repuso Elodia con entereza: gasto lo que tengo: si algun dia necesito introducir alguna economía, sé lo que debo hacer.
—Dejemos tonterías y digamos el objeto de nuestra venida de esta noche, observó don Anselmo: eos vamos á Madrid.
—¿A Madrid? preguntó sorprendida Yolanda.
—¡A Madrid! repitió dolorosamente Rosalía.
—Si: nos marchamos los tres, dijo Julian.
—¿Cómo asi? tornó á preguntar la solterona.
—Julian se va porque dice que tiene que hacer: Elodia por no dejar á su marido; yo por no quedarme solo: ya lo saben ustedes.
—¿Te quieres venir, Rosalía? preguntó Elodia tomando una mano de la jóven que estaba temblorosa y helada.
—Vendría á ser igual para ella querer ó no, repuso ásperamente Yolanda; piensas que ha de hacer su voluntad?
—Yo contaba con la tuya, observó Julian que temía á su hermana, y Elodia tambien: ¿por qué no nos dejas por un par de meses á Rosalía? á nuestro lado lograría quizá una colocacion mas á su gusto que en este rincon, en que nadie la vé.
—¡Gracias, hermano! dijo la jóven ruborizada.
—¡Casarse! ¡Casarse! Hé aquí la gran palabra y el gran negocio! gritó con acritud la solterona: ¡casarse! Parece que es la suprema felicidad de la tierra!
—¿Y quién duda que lo es para las muchachas? exclamó don Anselmo, cuya ingenuidad era mayor que su talento, aunque este no escaseaba.
—Yo, repuso Yolanda: ¿para qué hacen falta los hombres? ¡Para dar malos ratos! maldita la gana que tengo de ver casada á esta muchacha, pues es lo mismo que decir que la veré infeliz! Bien está á mi lado, ¿digo verdad ó no? ¡Habla, que pareces una mosca muerta!
—Si... estoy muy bien contigo, hermana; respondió Rosalía que se ahogaba en lágrimas.
—¿Y á qué es ese viaje? preguntó Yolanda dirijiéndose á su cuñada: ¿por qué no dejas que se vaya solo la buena pieza de tu marido?
—Porque mi deber es acompañarle, contestó Elodia con calma y dulzura.
—Y tu gusto tambien, repuso la solterona: ¡pero á buen seguro que no es el suyo!
—¿Crees que tu hermano no desea que yo le acompañe? preguntó la jóven esposa sonriendo con incredulidad.
—Estoy segura de ello: y segura tambien de que te dará muy malos ratos: ¡pues bonita cabeza tiene él!
—Señorita, dijo don Anselmo amostazado: hiereusted siempre que habla y tiene mas pinchos que un cardo! ¡Canario, que es de su hermano de quien usted habla y es á una recien casada á la que dice mal de su marido! Julian es bueno yasi nos complacemos en creerlo: pero aunque fuera el mismo Barrabás, á usted correspondia disimular y encubrir sus defectos y no sacarlos á corrillo!
Yolanda se mordió los lábios hasta hacerse sangre y ensayó una sonrisa.
—Tiene usted razon, dijo despues: nadie debe meterse en lo que no le importa: pero al freir será el reir.
—Bien, bien, allá veremos: ea, hijos, despedios de estas señoritas, que hay en casa mucho que hacer con los preparativos del viaje.
—¿Quieres algo? dijo Elodia á la hermana mayor: ¿deseas que te envie alguna cosa de allá? dispon de mi buena voluntad con toda franqueza.
—¡Gracias! repuso Yolanda secamente: por ahora nada necesito.
—A tí, querida niña, añadió la jóven esposa estrechando las manos de Rosalía, que no podia contener las lágrimas, así que llegue, te enviaré un vestido y un sombrero.
—Nada de eso necesita, observó Yolanda: en vez de hacer gastos supérfluos, piensa en guardar, que no está lejos el dia en que te hará falta.
—¡Vamos, vamos de aquí! exclamó don Anselmo, añadiendo entre dientes:—¡No quiero decir á esta arpía lo que se merece!
Yolanda se levantó para despedir á los que se iban y se contentó con dar fríamente la mano á su hermano y á la esposa de este.
Don Anselmo la saludó y salieron de la habitacion volviendo la solterona á tomar su calceta.
Rosalía les acompañó hasta la antesala y allí dió rienda suelta á sus lágrimas.
—¡Dios mio! exclamó: ¿os vais? ¿te vas, Elodia? ¡Qué desgraciada soy!
—Hermana mia, dijo la jóven estrechándola entre sus brazos; ¡Dios sabe cuán feliz hubiera sido llevándote conmigo; pero ya lo ves, es imposible! ¡Yolanda está en lugar de madre, y no te lo permite! ¡Vive tan sola, que es hasta una crueldad pedirle que se separe de tí!
Rosalía no contestó y siguió sollozando.
—Veremos si de aquí á algun tiempo te deja ir á nuestro lado, y vendré yo á buscarte, dijo Julian: entretanto, nos escribirás y recibirás nuestras cartas: no te aflijas así, hermana mia.
Elodia, que lloraba tambien, se separó con pena de los brazos de la pobre Rosalía; y los jóvenes esposos, acompañados de su tio, bajaron la escalera y subieron al carruaje que les esperaba en el patio y que en breves momentos les condujo á su casa.
Rosalía volvió llorando aun al lado de su hermana que, con una mirada severa é iracunda, secó sus lágrimas.
Don Anselmo, Julian y Elodia salieron para Madrid dos dias despues.
Rosalía alcanzó permiso de Yolanda para acompañarles hasta la estacion, y les dió, deshecha en lágrimas, el último abrazo.
Cuando el tren desapareció, la pobre niña se volvió á su casa acompañada del criado que habia ido con ella, y murmuró:
—¡Todo me falta con ellos! ¡alegría, cariño, confianza, espansion! ¡todo, todo!
El viaje á Madrid fué corto y alegre; don Anselmo, olvidado ya su enojo con su sobrino, formaba proyectos para cuando se hallasen convenientemente instalados, pues el buen era muy amigo de la comodidad.
Elodia reia y hablaba con su tio como gorgea un pajarillo.
Julian pasó el tiempo en dormir, tan poco sensible á las bellezas del camino como á los proyectos de su esposa y del anciano.
Llegados á Madrid, se instalaron en una fonda, en tanto que buscaron una casita que se alquiló al instante y se amuebló con decencia y buen gusto.