Un nido de palomas - María del Pilar Sinués - E-Book

Un nido de palomas E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

Madrid, 1868. Cena de un grupo de varones de familias acaudaladas. Al salir presencian la situación de una joven encantadora que quiere comprarle unas flores a la ramilletera, pero no le alcanza el dinero. El narrador, parte del grupo de distinguidos comensales, averigua la dirección de su casa e irá a llevárselas. Un nido de palomas sigue los entreveros de chicas y muchachos de diferentes clases sociales (y diferentes disposiciones morales aún dentro de la misma clase).

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Seitenzahl: 317

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

Un nido de palomas

 

Saga

Un nido de palomas

 

Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882476

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I Una comida de hombres solos.

La villa de Madrid, vista desde provincias, aparece bulliciosa siempre y agitada, atronada por el ruido de los carruajes y vendedores y cruzada por millares de transeuntes, entre los cuales no hacen poco papel las graciosas modistas y las oficialas de los almacenes de flores y de modas.

El provinciano, y mucho más aún la provinciana, ve en Madrid el ideal de lo bello, quizá por la sola razón de verle desde lejos; cree á todas sus mujeres elegantes, á todos los hombres que habitan en él modelos de galantería; piensa que los mejores actores son los ajustados en sus teatros, y es, en fin, muy vulgar y aun muy natural este dicho:

Desde Madrid al cielo.

Pero el madrileño, ó la persona que ha vivido algunos años en Madrid le ve tal cual es, con toda su fealdad y con todas sus bellezas; reniega del ruido de los carruajes, si su fortuna no le permite gastarlo; le impacientan los gritos de los vendedores, y experimenta todas las molestias de que está libre el pacífico y escondido habitante de provincia.

Por otra parte, hay en Madrid calles solitarias, ó, por mejor decir, desiertas; barrios extraviados y habitados solamente por pobres gentes, cuyos escasos haberes les impiden pagar los precios exorbitantes que cuestan las habitaciones en los parajes céntricos de la corte.

Estas gentes tienen todas las molestias de Madrid, sin conocer ninguno de sus goces; sufren el ruido de los carruajes, quizá sin subir en su vida á ninguno; ven las hermosas tiendas sin comprar otra cosa que trajes muy modestos; les desgarran los criados de casas grandes los vestidos con sus cestas, y, por lo regular, tienen que servirse á sí mismos, y están sujetos, en fin, á toda clase de incomodidades, además de arrastrar una existencia llena de trabajos y privaciones de toda especie.

La clase alta es la que vive en Madrid rodeada de placeres; la juventud, sobre todo, ve deslizarse sus días en medio de fiestas continuas, con especialidad durante los meses de invierno.

En 1868 era, sin embargo, más monótona la vida en la buena sociedad madrileña: no se sucedían los bailes con tanta rapidez; no había tés, ese delicioso pretexto de comer, reir y bailar, y los jóvenes tenían con más frecuencia comidas de hombres solos, en las que únicamente eran admitidos algunos casados, pero jóvenes también, alegres y despreocupados.

En la noche del 11 de Enero de 1868, y á eso de las diez, terminaba una comida de esta clase en casa del conde D..., el cual no pasaba de los treinta y dos años y estaba casado con una mujer encantadora.

Se supone que la condesa estaba muy lejos del sitio en que tenía lugar el banquete; la mesa, cubierta de una rica vajilla de plata, centelleaba á la luz de muchas bujías, colocadas en candelabros de oro, haciendo brillar el cristal de roca y los vasos del Japón, que contenían enormes ramilletes de flores, á pesar del excesivo frío de la estación.

Era el último servicio el que, en el momento de penetrar mis lectores en el comedor, cubría la mesa; nueve eran los convidados, y cada uno tenía detrás un criado, vestido de rigurosa etiqueta y con la servilleta en el brazo; cuatro criados más daban vueltas sin cesar, llenando las copas de diferentes vinos.

La animación había llegado á su último grado; cuatro de los comensales eran casados; los otros cinco solteros.

Algunos se habían visto en aquella comida por la vez primera, pues entre ellos había artistas y militares, aunque puede asegurarse que todos eran notabilidades ó eminencias.

En cuanto al traje de cada uno, había reinado la más completa libertad: había quien se había entregado á todos los caprichos de su imaginación y quien estaba vestido con la más extrema sencillez.

Prolijo sería describir á todos los convidados, y no es mi ánimo tampoco darlos á conocer á mis lectores en su totalidad; así, pues, me limitaré á hablarles de los más dignos de llamar la atención.

Ocupaba la cabecera el príncipe de Cellemare, gran señor toscano que se hallaba en Madrid por casualidad, pues estaba viajando por toda España; no pasaba de los veintiséis años, y unía á una gran belleza un carácter alegre y dulce á la vez y una instrucción variada y profunda.

Rico además, de una manera regia, era magnífico en todo; vestía un traje negro, y su tez, trigueña y pálida, estaba animada por la azulada blancura de su corbata.

Eran sus facciones dulces y varoniles á la vez; sus espléndidos ojos negros parecían haber robado su fuego al sol de Italia; espesos bucles de cabellos, negros como el ébano, guarnecían su frente, cortada enérgicamente por dos cejas aterciopeladas y suaves; sus labios de púrpura hacían resaltar el nácar bruñido de sus dientes, y sus manos, afiladas y blancas, eran de una belleza soberana.

Ocupaba su derecha el marqués de la Oliva, joven rubio, de figura delicada y nerviosa, y que no pasaba de los veinticuatro años.

Este estaba vestido con un gusto exquisito y muy adecuado á su figura: su pantalon, de satén gris perla, caía sobre un zapato de charol muy bajo, que dejaba ver una rica media de seda calada; un chaleco de terciopelo pardo, con dibujo rayado en carmesí y cerrado con botones de rubíes, se escotaba sobre una camisa bordada de una riqueza y prolijidad maravillosas, cerrada en el pecho por tres diamantes; su corbata blanca hacía resaltar el blanco mate de sus mejillas y el azul subido de sus ojos, guarnecidos de largas pestañas de seda oscura y afelpada.

El marqués de la Oliva era tan hermoso como el príncipe, aunque su belleza tenía un carácter mucho más delicado; gruesos bucles de cabellos castaños claros se agrupaban en sus sienes de una pureza y blancura encantadoras; asemejábase su boca á una rosa á medio abrir, y su largo y sedoso bigote rubio se ensortijaba en sus pálidas mejillas con una gracia exquisita.

Las manos y los pies del marqués eran de una rara perfección; su voz encantaba el oído; su mirada hacía ver un mundo de sensibilidad; su sonrisa había robado muchos corazones que habían pasado por inexpugnables.

No obstante, examinando con cuidado á aquel joven se advertía en toda su fisonomía cierta expresión de astucia refinada, de desconfianza y de falsedad; su mirada, muchas veces oblicua, no era franca jamás; en las más fútiles disputas con sus amigos, se le veía sonreir amablemente, al mismo tiempo que sus blancas y afiladas manos se crispaban por una contracción nerviosa y contenida.

Pero todas estas señales, de un carácter rencoroso y falso, podía conocerlas únicamente un observador muy diestro, y, sobre todo, muy imparcial, cosa dificil tratándose del marqués de la Oliva, pues tenía el arte envidiable de cautivarse todas las voluntades.

En el momento en que le doy á conocer á mis lectores, hablaba el marqués alegremente con su vecino de la derecha, pues el de la izquierda era el príncipe de Cellemare.

Era aquél un joven de veinticinco años, de estatura mediana, aire grave y melancólico y cabellos negros: sus ojos, de una graciosa magnitud, estaban rodeados de un ancho circulo oscuro veteado de azul, signo seguro de una enfermedad moral ó de graves dolencias físicas; sus facciones eran delicadas, acaso con exceso; sus cabellos se rizaban naturalmente en gruesos y lustrosos anillos; su boca era pequeña y triste y su frente ancha é inteligente, aunque llevando ya la huella indeleble de borrascosas pasiones.

Este joven, hijo segundo de uno de esos títulos de provincia que conservan aún muchas de las prerrogativas de los señores feudales, llevaba impreso en todas sus facciones un carácter de orgullo y de desdén imposible de describir.

Seguía en Madrid la carrera del foro; gastaba sin tasa, pues su opulento padre adoraba en él y se le conocía sólo entre sus amigos por su nombre de pila, y el primero de sus numerosos y nobilísimos apellidos.

Llamábase Fernando de Silva.

Los demás convidados, exceptuando el conde, dueño de la casa, se reducían á dos militares de alta graduación, aunque vestidos sencillamente de paisano; á un secretario de embajada, joven simpático y agradable, y á dos pintores de gran talento y reputación, modelos uno de belleza artística y otro de artísticas originalidades.

Ya he dicho que el conde no pasaba de los treinta y dos años; su elevada estatura era flexible y llena de gracia; su rostro hermoso, apasionado y respirando siempre felicidad y animación, estaba rodeado de hermosos cabellos castaños; sus ojos oscuros brillaban de alegría, de malicia, y se advertía en ellos ese talento cáustico y atrevido que tan difícilmente se hermana con una buena y esmerada educación; vestía con suma sencillez, pero con exquisito gusto.

Su rico pantalón negro caía sobre una elegante media de seda negra calada, que hacía una armonía perfecta con sus zapatos muy bajos, de charol, adornados con diminutas hebillas de oro mate.

Su frac estaba abrochado en el pecho y dejaba ver una sencilla corbata blanca, la parte inferior de un chaleco de piqué enteramente liso y la pechera de una exquisita camisa rizada á la inglesa é igual á los puños que, sujetos con botones de oro y semejantes á una ola de espumosa batista, rodeaban sus manos, de una blancura deslumbradora y de una hermosura perfecta.

En suma, los nueve hombres sentados en torno de aquella mesa presentaban de lleno los tipos más acabados de belleza, de gracia y de distinción, de esa distinción mesurada y noble que los franceses creen de su exclusiva propiedad y que se encuentra más perfecta, más digna y más completa en España.

El conde hacía los honores de su mesa, si bien con aquella franqueza que debe reinar en una comida de hombres solos, con la mayor gracia y amabilidad, y observando, no las reglas establecidas por la costumbre, sino siguiendo las inspiraciones de su buen gusto y de su carácter amable y vivo á la par.

Apoderándose de una cuchara de oro él mismo sirvió las gelatinas, con la desenvoltura y destreza más extremadas; ordenó á los criados que llenasen las copas con vino de Chipre, y en seguida les despidió, encargándoles que preparasen el café en su sala de fumar.

II La ramilletera.

No bien hubieron salido los criados, la animación se aumentó en la mesa y la conversación se hizo mucho más íntima y cordial.

— A fe mía—dijo el príncipe de Cellemare con su sonoro acento italiano—que este último servicio de su mesa de usted, conde, ha de ser testigo de grandes confidencias.

El marqués de la Oliva frunció sus bellas cejas al oir la palabra confidencias; sin embargo, sonrió graciosamente y repuso:

—En efecto, señores; nada hay más á propósito para excitar la confianza que la vista del último servicio en una comida de buenos amigos; se reservan para este caso los vinos más espirituosos, los criados se retiran y los labios dejan escapar, sin quererlo ó sin saberlo siquiera, las penas y las alegrías.

— ¡Penas! ¿Quién de ustedes, señores, tiene penas?—exclamó alegremente uno de los dos hijos de Marte.

— ¿Quién será tan dichoso que le falten?—preguntó á su vez el hermoso pintor con una mirada melancólica.

— Yo soy ese dichoso mortal, Alfredo—repuso el joven coronel, dejando ruidosamente sobre la mesa su copa vacía; —no sé lo que es el dolor; perdí á mis padres estando aún en la cuna; mi tutor, á quien no amaba, me puso en un colegio desde el día en que cumplí cinco años, y luego pasé al militar, de donde salí muy contento con mi charretera; pronto tuve dos; como no necesitaba medrar, porque era muy rico, me ascendieron, pues ya se sabe que la fortuna busca á la fortuna; mis pergaminos me han valido bastante en mi carrera, y aquí me tienen ustedes, á los veintiocho años, coronel y libre como el aire.

— Pero, amigo mío—dijo el conde—la modestia de usted es tan grande como bello y jovial su carácter: ¿por qué atribuye usted á su cuna los adelantos en su carrera? ¿Se ha olvidado ya del brazo que le rompieron en una acción tan reñida como peligrosa?

—Ni un instante me dolió mi herida, conde; y aun puedo asegurar á usted que me pareció deliciosa cuando me dieron esta magnífica placa de diamantes; todos los que poseo de mi madre me parecen menos bellos que éstos.

Y el joven, al decir estas palabras, mostró con orgullo la gran placa de Carlos III que llevaba junto á su corazón.

—¿Y ese balazo que tiene usted en el pecho? —Me sirvió para conquistar dos hermosos galones de oro cuando aun contaba muy pocos años.

— Veo, Eduardo, que con ese carácter habrá sido siempre dichoso—dijo el joven diplomático;—tiene usted razón: el que se empeña en ver la vida negra, negra la verá siempre, á pesar de todo; y el que quiera verla rosada, halla pocas nubes en el horizonte de la suya.

— Usted ha dicho pocas, pero no ha dicho ninguna, amigo mío—repuso el príncipe.

— En efecto, ¿quién ve el cielo de su existencia sin ninguna sombra? El carácter podrá amenguar lo sombrío de las nubes y la imaginación influye no poco para disiparlas con los matices de las ilusiones; pero no logrará correr los eternos nublados del alma para que luzca en todo su esplendor el sol de la dicha. Nuestro amigo Eduardo debe haber sufrido contrariedades también, por más que él se empeñe en negarlo ó que ya las haya olvidado.

— ¿Contrariedades yo? ¡Jamás!—contestó el coronel, quedándose pensativo y recapacitando, al parecer; pero un instante después alzó la frente, sacudió sus hermosos cabellos con una expresión enérgica de orgullosa alegría, y repitió:

— Lo aseguro, señores, siempre he sido feliz.

— ¿También en asuntos de amor?—preguntaron á un tiempo dos ó tres de los convidados.

— Respecto al amor, amigos míos, aunque creo que no le conozco bien y no soy capaz de una jactancia necia, sin embargo, diré á ustedes que ninguna mujer ha despreciado hasta hoy mis homenajes.

— ¿Ninguna? Piénselo usted bien—dijo el otro militar amenazando á su amigo con el dedo.

Este reflexionó de nuevo y exclamó:

— Ninguna.

— Pocos habrá entre nosotros que puedan decir otro tanto—observó el marqués de la Oliva con tono un poco burlón.

— Yo considero á usted con sobrado mérito, marqués, para que se cuente en el número de los desgraciados en amor—dijo el coronel con una política perfectamente fina, pero al través de la cual se descubría mucha entereza.

— Pues se engaña usted—repuso el marqués;— hay pocos con tan mala suerte como yo.

— Será usted muy ambicioso.

— No lo crea usted; podía convencerle de lo contrario si le contase cierta aventura.

— ¡Que la cuente!—gritaron en coro todos los convidados.

— Allá va, pues; aunque les advierto que hago en ella un papel poco agradable.

— Vamos, vamos, nada de exordios; ¡la aventura!

— Empiezo: ¿conocen ustedes la calle de San Bernardino?

— Yo no.

— Yo tampoco.

— Ni yo.

— Me lo figuraba; es una calle por la cual no habrán pasado en su vida, y que está casi en las afueras de Madrid.

— ¡Ah!... sí, junto á la plazuela de Afligidos.

— ¡Al grano, al grano!

— Hace ocho días estaba yo sentado junto á la puerta del café de Levante que, como ustedes saben, está situado en la calle de Alcalá; acababa de almorzar, y la agradable temperatura que reinaba en el café, comparada con el intenso frío que se sentía en la calle, me había hecho caer en ese dolce far niente que precede al sueño.

De repente, la aguda voz de una ramilletera me sacó de mi letargo, gritando con su agudo tiple:

— ¡Ramitos de camelias, qué bonitos!

— ¡Y luego dirán—interrumpió con ironía el joven jurisconsulto — que en Madrid no hay flores!

Al oir la voz del abogado, de timbre sonoro y metálico, aunque velado un tanto, todos los convidados alzaron la cabeza como sorprendidos.

Era que aquella voz no se parecía á las demás; cualquiera diría que venía de una larga distancia, á la manera de esos ecos melodiosos, si bien apagados, que nos sorprenden en el campo, y que pudieran llamarse la voz de la naturaleza.

La voz del joven jurisconsulto tenía el poder de conmover y cautivar siempre.

— En Madrid hay flores todo el año—contestó el narrador;—las lindas ramilleteras las compran en las estufas ó invernaderos, y forman con ellas bonitos y frescos ramilletes, que venden después á muy subido precio en las puertas de los teatros.

Nada más gracioso que el contraste que ofrecen en este tiempo las calles cubiertas de helada nieve con esas hermosas muchachas de ojos negros y espesas trenzas de azabache que se sitúan al pie de la escalera de los teatros con su canastillo de ramos, orlados de papel calado y fino como un encaje.

Yo alargué la cabeza para mirar á la ramilletera de que hablo: era una de esas lindas muchachas que parecen criadas entre las flores, y que, como ellas, tienen tanta gracia y frescura; llevaba un traje de lana de colores vivos y bastante corto, un pañuelo de merino blanco con grandes ramos, que hacía resaltar el brillo de sus grandes ojos negros y el sonrosado de sus redondas mejillas, y un delantalillo de seda azul.

Su blanca y redonda garganta estaba ceñida de corales, y sostenía en las manos un lindo canastillo de mimbres finos y blancos lleno de ramilletes.

— Niña, te los compro todos—dije á aquella hermosa muchacha, que no parecía pasar de los diez y ocho años.

— Que aproveche, caballero—contestó con un mohín lleno de esa gracia picante propia sólo de las hijas de Madrid.

— ¿No quieres vendérmelos?

— ¡Ay, señor, está demasiado flaco para que pueda tener el dinero que valen mis flores!

Y se puso á gritar en seguida:

— ¡Ramitos de camelias, qué re... bonitos!

Iba á hablar de nuevo á la ramilletera, cuando vi pararse delante de ella á otra joven que embargó toda mi atención.

Jamás había yo visto, ni espero volver á ver, una tan divina aparición.

Su estatura, que no pasaba de mediana, podía tacharse quizá de demasiado esbelta; el óvalo prolongado de su rostro estaba coronado por una graciosa frente, que parecía como oprimida entre dos espesas y apretadas fajas de cabellos rubios.

Sombreados por dos cejas de color de castaña y de una finura admirable, brillaban sus grandes y rasgados ojos color de pizarra; su boca rosada y sonriente, su linda nariz y su barba, terminada por un precioso hoyuelo, acababan de dar á su fisonomía toda la pureza y expresión de una virgen de la escuela flamenca.

Su traje, más que modesto, era pobre; á pesar del riguroso frío que hacía llevaba un vestido muy usado de lanilla oscura y un pañuelo chal de ínfimo precio; su cabeza de ángel, guarnecida de espesas trenzas, ostentaba toda su hermosura á través de un humilde velo de tul.

No obstante, su cuello y sus mangas, lisas y de puño vuelto, eran de una blancura deslumbradora; sus diminutas manos estaban encerradas en unos guantecitos de color gris en muy buen uso todavía, y su largo traje no impedía del todo ver la tercera parte de un pie, calzado esmeradamente con una botita de satén negro.

Cuando se detuvo delante de la vendedora de flores, sus hermosos ojos pintaron toda la alegría propia de sus diez y siete años.

Cerca de ella se había parado también una niña como de catorce, contrahecha y humildemente vestida, que la acompañaba.

—¿Cuánto pide por este ramo?—preguntó la joven tomando el más bonito que había en la canastilla de la ramilletera, y dirigiéndose á ésta.

— Cuarenta reales—contestó la vendedora, mirando con desdén el pobre traje de la joven.

Esta bajó la cabeza con una mezcla de rubor y de tristeza, dejó el ramillete en la canastilla y separóse algunos pasos.

— ¿Viene usted á divertirse manoseando flores que no ha de comprar?—gritó la ramilletera con desvergüenza.

— Son demasiado caras para mí—contestó la joven, cuyas blancas mejillas se vistieron de un color de rosa muy vivo.

— ¿Y no puede ofrecer nada? ¡Vaya con la señorita vergonzante, que se enamora de las camelias en Enero!

— ¡Son tan hermosas!...—murmuró la joven sin perder nada de su dulce moderación—¡son tan bellas que me cautivaron!... Pero, perdóneme usted... no tengo dinero para comprarlas.

Dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos al pronunciar estas palabras.

En cuanto á la ramilletera la miró con mucha admiración, y luego, endulzando su voz, dijo á la joven, con esa nobleza que tantas veces se encuentra en el pueblo y que es innata en él:

— Vaya que yo también tengo un geniazo... ya lo dice mi Curro, y buenos moquetes me da por él; genio y figura hasta la sepultura; en fin ¿cuánto ofrece usted por las camelias?

— Todo cuanto tengo... diez reales.

— ¡Por Dios, señorita, ese es todo el dinero que nos han dado en la tienda!—dijo la muchachuela jorobada acercándose á la joven.

— Eso es demasiado poco—repuso la ramilletera volviendo á su mal humor.

— No tengo más... y deseo me perdone usted por haberla entretenido tanto rato.

Al decir estas palabras, la joven volvió á llevar el pañuelo á los ojos para enjugar una lágrima rebelde, y echó á andar.

La ramilletera la siguió con la vista; mas apenas había dado veinte pasos echó á correr en pos de ella; yo la seguí también, y vi que alcanzó á la jorobadita, que iba detrás de la joven, y la tocó en el hombro.

— Escucha—le dijo, haciéndola detener.

— No puedo, porque mi señorita va sola delante.

— Unicamente es para preguntarte una cosa: ¿cómo se llama esa señorita?

— María de la Gloria.

— La gloria tiene ella en su cara. ¿Y dónde vive?

— En la calle de San Bernardino, núm. 3. Pero ¿á qué viene...?

— No te importa: toma esos dos reales por haber contestado á mis dos preguntas, y corre á alcanzar á tu señorita.

La muchachuela, llena de alegría, echó á correr para alcanzar á su joven ama, mas no sin dar á conocer antes en el aire con que guardó los dos reales que esta era la mayor cantidad que había poseído en su vida.

La ramilletera, al volver á su sitio, tenía que pasar por mi lado; detúvela por un brazo y le dije:

— Espérame aquí una hora y no vendas el ramillete que tanto ha gustado á esa joven, pues me le quedo yo.

Y sin esperar su respuesta, me puse en seguimiento de la hermosa niña.

Mas en vano, no la encontré: entonces me dirigí á la calle de San Bernardino.

La casa señalada con el núm. 3 tenía una apariencia humildísima; la puerta, que era en extremo reducida, estaba cerrada, y sobre ella se veían dos balconcitos de madera, con vidrios pequeños y emplomados.

El uno estaba cerrado, el otro tenía una de las hojas abiertas, y me pareció descubrir hacia el interior la sombra de una mujer; pero como no había portera en la casa á quien sondear, me contenté con mirar durante media hora los balcones y me fuí desesperado en busca de la ramilletera, que acabó de arreglar mi mal humor.

— ¿Pues cómo?...

—Porque se había marchado.

— ¿Y no ha vuelto usted á...?—preguntó Fernando de Silva, mirando profundamente al marqués.

—¿Cómo no? ¿Por quién me toma usted?—exclamó éste con arrogancia.

— Le tomo por un... novicio en casos de amor—respondió el joven abogado, haciendo en sus palabras una insultante y significativa detención.

El marqués se mordió los labios, finos y sonrosados como los de una mujer, hasta hacerse saltar sangre.

— Yo estoy cierto—dijo el hermoso pintor tratando de contener la ira que radiaba en los ojos del marqués—de que nuestro amigo ha vuelto todos los días...

— Y yo—añadió el coronel.

— Dejemos ya esa cuestión, señores, y hablemos de otra cosa—dijo el joven diplomático.— ¿Quién de ustedes ha sido presentado á la bailarina francesa que acaba de llegar?

— Yo—dijo el pintor extravagante.

— Y yo—añadió Cellemare.

— ¿Y qué les parece?

— Regular; tiene lo que todas las francesas; buena tez, ojos grandes, pero sin viveza ni expresión, pies mayúsculos y carnosos y enormes manos.

— A mí me parece encantadora—observó el conde.

— ¡Cómo! ¿La ha visto usted, conde?—exclamó Silva.

— Sí, querido; ¿qué le admira en esto?

— Es que, á la verdad, es de admirar que vaya usted á ver bailarinas teniendo la dicha de ser esposo de Clotilde de Guzmán.

— ¡Bah! De cierto que usted la ha visto también.

— No lo negaré.

— Entonces, ¿por qué se admira de que yo haya querido ser presentado á mademoiselle Pomerine? Creo que también es usted casado...

— Me vence usted con ese argumento—dijo á media voz Fernando de Silva, apoyando la mejilla en su diestra y sonriendo con alguna amargura.

— ¡Cómo! ¿Es casado Silva?—preguntaron admirados el príncipe de Cellemare y el coronel.

— Casado, señores—repitió el abogado, decidido ya á arrostrar la tempestad:—casado, como creo que lo son también estos dos señores.

Fernando señaló, al decir estas palabras, al otro militar compañero del coronel y al joven diplomático.

— ¡Ja, ja, ja!—exclamó el marqués.—¿Conque son ustedes cuatro en la cofradía? ¡Qué reservado lo tenían!

— ¿Hay alguno que se jacte sin necesidad de pertenecer al santo estado? — preguntó el conde D... con aquella sonrisa, rara mezcla de malicia y de sensibilidad que le era habitual.

— Usted solo podía ser el que se vanagloriase de esto—dijo el diplomático mirando rencorosamente al abogado, que había descubierto lo que él creía ignorado.

— ¡Ea, señores, á tomar el café!—gritó el conde al ver el mal aspecto que tomaba la discusión.

Levantóse, se asió del brazo de Fernando y, siguiéndoles todos, pasaron á otras habitaciones.

III La sala de fumar.

La estancia brillantemente iluminada en que se hallaba preparado el café para los convidados era una verdadera maravilla de lujo refinado y de voluptuosa comodidad.

Las paredes estaban vestidas de tela de seda carmesí con ligeros dibujos de un carmesí más subido, armonizando perfectamente con la alfombra, que era de los mismos colores y de un grueso tejido.

Sobre la tapicería había una preciosa estantería de palosanto, cerrada con cristales, y colocados simétricamente en las diversas separacio nes de que constaba se veían, en grandes bandejas de plata mate, todas las clases de tabaco conocidas, desde el perfumado habano hasta los gruesos tronchos de hoja negra.

Las bandejas tenían en el centro las armas del conde en plata abrillantada.

El espacio que quedaba desde la estantería hasta el techo de la habitación estaba lleno de armas de todas clases, de todas formas y de todas naciones.

En el centro y en una mesa redonda y cubierta con un tapete de terciopelo carmesí, en cuyo centro estaban bordadas con seda las armas del conde, se veía un candelabro de filigrana de oro cargado de bujías, y en algunas bandejillas, de oro también y de diminuto tamaño, había mechas de papel perfumado.

Una sola ventana había en el aposento, y el lienzo de pared en que se abría estaba ocupado por una inmensa cantidad de pipas de diferentes clases y tamaños.

En la gran mesa del centro estaba dispuesto el servicio del café, de plata mate; el aromado Moka hervía en magníficas cafeteras de plata, en cuyo centro serpenteaban las azuladas llamas del espíritu de vino.

Cuatro lacayitos, con libreas galoneadas y rizados cabellos, estaban en pie esperando á los convidados para servir el café.

No bien éstos ocuparon sus asientos, empezó á humear el líquido en las tazas, y prepararon las pipas para los que las pidieron con preferencia á los habanos.

En seguida, uno de aquellos cuatro diminutos servidores encendió el candelabro con una agilidad extraordinaria, y se retiró discretamente con sus compañeros hacia la ventana.

— Es usted, en verdad, bien dichoso, conde;— dijo el jovial coronel dirigiéndose al dueño de la casa;—tiene usted una casa confortable, una bella figura, y puede hacer la vida que corresponde á su clase, lo cual nunca me ha permitido mi carrera militar.

— Pues todavía no conocen ustedes, señores, hasta qué extremo es feliz el conde—dijo uno de los pintores;—aun no saben que su esposa es un ángel de hermosura y de virtud, y que es padre de dos hermosísimas criaturas.

— No es usted sincero ahora, querido—repuso el conde con aquella gracia vivaz que le era tan natural;—usted es enemigo encarnizado del matrimonio.

— ¿Y por qué lo es, amigo mío?—exclamó e coronel.—Por lo que yo lo soy también;-porque sólo he visto, exceptuando el de usted, matrimonios infelices, casi siempre por la mala educación ó por la falta de tacto y de sensibilidad de las mujeres; porque conozco muchos pobres maridos que en vez de hallar en su casa un puerto de paz hallan en ella el teatro de una espantosa guerra; porque las mujeres, en mi concepto, son el azote, el verdugo del hombre.

— ¡Es posible, caballero, que hable usted así!— exclamó con indignación el noble y entusiasta príncipe de Cellemare.

— ¿Y por qué no, caballero? Aquí no hay nin guna mujer que nos oiga, y puedo decir lo que siento sin faltar á las leyes de la galantería.

— Mas el que de ese modo habla de las mujeres se expone á que crea quien le escucha que jamás ha sabido hacerse amar de ellas.

— La opinión de usted, príncipe, en esta ocasión, es la de un hombre digno y sensato—dijo el conde;—los que como usted han visto hoy por primera vez á Eduardo, creerán que es muy poco afortunado con las mujeres, y que sus ideas son el resultado de un mezquino espíritu de venganza; y, sin embargo, yo, que le conozco desde hace algun tiempo, sé, aun sin haberle tratado con grande intimidad, que su carácter es tan noble como caballeroso é incapaz de denigrar á la parte más bella del género humano, y que esta hermosa mitad de nosotros mismos le ha tratado siempre con sobrada indulgencia.

— Tengo un placer en creer á usted, conde — dijo Cellemare, y su opinión con respecto á este caballero me hace mucho bien;—lo confieso, señores, prosiguió el príncipe, alzando la frente con dulce altivez: á pesar de mis veintiséis años, conservo todas las ilusiones de mis diez y siete abriles.

— ¡Feliz usted!—murmuró, suspirando, el coronel.

— ¿Por qué dice usted eso?—exclamó el conde con calor.—¿A qué viene el manifestarse cruel y positivista cuando no lo es? ¿No le ha sonreído á usted siempre la fortuna? La sensibilidad de usted está intacta, y, por decirlo así, conserva aún toda su frescura, puesto que ha sufrido muy poco; quizá jamás ha amado usted, y lo que juzga hastío del corazón es que el corazón no ha despertado todavía.

— ¡Mucho tarda, pues, en hacerlo, porque tengo ya veintiocho años!

— ¿Y quién le ha dicho—continuó el conde— que el corazón tiene una época fija para despertar? ¡Hombres conozco cuyo corazón está ya helado por la nieve de los años y que todavía no ha llegado á sentir! ¡Muchos hay que se hacen la ilusión de amar, porque lo desean así, y no aman aunque se obstinan en creerlo... y no falta quien baja al sepulcro sin haber conocido el primer amor, aunque muera agobiado de vejez, y por más que haya consumido tres partes de su vida en aventuras licenciosas y en frívolos galanteos!

— Pero entonces, señores, ¿cómo puede conocerse el amor? ¿Cómo se distingue de la apariencia la realidad de su existencia?

— ¿Qué ha sentido usted cuando ha creído estar enamorado?

— Un extremo desasosiego y un constante malestar.

— ¿Siempre?

— Siempre, sí.

— ¡Nunca ha amado usted, pues!—exclamó el príncipe con su entusiasmo habitual.

— ¿Lo cree usted así?

— ¡Estoy seguro de ello: el verdadero amor no hace sufrir! Derrama, por el contrario, una dulce y completa tranquilidad en el alma y hace ver la existencia de un modo que no se había visto antes de sentirlo: ¡el mundo se ensancha ante nuestros ojos y toda la naturaleza se embellece!

— Bien se conoce, caballero, que es usted de un país donde todo es poesía—dijo el joven abogado, que desde la cuestión matrimonial había guardado un obstinado silencio.

— Yo llevo la poesía en el alma, amigo mio— repuso Cellemare; y luego, clavando la profunda mirada de sus brillantes y hermosos ojos en Fernando, añadió:

— Y usted también; usted, por más que intente negarlo, lleva en su alma la bellísima y encantadora flor que llaman poesía, y cuyo aroma embalsama la senda de la vida.

— Está usted equivocado, príncipe—dijo riendo el conde;—el pobre Fernando halla el mundo muy amargo.

A pesar de la irónica sonrisa con que el conde acompañó estas palabras, el príncipe de Cellemare miró á Fernando con marcado interés y con cierta tristeza, que difundió por todo su semblante como una nube de profundo y tiernísimo sentimiento.

— ¡Desgraciado!—murmuró en voz baja:— ¿será posible que á su edad halle ya amarga la vida?

— Yo proclamo á usted, príncipe, por el hombre más feliz de la tierra—gritó el coronel, usando ya aquella familiaridad que es inevitable entre dos personas de relevantes cualidades desde la primera vez que se ven;—sí, añadió, le creo á usted aun más feliz que el conde, porque tiene todas las ilusiones de un niño y toda la libertad de un hombre, en tanto que él está asediado por los cuidados de la familia.

— ¡Feliz el que tiene esos dulces cuidados!— dijo el príncipe.—¡Felices los que tienen esposa é hijos!¡Yo, desde que perdí á mi madre, estoy siempre triste y me veo solo en la tierra!

— ¿Por qué no se casa usted?—preguntó uno de los pintores.—Su carácter me parece formado únicamente para las dulces afecciones de la familia.

— Tiene usted razón, caballero—contestó el príncipe;—pero ha sólo un año que perdí á mi madre y he estado diez meses encerrado en mi palacio de Verona, ocupado únicamente en llorar tan irreparable pérdida; dos hace que viajo anhelando distraerme de un dolor que había llegado á alterar profundamente mi salud; durante la vida de aquella santa mujer so cuidado me rodeaba de tanta ternura, que mi corazón estaba satisfecho y nada más pedía á Dios sino que me la conservase.

— Mas usted debe conocer el amor cuando tan divinamente le pinta—dijo el diplomático.

— No he hecho más que adivinarle—repuso el príncipe—porque las almas buenas le presienten aunque estén rodeadas de otros afectos más tranquilos; pero desde que me falta la ternura de mi madre lo ansio.

— Luego ¿será posible que elija usted esposa en nuestro suelo?—preguntó el conde sonriendo.

— ¿Y por qué no?—contestó el príncipe.—Las verdaderas mujeres sólo se hallan en esta hermosa España; en Francia, en Inglaterra, en Alemania son más instruidas, pero la educación que reciben tiene algo de masculino; en España, las mujeres son todas corazón, y su única ciencia se cifra en saber ser buenas esposas y buenas madres.

— ¿En qué consiste, pues—repuso el coronel— que yo sólo he encontrado esposas infieles é hijas desobedientes á sus padres, y esto por el meuor de mis caprichos? Yo, príncipe, únicamente hallo amor en la mujer, pero nunca he encontrado en ella ni la prudente reserva, que es el aliciente y el sostén del amor, ni la suave modestia que le mantiene dulce y puro como el alabastro á los perfumes; he hallado en ellas mucha pasión, mucho abandono, mucha confianza en mi amor; pero tales torrentes de ternura embriagan el corazón durante algún tiempo, y luego acaban por hastiarle: así yo me he hastiado de todas las mujeres en muy breve tiempo, y ni una sola he visto á la cual hubiera querido hacer dueña de mi mano y de mi corazón y deseado confiarle mi honra.

— ¿Qué mujeres ha tratado usted, pues?—exclamó el conde, cuyas mejillas se encendieron con una generosa indignación.

— ¿Yo, querido? De todas clases: desde la pobre bordadora que va á los almacenes, acompañada de su madre, á devolver la labor que ha concluído durante el día, hasta la encopetada duquesa que sale en su carruaje, tendida como en su lecho y abrigada con perfumadas pieles de Astracán; y cuente usted que, entre esos dos extremos, han figurado mujeres encantadoras de la clase media, de esa clase que tiene todos los de – licados instintos de la elevada y todas las privaciones de la pobre, y cuyas mujeres suelen estar dotadas, por lo mismo, de tanta resignación como nobleza y gracias.

— Yo sostengo, pues—gritó el conde levantándose iracundo de la mesa — yo sostengo que todas esas mujeres debían tener algún motivo excepcional para perder con usted esa dignidad innata en la mujer, y, sobre todo, en la mujer española. Yo sostengo que usted, con tanta doblez como poca nobleza, ha buscado desgraciadas cuya educación había sido muy fatal, mujeres maltratadas por sus padres ó por sus esposos ó jóvenes hambrientas y miserables.

— ¡Conde!...—exclamó el coronel, levantándose también colérico y con los ojos brillantes.

— En todo caso, es una desgracia para Eduardo el no haber hallado una sola mujer digna— dijo el diplomático, anhelando calmar aquella cuestión que se hacía más seria que la de los matrimonios.