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En este segundo tomo de Fausta Sorel el crimen ya proyectó su sombra sobre los personajes y se profundizan sus dilemas, tal cual los enfoca Sinués: entre amores puros y encaprichamientos pasionales, entre la bondad piadosa y el resentimiento dañino. Han nacido niños, y en torno de ellos también orbita parte de las acciones (sobre todo la dedicación maternal, con sus propios dilemas). Aparecen en escena las fuerzas de la religión católica, a su vez, para intentar reparar con arrepentimientos y perdones el tendal destructivo.
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Seitenzahl: 529
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Fausta Sorel. Tomo II
Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882148
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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ESPOSA Y MADRE
Tres meses han pasado.
El palacio de Fuenmayor ostentaba la larga hilera de sus balcones, todos cerrados, silenciosos y sombríos, cuyas puertas de cristales crujían al empuje del viento, fresco aún en las noches de Abril.
Las ocho de la noche serían cuando un modesto carruaje de alquiler se detuvo á la puerta, y bajó de él un anciano vestido de negro, que subió la escalera sin apresuración, y embebido, al parecer, en algún triste pensamiento.
En el vestíbulo halló á un criado que le atravesaba para dirigirse á las habitaciones interiores.
— Buenas noches, señor Doctor,—dijo el criado saludando respetuosamente al recién venido.
— Buenas noches, Juan—contestó el anciano: — ¿hay alguna novedad?
— Desgraciadamente no hay ninguna: el señor Conde sigue en el mismo estado,—respondió el criado meciendo tristemente la cabeza.
— ¿No ha hablado desde ayer?
— No, señor.
— ¡Dios mío! ¡dos meses sin oir el eco de su voz!—murmuró el Doctor con abatimiento.
— Y uno anterior á estos dos de silencio, oyéndolo sólo rugir como una fiera ó llorar como un niño.
— ¡Qué hacer! ¡qué hacer, santo Dios!—murmuró el médico con pesadumbre.
— ¿Y qué ha de hacer usted, señor Doctor? ¿No ha pasado aquí sin moverse casi un mes, oyendo rugir al señor Conde como un tigre, y á riesgo de que le despedazase á cada instante en sus accesos de furor? ¿No ha agotado ya todos los recursos de la ciencia, si no para curarle, para aliviarle al menos?
— Pero esto me desconsuela, Juan; me abruma la tristeza al ver que no puedo tranquilizar á la Condesa, que sufre tanto...
— Tanto, que yo no sé cómo vive,—repuso Juan, cuya benigna fisonomía se entristeció de repente.— ¡Pobre señora!... á su edad... ¡Ah! ¡Esto quebranta el corazón de cualquiera!
— Voy á verla,—dijo el Doctor dirigiéndose á la puerta.
— Está en la habitación del señor Conde: no en su mismo cuarto, por supuesto; ya sabe usted que, cuando conocía, no quería verla.
— ¿Y el niño?
— Tan hermoso: parece que Dios se complace en premiar los sufrimientos de su pobre madre con la salud del niño; pero cuando pienso en que sólo cuenta quince días y que pudiera morirse...
El Doctor no respondió nada y entró en la antecámara.
Todos los criados le saludaron respetuosamente á su paso, y penetró, por fin, en la habitación del Conde.
Componíase ésta de un saloncito y de dos hermosas piezas más adentro, las cuales daban entrada á la alcoba y al gabinete de vestir.
El Conde ocupaba la alcoba, la cual estaba á una media luz.
En el aposento que la precedía se hallaba la Condesa, que no se apartaba un instante de él.
Sin embargo, Enrique no quería verla: gritaba como un niño furioso cada vez que apercibía la sombra de su mujer, y sólo se tranquilizó durante los días que detuvo á Lía en el lecho el nacimiento de su hijo.
Por eso Lía, cuando se restableció, resolvió no dejarse ver de su marido, aunque no le perdiese jamás de vista su amante solicitud.
Conforme se había ido posesionando del alma del Conde la imagen de Fausta, había ido aborreciendo más y más á todas las demás mujeres, y sobre todo á la suya.
Absuelto por loco, según el dictamen de los más célebres facultativos de la Corte, su atentado en la persona de Mauricio no había tenido para él ninguna consecuencia aflictiva; pero más hubiera valido que le hubieran quitado aquella vida miserable, que arrastrarla sin razón y sin ningún instinto de virtud ó dignidad.
Teodoro lo había dicho á Laurencia en un salón chino algún tiempo antes: Enrique tenía una naturaleza fuerte, indomable y dotada de furiosas pasiones; estas pasiones dormían; pero una mano aleve las había despertado, y su mismo ímpetu destruyó la naturaleza y la inteligencia del que las abrigaba.
Fausta, adornada de todas las perfecciones, de todos los atractivos, había deslumbrado á un mismo tiempo su corazón, sus sentidos y su inteligencia; habíale seducido con su belleza, subyugado con su talento, dominado con su audacia y esclavizado con su cinismo.
Enrique, acostumbrado á la vida disipada del gran mundo, empapado en ideas erróneas y llenas de orgullo, exhausto de principios religiosos y morales, dominado por una madre egoísta y material, y, por tanto, sin un verdadero conocimiento de la vida, había amado á su prometida por costumbre y por dar gusto á aquella madre déspota; pero esta afección no era bastante tierna para despertar su corazón, virgen aún, ni Lía era bastante bella é incitante para alimentar su naturaleza sensual y apasionada.
Lía era una mujer buena, poética y espiritual.
Enrique necesitaba una mujer atrevida, arrogante y dotada de aquellas pasiones que nacen de los sentidos ó del organismo.
¡Fatal desigualdad, que debía ser una barrera insuperable para la felicidad de aquellos dos seres unidos con lazos eternos!.................... ……………………………………………………… ………………………………………………………
Lía había hecho transportar á la habitación de su esposo los muebles que usaba más comunmente, y la cuna de su hijo, que contaba muy pocos días.
Un bastidor con un bordado, y un caballete que contenía una Santa Teresa á medio concluir, ocupaban los dos ángulos que daban frente al balcón.
Cerca del sillón en que Lía estaba sentada, había un velador redondo, de laca, que contenía algunos de sus libros predilectos, diferentes periódicos y un álbum de vistas y paisajes.
Inmediata al sillón se veía la cuna de palosanto con incrustaciones de bronce, velada por lindas cortinas de muselina blanca y bordada, que se escapaban del pico de una paloma de marfil.
En el fondo de aquella cuna y entre sábanas de batista, guarnecidas de encaje, dormía un precioso niño, de rubia cabellera y blanca tez.
Aquella criatura era encantadora, á pesar de estar en una edad en que ningún niño es bonito.
Lía, vestida de negro y sentada, como ya he dicho, en un sillón, tenía apoyada la mejilla en la palma de la mano y parecía entregada á penosas cavilaciones.
Después de su maternidad, su delgadez había llegado hasta la transparencia; colocado su sillón, de lado, junto al velador, sobre el cual ardía una pequeña lámpara de plata, la luz, que daba en su garganta, se filtraba como al través de un cristal.
Sus ojos garzos parecían haber crecido, y se advertía en ellos una expresión de dulzura suma y de santa resignación que conmovía el alma.
Cuando el Doctor entró en el aposento, Lía levantó la cabeza y le alargó la mano sin hablarle.
— Buenas noches, Condesa—dijo el anciano estrechando con cariño aquella mano infantil y enflaquecida.—¿Cómo se encuentra usted?
— Siempre bien, Doctor.
— ¡Siempre mal!—repuso el médico:— está usted tan débil, que apenas siento su pulso! ¿No querrá usted consentir en cuidarse?
— ¡Si ya me cuido, Doctor! Créame usted: esta noche he reposado durante cuatro horas.
— ¿Sin desnudarse? ¿En este sillón?
— Sí.
—¿Y á esto llama usted reposo? ¿Cuándo se vuelve usted á su cuarto?
— ¡Cuando Dios quiera!
— Cuando el Conde esté bueno, ¿es verdad?
— Al menos, cuando esté fuera de peligro.
—Su salud no corre ninguno, señora: se lo aseguro; más cuidado me ofrece la de usted.
—¿No entra usted á verle, Doctor? Hace ya rato que no le oigo quejarse; porque ¿sabe usted que ahora se queja?
— ¿De qué?
— De un dolor muy agudo en el pecho.
¡Es extraño!—murmuró el Doctor.
— ¡Si pudiera dormir!—dijo la Condesa.—¡Pero nada! ¡siempre esa continua y aterradora vela! ¡ese insomnio fatal!
—¿Ha visto usted algún loco que duerma? ¡Si pudiéramos hacerles dormir, recobrarían la razón!
El Doctor, al decir estas palabras, se acercó á la cuna, separó las cortinas y contempló al niño durante algunos instantes; luego, besándole en la frente, murmuró:
—¡Pobre criatura! Yo creía que tú serías el salvador de tu padre, y que tu vista operaría en su alma alguna revolución saludable; mas ¡ay! esa pobre alma está marchita, quizá para siempre; esa inteligencia se ha obscurecido, tal vez para no volverse á alumbrar jamás con la luz de la razón!
Pero yo aflijo á usted, Condesa—continuó el buen Doctor volviéndose hacia Lía, que lloraba silenciosamente:—perdóneme usted; tengo la mala maña de pensar en alta voz, y á mi edad, las malas mañas son incorregibles; además, me intereso tanto por mi pobre enfermo... Pero reflexiono que mientras estoy hablando aquí, pudiera ya haber entrado á verle.
—Vaya usted, Doctor—dijo Lía enjugándose los ojos;—vaya usted y vuelva lo antes posible aquí, pues quiero comunicarle una idea que tengo desde anoche.
— Sepamos esa idea.
—No, no: vea usted antes á mi esposo; se refiere á él.
El Doctor meció tristemente la cabeza.
— No alimente usted vanas esperanzas, señora — dijo:—¡todas las vería usted fenecer!
— Lo sé, Doctor: no alimento esperanza alguna acerca de su curación, pero sí acerca de su alivio material; en fin, vaya usted y luego hablaremos.
Inclinóse el Doctor en señal de asentimiento, y entró en la alcoba del enfermo.
Esta estaba casi á obscuras, pues el resplandor de las luces hería el doliente cerebro del Conde y su vista escandecida de una manera intolerable.
Ya le habían acostado en el lecho sus ayudas de cámara; pero la fiebre que le consumía era tan horrible y abrasadora, que no le permitía casi ningún abrigo, á pesar de lo poco adelantado de la estación.
Tendido en su gran lecho esculpido, cuyas cortinas de damasco verde, recamadas de flores de oro, estaban sostenidas por la corona condal, de oro también, su cuerpo, demacrado como un esqueleto, se dibujaba anguloso y huesudo á través de la magnífica colcha verde con flores de oro, como las cortinas.
Una nube de encajes, que se desprendía de las almohadas y sábanas de batista, hacía resaltar de un modo espantoso la lividez del rostro y de los brazos, que el Conde, en su agitación y malestar, había sacado fuera de la ropa.
Las mangas de su rica camisa se habían levantado y arrugado hasta cerca del codo, y dejaban ver la espantosa flacura de sus brazos y manos, que tenía crispadas dolorosamente sobre la rica colcha.
Enrique se asemejaba mejor á un cadáver escapado de su sepulcro, que á un sér humano.
Su hermosa y trigueña tez tenía el tinte del pergamino; brotaba su barba negra y ensortijada, pues hacía ya más de un mes que rehusaba ver á su barbero; sus grandes ojos, obscuros, entreabiertos y fijos, carecían de mirada, y sus largas pestañas destacaban una sombra muy obscura sobre sus socavadas mejillas.
Tenía la boca entreabierta, y sus labios secos y descoloridos dejaban escapar una respiración precipitada y ruidosa.
Cerca del lecho había un velador con algunos vasos de plata, muchas botellas llenas de medicinas, ó apenas mediadas, y un termómetro con reloj.
Algo más lejos, y sobre una linda mesita de forma antigua, se veía una lámpara cubierta con una pantalla verde.
Al extremo opuesto de la estancia, y hundido en un cómodo sillón, dormitaba un criado, y otro, sentado junto á la mesa que sostenía la lámpara, leía un poco más alto que á media voz, intercalando en su lectura, con bastante frecuencia, un ruidoso bostezo.
Cuando el Doctor apareció en la puerta, su paso, contenido y silencioso, no llegó á los oídos de los criados, engolfado el uno en un profundo sueño, y absorto el otro en su lectura.
Este último tuvo la desgracia de bostezar del modo más solemne que lo había hecho en toda la velada, cuando el Doctor llegaba al medio de la estancia sin que ninguno de los dos domésticos hubiera notado su presencia.
— ¡Eh, bergante!—dijo con voz contenida, pero con tan iracundo acento, que el lacayo se quedó cortado en lo más sabroso de su bostezo.—¡Buen cuidado tenéis de vuestro amo!—continuó el Doctor, cuya ira se aumentó al ver el pacífico sueño del otro criado:— el uno roncando á pierna suelta, y el otro bostezando como si se hallase en la cuadra, de donde no debió salir nunca.
— Señor Doctor, es que estamos faltos de sueño, — se atrevió á decir el que estaba leyendo.
— ¡Faltos de sueño, faltos de sueño, tunantes! ¡Pensaréis que no sé que hay en la casa otros cuatro criados que os relevan en el cuidado del enfermo! ¡que no sé que á las once ya estáis acostados! ¡Bribones sin conciencia y sin alma! no tenéis vosotros poca culpa de que cada día se agrave más el estado del Conde; nada le dais á tiempo, cuando necesita un cuidado de todos los instantes.
El Doctor había ido subiendo cada vez más el diapasón de su voz, sin que él, enteramente embargado por la ira, lo advirtiese siquiera.
Sus reconvenciones y denuestos despertaron, no obstante, al criado que dormía, y disiparon un tanto el letargo del enfermo.
Agitó éste las manos delante de sus ojos, como si repeliese una visión atormentadora, y lanzó un débil quejido.
El Doctor se acercó entonces al lecho.
— ¡Cómo!—exclamó furioso:—¿aún no habéis quitado de esta cama las colgaduras y el cobertor de seda? ¿No os dije ayer que esta tela ataca horriblemente el sistema nervioso del señor Conde, y que no quería volverla á ver hoy?
— No nos hemos acordado, señor Doctor.
— ¡Cómo se entiende...! Pues en este instante las vais á quitar.
El lacayo que dormía, se levantó pausadamente, salió á la antesala, y después volvió á entrar diciendo:
— Se necesita una escalera para desprender las colgaduras, y no la hay en casa.
— ¡No hay, no hay! De ese modo el pobre enfermo padecerá cada día más fuertes convulsiones. ¿Qué puede hacer el médico, cuando no tiene ni aun quien le obedezca? Veamos las medicinas que le habéis dado... bien sabe Dios que tiemblo de conocer vuestra torpeza.
El Doctor, al decir estas palabras, examinaba los frascos; mas al llegar al segundo, le dejó caer de la mano, soltando un grito de horror; luego tomó un vaso de plata, que se conocía era el último que habían empleado, por tener dentro una cuchara.
— ¡Desgraciados!—exclamó,—¿qué habéis hecho? ¿á qué hora le habéis dado esa bebida?
— A las siete,—contestó tranquilamente el que leía.
— A las siete, ¿eh? y debíais habérsela dado á las cinco, para que precipitase el efecto de la anterior.
— Yo entendí que á las siete.
— ¡Quitaos de mi presencia, tunantes! ¡salid de aquí!
Los dos lacayos salieron riéndose solapadamente y dándose con el codo.
El médico quedó solo con el enfermo.
Acercóse de nuevo al lecho y tomó su mano seca y abrasada.
El Conde se estremeció á aquella presión y cerró del todo los ojos.
— ¡Ella...! ¡Ella...! ¡Fausta...! ¿Cuándo la veré? — murmuró débilmente.
— ¡Enrique!—dijo á su vez el médico, que, habiendo asistido siempre á los padres del Conde, le trataba como si fuese su propio hijo.
— ¿Quién me llama?—dijo el Conde con ímpetu, é incorporándose con mucho más vigor del que hubiera podido esperarse de su estado.
— Soy yo, Conde, yo: ¿no me conoce usted?
— Sí, sí: te conozco… eres uno que fué... que fué el amante de Fausta, y á quien yo maté... ¿Qué te ha dicho Fausta para mí? porque supongo que es ella quien te ha resucitado...
— Olvide usted á Fausta.
— ¡Que la olvide! ¿por qué?
— Porque ha muerto.
—¡Ha muerto!
— Sí.
— ¡No, mientes...! ¡Fausta no ha podido morir... está encerrada aquí… en mi corazón!
Y el Conde se golpeó el pecho con sus descarnadas manos.
— ¿Le duele á usted la cabeza?
— ¡Mucho... oh, sí, mucho…!—murmuró el Conde llevándose ambas manos á la frente.
Luego continuó con voz opaca é interrumpida:
— Pero me duele más el corazón, porque Fausta está encerrada en él, y me lo desgarra con aquellas manos tan blancas, afiladas y hermosas... ¡oh, oh! ¡quién diría que con aquella cara de ángel... tiene el corazón de una hiena...! Haz que salga… sí, que salga... de mi corazón, pues me le rompe... me le devora... Quiero verla... verla yo... aquí, aquí... defante de mis ojos...
— ¡La verá usted: sosiéguese por Dios!
— ¡No, no! ¡Tú me engañas… tú eres aquel hombre á quien ella amaba... y besaba... y llenaba de caricias, en tanto que yo... yo me volvía loco de desesperación y de celos!
Y el Conde se incorporó de nuevo en el lecho, y se golpeó fuertemente la cabeza con un furor espantoso y reconcentrado.
— ¡Dios mío! ¡esto es horroroso!—exclamó el Doctor. —Cada día crece esta demencia... y yo ya no sé qué hacer.
Sentóse el médico y apoyó sus dos manos cruzadas en el puño de oro de su bastón.
Así permaneció algunos minutos.
De súbito levantó la frente y pareció brillar en sus ojos un pensamiento salvador.
— ¡Sí sí!—dijo:—no hay otro remedio; la Condesa consentirá sin duda, estoy seguro de ello.
Al acabar de pronunciar estas palabras, se aproximó de nuevo al lecho y colocó con sumo cuidado la cabeza del Conde sobre las almohadas.
Este seguía murmurando ronca y débilmente: — ¡Fausta...! ¡Fausta...!
El médico le dirigió una última mirada de profunda conmiseración, y salió de la alcoba.
EL CORAZÓN Y LA CIENCIA
— ¿Cómo está? ¿Doctor, qué me dice usted?— exclamó la Condesa corriendo desalada al encuentro del médico.
— Está cada instante peor, señora, y me convenzo de que una tan prolongada demencia llegará á hacerse incurable,—dijo el médico, que deseaba atemorizar á Lía con un exordio fuerte, á fin de que consintiese en lo que deseaba.
— ¡Oh, Dios mío! ¿Eso opina usted?
— Sí, señora.
— ¿Y qué hacer? ¿No encuentra usted ningún medio...?
— Uno solo, que temo mucho proponer á usted.
— ¿Que teme usted proponerme?
— ¡Sí!
— No comprendo...
— Lo creo. Y quizá valdrá más que usted no lo comprenda.
— ¡Cielo santo! ¡Valdrá más que no lo comprenda! ¡y tratándose de la vida de mi marido! Qué quiere usted decir?—exclamó la Condesa acongojada.
— Señora—dijo el médico,—es preciso que hable á usted con franqueza, por dura que ésta sea para usted, pues de ella pende la única esperanza de salvación que queda para su esposo.
— ¡Hable usted...! ¡Hable pronto, por Dios!
— Voy á hacerlo, rogando á usted antes, Condesa, que me perdone; duro es, muy duro, lo que voy á proponerle; pero es preciso, y no dudo que usted accederá á lo que voy á pedirle.
Calló el Doctor durante un momento, como para dar más solemnidad á sus palabras, y la Condesa permaneció como pendiente de sus labios con toda su alma.
— Señora—continuó el médico con voz firme,— es preciso traer al lado del Conde á la Duquesa de Valle-umbrío.
Un grito de horror se escapó de los labios de la Condesa, que, después de lanzarle, quedó como petrificada.
— Es preciso que la Duquesa consienta en venir al lado de su esposo de usted, señora—continuó el Doctor, tan impasible como si no hubiera oído aquel grito de angustia;—nada perderemos en ello, puesto que su imagen no se aparta de la mente del enfermo, y podemos ganar su curación completa, radical; esta emoción violenta, pero grata, debe serle benigna, porque su pobre corazón está desgarrado por hondísimos y amargos sufrimientos; y en fin, si no lográsemos el objeto que nos hemos propuesto, si la presencia de la Duquesa nada alcanzare, al menos habré puesto por obra todos los medios probables de salvarle, lo cual es siempre un consuelo para mí, y, sobre todo, para usted, Condesa.
Lía seguía guardando silencio, aunque sus ojos habian perdido algo de su extravío; vistiéronse sus pálidas mejillas de un carmín fugitivo, y pasó las manos por su frente, cubierta de angustioso sudor.
— ¿Qué dice usted, señora?—preguntó el Doctor al cabo de un breve rato de silencio, y con aquella impaciencia propia del hombre de estudio; — ¿ha reflexionado usted acerca de lo que le he dicho?
— No necesito reflexionar acerca de ello, Doctor,—contestó la Condesa con tono decidido y firme.
— Luego consiente usted, ¿no es verdad?
— No, señor: no consiento.
— ¡Cómo! ¿Se negará usted á emplear el único medio que existe para salvar á su esposo?
— Me niego.
— Mire usted que va en ello su razón y quizá su vida.
— Espero que el cielo le devolverá la una y le conservará la otra.
— No lo espere usted, pues, si no consiente en emplear el medio que le he propuesto; bastante tiempo hace que ando buscando algún otro, que surta el efecto apetecido; los recursos de la ciencia están agotados, créame usted, y la presencia de la Duquesa es mi única esperanza.
— Deséchela usted, pues, caballero, porque esa mujer no pisará esta casa.
— Yo espero, Condesa, que cambiará usted de parecer.
— Yo le aseguro á usted que no.
— ¡Y qué, señora! — exclamó el hombre de ciencia, levantándose con ímpetu.—¿Tan poco ama usted á su esposo que no tiene la abnegación necesaria para salvarle de una muerte cierta? ¿Tanto puede en su alma la mezquina pasión de los celos? ¿No podrá usted hacerse superior á sí misma, al menos por un mes? Es todo el tiempoque pido para hacer el magnífico experimento que ha de elevar á la ciencia, descubriéndole un arcano más. ¡Oh!— continuó el Doctor con exaltación.— ¡Si supiera usted cuánto tiempo he andado buscando un caso de demencia complicado con idiotismo ó cercano á él! ¡qué estudios tan importantes podría hacer en el Conde! ¡qué luz adquiriría mi espíritu! ¡cómo seguiría paso á paso, segundo á segundo, las gradaciones de su enfermedad y los progresos de su curación! ¡Y usted, mujer ciega, quiere arrancar á la ciencia y á mi porvenir el tesoro inestimable de esa enfermedad exacerbada hasta su último extremo!
— ¿Y querrá usted, hombre sin corazón, que yo le deje exacerbar, como usted dice, la enfermedad de mi infeliz esposo?—exclamó la Condesa con vehemencia. — ¿Piensa usted que yo he de sujetarme á sus impías exigencias? ¡La religión, el deber, el amor que le profeso no me mandan que evite los crueles experimentos de la ciencia que quiere usted practicar en él!
— ¡Pero si yo respondo de que le curaré después!
— ¿Y quién me lo asegura?
— ¡Yo!—contestó el Doctor poniendo la diestra sobre su corazón, y con acento de tan profunda, convicción, que otra mujer que no hubiera sido Lía, hubiera dudado al menos.
Pero ésta se encogió de hombros con un ademán de lástima.
— Dios le curará si es su santa voluntad,—dijo yendo á sentarse junto á la cuna de su hijo.
— Señora, por cierto que me admira mucho la indiferencia de usted—exclamó el Doctor, cuya paciencia tocaba á su término.—¿Es usted la mujer cristiana, buena y amante? ¿Es usted la que pretende ser citada como modelo de amor conyugal? ¿Es usted la que hasta hoy me había parecido ajena á todo sentimiento mezquino ó vulgar, la que tanto admiraba yo?
— No sé, señor Doctor, cómo me juzga usted; ni nunca he tenido pretensiones de ser citada como nada —contestó Lía con modesta y templada dignidad;—mas lo que sí le aseguro, es que soy, como usted dice, incapaz de alimentar ningún sentimiento bajo, ni de hacer ninguna concesión vergonzosa: por esta razón me niego á recibir en mi casa á la Duquesa de Valle-umbrío.
— ¿Y qué sabe usted si la Duquesa se dignaría pisar esta casa?—gritó el médico, olvidando en su enojo toda prudencia, y sin cuidarse de que le oyeran.
— ¡Quizá no!—respondió Lía con una triste sonrisa.
— ¡No quizá, sino que puede usted decir seguramente no—repuso el médico.—Pues qué—continuó con esa implacable sed de venganza de los caracteres nerviosos é irascibles que se ven contrariados abiertamente;—pues qué, señora, ¿ignora usted que tiene perdida del todo su reputación? ¿que las gentes achacan la demencia del Conde á los disgustos que le ocasionan los amores de usted con el Conde de San Justo? ¿que si quisiera usted mañana dar en esta casa un baile, nadie acudiría á él por magnífico que fuese?
— ¡Será posible, Dios mío!
— Es tan posible, que dudo que la Duquesa quisiera venir, por mucho que usted se lo rogase.
Calló el Doctor, sofocado por su impaciencia, y recorrió la sala á grandes pasos, en tanto que Lía pasaba su pañuelo por sus ojos cubiertos de lágrimas.
Era el médico un hombre de sesenta años, alto, flaco, bilioso y de fisonomía demacrada por el estudio y las vigilias.
Su corazón, sus sentidos y todas sus facultades, podía decirse que estaban llenos de ciencia y ocupados únicamente en ella.
Por eso, sin duda, no se había casado, y vivía sin familia, sin amigos, y sin otra compañía que una anciana ama de gobierno, ni otro amor que el de algunos discípulos predilectos que le estimaban y querían en extremo, conocedores de lo mucho que valía por su profundo saber.
En cuanto al Doctor, jamás había frecuentado sociedad alguna, y, por lo tanto, desconocía completamente todos sus usos y sus hábitos.
Franco hasta la rudeza, duro y recto en todos sus juicios, de una pureza de costumbres casi patriarcal, enteramente entregado á sus numerosas ocupaciones, era al mismo tiempo idólatra de sus libros y enemigo acérrimo de toda diversión, de todo pasatiempo.
A su juicio, el hombre había nacido únicamente para la ciencia, para el estudio, y para aliviar á sus semejantes con los conocimientos que adquiriese.
Este modo de pensar le hacía ser el hombre más humano y benéfico del mundo; mas por lo que toca á esas delicadezas de corazón que se revelan en el trato, le eran del todo desconocidas.
En la proposición que acababa de hacer á la Condesa, no veía él nada de particular, nada que pudiese herirla.
Creía que la ciencia era una cosa tan sagrada, y juzgaba á la mujer un ente tan nulo en la sociedad, que le parecía muy natural que ésta fuese el instrumento de la misma ciencia que no podía comprender ni cultivar.
Así, pues, pensó que la Condesa debía lastimarse muy poco de su proposición respectiva á Fausta; y atendido su carácter, los rodeos que dió para comunicársela prueban mejor que nada hasta qué punto era humano y se interesaba por Lía y por su sosiego.
Con nadie del mundo hubiera empleado el Doctor tantos preámbulos, tantas consideraciones, tanta blandura, y, por lo mismo, supuso que Lía debía darse por muy satisfecha de que su ciencia hubiera hallado un medio, por extraño que éste fuese, de curar á su esposo.
Era necesaria esta explicación del carácter del médico para concebir que se dejase llevar de una tan ruda franqueza, al repetir á la Condesa todo lo malo que de ella se decía, todas las calumnias que desgarraban su reputación.
Su conciencia, sin embargo, no le remordía después de haberlo hecho; dió tres ó cuatro paseos por el cuarto para disimular su irritación, que iba ya siendo excesiva, y luego volvió á detenerse delante de la Condesa.
¡Pero cuál sería su asombro al contemplar su rostro, en el que brillaba una especie de firmeza tranquila y reposada, por decirlo así!
Lía había enjugado sus lágrimas, y fijaba sus ojos, serenos ya, en el adorable é infantil semblante de su hijo.
— ¿Ha reflexionado usted acerca de todo lo que le he dicho, señora?—volvió á preguntar el Doctor, procurando adivinar en el semblante de Lía sus pensamientos.
— Sí, señor Doctor—contestó ésta:—ya he reflexionado.
— Supongo que me habrá usted perdonado las duras palabras que mi celo por la salud de su esposo me ha hecho dirigir á usted.
— Eran tan injustas, tan faltas de sentido esas palabras, que las olvidé no bien usted las pronunció.
El Doctor se mordió sus delgados labios al oir esta contestación tan firme, tan digna, tan mesurada; dió otra vuelta por la sala para reponerse de su turbación, y luego dijo:
— Siendo así, supongo que me dará usted su permiso para ir en busca de la Duquesa.
— No quiero ver á esa mujer, ni quiero consentir en que la vea mi esposo; creo habérselo dicho á usted ya, Doctor.
— ¡Cómo! ¿No ha cambiado usted de modo de pensar, señora?
— No, señor Doctor.
— Pero vea usted que...
— Veo que usted obra según la ciencia y que yo obro según mi corazón; que usted desea ensayar ese medio que ha de producirle resultados nuevos y brillantes descubrimientos; pero yo estoy decidida á oponerme á que le use usted en esta ocasión.
— ¿Es esa la última determinación de usted?
— La última.
— Señora... por la vez postrera... considere usted que puede arrepentirse amargamente.
— Nunca pesa una decisión que se toma con acuerdo y beneplácito de la conciencia.
— Entonces sepa usted que abandono al Conde á los cuidados del médico que usted misma quiera escoger.
— ¡Pues qué, señor Doctor!—exclamó la Condesa con una amargura que toda la suavidad de su carácter no alcanzó á disimular;—pues qué, ¿en esa farsa vergonzosa y degradante se han refundido todos los recursos de la ciencia? ¿No halla usted, no quiere buscar otro remedio á la cruel enfermedad de mi esposo? ¿Será posible que pueda abandonarlo sólo por una arbitrariedad de su duro carácter? ¿Será cierto que se despide usted de mí?
— Muy cierto, señora—contestó el Doctor con su frialdad y su dureza habituales:—dejo á usted en libertad de hacer lo que guste con su esposo; pero llevo conmigo la esperanza de que muy pronto recurrirá usted á mí, pidiéndome que vuelva á emplear el medio que ahora rechaza.
Lía no respondió nada á aquellas palabras que respiraban una jactancia tan imprudente; levantóse firme y erguida como para despedir al Doctor.
Mas viendo que éste permanecía también callado é inmóvil, dijo:
— Adiós, señor Doctor; espero que Dios me dará fuerzas para hacer lo que usted rehusa.
— ¿Piensa usted, Condesa, ser el médico de su esposo?—preguntó el Doctor con una sonrisa iracunda y burlona.
—¡Puede ser!—contestó la Condesa, devolviéndole una sonrisa llena de dulzura y de paz.
— No olvide usted que no quiere verla.
— ¡Quién sabe si variará!
— ¿En quién confía usted para obrar semejantes milagros?—preguntó el médico con ironía.
— ¡En Dios y en mi amor!—contestó la joven con una convicción tan profunda y verdadera que dejó atónito al Doctor.
Este tomó su sombrero, saludó profundamente á la Condesa, y salió de la habitación.
EL PROYECTO
No bien hubo salido el Doctor, la Condesa volvió á dejarse caer sobre su asiento, ocultó la cabeza entre las manos y prorrumpió en copioso llanto.
La fortaleza de que había hecho alarde, la había abandonado, y la infeliz joven, sola ya y sin testigos, sentía de lleno todo el horror de su situación.
En efecto: ¿quién hubiera podido imaginar otra más terrible?
Sola en su casa, á la cual no se acercaba nadie desde hacía mucho tiempo; encerrada en aquel extenso palacio con un hombre loco furioso, y que alimentaba por ella un odio profundo y concentrado; sin familia, sin amigos, condenada á una absoluta soledad, parecía imposible que aquella mujer pudiese conservar la vida.
Durante largo rato permaneció llorando; luego sus ojos fatigados se secaron, y quedó sumida en mil tristes y tumultuosos pensamientos.
El reloj del aposento la sacó de su distracción al dar las once.
Entonces se acercó á un velador que contenía lo necesario para escribir, tomó una pluma, y volvió á quedar con la mano fija en el papel y dolorosamente abstraída.
— ¡Sí, sí!—murmuró algunos instantes después. — ¡Es preciso... es preciso ante todo que yo sustituya con mi presencia la imagen de esa mujer, esa imagen que quizá lograré arrojar de su corazón…! ¿y no debo hacerlo, por mi hijo al menos? ¡Oh, hijo mío! —prosiguió, arrodillándose ante la cuna y juntando las manos sobre su pecho, que hinchaban los sollozos; —¡oh, hijo mío! pide á Dios, desde el fondo de tu inocente sueño, que dé fuerzas á tu pobre madre para emprender la salvación del autor de tus días; dile que ya no puede mi valor suportar más dolores, y que necesito su ayuda para poner fin á las penas que acibaran mi vida, esta vida que es tu solo apoyo, y sin la cual quedarías huérfano, infeliz y desvalido.
Estas últimas palabras parecieron abrasar los temblorosos labios de Lía; mas sin duda también obraron en su ánimo una rápida y saludable reacción.
Aquella santa mujer era una débil caña, que se doblaba á impulsos del viento del infortunio, pero que nada alcanzaba á romper.
Tomó de nuevo la pluma, y trazó lentamente y con su calma suave y firme la siguiente carta:
«Laurencia:
He formado un proyecto que voy á participarte á tí que eres mi única amiga, y el cual me alegraré que sea de tu aprobación.
No obstante, debo advertirte que, aunque te desagradase, estoy resuelta á ponerle por obra, pues en él cifro todas mis esperanzas de esposa y de madre.
Ya te veo sonreir, mi querida Laurencia, mi bella y feliz Duquesa; sí, porque tu eres ya feliz, gracias al cielo, y olvidas en medio de una vida tranquila y apacible todos los sinsabores que nuestra común enemiga te ha hecho sufrir.
Teodoro se ha alejado para siempre de la odiosa mujer á la cual unió su suerte, que ha sido causa de todas sus penas y que lo es de mis amargos dolores.
¡Cuán mal te juzgaba el mundo cuando te acusaba tanto, Laurencia!
¡Cuánto te ha calumniado!
Si es verdad que mientras has tenido el corazón vacío has seguido tus propias inspiraciones; si es verdad que has despreciado las habladurías de la sociedad, no es menos cierto que, cuando amaste, te volviste buena é irreprensible; no es menos cierto que, al herirte el dolor, te encerraste viva en un sepulcro; no es menos cierto, en fin, que al columbrar de nuevo la dicha, te han encontrado leal y exenta de rencor.
Tu vida es ahora brillante como nunca lo ha sido.
Eres como nunca mujer de moda; pero también se te respeta más que nunca.
El retiro absoluto á que te condenaste, te ha purificado en el concepto de ese mundo, justo muchas veces, pero siempre iluso y suspicaz.
El mundo ahora se ceba en mí; en mí, pobre y desgraciada víctima de una fatalidad inexorable, de la misma fatalidad que persiguió á mi madre, tan santa, tan hermosa, tan buena.
¿Perseguirá también la misma infausta estrella á mi hijo, á mi pobre é inocente hijo?
¡No lo sé, y eso es lo que á toda costa quiero evitar! Y para conseguirlo, Laurencia, necesito, sí, necesito que me ayudes en mi proyecto.
¿Mas no sabes, Laurencia, por qué tardo tanto en participártelo? ¡Ay! es porque las muchas dificultades de que está cercado, me asustan, me desaniman hasta un punto increíble!
Pero fuerza será ya que lleguemos á él, pues las horas vuelan, y la tardanza puede perderlo todo.
Enrique está cada instante peor.
Dios me da sin duda fuerzas para poder decirte esto; pero lo que me resta que confiarte es tan horrible, que no sé si tendré el valor suficiente.
El Doctor Martín ha estado esta noche, según su costumbre; ha entrado á ver á Enrique y le ha encontrado tan mal, que me ha dicho que desesperaba de poder salvarle, á no ser... á no ser que yo consienta en llamar á mi casa á Fausta...
Esto es horrible, ¿no es verdad?
Yo lo he considerado tanto, que me he negado á ello rotundamente.
He despedido al Doctor, y le he dicho que yo sola iba á intentar la curación de mi marido; y que no pensara jamás que yo pudiese dar mi asentimiento para una vileza semejante.
El Doctor se ha ido, asegurándome que no volvería á visitar á Enrique, y que podía encargar su curación á los cuidados de otro médico, pues que él se desentiende enteramente de ella.
Yo, sin embargo, no quiero llamar á otro apóstol de la ciencia; ¡oh, no! ¡jamás lo haré en tanto que pueda evitarlo; porque esos hombres no tienen corazón ni comprenden lo que estoy sufriendo!
No quiero hacerme rea de mi propia muerte; necesito vivir para mi hijo al menos, para este hijo que no conoce á su padre, y que probablemente no le conocerá jamás.
Voy, pues, á cumplir lo que dije al Doctor Martín, esto es, á emprender yo sola la curación de mi marido.
Para eso necesito que me envíes mañana á tu fiel Damián, con uno de los trajes de tu jockey inglés, Ricardo.
Damián permanecerá aquí; mi designio es disfrazarme con el traje de Ricardo evitando que mis criados lo sepan, y constituirme en enfermera de Enrique, cuya turbada razón no le permitirá reconocerme bajo tal aspecto.
Como te he dicho, no quiero que mis criados se aperciban de nada, pues una imprudencia de estas gentes podría desbaratar todos mis proyectos; proyectos ¡ay! que tantas lágrimas y tantas zozobras me cuestan.
Para contar, pues, con su silencio absoluto é inviolable, pienso encerrarme en la alcoba de Enrique; pero á la vista de todos ellos, subiré á un coche de viaje con mi hijo esta misma noche, diciendo que voy á pasar á mis posesiones de Andalucía lo que resta de invierno.
Mi viaje terminará en tu casa.
En seguida se presentará en la mía Damián con una carta escrita de mi puño, y se instalará en la alcoba de mi esposo.
A las dos de la madrugada, y cuando todos duerman aqui, Damián me abrirá la puerta con sigilo, me vestiré mi disfraz, y ocuparé mi sitio á la cabecera de ese lecho de dolor.
Tú, Laurencia, cuidarás de mi hijo, ¿no es verdad?
¡Pero qué digo, Dios mío!
El amor de madre me ha cegado hasta el punto de no pensar en que la presencia de mi pobre hijo en tu casa puede comprometer de nuevo tu reputación.
Sin embargo, yo no tengo á quién confiar esta pobre criatura...
La Condesa, su abuela, jamás querría encargarse de él con el fin que te lo propongo, pues diría que eran locas visiones mías... ya sabes que, desde que me negué á seguir sus perversos consejos, me echa la culpa de todas las desgracias de mi casa.
En fin, Laurencia, yo dejo mi suerte y la de mi hijo en tus manos.
Si no te parece bien encargarte de él, escribiré á Héctor, á quien veo muy rara vez, y le diré que le cuide por compasión al menos.
La nodriza es una buena mujer de la cual se puede fiar, pues comprende y compadece todas mis penas.
Adiós, Laurencia: envíame tu contestación, y el traje de Ricardo con Damián.
Lo espero todo con ansia, pues de ello depende la sola, la única esperanza de tu desgraciada amiga
LíA.»
Al acabar la Condesa esta carta, enjugó con el pañuelo sus ojos cubiertos de lágrimas, que sus últimos pensamientos habían hecho brotar.
En efecto: hasta aquel instante no le había ocurrido que quizá Laurencia podía excusarse de encargarse de su hijo, temerosa de comprometer su reputación nueva, por decirlo así.
Porque el mundo edifica algunas reputaciones nuevas sobre ruínas carcomidas.
Hizo, por fin, un esfuerzo sobre sí misma, y tiró del cordón de la campanilla, á cuyo sonido se presentó en seguida un criado.
— Lleve usted al instante esta carta á la señora Duquesa de Peñafiel,—dijo Lía.
— ¿Tiene respuesta?—preguntó el criado.
— Sí: espérela usted,—contestó la Condesa con voz tan temblorosa que el criado la miró sorprendido.
No obstante, se inclinó en silencio y salió para desempeñar su comisión.
Lía se arrodilló de nuevo junto á la cuna de su hijo, y oró con fervor.
Media hora después volvió á presentarse el criado con una carta en una bandeja de plata.
— Para la señora Condesa,—dijo.
Lía la abrió con mano trémula.
Era de Laurencia y decía así:
«Soy tuya del todo, Lía.
Confíame á tu hijo.
¿Qué puede importarme de una reputación que la sociedad en que vivo me da y me quita á su antojo?
Digan de mí lo que quieran, pues todo lo daré por bien empleado si puedo serte útil, aliviando tus largas y amargas desventuras.
Dentro de media hora te enviaré á mi viejo Damián, para que dispongas de él á tu antojo.
Ya sabes que es mudo como un sepulcro.
Él te entregará un traje de mi jockey.
Adiós, Lía: quedo esperando á tu hijo.
Para más seguridad tuya, dí que te le llevas á Andalucía, pues nadie sabrá jamás que el niño que se alberga en mi casa es tuyo.
Laurencia . »
Lía besó, transportada de gozo, este billete una y mil veces; luego llamó y dijo al criado que se presentó á recibir sus órdenes:
— Que preparen para dentro de una hora mi berlina de viaje.
El criado salió, y Lía tomó al niño de la cuna, donde, despierto ya, sonreía pacíficamente.
En seguida tiró de nuevo del cordón de la campanilla, y volvió á presentarse el mismo criado.
— Que venga Juana,—dijo la Condesa, que no podía separar los ojos del blanco é inocente rostro de su hijo.
Un instante después entró la nodriza del niño.
Esta era una joven alta, robusta y muy morena, cuyas gruesas facciones respiraban bondad, candor y honradez.
Aparentaba unos veintiséis años de edad, y llevaba el traje de paño de las montañesas de Santander.
Su falda corta y muy plegada dejaba ver sus anchos pies; su camisa de hilo describría su cuello grueso y moreno, ceñido con una doble sarta de corales falsos, y su justillo de paño encarnado apenas podía contener su robusto pecho.
Llevaba los cabellos recogidos bajo un pañuelo de algodón de colores vivos, que le ocultaba también la parte superior de las orejas, dando paso, no obstante, á unos enormes pendientes de plata, adorno inseparable de las hijas del valle de Pas.
Juana era hija de uno de los arrendadores que el Marqués, padre de Lía, tenía en la Montaña: se había casado un año antes que aquélla, y habiendo perdido á su primer hijo, cuando Lia dió á luz el suyo, vino á amamantarle por encargo del anciano Sorel, que le había escrito de parte de Lía.
—Siéntate, Juana,—dijo la Condesa, señalando á la nodriza una silla baja, inmediata á su asiento.
— ¡Señora...!—balbuceó la pasiega, roja como la grana, pues siempre había mirado á la Condesa como á un sér muy superior.
— Quiero que te sientes y que me escuches con atención, Juana,—repuso la Condesa con dulzura.
La nodriza se sentó tímidamente al extremo de la silla.
— Yo creo que amas á mi Enrique, Juana— dijo la Condesa mirando á la aldeana afectuosamente;—te veo cuidarle con el mayor esmero y llenarle de caricias: ¿no es verdad que le amas?
— Sí, señora,—respondió Juana, que por la corta edad del niño hacía poco tiempo que estaba en la casa, que por lo mismo había hablado pocas veces con su señora, y que desde luego nunca se había sentado en su presencia.
—Creo también que me tienes cariño á mí, á lo menos por ser hija de aquel buen señor, á quien tu familia ha sido siempre tan fiel.
¡No diga Usía eso!— repuso Juana, cuya ruda fisonomía se animó de repente. — Mis padres debían tantos favores al señor Marqués, que, si no le hubieran sido fieles, merecían mil muertes: cuando se les quemó el establo, les perdonó el arrendamiento y les dió dinero para levantarlo de nuevo; otra vez que el mar se nos llevó la barca y parte de la cabaña, el señor Marqués vino y nos compró otra barca nueva. Pequeñuela era yo, ¡pero bien me acuerdo, que esas cosas nunca se olvidan!
— Eso es porque eres buena y agradecida, Juana.
— Lo que es agradecida, sí, señora: siempre me acordaré, además de lo dicho, de que, cuando me casé con mi pobre Toño, me dió Usía cuatro mil reales para comprar vacas y componer mi casa.
— Si algo vale lo que he hecho por tí ahora tienes ocasión de pagármelo, Juana.
— ¿De veras, señora? ¿sería yo tan dichosa que pudiese hacer algo por Usía?
— Sí, Juana; pero es tarde y no tengo tiempo que perder: óyeme con cuidado,—dijo la Condesa acercando su silla á la de la nodriza, anhelando hacerla comprender todo lo que de ella esperaba.
— Hable Usía.
— Esta noche, dentro de media hora, saldremos las dos con mi hijo, por el camino de Andalucía; para guiar el coche llevaremos solamente á Juan, diciendo yo que, en el próximo pueblo, tomaré postillones y un carruaje de posta; así que lleguemos á la primera venta, el coche parará, nos apearemos, y, entrando en otro coche, volveremos á Madrid. Juan se irá con la berlina de viaje á su pueblo, donde permanecerá dos meses.
— Vamos, ya entiendo algo, señora—dijo Juana muy contenta y creyendo que la Condesa iba á sorprenderse de su perspicacia:—se trata de hacer creer que vamos á viajar, sin que salgamos de Madrid.
— Justamente: el coche que nos vuelva á Madrid, nos dejará en casa de la señora Duquesa de Peñafiel; tú quedarás en ella con mi Enrique, y yo, apenas den las dos de la mañana, volveré á salir, pues tengo que hacer en otra parte.
— ¡Pero á esas horas, señoral ¡y sola!
— Es preciso, Juana: me iré sola, y Dios únicamente sabe cuándo volveré; por eso te he llamado, para decirte: «Juana, á tu cuidado encomiendo mi hijo; sé su madre hasta que yo vuelva.»
Juana no contestó: había tomado al niño de los brazos de la Condesa, y lo estrechaba contra su robusto pecho, llorando á lágrima viva.
— Yo sé que tú eres buena y agradecida, Juana— continuó la Condesa enjugando sus ojos, de los cuales brotaba también un raudal de lágrimas,— y estoy cierta de que jamás abandonarás á mi pobre hijo si yo llego á faltarle.
— ¡Nunca, nunca, señora! ¡esté Usía segura de ello!—dijo la buena mujer redoblando su llanto y cubriendo de besos al niño, que la miraba sonriendo como si pudiese comprenderla.—Nunca le abandonaré; no sé lo que va Usía á hacer, ni quiero que me lo diga, porque mi rudeza quizá no pudiera comprenderlo; pero sé que esta pobre criatura no tiene más amparo que su madre, porque su padre está loco.
Un tremendo grito, ó más bien un rugido que salió en aquel instante de la alcoba del Conde, pareció venir en apoyo de las palabras de la nodriza.
La Condesa, al oirle, se estremeció; pero al mismo tiempo se hubiera dicho que la afirmaba en alguna resolución, porque se levantó y dijo estrechando las manos de la nodriza:
— Gracias, Juana. No te separes un instante de mi Enrique, ya esté despierto ó dormido, porque quizá algún día te lo quieran robar.
Estas palabras, que Lía pronunció con indecible angustia, estaban dictadas por el terror pánico que Fausta inspiraba á aquella desventurada mujer, desde el día en que indujo á su espeso á co meter el asesinato, que acabó de perturbar su razón de un modo tan espantoso.
— Seré para el niño lo que el mastín Lucifer era para mí—dijo Juana:—ya sabe Usía, señora, que nunca se separaba de mi basquiña.
Lía estrechó silenciosamente la callosa y gruesa mano de la aldeana.
Un momento después apareció un lacayo.
— La berlina de viaje esputa á la señora—dijo, — y aquí está Damián, de parte de la señora Duquesa de Peñafiel.
— Dígale usted que entre,—murmuró débilmente Lía, cuyo corazón desfallecía pensando en la ruda prueba por que iba á pasar.
Mas á la vista de Damián recobró toda su firmeza.
El anciano se inclinó respetuosamente, mostrándole con una mirada de inteligencia un gran paquete que llevaba debajo del brazo, y luego, obedeciendo á una seña de Lía, entró en la alcoba del Conde.
La Condesa se dirigió á su cuarto, y Juana quedó sola en la habitación.
La buena mujer se sentó y se puso á amamantar al niño.
—¡Pobrecito! —dijo mirándole enternecida.— ¡Dios me dé fuerzas para cuidarte todo lo que yo deseo!
— Vamos, Juana,—dijo en el umbral la voz de la Condesa, que apareció vestida con un sencillo traje de viaje.
Juana se levantó y siguió á su señora; ambas bajaron la escalera y entraron en la berlina, que partió rápidamente.
— Bien hace la señora en irse,—dijeron en coro dos ó tres criados.
— Ya lo creo—repuso el mayordomo.—Bastante paciencia ha tenido hasta aquí, sin salir un momento de casa, sin recibir i nadie, y oyendo centinuamente los quejidos de su marido que no quiere verla.
— Bien cierto es—dijo otro criado—que, aun que la señora tenga por ahí algunos amoríos, no hay por qué acusarla.
— ¿Y quién duda que los tiene?—repuso Clara, que había salido al vestíbulo al oir el ruido del carruaje.—¿Quién ignora que está en relaciones con el Conde de San Justo?
— ¡Bah, bah! Ese es pariente.
—¿Por dónde?
¿Qué sé yo? Todo lo quiere usted apurar.
¡Es que no sabe usted lo que se dice! Jamás ha sido pariente suyo el Conde de San Justo; es solamente hermano de padre de su madrastra; yo estoy segura de que la señora va á buscarle, pues se dice que está en París.
— ¿Y quién cuidará ahora esta casa?
— ¡Toma! nosotros.
— ¡Bien cuidada estará!—dijeron soltando la carcajada los dos criados que la noche antes velaban al Conde y que habían sido blanco de las iras del Doctor por lo mal que lo hacían.
— La señora Condesa madre dará alguna vuelta por aquí,—dijo Andrea en tono irónico, al asomar por la puerta del vestíbulo.
— ¡Hola! ¿Estás ahí, buena pieza?
— Vaya, ¿qué boda sin madrina?
— ¿Y crees que la vieja Condesa vendrá á vigilarnos?
— Sí que vendrá con el pretexto de ver al señor Conde, su hijo.
— Y como el señor Conde no quiere verla, no le abriremos la puerta.
— ¡Eso es! ¡eso es! ¡no se la dejará entrar!—dijeron en coro todos los criados.
— ¿Y si viniera ese condenado médico que tanto nos regaña?
— Tampoco entrará.
— Es claro: el señor ya no necesita por ahora médico.
— Ni medicinas.
— Ni visitas.
— Y puesto que su mujer se llama andana, nosotros también nos llamaremos.
— Y nos divertiremos sin trabajar—dijo el mayordomo.—Aún tengo yo algunas sumas, de las cuales la señora ni aun se acuerda.
— ¡Bravo!
— Y la casa está llena de toda clase de víveres para más de un año.
— Cuando se nos acaben, si el señor no ha reventado todavía, empeñaremos la plata.
— ¡Claro está! Con algo hemos de comer.
— Pues hoy, por lo pronto, tendremos una buena cena.
— Sí, sí: una buena cena; pero no en casa: los gritos del señor nos quitarían el apetito.
— ¿Pues en dónde?
— En la fonda del Príncipe.
— ¡Bien pensado!
— ¡Viva la broma! Ya era razón de que nos alegráramos un poco, después de pasar tanto tiempo encerrados como cartujos.
En aquel momento se oyó abrir una puerta á espaldas del alegre grupo que formaban los criados, y la austera figura de Damián apareció en ella.
— Me alegro mucho de veros alegres—dijo con una benévola sonrisa:—he oído vuestro proyecto, y os podéis ir á cenar, que yo cuidaré del señor Conde.
Los criados se miraron contrariados.
— Nada temáis de mí —continuó el anciano, siempre con su bondadosa sonrisa:—estoy encargado por la señora Condesa de cuidar á su esposo en tanto que ella se halla ausente; pero no me mezclaré en nada de lo que hagáis: me daréis mi chocolate á las ocho de la mañana, mi almuerzo á las doce y mi comida á las seis; es decir, me la pondréis en el comedor, y yo saldré á dar buena cuenta de ella; en cuanto á los fondos que tengáis, empleadlos como mejor os parezca: gastad los alegremente; sólo os advierto que tengo un inventario de todo lo que hay en la casa, y que no sufriré que enajenéis ni la cosa más pequeña.
Damián, dichas estas palabras, desapareció de la vista de los criados, que, ante aquel juez inesperado, habían quedado cabizbajos y descontentos; pero, recobrándose muy pronto, se miraron unos á otros, encogiéndose de hombros, y se echaron á reir.
— Vamos á cenar, — dijo la traviesa Clara.
— ¡Vamos, vamos!—respondieron en coro los demás.
Y todos se precipitaron por la escalera cantando y gritando………………………… ……………………………………………… ………………………………………………
Dos horas después, Lía, acompañada de un criado de la Duquesa, volvía á su palacio.
Damián la esperaba con la puerta abierta, y la condujo, por las habitaciones interiores, hasta un estrecho aposento situado detrás del lecho del Conde, y cuya puerta estaba oculta por las cortinas del mismo lecho.
Al llegar Lía á la alcoba del Conde, éste dormitaba, barbotando roncamente el nombre de Fausta.
Lía se arrodilló en el umbral del reducido cuarto que iba á habitar.
— ¡Dios mío!—exclamó en voz baja,— ¡haced que salga de entre estas paredes, feliz ó muerta!
ACLARACIONES
Forzoso me es ya conducir á mis lectores ante algunos personajes de esta historia á quienes deben tener casi olvidados.
Pero antes es preciso que vayamos en busca del Doctor Martín que va á visitarlos, y nadie mejor que él nos puede llevar á su presencia.
Ya hemos visto cuán airado salió de casa de la Condesa, cuando ésta se negó á dar su permiso para que fuese á buscar á la Duquesa de Valleumbrío.
Cuando llegó á la calle, su enojo duraba todavía; mas el frío de la noche refrescó su cerebro yse calmó algún tanto.
Tomó su coche y se sentó en los almohadones, profundamente abstraído en una grave meditación.
— ¿A dónde vamos, mi amo?—preguntó el cochero, que no había recibido orden alguna.
— ¿Querrás callarte, animal? — respondió el Doctor muy contrariado con aquella pregunta á la cual no encontraba respuesta, pues aún se hallaba meditando.
El cochero tomó el partido que acostumbraba en semejantes ocasiones: se envolvió bien en su capa, y á pesar del frío, que arreciaba bastante, se durmió.
Un cuarto de hora después, el Doctor dió algunos golpes en los cristales del coche.
— Al palacio de Valle-umbrío,—dijo con voz breve, en tanto que el cochero, conociendo el carácter violento de su amo, se apresuraba á tomar las bridas y á hacer andar á los caballos.
Pocos instantes después, el coche se detenía á la puerta del magnífico palacio de Fausta.
Este estaba iluminado, y se veían numerosos criados vestidos de gran librea y vagando desde el patio hasta el vestíbulo.
La hermosa Duquesa recibía aquella noche de confianza.
Sin embargo, y aunque cada quince días había resuelto dar un espléndido baile, aquellas reuniones tenían también un carácter de gran suntuosidad y de extraña magnificencia.
Fausta, libre ya de su esposo y enteramente dueña de sí misma, había conseguido atraer á sus redes al Conde de San Justo.
Dos meses hacía que la casualidad les había reunido en una misma diligencia en el camino de Bath á Londres, á donde ambos habían ido con el objeto de pasar algún tiempo.
Héctor había salido de Madrid, cansado de luchar con un amor sin esperanza.
Fausta, devorada de tristeza y de remordimientos, dominada por una fiebre extraña que la abrasaba desde la noche en que vió por vez primera al Conde de San Justo, ansiaba sensaciones y movimiento, y resolvió visitar la capital de la soberbia Albión.
Héctor había pasado los primeros días que permaneció en Londres, contemplando los magníficos castillos que se elevan á su alrededor, estudiando sus autores favoritos, ó escribiendo largas cartas á su hermana la Princesa Gustava, que le profesaba un cariño enteramente maternal.
Todo corazón tiene una historia de recuerdos y de impresiones.
¿Quién no ha despertado alguna pasión?
¿Quién no ha visto agitarse en torno suyo, algún sér adicto é impresionable?
Hay en las personas dotadas de un gran sentimiento, algo de eléctrico, que se comunica á las naturalezas que le rodean, á no ser que todas estas naturalezas sean completamente groseras y materiales.
En los organismos privilegiados y exquisitos, la sensibilidad constituye su esencia: el alma chispea en todas las facciones de esos seres, en sus ojos, en las inflexiones de su voz; y hay en ellos tal poder de amar, que si existe alguno que se les parezca, el magnetismo se comunica y engendra pasiones que sólo se acaban con la vida.
Mas ¡ay! los que las aspiran no siempre participan de ellas; el sentimiento que han despertado es independiente de su voluntad, y no padecen las terribles convulsiones de los que tienen la desgracia de amarles.
En el reducido número de esos seres tan fatalmente dotados, estaba Héctor, y su naturaleza noblemente apasionada, fué á chocar con la naturaleza ferozmente helada de Fausta.
El Conde de San Justo tenía, entre sus recuerdos de España, uno más vivo y más reciente que los otros.
Durante el mes que había precedido á su salida de Madrid para Inglaterra, desesperanzado ya de ver á Lía que se había encerrado en su casa con su marido, loco hasta el frenesí desde la noche del asesinato de Mauricio; durante aquel mes había visto muchas veces, al ir á contemplar los balcones de Lía, á una mujer pegada á la pared del muro, y en el ángulo de la calle del Carmen, que daba frente á su casa.
Aquella mujer era de alta estatura y formas esbeltas y majestuosas.
Su traje era constantemente negro, y se doblaba en grandes pliegues sobre el pavimento.
Siempre iba envuelta en una mantilla de seda, cuyo velo, de encaje muy tupido, ocultaba del modo más escrupuloso sus facciones.
Algunas veces que había salido á pie, aquella mujer le había seguido, con gran asombro suyo.
Una noche que volvía á su casa muy tarde, después de haber pasado algunas horas enfrente del palacio de Lía, la enlutada figura se le acercó al poner la mano en el aldabón.
— ¿Qué quiere usted, señora?—preguntó Héctor con voz dulce.
La desconocida no contestó al pronto; llevó el pañuelo á los ojos, y á través de su velo se la vió enjugar las lágrimas.
El Conde en pie, delante de ella, permaneció inmóvil y silencioso, esperando la solución de aquel enigma.
— ¿Quiere usted concederme el favor de que estreche su mano, señor Conde?—preguntó al fin la desconocida con voz lenta y trémula.
Héctor no respondió, pero alargó su mano en silencio.
La desconocida la tomó, estrechóla apasionadamente contra su pecho, y dejó en ella un beso y una lágrima.
Después huyó precipitadamente.
Desde aquella noche, las reflexiones del Conde de San Justo se hicieron menos sombrías.
Cuando volvía de su contemplación enfrente de los balcones de la Condesa de Fuenmayor, y cuando, cansado de meditar en su pasión sin esperanza, quería volver á otra parte su pensamiento, sus ojos se fijaban en su mano, buscando aún en ella la huella abrasadora de aquel beso y de aquella lágrima, dados y recibidos en la obscuridad.
A pesar de su nobleza, de su respeto hacia las mujeres, Héctor no podía dudar de que aquella desconocida le amaba.
Aquella lágrima y aquel beso habían sido demasiado elocuentes.