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La novela comienza con la discusión de Andrés y Gertrudis, matrimonio infeliz de mediana edad, por el lugar en el que deben vivir y educarse de sus hijas. Presencia la escena Luisa, la bondadosa hermana de Andrés. El sol de invierno se desplaza por las vivencias de esa atribulada familia a través de algunas décadas. La novela fue adaptada para teatro por el que entonces era su esposo, José Marco y Sanchís, con gran éxito. Nada sorprendente, considerando que Sinués fue muy probablemente la autora que más libros vendió en España hasta su muerte y unos años después.
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Seitenzahl: 433
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
El sol de invierno
Copyright © 1863, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882094
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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MUNDETA.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Qué hace el ave de paso?
Se lanza al mundo, y busca con inquietud el sitio en donde poder construir una vivienda; no tiene reposo hasta encontrar una habitacion, un pequeño mundo, en donde pueda obrar, segun su especie, con calma y libertad.
Cuando ha encontrado la ribera ó el árbol sobre que quiere reposar, reune hojas y hierbecillas, y se despoja de sus mismas plumas para formar un nido: despues se tranquiliza, ve el mundo desde allí, y canta hasta la próxima emigracion.
Federica Bremer.
ESCENA CONYUGAL.
Era una templada noche de primavera, cuando en una suntuosa casa, situada en la calle de las Infantas de Madrid, se hallaban tres personas, al parecer en un estado de mal humor y de disgusto, que se retrataba de un modo muy claro y enérgico en sus respectivos semblantes.
Eran dos señoras y un caballero.
La una de ellas tendria de treinta á treinta y un años de edad, y era bellísima, si bien algo fria en la expresion de su semblante: largos cabellos rubios y sedosos patentizaban la poca firmeza de su carácter, y quizá tambien la impasibilidad de su temperamento: su tez era blanca, suave y aterciopelada: sus ojos azules, de un matiz claro y bastante faltos de expresion, pero rasgados y de dulce mirar: su nariz, perfecta: su frente, pequeña, y su boca, muy bonita.
Vestia, sin ninguna coquetería ni gracia, un elegante traje, hecho, á no dudar, por una de las mejores modistas de Madrid; mas colocado en aquel cuerpo, largo, delgado, caido y echado hácia adelante, no podia ostentar la perfeccion de su córte.
Era un vestido de seda, de lunarcitos en relieve, color de lila subido y adornado con exquisita gracia por algunos lazos de encaje y terciopelo negro.
Su cuello y vuelos, de encaje blanco, no podian haber costado ménos de seiscientos reales, segun su espumosa y aérea finura: un reloj, guarnecido de brillantes, se suspendia de una cadena de oro muy fina, que rodeaba su cuello y se cerraba por medio de un broche de esmeraldas y brillantes.
Aquella riqueza era elegante y hubiera embellecido á otra mujer cualquiera; pero la que presento á mis lectores deslucia todo cuanto llevaba puesto con su aire indolente y con una inexplicable dejadez, que no bastaba á animar ni áun el estado de enojo á que, al parecer, se hallaba sometida en aquel momento.
La otra señora tendría poco más ó ménos la misma edad: era mucho ménos bella: pero todo lo que habia de frialdad en su compañera, era en ella expresion, vida y sensibilidad.
Hermosos cabellos negros guarnecian su frente: sus ojos, grandes y negros tambien, eran tristes: una palidez ligera, de esa que nace de las penas del alma, vestia sus facciones, no muy correctas, pero sí llenas de gracia y armonía: en suma, aquella mujer era simpática, lo que, á mi juicio, vale mucho más que ser bella.
Su traje era muy modesto: un vestido de lana bien cortado, de fondo verde oscuro, con ramitos sueltos de seda carmesí; un cuello liso, y debajo de él una corbata de raso carmesí, completaban su atavío: sobre sus cabellos, peinados en trenzas, con un gusto á la par sencillo y distinguido, llevaba una toquilla de tul blanco prendida con un lazo de terciopelo.
Aquella señora no parecia enojada; pero en su rostro se pintaba la tristeza con rasgos expresivos: tenía los ojos arrasados de lágrimas, y ora miraba á la dama, ora al caballero, que era, á la sazon, el más dominado por una cólera violenta.
Éste contaba alguna más edad que las dos señoras, y se adivinaba que rayaba en los cuarenta años: su semejanza con la segunda de las dos damas que he descrito, decia claramente que eran hermanos: era, como ella, alto, esbelto, moreno, de grandes ojos aterciopelados, de fisonomía bella, inteligente y expresiva: vestia can elegancia un traje cortado con gran maestría y perfeccion.
Este hombre se paseaba por la estancia á pasos largos y desiguales: áun cubria el pavimento una gruesa alfombra afelpada, y en la chimenea de mármol blanco, pequeña y elegante, ardia lentamente un fuego muy escaso.
El mueblaje de aquella habitacion—que era sin duda una sala de confianza—no podia ser más suntuoso; pero el observador ménos perspicaz hubiera comprendido que estaba en extremo descuidado su aseo, y que no se habia movido, ni áun para limpiarle, del sitio en que le habia colocado el tapicero al adornar la casa.
A cada lado de la chimenea habia un pequeño canapé de tapicería de los llamados hoy caseuses, guarnecido de flecos y borlas de seda verde, que era el color del fondo de la alfombra.
Un reloj de bronce de dibujo antiguo y dos candelabros de igual gusto, ocupaban, bajo un espejo ovalado, el mármol de la chimenea.
Cubrian las paredes vestidas de un papel verde aterciopelado con ligeros arabescos de oro, algunos cuadros de gran mérito, encerrados en marcos dorados muy sencillos. Algunos sillones de diferentes tamaños, forrados de terciopelo verde, ocupaban todos los huecos de la estancia, en medio de la cual y delante de la chimenea, se veia un elegante velador de palo de rosa, que contenia libros y algunos álbums de mucho valor.
El caballero dió dos ó tres paseos por la estancia, se detuvo delante de la jóven rubia, y exclamó:
— Te digo que se hará mi voluntad.
Aquélla no dió muestras de haber oido estas palabras.
— Señora, yo hablo para que se me escuche, ¿lo oye usted? exclamó exasperado el que paseaba y elevando más el diapason de su voz.
— ¡Si le estoy á V. escuchando! respondió lánguidamente la rubia beldad, sin cambiar de posicion ni levantar sus ojos de los dibujos de la alfombra.
— ¡Oh, pero esto es irritante, esto es insoportable! ¡esta mujer es ó aparenta ser un autómata!
Y aquel hombre, de cuyos ojos brotaban chipas, volvió á pasearse por la estancia.
— ¡Hermano mio, por Dios, ten un poco de calma! exclamó levantándose la dama de los cabellos negros y acercándose suplicante al que paseaba. Gertrúdis hará al fin lo que tú deseas... ¿por qué irritarte así? ¿no sabes que esos arrebatos alteran tu salud, mi querido Andres?
Aquella dulce voz, aquel acento persuasivo, pareció calmar la cólera del caballero, quien detuvo su furioso paseo, pasó la mano por su frente y se dejó caer en un sillon con aspecto, si bien más pacífico, abatido y triste.
— Tienes razon, Luisa; respondió á su hermana: soy un loco en irritarme de esta suerte... porque nada consigo más que matarme.
En efecto: de la elevada frente de aquel hombre brotaban esas menudas gotas de sudor que la angustia del alma produce, y que tan alto dicen cuánto padece aquel en cuyas sienes brotan: su respiracion era anhelosa, y sus facciones todas se habian alterado profundamente.
Empero aquella á quien habian llamado Gertrúdis, ni se alteró ante unas muestras tan elocuentes de sufrimiento, ni siquiera alzó sus ojos para mirarlo, continuando impasible y fria en su indolente actitud.
— Tienes cuatro hijos, hermano; continuó Luisa con acento persuasivo y penetrante: cuatro ángeles, por los que debes mirar, por los que debes vivir: por otra parte, tu esposa no se ha negado á tus deseos, en lo que concierne á la educacion de las niñas, y acabará por ceder, porque es razonable.
— ¡Razonable! repitió amargamente Andres: luégo, dominándose con un violento esfuerzo, se acercó á la hermosa é impasible mujer que estaba sentada á dos pasos de él, y le tomó una mano con afectuosa ternura.
— Vamos, Gertrúdis, le dijo: soy un niño en encolerizarme: tú serás razonable, como dice Luisa, y me dejarás obrar como buen padre, ¿no es verdad?
— Si crees que es obrar como buen padre arrebatarme todos mis hijos, no por cierto: repuso Gertrúdis sin dejar su tono dulce y lento y alzando sus ojos azules hasta el semblante de su marido.
— Pero es sólo por un poco de tiempo... por un tiempo dado, tal vez; observó el esposo: ademas, yo no quiero separarte de las niñas, no las quiero sacar de Madrid... las pondrémos en las Salesas Reales, y las verás siempre que lo desees.
— ¡Pero si á mí lo que ménos me importa es verlas ó no! respondió suavemente Gertrúdis; en sabiendo yo que están buenas, me basta.
— Pues entónces, ¿á qué esa oposicion á que las aleje de tu lado?
— Porque eso de educar á las niñas en un convento es una cosa ordinaria, una cosa ridícula: yo deseo.... quiero que mis hijas tengan aya.
Andres se hizo hácia atras al oir esta salida inesperada, y este movimiento imprimió á su silla otro inevitable, que la retiró algunos pasos: luégo, como si estuviera seguro de que era inútil toda discusion con su mujer, le dijo con voz reposada y grave:
— Gertrúdis, ya sabes que no somos ricos, y que mi posicion de agente de bolsa no produce hasta el extremo de igualarnos con la más encumbrada nobleza: así, en vez de la educacion maternal que tú no quieres ni puedes dar á tus hijas, es fuerza que pensemos en darles otra modesta, saludable, sólida, moral y religiosa: esto podemos lograrlo poniéndolas en las Salesas.
— Hazlo, si así lo quieres, repuso Gertrúdis; pero jamas obtendrás mi consentimiento para ello.
— ¡Oh, qué mujer! exclamó Andres, hiriendo el pavimento con su pié y volviendo á pasearse con ira por la estancia.
— ¡Dios mio! exclamó Gertrúdis llevando á los ojos su pañuelo: ¡No le bastaba haberme quitado á mis dos hijos! ¡ahora quiere quitarme tambien á las niñas!.... y tan pequeñas... léjos de su madre... ¡qué crueldad!
Al oir semejantes palabras, pronunciadas con voz entrecortada por los sollozos, el irritado esposo se detuvo enfrente de su mujer, y exclamó:
— ¡Gertrúdis... por favor!... ¡Serénate!... ¡Ya sabes que no puedo sufrir el verte llorar!
— ¡Yo creo, por el contrario, que el desconsolarme te alegra!... murmuró ella sin dejar de sollozar. ¡Ay! ¡Si así seguimos, pronto te dejaré en paz y harás lo que te acomode de tus hijas!
— ¿Qué es lo que dices?
— Digo que muy pronto me librará la muerte de tus crueldades.
— ¡Gertrúdis! gritó Andres con voz terrible.
— ¡Qué horror! ¡Por no gastar un poco de dinero, quitarme mis hijas! ¡Madre de cuatro, y arrebatármelos á todos!
— ¡Gertrúdis, tú quieres que esta noche me pegue un tiro! gritó el desgraciado con voz temblorosa y ahogada.
El silencio siguió á estas palabras: Gertrúdis, amedrentada, ó aparentando estarlo, no volvió á replicar: en cambio redobló su llanto y sus gemidos.
Su cuñada se acercó á ella, le tomó una mano y le dijo por lo bajo algunas palabras dulces, á las que ella sólo contestó con sollozos.
Viendo la inutilidad de sus esfuerzos, se acercó á su hermano y le dijo con acento suplicante:
—¡Cede tú!
— ¡Eso es! exclamó Andres: ¡cederé yo como siempre! Ya se sabe mi flaco: ya se sabe que el llanto me obliga á los gastos más locos, á las más culpables condescendencias! ¡Que llorando se me arruina, y se arruina el porvenir de esos hijos tan amados, al parecer!
— ¡No, no, hermano mio! murmuró Luisa: el que cede es siempre el más noble, el más generoso, créelo. Dios quiere que á cualquier precio que se pueda, sin crímen, se conserve la paz conyugal.
— ¿Es esta la cuenta que te echas tú siempre al ser en todo y por todo la víctima de tu marido?
— Sí, ésa es.
— ¿Y eres feliz?
— No: pero sería más desdichada si no cumpliese con mi deber.
— Cederé por esta vez por tí, repuso Andres, quien fatigado de esta escena, queria terminarla á toda costa; y acercándose á su mujer, le tomó las manos y se las separó del semblante.
El pañuelo con que Gertrúdis se cubria el rostro, cayó sobre su falda y se vieron sus ojos que, en efecto, se hallaban llorosos y enrojecidos: sin embargo, aquello no habia sido una explosion de dolor, ni ménos una pena profunda: era un llanto manejado con toda la maestría de la mujer diestra, hipócrita, helada.
— Vamos, Gertrúdis, explícame lo que deseas y no seas niña, dijo el noble Andres, sin reparar en aquella monstruosa tenacidad: ¿qué quieres? ¿que no vayan las niñas al colegio? No irán.
— ¡Quiero un aya! respondió Gertrúdis con una voz casi serena, y con una impasibilidad irritante.
Andres la contempló con ira durante dos segundos, y como dudando de lo que debia responder: su brazo se levantó, por un movimiento independiente de su voluntad, sobre la cabeza de su mujer; pero volvió á caer inerte á lo largo de su cuerpo.
Luégo se apartó de Gertrúdis, separando de ella sus ojos, como si su vista le incomodase, y mumuró:
— Tendrás aya.
Y salió del aposento sin mirar á su hermana, y presa de un violento enojo.
NIEVE Y FUEGO.
— ¡Válgame Dios, y qué enojado se marcha Andres! exclamó Luisa tristemente luégo que su hermano hubo salido.
Gertrúdis no contestó: hallábase ya de pié ante el espejo de la chimenea, alisando sus hermosos cabellos con la palma de su blanca y delicada mano.
Reinó el silencio algunos instantes; pero ella fué la primera que le rompió, diciendo á su cuñada, que la miraba con una tristeza mezclada de enojo:
—¡Ese hombre me mata! ¡Ya ves qué encarnados me ha hecho poner los ojos!... ¡Y esta noche que tengo que ir al baile de la Baronesa!...
Separóse del espejo dichas estas palabras y fué á tirar del cordon de la campanilla.
—¡Qué! ¿Vas á un baile esta noche? preguntó Luisa llena de admiracion.
— ¿Por qué no?
— Despues de la escena que has tenido con tu marido, ¿puedes pensar en eso?
— Esas escenas, respondió Gertrúdis, las provoca él á cada instante para hacer alardes de autoridad; pero no temas: no le alteran ni la gana de comer ni la de dormir.
— Te equivocas, Gertrúdis, respondió Luisa con tristeza; tu marido está enfermo, quizá mucho más de lo que tú piensas: el enojo le mata: yo he visto sus ojos inyectados de sangre, sus mejillas lívidas, sus labios convulsos... Por Dios, Gertrúdis, por tí misma, por tus hijos, no irrites á Andres... que está enfermo.
Al hablar así, las mejillas de aquella mujer se colorearon á causa del fervor de su ruego: sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos estaban cruzadas en actitud suplicante.
La llegada de una doncella que habia acudido al sonido de la campanilla, le hizo dominar su emocion y guardar silencio.
Gertrúdis no habia perdido nada de su impasibilidad; parecia que no habia escuchado las palabras de su cuñada, porque, dirigiéndose á la doncella, le dijo con voz clara, serena é indolente:
— ¿Está preparado mi traje?
— Si, señora, respondió la camarera.
— ¿Han traido el aderezo?
— Acaba de llegar.
— Traélo para que lo vea mi hermana. ¡Ah! y de paso trae la palanganita de plata con un poco de agua clara y una toalla de batista.
La sirvienta salió y Gertrúdis dijo volviéndose hacia Luisa:
— ¡Verás qué aderezo tan divino! Es cosa muy nueva en su forma... todo de lazos.
— Pero ese aderezo, murmuró Luisa, ¿para quién es?
— ¡Oh, llamará mucho la atencion en el baile, estoy segura de ello! Lo he pagado muy caro, pero no habrá otro igual.
— ¿Persistes en ir á un baile?
— Sí. ¿No te lo he dicho ya? Voy al que da la Baronesa del Valle.
— ¿Y lo sabe Andres?
— No se lo he dicho; ¿para qué? él no habia de acompañarme.
— Pues ¿con quién vas?
— Con la Marquesa de Castro.
— ¿Pero no sabes cuánto se murmura de esa mujer?
— ¿Y qué importa eso? ¡Se murmura en el mundo tan sin razon!
Y diciendo esto con una serenidad admirable, Gertrúdis tomó de la mano de su doncella, que habia vuelto á entrar, una pequeña palangana de plata y una toalla de espumosa batista; humedeció en el agua una punta de esta última y lavó con mucho mimo y delicadeza sus ojos azules, algo enrojecidos por sus pasadas lágrimas.
Miéntras tanto que se ocupaba en esto, no dejaba de lamentarse, hablando con su cuñada, y sin pensar en que se hallaba presente una de sus sirvientas.
— ¡Ah, Dios mio! exclamaba pasando suavemente el paño humedecido por sus ojos: ¡este hombre ha de matarme á pesadumbres! ¡Nadie tiene lástima de mí! ¡Me agobian todos los cuidados, todas las penalidades de la casa! ¡Qué fea voy á estar esta noche con los ojos tan encendidos! ¡Pero la culpa es mia! ¡Si yo no me tomase penas por nadie! ¡Oh, algo más dichosa sería! ¡No se resentirian tanto mis nervios, ni tendria estas punzadas tan terribles en el corazon!
Gertrúdis acabó de lavarse los ojos entre estas quejas, que ella exhalaba con acento indolente: luégo devolvió la toalla y la palangana á la camarera, y tomó de sus manos un gran estuche de terciopelo violeta, que abrió acercándolo á los ojos de Luisa.
— ¿Qué te parece? le preguntó con displicencia.
— ¡Magnífico! respondió Luisa con sincera admiracion!
En efecto, no podia imaginarse una cosa de un gusto más exquisito.
Era un aderezo que constaba de collar, pendientes, brazaletes y alfiler, todo formado de lazos de perlas, con abrazaderas de diamantes, que brillaban como gotas de rocío en el centro de una blanca flor.
— ¡Oh! lo he pagado muy bien; pero lo vale, ¿verdad? preguntó Gertrúdis con más animacion de la que hubiera podido esperarse de ella: este adorno, con un traje de crespon azul de China, recogido tambien con lazos de perlas, será delicioso.
— ¡Pero esto ha debido costarte una suma enorme! murmuró asombrada Luisa.
— Véte, Juana, dijo Gertrúdis á la camarera; véte y prepara en mi tocador todo lo necesario para vestirme; enciende perfumes y vé estendiendo la ropa, pues ya sabes que quiero todas las prendas del traje fuertemente aromadas.
La doncella se inclinó y salió para cumplir las órdenes de su señora.
Ésta se dirigió á Luisa.
— A decir verdad, querida mia, le dijo, todavía no sé lo que me cuestan el traje y el aderezo.
— ¡Cómo! ¿no los has pagado?
— No; no tenía dinero para tanto: cuando traigan la cuenta la pagará Andrés.
— Pero ¿y si él tampoco está en fondos?
— ¿Y qué tengo yo que ver con eso? los hombres se casan para mantener y vestir á su esposa y á sus hijos.
— No hay duda; ¡pero tan enormes gastos!
— De soltera llevaba yo mucho más lujo que ahora: ya lo sabes, Luisa, pues éramos amigas: ya sabes que mi padre no hallaba nada que fuera demasiado bueno para mí.
— Yo no te niego eso.
— ¡Y cómo podrias hacerlo, si era proverbial la pasion por su hija del general Santa Fe; si no ha habido en Madrid jóven más mimada, más querida, más adorada que yo! ¡Sólo ahora, ¡ay! sólo ahora es cuando soy desgraciada!
Gertrúdis colocó con mucho cuidado el estuche de las perlas sobre la chimenea, y despues se dejó caer en un sillon dando profundos y dolorosos suspiros.
Luisa quedó meditabunda durante algunos instantes: parecia como que luchaba con algun deber penoso y que, sin embargo, estaba resuelta á cumplir.
Por fin, se acercó á su cuñada, le tomó una mano y le dijo con dulce gravedad:
— Gertrúdis, mi deber es hacerte una advertencia séria y triste á la par...
— ¡Ah, Dios mio! exclamó la jóven: ¿vas á entristecerme de nuevo? en ese caso, cállate, querida Luisa; bastante contristada estoy.
— Si lo estás, al ménos por ahora, es sin gran motivo; pero despues de oir lo que voy á decirte, lo estarás, desgraciadamente con mayor fundamento.
— Habla, pues, ya que te empeñas en mortificarme, dijo Gertrúdis reclinándose en su asiento, con un ademan de triste resignacion.
— Pues bien, Gertrúdis: sabe que tu marido está hastiado de tu casa y de tu carácter.
— ¡Eso ya lo sé! ¿y bien?
— Que es fácil que busque en otra parte lo que no halla en tí.
— ¡Ah, qué crueldad! exclamó irritada Gertrúdis: ¡te has empeñado en que no vaya al baile! ¡Está visto, esto es un complot que habeis fraguado entre Andres y tú!
— ¡Dios mio! ¿así tomas lo que digo, Gertrúdis? exclamó Luisa con tristeza; cuando te hablo de la felicidad de toda tu vida, ¿piensas en el baile?
— ¿Y en qué he de pensar? ¿quieres que me deje morir?
— ¡Por Dios, Gertrúdis, no seas exagerada! repuso Luisa; amo á mi hermano con toda mi alma, y eso no puedo ni quiero negarlo; pero si esto es cierto, no lo es ménos que soy tu amiga desde la niñez, y que tu felicidad me es tan cara como la suya; no es ménos cierto que ama á tus hijos á la par del mio, y que me duele ver que perdeis la paz sólo por tu culpa.
Sin duda que Gertrúdis iba á contestar con su acritud acostumbrada, ó con una serie interminable de lamentaciones; pero la puerta se abrió, y dos preciosas niñas entraron, desprendiéndose de las manos de la niñera que las habia conducido.
MARÍA Y ELVIRA.
Eran dos criaturas encantadoras.
La mayor contaría unos seis años, y se parecia á su madre en el color de sus cabellos y en el de sus ojos.
Se llamaba María.
Sin embargo, á pesar de presentar el mismo tipo de hermosura que su madre, un observador inteligente hubiera hallado gran diferencia entre los dos semblantes, ademas de la que imprime la diferencia de edad.
Los cabellos de María eran de un rubio más oscuro y ménos vaporoso que los de su madre: sus ojos, de un azul más intenso y más subido, tenian una expresion muy diferente; los de Gertrúdis nada decian: en los de su hija habia un mundo de pensamientos y de sensibilidad.
Las facciones de María no ostentaban tampoco la helada regularidad que se hallaba en las de su madre; eran más gruesas las de la niña, ménos armoniosas, pero más espirituales.
Llevaba un traje, ya bastante usado, de seda azul con cuadritos blancos: por debajo de sus enaguas bordadas salian sus piés muy pequeños, y calzados con unas botitas de saten inglés.
La otra niña contaba dos años ménos: era pequeña, nerviosa y muy bella.
Elvira, que éste era su nombre, no se parecia en nada á su hermana, ni á su madre; pero era un retrato de Andres, excepto en el cútis, que lo tenía blanco como las azucenas; sus ojos eran grandes, negros, rasgados, demirada vivaz y elocuente: nada podia darse de más encantador que aquella carita blanca y rosada, sobre la cual proyectaban una oscura sombra largas y dobles pestañas negras.
Sus cabellos, que, como su hermana, llevaba cortados á la altura del cuello, eran negros, brillantes y tan espesos, que sólo dejaban en medio de la frente una raya blanquísima y angosta como un hilo.
Sus labios, del color del coral más vivo, eran delgados y finos, denotando una gran firmeza de carácter y una reserva obstinada y dura: en fin, en su ancha frente y en su mirada brillante y osada, se echaba de ver una tendencia excesiva al dominio y una voluntad inquebrantable.
Vestía, con más suntuosidad que su hermana, un traje de seda, nuevo y guarnecido de encajes; su enagua estaba tambien orlada de encaje de gran precio.
María se detuvo á la puerta, tímida y como cortada. Elvira corrió hácia su madre, llena de alegría y de confianza.
— ¡Hija mia! ¡ángel de mi vida! ¡mi amor! ¡mi cielo! exclamó Gertrúdis abrazándola, y sin mirar siquiera á su hija mayor.
Esta se acercó tristemente á su tia, que la colocó sobre su falda.
— Estoy muy cansada, mamá; he paseado mucho, dijo Elvira.
— ¿Has ido á pié? preguntó su madre.
— Sí, á pié, con Pepa. María dice que no está cansada: es más fuerte que yo, ¿verdad María?
— Sí; yo no estoy cansada; respondió la niña.
— Desde mañana ó pasado, hijas mias, tendréis un aya, dijo Gertrúdis, y ya no pasearéis á pié toda la tarde: iréis en carruaje; bajaréis un rato en el Retiro, y luégo el coche os volverá á casa.
— ¡Cómo! mamá, ¿vamos á tener aya como las niñas de la Marquesa del Prado? preguntó Elvira, cuya penetracion era admirable, atendida su corta edad.
— Sí, ángel mio.
— Pues papá se oponia á eso, objetó María; nunca ha querido que tuviésemos aya ni coche.
— ¡Ya! ¡manías de tu padre! respondió Gertrúdis, á pesar de la presencia de la criada, que habia entrado con las niñas y que aguardaba allí para volver á llevárselas.
— Es que dice papá que á las niñas nos conviene el ejercicio, y correr, observó María, como si hubiera deseado corregir el yerro de su madre.
— Bastante trabajo me ha costado conseguiros esa aya, repuso Gertrúdis; pero, en fin, ya lo he logrado: mañana saldré á buscarla, y mañana dormirá ya en casa.
— ¡Y qué, mamá! ¿ya no saldrémos nunca contigo? preguntó María con tristeza.
— Nunca: ahora saldréis con el aya.
— ¿Y dormirémos con ella?
— Sí: en su mismo cuarto.
— ¿Y comer? ¿con quién comerémos?
— Con el aya.
— ¡Ay, Dios mio! pues entónces ¡más valia que no viniera! exclamó María llorando.
— ¿Qué necedad es ésa? preguntó severamente su madre. ¿A qué viene llorar de esa manera?
— ¡Lloro, mamá, porque así va á parecer que tú te has muerto! ¡Comer con el aya, pasear con el aya, dormir con el aya! ¡Sólo nos faltará que nos vistan de luto para que nos parezcamos á nuestras amiguitas Eloisa y Julia, que no tienen papá ni mamá!
— A bien que nosotras los tenemos, objetó Elvira, para que nos compren dulces y juguetes.
— Yo quisiera tenerlos para que me quisieran mucho y no separarme de ellos, aunque nunca me comprasen nada, dijo María, que no cesaba de llorar.
— ¡Dios mio! ¡qué criatura! ¡esto no se puede soportar! ¡es el retrato de su padre! ¡Cuanto hace una por su bien, otro tanto es desconocido, otro tanto es acusado! ¡Yo, yo sola soy la mártir aquí, la que sufre, la que padece por todos!
— ¿Ves? ¡ya has hecho llorar á mamá! dijo Elvira á su hermana con acritud.
— ¡Idos á acostar! exclamó Gertrúdis: ¡idos y dejadme, porque vais á matarme entre todos!
María, amedrentada con el llanto de su madre, dócil como una corderilla, bajó de las faldas de su tia, y fué á asirse de la mano de la niñera: Elvira se asió de las manos de su madre.
— Mamá, dijo; Juana me ha dicho que vas á un baile; ¡yo quiero verte vestida! ¿quieres tú que me quede?
— ¡Sí, amor mio! ¡sí, corazon mio! respondió Gertrúdis cambiando sus lágrimas imaginarias, por un acento muy natural y muy satisfecho: vén conmigo á mi tocador: tú tienes instintos é inclinaciones de persona distinguida: tú serás una dama, al paso que tu hermana será siempre tan vulgar como tu padre.
Y Gertrúdis salió sin mirar á su hija mayor, y llevando de la mano á Elvira, quien por dos veces, en el breve espacio que la separaba de la puerta, se volvió á mirar á su hermana con expresion de lástima y de ternura.
Luisa tomó entónces entre sus manos la rubia cabecita de María, que habia vuelto á su lado, como si allí hallase algun consuelo: le hizo levantar el semblante, y la miró con cariño y conmiseracion. María estaba llorando, pero suave y silenciosamente.
— No te aflijas, querida mia, le dijo su tia: ¿quieres que te lleve yo al tocador de tu mamá?
— No, respondió la niña, meciendo tristemente su linda cabecita: ¿para qué he de ir cuando ella no me llama?
— Se le habrá olvidado.
— No, no: sólo ha querido que la acompañase Elvira, y por tanto, yo me voy á acostar.
Luisa quedó pensativa y sin saber de qué modo acallar el doloroso llanto de la niña: de repente pareció ocurrirle una idea luminosa, porque su semblante, que estaba velado por una profunda expresion de tristeza, se animó con un rayo de esperanza.
— Escucha, María, dijo á su sobrina: dentro de dos dias marcho al campo: ¿quieres venirte conmigo?
— ¡Ay, tia! ¡sí, de buena gana iria! exclamó la niña, cuyas lágrimas se secaron como por encanto.
— Te vendrás, pues: irémos las dos á la casita de la Florida; ya sabes, hija mia, qué alegre y qué bonita es: allí jugarás con Alberto y estarás contenta.
— ¿Pero, y si olvido mis lecciones? Papá me reñirá.
— No las olvidarás, porque todos los dias las darás con tu primo.
— ¿Sabe Alberto bastante para ser mi maestro?
— Sí, respondió Luisa sonriéndose. Alberto te dará leccion de lectura y de doctrina: yo de coser y rezar; así léjos de olvidar nada durante el verano, volverás más adelantada de lo que te marchaste de aquí.
— ¿Y cuándo nos irémos, tia?
— Dentro de dos dias.
— ¿Y mi tio? ¿y Alberto?
— Tu tio está allí, respondió Luisa, con un suspiro. Alberto vendrá con nosotras.
La doncella de Gertrúdis, que se presentó en el umbral, cortó la conversacion de Luisa y de su sobrina.
— La señora desea que vaya V. á ver su traje, dijo á Luisa.
— Voy al instante, contestó ésta, poniendo de pié en el suelo á María, y saliendo de la estancia.
— ¡Vamos! ¡qué bien habrá estado la muñeca en brazos, como un niño mamon! dijo Juana, mirando con enojo á María: ¿no le da á V. vergüenza, con seis años á cuestas?
María irguió su pequeña estatura, con una soberanía admirable, y dijo á la camarera de su madre, con supremo desden:
— Llama á Pepa para que me acueste.
— ¡Llámela V.! respondió Juana con insolencia: ¡vaya con el modo de mandar de la chiquilla!
María guardó un despreciativo silencio; probó á coger el cordon de seda de la campanilla, pero su pequeña estatura no le permitia alcanzar á tanto; convencida ella de esto mismo, se subió á una silla, y ya le fué posible llamar, haciéndolo sin cólera y sin arrebato.
Un instante despues apareció la niñera que habia llevado á las niñas á paseo, y que era la encargada de cuidarlas.
Era fea, pero en su gruesa y bonachona fisonomía estaban escritas la paciencia y la bondad.
— Vamos á acostarme, Pepa; dijo María con mansedumbre.
— Vamos, repuso la criada, tomándola de la mano.
— ¡Jesus! exclamó Juana: ¡no sé cómo tienes esa cachaza! ¡por lo mismo que ella quiere acostarse, la habia yo de tener en pié hasta las once!
— ¿Y por qué, mujer? exclamó Pepa admirada.
— ¡Me encocoran los chiquillos, y ésa sobre todo!
— ¡Pobrecita! yo la quiero como á las niñas de mis ojos! es verdad que aquí sólo la queremos su padre y yo.
— Pues yo no la puedo sufrir; ¡si fuera su hermana!
¡ésa sí que tiene la sal del mundo! ¡Qué desparpajo para mandar! ¡Qué aire tan señor, y sobre todo, qué hermosura!
— Juana, dijo Pepa, que era una montañesa honrada, sesuda, y de talle redondo, como se suele llamar á las que visten la basquiña corta y el jubon de manga ajustada. Yo creo que la niña Elvira con su sal, su desparpajo y su hermosura, ha de dar más guerra toda su vida que Napoleon.
— ¿A quién?
— ¿A quién? ahora, á sus padres y á nosotros; luégo, á sus novios; despues, á su marido, á su hermana, á cuantos vivan á su lado: tiene un geniecito, ¡que ya, ya! ¡Hay ratos que no se puede aguantar ella misma, y rabia y patea! ¡Eso lo he visto yo!
— ¡Bah, pero es tan linda! ¡Con aquellos ojazos negros! ¡y no esta rubia con ojos de gato!
— ¡Ojos de cielo, diré yo!
Y Pepa, al pronunciar estas palabras, tomó en sus brazos á María, y empezó á hacerla bailar en ellos, cantando con su gruesa voz de contralto:
Ojos pardos y negros
son los comunes:
¡los que me cautivaron
fueron azules!
— ¿Y ese pelo amarillo que tiene? objetó Juana, que realmente no podia sufrir á la pobre María.
— ¿Amarillo el pelo de mi niña? ¡Vamos, no digas disparates, Juana! exclamó Pepa, que ya se iba amoszando: di que rabias de envidia, porque el señor me agradece los cuidados y el afan que tengo por esta niña, á quien nadie quiere: ¡sí, no te pongas fosca! demasiado sé yo que rabias, cuando oyes al señor que me dice: — Pepa, eres una buena muchacha, y no saldrás de mi casa hasta que sea para casarte bien; entónces, María te regalará 2.000 reales para el mueblaje.— ¡Bah, bah! ¡si eso lo conoce un tonto!
Y Pepa, para no dar lugar á que Juana contestase, se encaminó á la puerta con María en los brazos dando saltos, y cantanto á la niña:
Esos cabellitos rubios
que se rizan en tu frente,
parecen campanas de oro
que van llamando á la gente.
Al mismo tiempo de acabar la cancion, desapareció tras de la portière de terciopelo.
Juana, roja de ira, empezó á arreglar los muebles de la estancia con muy mal modo.
HIMNO DE LA INFANCIA Y DE LAS FLORES.
Siete dias despues era domingo y las ocho de la mañana, cuando una escena llena de belleza y de poesía tenía lugar muy cerca de Madrid.
De Madrid, cuyo suelo es tan injustamente calumniado y acusado de estéril, arenoso é infecundo, y al cual sólo faltaba agua, que ya la tiene, brazos bastantes, que no tendrá nunca, y una voluntad decidida que haga brotar de él las flores y los frutos.
Como á unos doscientos pasos de la ermita de San Antonio de la Florida, á la orilla de un sendero que se abria paso en medio del verdor de los campos como una cinta de plata, y rodeada de plantíos de verduras, y de arbolillos enanos, se levantaba, en la época de nuestra historia, una casa demasiado pequeña y modesta para llamarla palacio ó quinta, demasiado espaciosa y cómoda para que no pudiera aspirar á cualquiera de estos dos dictados.
Sus propietarios la llamaban de distinto modo: eran una simpática y bella mujer, á la que ya conocemos con el nombre de Luisa, y su marido Isidoro de Alvareda, calavera, á los cuarenta y cuatro años, mucho más que un jóven de veinte.
Luisa llamaba á su casa, que era bella y alegre, la florida, por estar en el sitio que lleva este nombre, ó el retiro. Isidoro la llamaba el caseron, el desierto ó la Tebaida, pues la echaba de gracioso y entendido, y muchas veces lo era en efecto.
Habia otros dos seres en la casa, pequeños, graciosos, adorables, que la llamaban el Paraíso; y no les faltaba razon, pues merecia este nombre, al ménos en tanto que fuera habitada por dos ángeles como ellos.
Estos ángeles se llamaban María y Alberto.
Á María ya la hemos visto en casa de sus padres; pero no sería posible reconocerla ahora, tal y tan grande era la expresion de dicha, de contento, de plácida felicidad, que brillaba en sus facciones delicadas y suaves.
Eran las seis de una tarde de Abril: la puerta de la casa, que era de encina esculpida y muy grande, daba paso á un patio que se habia convertido en un jardin, bajo la activa direccion de Luisa y la laboriosidad de su jardinero.
Estaba cubierto de arena fina y dorada, y en el centro una fuente de pórfido, que representaba á Flora derramando flores de entre los pliegues de su velo, dejaba saltar un surtidor que se elevaba algunos piés, y luégo caía en menuda lluvia, regando algunas macetas que, llenas de verdaderas flores, rodeaban la concha del pilon.
Un bosquecillo de boj recortado cercaba la fuente con su hermoso y perenne verdor, y luégo habia algunos arriates, formados tambien por boj, llenos de claveles, dálias, rosas, azucenas y jacintos, y en cuyo centro se elevaba ya una copuda adelfa cargada de encendidas flores, ya un árbol lleno de camelias, ya un esbelto y pequeño ciprés.
En frente de la puerta de entrada habia una escalinata de piedra blanca, que llevaba á otro patio interior, y desde aquél á las habitaciones; por aquel patio se pasaba al jardin.
Era este una verdadera maravilla de hermosura y de vegetacion lozana y voluptuosa: allí todo era perfumes, luz, armonía; el ruiseñor trinaba en un bosque de lilas; la curruca cantaba entre unos tilos que crecian delante de un arroyuelo; algunas palomas blancas, que volaban sueltas, se posaban en un montecillo para arrullarse; y en la falda de aquel monte crecian los jazmines y las rosas enanas con tal profusion, que formaban una espesa red llena de colores y de aromas.
Un campo entero habia sembrado de claveles y jacintos; y allí, en medio de él, se levantaba una casita rústica, llamada la casita del Labrador.
Aquel pequeño edificio era la dicha, el encanto de Alberto y de María; no constaba más que del piso bajo, que contenia una cocina muy pequeña y dentro una salita; en la primera habia una vieja aldeana hilando su copo; su esposo, sentado en un escaño de madera junto al fogon, fumaba gravemente su pipa; un gato dormia cerca de la ceniza caliente; y un perrillo, sentado á los piés de su amo, le miraba con una inequívoca expresion de ternura y lealtad.
Pero todo esto era de madera: los viejos, el perro y el gato permanecian en la misma postura hacía muchos años; la mujer hilaba siempre su interminable copo; el anciano no concluia jamas su pipa; el sueño del gato era eterno, y el perro no se cansaba de mirar á su dueño.
Sin embargo, aquellos cuatro seres poseian el tierno amor de María y de Alberto, que iban á visitarlos diariamente; los niños los amaban como á sus mejores amigos, y aquellas figuras inmóviles, silenciosas, que se plegaban á todos sus caprichos, que no se quejaban si cerraban la ventana de su humilde cocina, que no regañaban si dejaban, cuando la abrian, penetrar hasta ellos el aire y el sol de la campiña; aquel gato, siempre durmiendo con un sueño egoista; aquel perro, que no se cansaba de querer á su amo y de decírselo con los ojos; aquel copo de estopa que jamas se acababa, personificando así que la laboriosidad es el primer deber de la mujer; aquel anciano que fumaba su pipa como el descanso de muchas horas de trabajo; todos aquellos objetos no contribuian poco á hacer formar á los dos niños ideas exactas y ventajosas de la humanidad.
María, sobre todo, cuyo carácter era tan dulce, cuyos gustos eran tan sencillos, cuyo corazon era tan sensible, cuya alma era tan angelical, se pasaba allí muchas horas mirando á sus viejos amigos, contemplando aquella cocina con sus platos de loza blancos y relucientes, sus pucheros de barro nuevo, su tinaja cubierta con un paño blanco como la nieve, y su mesita de madera blanca; luégo pasaba á la estancia contigua y se sentaba, mirando con una delicia pensativa y silenciosa la gran cama matrimonial de los viejos, el arcon de madera blanca, las dos ó tres sillas de paja y la imágen de la Virgen encerrada en una urnita de cristales, unidos con tiras de papel, amarillas por el trascurso del tiempo.
¡Oh dias felices de la infancia, bañados siempre de sol y de perfumes! Cuando os atravesaba la que esto escribe, veia la vida representada tambien por sus muñecas, á las que ella llamaba sus hijas, sus hermanas, sus amigas! Y ¡cosa extraña! ¡jamas ocurrió á su imaginacion que ninguna de aquellas criaturas inanimadas y tan queridas fuese mala ó digna de castigo! ¡todas las niñas eran buenas, todas las madres tiernas y cuidadosas, todas las amigas amables y llenas de mil bellas cualidades!
¿He visto despues así á mi sexo? tal vez no; pero ¿de quién es la culpa? ¿Nace acaso la mujer tan mala como buenas y perfectas las que yo formaba de trapos y carton?
¡Ah, no! si cada una de las mujeres imitase en sus buenas cualidades á las muñecas que la acompañaron en su infancia; si cada una fuese modesta, retirada, sufrida; si realizase en sí propia sus cándidas utopias de niña, todas serian buenas, amables, queridas y estimadas.
Pero volvamos á María y á Alberto, que se hallaban en el jardin y á poca distancia de Luisa.
Ésta, sentada en un cenador que entoldaban dos laureles y dos árboles del paraíso, se entretenia en un bordado primoroso, extendido en un bastidor muy pequeño que tenía sobre sus rodillas.
En una de las calles del mismo cenador, y acomodada en una sillita rústica proporcionada á su talla, se hallaba María dando su leccion de lectura.
Tenía puesto un traje de muselina blanca con lunarcitos color de rosa, pequeños, pero muy espesos, adquiriendo la tela con aquel dibujo un trasparente y delicado sonrosado, que embellecia áun el cútis de nácar de la niña.
Los cabellos rubios de María, espesos y sedosos, se rizaban en derredor de su cuello y hombros en gruesos y lustrosos bucles; su boca, semejante á dos hojas de rosa, tenía una particular expresion de dulzura y gravedad; su frente era pensativa, y sus blancos y trasparentes párpados, guarnecidos de largas pestañas rubias, cubrian sus ojos de un azul tan intenso y puro, que sus anchas pupilas hubieran podido creerse de terciopelo turquí.
Jamas habia estado la niña vestida y peinada con tanto esmero, ni habia parecido tan bella.
Por debajo de la angosta falda de su traje salian sus piececitos calzados con unas botitas de dril blanco, que enseñaban una media corta de seda, listada de rosa y blanco; y de la media al encaje que guarnecia su pautalon de batista, se veia una parte de su pierna, blanca y rosada, con ese fresco satinado de la infancia.
Arrodillado á sus piés se hallaba Alberto, hijo de Luisa y de Isidoro, y por consiguiente, primo de María.
Contaba éste seis años más que su prima, y hacía poco que habia cumplido los doce.
Era un niño, ó casi un jóven, de cabellos castaños oscuros, ojos garzos y grandes, llenos de viveza y de fuego, y boca roja como la grana.
Su estatura elevada estaba llena de gallardía; tenía la cintura delgada como una niña, las manos blancas y cuidadas, los cabellos perfumados y brillantes: vestia, con elegancia y soltura, un traje claro de piqué inglés, compuesto de casaquilla corta con grandes botones de nácar, y pantalon ancho, que dejaba ver una media de hilo de Escocia, fina como la seda, y un zapato de charol, bajo y adornado de un lazo con hebilla de acero.
El cútis de Alberto era moreno, satinado y fresco: alrededor de su cuello fino y torneado se doblaba el ancho cuello de batista de su camisa, y bajo él pasaba una corbata de raso azul turquí, dejando ver la pechera lisa y cerrada con dos botoncitos de oro cincelado.
Conocíase fácilmente que el amor maternal habia presidido al tocador de Alberto, pues el exquisito gusto que en medio de su sencillez resaltaba, sólo podia provenir de una mujer y de una madre.
Nada más encantador que el grupo que formaban el maestro y la discípula: aquél estaba arrodillado á los piés de ésta, y la niña tenía una actitud soberana y dominante en su pequeña silla, que ocupaba como una reina su trono.
Ella era débil, pequeñita, rosada, suave, como una flor á medio abrir.
Él, gallardo, atrevido, fuerte y graciosamente petulante, como el jóven árbol que levanta su copa arrogante y llena de galas y verdor, en las mañanas de primavera.
La hermosura de María era la de un ángel: la de Alberto era la belleza de un héroe.
En aquel jardin, lleno de aromas y de flores, rico de luz y de armonía y exuberante de vegetacion, los dos niños eran un poema que compendiaba todas las galas, todas las bellezas de la creacion.
María, las gracias dulces, tímidas y suaves de la infancia.
Alberto, todo el gracioso orgullo, la ambicion, la viveza y las aspiraciones de la adolescencia.
Ella prometía á la mujer hermosa, modesta, suave, amable y tímida como una gacela.
Él, al hombre fuerte, valeroso, intrépido, emprendedor.
Ella, los encantos del hogar doméstico, el amor, las caricias y los consuelos.
Él, el apoyo de la familia, la fuerza, la proteccion.
Ella, la poesía, las ilusiones.
Él, la grata, la consoladora realidad del bien y del trabajo.
¡Oh, infancia! ¡Vista así entre flores, luz y perfumes; arrullada por el canto de las aves y el murmurio de las fuentes, tú eres el himno dulce y alegre de la humanidad, al Dios Todopoderoso que la ha creado!
LA. LECCION.
María, con los ojos fijos en un pequeño libro que tenía en la falda, parecia contemplar atentamente las letras, pero ni una palabra articulaban sus labios.
La expresion de su adorable semblante, tan fresco, tan lindo, tan suave, era séria; pero de vez en cuando una sonrisa maliciosa entreabria su boquita, y á traves de sus largas pestañas inclinadas, dirigia una mirada á su primo arrodillado á sus piés.
— Vamos, niña, dijo Alberto, haciéndose el enfadado: ¿quieres aburrirme esta tarde? ¡Lee!
— Pues tráeme lo que te pido, respondió María con un mohin encantador de criatura mimada.
— ¡Una rosa amarilla! ¡Pues no es poca cosa la comision! No hay más que dos rosales, allá al fin del jardin, y ayer no tenian ni una sola.
— ¡Es verdad! ¡Tenian un pimpollo!
— Pero, criatura, ¿tengo que ir ahora allá abajo? ¡No faltaba más! ¡Con todos eres dócil como una ovejilla, y sólo conmigo tienes unos caprichos insufribles! ¡Pero yo me tengo la culpa!
— Pues ¡ya se ve! ¡tú tienes la culpa! repitió la niña, cuya infantil inteligencia tergiversó el sentido de las palabras de su primo.
— Si, la tengo porque hago cuanto quieres.
— La tienes, porque no vas á buscarme la rosa amarilla.
— ¡Chiquilla! ya me voy cansando de tí, respondió Alberto; lo que pasa es que no sabes la leccion que te señalé ayer, y así quieres engañarme.
— ¡Sí la sé! dijo María gimiendo.
— Pues, ¡vamos á ver! ¡lee!
— ¡Cuando me traigas la flor!
— ¿Es empeño, eh? Pues es tambien empeño mio que no la tengas, ¿estamos? y ¡no la tendrás! ¡No faltaba más, sino que este gorgojo de chiquilla me mandase á mí!
Y Alberto, despues de pronunciar estas palabras con gran enojo, se puso de pié, lleno de enfado, cambiando su anterior humilde postura por un aire de conquistador.
María echó á llorar con amargura.
— Pero, señor, ¿qué es esto? dijo al mismo tiempo la madre de Alberto, presentándose en la escena, ¿ya hay disputa? ¿No te da vergüenza, Alberto, siendo tan grande, de hacer llorar á la niña?
— ¿Qué culpa tengo yo de que llore? preguntó Alberto muy hosco: ¡llora siempre que no se sale con la suya!
— Vén acá, María, dijo Luisa con cariño: vén, hija mia, y dime qué tienes.
— ¡Que no quiere Alberto traerme la rosa amarilla que hay en los rosales de allá abajo¡ respondió la niña sin dejar de llorar.
— ¡Que no quiere ella dar leccion! añadió Alberto con cólera; y luégo, levantando la mano con un movimiento furioso, añadió:
—¡Uf! ¡Si fuera hija mia, la deshacia ahora!
Luisa tuvo un trabajo inmenso para contener la risa, y á fin de lograrlo, hizo como que escuchaba unas voces que no se oian: las pretensiones de autoridad paterna del niño eran tan graciosas, que no le era posible dominar su hilaridad.
Sin embargo, volvió la cabeza con el semblante ya compuesto, y revestido de la dulce gravedad que jamas la abandonaba.
— Hijo mio, dijo, eso que has hecho es una mala accion; el hombre fuerte, el hombre noble y caballero, debe ser siempre el protector de la mujer, que es débil por naturaleza; él no debe convencerla con un castigo grosero que degrada más al que le emplea que á la frágil criatura sobre quien recae, sino con la fuerza de su razon y de su prudencia: acuérdate siempre de que pocas mujeres maltratadas son buenas, y de que los verdugos sólo inspiran temor y ódio; jamas cariño.
— ¡Pero esta chiquilla es tan impertinente! murmuró Alberto, que se habia puesto rojo de confusion con las dulces y prudentes palabras de su madre.
— ¿Qué quieres de seis años, hijo mio? preguntó á media voz la señora de Alvareda; ademas, la pobre criatura padece en su casa, y sólo aquí, en la tuya, puede hacer su voluntad: obra, pues, como huésped generoso, como hermano compasivo y como caballero galante, y ella obrará como niña dócil y sumisa.
Luégo, volviéndose á María, añadió con dulzura:
— Vamos, hija mia; vas á dar la leccion con Alberto, y luégo iréis los dos á buscar la rosa amarilla; pues si es justo que él te la alcance, es justo tambien que tú le acompañes.
María volvió á sentarse dócilmente y abrió el libro, pero no sabía casi nada de su leccion; aunque ya leia de corrido, aquel dia deletreó, tan torpemente, que Alberto alzó sobre su madre una mirada triunfante.
— ¡Bien decia yo, murmuró, que todos eran pretextos para no dar la leccion, porque no la sabía!
— En efecto, repuso la señora de Alvareda; veo que María no ha sido tan buena como tiene de costumbre, y si sigue así, la volverémos á Madrid y nos traerémos á Elvira.
La niña, al oir estas palabras, se levantó, dejó apresuradamente el librito en que leia en su silla, y fué á arrojarse, deshecha en llanto, en los brazos de Luisa.
— ¡Oh, tia mia! exclamó sollozando; mi querida tia, yo seré buena, yo estudiaré, ya no pediré la rosa amarilla! Sí, sí, es verdad, quería buscar un pretexto para no dar mi leccion, porque no la sabía, porque no quise estudiar; ¡oh, sí, he sido mala; pero yo me enmendaré!
— Bien, hija mia, bien, respondió Luisa abrazándola con ternura: hoy has expiado tu falta con la vergüenza de no saber la leccion: en adelante ten presente que no hay culpa que no lleve en sí misma su castigo, y que nada hay más bochornoso que faltar á nuestros deberes; ahora vé con tu primo á cortar la rosa amarilla.
María, avergonzada, se separó de los brazos de su tia y dió la mano á Alberto, que la miraba con los ojos humedecidos.