Fausta Sorel. Tomo I - María del Pilar Sinués - E-Book

Fausta Sorel. Tomo I E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

En este primer tomo de Fausta Sorel se nos presenta a la protagonista, una joven misteriosa, por momentos enérgica y por momentos apagada, que aparece en un grupo del que forman parte Lía, Enrique, Teodoro, Laurencia y Alejandro. Nos iremos enterando de su agitada historia personal y de su multifacética personalidad, destinada a generar un cambio en todas las relaciones de aquel grupo de amigos. Con giros trepidantes que ahora asociaríamos a una telenovela, Sinués traza una parábola con amores, traiciones, lealtades y rencores que van más allá de lo previsible.

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Seitenzahl: 532

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

Fausta Sorel. Tomo I

 

Saga

Fausta Sorel. Tomo I

 

Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882131

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A MI QUERIDO ESPOSO EL SEÑOR D. JOSÉ MARCO

CABALLERO DE LA ÍNCLITA Y MILITAR ORDEN DE SAN JUAN DE JERUSALÉN

Cuando escribí la novela titulada Margarita, en cuya primera hoja coloqué también tu querido nombre, no era aún tu esposa, ni mis ojos te habían visto una sola vez, aunque mi corazón te amaba y tu imagen estaba grabada en mi alma con indelebles caracteres.

Forzoso era, pues, que aquella pobre Margarita de las selvas de mi patria naciese sin perfume y sin belleza, no pudiendo iluminarla los rayos de tu cariñosa mirada; como forzoso era asimismo que tú la aceptases tal como mi inexperta pluma podía ofrecértela.

Pero mi amante anhelo y mi orgullo de esposa y de escritora han deseado, desde el día en que admitiste mi primera humilde dedicatoria, ofrecerte otra más digna de tí y de mí; deseo que no ví satisfecho al dedicarte La rama de sándalo, á pesar de que me son muy queridas sus páginas, escritas á la vez que brotaba de tu pluma El Sol de invierno.

¿Recuerdas cómo llevamos á cabo ambas obras?

Yojamás lo olvidaré.

Cada aurora nos levantábamos alegres á trabajar uno enfrente del otro; cada velada nos sentábamos al calor de nuestra alegre chimenea, alumbrados por nuestra modesta lámpara, á continuar, tú esos cuadros de la vida social que tanto ha aplaudido el þúblico; yo esos cuadros de las aldeas de mi patria, que ahora ven la luz del brillante cielo de Cuba.

Hoy, además de la deuda que conmigo contraje, he contraído otra contigo: te debo la dedicatoria de El Sol de invierno.

Así, pues, Fausta Sorel estuya, del mismo modo que lo son Margarita y La rama de sándalo: temo, con sobrado fundamento, no dejar, con ella, pagadas ambas deudas como quisiera; pero al mismo tiempo estoy convencida de que tú no te desdeñarás de admitir las primicias de un género nuevo para mí.

Pensando en tí y en mí, he escrito esta obra; pues queriendo pintar el heroísmo del amor conyugal, en ninguna parte mejor pudiera encontrarle que en mis propios sentimientos, ni nadie mejor pudiera comprenderlo que tu hermoso corazón.

Cuando digo que Fausta es tuya, hablo sólo del volumen que forma. ¡Líbreme Dios de dedicarte la monstruosa creación de mi heroína, y líbrete el Eterno de hallar una copia de esa mujer en tu camino, si sus inescrutables juicios me llevan antes que á tí á otra vida!

Mi obra querida, el tipo que yo he delineado conprolijo esmero y perfeccionado con infinito amor, es Lía : describiéndola, no he dejado de ser la escritora del hogar; pero me he propuesto por la vez primera dejar mi suave pluma y empuñar el fuerte cincel que se necesita para modelar la estatua del vicio que presento bajo el aciago nombre de Fausta .

Los personajes que figuran en este terrible drama, los hallamos todos los días en el mundo tú y yo, y pasamos por su lado con la frente tranquila y serena. ¡Nunca conozcamos ni uno ni otro á algunos de ellos más de cerca que en mi libro!

Si estas páginas alcanzan á entretenerte algunas largas veladas del invierno al amor de la lumbre, ysiá la luz de nuestra lámpara veo brillar tu cariñosa sonrisa, esa será la más hermosa corona de la escritora, y la más dulce recompensa de tu

María .

 

Madrid 17 de Enero de 1861.

LIBRO PRIMERO

CAPITULO PRIMERO

UN PASEO MATUTINO

Las cuatro de una hermosa mañana de Abril serían, poco más ó menos, cuando el joven Conde de Fuenmayor se apeaba de su coche, á la puerta del soberbio palacio de sus padres, sito en la calle de Atocha.

El Conde volvía de la Embajada de Francia, que había dado aquella noche el último de los bailes de invierno en el año de 1848.

El coche entró en las caballerizas, y el Conde quedó embozado en su capa en el umbral de la ancha puerta, y mirando al cielo, que ya empezaba á iluminar la primera luz del alba.

Parecía que le dominaba alguna idea, nada triste en verdad, pues sus hermosas facciones sólo expresaban una indecisión indolente y risueña.

— ¡Eh, qué diantre! —exclamó al fin;—estoy decidido. No tengo gana de meterme ahora en la cama: iré al café Suizo, y me desayunaré allí con Teodoro y Alejandro.

— Pero ¡y mi madre!—exclamó, deteniéndose de nuevo.—La broma puede terminarse con un paseo á caballo, del cual volveremos quizá muy tarde, y mi pobre madre estará con un cuidado mortal.

Estas reflexiones le detuvieron un instante; pero al fin salió á la calle, diciendo para sí:

— Enviaré á un camarero del Suizo con dos renglones.

Pronto llegó al café; pero éste se encontraba casi desierto, y por más que miró á todos lados, le fué imposible descubrir á sus amigos.

— Habrán variado de intención,—pensó Enrique, que éste era el nombre de pila del Conde; y dando media vuelta, salió del café dirigiéndose á la Puerta de Alcalá, pues se había propuesto ir á pasearse al Retiro hasta la hora en que su madre acostumbraba á levantarse.

La mañana era fría, como lo son siempre las primeras de la estación de las flores; pero el sol, que empezaba á dorar las copas de los árboles, daba al paisaje, lozano y verde, el más risueño aspecto.

Enrique se internó en un bosquecillo y empezó á recordar, en medio de su lento paseo, sus conquistas de la noche que acababa de terminarse: el baile se volvió á presentar á su memoria, con sus hermosas damas, sus graciosas y frescas jóvenes, sus perfumes voluptuosos, y su música embriagadora.

Hubo un instante en que los grandes ojos negros de Enrique chispearon de orgullo y de placer.

—¡Oh! —exclamó, dando curso libre al risueño pensamiento que le ocupaba.—¡Oh! ¡Ninguna había tan bella como mi Lía, mi prometida esposa! ¡Ella era la que brillaba entre todas aquellas hermosuras, como la rosa entre todas las flores, y estoy bien cierto de que era también la más angelical de todas!

Una carcajada franca y alegre respondió á estas palabras: indudablemente aquella risa había brotado de unos labios de mujer.

Al oirla palideció Enrique, porque le era muy conocida; aquella risa sonora y fresca resonaba todavía en su oído, porque apenas hacía una hora que había dejado de escucharla.

Volvióse rápidamente, y su vista se fijó en dos jóvenes, que acompañaban á dos mujeres vestidas de obscuro, y envueltas en amplios pañolones. Enrique tuvo que llevar una mano á la garganta para sofocar un grito de sorpresa y de dolor.

Había reconocido á tres de aquellas cuatro personas: los jóvenes eran sus amigos Alejandro y Teodoro; una de las mujeres era Lía; á la otra no recordaba haberla visto nunca hasta aquel momento.

El traje de Lía era muy diferente del de su compañera en cuanto á riqueza: su vestido, de raso castaña, estaba ricamente recamado de terciopelo negro; su chal-capucha, de cachemira azul obscuro, señalaba blandamente los contornos de su gracioso y flexible talle, y aunque prendido con descuido en el pecho, permitía ver un riquísimo cuello de batista bordado; un sombrerito sumamente pequeño y lindo, de terciopelo también castaña, guarnecido de blonda negra, dejaba descubiertos dos rizados bandos de cabellos rubios que coronaban una frente elevada y hermosa.

Lía era de estatura mediana y flexible; hubiérase podido tacharla de excesivamente delgada, si no se hubiera atendido á su poca edad, pues acababa de cumplir diez y siete años; sus grandes ojos garzos eran rasgados, apacibles y hermosos; su boca pequeña, risueña é inocente; su nariz, ligeramente imperfecta, era quizás por eso la facción más graciosa de su rostro, pues es una cosa bien probada que no hay fisonomía expresiva con una nariz enteramente perfecta, aunque, por fortuna, se ven así muy pocas.

La tez de Lía no era morena, ni aun trigueña; pero su blancura no llegaba tampoco á ese blanco marmóreo, tan desagradable, que hace presumir que corre agua en lugar de sangre por las venas de quien le posee; su fresco sonrosado era en extremo satinado y hermoso.

Sus pies, calzados con botinas de satén negro, eran más pequeños y delicados que los de una niña de doce años, y sus manecitas, blancas y afiladas, estaban cubiertas con un exquisito guante de piel de Suecia, gris obscuro.

Lía se apoyaba en el brazo de Teodoro con aquel abandono, lleno de infantil coquetería, que era el mayor de sus encantos.

Su compañero era de estatura algo más que mediana, de tez trigueña, hermosos ojos negros, cabello obscuro y ensortijado, y frente despejada é inteligente; su figura toda respiraba cierta gracia muelle y descuidada que sólo se encuentra en la más elevada aristocracia.

En efecto, Teodoro era hijo único del Duque de Valleumbrío.

Aquella pareja encantaba á la vista por su alegría y su hermosura; la que le seguía, por un no sé qué de sentimental y triste.

La compañera de Lía aparentaba un año menos que ella; pero su extremada juventud llevaba el sello de una rara melancolía: sus cabellos castaños, abundantes y lisos, hacían resaltar la diáfana palidez de su frente serena y hermosa; formaba su rostro un óvalo prolongado, iluminado espléndidamente por dos ojos azules, no de ese matiz pálido y mate que ordinariamente hace tan fríos á los ojos de ese color; la mirada de aquella mujer era obscura, magnífica, pero parecía empapada de lágrimas; sus ojos grandísimos, rasgados, sólo hubieran podido hallar su copia en una virgen rubia de Rafael ó de Giotto.

Formaban sus cejas dos arcos tendidos, de un ébano bruñido y afelpado, y sus pestañas eran tan largas, espesas y ensortijadas, que la luz de su mirada pasaba como por entre un velo de negra seda.

Su boca era un poco grande, pero fresca, y de un subido color de coral; su estatura, mucho más alta que la de Lía, era aún más flexible y delgada.

Cuando se aproximaron á Enrique, vió éste con asombro lo deteriorado del traje de aquella joven: un antiguo y usado vestido de alepín negro y un pañolón de tartán obscuro y ordinario, componían todo su adorno; cubría su cabeza una mantilla de tafetán negro con guarniciones de tul liso, que parecía haber prestado servicios durante más años que los que tenía su actual poseedora.

Esta no iba apoyada en el brazo de Alejandro: el joven caminaba á su lado, hablándole con calor, y ella fijaba en la húmeda hierba sus ojos abatidos, en tanto que sus manos, sumamente lindas, pero enrojecidas á causa del frío por estar sin guantes, se cruzaban sobre su mantilla, que sostenían modestamente.

Había en la figura de aquella joven tanta gracia y una dignidad tan exquisita, al par de tanta melancolía, que llamaba la atención de la persona más distraída.

No logró, sin embargo, fijar la de Enrique, quien devoraba con los ojos á Lía, mientras ésta seguía riendo y jugueteando con las ramas que hallaba al paso.

Alejandro era alto, rubio é insípido; hijo de un antiguo y benemérito militar, había hecho infructuosos todos los sacrificios que su buen padre se había impuesto para darle una carrera, por su desaplicación é indolencia: pasaba su vida entre los jóvenes de la grandeza, para quienes era un correveidile, de esos que la aristocracia ve pulular siempre en su derredor, y que, forzoso es confesarlo, le hacen suma falta.

Alejandro era el compañero y encubridor de todas las calaveradas de Enrique y Teodoro, que no le estimaban; pero que conociendo que era un pobre diablo, le dejaban que viviese á su sombra.

Ninguna de las dos parejas vió á Enrique, que se había medio ocultado detrás de un árbol. Lía, enteramente embebecida en su alegría, seguía riendo y charlando con Teodoro. Su compañera continuaba oyendo silenciosamente las insulsas ygastadas galanterías de Alejandro.

El Conde les vió pasar, y luego, seguro de que no podían reparar en él, según lo preocupados que iban todos, echó á andar detrás de ellos, y bastante cerca para oir su conversación.

— ¿Con que dice usted que siempre ha sido tan alegre?—preguntó Teodoro á Lía, siguiendo al parecer una conversación empezada.

— Siempre —contestó la joven sin perder su sonrisa; —¡oh, sí! Siempre he sido yo muy alegre.

— Pues la suerte de usted, amiga mía, no ha sido la más dichosa, al menos por lo que toca á los afectos del corazón.

— ¡Es verdad!—repuso Lía, por cuyas bellas facciones pasó como una nube de tristeza;—¡es verdad! No he conocido á mi padre hasta hace poco tiempo, y en cuanto á mi madre, sólo guardo de ella un vago recuerdo.

— ¿Se acuerda usted de su madre, Lía?

— Así como de un sueño lejano: ¡me acuerdo que era muy bella, mucho!

— ¡Como usted!—dijo Teodoro con galantería.

— Es verdad, como yo—contestó Lía con una candidez demasiado sencilla y natural para ser fingida; y luego, corrigiéndose á sí propia, añadió: — No, no: era más bella que yo.

— ¡Es que usted lo es mucho!

— Ya lo sé, y todos me lo dicen; pero de veras, Teodoro: mi madre era mucho más hermosa que yo.

— ¡Entonces sería una Venus!

— No; no tenía semejanza alguna con esa beldad profana é imaginaria: ¡mi madre era hermosa; pero su hermosura era la de un ángel! Escuche usted—continuó Lía, cuya mirada se perdió en lo infinito;—escuche, amigo mío: aún recuerdo á mi madre sentada junto á un velador de mármol, sobre el cual ardía una lámpara, con pie de oro y globo blanco, rodeado de una rama de laurel; aún la recuerdo, vestida de una bata blanca, y escribiendo todas las noches durante dos ó tres horas.

— ¿Qué era lo que escribía?

— Hermosos versos: mi madre era una tierna y dulcísima poetisa.

— ¿Cómo se llamaba?

— María de Mendoza.

— No conozco su nombre como escritora.

— No es extraño: mi madre nunca publicó lo que escribía.

— ¿Por qué?

— Ignoro la causa: sin duda se lo impedía su modestia.

— O alguna otra razón que no podemos alcanzar; pero suplico á usted que continúe hablándome de su madre.

— Pues oiga usted: yo dormía en mi cuna, colocada junto á su velador; era una cuna dorada con relieves de nácar y cortinas de gasa; cuando despertaba yo veía á mi madre, quien, como si alguna voz interior le advirtiese que yo salía de mi sueño, me miraba en seguida y mecía mi cuna con su pie, mientras seguía escribiendo ó bordando; algunas veces se inclinaba sobre mí y dejaba en mi frente un beso y una lágrima.

— ¿Sufría?

— ¡Ay, sí! con frecuencia la recuerdo, inmóvil, con el brazo apoyado en el velador y la mejilla en la mano; algunas noches lloraba copiosamente, y sus lágrimas regaban lo que escribía.

Lía y Teodoro llegaban entonces á un delicioso paseo, á cuyos dos lados, poblados de árboles, había asientos de piedra. Lía, fatigada por la emoción y tal vez por el paseo, se sentó en un banco; Teodoro se colocó á su lado.

Alejandro y la joven desconocida ocuparon otro asiento algo distante.

Enrique dió un pequeño rodeo y fué á colocarse detrás del sitio que ocuparon los últimos: sabía sobre qué versaba la conversación de Lía yde Teodoro, y deseaba aclarar quién era la joven que acompañaba á Lía, y por qué se encontraban tan temprano en el Retiro.

— ¿Cómo se llama usted, señorita?—preguntaba en aquel momento Alejandro á la pálida y bella joven.

— Fausta,—contestó ella con dulce voz.

— ¡Bonito nombre! — dijo Alejandro esperando continuar la conversación; pero la joven guardó silencio.

— ¡Qué callada es usted, Fausta!—exclamó tras de un rato de espera: — me parece que sufre…

— No, no; nada de eso, caballero,—contestó la joven sin alzar del suelo sus grandes ojos.

— ¿Desde cuándo está usted en Madrid?

— Desde anoche á las once.

— ¿Entonces llegó usted mientras estaba Lía en el baile de la Embajada?

— Sí, caballero.

— ¿No la conocía usted?

— No; ó por mejor decir, sí; pues mi padre me la había pintado como un ángel.

— ¡Oh! ¡y lo es sin duda: sí, es un ángel!

— Yo la amaba ya antes de verla—continuó Fausta con voz apasionada, y con una vehemencia de que no se la hubiera creído capaz:—sí, la amaba en extremo, porque mi padre me contaba cuanto de elevado hay en su alma, de sensible en su corazón, de bello en su figura; y esto ha hecho que naciese en mí un sentimiento de cariño tan exclusivo como tierno para la señorita Lía.

Calló la joven, y volvió á cruzar sus manos sobre la mantilla, con la misma suave modestia que se había advertido en ella antes de hablar; porque durante su razonamiento aquella dulce calma había dado lugar á una animación ardorosa y llena de entusiasmo.

Un débil sonrosado se extendió por sus mejillas, y el fuego de su mirada se ocultó entre la rizada seda de sus pestañas.

— Es usted muy hermosa, Fausta,—dijo el insípido Alejandro, que ni comprendía el entusiasmo de la joven, ni sabía ya qué decir.

Fausta se inclinó friamente y no contestó.

Seguía callada, y sólo de vez en cuando alzaba sus ojos y lanzaba una furtiva mirada sobre Lía y Teodoro.

Por fin, aquélla se levantó; enjugó algunas lágrimas que bañaban sus mejillas, y que sin duda le arrancara la memoria de su madre, y se acercó á Fausta, siempre acompañada de Teodoro.

— Volvamos á casa—dijo:—tu padre se habrá levantado ya, mi querida Fausta, y deseará abrazarte.

La joven, que al ver llegar á Lía se había puesto en pie, hizo un signo de asentimiento respetuoso.

El Conde salió entonces de su escondite y se presentó á las dos parejas.

— ¡Enrique!—gritó Lía gozosa y corriendo hacia él.

— ¿Hace mucho que has llegado?—preguntó Teodoro presentándole la mano.

— Al mismo tiempo que vosotros,—contestó el Conde estrechándola entre las suyas.

— ¿Pues cómo no nos has hablado antes?

— Por oir vuestras conversaciones.

Y dando el brazo á Lía, preguntó á ésta, en tanto que Teodoro se iba al lado de Alejandro para dejar á los amantes con libertad:

— ¿Quién es esa joven?

— Fausta, la hija de mi tutor, que llegó anoche.

— ¿Cómo has salido con ella?

— ¡Tenía tanto deseo de que viese el Retiro!— contestó Lía, bajando la cabeza ruborizada.

— Lía, ya sabes que no me gusta que salgas más que con mi madre, á quien debes mirar ya como tuya.

— ¡Enrique, he hecho mal!

— Y debías suponer que este paseo con una desconocida, á pie y á estas horas, me había de incomodar.

— ¡Perdóname!

— Además, ¿por qué causa están con vosotras Teodoro y Alejandro?

— Les encontramos á la puerta del café Suizo, y nos acompañaron.

— A eso te has expuesto. Lía, eres un ángel de inocencia, pero vives sola, libre, rica y dueña de un título, y tu impremeditación dará armas á la envidia y á la calumnia; Lía, acércate á mi madre, al menos hasta que seas mía, y busca en ella un apoyo, como le busca la débil yedra en la corpulenta encina.

— ¿No lo hago?

— No lo bastante; y siento en el alma que esa joven habite bajo el mismo techo que tú: esto te dará más libertad, y esa joven, créeme, Lía, no es buena.

— ¿Que no es buena?

— Juraría que es tan pobre de bondad y de virtud como de fortuna, y quiero que me prometas separarla de tí.

— Te lo prometo; ¿pero no podré protegerla como á su padre?

— Sí: que viva en tu casa, pero no salgas con ella; en fin, cuando vayas á ver á mi madre, pídele consejo acerca de esto.

— Ya pensaba hacerlo, Enrique.

— ¿Te ha visitado la Duquesa?

— Aún no: hoy la espero.

— No la recibas.

— Vaya, Enrique, eso sí que no lo conseguirás: ¡de todos sospechas! ¿Qué mal te ha hecho la amable, la encantadora Laurencia?

— ¿A mí? ninguno; pero es una coqueta que pervertirá tu hermosa índole.

— ¡Eso crees!—exclamó la joven con los ojos llorosos.

— No, no, mi buena Lía—se apresuró á decir el Conde: —los ángeles no se pervierten; por el contrario, convierten á los perversos. Haz lo que quieras con respecto á la Duquesa; pero no así en cuanto á la hija de tu tutor.

— En cuanto á Fausta, obedeceré á tu madre.

— Gacias, Lía. Ahora despíde te, que yo te acompañaré hasta arriba.

Llegaban, al decir esto, á la gran puerta del palacio de Lía: ésta dió la mano á Teodoro, saludó á Alejandro con la cabeza, y subió ligeramente la escalera, apoyada en el brazo del Conde.

Fausta les siguió lentamente.

Un lacayo de gran librea, á quien había avisado la campana de la portería, abrió la puerta de las habitaciones, y Enrique, al llegar á ella, estrechó en las suyas las manos de Lía y bajó la escalera sin mirar siquiera á Fausta.

CAPITULO II

EL SEÑOR CAMILO Y LA SEÑORA FELICIANA

El palacio que habitaba la joven Lía, Marquesa de Selva-verde, era bastante suntuoso, tanto en su exterior como interiormente.

Un ancho patio, iluminado, no bien cerraba la noche, con reverberos, conducía á una escalera de piedra, á cuyo fin se veía un vestíbulo espacioso, pero sin adornos.

A un lado del patio un anchuroso y cómodo departamento, cerrado con cristales, servía al portero, no de nido, sino de limpia y sana habitación.

Así es que el señor Camilo y su digna consorte, la señora Feliciana, se hallaban perfectamente alojados, abrigados en invierno con los cristales cerrados, frescos en verano abriéndoles.

El señor Camilo era un hombre de sesenta años, alto, flaco, calvo y de color de tierra; su fisonomía, cándida hasta la estupidez, era lo más raro del mundo, gracias á su enorme boca, siempre abierta, que dejaba ver una fila de dientes colosales y sanos, si bien tan amarillos que, á seis pasos, no se distinguían de su cara.

Sus ojos, muy diminutos y de un azul casi blanco, no tenían mirada; algunos pelos, casi blancos también, pero que en sus extremos conservaban aún un matiz rubio como el lino, querían cubrir su cráneo pequeñito, reluciente y amarillo como su cara, como sus manos, como sus dientes; en fin, como todo él, porque el señor Camilo era un hombre completamente amarillo.

La señora Feliciana era pequeña, negra y gruesa, es decir, la antítesis de su esposo.

Sus ojos verdosos eran gordos como dos huevos, y además tan bizcos, que no se sabía cuándo miraba á la cara de quien hablaba, al techo ó á las paredes del cuarto; tenía la nariz muy grande y aplastada; las manos y los pies descomunales; apenas se veían dientes en su boca, y un pelucón negro, al cual quería hacer pasar por cabello suyo, cubría casi toda su frente, naturalmente ya muy estrecha.

La señora Feliciana vestía con una coquetería llena de pretensiones: á la hora en que entró Lía en su casa, ya estaba adornada con un espléndido traje de seda color de avellana, comprado en una de las más afamadas tiendas de ropas viejas del Rastro; un ancho cuello de percal blanco festoneado, y unas mangas iguales, completaban su atavío.

Sobre la peluca llevaba una gran papalina de muselina blanca con cintas azules.

La señora Feliciana vió subir á Lía y á Fausta con el Conde, no obstante hallarse en la portería; pero el cándido señor Camilo, á pesar de estar barriendo el patio con un enorme escobón, no los divisó siquiera.

—¡Eh! ¡Camilo, Camilo!—gritó la señora Feliciana, golpeando con su puño la puerta de cristales de su cuarto.

—¿Qué quieres, mujer? —contestó el portero apoyándose en su escobón.

—Ven acá.

— Vamos, ¿qué ocurre? ¿Por qué no abres los cristales?

— Porque acabo de lavarme y se me cortará el cutis: ¡le tengo tan fino!

— Ya... bueno: ¿para qué me llamabas?

— ¿Has dicho á la señora Marquesa que anoche trajeron para ella una carta y un ramillete?

— La señora Marquesa no ha vuelto aún del baile.

— ¡No en vano te llamas Camilo de Lelis!— exclamó la señora Feliciana abriendo con rabia los cristales, y olvidando, en medio de su furor, que el aire de la mañana podía cortar su fino cutis.

— ¡Pues mira, San Camilo de Lelis fué un gran fundador!

— ¿No has visto subir ahora mismo á la señora Marquesa?

— ¿Yo? No por cierto.

— ¡Si tú no ves nunca más que el plato! ¡Si nos has de perder con tus simplezas y descuidos! ¡Si me has de quitar la vida!

— Pero, mujer, el ramo ó lo que sea habrá sido entregado por el portador á Julia, la camarera de la señorita.

— ¡Y la picarona de Julia se lo quedará para ella si nosotros no avisamos que vino! ¡Vamos, vamos, habré yo de subir, como siempre! ¡Tú no sirves para nada más que para quemarme la sangre!

Y la señora Feliciana empezó á subir majestuosamente la escalera.

— ¿Pero que tendrá mi mujer que meterse en eso?—dijo para sí el bueno del señor Camilo.— ¡Vaya que se toma unos cuidados que no sé cómo está gorda!

Entre tanto, la elegante portera llegó jadeante al vestíbulo, en el cual estaban dos ó tres lacayos.

— Avise usted á la señora Marquesa, que tengo que hablarle,— dijo imperiosamente al que estaba más cerca.

— La señora Marquesa se está desayunando, tía Feliciana,—contestó aquél, mirando de reojo la grotesca figura de la esposa de Camilo.

— ¡Indecente!—murmuró ella con dignidad.

— ¡Eh! ¡Señorita Julia!—gritó otro de los lacayos:—diga usted á Su Excelencia que ya tiene aquí una visita.

— ¿Quién?—preguntó Julia asomándose á un balcón.

— La señora Feliciana,—contestaron en coro todos los criados, soltando al mismo tiempo una estrepitosa carcajada.

— ¡Atrevidos! ¡Menguados! ¡Insultar á una señora!—gritaba sofocada la señora Feliciana.— ¡Ah! ¡Si mi marido fuese como Dios manda, ya las pagarían ustedes!

— Entre usted, entre usted, buena Feliciana,— dijo entonces la suave voz de Lía, que apareció en una de las puertas del vestíbulo.

— ¡Ah, señorita! ¡Ah, señora Marquesa! ¡Si supiera Vuecencia...! ¡Estos insolentes!...

— Vaya, déjelos usted y véngase conmigo,— dijo Lía, que apenas podía contener la risa, como le sucedía siempre que tenía lugar alguna de estas reyertas.

La señora Feliciana lanzó una mirada terrible á los lacayos, y siguió á la joven Marquesa, que atravesó el vestíbulo y entró en un lindo salón de paso; la portera iba á quedarse allí; pero Lía le hizo con la mano una señal para que la siguiera.

Una en pos de otra, pasaron dos antecámaras, y Lía se detuvo por fin en una sala octógona que precedía á su cuarto de labor.

— ¿Qué quiere usted, buena Feliciana?—dijo sentándose en un diván.

— Quería hacer presente á Vuecencia que anoche le trajeron un ramillete y una carta.

— Esto se recibió anoche para la señora Marquesa,—dijo Julia entrando y trayendo en una man o un enorme ramillete de rosas y violetas, y en la otra una bandejilla de plata que contenía una carta.

— ¡Un ramo! ¡una carta!—exclamó Lía:—¿de quién será?

Y abrió apresuradamente la carta, en tanto que Julia decía, lanzando una mirada terrible á la señora Feliciana:

— Como Vuecencia acababa de llegar, no había podido entregárselo todavía.

— ¡Ya! — murmuró la portera.

— La señora Marquesa va á tomar el desayuno, con que puede usted marcharse,—dijo Julia á la portera, irritada por su ademán triunfante.

— Ya se ve que me voy—repuso ésta: — ¡sí! y me voy contenta porque sé que la señora Marquesa tiene sus flores.

— ¡Querida Laurencia! — exclamó Lía en este instante, acabando de enterarse de la carta:— ¡cuán buena es y cuán amable! ¡qué bien voy á pasar hoy el día! Pero necesito vestirme... ea, adiós, mi buena Feliciana—continuó la joven, haciendo á la portera una señal de despedida con la mano:—doy á usted mil gracias por su interés.

La señora Feliciana hizo una profunda cortesía, y salió andando hacia atrás.

Julia la siguió, riendo burlonamente.

— ¿Qué ha conseguido usted, madama elefante, con subir á avisar á la señorita que le habían traído un ramo?—le preguntó no bien llegaron á la antesala, poniéndole una mano sobre el hombro.

— ¡He conseguido que usted no se quede con las flores, desvergonzada!

— Es que como usted, señora Feliciana, tiene esas mañas, piensa de todos mal: lo que le pesa es no habérselas podido quedar para adornar su cloaca; pero oiga usted bien lo que le digo: estoy cansada de sus chismes, y el primer día que suba con otro la echo á rodar por la escalera.

— ¿Usted? ¿usted?

— Yo, yo; y si no puedo con la terrible mole de usted, me ayudarán los demás criados, tan hartos como yo de sus habladurías.

— ¡Habráse visto la muy descarada! ¡tratar así á una señora!

— A la señora portera, que me tendrá que barrer el cuarto cuando yo se lo mande.

— ¡A la señora de un comandante! ¡Porque yo era viuda de un comandante cuando me casé con Camilo, el mandadero que entonces me servía!

Y la señora Feliciana lloraba casi sofocada por la ira.

— Vaya, vaya; quede usted con Dios, señora Tiburón, y cuidado con refrenar la lengua,—dijo Julia riendo á carcajadas.

— Ya verás lo que hace mi lengua, ya verás: ahora mismo voy á ir á casa de la señora Condesa, á decirle que te arroje del lado de la futura esposa de su hijo, porque tú la perviertes, y la haces salir á paseo, y la incitas á que vaya á los bailes, y á veces juegas y corres con ella como una loca.

Al acabar de decir estas palabras, llegaba la señora Feliciana á la puerta; pero Julia, toda demudada, corrió á ella y la asió fuertemente por un brazo.

— Si se atreve usted á ir á casa de la señora Condesa á hablar mal de mí, le prevengo que no he de dejar de trabajar hasta que la despidan de la portería; y antes de que salga de ella, ha de llevar usted una zurra de mi mano: téngalo en – tendido.

Y la joven, para poner fin á aquella disputa que iba ya haciéndose demasiado seria, volvió á entrar en el aposento donde había quedado Lía.

La señora Feliciana bajó sofocada á su departamento, se echó sobre una silla, y empezó á torcerse las manos, haciendo tales contorsiones que llamaron la atención de su impasible esposo.

— ¿Pero qué tienes, mujer?—le preguntó éste.

— ¿Qué he de tener? ¡que la bribonzuela de Julia me ha insultado!

— ¿Cuántas veces te he de decir que el meterte en lo que no te importa te ha de traer muchas desazones?

— Toda la desazón se me quitaría si tú, como debías hacerlo, la hartases de bofetones.

— Mira, es tarde ya para los mandados, y en las fondas les estaré haciendo falta,—dijo el señor Camilo despojándose apresuradamente de su mandil y de su gorro blanco para huir cuanto antes del lado de su esposa.

— ¡Ah! ¡Si el comandante viviera!—exclamó con desesperación la señora Feliciana.

El señor Camilo acepilló su pantalón y su levita de paño negro, quitóse el pantalón de cutí azul que llevaba, vistióse sin perder tiempo, se puso un sombrero de ala estrechita y copa muy alta, y tomando de la alcoba una enorme cesta con tapa, la pasó por debajo del brazo, y salió con cuanta precipitación era compatible con su linfático temperamento.

El señor Camilo era, además de portero del palacio de Selva-verde, mandadero de tres fondas y de cuatro casas de título.

El verdadero portero, el portero en jefe, era su esposa la señora Feliciana.

CAPITULO III

MIRADA RETROSPECTIVA

El Marqués de Selva-verde, padre de Lía, había conocido, á la edad de treinta años y siendo soltero todavía, á una encantadora joven, huérfana, que vivía con una familia pobre, aunque muy honrada.

Esta familia se componía de dos buenos ancianos, casados hacía muchos años, y sin hijos. María de Mendoza, que éste era el nombre de la joven, había hallado un asilo en su casa á la muerte de su padre, benemérito militar que le dejó por toda herencia una hermosura extremada y un carácter angelical.

El anciano matrimonio amparó á María, y la trato con el mismo cariño que si hubiera sido su hija; pero un día esta niña tan mimada, tan bella, tan cariñosa, desapareció de la casa que le había dado abrigo, sin que sus protectores, asustados por su vejez, por su pobreza y por su timidez natural, se atreviesen á hacer otra cosa que llorar la pérdida de la joven.

María estaba en una hermosa casa, rodeada de criados, y esperando, entre flores y perfumes, el momento de dar á luz el fruto de sus amores con el Marqués de Selva-verde.

Contaba entonces la joven diez y seis años: su belleza era de ese carácter delicado que una dolencia agosta, que un pesar consume, á veces sin dejar un solo rastro; grandes ojos azules iluminaban su rostro blanco como el nácar; la delicadeza de sus facciones, no formadas completamente, era excesiva; sus formas indecisas tenían un sello enteramente infantil; su estatura alta se encorvaba ligeramente á causa de su mucha delgadez; largos rizos negros, finos como la seda, caían por su frente y sus mejillas, vestidas de un sonrosado tan leve como las de un niño enfermizo, y sus blancas manos eran transparentes de puro delicadas.

María tenía un talento sobresaliente: desde la edad de ocho años, y sin más auxilios que el de algunos libros que halló en la pequeña biblioteca del viejo militar, aprendió el francés, el inglés y el italiano, idiomas que traducía con suma perfección.

Había nacido, además, con todas las dotes necesarias para ser una gran poetisa: imaginación ardiente y soñadora, corazón sensible, alma elevada y carácter melancólico y apacible.

En la suntuosa casa á donde la había llevado el Marqués, pasaba el día en hacer versos ó en traducir las hermosas obras inglesas y alemanas, ó los versos del Tasso y del Ariosto; pero en su alma había un devorador remordimiento, cuando pensaba en su falta y en el oprobio de que se había cubierto.

Por fin dió á luz una niña; el Marqués, calavera endurecido, y cuyo corazón se había petrificado con las orgías y con el trato de esas mujeres, que si son la deshonra de su sexo, son á veces también las sirenas que se hacen dueñas absolutas del corazón del hombre para devorarle después; el Marqués, digo, se alegró sinceramente del nacimiento de su hija, que fué bautizada con el nombre israelita de Lía por un capricho poético de su madre; durante algún tiempo, el Marqués pareció más enamorado que nunca de María, y pasaba el día entero á su lado: rodeábala de regalos, de riqueza y de comodidades, y el amor que profesaba á su hija no conocía límites.

En cuanto á María, su perspicaz y delicado instinto le impedía abrigar ilusiones, y bien pronto conoció toda la sequedad de corazón del hombre que le había arrebatado su porvenir y su felicidad.

Casada sin esposo, madre infeliz, pues el nacimiento de su hija era una falta, lloró amargamente los goces del hogar doméstico, que nunca debía disfrutar; lloró el no haber conocido el amor verdadero, y lloró con desconsuelo la pérdida de su inocencia.

Sólo las mujeres de temperamento grosero transigen con el recuerdo de sus faltas; sólo las mujeres malvadas reinciden en ellas. María tenía una organización poética y espiritual, y era un ángel de virtud; su extravío pasajero ni aun tuvo la excusa de haber sido inspirado por un sér superior y noble; así el corazón de María se cerró como un sepulcro al cariño de aquel hombre, cómplice de su falta, y que carecía de las dotes necesarias para atenuarla.

Negóse á sus caricias, rehusó sus regalos, y se resignó á vivir sólo para su hija.

Pero ¡ay! su vida debía ser de corta duración; aquella alma pura había sido marchitada antes de haber adquirido toda su lozanía; su corazón tierno había muerto para el sentimiento antes de conocerle, y el sepulcro se entreabría á sus pies antes de dar los primeros pasos en la senda de la vida.

Una enfermedad de languidez se apoderó de ella: encerrada constantemente en su casa, rehusaba salir á respirar el aire y á ver el sol; y la nodriza de Lía, buena mujer, que la amaba sinceramente, y que con el instinto de su corazón había adivinado una parte de sus penas, no podía alcanzar que se permitiese la más leve distracción.

La naturaleza de María, enérgica y elevada, se rompía, pero no podía doblegarse; su cuerpo de ángel ocultaba un alma de acero: sin reputación, sin felicidad, desdeñando la compasión y el perdón del mundo, esperó la muerte, sentada junto á la cuna de su hija, rezando y escribiendo versos.

Entre tanto, el Marqués, cansado de buscar en vano un amor que, por otra parte, no estimaba en mucho en aquella estatua de cera, buscó en el gran mundo las distracciones que, para dicha de la pobre María, nunca debiera haber dejado; una joven polaca de extremada hermosura, hija de un príncipe poderoso, que se hallaba accidentalmen te en Madrid, cautivó su atención y le hizo sentir, por la primera vez de su vida, un amor intenso y profundo; es verdad que la Princesa Gustava era un prodigio de belleza y estaba dotada además de un temperamento de fuego, único que convenía á los gastados sentidos del Marqués.

Gustava, por su parte, se vió halagada con la idea de fijar para siempre al caballero más inconstante de la corte de España, y su casamiento con él quedó acordado.

Cuando el Marqués fué á participar á María su enlace, ésta recibió la noticia con entera indiferencia; pidióle solamente que no abandonase á su hija, pero sin lágrimas, sin aflicción, y mudó de conversación con la mayor naturalidad.

El sepulcro se abría para ella, y vivía con la vida de la inteligencia; en cuanto á su corazón, sólo latía á la vista de su hija.

Vivir á los diez y siete años con la vida del entendimiento solamente, es en verdad bien cruel; no obstante, el entendimiento de María era muy grande, y sostenía al cuerpo, que sucumbía lentamente.

Dos años cumplía Lía el día que su padre se unió con eternos lazos á una mujer que no era su madre. María no derramó una lágrima; pasó el día y la noche como de costumbre: aquél en bordar y mecer á su hija entre los brazos; ésta en escribir y mecerla en la cuna con su pequeño pie.

El Marqués refirió á su esposa aquel desliz de su vida de soltero; y Gustava, que era muy buena le exigió que continuase atendiendo á la subsistencia de María y de su hija.

A pesar de la generosidad de la nueva Marquesa, su noble esposo olvidó, en parte, muchas necesidades de la pobre María y de su hija; es verdad que seguía cediéndoles la hermosa casa de su pertenencia que habitaban; es verdad que seguía pagando, para su servicio, una criada de cocina y una camarera; es verdad que cada mes enviaba á su mayordomo una crecida suma, á fin de que llenase de provisiones la despensa de María; pero el mayordomo, á quien no se exigía cuenta de lo que hacía, se embolsaba la mitad de las cantidades que le entregaban, y muchas veces escasea ba el pan en aquella casa sostenida como de limosna.

María tomó animosamente su partido: una mañana se levantó más temprano de lo que acostumbraba, se envolvió en un pañolón, cubrió su cabeza con una mantilla, y fué á llamar á la puerta de uno de los editores de más fama de Madrid.

La joven llevaba un lío de papeles en la mano: era una novela inglesa que había traducido por mera diversión, y que trataba de vender.

El editor dijo que quería leerla; dos días después le envió 600 reales; la novela tenía 300 pliegos de letra menuda y muy igual.

Pagaba á María á dos reales el pliego de una esmerada y elegante traducción, es decir, pagaba como si se tratase de una copia; pero la pobre joven vió treinta pesos en un hermoso paquete, y no se acordó de lo que le había costado su obra.

Además, al dinero acompañaba una carta del editor, en la cual le decía que, al mismo precio, le tomaría cuantas quisiera traducirle del francés é inglés.

María escribió aquel día á la Marquesa, por delicadeza no quiso hacerlo al padre de su hija, participándole que rehusaba la cantidad que hasta allí había destinado el Marqués á la manutención de su casa, porque ella ganaba lo suficiente para mantenerla.

Gustava encargó á su mayordomo que doblase la suma; pero como María se negase á recibirla, el mayordomo se la guardó prudentemente, haciendo lo mismo todos los meses.

Cuatro años pasaron así: aquella época es la que recordaba Lía, al recordar á su madre sentada, y escribiendo á la luz de una lámpara de globo blanco rodeado de una rama de laurel.

Una noche, María, pálida como una estatua de alabastro, y transparente de puro flaca, estaba sentada en su sillón; ya hacía días que no escribía: la vida huía de sus venas, y su descolorido semblante estaba iluminado solamente por sus grandes y tristes ojos.

De súbito sintió un agudo dolor en el pecho, apoyó en él las manos cruzadas, y rezó durante largo rato, mirando á través de sus lágrimas una imagen de la Purísima Madre de Dios, colocada en un cuadro y pendiente de la pared enfrente de su asiento.

Luego se levantó; fué trabajosamente á la mesa, y escribió una carta que interrumpió muchas veces para echar una mirada dolorosa sobre su hija, dormida en su cuna.

Cuando hubo concluído la carta, que fué muy breve, le puso el sobrescrito, tocó la campanilla y su doncella se presentó.

— Vaya usted, Ana—le dijo,—á entregar esta carta al señor Marqués de Selva-verde.

La doncella salió. María se desnudó lentamente y se metió en su lecho.

Luego tocó de nuevo la campanilla.

— Acerque usted á mi cama la cuna de mi hija, — dijo á la otra criada que se presentó.

La muchacha obedeció.

— Bien—dijo María: —ahora vaya usted á la parroquia vecina, y ruegue á un sacerdote que venga á confesar á una persona que se muere.

La criada salió asustada. Un instante después volvió con un anciano sacerdote, que confesó á María en muy pocos instantes: tal era la pureza de su vida, empañada por una sola falta.

Cuando salía el sacerdote, entraba el Marqués, llamado por la carta de María.

— Voy á morir, señor Marqués,—dijo ésta haciéndole una señal para que se sentase á su cabecera, y con la misma afable serenidad que si hablase á un extraño.

El Marqués hizo un movimiento.

— Al separarme del mundo—continuó María, — sólo una pena llevo conmigo: el abandono en que dejo á mi hija.

— Su hija de usted es la mía, María—exclamó el Marqués, — y desde este momento habitará en la casa de su padre.

— ¡Y su esposa de usted!—exclamó la moribunda con terror.

— Mi esposa es buena... no tema usted por Lía.

— ¡Oh, no! ¡á su lado no! ¡desgarraría usted el corazón de la Marquesa, que odiaría á mi hija y la haría muy infeliz.

—Tranquilícese usted: nombraré un tutor á Lía, que vivirá, sola con él y con un aya, en uno de mis palacios.

Un rayo de alegría brilló en los abatidos ojos de María.

—En cuanto al tutor, diré también quién es. ¿Se acuerda usted de Sorel? ¿de aquel buen hombre, antiguo empleado que tuvo que dejar su destino por su mala salud?

— ¿El vecino de los pobres ancianos que cuidaron de mí?

— Sí.

—¡Oh, gracias, gracias!—exclamó María, llena de ese santo gozo de las madres que ven en salvo al hijo que creían perdido;—¡la elección no podía ser más acertada! ¡ahora llévese usted á mi hija... y déjeme morir!

El Marqués levantó á Lía entre sus brazos, y la aproximó al seno de su madre: quizá aquel hombre, cuyo duro corazón se había ablandado con el vehemente cariño que profesaba á Gustava; quizá aquel hombre comprendió, en aquel momento supremo, cuánto valía la mujer cuyo amor no había sabido conservar.

Al contacto de los labios maternales, despertó Lía y se echó á llorar.

— ¡Adiós! ¡Adiós, hija mía!—murmuró la moribunda:— ¡sé tú más dichosa que yo!

— ¿Por qué me dices adiós, mamá?—exclamó la niña;—¿á dónde te vas?

— Tú eres la que vas á venirte conmigo, mi amada Lía,—dijo el Marqués, de cuyos ojos brotaron dos gruesas lágrimas.

Y levantó de nuevo á la niña entre sus brazos.

— ¡No, no! ¡Yo no quiero dejar á mamá! ¡Yo quiero estarme con ella siempre!—gritó Lía, luchando por desasirse de los brazos de su padre.

— ¡Hija mía... yo voy á dormirme… y quedarás aquí sola!....—murmuró María con una tristísima sonrisa y con voz tan debilitada ya, que apenas se la oía.

— ¡No importa, mamá! ¡Todos los días, cuando yo duermo, me cuidas tú que no duermes jamás! ¡hoy que quieres dormir, te cuidaré yo!

No bien acababa la niña de pronunciar estas palabras, se oyó la campanilla del Viático.

Su madre la separó de su lado para recibir á Dios; pero Lía, desasiéndose de los brazos de su padre que querían contenerla, y como avisada por un instinto, superior á sus cortos años, de la solemnidad del acto que iba á presenciar, se arrodilló junto al lecho, cruzó las manecitas, y se puso á rezar con fervor las oraciones que su madre le había enseñado.

Cuando salió el sacerdote, ésta tendió de nuevo los brazos á la pobre niña, que corrió á refugiarse en ellos.

Media hora después empezó la agonía de la desdichada joven; agonía que el Marqués se vió obligado á presenciar, pues no quería salir de allí sin su hija: de este modo la mano poderosa de Dios le impuso el más rudo de los castigos, por la dureza y crueldad que había usado con la pobre María.

La madre de Lía luchó largo rato con las ansias que preceden á la separación del alma y del cuerpo; pero su agonía no fué amarga: hubo un instante en que, cruzando las manos con fuerza, miró al Marqués y luego á su hija con tan suprema expresión de angustia y de dolor, que aquél se lanzó hacia el lecho, y tomó aquellas manos ya con el frío de la muerte.

— ¡Comprendo esta última recomendación, María!—dijo.—No temas por nuestra hija: así que hayas cerrado tus ojos, haré mi testamento, legitimándola y declarando que hereda mi título; mi esposa tiene, para cuando yo muera, el suyo, que es mucho más pingüe y grandioso, y mi conciencia queda, por tanto, tranquila.

Un rayo de alegría volvió á brillar en los ojos de la moribunda; mas este relámpago fué cubierto por las sombras de la muerte.

Estrechó por última vez á su hija entre sus brazos, y espiró.

El Marqués besó sus ojos y los cerró piadosamente; en seguida tomó á Lía en sus brazos y se la llevó, á pesar de sus esfuerzos y de sus gritos.

CAPITULO IV

LÍA

Aquella misma noche fué el Marqués con su hija á casa de una señora viuda, y de las prendas más recomendables, que debía servirle de aya.

Rogóle que la guardase en su compañía, en tanto que se preparaba el palacio de su pertenencia que debían habitar, y en seguida volvió á su casa, y encerrándose en su cuarto, otorgó su testamento en los mismos términos que había ofrecido á María.

Declaraba en él ser Lía su hija legítima, y la dejaba heredera de su título, de todos sus bienes, y de las inmensas sumas depositadas en sus arcas.

Luego enseñó el testamento á su esposa, que lo aprobó en todas sus partes.

Gustava era generosa y además Princesa con estados en Polonia, que había dejado en manos de su padre, por su casamiento con el Marqués.

Muerto éste, pensaba volver á ellos, si es que le sobrevivía.

Ocho días después de la muerte de su madre, Lía y su aya entraron en un coche y fueron á apearse á la puerta de un hermoso palacio de la calle del Escorial; recibiólas un caballero de aspecto venerable al pie de la escalera; encontraron en las antecámaras una servidumbre numerosa, y en el salón de recibo al Marqués, que se había vestido de luto para instalar á su hija en su casa.

— Señora—dijo dirigiéndose á la buena aya, — le recomiendo á mi hija, que no tiene madre; ruego á usted que no tenga con ella ninguna condescendencia perniciosa, y que no use, por el contrario, de un excesivo rigor; sea usted justa, no severa, y ámela, pues la suerte ha sido avara para con ella de afecciones.

Calló el Marqués, y el aya, por toda respuesta, abrazó tiernamente á la pobre Lía, que, rigurosamente vestida de luto, contemplaba inmóvil aquella escena en que se trataba de su suerte.

— En cuanto á usted, señor Sorel — continuó el Marqués, dirigiéndose al anciano,— le encomiendo los bienes que desde hoy cedo á mi hija. Lía es, á la edad de seis años, dueña de su casa; cuide usted de que nada le falte, de que viva con el fausto que corresponde á la futura Marquesa de Selvaverde; pero ayude á su aya á conservarla separada del mundo; no teniendo madre, no le convienen amigas; hágale usted comprender que debe amar solamente á Dios, á la memoria de su madre, á su padre, á su tutor y á su aya; cuando cada día salga á dar un paseo, porque así es preciso para su salud, acompáñenla ustedes, y no la pierdan jamás de vista.

»Yo vendré á verla todos los días; pero no quiero que su presencia haga sufrir á la Marquesa, y así no permitirán ustedes jamás ni aun que se acerque á mi palacio.»

Dicho esto, el Marqués tomó de la mano á Lía y la condujo al aposento que se le había destinado para dormir; como todo el palacio, estaba adornado con una sencillez llena de riqueza y de buen gusto.

El Marqués condujo á su hija ante un velador situado en el centro de la estancia, cargado de dulces y de juguetes de todas clases; al verle, la pobre niña, que en la escasez en que había vivido al lado de su madre jamás pudo contemplar tanta riqueza junta, dió palmadas de alegría.

El Marqués aprovechó este momento de distracción, y abrazándola con ternura se despidió del aya y del tutor hasta el siguiente día.

Desde aquél, ni uno solo dejó el Marqués de visitar á su hija; la ternura que profesaba á Lía era extremada; habíale Dios negado hijos en su matrimonio, y esta razón hacía que amase doblemente á aquella hermosa niña.

Además, cualquiera hubiera dicho que el Marqués quería expiar, á fuerza de amor para la niña, el abandono en que había dejado á su pobre madre.

Lía justificaba por su parte todo el esmero del Marqués; jamás una belleza más cándida y risueña se unió á un alma más pura y generosa: una a legría constante formaba la base principal de su carácter; la ira no tenía jamás entrada en su corazón; amaba con intensa ternura á cuantos la rodeaban; su cariño para con su aya era tan solícito, tan tierno, tan nunca desmentido, que la buena señora, que había perdido á todos sus hijos, llegó á amar á Lía como una verdadera madre.

Seis años pasaron con la mayor tranquilidad. Lía recibió una educación correspondiente á su clase, y su vida retirada, su afición á los cuidados domésticos, y aquella tendencia á embellecer el hogar que había heredado de su madre, y que hubieran hecho de la pobre María una esposa angelical, la hicieron cultivar con esmero, no sólo la música y la pintura, sino también toda clase de labores de aguja.

Su talento, sin embargo, tenía más de elevado que de doméstico: como su madre, hacía versos, que luego guardaba ruborizada y cuidadosa en uua linda papelera de sándalo y nácar, regalo de su padre.

Tenía además otra costumbre: cada noche colocaba un intervalo de una hora entre la vida y el sueño, y, durante ella, escribía en un diario todas sus impresiones del día.

Si uno de nuestros críticos modernos hubiera tenido la fortuna de abrir la pequeña papelera de Lía y hubiera registrado aquellos manuscritos perfumados y llenos de una letra clara, menuda é igual, hubiera descubierto en ellos tesoros de poesía y de ternura, que por más que hubiese zaherido en público — pues la sabia crítica de nuestros días consiste casi siempre en hablar mal de todo, — no hubiera podido dejar de admirar en secreto.

Dos días después de cumplir Lía doce años, acometió á su aya una fiebre maligna, á cuyo rigor sucumbió á los ocho días.

El desconsuelo de la pobre niña fué inmenso: aquella excelente señora había sido para ella una tierna madre y una cariñosa amiga; había forma do su carácter y su corazón con el más solícito esmero, y había partido todos los pueriles dolores, todas las cándidas alegrías de la inocente Lía.

Al perderla, creyóse ésta sola en el mundo, y desde entonces su diario creció cada noche, pues depositaba en él todo lo que antes había confiado á su aya.

La buena señora había educado á Lía con tal pureza, que la prenda que más había desarrollado en ella era una excesiva sinceridad y una franqueza que dejaba asombrados á cuantos la veían por la primera vez; la mentira era, para aquella amable joven, un vicio desconocido: jamás ocultaba ni lo que hacía ni aun lo que pensaba, llegando á veces hasta un grado increíble de imprudencia, que no era fácil le perdonase el mundo cuando penetrase en él.

No se habían aún secado los ojos de Lía por la muerte de su aya, cuando perdió también á su padre: así quedó verdaderamente sola en el mundo con el buen Sorel, que la amaba con la mayor ternura, pero que no servía para prestarle ninguna protección moral.

No obstante, el Marqués previno, como buen padre, cuanta dicha le fué posible para el porvenir de su hija: concertó su matrimonio con el joven Conde de Fuenmayor, para cuando Lía cumpliese diez y ocho años, y veintiséis el Conde, y lo arregló con la Condesa madre, orgullosa señora que, antes de comprometer su palabra y el porvenir de su hijo único, le hizo ver á Lía sin que la joven se apercibiese de su presencia.

El joven Conde, que á la sazón contaba veinte años, se prendó de aquella encantadora niña de doce que prometía ser una belleza hechicera, y el casamiento quedó estipulado y firmados los contratos junto al lecho mortuorio del Marqués.

La Marquesa Gustava presenció la ceremonia con digna firmeza: vió que su esposo, en el contrato matrimonial de Lía, cedía á ésta su título y todos sus bienes, sin que su hermosa fisonomía se alterase con la más ligera sombra; es verdad que Gustava contaba sólo veinticuatro años, y poseía el alma más hermosa del mundo.

Acabada la ceremonia, el Marqués puso á su hija en los brazos de la Condesa de Fuenmayor y le rogó que sirviese á aquélla de madre, ya que quedaba huérfana; rogó también al joven Conde Enrique que la hiciese dichosa, y madre é hijo estrecharon á la pobre Lía contra su pecho prometiendo hacerla feliz.

En seguida la abrazó Gustava, puso en su mano un estuche de piel de Rusia con cerraduras de oro, y la acompañó hasta el coche de la Condesa que esperaba en el patio.

Lía volvió á su casa. Su padre había querido dejarla en libertad, debiendo, el día de su casamiento, pasar con su esposo á habitar su palacio solariego, siempre que la Marquesa Gustava no residiese ya en España ó no le hubiese reservado para sí.

En este caso, Lía y Enrique debían vivir en el palacio que aquélla ocupaba de soltera.

Lía, al llegar á su casa, y no obstante su pena, se apresuró á abrir el estuche que había deslizado en sus manos la Marquesa: contenía un soberbio aderezo de diamantes y perlas, aquéllos y éstas de un tamaño enorme y de una pureza sin igual; en el centro de la caja, y en una pequeña tarjeta de oro, se leía delicadamente grabado:

«Gustava, Princesa palatina de Sandomir, á Lía Girón, Marquesa de Selva-verde, en el día de sus desposorios.»

Lía supo apreciar en todo su valor tan delicado presente, y derramó lágrimas de ternura ante tal prueba de cariño, emanada de una mujer que, según las mezquinas leyes de la sociedad, debía aborrecerla.

Pero bien pronto vino á sacarla de su dulce distracción un enviado de la misma esposa de su padre, que la llamaba para que fuese á dar á éste el último adiós.

Lía entró en un coche con su tutor, que dió orden al cochero de conducirlos á escape al palacio del Marqués.

Cuando vió á su hija, se incorporó éste en el lecho, sostenido por Enrique de Fuenmayor que, considerándose ya esposo de Lia, no se separaba de su lado.

Lía se arrodilló junto á la cabecera, y el Marqués la bendijo, abriéndole en seguida sus brazos.

Después de tenerla algunos instantes entre ellos, la pasó á los de Enrique, é hizo señas á éste de que saliese con Lía de la estancia.

En seguida alargó sus manos á Gustava, que sollozaba á los pies del lecho.

— Ya he cumplido como padre... —dijo con acento debilitado. — Gracias á tu noble fortaleza, mi conciencia está tranquila... Ven tú ahora; ven, esposa mia... única mujer á quien sola y verdaderamente he amado... mis últimos momentos... son tuyos...

La Marquesa apoyó llorando su cabeza, cubierta de negros y lustrosos rizos, en aquel corazón, cuyos postreros latidos eran para ella; y sólo se separó de él cuando, dos horas después, entró el sacerdote para encaminar á Dios el alma del Marqués.

Gustava se puso de rodillas junto al lecho, teniendo siempre entre las suyas una mano de su esposo, y rezó con el moribundo las preces de los agonizantes.

Así permaneció hasta que el pulso dejó de latir.

Entonces se levantó y recogió en sus labios el último suspiro del Marqués.

Luego cerró sus ojos y se sentó junto al lecho, continuando en sus oraciones.

Cuando transcurridos dos días, fueron á buscar el cadáver, la Marquesa le envolvió en su sudario, y le colocó en el ataúd sin permitir que nadie tocase aquellos despojos queridos.

Después le acompañó al cementerio, y le vió colocar en el panteón de su familia.

Pasado un mes, recibió Lía la siguiente carta:

« Lía: tu padre duerme ya en su tumba el sueño eterno, y yo me voy á aliviar los últimos días del mío que sufre y es anciano. Sé tú dichosa; mas si alguna vez sufres, acude á mí, que siempre hallarás mi corazón abierto.