El ángel del hogar. Tomo II - María del Pilar Sinués - E-Book

El ángel del hogar. Tomo II E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

Segundo tomo de esta obra, que continúa la novela iniciada sobre el final del primero. La acción se sitúa en Londres. El avaro banquero Mr. Wilsson controla a sus oficinistas en condiciones de semiesclavitud. Rafaela, su joven esposa, declina en la soledad y la pereza. Hasta que su vida da un vuelco cuando tiene la oportunidad de instalarse en un castillo junto con Mistriss Simpson y su hija Enriqueta. Los dos tomos de El ángel del hogar pueden ser de gran interés para quien estudie las representaciones de las mujeres en la España del siglo XIX y/o adhiera a esos valores al día de hoy.

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Seitenzahl: 351

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

El ángel del hogar. Tomo II

ESTUDIO

Saga

El ángel del hogar. Tomo II

 

Copyright © 1859, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882117

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CAPITULO I.

El avaro.—Astucia generosa.—Consejos.—Recuerdos dolorosos.—Partida y llegada al castillo.

I.

Las once de la mañana del siguiente dia acababan de dar, cuando entró el doctor en el despacho de mister Wilsson.

No le encontró ahí. El banquero estaba en sus oficinas, donde muchos dependientes suyos llevaban sus libros de caja, y los cuales, gracias á su presencia, hacian chirriar las plumas sobre el papel con una maravillosa rapidez.

Es verdad que así que mister Wilsson volvia la espalda se cruzaban de brazos, hasta el momento en que temian de nuevo su visita. Ninguno le amaba ni le tenía la más leve simpatía. Ninguno sacaba utilidad del penoso y constante trabajo á que se entregaba, y la ocupacion continua, cuando sólo se desempeña por temor, llega á hacerse molesta y odiosa.

Los pobres muchachos, que acudían á las nueve de la mañana, apénas tenian tiempo para tomar un pedazo de pan y otro de pescado cocido, que envueltos en papeles, se llevaban en los bolsillos de sus mugrientas levitas.

Mister Wilsson ponia tasa hasta al corto tiempo que les era indispensable para masticar su frugal refrigerio. Cuando olvidaban por un momento la necesidad de su estómago, calmada por aquel insípido alimento; cuando olvidaban el frio de sus boardillas y las duras privaciones á que su pobreza les tenía sujetos, con la alegría y el apetito de sus pocos años, oian la voz seca y estridente del banquero, que les decia, segun su costumbre:

—¡Al trabajo, señores, al trabajo!

Entónces los infelices jóvenes guardaban en el fondo de su bolsillo el pedazo de pan duro y moreno, que con tanto placer mordían un momento ántes, y tomaban la pluma apresuradamente, temerosos de ser despedidos.

¡Hay en Lóndres tantos desdichados que solicitan un destino, por mezquino que éste sea! Los dependientes de mister Wilsson no dudaban de que quien diese pruebas de remiso ó perezoso, sería reemplazado al instante.

A las cinco de la tarde abandonaban el escritorio, y el que más sueldo tenía no cobraba más que tres libras esterlinas cada mes. Tres libras en Lóndres, esto es, unos quince duros de nuestra moneda, equivalen á comer pan y pescado salado cocido en agua, á vivir en un chiribitil húmedo é infecto, y á vestirse de los desechos de las prenderías. Sin embargo, todos aquellos desgraciados tenian padres, hermana ó esposa, y alguno, además de todo esto, dos ó tres criaturas.

¡Ah! ¡Miéntras haya miseria habrá avaros, esa polilla, que carcome como un cáncer nuestra sociedad!

II.

El doctor esperó durante algunos minutos á mister Wilsson, que entró por fin en su despacho.

Hacía algunos dias que se habia despojado de su redingote blanco, y á la sazon estaba vestido con su eterno frac azul, cuyo paño empezaba á descubrir la trama junto á las costuras.

—Vengo de avivar á esos tunantes, dijo sentándose delante de su mesa; si no los vigilara yo, enplearian cada dia un par de horas en su almuerzo.

La indignacion coloreó la noble frente del médico; pero hizo un esfuerzo sobre sí mismo, y contestó:

—Es V. muy digno de compasion, amigo mio, por la vida que lleva.

—¡Oh, pues no sabe V. hasta qué punto vivo esclavizado! repuso el banquero animado por las palabras del médico; soy solo para todo: mis criados me roban, mis dependientes descuidan los trabajos del escritorio, y no tengo á nadie que me descanse.

—¡Es verdad, es verdad! Por eso le compadezco á V., mi querido amigo. ¡Ah, si V. se hubiera casado con otra mujer, con una inglesa, por ejemplo!

Mister Wilsson miró con desconfianza al médico. Le habia creido siempre sobrado adicto á Rafaela, para que en esta ocasion le pareciese su lenguaje natural y sincero. Contentóse, pues, con dar un suspiro por toda contestacion, esperando, con su sagacidad habitual, á que el médico se descubriese más.

—Mistriss Wilsson me habia interesado, continuó el anciano; es más, me interesa aún, como una buena y sencilla criatura; pero conozco que no es la mujer que conviene á V.

Tampoco contestó á estas palabras mister Wilsson. Levantóse, y dirigiéndose á su bureau, dijo al médico:

—Perdone V. que no me haya acordado aún de pagarle sus cuidados por Rafaela y por mi hija; tantas atenciones me tienen trastornada la cabeza.

Al decir estas palabras, abrió el bureau, y tomó de uno de sus cajones diez guineas que presentó al doctor. Este sonrió, al ver la mezquindad de la paga, y luégo, separando con dignidad la mano del banquero, le dijo con dulzura:

—Guárdelas V., mister Wilsson: estoy recompensado con haberle podido servir de algo.

Brillaron los redondos y pequeños ojos del avaro, y los clavó con profundo asombro en el rostro venerable del doctor.

—Me intereso mucho por V., continuó éste; veo que es desgraciado, y quiero darle una prueba de mi afecto; además, ya le he dicho que me intereso tambien por su pobre esposa, y á hablarle acerca de ella he venido, que no á cobrar mis honorarios.

—Hable V., pues, dijo mister Wilsson, sentándose con más complacencia de la que hubiera empleado, á no mediar el desprendimiento del anciano.

Este parecia meditar, y luégo, fijando en el esposo de Rafaela una mirada dulce continuó:

—Ya he dicho que su esposa de V. no es la mujer que le conviene: que le sirve de carga más que de ayuda, y que la considero sólo como una pobre criatura de pocos alcances, aunque de muy buen fondo.

El avaro hizo un signo de asentimiento, y el médico, siguió en estos términos:

—Creo, amigo mio, que nuestro deber de cristianos es el de conservar la existencia de las personas á quienes la religion nos manda amar, aunque realmente no las amemos, ya porque ellas no se lo merezcan, ya por una natural antipatía del corazon.

Mister Wilsson no tenía corazon; mas, á pesar de eso, aparentó que comprendia muy bien las palabras del médico, y respondió con aire de convencimiento:

—Es verdad; pero, ¿qué existencia deberé yo conservar? ¿Cuál está amenazada?

—¡La de Rafaela! contestó el anciano con más calor del que hubiera querido manifestar.

Despues, calmando aquel generoso arranque con el enérgico esfuerzo del hombre de mundo, añadió friamente:

—Rafaela se muere; nacida bajo un cielo radiante é iluminado por un sol siempre hermoso y vivificador, su corazon se hiela bajo nuestras nieblas; su cabeza dolorida está destrozada; su estómagodebilitado y casi perdido el apetito, causa natural de su absoluta carencia de ejercicio.

—¿Y por qué no sale? repuso mister Wilsson con una ira que cubrió sus flacas mejillas de un encarnado repugnante y bilioso; ¿por qué no trabaja? ¿quién la obliga á que pase los dias sentada en un sillon?

—Su temperamento, su naturaleza muelle y perezosa. ¿Qué quiere V.? ¿Podemos nosotros perfeccionar la obra de Dios?

—¿Y qué hacér? ¡Yo no puedo darle la salud, si ella se empeña en no tenerla!

—Óigame V., amigo mio, dijo el médico aproximando más su sillon al de mister Wilsson; óigame V.: ¿necesita absolutamente en su casa la presencia de su esposa?

—Yo, no por cierto, doctor; ¿la veo yo acaso? ¿Sé de ella siquiera?

—Pues bien, escuche V. un plan, y dígame si lo aprueba.

Yo tengo una esposa y una hija, que viven en mi castillo conmigo, y son dos criaturas excelentes, á quienes debia parecerse su esposa de V. Catalina, mi mujer, es regañona, avara más bien que económica, laboriosa; en una palabra, lo que se llama una envidiable ama de su casa. Enriqueta, mi hija es un prodigio de instruccion. Sabe el frances, el aleman, el italiano y el español; tiene una erudicion asombrosa, pues ha leido mucho; no hay quien la aventaje en el conocimiento de la historia y de la geografía; podia ganar por oposicion una cátedra de matemáticas, y es capaz de componer un sermon mejor que muchos clérigos protestantes,

—¡Ah! ¡Quién hubiera hallado ese tesoro! exclamó mister Wilsson con un profundo suspiro. Yo buscaba capacidad ó dinero; sabia que esto último no lo tenía Rafaela; pero creí encontrar en ella instruccion bastante para ayudarme.

—Todos erramos alguna vez en la vida, amigo mio; paciencia: pero vamos á ver ¿no cree usted que Rafaela sería aún susceptible de aprender? ¿Qué edad tiene?

—Creo que no ha cumplido todavía veinte y dos años.

—Aun puede volverse otra; y para que vea usted cuánto me intereso en la felicidad de V., vengo á proponerle que me la deje llevar á mi castillo.

—¿Y ella querrá? preguntó mister Wilsson, en cuyos ojos brilló la alegría.

—Yo la convenceré; y allí al lado de Catalina y de Enriqueta cambiará quizá de carácter; en fin, ¿qué cuesta probar?

—Nada; sacrificaré sin mucha pena algun dinero para satisfacer á V. los gastos que le haga mi mujer, á trueque de que ella venga capaz siquiera de ser una buena y entendida ama de gobierno.

—No tiene V. necesidad de sacrificar nada; si consigo la cura moral y física de su esposa, me pagará V. los gastos cuando se la devuelva; si nada consigo, no quiero tampoco ninguna recompensa.

—Puede V., pues, llevársela cuando guste.

El médico, sin querer gastar más tiempo con aquel ruin personaje, salió del despacho y se dirigió á la habitacion de Rafaela.

III.

La jóven estaba levantada desde el alba. No era la misma que la víspera. La esperanza, aliviando las heridas de su corazon, habia comunicado á su rostro una paz y una calma que admiraron al médico, á pesar de su profundo conocimiento del corazon humano.

—He dormido cuatro horas, dijo Rafaela tomando con cariño y gratitud la mano del doctor.

—¿Tranquilamente? preguntó el anciano contando con cuidado los latidos del pulso de la enferma.

—¡Oh, sí! repuso ésta, con la mayor tranquilidad.

—Bien se conoce, dijo el médico soltando la mano de Rafaela con semblante satisfecho.

Y luégo añadió sonriendo con esa bondad que es la coquetería de las canas.

—Vaya, ¿te hallas con fuerzas para hacer los preparativos de la marcha?

—Pues qué, ¿nos vamos? exclamó Rafaela, en cuyas bellas facciones brilló la esperanza.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Así que tú estés dispuesta.

—¿Y mi hija?

—No me he atrevido á hablar de ella por hoy á tu marido; hubiera sido darle que sospechar, y todo estaba perdido.

Rafaela bajó la cabeza sin responder; pero el doctor, que le observaba atentamente, vió deslizarse dos gruosas lágrimas por sus blancas mejillas.

—Hija mia, la dijo volviendo á tomar sus manos; no te doy mi palabra formal de llevarte á tu hija, porque no sé si lo podré lograr; un hombre nunca debe prometer más que lo que está seguro de cumplir, y prefiero verte padecerá darte una esperanza vana. Sufre con valor, Rafaela; todos tenemos en este mundo una cruz más ó ménos pesada, y Dios quizá te ha deparado una que abrumará tus hombros; pero su bondad no te abandonará; el que no desampara á los pajarillos, el que cuida del más pequeño de los insectos que el agua produce ó que se oculta entre la grama, ¿se ha de olvidar de ti, querida hija mia? ¿Te habrá dado un corazon bueno y tierno sólo para sufrir? ¿Te querrá arrebatar completamente el único de tus goces, haciéndote desconocida á tu hija? No lo creas así; dudar de la bondad, de la justicia de Dios, es una impiedad que no merece perdon!

Rafaela lloraba en tanto que hablaba el doctor: pero habia levantado la cabeza, que en lo agudo de su pena doblara sobre el pecho, y sus lágrimas corrian con mucha ménos amargura que otras veces.

—Hija mia, prosiguió el anciano, continuando la dulce tarea de verter el bálsamo de sus palabras sobre aquel corazon enfermo y abatido: hija mia, si tú conocieras una pequeña parte de los dolores que yo he presenciado en esta vida, y de los que he padecido yo mismo durante mi larga carrera, no dudarias de la piedad de ese sér bienhechor, que preside desde el cielo nuestro destino.

Del seno de las más grandes amarguras brota á veces un rayo de esperanza, y el Señor aplica siempre la copa del consuelo á los labios del que va á fenecer ahogado por el dolor.

Yo soy uno de los hombres que más han sufrido en este mundo. Muy jóven aún, amé á una mujer buena, hermosa, dulce….. que se te parecia, en fin! No obstante, mi padre la aborrecia: y sin embargo, él era tambien bueno, justo y razonable.

En vano traté de vencer su resistencia: era anciano, y aquella antipatía estaba aferrada á su alma, fria ya por la edad, y calentada sólo con los rayos de mi cariño.

Mi padre dependia de mí, y me declaró que rehusaria todo socorro que viniese de mi mano, si me unia con aquella mujer. Este era el más poderoso, ó mejor dicho, el único medio de hacerme imposible aquella pasion y la felicidad que en ella disfrutaba. Conocia á mi padre, y sabía que ántes se dejaria morir de hambre que deber á su hijo desobediente un pedazo de pan.

Desistí. Durante largos años me he preguntado despues el motivo de aquella aversion de mi padre hácia la angelical criatura, que hubiera sido para él la mejor y más cariñosa de las híjas, y jamás pude encontrarle.

Fuí á ver á mi amada, y apuré la amargura de decirle que no podia casarme con ella. Me oyó tranquila y resignada en la apariencia; pero la palidez de su semblante me hizo conocer lo que sufria.

¡Oh, Dios mio! prosiguió el doctor llevándose las manos á la frente con una expresion de dolor ardiente y concentrado que asustaba, al ver sus blancos cabellos: ¡Dios de los buenos! ¡Cuándo borrarás en mí la memoria de aquella aciaga hora! ¡Cuarenta años han pasado, Señor, y áun veo ir subiendo la densa palidez de la muerte á las facciones de aquella mujer, y áun veo irse anublando la luz de sus ojos, y áun veo temblar sus labios, como las hojas de una rosa batidas por el vendaval!

Calló el anciano: sepultó entre ambas manos su rostro venerable, y un profundo sollozo salió de aquel pecho, que aún guardaba, con tan generoso sentimiento, el recuerdo de su primer amor.

Los corazones nobles, amantes y entusiastas, no envejecen jamás. La religion de los recuerdos es en ellos tan poderosa y conmovedora, como la realidad de sus tiempos de amor. Levantan un altar en el fondo de su alma al sér que amaron, y allí le dan culto toda su vida.

Despues de una larga pausa, alzó el doctor la cabeza, y continuó de esta suerte:

—Vi á aquella criatura, á quien amaba sobre todo lo criado, hacerme con la mano una imperiosa señal para que me retirase. Ni una palabra me habló: ¿pero qué importaba? Yo habia asistido allí, á la agonía y á la muerte de su corazon, de aquel corazon, por cada uno de cuyos latidos hubiera dado yo muchos años de vida.

Salí á la calle loco; llevaba el cabello erizado y la frente cubierta de un helado sudor. Nada veia, nada oia; y, sin embargo, en el fondo de mi corazon se alzaba una voz que me gritaba:

—¡Has hecho bien! ¡Has hecho bien!

Llegué á la presencia de mi padre, y á pesar de aquella voz consoladora, caí á sus plantas como muerto. Cuando la fiebre que me estuvo devorando durante un mes dejó libre mi cerebro, supe que la mujer, á quien tanto habia amado, habia muerto parael mundo y para mí, tomando el velo en uno de los conventos del condado de Khent.

Seis años más tarde murió mi padre bendiciéndome, y poco despues me uní á Catalina Parry, cansado de la soledad en que la muerte de mi padre me habia dejado.

—¿Encontró V., por fin, la felicidad, señor? preguntó Rafaela tomando afectuosamente la mano del médico, y profundamente conmovida de la alteracion que demostraban aún sus facciones.

—Sí, respondió él; la felicidad, hija mia, existe sólo en el convencimiento de obrar bien! sólo en la tersa superficie de la conciencia pueden embotarse los dolores de la vida, y el bueno puede desafiar los pesares todos de la existencia, seguro de que nunca le ha de faltar consuelo en su propia razon.

Luégo he sufrido aún: he perdido á seis hijos, y, entre ellos, á uno que entraba en la carrera de la vida adornado con los más preciosos dones del cielo. Tenía veinte años cuando le perdí, y su talento era sólo comparable á la excelencia de su corazon y de sus sentimientos: mi ciencia no pudo salvarle, y le cerré los ojos y le depositó en su ataud, llorando sangre de mi corazon.

La muerte de cada uno de mis hijos ha dejado una honda herida en este pobre corazon tan combatido, tan destrozado ya, casi desde que empezó á darse cuenta de sus latidos; pero la solícita ternura de Catalina ha hecho mi vida soportable, y el amor de mi hija me ha hecho bendecir siempre la bondad de Dios.

No sé, Rafaela, si el eterno dispensador de las venturas humanas creerá que no te conviene la de vivir con tu hija: en ese caso, resígnate, y si la ves alguna vez, procura grabar en su alma la conformidad con los designios del Todopoderoso. Que todas tus palabras para Alicia sean de paz y de mansedumbre; inspírale amor á su padre, porque quizá él, por sí mismo, no se haga querer de esa niña; siempre que puedas abrazarla repite á su oido las máximas del deber y de la virtud, en vez de emplear el tiempo en locos trasportes de ternura; y de ese modo, cuando esté léjos de ti, pensará en su madre como en un sér benéfico y querido; de ese modo conjurarás la indiferencia y el menosprecio que hácia ti despertarán en su corazon las manos venales y oficiosas que la manejen, y no se extinguirá en su pecho la santa semilla del amor filial.

—¡Oh, señor! exclamó Rafaela; todas las palabras que se escapan de los labios de V. caen en mi corazon refrescándole y consolando su amargura; ¿qué poder tienen los razonamientos de usted para aliviarme así?

—Esa es la única ventaja que queda á los que han sufrido mucho, hija mia, dijo el doctor levantándose y sonriendo melancólicamente; sabemos aliviar los dolores de los demas, y así olvidamos alguna vez los nuestros.

El médico estrechó las manos de su protegida, y salió para dejarla en libertad de hacer sus preparativos de viaje. . . . . . . . . . . . . . . . .

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Dos horas despues subian ambos á un carruaje que debia conducirlos al castillo de Simpson, nombre que tomaba del apellido del médico.

Rafaela lloró mucho al abrazar á su hija, lo que hizo delante de su marido, que la despidió friamente á la puerta de la casa.

Poco á poco la vista de la campiña, bañada por un radiante sol, y las dulces palabras del médico, calmaron su espíritu, y llegó triste, pero tranquila, al castillo de su bienhechor, cuya familia les esperaba impaciente en la puerta.

CAPITULO II.

Mistriss Simpson y su hija.—El castillo.—Lazos del corazon.— Alicia.—Diplomacia del doctor.

I.

La esposa y la hija del doctor no eran lo que su esposo y padre habia dicho á mister Wilsson. Más aún: eran todo lo contrario.

Mister Wilsson habia consentido en que Rafaela pasase con ellas una temperada, halagado con la esperanza de que aquélla aprendiese, á su lado, á ser ó una buena ama de su casa, segun la acepcion que él daba á esta palabra, ó una mujer instruida y apta para los negocios del escritorio. Es decir, esperaba que se convirtiese en una mujer regañona, grosera é intolerable, ó en un usurero con faldas.

Desgraciadamente para él, si la bella y delicada criatura que le habia tocado en suerte, hubiera necesitado de dulzura y sencillez, en ninguna parto la hubiera podido aprender mejor que en el pobre y vetusto castillo del médico.

Al bajar Rafaela del carruaje, halló, para apoyarse, la blanca y gruesa mano de mistriss Simpson y los torneados hombros de miss Enriqueta, su hija.

La señora Catalina habia cumplido ya los cincuenta y dos años de su edad. Era alta y corpulenta, y en su semblante, blanco y rosado, se reflejaba la paz profunda de un alma, cuya hermosura nunca habia sido alterada por un mal pensamiento.

Sus cabellos, que hablan sido del más hermoso matiz dorado, estaban casi blancos, pero nada habian perdido de su riqueza y abundancia: partíanse en la frente, y luégo bajaban á lo largo de sus mejillas en dos gruesas trenzas, hasta perderse entre los pliegues de una gran cofia de linon blanco.

Llevaba un vestido de seda gris, un delantal negro, tambien de seda, y una gran pañoleta de linon, como la cofia, que dejaba ver una cruz negra, pendiente de un terciopelo del mismo color, que rodeaba su cuello.

Miss Enriqueta se parecia mucho á su madre; era alta, pero poseia toda la graciosa esbeltez de sus diez y siete años. Sus cabellos largos, blondos y sedosos, estaban rizados por la mano cariñosa de la señora Catalina. Tenía los ojos azules y la nariz perfecta, lo mismo que la boca, que era diminuta y sonrosada. Sus manos eran afiladas y blancas, y en toda su persona reinaba esa gracia algo fria, pero delicada y llena de dignidad, que es el principal adorno de las mujeres inglesas. Vestía un traje blanco y liso, sujeto á la cintura con una cinta azul.

Rafaela dejaba vagar sus ojos de la madre á la hija y no se cansaba de contemplarlas. Habia en ámbas cierta especie de mesurada dulzura y una expresion de dicha tranquila, que ella no habia visto ni habia sentido jamás.

Por su parte, mistriss Simpson y su hija contemplaban á la viajera con dulce interes, y no bien se hubo apeado, miss Enriqueta le ofreció el brazo y la condujo al salon, siendo seguidas ámbas por el doctor y su esposa.

II.

—Catalina, dijo el médico á su mujer no bien se hubieron sentado; considera á esta jóven como á nuestra Enriqueta; es mi hija mayor y espero que la mires lo mismo que si fueras su madre.

—Entónces, hija mia, repuso mistriss Simpson dirigiéndose á Rafaela, me dispensarás de los cumplidos y permitirás á Enriqueta que te llame hermana, ¿no es verdad?

Rafaela besó por toda contestacion la mano de la señora Catalina, y dejó caer en ella una lágrima.

—Mucho has debido sufrir, hija mia, prosiguió mistriss Simpson; sólo los que han sido desgraciados lloran cuando se les demuestra amor; en el corazon de las personas dichosas se alberga siempre mucha indiferencia.

—Sí, he sufrido mucho, señora, contestó Rafacla; y sólo me aqueja el temor de venir á entristecer esta casa con el espectáculo de mis penas.

—Mi madre y yo consolaremos á V., señora, y si no podemos lograrlo, lloraremos juntas; observó la hija del doctor.

—Vé, Enriqueta, dijo el señor Simpson; conduce á Rafaela á su cuarto, y que se acueste, porque necesita descanso; yo tengo que hablar con tu madre, y luégo iremos al cuarto de Rafaela.

Las dos jóvenes salieron del salon y atravesaron una galería entoldada de pámpanos, que daba entrada á varias habitaciones de la casa. Enriqueta abrió una de las muchas puertas que se veian en ella y penetró con Rafaela en un cuartito fresco, blanqueado y amueblado con extraordinaria sencillez.

—Este es su cuarto de V., amiga mia, dijo á Rafaela; está inmediato al mio y puede llamarme á cualquier hora del dia y de la noche que me necesite.

—No sé, en verdad, señorita, cómo agradecer tantas bondades, dijo mistriss Wilsson dejando vagar sus miradas por aquella sencilla habitacion, á través de cuyas ventanas abiertas se distinguian las montañas de Escocia cubiertas de nieve y heridas por el sol.

Tanta era su distraccion, que no advirtió que Enriqueta la iba desnudando.

—Por Dios, señorita, ¿qué hace V.? exclamó Rafaela confusa.

—Mejor será, dijo Enriqueta, que nos llamemos de tú; ¿no me ha encargado mi padre que nos miremos como hermanas?

—Es verdad, contestó Rafaela; y yo tendré en ello mucho gusto, y mi corazon recibirá un inmenso beneficio; pero deja que me desnude yo.

—Aquí, dijo Enriqueta, tenemos sólo dos criadas ancianas que han servido á mis padres desde que se casaron, y que, demasiado toscas para servir de camareras, te disgustarian, querida Rafaela; por eso te ruego que me permitas ayudarte.

—¡Ah! exclamó mistriss Wilsson con efusion: no creas, querida Enriqueta, que pueda molestarme ninguna muestra de interes, de cariño ó de complacencia, cualquiera que sea la persona de quien venga; he sido siempre tan desgraciada, y he visto en derredor mio tan poco amor, que estoy ansiosa de él.

—Entónces, amiga mia, repuso Enriqueta, aquí te hallarás bien. Mi madre es sencilla como una campesina, pero amorosa y buena; yo creo que lo soy tambien, porque, educada por ella y por mi excelente padre, no podia tampoco ser otra cosa; además que, desde el instante primero en que te he visto, una simpatía irresistible me atrae hácia ti.

Enriqueta, al decir estas palabras, acabó de abrochar en el torneado cuello de Rafaela una bata de dormir, y despues la ayudó á acostar, arropándola con el mayor esmero.

Aún hablaban las dos nuevas amigas cuando entraron el doctor y su esposa, y poco despues se presentó una de las ancianas sirvientes con un vaso de leche caliente, colocado en un plato de loza blanca.

El señor Simpson hizo que Rafaela la bebiese, en tanto que la señora Catalina encendia una lamparilla colocada sobre un velador, y despues de desear á su huéspeda una noche feliz, se retiraron todos, despidiéndose hasta el siguiente dia.

III.

Dos meses se pasaron para Rafaela en el castillo del doctor con la rapidez de un sueño.

La existencia en él era, sin embargo, bien monótona, y hubiera parecido insoportable á cualquiera otra que no fuera mistriss Wilsson.

Pero, ¿qué mujer de alma tierna y piadosa no halla recursos en sí misma? Más que á la mujer realmente desgraciada, compadezco yo á la mujer que se fastidia; porque, ¿hay algo comparable á esa helada indiferencia hácia todas las cosas que nos rodean? ¿Hay algo peor que esa falta de sentimiento, ó esa falta absoluta de aspiraciones y de calor en el corazon?

Preferible es, á mi modo de ver, el sufrir las mayores penas, á esa ausencia completa de sensibilidad y de afectos, á ese hastío hácia todo aquello que forzosamente ha de rodearnos.

Rafaela era de las mujeres privilegiadas que pueden sufrir mucho, pero que no pueden fastidiarse jamás. Conjuraba ella la monotonía de la vida del castillo con los recursos de su propia imaginacion.

Bordaba, leia, se paseaba áun en los dias nebulosos, tan frecuentes en aquel clima, y tocaba sus sonatas favoritas en el piano de Enriqueta. Como todas las mujeres de alma tierna, dedicaba algunas horas del dia á la oracion; y cuando la memoria de su hija la perseguia demasiado, cuando el dolor y el desaliento invadian por completo su espíritu, rezaba tambien, y la oracion traia á sus ojos un llanto copioso que la aliviaba.

No obstante, aquel recuerdo punzante estaba siempre en su alma; no habia una hora, un instante en que no viese la imágen de su hija, orahermosa y risueña, tendiéndole los brazos, ora enferma y moribunda, con su pálida cabecita recostada en el seno mercenario de mistriss Beld.

El doctor participó un dia en la mesa que tenía que marchar á Lóndres para atender á la cura de uno de sus antiguos clientes. Aunque aquel excelente anciano se habia formado ya una renta suficiente para sus modestas aspiraciones, no habia podido desentenderse de algunas de sus relaciones, y visitaba á sus amigos, siendo en casa de uno de estos donde mister Wilsson le conoció, y le rogó que fuese á ver á su esposa.

El avaro creyó desde luégo que sería mucho ménos caro un facultativo que vivia en el campo que uno de Lóndres, y se ha visto que el éxito sobrepujó á sus esperanzas, puesto que el doctor Simpson nada quiso admitir por los cuidados que habia prodigado á Rafaela.

Al participar el doctor á su familia su próximo viaje, Rafaela le miró de un modo tan triste y expresivo, que el doctor le contestó comprendiéndola:

—Ten confianza en mí, hija mia.

Rafaela enjugó una lágrima de gratitud, y la señora Simpson preguntó á su esposo que cuánto creía que podría durar su ausencia.

—Un mes á lo más, contestó el doctor: confio curar en ese tiempo á la persona que me necesita.

Mistriss Simpson y Enriqueta, acostumbradas á las frecuentes ausencias del médico, continuaron comiendo y hablando de otras cosas con tranquilidad; mas Rafaela pensó con secreto terror en el aislamiento moral en que iba á dejarla la ausencia de su amigo. Éste la miró, y comprendió su pensamiento, pues leia en aquella alma como en un libro que él mismo hubiese escrito.

—Vamos á dar un paseo por el parque, hija mia, dijo al levantarse de la mesa, y en tanto que su esposa y su hija guardaban metódicamente los platos sobrantes de la comida.

Rafaela apoyó su delgada mano en el brazo del doctor, y bajaron al jardin.

Hacia una hermosa noche. La luna pasaba sus plateados rayos por entre el ramaje de los árboles, é iba á herir con sus reflejos el pálido y hermoso semblante de Rafaela y el venerable del doctor. Una fuente cercana caia murmurando en un pilon de piedra blanca, y los pájaros cantaban al derredor, como regocijados por el sonido del agua.

Durante algun tiempo, ni el doctor ni Rafaela rompieron el silencio que reinaba, y al que la noche daba cierta poética y melancólica solemnidad. Rompióle por fin mister Simpson, y habló así á la jóven:

—Rafaela, sé que mi ausencia va á dejarte triste, y por lo mismo quiero preparar tu corazon á soportarla.

Ella no contestó, y el médico siguió hablando, seguro de que sería escuchado en silencio.

—Ya te dije, hija mia, el dia mismo que precedió á nuestra salida de Lóndres, ya te dije aquel dia, en que te descubrí las más hondas llagas de mi corazon, que te parecias á la mujer á quien amé como si hubieras sido su hija.

—¿Qué fué de ella? preguntó vivamente Rafaela rompiendo el silencio contra la esperanza del médico.

—¡No lo sé! respondió éste sombriamente; ¡no lo he sabido jamás! ¿Para qué? ¡Ella habia muerto para mí, y felizmente para el mundo tambien! Pero volvamos á lo que tenía qne hablarte, hija mia: te he dicho que te pareces á Carlota en cuerpo y alma.

—¡Carlota! gritó Rafaela parándose de súbito. ¡Carlota era, señor, el nombre de mi madre!

—¿Qué dices? ….. repuso el médico palideciendo como si fuese á morir.

Luégo pasando la mano por su calva frente murmuró:

—¡Sueños vanos! ¿No me dejareis tranquilidad ni áun en la vejez?

IV.

Reinó de nuevo el silencio. Rafaela, agitada, parecia sumergida en un mar de pensamientos. En cuanto al doctor, se ocupaba en vencer, con la fuerza de su voluntad, la tempestad que se alzaba con sordos mugidos en su corazon.

—Volvamos á la vida real, dijo al fin con triste sonrisa; te he dicho, Rafaela, que estoy acostumbrado á leer en un alma y en una fisonomía que se parecian á las tuyas, y que leo en éstas como leí en aquéllas. No me lo niegues, hija mia; tú me echarás de ménos, y te encontrarás solitaria entre mi mujer y mi hija: mi mujer ocupada en hacer queso, en batir manteca y en tejer medias para mí. Mi hija, que cifra su vida en coser con primor mis camisolas, en arreglar cuatro veces al dia los juguetes de loza y china de su velador, en dibujar una flor, y que aunque está para casarse con su primo Allan, de Escocia, se casaria sin pena con un doctor irlandés, si yo le dijese que tal enlace me convenia.

—¡Ah, señor! exclamó Rafaela, es V. injusto con ellas; ¡son tan buenas!

—Lo son, en efecto, hija mia, y yo soy el primero en reconocer su bondad; pero ¿basta esto para llenar tu vida? ¿Ha bastado para llenar la mia? ¡No! ¡Han sabido curar las sensaciones dolorosas; pero no han alcanzado á darme otras gratas! Y créeme, hija mia….. vale más sentir un agudo dolor, que experimentar el vacío en torno nuestro.

—¡Demasiado lo sé! murmuró débilmente Rafaela.

—¡La inteligencia! ¡Oh, la inteligencia! exclamó el anciano deteniéndose y levantando al cielo su semblante venerable, sobre el cual caian á plomo los rayos de la luna; ¡la inteligencia es, oh Dios mio, un rayo de luz caido de tus ojos! ¡Y cuando está unida á la sensibilidad y á la poesía del alma, es una misma parte de tu sér!

—Pero su esposa de V. y su hija son buenas y sensibles, amigo mio, dijo tímidamente Rafaela.

—¡Es verdad! contestó el anciano. ¡Es verdad! pero mi casa está helada, como lo están muchos palacios de magnates, en los cuales hierve la riqueza, y en los cuales, sin embargo, he sentido enfriarse mi corazon.

Prefiero sentir en rededor mio el bramido de las pasiones, á la calma de los sepulcros. Quiero la virtud sentida, no rutinaria. La quiero amada, no impuesta. La quiero por conviccion, no por costumbre. ¡Si no te hubiera hallado á ti, quizá, hija mia, hubiera yo muerto muy pronto!

—¡Ah, señor! ¡Ah, padre mio! exclamó la joven cubriendo de besos y de lágrimas la mano del anciano: ¿con que aún vale para alguna cosa esta desdichada, á quien han quitado hasta su hija?

—Te han quitado á tu hija porque temian que la hicieses, con tu ejemplo, demasiado buena, demasiado tierna, demasiado sensible, y porque su padre quiere hacerla tan ruin como él. ¡Pluguiese al cielo que yo pudiera evitarlo!

—¡Dios pagará tan hermosos deseos, ya que yo no pueda hacerlo! murmuró Rafaela.

—Tú me has pagado y me pagas con usura, si te he hecho algun bien, hija mia: ¿en quién, sino en ti, he hallado yo ese iman que apega á la vida y la hace ver á traves de un rosado prisma? Y ¿qué nombre daremos al sentimiento que me liga á ti? El loco mundo, el mundo ruin y calumniador le llamaria amor quizá; pero yo, si le llamo amor, le llamaré amor de padre, que es el único que le conviene.

—¿Será posible que me ame V. como á Enriqueta? preguntó cándidamente Rafaela.

—¡Te amo más, ó te amo mejor, hija mia! por más que se diga, el cariño de los padres y de las madres no es tan ciego como se cree, y está casi siempre en relacion con las cualidades y con el carácter de los hijos: además, Enriqueta tiene tres personas que la amen, su madre, yo y su prometido: en tanto que tú no tienes á nadie más que á mí que te quiera, y á quien querer: su naturaleza es, por otra parte, muy distinta de la tuya; tiene un organismo inglés, que, para desgracia mia, no ha querido concederme la Providencia; tú necesitas mucho amor, ella se contenta con muy poco: dejadme, pues, que os quiera á entrambas como padre, pero que os quiera á cada una segun lo necesita.

El médico, al pronunciar estas palabras, vió venir por una de las calles del parque á su mujer y á su hija.

—Escríbeme todos los dias, dijo á Rafaela conociendo que toda intimidad iba á desaparecer de la conversacion: yo voy á ver si puedo traerte á tu hija cuando vuelva aquí.

El paseo continuó, pero ya no se trató sino de asuntos generales. A las diez volvieron todos al castillo, y cada uno se retiró á su cuarto, pues el señor Simpson debia marchar á Lóndres al amanecer del siguiente dia.

Rafaela, poseida de una profunda tristeza, durmió muy poco, y la aurora la encontró apoyada en la ventana de su cuarto, desde la cual oyó partir el carruaje del doctor.

V.

Aquel mes lo pasó mistriss Wilsson casi en la misma soledad para su corazon en que siempre habia vivido. ¡Extraña fatalidad empujaba sin cesar á aquella mujer hácia los séres que ménos podian comprenderla!

No obstante, sus ojos disfrutaban mayor solaz allí que en la sombría habitacion que habia ocupado en casa de su esposo. El castillo, aunque triste, era vasto, y su gran jardin y su extenso parque le permitian pasearse, hasta que el cansancio del cuerpo dominaba á la melancolía del espíritu.

Además esperaba á su hija. ¿Qué madre no se resigna á todo, ante la perspectiva de ver y abrazar, en un término breve, á la hija que apénas conoce?

Sólo un temor anublaba aquella celeste esperanza; pero horrible. Era el temor de no verla realizada.

Por fin se oyó una tarde el rumor de un carruaje. Rafaela conoció en los latidos de su corazon que era el del doctor. Pero sus huéspedas, sólo cuando vieron asomar un pañuelo blanco por una de las portezuelas supieron que se acercaba su padre y su esposo.

Mistriss Wilsson se lanzó á la ventana y miró ansiosamente al fondo del coche. El doctor no venia solo. A su lado distinguió Rafaela la papalina negra de mistriss Beld, y cerca del seno del anciano, una cabecita infantil cubierta con un gorrito de encajes.

Bajó como un relámpago, y el doctor puso á Alicia en los brazos de su madre. Inútil será que yo trate de describir los trasportes de Rafaela: las madres lo comprenderán sin que yo los explique. Las que no lo sean, no los podrán comprender jamás.

Riendo, llorando y cubriéndola de besos, pasó mucho rato; en tanto que la niña lloraba, viéndose apretar por aquella mujer desconocida, y en tanto que mistriss Beld la miraba con aire irritado.

La niña era muy bonita: tenía, como su madre, los ojos azules y el cabello negro, y en la tierna edad de cinco meses, que contaba, era imposible hallar más viveza y gracia. Poco á poco fué cesando en sus llantos y en sus gritos, y correspondió con risas á las caricias de su madre. Mistriss Simpson y Enriqueta miraban tambien aquel hermoso cuadro, y sólo Rafaela se acordó de preguntar al doctor, cuando vió que iba á retirarse:

—¿Y el enfermo?

—¡Curado! respondió el doctor, pasmado de aquella sensibilidad de corazon, que hacía á Rafaela acordarse de las penas de los demás en medio de la alegría mayor que en su vida habia sentido.

Cuando llegó la noche, la cuna de Alicia fué colocada junto al lecho de su madre, que, por mirarla, no pudo dormir ni un instante. Al dia siguiente, mistriss Beld escribió al esposo de Rafaela este billete:

«Milord: La señora no deja un momento á su hija: apénas la he tomado desde ayer en mis brazos, y hasta la noche la ha pasado en el lecho de su madre.

»Creo de mi deber avisarlo á vuestra gracia, y soy, sin más por hoy que comunicarle, su humilde criada,

Jenny Beld.»

El criado que llevó esta carta trajo otra; pero no para la nodriza. Era para el doctor, y decia así:

«Querido amigo: Como V. me habia anunciado, ya ha empezado mistriss Beld con sus chismes; creo, como me aseguró, que por este medio quiere hacérseme precisa y sacarme dinero; así, pues, le suplico que evite que me traigan ninguna carta suya.

» Fio del todo en V.

»Soy suyo sincero y buen amigo,

Ricardo Wilsson.»

CAPÍTULO III.

Vuelta á Lóndres.—Mary.—Carácter de Alicia.—Prevision de madre.—El dia del ángel San Rafael.—Amor filial.—Rosas y diamantes.—La cartera.

I.

Un año permaneció Alicia al lado de su madre sin que mister Wilsson fuese una sola vez al castillo en el trascurso de este tiempo. Tranquilo con las cartas del doctor acerca de la robustez y excelente salud de su hija, y del apartamiento absoluto de Rafaela, en que la hacía vivir, nada más necesitaba saber, y se entregaba á su pasion dominante: la de acumular oro.

Sin embargo, el doctor Simpson tenía ganada á la nodriza. Apénas Alicia cumplió un año, avisó el médico á mister Wilsson la necesidad de desmamar á la niña, y le hizo presente tambien que, estando muy encariñada con mistriss Beld y careciendo esta mujer de familia, le parecia conveniente que se quedase al servicio de la pequeña Alicia. Mister Wilsson consintió gustoso en todo esto, y hubiera consentido del mismo modo en cuanto le hubiese propuesto el doctor, á quien creia haber interesado con su desgraciada suerte.

Achaque muy comun es la credulidad en las personas egoistas. Sin saber por qué, creen que interesan al mundo entero en su favor, y merced á la astucia y á la lisonja, se les engaña con la mayor facilidad.