Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En Torres de Berrellén, un pueblo aragonés, viven con su madre viuda Florencia y Trinidad, dos hermanas jóvenes que se quieren mucho pero difieren drásticamente en aspecto y personalidad. El libro trata en buena medida de sus amores, sus maternidades, los efectos que cada una de ellas producen en su familia, los vínculos con otra gente del pueblo. María del Pilar Sinués lleva a las páginas de la El lazo de flores algunos personajes y lugares de su infancia, observados desde una literatura decimonónica que se proponía producir a la vez mensajes morales y entretenimiento.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 227
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
María del Pilar Sinués
Saga
El lazo de flores
Copyright © 1862, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882087
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Á LA EXCMA. SRA. CONDESA DE SAN ANTONIO,DUQUESA DE LA TORRE.
Tiempo hace, señora, que tengo contraida con V. una deuda de gratitud y no es, por cierto, poniendo su esclarecido nombre en la primera página de este libro, como creo satisfacerla: la obra que hoy le ofretco vale muy poco; es una flor fresca, pero humilde, de los campos en que se meció mi cuna, que ha vivido al calor de mis recuerdos, porque yo, niña débil y enfermiza, he habitado en un risueño valle y he visto y oido á todos los personages que figuran en esta historia.
Pongo, pues, el dulce nombre de V. al frente de estas dulces memorias mias, al mismo tiempo que al frente de la Biblioteca moral y recreativa que recopilará casi todas mis obras, y creo así colocarlas bajo una egida segura, pues yo, que tan amante soy de mi sexo, veo en V. el ideal de cuanto bello, noble y poético reune la mujer.
Si estas páginas le proporcionan algunos momentos de solaz; si su hermosa hija encuentra algun dia en ellas lecciones saludables, esa será la única recompensa á que aspira la que se repite de V. apasionada amiga
S. S. Q. B. S. M. Maria del Pilar Sinués de Marco.
Una familia bien unida.
La señora Baltasara Gil era una honrada viuda, de edad de cuarenta y ocho años, que vivia en compañía de su padre, el señor Pedro, y de sus dos hijas, Florencia y Trinidad.
Estas dos niñas se llevaban dos años: Florencia cumplia diez y nueve dos dias antes de hacer Trinidad los diez y siete, y ambas se amaban tanto que eran el modelo de las hermanas, y la envidia de las madres cuyas hijas no vivian en buena armonía.
Sin embargo, las jóvenes no se parecian absolutamente en nada, ni en carácter, ni en figura: Florencia era, como su madre, alta, gruesa, y en estremo fea: sus cabellos, negros y encrespados, eran abundantes, pero ásperos como la crin de un caballo: tenia la nariz muy corta, la boca muy grande, los ojos pequeños, la frente estrecha, las manos y los piés enormes; y á no ser por su aseo y por su aire de bondad, nadie hubiera mirado á la pobre muchacha.
Por un triste capricho de la naturaleza, sus pequeños y hundidos ojos eran azules, lo que hacia el mas feo contraste con su tez gruesa, encendida, y tan morena que parecia negra.
Trinidad era de talla mediana y esbelta: sus cabellos, de un castaño claro, eran suaves, lucientes y con hermosos reflejos dorados: tenia los ojos pardos, rasgados y guarnecidos de largas pestañas rizadas: su boca, roja y fresca, se asemejaba á la entreabierta flor del granado: su nariz delicada y su linda frente eran encantadoras; y su talle, sus manos y sus piés tenian una rara perfeccion.
Florencia—como ya he dicho—se parecia á su madre: Trinidad era el retrato de su padre, difunto ya hacia trece años, pero de cuya gallardia se acordaban aun todos sus amigos al ver á su hija menor.
La señora Baltasara era una mujerona fornida, alta, y con una voz muy gruesa: su cara, del todo igual á la de Florencia, respiraba bondad; comia mucho, trabajaba mas, y no bebia mas que agua.
Siempre estaba cantando ó riendo: nadie la habia visto triste mas que el dia de la muerte de su esposo, Matias Carmona, hombre de bien á carta cabal, y á quien ella habia dominado siempre, si bien con un yugo muy dulce y alegre.
Baltasara amaba en estremo á sus dos hijas, aunque no pasaba media hora sin que las regañase; pero daba cuatro gritos, y en seguida se quedaba tan contenta.
Para quien Baltasara guardaba todos sus cariños y ternezas era para el señor Pedro, su padre, hombre de unos setenta años, alto, flaco, sério y lo mas avaro del mundo.
El tio Pedro adoraba á sus nietas, sobre todo á Trinidad: y aunque, á imitacion de su hija, las reñia á menudo, las alababa sobre manera cuando ellas no estaban delante.
Ya es tiempo de que diga á mis lectores que esta honrada familia vivia en Torres de Berrellen, pueblo muy pequeño del reino de Aragon, en el cual el señor Pedro egercia hacia sesenta años el honrado oficio de tejedor, y cultivaba ademas algunas tierrecillas: es decir, cuidaba de lo que hacian dos peones, pobres padres de familia á quienes ocupaba una parte del año por un módico jornal.
Este jornal, sin embargo, era mayor que el que se da generalmente en las aldeas, pues llegaba á cinco reales, y á veces á veintitres cuadernas ( 1 ).
Los dos pedazos de tierra, que daban pan y aceite al tio Pedro, á su hija y á sus nietas para todo el año, eran propiedad de Florencia y de Trinidad, para quienes las habia comprado su padre, y este habia dejado encargado á su esposa que las administrase, hasta que las niñas tomasen estado.
En cuanto al tio Pedro, jamás habia tenido otros bienes conocidos que su oficio de tejedor y una pequeña viña: cuando casó Baltasara con Matías Carmona, su padre le dió un vestido de alepin negro, otro de indiana de ramos, una arroba de lino para hilar y doce duros: además cedió á los novios un cuarto en su casita, y les dijo:
— Hijos, trabajad: sed buenos cristianos: haced cuanto bien podais, y Dios os ayudará.
Baltasara y Matías siguieron los consejos de su padre, y pronto pudieron comprar las dos tierrecitas que luego debian formar la dote de sus hijas: la una era un tablar de siembra; la otra un olivar.
Algunas veces le decia Matías á su suegro:
— Padre, busque Vd. un oficial para el taller, que Vd. se cansa ya demasiado en tejer para todo el pueblo.
Pero el anciano contestaba siempre:
— Anda, hijo mio: lo que se habia de comer el oficial, quiero que os lo comais tu mujer y tú.
El tio Pedro debia ganar bastante dinero, porque su telar no estaba jamás quieto: todo el pueblo le queria por su honradez y caridad: á pesar de lo avaro que era para sí mismo y para su familia, cuando alguna pobre madre le llevaba hilo para hacer un par de sábanas, el tio Pedro se lo tejia de balde: otras veces, y si la que le llevaba la obra contaba con algunos haberes, le decia:
— Págueme Vd. con alguna cosa que tenga de sobra en su casa.
Así, el tio Pedro recogia muchas arrobas de patatas, bastantes piezas de cerdo, y algunos taleguillos de alubias al año.
Pocas personas le pagaban en dinero, porque ya se sabe que en los pueblos anda escasa la moneda; pero reuniendo de aquí y de allá, y vendiendo lo que sobraba de lo que le llevaban, despues de separar para el gasto de la casa, el tio Pedro debió juntar algunos ahorrillos, porque se decidió al fin á comprar una viña para tener vino para él y su yerno, y uvas para Baltasara y las niñas, como él decia.
Ya no se le conocieron mas despilfarros: pero él seguia ganando lo mismo; y las muchachas le veian abrir todos los sábados por la noche un arcon muy grande que tenia en su cuarto, y meter allí un envoltorio mas ó menos voluminoso.
Cuando murió Matías, le hizo un entierro decente: despues de irse las gentes que les habian estado acompañando, el tio Pedro se acercó á Baltasara que lloraba á lágrima viva, abrazada de sus dos niñas.
— Vamos, hija, le dijo, no llores: aun te queda tu padre que lo será tambien de estas dos criaturas; vivireis conmigo, cuidareis al pobre abuelo, y nada os faltará; pero si vuelves á casarte, como podria suceder, porque eres jóven……
— ¡Yo casarme! esclamó Baltasara con una generosa indignacion. Padre, no es una mujer del todo honrada la que, habiéndole Dios quitado la primera compañía, busca otra.
— Hija, hoy piensas así; pero dentro de un año, de dos, ó de tres, no sabemos lo que será: en fin, digo que si te vuelves á casar, me quedaré yo con tus hijas y cuidaré de su colocacion, y tu te irás á tu casa con tu marido; pero hasta entonces, basta de llorar. ¡Alegre todo el mundo, voto á brios! que el defunto tiene una gloria bien hermosa, y no le han de volver á esta tierra de penas vuestros ploriqueos.
Baltasara cesó de llorar por no disgustar á su padre á quien respetaba mucho; y poco á poco volvió á ocuparse de las faenas y del gobierno de la casa.
Cuando el tio Pedro la oyó regañar á las muchachas, y llamarlas chandras ( 2 ) y picoteras(3) dijo para sus adentros, con no poca alegría:
— Ea, ya se pasó la pena grande.
En efecto: Baltasara fué consolándose sin olvidar á su difunto: guardó toda su ropa bien acepillada entre espliego y membrillos, y encendió una cerilla todos los domingos delante de un altarito que habia en un rincon de la cocina, coronado por un cuadro que representaba á las ánimas del purgatorio pidiendo á Jesus que las llevase al cielo: aquella candela era por el descanso del alma de su esposo.
Todos los domingos, despues de almorzar, el tio Pedro deshacia las primeras vueltas de su faja de seda morada, sacaba de la punta una bolsa de cuero, y tomaba una peseta en plata que daba á Baltasara diciéndole:
— Toma, hija, por si se te ocurre algo.
Luego tomaba ocho cuartos y daba cuatro á cada nieta, añadiendo:
— Tomad vosotras, picaronas: para comprar tortas al tio Cazaña.
— Pero, padre, decia Baltasara, para qué quieren las chicas los cuartos?
— ¿Han de ver el cesto de tortas sin probarlas?
— El tio Cazaña les caza los cuartos que es un primor.
— Bah! hija, qué ha de hacer si es tan viejo? ya no puede trabajar.
— Pero padre, usted mima mucho á estas chicas.
— Pobrecicas! decia el tio Pedro, dando un beso en la frente de Florencia y dos en la de Trinidad.
En seguida salia para ir á misa mayor.
Baltasara empleaba una peseta cada quince dias en decir una misa á su difunto: las que le quedaban cada mes las iba poniendo en una alcancía, y este era todo su caudal y todo el dinero que manejaba: cuando le hacian falta huevos porque sus gallinas no ponian, los tomaba de una vecina á cambio de patatas ó de trigo: cuando quería morcillas, daba ella huevos ó leche de sus cabras.
Pasaron años y Baltasara no se casó: y no porque le faltasen pretendientes, pues su aseo, su carácter alegre y agasajador, y sobre todo su bondad y bellas prendas, hacian suspirar á muchos viudos jóvenes y ventajosamente acomodados: pero Baltasara respondia siempre que, pues Dios le habia quitado una compañía tan buena, no queria conocer otra.
La casa de la parra.
El pueblo de Torres constaba de dos calles solamente: una bastante larga y otra mas corta; ésta, colocada á un costado de la anterior, formaba con su compañera una especie de siete ó de martillo, no tenia mas que tres casitas muy pequeñas y estaba terminada por la iglesia, reducida, pero limpia y esmeradamente cuidada.
Las dos calles eran muy angostas: y como sus tapias no estaban bien unidas, y se habian ido formando por haber edificado los vecinos casa aquí y casa allá, habia entre vivienda y vivienda sendos portillos ó claros, por los cuales se divisaban los verdes campos y no era estraño que alguna higuera, que habia crecido sin vergüenza, adelantase una de sus guias ó ramas hasta el tejado de alguna habitacion.
La casa del tio Pedro, situada al fin de la calle Larga, como la llamaban los buenos habitantes de Torres, estaba ya rodeada de verdor: separada de sus dos vecinas por un espacio de diez pies por un lado, y de diez y seis por otro, se estendia á su espalda una dé las dos fincas, que los ahorros y trabajo del buen Matías Carmona habian comprado para sus hijas, y que era un hermoso tablar de tierra blanca para siembra.
Aquel tablar representaba el dote de Trinidad: y el tio Pedro, que estendia su pasion por su nieta á todo aquello que le pertenecia, pasaba muchos ratos mirando la hacienda de la muchacha, imaginando mejoras para ella, y recreándose con la lozanía de sus frutos.
El olivar de Florencia valia mas que la tierra de su hermana: su padre, al verla tan poco favorecida por la naturaleza, habia encargado espresamente que se la dotase con aquella finca situada á la salida de la aldea.
La casa del tio Pedro no tenia mas que un solo piso alto coronado por un tejadillo: el taller estaba en el patio, y en un cuartito á la espalda se guardaba el hilo de los parroquianos, las telas concluidas y los útiles del oficio.
El tio Pedro habia consentido por fin, y solo obligado por los años, en tomar un ayudante para las faenas del telar: era un muchacho de unos veinte años, bueno, trabajador y que tenia por nombre Andrés.
Era hijo de una viuda rica, puesto que cogia para todo el año trigo, aceite, vino y legumbres: mataba además por Natividad dos cerdos y un ternero, por consiguiente llenaba la despensa de tocino, morcillas y longanizas.
Andrés entendia bastante de labranza: él vigilaba á los peones, y les ayudaba desde la edad de quince años en que perdió á su padre: pero un dia dijo á su madre que queria aprender el oficio de tejedor, y esta, que le adoraba, no halló inconveniente en que supiese ganar dinero con otra industria además de la labranza, pues el tio Pedro era ya viejo y no habia en el pueblo mas tejedor que él.
Entró, pues, Andrés á aprender el oficio: pero el tio Pedro no quiso comprar otro telar para él.
— Harás canillas, le dijo: volverás la obra concluida á los parroquianos, urdirás el hilo: y trabajarás en el telar cuando yo descanse: que mientras yo viva no ha de haber mas telar en el pueblo que el mio: cuando yo me muera, lo heredarás tu saliendo las cosas como yo deseo.
El tio Pedro hablaba así porque era muy malicioso y habia conocido que no era precisamente el deseo de aprender el oficio lo que llevaba á Andrés á su casa, sino la fresca y sonrosada carita de su nieta Trinidad: lo cual le puso muy contento, porque, como ya he dicho, Andrés tenia una de las haciendas mas granaditas del pueblo, y ademas queria aprender su oficio.
Ni con una candelilla, pues, podia haber buscado el tio Pedro otro marido mas á su gusto, para su ojico drecho, como él llamaba continuamente á Trinidad.
Lo que no quiso consentir como hombre honrado y prudente, fué que Andrés durmiese en su casa: y así que daban las nueve en verano y las ocho en invierno, le enviaba á la suya.
— Vete, hijo, vete, le decia: debes ahora hacer un ratico de compañía á tu madre.
— Pero, tio Pedro, contestaba Andrés haciendo el remolon: si está acompañada con las vecinas!
— Eso no te quita á tí la obligacion de acompañarla tambien.
— ¡Si me voy á la cama en cuanto llego! porque ellas hablan de gallinas, y de si es mejor ó peor el lino, y de si el cerdo engorda mas con bellota que con salvado! y de cosas que no entiendo!
— Duerme, pues, para madrugar mañana.
— ¿Pero qué estorbo hago aquí?
— ¡Eh! ¡basta de hablar! ¡oiga! ¡lárgate al momento á tu casa, ó no vuelves á pisar la mia!
El mozo se levantaba cabizbajo: echaba á Trinidad una mirada lacrimosa, y luego decia muy humildemente:
— ¡Muy buenas noches tengan ustedes!
— ¡Vete con Dios! contestaba el viejo mirándole con ojos satisfechos.
— ¡Hasta mañana, si Dios quiere!
— Hasta mañana, hijo, repetia la buena Baltasara.
— Adios, Andresillo, decia Florencia alumbrándole.
— ¡Adios! repetia Trinidad, saliendo como que iba á acompañar á su hermana.
A la mañana siguiente, y al rayar el alba, hajaba el tio Pedro al telar, y ya encontraba haciendo canillas al sumiso Andrés.
Pero volvamos al repartimiento de la casa, que será breve por lo reducido de sus dimensiones.
Al lado del cuartito, donde se guardaba la obra concluida, estaba la cocina, pequeña, pero alegre por tener una ventanita que daba al campo de Trinidad.
Habia en ella mucho vidriado y muy limpio, colocado en los vasares, blanqueados y guarnecidos de papel picado; en la cantarera ( 4 ) se veian dos grandes cántaros limpios y encarnados, en los cuales traia el agua de la fuente la robusta y aseada Florencia.
Junto á estos dos cántaros habia dos botijos y todo estaba cubierto con un paño de lino, blanco como la nieve, y que, por ser corto, dejaba descubierto por abajo la mitad de las vasijas, cuya circunstancia aprovechaban las muy coquetas para lucir su frescura y limpieza.
A los lados del fogon, estaban colocados los dos grandes bancos, inseparables de todas las cocinas de aldea en Aragon.
Una mesa para comer, y algunas sillas acababan de componer el ajuar de la cocina.
En el piso alto habia dos salitas; la que hacia frente á la estrecha y terrosa escalera estaba ocupada por el tio Pedro: su mueblaje consistia en seis sillas de pino pintadas de color de chocolate, una mesita de la misma clase, y algunos cuadros que representaban á la Vírgen, á Jesús y á San Pedro en estampas groseramente iluminadas.
Sobre la mesa habia una urna con un crucifijo y á los lados dos candeleritos de plomo, limpios como la plata.
En la alcoba, que era espaciosa y estaba cerrada con cortinas de indiana oscura y anticuada, lucia una escelente cama sus tres colchones, gruesos y bien rellenos, de tela de estopa de cuadros azules y blancos: los piés de los banquillos de pino, pintados de verde, estaban ocultos con un ancho rueda-cama de indiana como las cortinas y guarnecido con un fleco blanco de algodon.
Sobre los colchones enrollados, se veian dobladas con aseo dos limpias sábanas de lino, dos escelentes mantas de pelo largo, y dos almohadas pequeñas con guarniciones festoneadas con algodon grueso, y con puntadas desiguales.
A la cabecera de la cama habia una imágen de la Vírgen: y á los piés, la famosa arca de nogal negro, donde Florencia y Trinidad veian cada sábado guardar á su abuelo un envoltorio mas ó menos voluminoso.
La llave del arcon estaba siempre en el bolsillo del tio Pedro, quien, para todo lo demás, era bastante confiado.
Esta salita tenia una ventana pequeña que daba á la calle, cerrada por una vidriera compuesta de pedazos de cristal unidos con plomos; pero limpios y cubiertos por una cortina de percal blanco.
Inmediata á aquella salita, habia otra mayor, habitada por Baltasara y sus dos hijas.
La viuda ocupaba magestuosamente su cama matrimonial, colocada en un ángulo del cuarto, alta por lo rollizo de sus dos colchones, y lo relleno de su enorme pajero ( 5 ) y cubierta siempre por una colcha de indiana azúl, escepto los dias festivos que se la engalanaba con una de fondo blanco, y ramos de rosas, con follaje verdetrigo.
Los lechos de las dos jóvenes ocupaban la alcoba: ambos elevados y cuidadosamente mullidos, revelaban la escelencia de las piezas que entraban en su confeccion.
Estrañando Florencia y Trinidad, cuando empezaron á tener uso de razon, que su madre durmiera en la sala por haberles cedido á ellas la alcoba, le preguntaron un dia:
— Madre ¿por qué no duerme Vd. en la alcoba? — ¡Oiga! ¿y á Vd. qué le importa, señora picotera? repuso dirigiéndose á Florencia que era la que se habia atrevido á hacer la pregunta.
— A mí, nada, madre: solo que como va á ve nir el frio….. nosotras creimos que estaria usted mejor adentro.
— Pues sepan Vds. que estoy mejor afuera: ¿estamos? y cuidadito con las preguntas, que ya se sabe que no me gustan: ea, á trabajar.
— Mujer, tienen razon, dijo el tio Pedro, luego que las niñas hubieron salido con la cabeza baja: mejor estarias tú en la alcoba.
— ¿Pero no vé Vd., padre, que pasarian frio las hijas de mi alma? esclamó Baltasara: vaya, mientras tengan á su madre, han de estar cuidadas como reinas.
— ¡Tú, con todo tu geniazo, eres lo mas madrona! ¡á bien que las chicas ya te conocen, y te temen tanto, á pesar de tus gritos, como las gallinas al trigo!
El tio Pedro decia la verdad: las muchachas hacian lo que querian de su madre, que las amaba mas que á las niñas de sus ojos, á pesar de sus regaños y de alguno que otro torniscon conque acostumbraba á sellar sus correcciones.
Además del gran lecho de Baltasara, habia en su cuarto cuatro sillas grandes de pino verde, un escelente armario blanco como la cera, una mesa con un espejito y debajo de este, una caja de madera con peines y horquillas.
Frente del armario, un gran arcon de madera blanca encerraba la ropa de Baltasara y de su difunto, y otro igual la de las jóvenes.
En la alcoba habia, además de los lechos de las muchachas, un hermoso crucifijo, otro gran armario oscuro que contenia la ropa blanca de cama y mesa, y una pililla de agua bendita, fija en la pared, y coronada por una imágen de Nuestra Señora de los Dolores.
La ventana que daba luz á este aposento, era del todo igual á la que alumbraba el del tio Pedro: pero atestiguaban estar ocupado por mujeres, dos hermosas macetas de sándalo y yerba-buena, plantadas por Baltasara los dias en que nacieron sus hijas.
Aquella señal graciosa y poética estaba colocada alli por carecer la casa de huerto: y aunque las raices principales de las dos plantas se habian secado, las existentes, pertenecientes ya á una décima generacion de raices, estaban lozanas, y habian brotado multitud de ramas copudas y lustrosas.
Sobre estas dos habitaciones, se estendia un hermoso granero que servia de despensa.
El tio Pedro no dejaba jamás el traje que habian usado su padre y su abuelo: reducíase á un calzon de paño negro, basto para los dias de trabajo y mas fino para los festivos; chaqueta y chaleco de igual elase; medias de lana negras, zapatos de cordoban con un lacito, y un gorro de seda negro que cubria su gran calva y dejaba escapar algunos mechones de cabellos blancos, que, con la camisa, era lo único que animaba su severo traje.
Para el taller se ponia sobre su vestido negro un gran mandil de lino blanco, que le cubria el pecho, cayendo despues, como una gran falda, hasta sus delgadas canillas.
La casa del tio Pedro parecia un nido rodeado de verdura: estaba muy blanca, porque cada año se la engalanaba con un vestido de cal nueva: junto á la puerta habia plantada una gran parra, que la festoneaba como una corona de verdor, y subiendo hasta las ventanas, la hermoseaba durante el estío con sus flexibles pámpanos y con sus dorados racimos.
Todos los viajeros, que pasaban por aquella pobre aldea, quedaban estasiados ante la casa de la parra: con este nombre designaban la humilde y alegre vivienda del anciano tejedor y de su familia.
A la izquierda de esta limpia casita, se elevaba otra, muy parecida á ella: constaba tambien de un solo piso, alumbrado por dos ventanas; pero á su espalda, y aprovechando un pedazo de zanja ó ribazo, que separaba de las tapias el tablar de Trinidad, habian formado un gracioso jardinillo, cerrado con cañas secas, y que contenia algunas flores.
Esta casita, separada solo de la del tejedor por uno de aquellos huecos ó portillos de que ya hablé, y que permitian ver la lozana vegetacion de la campiña, estaba ocupada por una señora, á quien solo se la conocia en el pueblo por el nombre de doña Agueda ó de la señora, dictado respetuoso que ella merecia con justicia, por sus nobles y escelentes cualidades.
La madre.
Era un domingo.
Acababan de dar las ocho de la mañana, y el sol de octubre penetraba en la habitacion de Baltasara y de sus dos hijas, y calentaba con sus alegres rayos á un enorme gato negro y blanco, que se recostaba entre las macetas de la ventana.
La viuda hacia su tocado para ir á misa mayor, y en tanto que su hija Trinidad mullia su cama, Florencia daba á su madre la ropa que debia ponerse, y que sacaba del gran arcon blanco, lavado y lustroso como un espejo.
Florencia era la favorita de Baltasara, y justamente por eso era por lo que la regañaba mas.
De pié la viuda delante de su mesa, acababa de ponerse su ampulosa basquiña de alepin negro que dejaba ver sus medias blancas de hilo fino, y sus zapatos de cordoban de escote bajo, guarnecidos de un rizado de cinta.
Baltasara y sus hijas no eran bastante ricas para calzar raso los dias festivos.
En el momento en que la presento á mis lectores, abrochaba los corchetes de su jubon, tambien de alepin negro, sobre su robusto pecho.
— Madre, dijo Florencia arrodillándose y estirando por detrás el corpiño de la viuda: lleva Vd. una arruga en la espalda.
— ¡Dale con las arrugas! contestó ásperamente Baltasara mientras brillaba en sus ojos un rayo de ternura.
— Pues es claro, madre, repuso Florencia estirando mas fuerte: ¿no es una lástima que con ese cuerpo vaya Vd. mal vestida? ¡Caramba, qué talle!
Y la jóven miraba con delicia el talle gallardo y redondo, aunque un poco grueso, de la viuda.
Trinidad asomó su bella cabeza por entre las cortinas de la alcoba, y descubriéndola su hermana le mostró á su madre con un movimiento de orgullo.
— ¡Ay, madre, qué guapa está Vd. hoy! dijo á su vez la jóven.
— ¡Eh! ¡Zalameras! ¿Me dejareis en paz? ¿Acabarás de sobarme, Florencia? ¡Mira que vas á llevar un mojicon! ¿Están las camas hechas, Tridad? porque si no, allá voy y te avivaré.
Florencia siguió estirando el corpiño: su hermana no se movió.
Baltasara se volvió y descargó su gruesa y morena mano sobre la espalda de Florencia, ahuecándola, por supuesto, para hacer mucho ruido y poco daño.