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En Damas galantes se nos introduce a las biografías de varias mujeres que a lo largo de la historia europea llegaron a convertirse en princesas, reinas, parejas más o menos reconocidas del rey, etc., en ocasiones cayendo en desgracia y levantándose a pesar de todo. María del Pilar Sinués recurre nuevamente a un género que era muy de su agrado. Entrelaza las descripciones de hechos y contextos históricos con la ficcionalización de diálogos y monólogos interiores, dándole al grupo un acento intimista que les confiere a estas figuras una inesperada familiaridad.
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Seitenzahl: 362
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Damas galantes
Copyright © 1878, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882032
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Desde Clóvis, primer rey de los francos, empieza la dilatada lista de esas mujeres galantes, de esas favoritas que de reinado en reinado se trasmitieron el cetro del amor y del capricho de los monarcas.
Pero los descendientes cabelludos de Meroveo; los herederos bastardos de Cario Magno, y los primeros sucesores de Hugo Capeto, no tuvieron queridas, propiamente llamadas, sino muchas mujeres de rangos distintos y de distintas clases.
Á las mujeres de condicion subalterna, á las que los reyes distinguian con su aficion, los más antiguos cronistas franceses han designado con el nombre de concubinas, palabra latina que pinta muy imperfectamente su situacion verdadera.
Las concubinas eran, poco más ó ménos, lo que son aún en Alemania, cuna de la raza franca, las esposas morganáticas de los príncipes, que podian subsistir aunque aquellos contrajesen otra alianza: hoy la doble union está abolida, porque la civilizacion cristiana tardó poco á prohibir esta poligamia, tolerada en los reyes bárbaros.
Los hijos de las concubinas se legitimaban, aunque no podian ascender á la corona, á lo ménos por las leyes de la herencia; pero muchos subieron al trono por el ascendiente, y tambien por los crímenes de sus madres.
El rango oficial de las concubinas no procedia, pues, de la depravacion de las costumbres, como durante mucho tiempo se ha creido; era uno de los rasgos característicos de la constitucion de la familia de los bárbaros. Tácito nos muestra á los germanos penetrados de un respeto místico por la mujer, que llega hasta el culto; pero este sentimiento delicado no se elevaba hasta concebir el matrimonio cristiano, tan noble y tan hermoso para la mujer.
Las primeras favoritas de los reyes son casi legendarias, puesto que sólo nos quedan sus nombres. Clotario I amó, una despues de otra, á cuatro hermosas mujeres. Se llamaban: Aregonda, Chunsene, Gonchinca y Waldetruda.
El rey Gontran, que tan importante papel desempeñó en el drama de los reyes merovingios, tuvo dos amadas, que se llamaron Marcatruda y Austregilda.
Clotario II sólo amó una vez y durante toda su juventud: el objeto de su pasion fué una rubia y encantadora jóven llamada Haldetruda, que correspondió tiernamente al cariño del Rey.
Cariberto dividió su corazon entre las nobles doncellas Mirofleda y Marcuba; y el rey Dagoberto, de memoria sagrada para los franceses, hizo mil veces resonar los ecos del antiguo bosque de Compiegne con los nombres queridos de Ragnetruda y de Ulfregrenda.
El santo platero Eloy, canonizado despues por la Iglesia, y patron de París, reconvenia al Rey acerca de sus desórdenes amorosos; pero Dagoberto bacía poco caso de sus quejas.
De entre estas figuras, casi borradas por la mano de los siglos, se destacan algunas fisonomías atractivas y simpáticas, que simbolizan un reinado, una época.
La primera que hallamos es la de Fredegunda, la rubia amada de Chilperico, con la que se casó despues de dos alianzas reales; se ha acusado á esta princesa de todos los crímenes, de todas las infamias; pero la crítica moderna ha hecho justicia á su memoria.
Nacida Fredegunda en una condicion oscura, esclava en su adolescencia, su deliciosa beldad y las gracias de su espíritu hicieron una impresion profunda en el corazon de Chilperico I. Este rey le sacrificó á sus dos esposas primeras, las princesas Audovera y Galsuintha, y los tres hijos que de Audovera habia tenido.
Las muertes violentas de estos desgraciados príncipes se han atribuido á los artificios y á las infamias de la favorita: decíase que ella lo hacía todo, que todo lo preparaba, que lo ejecutaba todo; cada puñalada era su blanca mano la que la asestaba; y se decia que su monomanía de asesinato habia llegado hasta estrangular al Rey, su marido y su solo protector.
Fredegunda, sin embargo, no tuvo otro imperio que el de la hermosura, el de la persuasion, y, si se quiere, el del artificio; pero la violencia era tan ajena á su carácter como á su naturaleza, y ántes bien fué generosa que simulada y cruel, como lo prueba el haberse despojado de sus joyas y de sus bienes para aliviar la miseria y los sufrimientos generales, en una cruel epidemia que diezmó el reino en el año de 580.
La que esto escribe, partidaria de la gracia y de los atractivos de la mujer, persuadida de que sus armas no son la violencia y la cólera, sino la suavidad, la persuasion y la coquetería, se ha propuesto retratar aquí á las más bellas é interesantes heroínas del amor y de la galantería. Galería encantadora que continuará, si, como espera, el público la recibe con la indulgencia á que tiene acostumbrada á la autora, con el amor y admiracion que los retratos merecen.
Ya que hemos empezado bosquejando la ya vaga figura de Fredegunda, continuarémos y dirémos que es dudoso el que esta mujer, á la que Chilperico amó toda su vida con tan exaltada pasion, le fuese fiel: los monjes que han escrito la historia de los reyes francos, dicen que Fredegunda tuvo un amante, viviendo aún su esposo; era uno de los más brillantes oficiales de la córte, y se llamaba Landry: á este amante se le atribuye el asesinato del Rey, y la historia se explica en los términos siguientes:
«La Reina acababa de separarse de Chilperico, que se disponia á salir de caza, y entró en una sala donde tenía el baño y donde iba á esperar á Landry. El Rey entró de improviso en la estancia, buscando alguna cosa, y vió á su mujer que de espaldas á la puerta se recogia los cabellos, que eran rubios y abundantísimos, con las dos manos, y le dió un golpecito con una varilla que tenía en la diestra, Fredegunda, pensando que era su amante el que la habia tocado, dijo sin volverse y riéndose:
«Querido Landry, dejadme en paz ahora; no dais prueba de galante atacándome por traicion.
»E1 Rey, aturdido, se retiró sin contestar; pero la Reina, sorprendida, se volvió y reconoció á Chilperico. Previendo entónces á qué extremidades le arrastrarian los celos, pues la adoraba, corrió á buscar á Landry, y le decidió á que asesinase á su señor, contándole lo que acababa de suceder, y añadiendo que este crímen era la única salvacion de entrambos.»
Esta fábula es inverosímil: el clero franco odiaba á Fredegunda, y es el que la ha calumniado más; no eran la paciencia y la sangre fria las cualidades dominantes en Chilperico, y por lo mismo no es creible que se alejase en silencio en el instante que la casualidad le descubria el trato criminal de su mujer. Para esto era preciso suponer en este bárbaro, la dignidad y el buen tono de un hijo de nuestra refinada civilizacion. Como quiera que sea, el Rey fué asesinado, y Fredegunda quedó con la tutela de su hijo, de cuatro meses de edad, y oprimida por todos lados de enemigos furiosos.
Pero esta Reina se mostró á la altura del peligro; en la batalla de Soissons se la vió recorrer las filas de su ejército, arengar á los soldados, y comunicar al alma de cada uno la confianza y el valor. Landry, cuyos talentos militares eran los primeros de su tiempo, fué puesto por la Reina á la cabeza de la armada.
Blanca de Castilla, la casta madre de San Luis, no vaciló en iguales circunstancias en aceptar el brazo del Conde de Champaña, cuyo amor habia rehusado.
Triunfó la armada de la reina de Neustria, y ésta vió asegurados el reposo y la gloria durante la menor edad de su hijo. Cincuenta y cuatro años contaba cuando murió, hallándose el trono firme, el reino pacífico y tranquilo, y sin haber perdido nada de su gracia y de su belleza.
Como mujer, como Reina y como madre, Fredegunda nos parece completamente irreprochable é injustamente juzgada.
Franquearémos sin ninguna transicion el espacio de algunos siglos, que envuelve una noche profunda, y nos detendrémos ante una dulce figura, que el drama y la novela han popularizado.
Felipe Augusto vió un retrato de Ines de Merania, hija del Duque Bertoldo, y quedó ciegamente enamorado de ella. Más que hermosa, era simpática y atrayente: una rubia y abundante cabellera sombreaba su frente de nácar y sus ojos azules, grandes y pensativos.
El Rey de Francia se habia casado al salir de la niñez con Isabel de Hainaut, con la que vivió en buena armonía durante algunos años. Isabel era muy hermosa y muy buena, y Felipe la amó con el abandono y las ilusiones de la primera edad, y la lloró amargamente.
Dos años despues se decidió por las instancias de los grandes á casarse de nuevo, y pidió retratos de las princesas de la cristiandad que se hallasen en edad de contraer matrimonio: halló entre éstos el de Isamberga, hija del rey de Dinamarca, Waldemar I, y la graciosa fisonomía de esta jóven princesa le agradó en extremo, enviando en seguida embajadores á pedir su mano.
Algunos dias despues llegó un retrato que se habia atrasado y en el que no se pensó, atendida la poca importancia política de la princesa que debia representar: era el de Ines, hija del soberano del pequeño ducado de Merania: se le llevó al Rey, á pesar de haber ya elegido esposa, y quedó mudo é inmóvil ante la encantadora imágen de la hija de Bertoldo.
No era tan hermosa Ines como Isabel de Hainaut, primera esposa de Felipe Augusto, ni llegaba tampoco en belleza y atractivos á la Princesa de Dinamarca, á la que ya habian ido á ofrecer el trono de Francia; y sin embargo, el Rey, al verla, comprendió que amaba á la jóven Duquesa como no habia amado en su vida, ni volverla ya nunca á amar.
¡Singulares atracciones, casi siempre dispuestas por la fatalidad!
Waldemar I concedió al instante la mano de su hija. El matrimonio se dispuso con gran pompa en Amiens, y el Rey salió para encontrar allí á la desposada. Isamberga era más hermosa aún que su retrato: grandes ojos pardos y llenos de luz alumbraban un delicioso rostro oval, cuya tez era de nieve y rosa: largos cabellos castaños caian en trenzas por su espalda; era alta y delgada, y su edad no llegaba á 16 años.
Felipe la recibió con semblante pálido y huraño; la imágen de Ines estaba grabada en su alma, de donde nadie podia borrarla.
Al dia siguiente de las régias bodas, Felipe Augusto huyó de la alcoba nupcial, no bien empezó á lucir la aurora; y despertando el mismo á dos escuderos, tomó á toda prisa el camino de París, dejando escrito para su esposa un renglon, en el que decia:
«Jamas volveré á veros.»
¿Qué pasó aquella noche entre el Rey de Francia y su esposa? Nadie lo ha sabido jamas: en el procedimiento legal que tuvo lugar á consecuencia de la ruptura de este matrimonio, el Rey no arguyó de ninguna imperfeccion física, ni dijo que sospechaba de la castidad de Isamberga; declaró solamente sentir hácia ella una antipatía insuperable; y como era preciso un pretexto á los obispos de su reino para romper el matrimonio religioso, alegó un parentesco lejano con la princesa de Dinamarca, pero no presentó ninguna prueba de él. El clero, obedeciendo á sus deseos, pronunció la sentencia de divorcio, é Isamberga, sin entrar en París, se volvió á Dinamarca y al lado de su padre, llevando en el alma los celos, la cólera, el dolor..... el hervidero, en fin, de todas las pasiones que pueden desgarrar el corazon de una mujer.
Un mes no se habia pasado, cuando Felipe Augusto se unió con los lazos de un nuevo matrimonio á Ines de Merania, á la que amaron con pasion los dos más grandes guerreros de aquella época, Felipe Augusto y Cárlos el Temerario.
Pero este enlace que el amor de los dos esposos hacía tan feliz, tardó muy poco en ser terriblemente turbado. El papa Celestino, y despues su sucesor Inocencio III, uno de los más enérgicos pontífices de la Edad Media, rehusaron sancionar el divorcio pronunciado por los prelados franceses.
En vano el Rey de Francia pretendió luchar contra el poder formidable, que tenía entónces por vasallos de la tiara á todas las coronas de la tierra; el Legado del Papa reunió un concilio en Lyon, excomulgó á Felipe y puso el reino en entredicho.
El amante de Ines no se dejó abatir por este anatema, terrible entónces; hizo romper por el Parlamento la decision del concilio y quitó el poder temporal á los Prelados que lo habian condenado.
En esta lucha hubiera perdido Felipe la corona, si Ines, al ver el aislamiento hacerse al derredor del monarca, impotente para luchar con las supersticiones de su tiempo, no se hubiera decidido al más doloroso de los sacrificios; temerosa de causar la pérdida de Felipe, se retiró á un castillo aislado que su padre poseia en la Helvecia, dejando la Francia sin decir nada á su esposo, en cuya compañía quedaron los dos hijos habidos en su desgraciado enlace. Inocencio III, estimando en todo su valor el terrible sacrificio de la desgraciada reina, reconoció al instante la legitimidad de los dos pequeños príncipes, hijos de Ines y de Felipe.
No halló la desventurada jóven en el fondo de la Helvecia la paz que iba á buscar; allí la vió Cárlos el Temerario, que desengañado de las pompas vanas del mundo, vivia cerca de su morada; y este soldado endurecido por las fatigas da la guerra, este altivo y fiero señor, concibió por la esposa de Felipe la más violenta de las pasiones.
Ines, amedrentada, perseguida por el fiero Duque de Borgoña, que la amenazaba con matarse en su presencia, volvió á Francia y se encerró en un convento: pero allí le esperaban nuevas y mayores penas.
Felipe Augusto fué á buscarla; allanó la clausura y se empeñó en sacarla de allí y sentarla de nuevo en el trono de Francia. Llorando á sus piés le juró que no podia vivir sin ella, le presentó á sus hijos, que tendian hácia la Reina sus bracitos. Ines, sostenida por la ley del deber, resistió á todo, y el Legado papal, avisado por las religiosas, llegó y pronunció el anatema formidable sobre el Rey y todo su pueblo. A no haber sacado desmayada á Ines, encerrándola léjos de la vista de Felipe, éste se la hubiera llevado; pero se la habia dejado arrebatar. El Legado, de pié en la puerta del monasterio, con el crucifijo extendido, arrojaba de allí á Felipe y á sus cortesanos, y todo se doblaba ante aquella terrible autoridad. El Rey hubo de darse por vencido, pero al retirarse exclamó con voz ronca y furiosa:
—Mañana vendré con mis soldados, y las puertas de este monasterio caerán al suelo, para sacar yo de él á la Reina.
Mas aquella misma tarde, todos los templos de Francia se cerraron y dejaron de administrarse los Sacramentos; desde los palaciegos hasta los más humildes pecheros se apartaban con horror del Rey, como si se hallára atacado de la peste; nadie quiso seguirle á derribar el monasterio.
Tan violentos choques quebrantaron el frágil organismo de la jóven Duquesa de Merania; era una criatura delicada, á la que la lucha mataba; áun no habia cumplido un año que se habia refugiado en el convento, cuando Ines reposaba en el ataud; y bajo el manto sembrado de flores de lis de las reinas de Francia, muerta de tristeza, Inocencio III mandó que se la tributasen honores reales, y dijo alzando los ojos al cielo:
—¡Pobre mártir de la razon de Estado! ¡Era una santa!
Felipe Augusto pasó dos dias con sus noches, mudo y sombrío, arrodillado junto al cadáver de Ines; de vez en cuando ponia sus abrasados labios en la helada mejilla de Ines, ó en sus cárdenos labios; cuando se levantó tenía blanco el cabello; jamas volvió á amar á ninguna mujer; jamas volvió á aparecer en su boca la sonrisa; toda su dicha, toda su alegría, su corazon entero, quedó enterrado en la tumba de Ines de Merania.
Tenemos que pasar, para terminar el bosquejo que sirve de Introduccion á este libro, al reinado del infeliz Cárlos VI, para hallar al lado del monarca demente otra figura angelical: la de Odetta de Champdivers, llamada tambien la reinita por el pueblo de París, que la adoraba.
A la edad de quince años esta niña, hija de un traficante en caballos, conoció á un gallardo mancebo, que tendria apénas diez y nueve; la vió en la calle, la siguió y la habló de amor, diciéndole que era escudero del Duque de Orleans, hermano del Rey.
Odetta le creyó y le amó; pero un dia, al volver el Rey y la Reina de caza, se detuvo para verlos pasar; era el anochecer, y Odetta iba con su padre, el que mirando á la brillante comitiva, exclamó:
—¡Qué hermosa es la Reina! ¡y qué gallardo es Monseñor el Duque de Orleans que va á su lado!
Odetta siguió la mirada de su padre, y vió en efecto á la luz de las antorchas que ya llevaban encendidas muchos pajes á caballo, la deslumbrante, la fascinadora belleza de Isabel de Baviera; y á su lado, inclinado hácia ella, hablándole con una inequívoca expresion de amor y de ternura, un jóven cubierto de oro y pedrería, y en cuya gorra mecia la brisa de la tarde una larga pluma blanca.
No bien Odetta fijó sus ojos en aquel hombre, dió un grito y cayó desmayada; habia conocido á su amante, que no era un escudero del Duque de Orleans, sino el mismo Duque.
La Reina se volvió al oir el grito, y fijó sus negros y soberbios ojos en la jóven; por una casualidad, miró en seguida al Duque que la hablaba, y le vió confuso y ruborizado; el adolescente no sabía disimular más que la niña que se habia desmayado.
Dibujóse en los labios de Isabel una leve sonrisa, y en tanto que hacia andar más de prisa á su caballo, dijo al Príncipe á media voz:
— Luis, ya sabeis que os amo; si no olvidais á esa jóven, morirá.
—¡Vos mandais en mi corazon y en mi vida!, respondió tiernamente el Duque; esa jóven ha muerto para mí.
La cabalgata pasó á la luz de las antorchas; Odetta fué conducida á su casa en los brazos de su padre.
Al dia siguiente, la reina Isabel hizo llamar al padre y á la hija, y la pobre niña le contó con toda sinceridad lo ocurrido; que conoció á Monseñor el Duque de Orleans; que éste le habló de amor, diciendo que era uno de los escuderos del príncipe, y que creyéndole, le amó á su vez al ver que sus condiciones eran poco diferentes. Odetta estaba casi siempre sola con su nodriza, pues su padre, ocupado con su tráfico de caballos, salia mucho de París: «hoy, que sé ya quién es, terminó Odetta llorando, el escudero Luis ha muerto para mí, y trataré de huir tambien de las miradas de Monseñor de Orleans.»
— No teneis que tomaros ese trabajo, mi querida niña, observó la Reina con su acerada sonrisa; habeis sido para el hermano del Rey un juguete, un capricho pasajero; ya no se acuerda de vos; pero yo me felicito de haberos encontrado; sois hermosa, inocente, y quiero protegeros; desde hoy tendréis habitacion en palacio; y ahora seguidme, que quiero presentaros al rey mi esposo y señor.
Cárlos VI empezaba ya á padecer accesos de locura; el desamor de su esposa, á la que amaba con pasion; la visible intriga de esta con su hermano más querido, y las dificultades de un reinado azaroso, sobraban para trastornar aquel cerebro débil; al presentarle la Reina á Odetta, la miró sin interés alguno, la dlijo algunas palabras con amabilidad, y continuó mirando un juego de naipes que entónces se acababa de inventar.
Odetta, por órden de la Reina, bajaba todas las tardes á ver al Rey, y á asegurarse de si estaba contento. Cárlos VI, siempre solo y triste, tardó poco en hallar dulce aquella visita; ya enfermo, las fiestas y las cacerías le fatigaban. Odetta jugaba con él á los naipes, le hablaba, le distraia, le cuidaba, y poco á poco se consagró por completo al Rey, solo y abandonado de todos. Cárlos VI era un mendigo en su palacio.
Cuando los accesos de locura furiosa empezaron á atormentarle, sólo Odetta le sabía calmar; sólo á su dulce voz, sólo á su ruego obedecia. Isabel habia arrojado á esta jóven en los brazos de su esposo para desembarazarse de él, y consiguió plenamente su objeto. El Rey de Francia tardó poco en amar con pasion á su linda enfermera, y pasaba los dias y las semanas sin ver á la Reina ni preguntar por ella.
Durante algunos años duró la intimidad de Cárlos VI y de esta jóven; durante largo tiempo se vió siempre á Odetta al lado del desgraciado enfermo; miéntras la esposa in fiel, los grandes del reino y los nobles, tomaban partido por el Borgoñon ó por los ingleses, Odetta de Champdivers, la Reinita, permanecia fiel á la desgracia. Odetta, símbolo del pobre y leal pueblo, amante de su señor, parecia anunciar ya la aparicion de aquellas dos vírgenes, la una loca y la otra santa, que se llamaron Ines Sorel y Juana de Arco, y que debian salvar la Francia agonizante, la una con el prestigio de su amor, la otra con la firmeza de su fe.
fin de la introduccion.
La galante y espiritual princesa Isabel de Lorena llegó al castillo de Chinon, residencia del rey Cárlos VII de Francia, á fines de Octubre del año 1431: iba allí la Princesa á solicitar de Cárlos la libertad de su marido, que habia sido hecho prisionero en la batalla de Bulgueville.
Soberano despojado, rey sin corona, Cárlos VII habia ido perdiendo una por una las más bellas provincias de aquella hermosa Francia, presa entónces de los ingleses. La Normandia estaba conquistada; París obedecia á los dueños llegados del otro lado del mar. Orleans y todas las ciudades que la rodeaban no veian ya brillar las flores de lis del reino de Francia.
Al insensato Cárlos VI le hubiera sido necesario un sucesor activo y enérgico. Cárlos VII, su hijo, era indolente y débil: léjos de aprovechar el ardor guerrero de sus fieles caballeros, sólo pensaba en reprimirlo, y sin cuidarse de sus deberes de monarca, se ocupaba únicamente de placeres y de fiestas, miéntras poco á poco se desplomaba el edificio, tan penosamente construido, de la nacionalidad. El Rey de los ingleses firmaba va: «Enrique de Laucaster, rey de Francia y de Inglaterra.»
Isabel de Baviera, la esposa cruel del demente Cárlos VI, aborrecia á su hijo y quiso quitarle el el trono que de derecho le pertenecia: el motivo de este ódio era el siguiente:
Odetta de Champdivers habia muerto al dar á luz una niña, y desde que habia dejado la tierra, la demencia del Rey habia ido en aumento, lo mismo que el abandono en que se le dejaba: hubo dia en que, penetrando hasta su habitacion gentes del pueblo, vieron al Rey desnudo, hambriento y temblando de frio y de pavura.
No obstante, en alguno de los intervalos lúcidos que tenía, para sufrir más, el desventurado Cárlos VI pedia ver á sus hijos: si éstos lo sabian, corrian á su lado, pero si se podia ocultarles el que su padre les llamaba, la Reina tenía ordenado que se hiciera así.
Un dia el Delfin entró á ver su padre; éste le abrazó, le puso sobre sus rodillas y le dijo:
— Prométeme, hijo mio, que cuando yo muera reconocerás como hermana tuya á la hija de Odetta de Champdivers, y así dejaré esta vida con alegría.
El Delfin, que temia á su madre, la terrible Isabel, vaciló y gnardó silencio.
—Cárlos, prosiguió el Rey,—nadie más que Odetta me ha amado en el mundo: las perfidias de tu madre me arrebataron la razon; sólo y abandonado de todos, he sufrido hambre y frio, yo, el Rey de Francia...! Separado de mis hijos, no hay martirio que, como hombre, como Rey, como padre y como esposo, no haya yo sufrido; tú, hijo mio, tú mismo, heredero de mi corona, nada puedes hacer hoy por mí, á no ser lo que te pido... no me lo niegues, ya que soy tan desgraciado...!
El Rey lloraba copiosamente, y tendia hácia el Delfín sus descarnadas manos.
El Príncipe era bueno y generoso: abrazó á su padre tiernamente y le prometió cumplir su deseo.
—¿A pesar de la cólera de tu madre? — Preguntó el Rey temerosamente.
—A pesar de todo, señor y padre mio.
—Es que tu hermana se halla al lado de una pobre mujer, careciendo de todo, pues cuida de ella por caridad.
— Desde mañana habitará en un palacio y tendrá una renta, y desde mañana vendrá á veros siempre que querais.
Así se hizo. Cárlos, que amaba á su padre, señaló á María de Champdivers, entónces de diez, años de edad, un palacio para su residencia: le puso servidumbre, la dió una renta y ordenó que fuese á ver á su padre, y que al llegar al palacio, le llamasen á él para acompañarla.
Puede suponerse la cólera de la reina Isabel: esperando la ocasion de la venganza, la ocultó cuidadosamente: pero tres años despues y teniendo el Delfin diez y siete, le declaró indigno de heredar la corona de Francia, ayudada en sus intrigas por el Duque de Borgoña, su amante, aliado y jefe del bando que protegia á la Reina.
El delfin Cárlos tuvo tambien sus partidarios, y uno de ellos, el famoso Tanneguí Dnchatel, dió muerte al Duque de Borgoña con su propia mano.
Entónces fué cuando la implacable Isabel, ardiendo en deseos de venganza, concibió el proyecto de usurpar la corona á su hijo, al que odiaba profundamente: dió por esposa á Enrique V, rey de Inglaterra, á su hija la princesa Catalina, y el 21 de Mayo de 1420 firmó el vergonzoso tratado de Troyes, en el que estipulaba que despues de la muerte de Cárlos VI, pasaria la corona de Francia á los Reyes de Inglaterra; que se la confiavia á ella el gobierno del Estado, y que emplearia todo su poder en someter á los partidarios del Delfin.
Dos años despues murió Cárlos VI, y ya ocupaban gran parte de la Francia los ingleses y los borgoñones. Pero Cárlos VII se hizo aclamar rey, y á la cabeza de un ejército poco numeroso, emprendió la guerra contra aquella nacion á la que su madre habia prometido su corona.
Siete años duró aquella campaña, perdiendo siempre terreno el Rey de Francia y ganando el Duque de Bedfort. Y acababa Cárlos VII de retirarse al Delfidado, único asilo que en todo su reino le quedaba, cuando apareció Juana de Arco, la gloriosa doncella de Orleans.
Aunque ya hemos escrito extensamente y publicado con extraordinario aplauso la historia de Juana de Arco, no podemos ménos de decir aquí algunas frases acerca de aquella jóven, hija de unos pobres pastores, y que, ciñéndose la armadura por una especie de inspiracion divina, fué arrojando á los ingleses de la Francia, hasta conseguir la coronacion solemne de Cárlos VII en Reims.
Sin embargo, la jóven heroína fué la víctima expiatoria de aquel triunfo: hecha prisionera en una batalla, fué sentenciada á ser quemada viva, y Cárlos VII, que le debía vida y trono, la abandonó cobardemente y dejó que el horrible suplicio se consumase.
No era un malvado, á pesar de todo, el rey de Francia. Fiel á la promesa que, aún muy niño, habia hecho á su padre, habia reconocido como á hermana suya á María de Champdivers, hija de Odetta, y la habia casado con el Duque de Belleville, dándola un rico dote: era un Príncipe débil, indolente y variable: por un instante la voz inspirada de Juana de Arco habia despertado en él el sentimiento del deber; pero apagada esta voz en la hoguera, su carácter habia vuelto á ser lo que era, y parecia agotado por los esfuerzos de energía que la jóven guerrera le habia obligado á llevar á cabo. Los ingleses habian vuelto á invadir su reino, y el esposo de su hermana Catalina se firmaba, como ya queda dicho, «Rey de Francia y de Inglaterra.»
Cinco meses despues de la muerte de Juana de Arco, la córte errante del Rey de Francia habia ido á pasar el invierno al castillo de Chinon. Cárlos VII amaba particularmente esta residencia edificada en la cumbre de una colina, y en medio de uno de los paisajes más encantadores de la bella Turena.
La historia dice, y con mucha razon, que el trono de Cárlos VII ha sido salvado por dos mujeres. La una fué Juana de Arco, la vírgen inspirada que, ondeando en los aires su estandarte victorioso, conducia ella misma los soldados á la batalla. La otra fué la amada del Rey, la que pensaba en la gloria ántes de pensar en el amor. Ines Sorel fué el ángel bueno del Rey de Francia: fué la que le hizo merecer el dictado de «Victorioso» que le concedieron sus contemporáneos.
«La Francia debe tanto á las mujeres, dice el tierno y discreto Fontenelle, que la galantería es para los franceses un deber de gratitud.»
La obra de Juana de Arco, aquella obra llevada á cabo al precio de su vida, iba á derrumbarse, cuando, como una estrella en un cielo nebuloso apareció Ines Sorel.
Los asuntos de la Francia iban entónces peor que nunca: el crédito estaba agotado, y por todos lados se anunciaban y se preveian desastres: la pequeña córte del «Rey de Bourges», como por burla le llamaban los ingleses, estaba, pues, sumergida en una tristeza mortal.
Cárlos VII, muy amante de las diversiones, supo con una satisfaccion indecible la llegada de Isabel de Lorena á Chinon, esperando que esta visita daria alguna variedad á la monotonía que le abrumaba. La princesa que iba á visitarle era esposa de Renato de Anjou, hermano de la reina María, mujer de Cárlos VII, y por consiguiente, hermana política del Rey á quien visitaba. Renato habia sido hecho prisionero militando en el bando de los borgoñones, enemigos del Rey, y por lo mismo era muy difícil alcanzar su libertad.
Pero Isabel de Lorena adoraba á su marido y no retrocedió ante los obstáculos: confiaba en su destreza, y tambien en los atractivos de una hermosa niña de quince años que llevaba entre sus doncellas de honor, y que se llamaba Ines Sorel.
Cárlos VII se habia casado algunos años ántes con la graciosa y dulce María de Anjou: ésta habia sido su primero y solo amor, pero cansado de la vida apacible de la familia, su espíritu inquieto sentia cierto malestar, cierta angustia, una cosa semejante á una sensacion dolorosa, al contacto de las realidades de la vida, porque el alma tiene tambien sus dolencias como las tiene el cuerpo.
Cárlos VII era débil de carácter, impresionable, y como tal, voluble é inconstante; la ternura, igual y sosegada de María le cansaba, y el mundo que no habia visto le parecia lleno de encantos y de seducciones. Isabel de Lorena, informada de las inclinaciones del Rey, llevaba en su comitiva trovadores, juglares y ocho doncellas de honor, todas de linda figura y conversacion llena de gracias.
Asomados al balcon de piedra que coronaba el frontispicio del castillo de Chinon Cárlos y María, vieron llegar la cabalgata en que iba Isabel de Lorena, más bien con aire de fiesta que con aspecto de suplicante afligida: la Princesa montaba una yegua blanca como la nieve; á su lado cabalgaba su escudero mayor, y detras el escuadron volante de sus damas: la mayor no pasaba de veinte años; la más jóven era Ines Sorel, que acababa de ver lucir su décimaquinta primavera.
Vestia Isabel de Lorena un largo brial de terciopelo violeta, bordado de lises de oro, como princesa de la Casa Real de Francia: una alta caperuza de brocado de plata sujetaba sus hermosos cabellos negros, y de ella caia un largo velo de gasa blanca.
Las doncellas de honor vestian rica seda de diversos colores: cada una se habia ataviado á su gusto: dos iban de blanco, y una de éstas dos era Lies: copiarémos aquí el retrato que de ella hizo uno de sus contemporáneos, es decir, de sus admiradores:
«Era una niña alta y esbelta, cuya tez era de azucena y rosa; en sus ojos la viveza estaba atemperada por todo lo que la dulzura tiene de más seductor: su boca parecia formada por las Gracias: tenía el talle elegante y suelto, y estaba dotada de un gran talento y de una conversacion alegre, fácil y afectuosa.»
El Rey, con la mano en la mejilla, vió pasar bajo la sombría arcada del puente á Isabel y á sus camaristas, y su fisonomia fatigada no se animó hasta que sus ojos se fijaron en las dos últimas camaristas que pasaron.
Cuando recibió á Isabel en el salon de honor, y así que pudo dirigirle algunas palabras en particular, le preguntó, señalando á su izquierda:
—¿Quién es aquella bella niña, señora?
—Señor, contestó la Princesa, es Ines Sorel, hija del señor de Saint-Gerant y de Catalina de Maignelais; no tiene padres, y era tan desgraciada en casa de su tia materna, que la he traido á mi lado.
—¡Desgraciada! ¿y por qué? preguntó Cárlos VII que no podia separar los ojos de la jóven.
—No lo era ciertamente á causa de su tia, que la ama tiernamente, y á la que oi decir hace pocos dias: « No tengo pena alguna por la suerte de Ines, pues tiene talento y hermosura bastantes para hacer la fortuna de tres familias.»
La sagaz Isabel fijó al decir estas palabras una mirada en el Rey, que cada vez parecia presa de mayor agitacion, y que dijo:
—¡ Ah, con que tiene talento tambien!
—Y muy grande, señor.
—Si no era desgraciada á causa de su tia, ¿quién la hacía desdichada?
—La señora de Maignelais tiene una hija llamada Antonieta, ménos linda que Ines, y muy envidiosa de ésta, y la pobre señora, que no sabe cómo defender á su sobrina de los ataques continuos de su hija, determinó alejarla de su casa, y me la ofreció para doncella de honor.
—¡Pero su nacimiento es demasiado elevado para eso!
—Ciertamente, señor; más abandonada por sus parientes y huérfana, la pobre niña se ha resignado á aceptar la posicion que yo la he ofrecido; yo la he tomado un tierno cariño, y nada habrá que me haga ya separarme de ella.
Aquí terminó el diálogo entre el Rey y la Princesa; cada uno de los concurrentes se retiró á su cámara; Isabel muy alegre, pues llevaba en su corazon la certeza de que á costa del honor de Ines conseguiria la libertad de Renato, al que amaba con una pasion que tenía mucho de idolatría.
Desde aquel instante el pensamiento de Cárlos no se separó ya de la señorita de Fromenteau, que así llamaban á Ines, á causa de haber nacido en el pueblo de este nombre; pero no fué sólo Cárlos VII el que se declaró apasionado de Ines; los caballeros de la pequeña córte de Chinon le dedicaban todos sus homenajes, y la misma Reina se unió á ella con una simpatía irresistible, sin sospechar acaso lo que iba á suceder.
Isabel de Lorena pidió al Rey el favor de la libertad de su marido; pero aunque aquél la escucuchó con benevolencia, le dió una respuesta evasiva.
Algunos dias despues, hallándose en el jardin las damas de honor, pasó el Rey por cerca de ellas, vió á Ines y se acercó á saludarla; la jóven dejó el banco rústico en que estaba sentada, y se puso en pié respetuosamente, esperando á que Cárlos le hablase.
—¿Estais triste, señorita?, le preguntó afectuosamente.
—Sí, señor, contestó Ines inclinándose.
—¿Por qué? ¿es algun recuerdo de amor lo que os atormenta?
—No amo á nadie, señor, más que á mi señora la Princesa, y estoy triste por su dolor.
—¿Pues qué penas le atormentan á ella, tan bella, tan amada de todos?
—¡Ansia la libertad de su esposo, y vos no se la concedeis!
—Tampoco se la he negado.
—¡Ah, señor, sed bueno por completo! ¡Acordadle la libertad de quien tanto ama!
—Yo amo tambien, repuso gravemente el Rey, y su dicha será la señal de mi desgracia!
—¿Cómo, señor?
—Así que conceda á Isabel lo que desea, marchará á Sicilia, y vos con ella.
—¿Y bien?
—¡Y bien, Ines, no tengo fuerza para separarme de vos!
Ines alzó sus grandes ojos; miró al Rey en silencio algunos instantes, y volvió a inclinarlos al suelo.
El Rey esperó, fué á hablar dos ó tres veces, pero ninguna palabra salió de sus labios, y continuó su paseo.
Pasaron algunos dias; á las once de una noche tranquila, pero fria y estrellada, el castillo de Chinon estaba ya silencioso y al parecer dormido; todas las luces estaban apagadas; sólo en la de la princesa Isabel brillaba una tenue claridad, y se podia presumir que el insomnio y el dolor la privaban del descanso.
¡Renato gemia aún en la prision, y ella estaba aposentada en una estancia suntuosa, decorada de brocados, y en la que brillaban el oro, los espejos y todas las magnificencias reales!
La Princesa, sentada en un sitial de alto respaldo, apoyaba la mejilla en la palma de su blanca y delgada mano; despojada ya de sus galas, se hallaba vestida de un brial de lana blanca, en cuyo pecho, y bordado con seda y oro, campeaba el escudo de la casa Real de Francia.
De pié enfrente de ella, y en actitud respetuosa, estaba una adolescente, que hubiera podido compararse con Hebe, la diosa de la juventud; diez y y seis años apénas se leian en sus límpidos ojos y en el delicado corte de sus mejillas; dos trenzas, semejantes á dos gruesas cadenas de oro, bajaban por su espalda; miraba á Isabel, y una centella de alegría y de inteligencia pasaba á intervalos por sus grandes pupilas de un azul oscuro, como pasa una estrella en su rápido vuelo por el azul del firmamento.
—Señora mia, ¿por qué ese abatimiento?, pregunté la jóven á Isabel. ¡Monseñor el Príncipe no puede ya estar cautivo largo tiempo!
—¡Ay, Ines, que ya llevamos aquí tres semanas y nada he conseguido todavía!
—Yo tengo, sin embargo, esperanzas, señora; dijo Ines, cuyas mejillas se cubrieron de un vivo rubor.
—¿Qué dices? ¿Te ha prometido algo el Rey?, exclamó Isabel levantándose y acercándose á Ines.
—Sí, señora, contestó ésta; me ha dicho que si consiento en quedarme aquí, podeis iros vos con la libertad del Príncipe.
—¡Ah, pero yo no tengo esperanza de que tú accedas á eso, Ines! Tú eres de una familia demasiado ilustre para aceptar ese convenio.
—Señora, repuso Ines alzando la cabeza con orgullo; amo al Rey y no le cederé por vanidad ó por cálculo, sino por amor; esa es mi excusa.
—¿Es verdad lo que dices? ¿Amas al Rey?
—No he podido ver con indiferencia su gran pasion por mí; las mujeres amamos sobre todo á quien nos ama; y si fuera el hombre más pobre y más oscuro de la Francia, hubiera correspondido lo mismo á un amor profundo y verdadero; ¡ay, señora mia! prosiguió Ines con la gracia llena de sensibilidad que la caracterizaba; he vivido tan pobre de cariño, que donde quiera que lo vea tengo que agradecerlo! sin padres, sin hermanos, amparada por caridad, sólo á vuestro lado he probado algunos dias de reposo; por gratitud y por amor, seré, pues, la amada del Rey.
—¿No temes que llegue un dia en que se canse de tí y te abandone?
—Lo temo, y áun lo espero, señora.
—¿Y entónces qué harás?
—Vivir en la soledad; llorar el bien perdido, y pedir al cielo el perdon de mis errores.
Isabel guardó silencio; no podia creer la dicha que veia cercana; no podia creer en la libertad de su marido, ¡Ines, la inocente Ines ceder á los halagos del Rey! Quizá algun remordimiento se mezclaba tambien á su alegría, porque en el fondo de su alma habia deseado lo que ahora no podia llegar á creer.
Un ruido ligero de pasos se oyó tras de una puerta situada á espaldas de la Princesa; la puerta se abrió girando sobre sus goznes, y el Rey apareció en la estancia, vestido aún como lo habia estado durante todo el dia.
Isabel se levantó confusa y se inclinó con respeto.
—Sentaos, señora, dijo Cárlos, y vos tambien, Ines; tenemos que hablar del asunto más importante de mi vida, y tenemos que hablar los tres.
Dicho esto, el Rey ocupó un sitial, y las dos damas le imitaron en silencio.
—Señora, continuó el Rey, dirigiéndose á Isabel de Lorena; hace ya dias os hubiera concedido la libertad de Renato, porque desde que siento mi corazon lleno de un amor grande y profundo, estoy inclinado más que nunca á la clemencia y al perdon; pero sabía que al marcharos, conseguido vuestro deseo, os llevaríais á Ines, y ella es lo que más amo sobre la tierra; hallad un medio para que se quede, y mañana os marchais con la órden de libertad para vuestro esposo. No necesito preguntar si Ines corresponde á mi amor; esta niña desgraciada no ha sido querida de nadie; como á la flor nacida en una roca, la han azotado las olas y los vendavales; mirad su rubor y su confusion; bien claro dicen que me ama, y que esta gran pasion que siento por ella, ha encontrado un eco en su alma! ¿Me engaño, Ines?
—No os engañais, señor, contestó sencillamente la jóven.
—Si por una falsa comprension de las leyes del honor, prosiguió el Rey contento con esta respuesta, Ines huyese de mí, yo la seguiria, con escándalo de toda la Francia, por el mundo entero; abandonaria á mi mujer, á mis hijos, á mi reino, y viviria solamente á su lado; ¿qué son todos los intereses de la vida material, comparados con la vida del alma? Lo confieso con toda lealtad, señora; hasta hoy he tenido muchos amoríos vulgares, pero no habia conocido á una mujer superior; mi amor á Ines es, pues, una especie de culto, de adoracion, de pasion loca y ciega, á la vez que razonada; porque á esta criatura me arrastran todas las facultades de mi sér, todas, así las buenas como las malas; la amo con el alma, con los sentidos, con todos los ardores de la pasion, con todas las inefables delicias del espíritu. Así, pues, si Ines se va de aquí, me iré tras ella hasta que pueda vivir á su lado….. ó morir.
—Pues no quiere irse, señor, respondió Isabel con voz conmovida; os ama, y se quedará; faltaba hallar un pretesto, y yo creo haberlo hallado.
—¡Decidlo, decidlo! exclamó ansiosamente el Rey.
—La señorita de Fomenteau se fingirá enferma, y yo la dejaré bajo la custodia de la Reina, que la quiere mucho; partiré á libertar á mi esposo, y dejaré el encargo de que cuando Ines pueda soportar la fatiga del viaje, me la envien.