El cetro de flores - María del Pilar Sinués - E-Book

El cetro de flores E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

Con El cetro de flores María del Pilar Sinués quiso legarle un libro a las y los adolescentes de su tiempo (mediados del siglo XIX), preocupada por las filosofías que pudieran convencerlos de una mirada cínica hacia la vida y los sentimientos. En las afueras de un castillo toledano, vecino a la ficticia aldea de San Simon, un viajero fatigado y misterioso se encuentra con Golondrina, una niña de once años que se inquieta al verlo semidormido y a la intemperie. La remoción de un pasado que se creía extinto les deparará cruces de caminos imprevistos a un rosario de personajes tensionados por formas del bien, que la autora siempre asocia al amor puro, y las del mal, vinculadas a la indolencia del dejarse vivir.

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Seitenzahl: 149

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

El cetro de flores

 

Saga

El cetro de flores

 

Copyright © 1865, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882070

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

INTRODUCCION.

Á LA ADOLESCENCIA.

No es esta, mis jóvenes lectores, una obra tan sencilla como La Ley de Dios, que dediqué á la augusta hermana de nuestro excelso Príncipe, la Serma. Sra. Infanta doña María Isabel Francisca de Asís, y que publiqué bajo la proteccion de SS. MM. en el año de 1858: vosotros la habreis leido quizá, y habreis visto que aquella está exclusivamente escrita para la infancia.

No asi esta: la niñez necesita que se le presenten imágenes bellas y sencillas que preparen al corazon á recibir impresiones saludables: á la adolescencia conviene conocer, amar y practicar la virtud, bien así como la jóven planta que, en los primeros dias de su nacimiento, va brotando tiernas hojas que luego se convierten en flores, y más adelante en sazonados frutos.

Los buenos, dulces y caritativos sentimientos que ahora se arraiguen en vuestro pecho, han de predisponer vuestro ánimo para las acciones generosas, para una vida irreprensible, y hasta para la abnegacion y el sacrificio, que son los frutos sabrosos de la edad de la razon, y que os formarán una corona inmortal para adornar vuestros sepulcros.

Jóvenes que os hallais en esa edad peligrosa, que participa de la indecision y de la debilidad de la niñez, y en la cual empiezan á asomar sus ardientes cabezas las borrascosas pasiones de la adolescencia; jóvenes que anhelais los placeres con la voraz sed que nos hace desear todo lo desconocido: la que esto escribe para vosotros no se ha alejado aún tanto de vuestra edad dichosa que no recuerde lo que por su mismo corazon pasó: sabe que, á vuestra edad, la esperanza de ir á un baile arroba el alma como la dicha mayor; que todo se cree, que todo se espera y todo se ama: sabe que las largas veladas pasadas en el hogar de la familia, que tanto echamos de menos algunos años despues, están para vosotros llenas de tedio y de tristeza; y para divertirlas he escrito esta obra, deseando al mismo tiempo que os advierta los abismos en que vuestras ilusiones os pueden precipitar.

Como veis, está dedicada á nuestro excelso Príncipe; pero si bien es cierto que en ella he querido descubrir al Rey muchas miserias humanas, no lo es menos que las quiero mostrar tambien á toda la juventud, para que las remedie y alivie en lo posible, y para enseñarle, con ejemplos sólidos, el camino de la felicidad.

¿No os han dicho alguna vez que la senda de la vida, por lo árida y escabrosa, es intransitable? ¿No os han asegurado que el bueno es siempre infeliz, y que solo la astucia y la maldad triunfan en el mundo? Y si habeis tenido la buena suerte de que no viertan en vuestros oidos el veneno de tan falsas doctrinas, ¿no habeis leido alguna de esas monstruosas novelas, á que tan aficionada es vuestra edad, y que ocultan bajo una capa de miel el más nauseabundo acíbar? ¡Ah, sí!. Uno y otro habrá sucedido. Algun filósofo extraviado os habrá hecho oir sus funestas teorías, y los libros cuyas páginas están escritas con hiel y veneno no habrán dejado de entretener, durante algunas horas, vuestra fogosa imaginacion.

Ved aquí, pues, un libro nuevo que quisiera fuera antídoto saludable á esos de que os he hablado: él se presenta á vosotros como un amigo cariñoso y jóven, no como un preceptor uraño y regañon.

Jóvenes de ambos sexos: vosotras, que habeis de sembrar la alegría y la paz en el hogar de vuestros esposos, despues de ser el consuelo y la delicia de vuestros padres; vosotros, que habeis de agruparos en derredor del trono de Alfonso XIIpara defenderle con la toga, la pluma y la espada; ya sabeis, como sé yo tambien, que nuestro príncipe es hijo de Isabel la Magnánima , y que la piedad y la misericordia le han alimentado en el seno materno: no quiero ni pretendo, pues, enseñarle á ser misericordioso: únicamente trato de descubrirle algunas de las miserias de la vida, para que su régia mano las socorra y su voluntad excelsa corte los abusos que las motivan.

Vosotros las vereis tambien; por consiguiente, hermosas niñas, no negueis jamás los socorros de vuestra piedad ni las oraciones de vuestros labios á los que padecen: la piedad y la misericordia son el más bello atributo de la mujer. Y vosotros, gallardos adolescentes, acordaos de que la grandeza del perdon es lo que más realza la noble condicion del hombre, y de que sereis más heróicos, olvidando una injuria, que tomando de ella la venganza más sangrienta y feroz.

Ya os he dicho que no está todavía muy lejano el tiempo en que contaba vuestra edad: aún conservan mis cabellos el vaporoso matiz dorado de la juventud, y mis ojos la celeste pupila á través de cuya pura trasparencia leen nuestras madres en el fondo del alma; por eso aún puedo ser vuestra amiga: mi corazon es jóven como mis ojos, y Dios está siempre dispuesto á otorgar á la amistad y á la juventud la persuasion que le pido para mi pluma, y que confio no ha de negarle conociendo mi propósito de haceros buenos y dichosos.

La Autora.

LA ROSA.

Tú, la bella entre las flores,

Y por ellas elegida

Reina de aroma y colores:

Tú, que le escuchas amores

Al aura que va perdida:

Tú, que das al corazon

Alegría al contemplarte,

Da á mi pluma inspiracion

Para que pueda ensalzarte,

Cual debo, en esta leccion.

Por gala del cetro real

Te escojo con ansia suma:

Sea antídoto del mal

Tu hermosura virginal,

Y que ella guie mi pluma.

Yo de tu aroma iré en pos

Cual bello y luciente faro

Que en mi senda puso Dios,

Y si tú me das tu amparo,

Gloria tendremos las dos.

_________

LEYENDA PRIMERA.

EL CASTILLO, LA ALDEA Y EL PALACIO.

I.

Como las cuatro de una helada tarde de invierno podrian ser cuando la lluvia, que habia estado contenida con trabajo en los pardos senos de las nubes, reventó en torrentes, desplomándose sobre el pedregoso suelo de un extenso valle que hacian más triste los corpulentos troncos de algunas viejas encinas.

Corria el año 1832 y era á fines del mes de Febrero, y en las montañas que rodean á Toledo como un áspero y oscuro cinturon, donde tú, mi jóven lector, tendrás que seguirme si quieres presenciar uno de los más bellos y grandiosos espectáculos que ofrece la naturaleza.

Silbaba el viento con furor, y de cuando en cuando un relámpago azulado rompia por entre la lluvia, y, abriéndose paso, iluminaba el paisaje con un resplandor sombrío.

Ni un ser viviente se veia en cuanto alcanzaba la mirada; ni siquiera una habitacion humana, á no ser las altas torres de un hermoso castillo señorial.

Cada relámpago le iluminaba con sus fantásticos reflejos; y á aquella luz vaga se veian blanquear las estátuas de mármol que decoraban su peristilo como guardianes mudos y arrogantes, y las caladas labores del balcon de piedra que daba sobre la puerta principal.

No obstante, un observador curioso hubiera descubierto á alguna distancia y entre los torrentes de la lluvia, otra vivienda que hubiera llamado aún más su atencion que la magnificencia del soberbio castillo.

Era otro edificio más moderno; pero no menos rico.

Sin embargo, su esplendidez, en vez de ser orgullosa y severa como la del castillo, era deslumbradora.

La puerta de entrada, de encina tallada con clavos y molduras de bronce, tenia un mérito raro y un trabajo maravilloso.

Una graciosa escalera de mármol blanco con vetas negras, conducia por ambos lados al interior del palacio, y en cada uno de ellos tres graciosas esculturas, representando ninfas veladas con cendales, sostenian seis grandes faroles de cristal con arabescos dorados figurando un escudo de armas, cuyas luces no habian podido apagar la lluvia y el viento de aquella triste y pavorosa tarde de invierno.

Cualquiera que hubiera pasado por allí á la hora en que yo te conduzco, lector mio, se hubiera detenido admirado, ó más bien, atónito ante aquellos dos edificios.

Pasmaba en el uno su austera y soberbia grandeza.

Seducia en el otro su brillante magnificencia.

Asemejábase el castillo á un anciano de cabellos blancos; pero hermoso, imponente y lleno de magestad.

Pareciase el palacio á una jóven de blonda y rizada cabellera y cubierta de diamantes.

Pero ambos eran tan ricos y espléndidos, que hubieran dejado suspenso el ánimo más esforzado, y atónitos los ojos más acostumbrados á admirar grandezas.

Absorto se hallaba contemplándolos, á pesar de la tempestad, un hombre cuyo trage, medio de cazador y medio de aldeano, era bastante singular.

Aquel jóven—pues tal parecia por la gallardía y firmeza de su apostura—no obstante llevar el rostro velado por su sombrero, aquel jóven, digo, no daba muestras de notar la lluvia que caia sobre sus espaldas, cubiertas solo con una especie de chupa de paño pardo y tosco: unos botines de cuero, abrochados con botones de asta negra, encerraban sus piernas, de un dibujo robusto y lleno de perfeccion. Un calzon encarnado de paño fino, y ancho de hechura, se plegaba debajo de su rodilla, y de la misma tela y color era una almilla que llevaba bajo la chupa y que iba sujeta á su gallardo talle por un cinto de cuero que sostenia dos pistolas con arabescos de plata.

Por debajo de las anchas alas de su sombrero, y azotados por el helado viento de aquella tarde, se escapaban algunos rizos de cabellos negros y lustrosos.

Á pesar de lo tosco de su trage, todo demostraba, en el que lo vestia, la decencia y ese perfume exquisito de decoro y de buen tono propio de las personas de una clase elevada y de una naturaleza distinguida y especial, y que no pierden ni aun en medio de las mayores desgracias.

Sin embargo, á través de estos rasgos característicos, se advertian en aquel hombre las señales indelebles del dolor y de largas horas de sufrimiento.

Su espalda, lisa, ancha y gallarda, se encorvaba con frecuencia á impulsos de un desaliento profundo é independiente de su voluntad: su mano, pequeña y nerviosa, estaba áspera y enrojecida por el frio, segun podia descubrirse en lo que dejaba ver un guante medio puesto en la diestra y del todo ajustado en la izquierda: parecia agobiado de cansancio, y despues de registrar con la mirada durante algunos instantes el sombrío paisaje que se extendia ante su vista, se dejó caer en la quebrada base de la roca donde habia permanecido en pié.

¿Por dónde habia venido aquel hombre singular?

¿Cómo habia atravesado con un temporal tan cruel el pedregoso camino que se perdia á gran distancia de aquel sitio entre las quebraduras de las rocas?

Nadie hubiera podido decirlo.

Sin embargo, él estaba allí, llevado sin duda por la mano de Dios, como el genio del dolor y de la tristeza, cuyo pedestal fuese aquel terrible y desolador paisaje, cuyo dosel fuese la tempestad.

________

II.

Cesó la lluvia algun tanto cuando las sombras del crepúsculo reemplazaron á la luz postrera de la tarde.

El montañés se habia quedado inmóvil en su asiento, empapado en agua.

Un sueño mortal, efecto de la fatiga y del frio, le habia sobrecogido.

Á través de aquel letargo homicida, la fiebre ardia en su cerebro y en sus venas, y sus miembros temblaban como las hojas de una encina, batidas por el huracan en una tarde de estío.

Media hora pasó así, durante la cual el sombrero del desconocido cayó á sus piés descubriendo una poblada y rica cabellera negra.

Empero su rostro, oculto sobre el pecho, no podia verse.

De súbito cesó la lluvia: apareció la luna en el cielo, y, como evocada por ella, una esbelta niña asomó por una pequeña eminencia su gentil y risueño semblante.

Como si viniera deliberadamente á conocer al viajero, ó como si ya le hubiera reconocido, se acercó á él con ligereza y le tocó en un hombro.

Estremecióse el montañés y levantó con lentitud la cabeza; pero volvió é dejarla caer pausadamente como si no pudiese sostenerla.

—¡Señor! dijo la jóven sacudiéndole de nuevo y con más fuerza el brazo.

—¿Quién me llama?... ¿Eres tú, Constanza? exclamó azorado y con ronca voz.

—No me llamo Constanza, señor; observó la niña con dulzura y riendo cándidamente.

El incógnito clavó en ella una mirada de asombro.

Tenia de diez á once años á lo sumo y era rubia, rosada y de poca estatura: sus ojos, azules como la flor de la clemátida, no eran grandes, pero sí tan alegres que daba placer mirarlos: su boca diminuta, de gruesos labios, y su nariz pequeña y levantada, prestaban á su carita redonda y rolliza una gracia picante y llena de ingenuidad.

—¿Quién eres? preguntó el jóven levantando con el trabajo de la fatiga y de la fiebre un rostro en que se veian escritos veintiocho años y muchos pesares.

—¡Toma! ¡Yo soy la Golondrina! dijo la muchacha, como si el viajero debiese por fuerza conocerla.

—¿La Golondrina?... repitió el jóven, á cuyos labios secos asomó una leve sonrisa.

—Sí, señor; la Golondrina: venia de mi pueblo, que es San Simon ( 1 ): allá abajo está, y como llovia tanto entré en el palacio.

—¡En el palacio! ¿Cuál?

—¡Toma! En aquel... en el que tiene esos figurones de piedra.

—¡Ah! dijo el viajero con una mirada ansiosa: ¡vienes del castillo! ¡Habla... habla!

—Pues entré allí; y como siempre que voy me da algo el Sr. Juan el cocinero, me fuí derechita á la cocina; y estando comiendo un pedazo de carne asada junto á la ventana, le vi á V. y dije: ¡se va á morir dormido ahí!

Un suspiro fué toda la respuesta que obtuvo el locuaz razonamiento de Golondrina, que continuó sin desanimarse:

—Yo me hice esta reflexion: lo mismito me comeré la carne andando que aquí quieta, y podré llamar á ese pobre señor y le haré venir á que se abrigue en la cocina del Sr. Juan: por eso eché á correr y llegué... vamos, ya la lluvia pasó... Véngase usted conmigo, que el Sr. Juan es bueno y le amparará.

—¿Quién vive allí? preguntó el montañés, que parecia absorto en una idea única y angustiosa, señalando al magestuoso castillo.

—Unas señoras altas y hermosas como la Vírgen que está en el altar mayor de la iglesia de San Simon; una señorita un poco mayor que yo, que me toca la cara cuando pasa junto á mí, y un viejecito que casi no puede ya andar.

—¡Ellos son! exclamó el montañés lanzándose hácia el castillo con un ímpetu delirante.

Mas de repente se detuvo como herido por un rayo.

Acababa de abrirse uno de los balcones decorados de raso color de rosa del magnífico palacio iluminado por los faroles, y una mujer asomó á él su bella é indolente cabeza, resguardada por un velete de blonda blanca con lazos azules.

_________

III.

—¡Constanza! gritó el montañés con un acento arrancado de lo más hondo de su corazon.

La jóven del balcon se estremeció y perdió el color; pero sin duda se le figuró ser una ilusion aquel grito tan triste y elocuente, porque una sonrisa se dibujó en sus labios, y, saliendo al balcon, se apoyó en su barandilla.

El incógnito cayó de rodillas como si hubiera tenido ante sus ojos una aparicion celeste.

La mujer, cuya vista le conmovió tan profundamente, era alta y esbelta.

Una bata de cachemira blanca, entretelada y forrada de raso celeste, dejaba ver los hermosos contornos de su figura: bajo la bata, abierta por delante, se veia otro vestido interior, de muselina blanca tambien, cubierta de encajes.

Sobre sus cabellos castaños, sedosos y brillantes, llevaba una toca de levantarse, de encajes, adornada de lazos celestes y de la más bonita hechura.

La tez de aquella mujer era blanca y diáfana como el nácar: su boca, que formaba un arco de coral húmedo y caprichoso, armonizaba perfectamente, por su expresion séria y desdeñosa, con sus ojos garzos, de altiva mirada. Sus mejillas redondeadas, sus cejas de seda y el gracioso corte de su frente, hacian de ella una hermosura perfecta y llena de animacion.

Paseó una mirada curiosa por el paisaje, y sus ojos se detuvieron en el cazador y Golondrina; pero solo vió á un aldeano vestido con un tosco trage, y á la muchacha que conocia desde hacia mucho tiempo.

Incómoda sin duda con el frio de la tarde, volvió á entrar en la estancia y cerró el balcon; pero alzó una de las cortinillas de raso de color de rosa y encaje blanco, y apoyó en el cristal su nacarada frente.

Entonces el cazador se volvió hácia Golondrina, que le miraba atónita, y la asió por un brazo.

—¿Cómo se llama esa mujer? le preguntó.

—¡Toma! Como V. la ha llamado; respondió la niña.

—¿Constanza?

—Constanza, sí, señor.

—¿Cómo es que vive ahí?

—Yo no lo sé; pero suélteme V. el brazo, que me hace mucho daño.

El jóven soltó el brazo de Golondrina, que continuó: