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En este segundo tomo de El alma enferma vemos las peripecias de Dolores, desengañada de su esposo y reconcentrando su vida hacia la maternidad, pero también tentándose con otros partidos. Se retoman también los hilos de la historia de Modesta y su enlace con Luciano, ciertamente más feliz, y de los otros personajes que habíamos dejado en el tomo I. Esta conclusión de la novela, atravesada por algunas advertencias morales, completa la parábola de dos amigas que se conocen desde la infancia y, aunque tienen desiguales temperamentos, están unidas por un afecto incondicional.
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Seitenzahl: 284
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
El alma enferma. Tomo II
Copyright © 1864, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882056
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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TEMPESTADES
(Continuación).
DESENCANTO
El capricho que Florestán de Benavente había concebido por Dolores, pasó muy pronto. La posesión le apagó, y, como sucede casi siempre, ya no vió en su mujer más que los defectos que tenía, que eran algunos.
El embarazo y el alumbramiento ajaron algún tanto la belleza de Dolores, y esto disgustó profundamente á su marido. Por su parte, ella fué desencantada de un modo más pronto y más terrible, porque jamás había estado enamorada de Florestán.
Su penetrante talento descubrió, á los ocho días de casada, toda la sequedad de corazón, toda la vanidad, todo el helado egoísmo de aquel hombre gastado y endurecido en los desórdenes. Despojado de sus cosméticos y de sus afeites, Benavente apareció viejo y repugnante á los ojos de aquella esposa de diez y ocho años, bella y delicada. Le vió con los cabellos y los bigotes canos, despojado de su postiza dentadura y de su corsé, y le causó horror y casi miedo.
Así engañada, Dolores se refugió en la dulce esperanza de ser madre; ella, que tanto odiaba á su primera hija; ella, que á costa de la mitad de su vida hubiera deseado olvidar á la hija de su pecado, empezó á desear con ansia la llegada al mundo de la hija de su matrimonio.
¡Oh, encanto supremo de la virtud! ¡Tú dejas al corazón la pureza de los afectos, y rodeas de luz los mismos que el mal cubre de negras sombras! Los goces ilícitos sólo son un recuerdo de tus puros y legítimos encantos. Todo aquello que la religión cubre con su velo, es bello, bueno y consolador.
Luz nació hermosa como el amor. Por la primera vez, después de largo tiempo, Dolores no se opuso al deseo de su marido en cuanto al nombre de esta niña, pues ella era verdaderamente el rayo de luz que llegaba á alumbrar la fatigosa y sombría existencia de su madre.
No bastaba, sin embargo, el amor materno para llenar aquella alma apasionada y ardiente, lastimada ya con muchas decepciones: la niña no podía acompañar la perpetua soledad de Dolores, porque su esposo se había entregado por completo al juego, que absorbía los restos de su caudal, y á la disipación, en medio de la cual había pasado toda su vida.
Dolores le reconvino un día que le había estado esperando durante mucho rato para salir con él, y se quejó de su falta de atención. Benavente le respondió con una risa burlona, exasperando á la joven, que le llamó grosero é insolente.
El americano, frío en la apariencia, pero con el semblante cubierto de palidez, se acercó á su mujer, y asió el brazo de ésta entre sus dedos, que apretó como si fuesen tenazas de hierro.
—Querida mía—le dijo con la espantosa risa que tanto decía, y que Dolores había analizado con tanto terror,—guárdate siempre de oponerte á mis acciones: ningún derecho tienes á pedirme consideraciones, además de haberte hecho el favor de casarme contigo; sólo me debes gratitud, y, al menos, exijo prudencia de ti.
Dolores sufrió aquella brutal presión y el ultraje que encerraban las palabras de su marido, sin articular una palabra, sin exhalar una queja; pero desde aquel día le profesó un odio mortal.
Desatada ya su máscara, no era Benavente hombre que retrocediese por nada: acortó á su mujer la pensión que le daba para sus alfileres, y dos meses después se la retiró del todo. Dolores, por su parte, y dando por excusa el porvenir de su hija, hizo asegurar los diez mil duros de su dote, y privó á su marido de aquel recurso, en el que fundaba algunas esperanzas de salvación.
Desde entonces, la guerra se declaró entre los dos esposos de una manera sorda, pero terrible.
Una circunstancia inesperada vino á poner algún dique á los desórdenes de Benavente: vió á la Condesa de Elvén en la Ópera, y se enamoró de ella con locura, con esa última locura de los hombres que han hecho muchas, y que tan desastrosa es en la edad madura.
Desde aquel día, se ocupó sólo de ir á los sitios donde ella iba, y consiguió hacerse amigo de uno de los amigos de la casa, que le presentó á Rita.
Como ventaja, tenía ya el título de amigo de la Marquesa de Villaflorida, y le fué muy fácil poder visitar con frecuencia la casa de los Condes de Elvén.
Poco á poco aquella pasión fué tomando proporciones colosales. Benavente odiaba á Gonzalo; pero no como autor de la seducción y del abandono de la pobre Dolores, sino como esposo de Rita.
Mientras tanto, el alma de Dolores se iba ennegreciendo cada día más y más. Hervía en ella el deseo de vengarse del hombre que la había perdido, con la misma fuerza que el día en que le vió salir de la iglesia casado con otra mujer; por no verle, había huído siempre del trato de Rita; pero aquel odio se acrecentaba cada vez que recibía un ultraje de su marido al echarle en cara su desgracia y la existencia oculta de la hija de su falta.
El desprecio, el horror que le inspiraba su marido, eran al mismo tiempo de una naturaleza tal, que en vano había procurado vencerlos: nada suavizaba, por lo mismo, la amargura que invadía el ánimo de Dolores.
Esta existencia vacía no podía prolongarse durante largo tiempo, y mucho menos cuando los obsequios y las declaraciones rodeaban á la joven por todas partes; su belleza verdaderamente admirable, llamaba la atención, siempre que salía, de esa multitud elegante que pulula en París, y en los altos círculos se la empezaba á encarecer, preguntándose unos á otros si conocían á la hermosa española.
Algunos de los más atrevidos lograron penetrar en su casa; y Dolores, aburrida de su soledad, empezó á aceptar sus galanteos, figurándose llenar así el vacío inmenso de su corazón.
De esta suerte se hallaban las cosas cuando tenían lugar las escenas del capítulo precedente, desde el cual proseguiremos el hilo de esta narración.
Florestán, despedido por la Condesa, se encaminó á su casa con la cabeza pesada y abrumado de ese cansancio moral que sucede á las grandes y repetidas agitaciones del espíritu.
Amar del modo que él amaba á su edad y á una mujer como Rita, era arrastrar una existencia envenenada á cada instante.
Habitaba con su mujer una bella casa en la rue Vivienne; pero era necesario que pensase ya en abandonarla, pues le era imposible satisfacer los cuantiosos alquileres que exigía. La ruina le iba envolviendo con sus negras alas; mas él, absorto en su amor, no se cuidaba de evitarla.
Llegó á su casa, y pidió la comida para dentro de media hora.
—¿Dónde está la señora?—preguntó al criado que se había presentado para recibir sus órdenes.
—La señora no come en casa—respondió aquél;—salió á las dos, y no ha vuelto, dejando dicho que comería con madame de Reneville.
—¿Ha preguntado alguno por mí?
—No, señor.
—Es preciso que yo haga entrar de nuevo á mi mujer en la vida ordinaria—se dijo Benavente, así que quedó solo.—Aunque poco aficionado á los goces del hogar doméstico, me canso de hallar el mío sin calor. Esta soledad es insoportable... ¡Oh, si Rita me amase!... ¡Pero no!; no me ama, ni me amará jamás.
La campanilla de la escalera sonó en aquel momento, y poco después el ayuda de cámara anunció:
—¡El señor Coronel!
La persona que hemos hallado en casa de la Condesa de Elvén fué la que entró: al verla, el rostro de Florestán expresó una violenta contrariedad.
—Querido—dijo el recién llegado,—hoy estoy de un humor perverso: el Conde me ha hecho un desaire delante de su mujer, y al segundo le envío mi tarjeta: así, pues, vengo á comer, á pasar el tiempo contigo sabiendo que tu mujer nunca está en casa.
—¿Por qué te obstinas en ir á casa del Conde? —preguntó Florestán dirigiendo al Coronel una mirada profunda.
—¿Qué sé yo? Se me figura que sólo por dar al Conde en la cabeza. Su mujer me gustaba mucho, pero ella ha sido la primera que se cansó de mis visitas; á la verdad, eso me duele poco, porque en nosotros tales cuestiones son siempre de amor propio, y ella creo que se cansa lo mismo de todos y que no quiere á nadie. Pero ese marido ha dado ahora en la ridícula manía de estar celoso, cuando no lo había estado jamás. Si le ves, dile que imite tu ejemplo.
—¿Cómo mi ejemplo?
—Tu mujer sale, entra y hace lo que le parece sin que le pidas cuenta. Ahora se habla de ella como de una notabilidad, y tú estás tan tranquilo y contento con eso como debe estarlo un hombre de mundo.
—¿Y qué he de hacer? No veo ningún mal en que mi mujer guste.
—Ni yo tampoco... Pero vamos, vamos, querido, veo que no me quieres entender y que será mejor que pasemos al comedor, porque yo me estoy muriendo de hambre.
LA FAMILIA WARNER
Dolores corría la pendiente que conduce á la deshonra y á la ruina: no podía ser otra cosa estando unida á un hombre como su marido, y teniendo tal predisposición para dejarse llevar de todos los arrebatos de su imaginación.
Sin embargo, su corazón no estaba ocupado más que con el amor de su hija, y esto la salvó durante algún tiempo. Tal vez en el gran libro del destino no estaba escrita todavía la hora de su perdición.
Una noche de insomnio, en que daba vueltas en su suntuoso lecho agitada por siniestros pensamientos, se acordó de los bellos días en que sentada, niña aún, al lado de su madre en aquel pequeño comedor bañado de sol, se sometía de mala gana, y dejando escapar de sus ojos lágrimas coléricas, á las reprensiones y á los castigos que se la imponían.
Aquel lindo cuartito; aquel brasero lleno de rojas ascuas, y cuyo azófar estaba tan brillante como el oro; aquel gato que dormitaba sentado á su dulce calor; aquel rayo de alegre sol que, penetrando por los limpios cristales del balcón, bañaba la tarima de pino pulimentado y el gato; aquella criada gruesa y alegre; y, coronando todo esto, las nobles y venerables figuras de sus padres, arrancaron lágrimas á sus ojos, y la transportaron á los bellos y serenos días de su infancia, á aquellos hermosos días de sol, y de tan puras y consoladoras memorias.
Postróse de rodillas detrás de las cortinas de su lecho y rezó, porque algunos pensamientos conducen á la oración, como si fuesen blancas alas que llevan el alma al cielo.
Como le sucedía muchas veces, la memoria de sus padres la condujo á detestar al que había sido su verdugo: así la desdichada no podía abrigar un pensamiento sano y consolador, sin que le trajese en pos otros muchos amargos y desconsoladores.
Pero refugiándose á la luz para huir de las sombras, volvió á pensar en su madre, y en el inmenso bien que hacía á los pobres aun en medio de su modesta fortuna.
—¿Por qué no he de ser yo caritativa también? —se preguntó la joven;—esto, al menos, me daría algunas horas de felicidad que llenasen el vacío de mi amarga existencia... Y ahora recuerdo que hace dos ó tres días, al pasar por la antesala, oí á mis doncellas hablar de una familia desgraciada é indigente de la vecindad... Yo la socorreré..., sí: la caridad y el amor de mi hija deben bastar para llenar mi vida.
Estos propósitos trajeron el sueño á Dolores, que ya desconfiaba de cerrar sus ojos al reposo en toda la noche.
Al amanecer, se levantó más alegre y animada de lo que había estado en mucho tiempo: aquella alma enérgica no podía querer nada sino con extremada vehemencia.
Su doncella, asustada con el sonido de su campanilla, sacudida á una hora tan extraña, acudió despavorida.
—No te asustes—le dijo su señora:—estoy buena, pero no puedo dormir, y te he llamado para que me informes de quién es una familia muy pobre que dicen vive en la casa inmediata.
—En efecto, señora—contestó la camarera disimulando el enojo que le causaba el que la hubieran hecho levantar tan temprano para tan poca cosa:—es una familia muy pobre y muy honrada, compuesta de una viuda con dos hijos; su marido, rojas ascuas, y cuyo azófar estaba tan brillante como el oro; aquel gato que dormitaba sentado á su dulce calor; aquel rayo de alegre sol que, penetrando por los limpios cristales del balcón, bañaba la tarima de pino pulimentado y el gato; aquella criada gruesa y alegre; y, coronando todo esto, las nobles y venerables figuras de sus padres, arrancaron lágrimas á sus ojos, y la transportaron á los bellos y serenos días de su infancia, á aquellos hermosos días de sol, y de tan puras y consoladoras memorias.
Postróse de rodillas detrás de las cortinas de su lecho y rezó, porque algunos pensamientos conducen á la oración, como si fuesen blancas alas que llevan el alma al cielo.
Como le sucedía muchas veces, la memoria de sus padres la condujo á detestar al que había sido su verdugo: así la desdichada no podía abrigar un pensamiento sano y consolador, sin que le trajese en pos otros muchos amargos y desconsoladores.
Pero refugiándose á la luz para huir de las sombras, volvió á pensar en su madre, y en el inmenso bien que hacía á los pobres aun en medio de su modesta fortuna.
—¿Por qué no he de ser yo caritativa también? —se preguntó la joven;—esto, al menos, me daría algunas horas de felicidad que llenasen el vacío de mi amarga existencia... Y ahora recuerdo que hace dos ó tres días, al pasar por la antesala, oí á mis doncellas hablar de una familia desgraciada é indigente de la vecindad... Yo la socorreré..., sí: la caridad y el amor de mi hija deben bastar para llenar mi vida.
Estos propósitos trajeron el sueño á Dolores, que ya desconfiaba de cerrar sus ojos al reposo en toda la noche.
Al amanecer, se levantó más alegre y animada de lo que había estado en mucho tiempo: aquella alma enérgica no podía querer nada sino con extremada vehemencia.
Su doncella, asustada con el sonido de su campanilla, sacudida á una hora tan extraña, acudió despavorida.
—No te asustes—le dijo su señora:—estoy buena, pero no puedo dormir, y te he llamado para que me informes de quién es una familia muy pobre que dicen vive en la casa inmediata.
—En efecto, señora—contestó la camarera disimulando el enojo que le causaba el que la hubieran hecho levantar tan temprano para tan poca cosa:—es una familia muy pobre y muy honrada, compuesta de una viuda con dos hijos; su marido, pintor alemán que se ocupaba de asuntos religiosos, murió después de una larga enfermedad que dejó arruinada á su familia; la pobre mujer cose para un almacén de modas y cuida de sus hijos; el mayor es varón y se llama Frantz: no cuenta más que diez años, y se aplica á la pintura de un modo prodigioso; un antiguo amigo de su padre le da lecciones por caridad; la niña tiene ocho años, y se llama Ida: también aprende á pintar; pero su pobre madre, aún joven y hermosa, se consume en un trabajo ímprobo para mantenerlos; ha debido ser una mujer muy bella, pero está marchita por los trabajos y por la miseria. Su marido se llamaba Warner y era hombre de gran mérito, pero de poca suerte.
—Gracias—dijo Dolores:—ya sé todo lo que deseaba saber. Ahora déjame.
La camarera se retiró, y su señora alzó al cielo sus manos unidas.
—¡Gracias, Dios mío!—exclamó:—al menos en este gran desierto, en el que sólo hallo personas metalizadas ó corrompidas, podré hablar con alguna criatura noble que me recuerde á mi madre.
Fué á la cuna de su hija y contempló con delicia su tranquilo sueño. La pequeña Luz era admirablemente hermosa: abundantes y sedosos cabellos castaños, que prometían ser negros para más adelante, se rizaban alrededor de su blanca frente; sus cerrados párpados, anchos y transparentes como el marfil, ocultaban dos ojos como dos estrellas, rasgados, negros y brillantes; su boquita diminuta, su nariz sonrosada, su frente llena de gracia y majestad, todo ofrecía para lo sucesivo una admirable hermosura.
—Hija mía, yo conquistaré para ti simpatías y bendiciones—murmuró Dolores;—haré el bien en tu nombre, que será respetado y querido. Sí: yo quiero salir de esta apatía mortal que me consume, quiero hacer bien, y mis padres nos protegerán desde el cielo.
Dolores se levantó, se puso un vestido obscuro, y envolvió su cabeza y su rostro con un velo negro; luego, sin decir nada á nadie, bajó la escalera y salió á la calle.
Al poner ella el pie en el umbral de la puerta para salir, retrocedió espantada.
Su marido iba á entrar al mismo tiempo, después de una noche pasada en el desorden y en la orgía; venía del todo ebrio, y su aspecto no podía ser más horrible.
Su levita, desabrochada completamente, dejaba ver su rica camisa arrugada y rota; su corbata, desatada, flotaba como la vela de un barco despedazada por el viento; su sombrero, echado hacia atrás, dejaba escapar algunos mechones de cabellos descompuestos y enmarañados; tenía los ojos hinchados y rojos, la boca entreabierta y estúpida, y traía los brazos colgando.
Dolores retrocedió llena de horror: su marido pasó, tambaleándose y sin reconocerla, por delante de ella.
Tal impresión hizo este encuentro en la joven, que iba á volver á subir; pero el temor de ver otra vez á aquel hombre, la decidió á salir á la calle para cumplir su piadoso objeto.
Entró en la casa inmediata, y preguntó en la portería por madame Warner.
—Quinto piso, puerta número 2—dijo una voz cascada desde el fondo del chiribitil.
Dolores cruzó rápidamente el patio, y empezó á subir la escalera, latiéndole el corazón de un modo inusitado.
Llegó al quinto piso, llamó á la puerta número 2, y se abrió en seguida por la mano de un hermoso niño.
—¿Madame Warner?—preguntó Dolores con voz algo trémula.
—Aquí es, señora—respondió Frantz.—Pase usted por aquí.
Luego, levantando la voz, añadió:
—¡Mamá, mamá!; aquí hay una señora que te busca.
Dolores siguió el camino que el niño le indicaba, y después de cruzar un pasadizo largo, precedida por Frantz, se halló á la puerta de una modesta salita.
Todo en ella respiraba una pobreza digna y honrada; advertíase allí un buen gusto inteligente luchando con la miseria, y una poesía natural que lo embellecía todo.
Las paredes, cubiertas con un ínfimo papel de fondo claro con ramos verdes, conservaban esa limpieza que comúnmente falta en las habitaciones de los pobres; sobre una mesita de caoba, restos de pasado bienestar, se veía una ninfa tallada en mármol, ante la cual lucían dos jarros de cristal que sostenían dos ramos de flores de los campos; blancas colgaduras cerraban dos camas, una de ellas grande, y en la que debían dormir Ida y su madre, y otra más pequeña de la propiedad de Frantz.
Una alfombra muy modesta, pero cuidadosamente conservada, cubría el pavimento; la chimenea estaba adornada con un espejo ovalado y encerrado en un marco formado por flores y frutos esculpidos en maderas finas; debajo, un reloj de bronce, antiguo, señalaba la hora, y los lados estaban ocupados con candeleros de lo mismo, que sostenían bujías blancas como la espuma, y adornadas de arandelas de flores.
Cerca de la ventana, Margarita Warner bordaba una pieza de preciosa batista. Era una mujer que no pasaba de treinta años, de admirable y exquisita belleza, si bien un tanto ajada por las penas.
Su estatura alta y esbelta decía, lo mismo que sus formas delicadas, que había nacido en la tierra donde Goethe pensó la Margarita de Fausto: como aquélla, era rubia, de ojos serenos y grandes, de facciones llenas de encanto y poesía: tal hubiera sido la heroína del poema inmortal, si hubiera llegado á ser esposa y madre feliz.
Una palidez suave vestía su rostro, y una tristeza exenta de desesperación resaltaba en toda su persona: era una mujer encantadora, que aún podía haber alcanzado grandes triunfos de hermosura, á no haberse dedicado por completo á sus hijos.
Aquella figura bella, dulce, grave, estaba llena de majestad; viuda y madre, aún se admiraba en ella á una de esas encantadoras jóvenes alemanas, tan bellas de cuerpo y alma, tan puras é irreprensibles.
Sus cabellos rubios estaban recogidos en apretadas trenzas detrás de su cabeza, y se levantaban sobre la frente en gruesas ondas naturales.
Llevaba un vestido de lana obscura, admirablemente cortado, y que hacía resaltar la gracia delicada de su talle; el escote de aquel traje era cuadrado, y descubría una camiseta de batista plegada, que subía hasta el cuello, guarnecida de un estrecho encajito, resto quizá de su traje de novia.
Las mangas, estrechas y casi cerradas en el puño, dejaban ver sus manos un poco largas y blancas como el marfil.
Tal era Margarita Warner. Dolores, que había vivido entre unos padres muy honrados, pero muy prosaicos; al lado de un esposo más prosaico todavía, y rodeada en París, desde hacía algún tiempo, de la horrible prosa de los vicios y desórdenes humanos llegados al más alto grado, quedó muda, extática, ante aquella aparición tan poética y tan pura.
Al lado de Margarita se hallaba sentada una niña, blanca como la azucena del valle, rubia como un rayo de sol naciente; sus ojos eran azules como el cielo, y todas sus facciones eran copia de las de su madre, bañadas además con el encanto incomparable de la infancia.
Era una criatura delicada, esbelta, adorable, y en cuyo sereno rostro resplandecía una especie de candor reflexivo y pudoroso.
Aquella niña no debía ser bulliciosa y juguetona, sino melancólica y pensadora, como su madre.
Su pobre vestidillo de lana azul, muy viejo ya, tenía la hechura alemana del de su madre, y sus cabellos rubios, que jamás, según la costumbre de su país, habían sido oprimidos en trenzas, caían en gruesos tirabuzones sobre sus hombros y espalda.
Margarita se levantó, saludando profundamente á Dolores, que sintió cubrirse sus mejillas de rubor al pensar que aquella mujer, en cuya frente estaba escrita la santidad de toda una vida irreprensible, se inclinaba delante de ella, manchada desde tan joven, y en cuya alma se abrigaban tan negros pensamientos.
Así el murciélago, cuando deja su obscuro nido en las bóvedas de un arruinado castillo, y saliendo al campo, ve el firmamento azul tachonado de estrellas, se avergüenza de su fealdad y de su miserable destino, y envidia al pobre jilguerillo que revolotea en un espacio tan puro.
— ¿Qué tiene que mandarme la señora?—preguntó madame Warner con voz dulce y con acento extranjero.
Dolores vaciló algunos instantes antes de responder.
No se atrevía allí, delante de aquella noble mujer, que tenía la presencia y los modales de una dama, á decir que había ido á socorrer su miseria; y por otro lado no sabía qué pretexto dar á su visita.
Conociendo, sin embargo, que era preciso dar alguno, aceptó el asiento que le ofrecía Margarita, y respondió:
—Deseaba encargar unos bordados, y me habían encaminado aquí...
—En efecto, señora, yo bordo—respondió sencillamente madame Warner;—y si la obra no es muy larga, podré encargarme de ella. Hago esta salvedad, porque como soy sola y estoy al cuidado de mis hijos, puedo adelantar poco.
—Ninguna prisa me corre lo que quiero encargar á usted—repuso Dolores:—son batas de noche, gorras...; cosas sin importancia, ni gran precisión...
Detúvose aquí Dolores, y se quedó como extática, mirando, ó más bien, admirando al hijo de Margarita.
La hermosura de este niño era mil veces superior á la de su madre y su hermana.
Tenía los cabellos de ese castaño dorado y sedoso que Murillo da á sus Vírgenes; los ojos de un azul semejante al de la pizarra; las mejillas pálidas, con la suave blancura del jazmín.
Dos tendidas cejas negras, como dibujadas con tinta china, cortaban su frente ancha y elevada, en la que ya se advertía la triste altivez del genio; sus ojos grandes, rasgados, pensaban y hablaban; dos magníficas filas de perlas guarnecían su boca, de un dibujo puro y caprichoso. Cuando la vista de la señora de Benavente cayó sobre él, se hallaba sentado de lado, y su correcto perfil se destacaba de entre una masa de cabellos que se agrupaba en abultados y lustrosos rizos, mucho más obscuros que los de su hermana.
—¡Oh, señora, qué hermoso es este niño!— exclamó Dolores, cuya imaginación poética y apasionada había estado siempre envuelta en los velos del positivismo, y se desenvolvía de su helado sudario al aspecto de tantas bellezas físicas é intelectuales y al calor del fuego sagrado del entusiamo.
—¡Se parece á su padre!—respondió Margarita dejando escapar un suspiro.
—Permítame usted, señora, una pregunta—dijo Dolores á aquella joven madre.—¿Hace ya mucho tiempo que perdió usted á su esposo?
—Hace cuatro años, señora.
—¿Murió en París?
—Sí, señora; y yo hubiera partido al instante para Alemania, á no haber sido su expresa voluntad que se educase aquí su hijo. ¡Ah, señora!; ¡sólo el deber de cumplir este deseo supremo es lo que me hace permanecer aquí!
—¿Tiene usted aversión á París?
—¿Y cómo no tenérsela, si aquí los desengaños y las penas han cortado el hilo de la vida de mi esposo?
—¿Fué desgraciado?
—¡Mucho! La envidia se ensañó con él, y ya que no pudieron cortar las alas á su genio, cortaron los lazos de su vida. Yo le amaba desde niña, y, al perderle, el mundo se convirtió para mí en un inmenso desierto, donde no hallo otra compañía que mis hijos. Si él hubiera dispuesto que volviese á mi patria, aún sería menos infeliz: vive mi padre, y á su lado hubiera hallado algún consuelo. Pero Frantz me dijo que me quedase en París, y yo quiero obedecerle.
Dolores bajó la cabeza, cubierta su frente de nuevo con un doloroso rubor; ¡aquella mujer obedecía tan escrupulosamente á su marido, y ella había desobedecido á su madre, que le había mandado expresamente guardar á su hija!
Por la primera vez pensó entonces sin horror en la hija de su culpa, y se dijo que quizá padecería hambre y frío en poder de aquella aldeana que le había reemplazado á ella.
Estos pensamientos fueron una gota de rocío que refrescó su alma, escandecida por otros muchos de odio y de amargura.
La vista de aquella existencia pobre, pero tranquila y digna; de aquella buena madre tan joven, tan hermosa, tan modesta y tan retirada; de aquellos niños que crecían amparados por el amor y el deber, parecía como que consolaba su espíritu fatigado.
—Señora—dijo á madame Warner,— suplico á usted que venga á mi casa, aquí inmediata, para elegir las telas de los bordados. Yo las enviaría á usted, pero deseo que honre con su presencia mi habitación... Soy muy desgraciada... ¿Quiere usted ser mi amiga?... No he tenido nunca ninguna, ¡y lo deseo tanto!...
—¡Cómo, señora! ¿Se puede vivir sin la amistad?—exclamó Margarita, en cuyos grandes ojos se retrató un asombro lleno de candidez.—A mí me sería imposible.
—No se hallan amigas siempre que se desean. Yo tampoco las había buscado hasta ahora.
—No lo extraño—continuó Margarita:—es usted muy joven..., casi una niña. Mientras las ilusiones llenan el corazón, no hay amigas más fieles que ellas.
—Yo las he perdido ya todas.
—¡Todas!—repitió Margarita con una nueva sonrisa.—¡Oh, mi querida niña, y cuántas veces han de renacer todavía!
—No—respondió Dolores:—la vida no tiene más que una sola primavera; el campo se cubre cada año con nuevas flores y nuevas galas: sólo hay una época en la vida, floreciente y hermosa.
—¡Pobre joven!—murmuró madame Warner; —¿no es usted madre?
—Sí por cierto: ya tengo dos hijas.
Dolores pronunció estas palabras con un supremo esfuerzo; pero, después que salieron de sus labios, le pareció que su corazón descansaba.
Ya confesaba la existencia de la pobre Lágrimas: es verdad también que sólo á aquella noble mujer se la hubiera confesado sin rubor y sin amargura.
—¿Y se queja usted? — preguntó la alemana; luego, como corrigiéndose, añadió:
—Perdone usted á una madre el que piense que serlo es la mayor felicidad de la tierra. ¿Vive usted separada de sus hijas?
—De la una, sí. Pero ésta es una historia triste que le contaré á usted algún día.
—Siempre he amado más á los desgraciados que á los venturosos—dijo madame Warner:—la felicidad acompaña por sí sola. ¡Dichosa yo si, con el calor de mi afecto, puedo hacer que renazca en el corazón de usted la bella flor de sus ilusiones!
—Son flores que, una vez secas y marchitas, no renacen jamás.
—Pero su aroma está siempre en el cielo— respondió la alemana con aquel lenguaje poético propio de su país,—y la oración le hace descender de nuevo á la tierra. Yo he sido poco dichosa en este mundo, pero jamás completamente infeliz.
—He aquí el precio de los primeros bordados— dijo Dolores levantándose para irse y dejando sobre la mesa un bolsillo lleno de dinero, único que entonces poseía.—Mañana, amiga mía, la espero á usted.
—Mañana iré, y cobraré la labor después que esté ejecutada—dijo Margarita con dignidad.
Y levantándose también, tomó el bolsillo y lo dejó en las manos de Dolores.
Ésta se puso encarnada de confusión y de pena: la indigencia rechazaba su caridad. Pero reflexionando que al menos llevaba consigo la satisfacción de aquel nuevo afecto, tal vez el único sincero con que le era dado contar, se resignó, y después de saludar á Margarita y de echar una última mirada sobre sus hijos, que jugaban en un extremo del aposento, salió de aquella pobre casa más consolada, y con más fortaleza en el alma para sobrellevar los dolores de su vida.
EN MADRID
Vamos á encontrar á algunos conocidos de los que estamos ausentes hace algún tiempo, lector amigo, pero á los que, según creo, no has olvidado.
Entremos de nuevo en la calle del Noviciado, y después en la modesta casita que habitó Dolores en compañía de sus padres, y que aún habita el pintor Antonio Benavides con su esposa y sus hijos.
Ya se han cumplido los dos años que faltaban para que Luciano Ponce de León, primo de Berta y de Rita, acabase su carrera de abogado.
Ha llegado el día de la boda con Modesta, que fiel y tranquilamente le ha esperado bajo la sombra de sus buenos padres, y en medio de las ocupaciones de una vida laboriosa.
Modesta ha cumplido ya diez y ocho años; Luciano, veintisiete. Los dos se conocen y se aman lo bastante para estar seguros de ser dichosos siempre en una vida común.
He aquí la base de todos los enlaces felices, que, por más que se diga lo contrario, dan envidia, y no poca, á todos los que hallan en distracciones culpables un lenitivo á los disgustos del matrimonio.
El día mismo del casamiento, que debe celebrarse á las ocho de la noche, Modesta y su madre, levantadas desde el amanecer, se ocupan en arreglar en dos grandes cestos una crecida cantidad de loza blanca, comprada el día anterior para el servicio de mesa de los novios.
Nada ha cambiado en aquella pacífica morada; sólo el piano ha desaparecido, pues siendo comprado para Modesta, su padre lo ha hecho colocar en su casa, á pesar de la resistencia de los novios, que decían que era muy justo que quedase para Cesarina.
—No—observó el padre:—Cesarina tendrá pronto un piano alquilado, y de aquí á un año tendrá otro que yo compraré. No es justo, hija mía, que porque te cases dejes perder tu habilidad: debes, por el contrario, emplearla ahora para complacer y distraer á tu marido. Un piano es un amigo doméstico: es el amigo de las veladas, y no pocas veces el consolador de las tristezas, porque, por dichoso que uno sea, nunca le faltan ocasiones de sufrir.
El piano fué, pues, conducido á la casa de los novios, situada en la plazuela de Santo Domingo.
Modesta acabó de arreglar las últimas tazas en el gran cesto que esperaba la criada, y se levantó.
Entonces pudo verse su graciosa talla y las lindas proporciones de su cuerpo.
Su hermosura había perdido el sello indeciso de la adolescencia, desapareciendo á la vez algo de su carácter vago é inocente: ya no era linda, sino bella; pero había tal armonía en sus facciones y era tan simpática y tan amable, que se olvidaba que pudiera ser más hermosa.
—Mamá—dijo á Elena, que estaba acabando de llenar el otro cesto,—voy con Tomasa para ver cómo coloca todo.
—¡Qué empeño!—exclamó su madre;—¡si es ya casi la hora de almorzar, y Luciano va á venir! Lo mejor será que lo deje Tomasa de cualquier modo ahora, y luego iremos las dos á arreglarlo.
Modesta, acostumbrada á obedecer, se resignó y aun pareció contenta con lo que se le prometía.
—¿Qué hay de extraño en que desee ver su casita?—preguntó el padre:—yo lo hallo muy natural. Vamos, hija, yo te acompañaré.
Modesta miró á su madre, perpleja y sin atreverse á admitir.
—Vé—le dijo ésta,—y volved pronto para almorzar.