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Este libro se divide en dos partes: en la primera –Memorias de una madre para su hija– Sinués llama a las muchachas a saber lidiar con los pesares de la vida y no perderse en ilusiones vanas; en la segunda desarrolla "la teoría general de los deberes de madre", desperdigada en un mosaico de artículos. La obra permite asomarse a una concepción decimonónica de la maternidad y va en línea con varios ensayos y novelas de la autora, destinados a lo que ella llamaba la educación moral de las mujeres.
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Seitenzahl: 459
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
Saga
Un libro para las madres
Copyright © 1877, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882469
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Este libro, mis queridas señoras, está dividido en dos partes; la primera son las Memorias de una madre para su hija, en las que le enseña á conocer la vida, á distinguir los sueños bellos y engañosos de la fria, pero sana realidad: el saber sufrir es una de las grandes ciencias de la existencia, y eso es lo que esta madre enseña aquí; vosotras, madres tiernas y amorosas, aprenderéis en estas Memorias la direccion que debeis dar á las ilusiones de vuestras hijas, haciéndolas ver que en la vida hay más penas que placeres, y que todos los que lloran con humildad y resignacion son al fin consolados por nuestro Padre celestial.
La segunda parte de este libro es una coleccion de artículos sueltos, donde hallaréis como la teoría general de los deberes de madre, más bien en la parte moral que en la material; cuadros sueltos, ideas mias, reflexiones que las observaciones de cada dia me han sugerido, tal es lo que he reunido en esta especie de mosaico, que os ofrezco como una cariñosa amiga que soy vuestra.
Puede decirse que en España soy la única persona que se ha dedicado á escribir acerca de la educacion moral de la mujer; pero ¡con cuánto amor la mujer me lo ha recompensado! ¿Qué libro ha tenido una acogida tan brillante, tan entusiasta, tan admirable, tan afectuosa como mi obra Un libro para las damas? La primera edicion agotada con una rapidez de que no hay ejemplo en nuestra patria; la segunda, que casi lo está tambien, y las dos, vendidas en el término de algunos meses, son las mejores pruebas del amor con que aquella obra fué recibida; al género de Un libro para las damas pertenece la segunda parte de Un libro para las madres.
Que os haga pasar algunas horas tranquilas y apacibles su lectura, y que, reunido este libro á los demas que mi pluma ha producido, hagais de ellos vuestra biblioteca favorita, es lo que deseo, más que las más espléndidas recompensas. Sí, porque tengo la firme é inquebrantable conviccion de que, como decia la ilustre Mme. Campman, la sociedad mejorará en cuanto se eduquen las mujeres; el matrimonio será lazo de flores y no yugo de hierro, en cuanto nuestro sexo conozca sus deberes morales; y la paz y la alegría animarán el hogar, en cuanto la madre y la esposa sepan dos cosas que parecen muy fáciles y que son tan penosas como precisas: sufrir y esperar.
Cuando venga la reaccion de las disolventes ideas que hoy amenazan el hogar y la familia, ya es probable que yo duerma en el sepulcro; pero sé que mi memoria hallará un eco en vuestros corazones, y que enseñaréis mi nombre á vuestras hijas con amor y gratitud; esos son los laureles que únicamente ambiciona vuestra amiga
La Autora.
Madrid, 9 de Enero de 1877.
___________
LA DICHA DE LA TIERRA.
MEMORIAS DE UNA MADRE PARA SU HIJA.
Hace algunos años que, hallándome yo una noche sola en mi cuarto, me entraron un voluminoso rollo de papel atado con una cinta negra y sellado asimismo con lacre de luto.
En la parte superior venía escrito mi nombre.
Creyendo que serian originales para mi periódico El Angel del Hogar, rompí los sellos, y salió una carta que venía en primer término arrollada con un cuaderno de papel fino, pero bastante voluminoso.
—¿Quién ha traido esto? pregunté al criado que aguardaba.
— Un lacayo con librea de luto, me contestó.
— ¿Espera todavía?
— No, señora; al abrir la puerta me lo entregó, y me dijo: «Para la señora»; luégo desapareció.
—¿Sin decir de parte de quién?
— Sin decir nada más.
Hice una señal al criado para que me dejára sola, y dirigí una mirada á la carta que tenía abierta; decia así:
«Los adjuntos papeles, señora, son las Memorias de mi vida, que escribí y dediqué á mi hija, y que la entregué el dia mismo de su casamiento con el hombre que yo la habia elegido.
»Las leyó….. pero no ha podido aprovechar los consejos que yo la daba en ellas….. ¡una cruel enfermedad la arrebató á los cinco meses de casada!
»¡Señora, mi corazon está destrozado! he vuelto á recoger esas Memorias, pero no quiero conservarlas, porque la suerte y mi voluntad han ahondado en torno mio un vacío que sólo Dios puede llenar; ¡sólo á Dios veo en él, sólo á Dios quiero ver! ¡Todo lo que trata de mi vida pasada, de mis sueños de jóven, de mis esperanzas de madre, es muy doloroso para mi herido corazon!
»Hoy salgo para una casa de campo que he comprado léjos de la córte, únicamente acompañada de dos criados antiguos: la que fué nodriza y segunda madre de mi hija, y un anciano que fué ayuda de cámara de mi marido; el mundo ha concluido para mí.
»En él diviso aún una figura circundada de paz, rodeada de una blanca luz..... la de V., la de V., que se ocupa sin cesar de ofrecer á las jóvenes los dulces frutos de su pluma; las sanas máximas de la virtud. Hija mia,— porque por mi edad bien le puedo dar este dulce nombre,—hija mia, yo la confio lo que escribí para mi hija; yo la confio mis sueños y las realidades que al fin de ellos he hallado; délos V. á luz, y la ahorrarán quizá algunas horas de trabajo, si los juzga dignos de figurar entre las bellas y aromadas flores de su moral y recreativa Biblioteca.
»Todas las obras de V. las tengo; de ésta, tal vez llegará un dia en que yo misma vaya á pedirla un ejemplar; pero eso será cuando esta dolorosa llaga de mi alma haya dejado de sangrar; entónces sabrá quién es una de las más desgraciadas mujeres del mundo, y tambien una de sus más fervorosas y apasionadas admiradoras.»
Sentí deslizarse una lágrima por mis mejillas al acabar de leer esta carta, tan llena de tristeza y desaliento; evidentemente detras de aquellos renglones se ocultaba un gran dolor, una de esas penas que sólo la religion puede consolar.
Desdoblé el manuscrito, que era de papel fino y perfumado.
La forma de letra variaba segun adelantaban sus páginas; no se podia dudar al verlas de que se habian escrito en diferentes épocas y en el trascurso de algunos años.
— ¿Quién sería la desgraciada señora, la infeliz madre que me enviaba la historia de su vida?
No podia saberlo; no era posible que yo lo adivinase.
Desistí de mis cavilaciones al cabo de algunos instantes.
Sólo podia sacar en limpio de mis conjeturas que la persona que habia escrito aquello pertenecia á la clase elevada de la sociedad.
¿Era culpable?
¿Era sólo desgraciada?
Mis lectores juzgarán, enterándose del elegante y perfumado manuscrito, que yo empecé á leer al instante, llena de emocion, de curiosidad y de enternecimimeto.
__________
Para tí, mi querida Honorina; para tí, hija mia, escribo la historia de mi vida; ya has puesto el pié en el umbral que separa la infancia de la risueña juventud; hoy cumples quince años, hija mia; las puertas de la vida se abren para tí de par en par; las ilusiones, los sueños más bellos te cercarán por todas partes; la realidad, la dura y despiadada realidad, te herirá muchas veces en medio de ellos.
Quiero, pues, hija mia, no arrebatarte tus ilusiones; con tu alma tierna y poética esto sería hacerte mucho daño; pero deseo que sepas que la vida es prosa casi siempre, y que el mayor talento de la mujer consiste en poetizar esta prosa y en sacar de ella la parte bella y agradable, á la manera que la abeja saca de las flores sus jugos más exquisitos, para labrar la aromática miel.
Dios, padre indulgente y amoroso; Dios, sabio y eterno regulador del universo, sabe que así como el cuerpo no se alimenta sólo de pan, el espíritu no puede alimentarse sólo de verdades amargas; por eso nos concede algunas dulces ficciones que nos ocultan la rudeza de nuestros deberes.
Él guie mi pluma para aconsejarte, para hacerte ver la santa y augusta verdad, para encaminar tu razon y esclarecer tu juicio; cada dia, al tomarla para continuar la tarea que te dedico, imploraré, como hoy lo he hecho, su favor y el auxilio de su divina Madre, fuente preciosa de toda belleza y poesía.
Es una verdad innegable que las penas comunicadas pierden mucho de su amargura: yo depositaré muchas en este papel, mudo confidente de mis dolores, y espero que su peso se aligerará, y que hasta los recuerdos que me atormentan cambiarán de carácter, dejándome, en vez de la afliccion presente, una apacible melancolía.
Verás aquí cuántas lágrimas inútiles he vertido en este mundo, lo que es tambien una culpa: sólo debemos llorar por lo que lo merece, pues el llanto es un bálsamo precioso, que no se debe derramar inútilmente.
Algunas cosas, que he creido grandes dolores, veo ahora que eran sólo miserias humanas, por las que se debe pasar con la vista fija en el cielo: espinas del camino que hieren los piés: mas ¿á qué gemir por esto? en todos los senderos de la vida corre murmurante y bello el claro arroyo de la resignacion cristiana que lava y cura las heridas.
Basta ya de reflexiones, mi Honorina: no quiero cansarte con ellas: vale más que se desprendan de los hechos que te voy á referir, de la historia de mi vida, de los sucesos, tristes los más, muy pocos felices, que forman esta cadena, cuyo más hermoso eslabon eres tú, hija de mi alma: tú, cuya felicidad me es tan cara, que sólo el afan de asegurarla, en cuanto esté de mi parte, me hace volver atras esta larga y triste mirada.
__________
ELENA.
Cuando yo vi la luz, dejó de verla para siempre mi madre.
Yo le costé la vida; y mi padre, que la amaba con delirio, jamas pudo olvidarla ni perdonarme su muerte.
Yo fuí, sin embargo, la primera víctima de aquella catástrofe.
¿Qué hay en el mundo que pueda reemplazar á una madre?
Mi padre, el conde de los Valles, no podia darme más que lo que justamente me quitó: su amor y sus cuidados.
No es esto decir que me aborreciese; era bueno, humano, compasivo; pero aquel amor, el primero de su vida, habia dejado honda huella en su corazon.
No sé si por dicha ó por desgracia, fuí confiada, ó mejor dicho, fuí casi arrebatada de la casa paterna por la madre de mi madre, señora que merece un retrato detenido, hecho y visto con atencion.
Hija de un rico capitalista de la isla de Cuba, se habia casado con un banquero de la Habana, quedando muy jóven viuda, y sin más hija que mi madre, á la que adoraba con el más ciego frenesí.
Mi padre fué á la Habana con un alto cargo militar, pues á pesar de su título habia querido seguir la milicia: allí vió á mi madre, que entónces acababa de salir de la niñez: era tan hermosa que se enamoró perdidamente de ella, y la pidió por esposa, siéndole concedida al instante.
El jóven matrimonio se vino á la Península y á Madrid, y mi abuela, que no quiso separarse de su hija, los siguió.
Diez meses despues del matrimonio nací yo y murió mi madre.
La variacion del clima, y lo delicado de su temperamento, unido á lo penoso de su embarazo y á lo laborioso de su parto, le abrieron el sepulcro al cumplir diez y siete años.
Entónces pasó una cosa extraña y terrible en aquellos dos corazones que tanto la habian amado.
Mi abuela concibió por mi padre un ódio mortal.
Mi padre concibió por mí una aversion profunda.
Decia mi abuela, que si su hija no se hubiese casado, no hubiera muerto.
Decia mi padre que si yo no hubiera venido al mundo, mi pobre madre viviria.
Otra diferencia habia aún entre los sentimientos de entrambos.
Mi padre amaba á mi abuela porque era la madre de la esposa que tanto habia amado.
Mi abuela me adoraba á mí; llegando su delirio hasta creer ver en mí á su hija, á su querida Margarita, que se habia vuelto pequeña, bonita, encantadora, como ella la recordaba cuando tenía mi edad.
Se me puso el nombre de Valeria, por la razon que voy á decir.
Llamábase así una jóven compañera de pension de mi madre y su única amiga, á la que ésta amaba tiernamente.
Despues de casada mi madre, casó tambien su amiga y se fué con su esposo á los Estados-Unidos.
— Margarita, dijo á mi madre, llevo un gran dolor al separarme de tí, y es el de no tener en la pila bautismal al hijo que esperas.
—Yo te prometo, repuso mi madre abrazándola, que llevará tu nombre si es una niña.
Cumplióse esta promesa y me llamé Valeria.
Así que mi pobre madre pasó á una vida mejor, mi abuela se separó de mi padre, cuya vista le hacía daño, y se fué á vivir sola, más bien que á una casa, á un espléndido palacio lleno de criados y amueblado con la más extraordinaria suntuosidad.
Mi abuela no era una anciana: á la muerte de mi madre sólo tenía treinta y dos años, y era ademas una bella y simpática mujer.
Sabido es lo muy pronto que se desarrollan las americanas, y que se casan á la edad en que en la Península estamos todavía en los colegios.
Verdad es que en aquel caluroso clima envejecen más pronto; pero como mi abuela vino bajo el templado ambiente de España, conservó largo tiempo su belleza, su frescura y sus gracias.
Tenía yo siete años cuando ella era, segun yo la recuerdo, un modelo de hermosura y de elegancia, ó más bien de magnificencia.
Se llamaba Elena, y Elena la llamaban sus aristocráticas amigas y la turba de adoradores que la rodeaba y la colmaba de homenajes.
Segun he oido contar, los primeros dias despues de la pérdida de mi madre los pasó en una absoluta soledad, dando gritos y vertiendo amargo llanto; pero despues, la soledad le pesaba de tal modo, y se puso tan desmejorada y tan triste, que hubo de recibir á sus más íntimas relaciones para no caer en la locura ó en alguna deplorable monomanía.
El primer sér viviente á quien quiso ver fué á mí.
Me llevó mi nodriza, y mi padre nos acompañó yendo todos en un coche cerrado á su casa.
Mi nodriza y tambien mi abuela me han contado despues los pormenores de aquella entrevista.
Mi abuela era extremada en todos sus afectos: era ademas exagerada en la manifestacion de ellos: así es que su palacio se hallaba colgado de negro y alfombrado del mismo sombrío color desde el patio hasta la última de las habitaciones.
Los lacayos estaban igualmente enlutados, y el portero de estrados, que nos introdujo, vestia completamente de negro.
La habitacion de mi abuela era suntuosa: despues de atravesar algunas antecámaras, llegamos á un aposento pequeño, donde ella acostumbraba á estar, y que tenía el aspecto más lúgubre, porque ademas de estar colgado y tapizado de negro, se hallaba ménos que á media luz.
Mi padre quiso abrazar á la madre de su esposa; pero ésta le rechazó con un dolor frio y mudo y me tomó en sus brazos cubriéndome de besos y de lágrimas.
Luégo, y conservándome en sus brazos, hizo esfuerzos para tranquilizarse, y dijo á mi padre con voz insegura:
—Caballero, todo lazo ha concluido entre nosotros: su vista de V. renueva todos mis dolores: ninguna obligacion tenemos de vernos y de amarnos..... V. es jóven, libre... queda rico y dueño de su libertad... y para que en nada sea coartada, le suplico que me deje á esta niña, para la cual creerá V. sin esfuerzo que seré la mejor, la más tierna de las madres.
—Señora, repuso el Conde con acento triste y resentido: no puedo ménos de extrañar que ame á mi hija y me manifieste esa especie de aversion que estoy seguro de no haber merecido: ¿ me acusa V. acaso de la muerte de la que lloro tan amargamente como V. misma?
— ¡Como yo! repitió mi abuela con vehemencia. ¿Qué se atreve V. á decir, caballero? ¿Y quién puede llorar á Margarita como yo? Pero le suplico que dejemos esta cuestion. No quiero ni puedo ver á V., porque su presencia renueva todas mis penas.
—¿Y no le sucede lo mismo con la de mi hija?
— No... veo en ella el retrato de la que he perdido...
—Yo tambien.
—¡No! ¡V. no! recuerdo que cuando Margarita agonizaba, V. profirió palabras amargas contra esta pobre criatura!
—Es cierto, señora, la acusaba de la muerte de su madre: ¡si ella no hubiera venido al mundo...!
—Basta, señor Conde; repito á V. mi peticion: déjeme V. esta niña, cuya vista parece serle dolorosa.
— No puedo ceder, señora.
Mi abuela miró á mi padre con una cólera muda; pero contúvose pensando sin duda que nada adelantaria con la fuerza, y añadió:
—¿Podré verla al ménos cada dia?
Mi padre iba á responder de un modo negativo; pero reflexionando tal vez que mi abuela era inmensamente rica, se dominó en lo posible y respondió:
—Sí, señora, la enviaré todos los dias dos horas.
— Dejemela V., á contar desde hoy ese tiempo.
—Aquí queda, señora: soy de V. el más rendido servidor.
Mi abuela contestó con una inclinacion de cabeza.
Mi padre salió.
EL CASAMIENTO.
Desde aquel dia, todos fuí á pasar dos horas con mí abuela, que eran comunmente de dos á cuatro de la tarde.
Era aquella una americana dulce, lánguida, mimosa, y tan coqueta que hasta su mismo dolor, así que hubo pasado su primera violencia, se revistió de un atractivo irresistible.
Sentia un afan insaciable de afectos y de homenajes; pero ella se cansaba muy pronto de conceder los suyos.
Siendo de una vida la más pura é irreprensible, estaba de contínuo rodeada de atenciones, que conquistaban fácilmente su gran belleza, su distinguido talento y su brillante posicion.
Se la llamaba en Madrid la bella americana, y así que el rigor de su luto le permitió antregarse á los mil caprichos de su fantasía verdaderamente tropical, sus trenes, sus joyas y su numerosa servidumbre fueron el asombro de la alta sociedad de la córte.
Elena era una mujer que conservaba las más cándidas y tambien las más extrañas ilusiones.
Para ella el matrimonio de conveniencia era una cosa horrible.
El afecto tibio, razonado y sujeto á la reflexion, una profanacion repugnante.
Era extremada en todo: en el amor, en la amistad, y particularmente en la caridad y en el ejercicio de todas las virtudes.
A pesar de sus hábitos de molicie, muchas veces dejaba su cómoda y suntuosa estancia y su bello palacio, para ir á pié y modestamente vestida á las buhardillas más pobres, á las habitaciones más miserables é insalubres.
Regularmente hacía esta excursion todos los sábados, dia consagrado á la Vírgen, á la que Elena profesaba una tierna y amorosa devocion.
Acompañábala una negra, que habia venido con ella entre la numerosa servidumbre que habia traido de la Habana: aquella mujer, llamada María de Jesus, era ya de edad madura, pues habia sido la nodriza de mi abuela.
Cada sábado se levantaban las dos temprano: la señora daba á la criada una bolsa de terciopelo llena de monedas, y se disponian á salir juntas, vestidas de negro y envueltas en tupidas mantillas, cuyos velos caian delante del rostro.
Algunas veces decia la negra á su ama, mirando la bolsa.
—Niña Elena, aquí hay demasiado dinero.
— Tal vez no bastará, contestaba la jóven.
—¿Tantos pobres hay?
— Cada dia más.
— ¡Es que vas á empobrecerte, niña mia!
— Dios da ciento por uno.
Salia despues, y mi jóven abuela dejaba socorridas muchas miserias y muchos dolores silenciosos é ignorados, que son los dolores más terribles.
De esta suerte pasaron cuatro años: yo iba cada dia á casa de mi abuela las dos horas ofrecidas.
A las cuatro, la nodriza me volvia á la de mi padre.
Se puede suponer que éste, viudo desde los veintiseis años, á los cuatro se hallaba cansado tanto del bullicio del mundo y de la facilidad de algunas conquistas que en aquel mismo bullicio encontraba, como de la soledad que notaba en su casa, cuando se retiraba á ella.
Mucho habia amado á mi madre; pero habian pasado cuatro años desde que la habia perdido, y aunque conocia que no podia ni queria olvidarla jamas, se empezó á preguntar si deberia vivir sólo durante toda su vida.
Ademas, en su casa se dejaba sentir de un modo muy notable la falta de una mujer que la gobernase.
Dirigida únicamente por criados, los gastos eran inmensos, y el estado de todo deplorable, relativamente á aquéllos.
El ajuar, que era espléndido, se renovaba cada año sin lucimiento alguno.
Si mi padre deseaba convidar á comer á algunos amigos, tenía que llevarlos á una fonda, donde gastaba mucho más de lo que hubiera gastado en su casa, y no les obsequiaba de un modo digno y distinguido.
Todo esto empezó á hacerle pensar en la necesidad de casarse otra vez, y se dedicó á buscar una jóven bella, de ilustre familia y buena educacion, que le sirviese de compañera y empuñase con mano firme é inteligente el timon del gobierno en aquella casa, donde estaba todo abandonado tan completa y lastimosamente.
Fijóse al fin en una jóven de peregrina hermosura y de ilustre familia, si bien nada rica en bienes de fortuna.
Se llamaba Magdalena y habia cumplido los veintitres años de su edad, lo que pareció, segun he sabido despues, muy á propósito á mi padre, que habia cumplido treinta y no queria casarse ya con una niña.
He oido referir á mi abuela despues, que Magdalena, desde que su matrimonio quedó decidido, se sintió herida de una tristeza profunda.
Amaba á otro; pero éste era un jóven, no sólo más pobre que ella en bienes de fortuna, sino de clase más humilde que la suya; por lo cual su madre, que era viuda y una señora en extremo orgullosa, la separó de él y aceptó el matrimonio con mi padre, el Conde de los Valles, á fin de romper para siempre los lazos y todas las esperanzas de aquel naciente amor.
Pocos dias ántes de casarse la jóven llamó á mi padre á su casa por medio de un billete.
Su madre habia salido, y ella le recibió en el salon.
—Me alegro mucho de hallar á V. sola, mi querida Magdalena, dijo mi padre; hace dias que deseaba una ocasion de hablar á V. con entera confianza, y le doy gracias por habérmela proporcionado.
La jóven inclinó la cabeza sin responder nada; parecia que hacía violentos esfuerzos para serenarse; al fin pudo conseguirlo, y se preparaba á contestar, pero mi padre no le dió tiempo, y añadió:
—Hace dias que la veo á V. triste, preocupada, devorada de pesar, y dominada completamente por una amarga melancolía; ¿qué tiene V.? ¿Que la sucede? ¿acaso se casa V. conmigo á disgusto?
—Sí, señor Conde, repuso la jóven con entereza; por mi gusto no me hubiera casado ni con V. ni con nadie.
—¿Y porqué esa oposicion al matrimonio?
—Porque el único hombre, con el cual me sería dulce y agradable, es imposible para mí.
—¿Y por qué razon?
—Es pobre y mi madre le rehusa; esto es lo que deseaba decir á V., señor conde; yo amo á otro hombre, y creo que su imágen no se borrará de mi alma; ya sabe V. el estado de mi corazon; si V. no quiere casarse así conmigo, renuncie á este enlace.
—Magdalena, repuso mi padre despues de algunos instantes de reflexion; si pudiera, renunciaria á V. y áun haria todo lo posible para unirla al hombre á quien ama.
Un relámpago de gozo brilló en las facciones de la jóven; mi padre añadió:
— Pero me es imposible; yo amo á V. apasionadamente, y tengo la seguridad de hacerla feliz.
—¡Feliz! repitió la jóven con amarga sonrisa; ¿cómo puedo ser feliz si ya sabe que amo á otro?
—Le olvidará V.
—¡Jamas! contestó la jóven.
—Tengo la esperanza de que sí.
— ¡Señor conde, repuso Magdalena, eso, por desgracia, no sucederá…..! ¡V. no sabe cómo amo yo á ese hombre.....! ¡Le amo desde que supe sentir! ¡Él es el primero que hizo latir mi corazon y que murmuró á mi oido dulces palabras! ¡Él es el que, á través de mis sueños de niña, me hizo concebir las dulzuras de la vida en su compañía! ¡Oh, no! es imposible que yo le olvide jamas.
—Así amé yo, dijo el Conde; y sin embargo, ahora la amo á V. de otro modo más firme y mejor; amé á mi esposa con el primer amor, con un amor de niño lleno de ilusiones; á V. la amo con toda la firmeza, con toda la seguridad de la pasion verdadera.
Magdalena iba á responder acaso alguna cosa muy dura, á juzgar por la expresion de sus facciones; pero se detuvo y dijo:
— Está bien, señor Conde; yo no me niego á casarme con V., porque sé que esto causaria á mi madre una pena mortal..... ¡sólo queria advertirle el estado de mi corazon.....!
—Tal como sea, dijo mi padre, le admito.
—Nada tengo que decir, y mi mano será de V. dentro de dos dias, segun está dispuesto; pero no extrañe V. ya verme triste.
—Quiero, por toda dicha, dividir y consolar su tristeza.
La jóven se sonrió amargamente é hizo una señal que daba á entender á mi padre que la entrevista habia terminado.
Este se retiró mucho ménos afectado de lo que era de esperar.
—¿Qué extraño es, pensaba, que llore su primer amor perdido? A mi lado olvidará á ese hombre, y de seguro me amará bien pronto.
Dos dias despues se verificó el matrimonio en el oratorio del palacio de mi padre.
Contaba yo cerca de cinco años, y me acuerdo, como de un sueño, de la blanca y casi aérea figura de la novia, más pálida que su vestido de seda y que su corona de azahar.
Sin embargo, era tan divinamente hermosa, que los ojos no se podian separar de ella.
Largos rizos, negros como el ébano, caian por sus hombros y espalda, sobre su traje de raso blanco.
Su tez era más pura que las hojas de una jóven azucena, sus ojos negros, melancólicos y llenos de tristeza, no se levantaban del suelo.
Vueltos del oratorio al salon, mi padre me tomó por la mano y me presentó á su nueva esposa.
Esta me miró con una triste indiferencia; se inclinó hácia mí y me dió un beso helado, murmurando:
—Es bonita la niña; ¿cómo se llama?
—Valeria, respondió mi padre.
—Tambien es bonito su nombre, dijo la jóven con la misma frialdad, y haciendo un movimiento como para apartarme de sí.
Pero yo, acostumbrada á las caricias de mi abuela y al placer con que ésta recibia las mias, eché mis pequeños brazos al cuello de Magdalena, y le dije:
—Eres muy bonita, mamá nueva,—así me habia dicho mi nodriza que debia llamarla,—y te quiero mucho.
Este cumplimiento me lo habia hecho aprender la excelente mujer que me habia criado.
Magdalena se sonrió y me dijo:
— No me llames mamá, sino sólo por mi nombre.
—¿Y cuál es? pregunté yo.
—Magdalena; y ahora, añadió volviéndose á mi nodriza, buena mujer, llévese V. á la niña.
La nodriza la miró entre temerosa é irritada, y tomándome por la mano salió conmigo.
EXPLICACIONES.
A la vez que la esposa de mi padre ordenaba que la llamase por su nombre de pila, mi abuela me acostumbraba á llamarla mamá.
Aunque la memoria de su malograda hija viviese siempre en su alma, su dolor quedó reducido á una dulce melancolía, que no le impedia adornarse con una riqueza maravillosa y llena del más exquisito gusto.
Muchas peticiones de casamiento recibió; pero á todos respondia que yo era su solo amor, y que jamas volveria á casarse, porque aún estaba en edad de tener hijos que pudiesen perjudicarme.
Al dia siguiente de haberse verificado el enlace de mi padre, le escribió una carta instándole de nuevo para que me dejase en su compañía.
Mi padre, más por contradecirla que por cariño á su hija, se negó política pero positivamente á desprenderse de mí.
Mi madrastra le habló entónces de la necesidad de buscarme un aya.
Las razones que le dió me parecieron, al saberlas, de tan helada dureza, que ellas debieron haberme hecho aborrecer para siempre á aquella mujer, si por uno de los decretos del Altísimo no hubiera estado dispuesto que habia de dedicarle toda mi vida una afeccion tan tierna como profunda y verdadera.
¡Ah! si ella hubiera querido..... pero no adelantaré los sucesos, que llegarán bien pronto.
—Miéntras has sido viudo, dijo á mi padre, no ha sido mal visto que Valeria haya estado al cuidado de su nodriza, tanto más cuanto que su edad es muy tierna todavía; pero ahora será á mí á quien se exija la vigilancia sobre esta niña y los cuidados contínuos que ha de ocasionar su educacion; no es esto decir que necesite ser yo misma la que se los tome, pero sí que busque una persona apta é inteligente que se los prodigue; así, pues, amigo mio, se debe pensar ante todo en buscar un aya.
—Tu voluntad es la mia, respondió mi padre; así, haz lo que te parezca con respecto á la niña.
Magdalena clavó en mi padre una de aquellas miradas tristes y profundas que le eran naturales, y luégo dijo acentuando bien sus palabras:
—Creo que nada tenemos que echarnos en cara.
—¿Qué quieres decir? exclamó mi padre.
— Quiero decir, que si yo tengo ocupado mi corazon, tú no lo tienes ménos, á lo que veo.
—No comprendo.....
—¿Por qué miras á tu hija con esa especie de triste indiferencia? Segun se dice, porque causó la muerte de su madre, á la que sin duda amabas mucho.
—No quiero negarlo, dijo el Conde; amaba mucho á mi primera esposa, y acuso á Valeria de su muerte.
— ¡Hé aquí á los hombres! exclamó Magdalena; ¡á cambio de algunos pedazos de su corazon, exigen un corazon vírgen y enamorado! ¡Tú me llamas á tu lado á que llene los deberes de tu esposa, á que divida tus penas y tus goces, á que viva en tí y para tí, y tu pensamiento está constantemente ocupado en otra imágen! ¡Y tu casa, esta casa de la que soy llamada á tomar las riendas, está llena de objetos que ella usaba, de bordados que ella hizo, de sus pinturas, de sus libros! ¡Doble profanacion, pues ni tienes el respeto debido á su memoria, ni el que debias tener á mi dicha y tranquilidad!
Mi padre no supo qué responder, pero la primera herida se abria en su alma; herida de muy difícil curacion, por cuanto se inferia á su amor propio.
Creo que un hombre puede perdonarlo todo, ménos que se le reprenda una falta y se le convenza de la enormidad ó de la bajeza de ella.
Prefiere en la mujer una infidelidad á una reconvencion que sabe ha merecido.
Con aquella injuria su orgullo no padece, aunque su corazon quede herido. Con ésta el corazon queda sano, pero el orgullo recibe un golpe mortal.
Y en el hombre el corazon sana, pero el orgullo no.
Mi madrastra prosiguió así:
—Bajo fatales auspicios ha sido verificado nuestro enlace; hénos aquí, al dia siguiente de nuestro casamiento, con el corazon amargado y disgustados uno de otro; pongamos, pues, de buena educacion y de consideracion mutua, todo lo que necesariamente nos ha de faltar de dicha, y tomemos nuestro partido, ya que el lazo indisoluble está atado.
—Magdalena, dijo mi padre, eres dura y cruel conmigo; ya te he dicho que tú mandas aquí….. que tú dispones de todo..... quita de la casa lo que no te agrade..... ¿Qué más te puedo decir?
La esposa meció su bella cabeza con una triste sonrisa.
— ¡No son las palabras las que cambian situaciones como la nuestra, Ernesto! dijo á mi padre; ¡no! son los hechos los que manifiestan desde luégo el temple del alma, y la exquisita sensibilidad del corazon; si tú hubieras dejado tu casa, como yo tenía derecho á esperar, limpia, por decirlo así, de recuerdos; si hubieras separado de mí, siempre encerrándote en la línea de lo posible, á tu hija, al ménos hasta que yo la pidiera, yo hubiera mirado desde luégo tales medidas como sacrificios y como pruebas de amor..... y como soy agradecida, me hubiera forzado á mí misma á amarte; si no podia lograrlo, al ménos hubieras contado con mi más completa estimacion y con mi más tierna gratitud, que, créeme, en el matrimonio, son el todo ó la mayor parte; en tanto que ahora.....
—¿Qué? preguntó ansioso mi padre.
—En tanto que ahora el desencanto nos ha dado ya su golpe fatal; remediémosle en lo posible, Ernesto; dejemos las cosas tal como están y seamos sólo buenos y corteses amigos.
—¡Y qué, querida mia! exclamó mi padre con una violencia que sin duda le aconsejó su ángel malo, pues nada podia haber escogido que más le perjudicase en el alma delicada y en la exquisita organizacion de Magdalena; ¡y qué! ¿piensas que me voy á contentar sólo con los derechos de un amigo? ¿Qué no deseo que seas el ama de mi casa, quien la gobierne, quien me acompañe, mi esposa, en fin? ¡Pues estás en un lastimoso error, del que es preciso que te saque; tengo mis derechos y los haré valer!
—¡Qué pobre cosa es la que se debe al derecho! exclamó tristemente Magdalena. ¡Si no te lo niego! ¡Los hombres teneis el derecho! ¡Las mujeres tenemos la fuerza de despreciar del modo más profundo é incurable!
—¿Me despreciarás porque te amo y porque quiero ser amado de tí?
— ¡El amor no se impone, se conquista ó se compra!
—¡ Qué! ¿ se vende tambien?
—¿Y quién lo duda? Creo que el hombre más pobre y ménos favorecido por la naturaleza tiene en su corazon un medio abundante para comprar el amor más acendrado y entusiasta. Ya que no podia darte el mio desde luégo, ya que has sabido poner los primeros medios para alcanzarlo, ¿por qué amenazas en vez de esperar y de pedir perdon? Pero, prosiguió la jóven, mejor será, Ernesto, que dejemos este punto y áun que nos separemos por ahora; en la disposicion de nuestros ánimos, cuanto digamos serviria sólo para agravar la situacion, que puede hacerse en extremo penosa y ademas irremediable; yo me retiro; voy á disponerme para salir á buscar el aya de tu hija, ya que me das permiso para ello, en compañía de mi madre; es preciso que ocultemos nuestra desgracia bajo el velo de las conveniencias sociales, para no dar pasto á la maledicencia.
Magdalena salió de allí y se encaminó á su cuarto, donde se vistió, para salir, con una calma triste y un tanto amarga.
Puede suponerse que despues de esta conversacion huyó de casa de mi padre hasta la sombra de la felicidad.
Encerróse él en una actitud severa é irritada.
Su esposa, en una calma altiva y llena de indiferencia, pero llena tambien de dignidad y de resignacion.
¡ Dios me libre de pensar mal de aquella adorable mujer, modelo de todas las virtudes cristianas y que tanto sufrió en el mundo! Pero creo que si ella hubiera querido, la cadena de su matrimonio, léjos de ser de frio y pesado hierro, se hubiera podido cubrir con algunas flores.
LA INSTITUTRIZ.
El aya buscada por mi madrastra era una dulce, buena y piadosa mujer, de distinguida familia, y que habia llegado á necesitar valerse de su excelente educacion por repetidas desgracias que habia experimentado en sus intereses.
Se habia casado muy jóven aún con un oficial de la marina inglesa, hallándose ella en Gibraltar con su anciano padre, tambien marino retirado.
Felicia—que éste era su nombre—era una mujer, cuando entró á encargarse de mi educacion, que podia tener de treinta y dos á treinta y cuatro años: su hermosura, que áun se conservaba dulce y suave como una flor cerrada entre cristales y alumbrada por la luna, era pura, sentimental, casi misteriosa.
Su alma se veia á traves de sus ojos grandes y dulces, y que ora parecian de un azul oscuro é intenso, ora de un color claro como el cielo en un dia de primavera.
Su frente serena llevaba el sello del talento y de la elevacion de sus pensamientos: sus mejillas, pálidas por las muchas lágrimas que se habian deslizado por ellas, tenian un córte noble y delicado; su boca, su nariz, su cabello, todo era hermoso, pero todo se conocia que lo habia sido mucho más.
Habia perdido á su esposo cuatro años despues de su matrimonio y se habia quedado siendo el solo amparo de su buen padre y de dos niños pequeños: para estos tres seres queridos habia estado trabajando noche y dia en Lóndres, donde se habia ido á vivir despues que su marido pereció en un naufragio, víctima de su arrojo y de su deber.
La muerte acabó de arrebatarle en dos años todos los objetos de su cariño; murió su padre y poco despues los dos niños, con escaso tiempo de diferencia.
Felicia quedó aterrada.
A pesar de su carácter apacible y de su educacion esencialmente cristiana, se quejó á la Providencia, de la serie de desgracias que le enviaba, y le preguntó si acaso las habia merecido.
¡Vana y atrevida pregunta que no debia tener contestacion! Dios escribe en su gran libro nuestros destinos, y no se digna responder cuando le preguntamos por ellos ni satisfacer nuestra ruin curiosidad.
Como suele acontecer, y como el eterno dispensador de las mercedes lo tiene dispuesto, á la tempestad sucedió la calma.
Felicia deliró primero, y estuvo sujeta á una enfermedad peligrosa: despues pudo llorar, y su dolor perdió la mitad de su desgarradora amargura.
La oracion y el llanto son dos bálsamos suavísimos y perfumados para las heridas del alma: las de Felicia dejaron de estar enconadas, y si bien se conservaron abiertas durante largo tiempo, el dolor que le causaban era mucho más tolerable.
Reunió sus escasos recursos y se vino á España: en la casa de huéspedes donde fué á vivir, le señalaron un almacen de bordados, y encantados de su aspecto honrado y noble y de la distincion de sus modales al mismo tiempo que de su ejemplar conducta, no titubearon en responder por ella al dueño de la tienda, que le dió labor abundante al ver el primor con que la desempeñaba.
Felicia hubiera vivido así toda su vida muy dichosa: tenía la altivez de una española y la sobriedad de una inglesa; habiendo sido dotada de un talento claro, de un alma elevada y de una razon sólida y llena de lucidez, caminaba al cielo por entre los abrojos de la tierra y los apartaba con valor, diciéndose que esto era sólo un destierro, una peregrinacion, al fin de la cual estaban la hermosa patria y la eterna gloria.
Y sin embargo, á pesar de la pureza, y por decirlo así, del valor fuerte de su piedad, no habia naturaleza más esencialmente poética y carácter más bello y dulce que el de Felicia.
Era una de aquellas mujeres que, penetradas de su mision en el mundo, sólo son dichosas rodeadas de afecciones y siendo útiles á los demas: que están persuadidas de que la verdadera virtud es lo más suave y hermoso de la tierra, y de que sólo en su práctica se halla la positiva felicidad.
Era el término medio entre mi abuela y mi madrastra; aquélla viéndolo todo bajo el prisma del entusiasmo y de la exageracion; ésta, mirando la vida por el lado más negro y más sombrío; Felicia decia y creia que gran parte de la felididad reside en nosotros mismos: que la vida tiene su sol y sus nublados lo mismo que los tiene el cielo, y que no es la voluntad de Dios que hallemos acá abajo una felicidad sin límites.
Aunque su habilidad para bordar bastaba á sus modestas necesidades, su buena huéspeda habló á la jóven viuda de la posibilidad de una dolencia, y de los medios de vivir para la vejez.
Felicia conocia que tenía razon, y así se lo dijo.
— Sin embargo, añadió:yo aquí á nadie conozco, y no tendré más remedio que seguir así, en tanto que Dios me abra otro camino: gracias á él y á V., amiga mia, tengo por ahora labor bastante.
— Señora, dijo su huéspeda; yo he servido de camarera á una dama que tiene muchas relaciones, y que tal vez sabria alguna colocacion para V. ¿Qué le podria convenir?
— Yo no sé, dijo Felicia: así me hallo bien... ¿Para qué hemos de buscar otra cosa por ahora?
— ¿Le convendria á V. ser aya de alguna señorita?
— No tendría en ello inconveniente; dijo Felicia: creo que podria llenar mi obligacion, y los niños me agradan y los amo porque me recuerdan á los mios.
Algunas lágrimas se desprendieron de los ojos de la pobre mujer á este triste recuerdo; y la huéspeda, deseando distraerla, cambió de conversacion.
Aquella noche misma fué á hablar á su antigua señora, que era la madre de mi madrastra: de modo que, al hablarle Magdalena de la necesidad de buscar una aya, su madre le dijo que ella sabía de una, y la mejor que pudiera desear.
Madre é hija fueron á buscar á Felicia á la casa donde se hospedaba, y todo quedó arreglado.
La institutriz no fué exigente en cuanto á sus honorarios, ni en cuanto á ningun otro punto: se avino á todo, y quedó convenido en que al dia siguiente iria ya á ocupar su sitio.
Mi nodriza, que me adoraba, oyó todo lo que se habló acerca del aya, y fué á contárselo á mi abuela que se irritó mucho de que no se hubiera contado con ella para la eleccion de la persona que debia educarme.
Con este motivo escribió á mi padre uua carta muy dura, cuyo último párrafo decia así:
«No le bastaba á V., caballero, haber sustituido á mi hija con otra esposa y haber dado madrastra á esa infeliz niña que me niega: ha querido asimismo buscarle una persona extraña que la eduque, para lo que quizá no será competente: acaso le dará una instruccion ridícula y abrumadora para la infancia. ¡ Acaso la enseñe á aborrecerme á mí! ¡Á mí, que la idolatro y que, por tenerla á mi lado daria la mitad de mi vida! ¡Ah, caballero, razon tenía yo en aborrecer á V. como le aborrezco!»
Habia ya cambiado mucho el curso de los pensamientos de mi padre: así es que esta carta, que algun tiempo ántes le hubiera causado una impresion dolorosa le pareció entónces ridícula, y excitó su hilaridad.
La enseñó en seguida á su esposa, pero ésta no se rió.
— Creo, dijo, que esa señora posee una alma buena, y que ama á tu hija, cosas ambas que son dignas de consideracion, y que no merecen burla: ahora siento mucho que no hayas guardado con ella los miramientos á que tiene derecho en este asunto.
—¿ Qué te importa de su enojo? dijo mi padre: ni te ha visitado, ni le debes ninguna atencion, ni existe entre nosotros trato ni relacion de ninguna especie.
—La hubiéramos tenido si ella lo hubiera deseado; pero no quise molestarla, yendo yo á verla: conozco cuán doloroso debe ser para esa pobre madre ver á la que ocupa el sitio de su hija.
— ¡ Con qué sangre fria ves estas cosas! exclamó mi padre con amargura. ¡ Por cierto que te envidio!
Encogióse la jóven de hombros y nada contestó.
Mi nodriza sabía las señas de la casa de mi aya, por haberlas oido en casa, y se las comunicó á mi abuela, que fué á verla al instante, para recomendarme á su interes y á su cariño, con toda la eficacia de que ella era capaz.
Segun me ha contado despues aquella excelente Felicia, se sorprendió mucho, tanto con la belleza encantadora de mi abuela, como con su lenguaje apasionado tan propio de los americanos.
Le pintó su amor hácia mí con los mayores extremos, y le dijo que yo era su vida y toda su felicidad en el mundo desde que habia perdido á su hija.
— Querida amiga mia, concluyó estrechando sus manos; mi cariño, mis riquezas, todo es de V., si cuida, si sirve de madre á mi niña.
— Señora, repuso el aya, aseguro á V. que la amaré como á mi propia hija.
— ¿ De véras? ¿ De véras?
— ¿ Por qué habia de engañar á V.?
— ¡Oh! es que el pobre ángel mio es muy desgraciado, sollozó Elena; V. no sabe hasta qué punto lo es.
— ¿Pues qué le sucede?
— Su padre no ama á esa criatura.
— Eso es imposible, señora.
—¿ Imposible, y se ha casado con otra?
— Su padre podia muy bien desear una compañera á su lado, sin que por eso deje de amar á su hija.
— No, no diga V. semejante cosa: ¡Su padre debia habérmela confiado, y no haberse casado jamas!
— ¿ Debia, pues, vivir solo?
— ¡Entregado á la más absoluta soledad! ¡ Al más absoluto dolor! No merecia ménos el ángel que le dí.
— Pero, señora, ¿cree V. que en los hombres son las penas ni pueden ser eternas?
— En algunos, sí.
—Yo no he conocido ninguno aún de quien se pueda decir que ha sufrido largo tiempo sin consuelo: ellos se lo buscan, si no lo tienen, y no tardan en encontrarlo.
— Y yo, por el contrario, señora, he conocido algunos que se han expatriado por la desesperacion de un amor desgraciado.
Felicia no quiso insistir más: conoció que mi abuela era una niña grande, que se moriria de vieja con todas las ilusiones de una vírgen adolescente, y envidió sinceramente aquella candidez, aquella virginidad de alma, que la libertaba de ver tantas miserias.
Tal fué el fin de la conversacion de aquellas dos mujeres tan buenas, tan afectuosas, y que debian demostrarme siempre un interes tan verdadero y tan puro.
DOS ALMAS GRANDES.
Al dia siguiente fuí entregada al aya por mi nodriza.
Apénas habia visto á mi madrastra desde el dia de su casamiento.
Sin embargo, ella misma vino á instalarnos en nuestra habitacion, pues aquella jóven singular, en fuerza de ser desgraciada, no se dispensaba de ninguno de sus deberes.
—Hé aquí, señora, dijo á Felicia, la habitacion destinada á V., á Valeria y á su nodriza, de la que no quiero separarla: esta buena y honrada mujer quedará á su servicio: en esta primera salita dormirá V.; en esas de adentro Valeria y Juana, su nodriza: dentro del cuarto de la niña hay un gabinete que le podrá servir de tocador, y para eso está arreglado: si algo de estas disposiciones desagradase á V., puede variarlas y pedir lo que necesite para ello, que, por mi parte, me comprometo á conseguir del Conde.
— Señora, dijo Felicia, yo me complaceré ahora y siempre en acatar las disposiciones de V.; mis hábitos son modestos, y en ellos educaré á la señorita Valeria.
—Ese creo que es el deseo de su padre, dijo Magdalena: los mios, añadió friamente, son los mismos.
Salió dicho esto, y yo quedé sola con Felicia y Juana.
— ¿A qué hora se acostumbra á llevar á la niña á casa de su abuela? preguntó mi aya á Juana.
— A las dos, señora, contestó mi nodriza.
— Dígame V., pues, dónde está su ropa para vestirla.
— Aquí... dijo la nodriza un poco turbada... en este armario... ¡ y en este cesto!
— ¡Cómo! ¡Aquí veo muchos vestidos rotos... manchados, echados á perder! exclamó Felicia.
— Justamente, señora, repuso Juana: la niña rompe mucho, porque como su abuela no quiere que se la prive de ningun gusto...
— ¡ Pero es un gusto atroz, horrible!
— La señora es muy rica; el señor tambien... la niña lo es igualmente!
— ¡ Y por eso se ha de tirar así el dinero, habiendo tantos pobres que socorrer...! en fin, veamos si hay algun vestido que se le pueda poner por ahora!
— No habrá ninguno, dije yo; ayer me puso Juana el único que quedaba sano, y me vertí sobre él la taza del café; pero eso no importa, porque mamá Elena dice que su modista tiene hechos dos para mí.
— Es preciso ir, pues, á casa de la modista, dijo el aya. Juana, vaya V. á buscar un traje para vestir á la niña.
Mi nodriza salió y volvió bien pronto con un lindo vestido de gran precio.
Mi aya empezó por lavarme perfectamente, acallando mi llanto y mis quejas á fuerza de caricias y reflexiones.
A pesar de los locos gastos que por mí hacía mi abuela, aquel baño de limpieza me hacía suma falta, pues estaba bastante descuidada.
Despues de vestida, mi aya me llevó de la mano á mi visita cotidiana, y rehusó la compañía de Juana, que queria seguirnos.
Mi buena mamá me colmó de caricias, segun su costumbre.
— ¡ Ah, hija mia! ¡ Mi amor, mi delicia, mi ángel de luz! ¡ Bien sabía yo que estarias encantadora con ese traje azul! exclamó poniéndome en su falda y cubriéndome de besos.
Tiene otros muchos, con los que tambien puede estar encantadora, dijo mi aya, si se componen, porque sólo ha llevado una vez cada uno y están estropeados.
—¡ Cómo! ¿Mi hija ponerse trajes compuestos? exclamó con horror. ¡Eso si que no! ¡Jamas!
—¡Pero, señora, si están casi nuevos, ó mejor dicho; nuevos del todo!
— ¡No importa, no importa, que estén; yo soy muy rica, ella tambien; no necesita llevar nada que no sea nuevo.
—¿Y qué harémos de tantos y tantos trajes como hay en casa?
—¿Qué sé yo? Eso su padre y su madrastra dispondrán tirarlos.
— ¡ Tirarlos, habiendo tantos pobres!
— ¿Que hay pobres?
— ¡Ya lo creo que los hay!
—¿Y dónde?
— ¡Señora, en todas partes!
—¡Bah, bah! Eso lo he oido decir, pero jamas los he visto; la gente más pobre son los criados, y á esos se les regala mucho para que estén bien; ¡yo, á lo ménos, así lo hago!
—Señora, dijo mi aya, hay otra gente más pobre, y desde luégo mucho más desgraciada que los criados, y áun puedo asegurar que más desgraciada tambien que la que ostenta su miseria pidiendo limosna por las calles; pero V. ni áun conocerá á estos últimos, porque sale poco, y eso en coche cerrado, segun he oido; pues bien, señora, hay pobres que imploran la caridad pública por las calles, y, lo repito, áun hay otros más desgraciados.
—¿Y quiénes son? preguntó mi abuela con verdadera curiosidad.
—Son los que se llaman pobres vergonzantes, es decir, la miseria que se oculta, que se avergüenza de sí misma; la que se esconde en las buhardillas, en los cuartos bajos y húmedos; á esta clase pertenece el pobre cesante que le ha sido arrebatado su destino por la intriga y el favor; el honrado artista, que ha perdido la vista por un trabajo contínuo y superior á sus fuerzas; el anciano retirado cubierto de cicatrices, que ha derramado su sangre en la guerra, y que tiene una esposa anciana con dos ó tres jóvenes hijas que se consumen sobre su costura y su bordado catorce ó diez y seis horas por dia; éstos son, señora, los pobres más dignos de lástima; éstos son los que, léjos de importunar, componen y remiendan sus harapos todo lo posible, porque se avergüenzan de su desgracia como de un crímen.
— ¡Dios mio, qué triste y qué nuevo es eso para mí! exclamó mi abuela. En la Habana no sucede que veamos otros pobres que los negros, y ninguno hasta el extremo de pedir limosna ó de no tener qué comer, porque son esclavos, de los que cuidan sus amos.
—Ya lo sé, señora, dijo Felicia: aquí en este viejo mundo es otra cosa. Yo, pobre viuda, me hallaba reducida á ganar mi vida bordando; y aunque no me consideraba infeliz con mi suerte, porque soy dichosa trabajando, sin embargo, las buenas gentes, en cuya casa estaba, me convencieron de una triste verdad: de que si no tenía otro recurso, la enfermedad, quizá la ceguera, y en último caso la vejez, me reducirian á la indigencia; ¡y como yo, hay tantas infelices viudas, señora!
—¡Calle V., por Dios, exclamó mi abuela. ¡No se goce en entristecerme así! ¡Jesus, ya estoy mala para todo el dia! ¿Y dónde están esos infelices de que me habla V.?
—¿Aquí? no lo sé, señora; he oido hablar de ellos, pero como puede decirse que soy extranjera en este país.....
— Tome V., pues, dinero, dijo mi abuela sacando un puñado de oro del cajon de su buró; y cuando sepa que hay algun desgraciado, le socorre para que no sufra.
—Cuando lo sepa, señora, repuso Felicia rehusando el dinero con dignidad, yo avisaré á usted.
La buena aya ignoraba que la bella y jóven dama americana, la perezosa y espléndida criolla que tenía á la vista, sabía mejor que ella dónde existia la desgracia y que la socorria con mano larga y generosa; ignoraba las excursiones en las mañanas de los sábados de mi abuela y de su negra de confianza María de Jesus. ¿Por qué representaba mi abuela aquella piadosa y noble comedia? Porque aquella alma grande tenía todos los caprichos de una niña, y amaba locamente todo lo que era misterioso, romántico y distinto de las prácticas de la vulgaridad.
Volvió á guardar el bosillo que mi aya rehusaba, y le dijo:
—No deje V. de acudir á mí cuando haya alguna familia pobre que necesite de socorro; pero tampoco se apure porque la niña rompa y manche; para todo tengo yo; y por esta misma razon quisiera..... quisiera.....
Elena se detuvo cortada y como ruborosa.
— Hable V., señora, dijo mi aya; ¿qué desea usted? Sólo anhelo complacerla en todo.
—Pues bien, querida.....¿ cómo es su nombre de V.?
— Felicia.
—Pues bien, querida Felicia, yo quisiera que aceptára V. de mí..... una pension, ademas de la que le dé el padre de la niña.
—Señora, repuso el aya, mis necesidades son muy pocas; me sobra, pues, con mis honorarios.
—¿Cuánto le han ofrecido á V.?
—Ocho mil reales.
—¡Es bien poco! dijo Elena; se dan doce mil, y á mí me parece escaso ese sueldo.
—Esos honorarios se suelen dar á las institutrices extranjeras.
—¿Y V. no lo es? Aunque ha nacido en España, su educacion es más bien inglesa que otra cosa.
— Sin duda, pero he nacido en España; en fin, señora, yo estoy así muy contenta; nada más deseo.
—Sea como V. quiera; pero yo lo siento..... por lo pronto me hará V. el favor de ir á casa de mi modista y de encargarle media docena de trajes para la niña.
—¿No me permitirá V. que arregle tantos como hay en casa?
—¿Para qué? Que se los hagan nuevos todos.
—¿ Y los que hay allí?
—Usted conocerá alguna niña pobre á quien darlos.
—Se pueden dar cuando estén más usadas ya; ahora es lástima.