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Dos amigas cotillean en el patio de un vecindario, Mencionan a la pasada a Humberto, "el cursi", que vive unos pisos más arriba. A partir de las relaciones de ese muchacho, curtido desde su infancia en diferentes conflictos y sinsabores, asistimos a una versión "a la Sinués" del positivismo social que cundía en la novela naturalista de aquellos años. Una herencia trágica está ambientada, como acaso ninguna otra de las novelas de la autora, en un barrio popular. Y expresa su preocupación por lo que ella consideraba falta de cultura y religiosidad en las clases bajas.
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Seitenzahl: 357
Veröffentlichungsjahr: 2021
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María del Pilar Sinués
NARRACION ESCRITA
Saga
Una herencia trágica
Copyright © 1882, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726882483
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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El patio de una casa de vecindad.
— Te digo que el dia ménos pensado me tiro por el viaduto.
— ¡Calla, calla! no digas disparates: aun no ha vuelto nadie del otro mundo á contarnos lo que allí pasa.
— No será muy malo cuando no vuelven: y esto está tan rematado, que todos nos queremos ir.
— Yo no: ¿á los veinte años, con un novio al que quiero con el alma, darme la muerte? ¡Disparate seria! aun me queda mucho por ver.
—¡Yo lo doy todo por visto! Cuatro novios llevo yá y todos me han plantao; estoy aquí trabajando como un animal y ganando cuarenta riales: y sobre esto, regañándome siempre, y diciéndome que siso, y que soy holgazana, y que tardo en la compra...
— Cambia de casa.
— ¿Paqué? Todas son peores. Lo dicho, el dia ménos pensado salgo de la vida por el viaduto.
—¡Calla, que está ahí ese caballerete cursi del cuarto cuarto, y nos oye!
— ¿Y á mí qué?
A pesar de esta contestacion despreciativa, la muchacha miró hácia arriba con algun temor: lo mismo ella que su compañera, se hallaban de pié al lado de una fuentecilla que ocupaba el centro del patio; y en tanto que la una llenaba el cántaro, su compañera habia colocado á su lado otro cántaro lleno ya, y desbordándose el agua por la boca que se hallaba resquebrajada y rota.
La tarde estaba oscura y triste: una tarde de Marzo en que llovia y hacia frio: por el pedazo de cielo que dejaban ver las altas paredes del patio, corrian nubes grises rasgadas por ráfagas de luz blanca, como si fueran girones ó pedazos de luna: todo el patio estaba lleno de ventanas que agujereaban las paredes, y en estas ventanas habia tendida ropa de color, lavada, de aspecto súcio y triste aun despues de haber pasado por el agua y el jabon: algunas macetas de barro conteniendo ya una planta de jeráneo marchito, ya un sándalo tísico, ya una frondosa mata de peregil, daban á la perspectiva mayor tristeza, en vez de darle alguna alegría: además de las dos muchachas que se hallaban al lado de la fuente, hablando de la muerte con tanta indiferencia, se veian próximas á las ventanas las cabezas de otras sirvientas, mal peinadas y grasientas, arreglando una un quinqué para encenderle cuando desaparesiese del todo la luz que iba bajando; limpiando otra verduras, remendando aquella una camisa muy vieja, cantando todas, hablándose y departiendo á voces con un ruido infernal.
—Oyes tú, Blasa, dijo una del cuarto tercero, ¿has hablado anoche con Segundo? ya sabes... el cabo: te esperaba á la puerta de la tienda.
— No, respondió la interpelada: llovía y no quise mojarme: le veré mañana cuando vaya á misa: es decir, el rato de la misa lo pasaré hablando con él.
— Mira, lo mismo hago yo; no he pisado una iglesia hace cinco años; cuando llegué á Madrid, como venia con los ojos cerrados, iba á misa; pero ahora digo que recen los curas.
— Que oigan misa los viejos.
— Y los ricos.
— Y las beatas.
Oyóse el ruido de una ventana que se cerraba con estrépito.
— Callaos, nido de grajas, dijo el portero asomándose á la puerta que daba desde su cuchitril al patio: los vecinos cierran por no oiros.
— ¿Qué vecinos, si es el cursi del cuarto cuarto?
— ¿Y no es vecino?
— Es un silbante sin importancia.
— Con más hambre que un menistro.
—¡Qué par, Doña Gregoria y él! Me ha dicho el tendero, es decir el dependiente de la tienda, que ese cursi abatido tiene doce duros de sueldo al mes, y que da seis para pagar á la parroquia el entierro de su abuela, que se ha muerto; con los otros seis le mantiene Doña Gregoria todo el mes.
— ¿Y qué le da de comer?
— Cordilla como al gato.
—¡Pobre jóven! murmuró la portera, que sentada en el oscuro pasadizo que llevaba desde el portal al patio en que estaban las criadas, mecía un niño muy flaco sobre sus rodillas. ¡Pobrecito! la verdad es que no hay muchos tan buenos como él! ¡Cumplir tan religiosamente con la memoria de su abuela! otro dejaria renegar al cura, y haria bien. ¡Los curas! ¿Hay algo tan egoista y tan malo como los curas? Hace seis años que no piso la iglesia, ni quiero.
— Lo mismo hago yo, gritó una de las criadas: que recen los ricos, que para eso lo son.
Esta profunda indiferencia religiosa, esta falta de fé, que como una anemia mortal devora al pueblo de Madrid, no tiene ninguna compensacion, y su amargura es cada dia mayor y más acerba: las clases acomodadas, mejor dicho las clases opulentas, hacen algo por el pueblo, pero lo hacen muy mal; sin cuidarse de educarle, pretenden moralizarlo, no por el ejemplo, sino por el precepto descarnado y frio; esto es inútil: la persuasion es la única cosa que podria contener los estragos de un mal cuyos efectos son más funestos cada dia: el robo, el asesinato, el suicidio, repetido con una frecuencia espantosa, son los productos de esa absoluta falta de fé, de esa tísis del alma, que es la enfermedad endémica de nuestro siglo.
El ejemplo de la virtud, del sufrimiento, de la mansedumbre; la enseñanza de los preceptos divinos, llevada á cabo con altura de pensamiento; la caridad, ejercida con nobleza y generoso empeño; la vista del dolor, soportado con firmeza; la dulce elocuencia del lenguaje; la educacion administrada en pequeñas dósis, con paciencia, con esa gracia ingeniosa que sale del alma, salvarian al pueblo de las cadenas con que le sujetan su indolencia nativa, su sensualismo brutal, su colérica envidia de los ricos, de los dichosos de la tierra, como ellos les llaman.
Hacer á los pueblos libres por la cultura, esto es lo que mereceria ser el bello ideal de la humanidad, y todos deberiamos contribuir á este fin en la medida de nuestras fuerzas.
La limosna desdeñosa, y á la vez la ostentacion de un fausto insolente, subleva á los pobres desheredados, sin que piensen ¡ay! en que el dolor es hijo de la tierra, y en que vive en todas partes, eligiendo con preferencia los dorados salones y los dormitorios tapizados de seda.
— Señora Basilia, ¿es verdad que han venido ayer dos inquilinos nuevos á la casa? preguntó á la portera una criada desde una ventana del piso segundo, mientras limpiaba en el antepecho un viejo quinqué de zinc oscuro.
— Eso creia yo, respondió Basilia: pero solo ha venido uno: el del segundo: un militar con su mujer. Una señora que debia ocupar el principal, se arrepintió, y dijo que era muy feo: de modo que ha perdido la señal que dió al casero: cuatro duros.
— Será rica, observó Blasa, la que estaba aun despues de lleno el cántaro, de pié al lado de la fuente.
— ¿Rica? repuso la portera: maldita la traza que tiene de eso: es una mujer llena de belenes á no dudar, y mas loca que un cigarron.
— ¿La conoce Vd.?
— Con verla basta; alta y delgada como un palo, con el pelo pintado de rubio, los ojos grandes y la boca más: riéndose hasta enseñar las muelas y los colmillos, por que sabe que tiene bonita la dentadura, vestida como una cómica, y pintada como una mujer de vida alegre. Al casero le dijo que era viuda, pero yo creo que estará separada de su marido.
— Lo mismo da.
— ¿Quién lo ha dicho? el enviudar es una desgracia, observó la criada del quinqué.
— O una dicha, murmuró Basilia mirando tristemente á su pequeño, que se adormecia en su falda.
— El estar separada de su marido es una afrenta.
—¡Cá, mujer! mi señorita lo está, y es un angel que vive sola metida en su casa, y sin lios de ninguna clase.
—Pues la mujer esa que iba á venir, debe ser liosa como nadie; antes de dejarla, ha de haberle dado el marido muchas tundas: y todo lo que habla es con una suavidad, y una voz tan dulce, que por fuerza es fingida!
En el discurso de esta conversacion, el jóven del cuarto piso, el cursi abatido, como decian las criadas, se habia asomado á medias, y dejaba ver una frente lisa y morena, dos negras y finas cejas, y dos hermosos y grandes ojos negros, muy elocuentes y muy tristes.
— Pues las inquilinas del cuarto tercero, segun los muebles que trageron, cuando se mudaron hace algunos meses, deben estar más pobres que las ratas, observó la mujer de un pintor de coches asomándose á una ventana del cuarto bajo, que debia tener cuando más abundante estuviera de luz, la del crepúsculo de una tarde nublada. ¡Qué sillas! ¡qué mesas! ¡qué menage!
— Son dos mujeres: una madre enferma y una hija muy bonita, con una cara que parece una vírgen, y que se diria está hecha de rosa y marfil: y tiene un nombre muy lindo: se llama Rosalía la niña, y contará diez y seis años: la madre aun es jóven, pero está muy enferma, tullida y con calentura contínua: pronto se morirá; solo tiene para vivir una viudedad de seis reales con descuento: total cinco reales diarios: cose para fuera y hace flores de tela: la niña tiene máquina, y gracias, porque con la aguja solo se moriria de hambre: ¡qué indino mundo este, y cuánta desgracia hay en él!
Calló la buena mujer, fatigada de la larga informacion que acerca de las damas del cuarto tercero habia dado á la vecindad, y el silencio se restableció por algunos instantes.
— Si hay desdichados, dijo la fatigada voz de la portera, hay felices tambien, y sino quereis creerme, mirad á la casa de enfrente.
—¡Toma! ¿á la del Marqués?
— Precisamente.
— Para esos es la vida, ¡ya lo sabemos! pero ya lo pagarán, y pronto.
— ¿En el otro mundo?
— En este: cuando vengan los nuestros, no se saldrán con tan poca cosa como antes: les hemos de saquear y quemar las casas: así lo dice mi novio, y con él todos sus amigos republicanos.
—¡Calla, mujer, calla! ¡si los cantonales fueron mas brutos! ¡antes pide todo el mundo la Inquisicion, que sufrirlos á ellos!
— Es que ahora han aprendido ya: y cuando vuelvan, ese Marqués y otros se quedarán, no solo sin palacios y sin riquezas, si no tambien sin otra cosa más importante.
— ¿Pues qué más han de hacer que dejarles en la calle?
—Lo que debian haber hecho antes: cortarles la cabeza, como dice que hicieron en Francia en otro tiempo.
En aquel instante entró un mozo de cuadra en mangas de camisa, y con los brazos al aire; traia en la mano un cubo grande.
— Portera, dijo, con permiso, voy á tomar un cubo de agua, porque la fuente de casa se ha descompuesto, y no queremos decir nada al señor Marqués: ya hemos llamado al fontanero, pero estoy limpiando un coche, y me he tomado la libertad...
— Bien, bien, es Vd. muy dueño, repuso la portera; ¿y á dónde se va esta noche?
—¡A mil partes distintas! ¡ese demonio de hombre nos mata! á comer á Fornos, luego al teatro, y luego á buscar á la bailarina para llevarla á cenar hasta el amanecer.
— ¿Y cuándo duerme el Marqués?
— No lo sé: pasa sin dormir, y si lo hace es de dia; tan delgado como le ven Vds., es de hierro: no come, pero lo que hace en grande es beber y fumar tabacos de lo mejor que la Habana nos envía, que es lo mejor del mundo: hoy se quejaba segun me ha dicho el ayuda de cámara.
—¡Así reviente! dijo la mujer del pintor, que era agria como un limon verde: ¡así reviente el bribon, vicioso y carcoma!
—¡No, no! que viva, repuso el lacayo: que viva para tener á su costa buena mesa y fumar excelentes tabacos: no nos conviene que se mueran los ricos, si no exprimir de ellos todo el jugo posible: cegada la mina, no hay mas plata. Muerta la gallina, se acabaron los huevos de oro: diez personas lo pasamos á cuerpo de rey, segun se dice vulgarmente, con el dinero del Marqués de Medina: si él se muere, se nos acaba todo; con que así que viva, y que tenga vicios y enfermedades é inapetencia: cuanto mas tenga de todo eso, mejor, ménos se cuida de nosotros y de lo que hacemos; con que buenas tardes, que ya he llenado el cubo y me esperan para comer: adios, señoras, soy vuestro servidor; y tantas gracias, portera, por la complacencia de dejarme coger el agua.
Humberto.
Un aposentillo estrecho, frio, abohardillado: un catre de tijera con un colchon muy delgado, unas sábanas de algodon, una manta de Palencia y un cobertor de indiana; al lado de esta cama, una mesa de pino pintada de verde, y tan vieja, que la pintura se ha ido cayendo por todas partes: sobre la mesa dos ó tres novelas de Ponson du Terraill y de Paul Feval, rotas ya en fuerza de leerlas, y sentado en la única silla, colocada al lado de la ventana, el habitante del cuarto.
En un rincon un baul viejo, roto, y sin cerradura, y al lado un aguamanil con una jofaina y un jarro de estaño.
La tarde caia: una tarde de Marzo lluviosa y helada, como si fuera de Enero: en todas las ventanas que agujereaban las paredes del patio, se iban encendiendo resplandores internos, que las hacian asemejarse á ojos gigantescos.
El cursi, como le llamaban las vecinas del patio, estaba inmóvil, mirando hacia abajo, desde aquella altura de cuatro pisos: el semblante de aquel jóven le servia de salvo conducto, por la gracia, la belleza y el encanto que reunia, y que anunciaban un carácter sufrido, leal y apasionado.
Se llamaba Humberto, y este nombre del patron de los cazadores parecia un contrasentido tratándose de una naturaleza delicada y sensual, como parecia ser la del que le llevaba.
Era de mediana estatura, y de formas desarrolladas, aunque sin ninguna obesidad: antes bien se advertia en el una carencia de carnes extraña en sus años, y que era debida á su constitucion nerviosa hasta el exceso: sus ojos oscuros, grandes y rasgados, no eran negros, sino que participaban del castaño y del naranja, por tener el fondo de este último color: tales ojos eran una prueba elocuente y casi terrible de que las pasiones que dormian en el alma de aquel jóven, debian un dia ú otro estallar de una manera violenta: dos filas de pestañas negras y sedosas templaban el brillo deslumbrador de la mirada, y la envolvian en un velo de ternura y de sensibilidad.
Si adornamos estos ojos con unas cejas finas y sedosas del más hermoso negro; si guarnecemos la frente con algunos bucles de cabellos descuidados y negros como el ébano; si añadimos á estos detalles una nariz delgada en su arranque, pero dilatada despues en la parte inferior por el hálito de las pasiones que fermentaban en el fondo de su alma, tendremos una idea de Humberto Padilla, que era ni más ni ménos que uno de tantos jóvenes cuya historia durante sus primeros años yace en la oscuridad.
Un aire de indolencia y de cansancio, parecia abrumar su bonita figura, tan bonita y elegante que hacia olvidar su pobre y estrambótico traje, compuesto invariablemente de un pantalon negro, muy estrecho y muy corto, tan usado que enseñaba la trama: una levita más larga de lo regular, negra tambien; una camisa de anticuada hechura, casi siempre sin planchar, por que la escasez de sus recursos no le permitia pagar á la planchadora.
Su sombrero estaba lleno de abolladuras: por una de las mangas de su levita, y hácia la parte del codo, se veia un poco de la camisa: su corbata negra, parecia parda, y estaba en fuerza del uso, estrecha como una cinta: sus botas de becerro grueso se hallaban en muy mal estado: algunas veces llevaba una de las dos sin tacon, lo que le obligaba á cojear un poco.
¿No habeis visto pasar alguna vez á vuestro lado á un jóven semejante al que os he descrito? Sin duda que sí, y seguramente os habeis dicho como yo, que es muy triste consorcio el que hace la extrema miseria con la bella y florida juventud.
Esos pobres séres que vemos inquietos, pálidos, ojerosos, que andan por enmedio de la calle para no incomodar á los que van por la acera, son generalmente simpáticos, y tienen la frente despejada y la mirada leal; la miseria, la cruel miseria, les devora como un cáncer, les envuelve en una atmósfera fatídica, exalta sus pasiones, y les inspira ódio y desconfianza de toda la humanidad.
El cursi, como le llamaban las criadas de la casa en que habitaba, iba muchas veces por la calle con paso inseguro: era que no se habia desayunado al ir al Ministerio; otros dias tomaba un poco de té con un pedazo de pan que mojaba en él, despues de endulzarlo con un poco de azúcar de color de tierra: ese era su único alimento, hasta las cinco de la tarde en que Doña Gregoria le daba una menguada racion de patatas con un poco de carne y un gran hueso: el pobre jóven comia la mitad de lo que necesitaba; es decir, lo exactamente preciso para no morir de hambre.
Descorramos ante el lector el velo de esta triste existencia, copia de tantas otras.
Habia perdido á su madre estando aún en la cuna, víctima de una catástrofe misteriosa: aún no contaba un año cuando murió: cuatro despues, perdió á su padre, minado, segun habia oido decir, por una incurable melancolía; ambos vivian con su abuela paterna, que disfrutaba una viudedad modesta, como son todas las viudedades: á lo que poseia su abuela, su padre añadia cada mes una cantidad producto de los pequeños negocios en que se ocupaba, y lo pasaban con cierta holgura.
Su padre murió, y Humberto quedó niño y encomendado á los cuidados de la anciana que, achacosa, agobiada con el dolor de la pérdida de su hijo y de carácter indolente, no se cuidó del porvenir de su nieto, limitándose á mantenerlo hasta que tuvo diez y ocho años, y sin pensar, por la debilidad de su cerebro y por la escasez de sus medios, en darle carrera alguna. A la muerte de la anciana, caducó la pension, y Humberto se halló sin un cuarto, y sin saber cómo ganarlo.
Era un muchacho de buen corazon, pero de carácter débil y á la vez orgulloso: antes que doblegarse á pedir trabajo, antes que acomodarse á una situacion humilde, queria morirse: solo sabia leer, y poseia una forma de letra muy bonita: la vecina que le recibió en su casa á la muerte de su abuela, en calidad de huesped, le decia muchas veces:
—¿Por qué no va Vd. á los procuradores, á que le den pliegos para copiar?
—Porque no conozco á ninguno, respondió Humberto de mal humor.
— Pues cuando haya hablado á alguno, le conocerá.
Un silencio absoluto contestaba á esta observacion, que no por ser muy vulgar, dejaba de ser lógica.
— He oido que tambien las empresas de los teatros ocupan á personas que tengan buena letra: proseguia Doña Gregoria.
— Tampoco conozco á ninguna.
— Pero hombre de Dios, ¿van á venirle á ver á Vd. á su casa? ¿ó espera Vd. á que le caiga del cielo el maná?
—¡Déjeme Vd. en paz, Doña Gregoria! respondia Humberto exasperado.
Doña Gregoria era entonces una vecina que, como ya queda dicho, á la muerte de su abuela lo habia acogido en su casa, compadecida de la soledad en que quedaba: cuando niño era tan gentil y gracioso, que le adoraba, como todos los vecinos: pero pasados los primeros quince dias de la muerte de la anciana y al ver que Humberto se pasaba el tiempo tendido en la cama, callado y sombrío, pero impasible é inerte ante su fatal destino, empezó á perder la paciencia, y á enfadarse de aquella indolencia incurable é irritante para su carácter activo y vivaz.
Una mañana vagaba Humberto melancólicamente por la Puerta del Sol, cuando se halló detenido por una figura que se le puso delante; alzó la vista, que llevaba dirigida hácia el suelo, y vió á una persona que le era conocida, pero cuyo nombre no recordaba.
— Soy Enrique Rodas... ¿no te acuerdas? el amigo de tu padre: he estado en Cuba algunos años, y allí me cayó la lotería: y tú ¿qué haces? nada te has desfigurado: te pareces á tu pobre madre... ¿en qué te ocupas? ¿quieres algo de mí?
El que así hablaba era un hombre de treinta y ocho á cuarenta años, de bella y simpática figura: su mirada era leal y franca, y su aspecto, el de una persona de buena sociedad.
— Ahora es cuando le reconozco á Vd., dijo Humberto: le ví la última vez en casa de mi abuela; pero hace ya mucho tiempo.
— Mucho en efecto... pero ahora ¿qué te haces?
— Nada: y por cierto que desearia hacer algo, porque sino, no sé qué será de mí.
— Yo no puedo gran cosa, observó Enrique Rodas: mas para conseguirte un pequeño empleo, tendré quizá influencia con un pariente mio, director en un Ministerio: ¿te conviene?
— Aunque solo sea una peseta diaria.
—¡Pobre muchacho! hijo de un padre tan distinguido, y que tan claro talento tenia... Vamos adios, que tengo prisa: pasado mañana, vente á almorzar conmigo á la calle de Carretas, 23, segundo: allí vivo: te espero á las doce, y ya podré decirte algo, porque hoy mismo en el Círculo hablaré de tí á mi primo el del Ministerio: no faltes pasado mañana.
Quince dias despues de quel en que almorzó Humberto con Enrique Rodas, le habia conseguido éste un destino muy modesto en el Tribual de Cuentas: el sueldo que debia percibir Humberto Padilla, como escribiente, era de tres mil reales al año; de modo que tenia que vivir, pagar casa, vestir, calzar y solventar las deudas de la enfermedad y entierro de su abuela, con unos doce duros y medio cada mes, lo cual no es empresa fácil en Madrid.
Como sucede generalmente en casos análogos, solo debió á su empleo el estar ocupado seis horas cada dia, y perder por completo la libertad que antes podia emplear en pasearse por los campos, admirando la naturaleza, lo que en honor de la verdad debemos decir que le era en extremo agradable y que le hacia olvidar todas sus angustias, pasadas, presentes y venideras.
Poco á poco la pena que sintió en los primeros dias de oficina, y que se parecia bastante á la de un pájaro que despues de volar por los espacios se ve encerrado en una jaula de alambres, se disminuyó, ó por mejor decir se convirtió en una profunda apatía, llena de tristeza y de indiferencia.—No pudiendo librar su cuello del yugo, le dobló todo lo posible para que le lastimase ménos: iba á su oficina, copiaba los documentos que le daban con su bella letra, tan clara como si fuese litografiada, y despues inclinaba la cabeza sobre el pecho, quedando sumergido como en una soñolencia profunda y dolorosa, producto de su amargo aburrimiento, de su cansancio moral, y de la debilidad de su estómago.
Y sin embargo, Humberto no estaba descontento de su suerte, jamás se quejaba de ella ni soñaba con otra mejor, ni sabia que la hubiera: desde niño se habia criado en la escasez: habia muchos manjares de los mas usuales que Humberto no habia probado jamás: su postracion moral era efecto del cansancio de su alma, que no podia volar por el mundo del pensamiento, y que se hallaba oprimida en su inerte existencia.
Nada de uraño, ni aun de desagradable habia en el aspecto de este jóven, cuya figura delicada y distinguida reflejaba la pasion, y sobre todo, una gran necesidad de querer y de ser querido.
Algunos dias, no bien se habia levantado entraba Doña Gregoria en su cuarto, y le decia duramente.
— Hoy no tengo un céntimo.
— Lo siento, contestaba invariablemente Humberto.
—¡Más lo siento yo!
— Y á mí me apena por Vd. la escasez de dinero.
—¡Gracias! sepa Vd. que hoy tiene que irse á la oficina en ayunas.
— No importa.
— ¿Que no importa?
— Nada: yo puedo pasarme dos dias sin comer, sin incomodidad alguna.
—¡ Yo creo, D. Humberto, que Vd. tiene por sangre agua de limon!
Una centella de fuego alumbraba un instante los oscuros ojos del escribiente: pero pasaba pronto, y preguntaba:
— ¿Y qué he de hacer?
—¡Nada! esperar que le caiga el maná del cielo.
—¡Vamos mi buena Doña Gregoria, dígame usted si yo puedo hacer algo para mejorar nuestra situacion; porque si yo tengo, á Vd. no ha de faltarle nada nunca!
— Pues lo que ha de hacer Vd. es no dar tanto dinero al mes al mayordomo de la parroquia.
— ¿Le doy mucho? preguntaba Humberto con una triste sonrisa.
—¡Casi nada! ¡seis duros cada mes!
— Media onza era lo estipulado, estoy pagando el entierro de mi pobre abuela: ya lo sabe usted.
—¡Demasiado que lo sé: y sé tambien que se queda Vd. cada mes para comer y vestir seis duros y medio!
—¡Paciencia!
— ¿Pero hombre no va Vd. nunca al teatro? ¿no pisa Vd. el café?
—¡Nunca!
— ¿Y no lo echa de ménos?
— Bastante: no crea Vd. que no me gustan esas cosas: me gustan tanto, que para luego no echarlas de ménos, me niego á ir con mi amigo Rodas cuando quiere llevarme.
— Ese sí que es buen amigo de Vd.; si no fuera porque le lleva á comer algunas veces, su estómago de Vd. andaría peor; y además ahora le va á regalar un traje: me lo ha dicho.
— No quisiera yo que hiciera tanto por mí, observó Humberto tristemente: es demasiado, porque él segun me ha dicho no tiene gran cosa, y además, está enfermo: ha traido de Cuba una grave afeccion al hígado...
— Y aquí parece que lleva una vida bastante mala: me lo ha dicho su oriado... amoríos, juego, cenas con malas compañías...
— ¿Y qué ha de hacer? ¡dichoso el que puede! cuanto yo tenga dinero...
—¡Será Vd. un pazguato como ahora!
—¡Veremos! murmuró Humberto con una sonrisita cargada de promesas viciosas; hasta la tarde, Doña Gregoria.
— ¿Se va Vd. en ayunas?
— No hay otro remedio.
—¡Pobre muchacho!
— No tenga Vd. pena: ya he fumado casi una cajilla de cigarros; si le llevan café á Rodas á la oficina, me dará.
— Váyase Vd. á comer hoy con él, y comerá bien, ya que no ha almorzado.
— Hoy ménos que ningun dia; comeria demasiado, y adivinaria que estamos sin un cuarto!
Humberto salió tarareando una cancion; pero su paso era vacilante; su frente ardia; sus labios chupaban convulsivamente un cigarrillo de papel de la peor calidad; una angustia dolorosa le oprimia el pecho: desde las cinco de la tarde del dia anterior no habia comido nada, y aun aquella última comida habia sido bien escasa, porque nunca la habia hallado su paladar tan detestable: hacia veinticuatro horas que casi no habia entrado nada en aquel estómago, débil y desfallecido por largas y dolorosas privaciones: hasta llegar á la oficina, creyó que se caia varias veces, porque su cabeza se desvanecia, y de cuando en cuando pasaba una nube por sus ojos.
Rosalía.
En la tarde en que da principio esta historia y en tanto que las vecinas del patio y criadas de la casa en que vivia charlaban como una nidada de grajas, segun decia el portero, Humberto, sentado al lado de la ventana de su cuarto que daba al mismo patio, las escuchaba sin oirlas, porque su imaginacion se hallaba hondamente preocupada.
Seguia con los ojos las ráfagas de nubes que cruzaban el cielo tempestuoso de aquella fria y desapacible tarde, y en sus facciones se pintaba un doloroso desaliento, una fatiga moral abrumadora, y un profundo fastidio.
La puerta se abrió con ruido, y Rodas entró en la estancia.
— Van á traerte un traje, dijo tomando una silla y sin mirar al jóven: un pantalon y una levita: te vestirás, y nos iremos á paseo y al teatro.
— Estoy malo, repuso Humberto: déjeme Vd. de trajes nuevos, Rodas.
—¡Pues vas bonito con ese!
—¡Paciencia! este tiempo traerá otro.
— Vamos, no seas niño; aún tengo algunos miles de duros de los que traje de Cuba: de aquel hermoso país tan calumniado y tan generoso, todos traemos algo aunque todos vayamos sin nada; Cuba tiene entrañas de madre para los peninsulares, pero no halla gratitud en los que ampara y proteje: lo que hacemos es venir á tirar aquí lo que allí nos dan: anda, anda, da unos paseos por este chiribitil, que te vas á tullir.
Humberto obedeció maquinalmente, mas para que le dejase en paz su importuno amigo, que para complacerle: este se puso á tararear una cancion flamenca, de esas que se oyen al pasar por determinados cafés de Madrid.
De repente Humberto se detuvo; miró á la persona que se hallaba con él, y le dijo:
— Haga Vd. pronto algo por mí para que pueda casarme.
—¡Casarte! ¿estás loco? exclamó Rodas dando un salto hácia atrás, pues se hallaba de pié al lado de la ventana: ¿tienes novia? ¿á tu edad?
— ¿Pues á qué edad se tiene? dijo sonriendo el jóven.
— Es verdad: con mas años no tendrias novia, ni pensarias en casarte; ¿y quién es ella?
— Una muchacha preciosa!... vecina mia... se llama Rosalía.
—¡Bonito nombre!
— Y acorde con su belleza: es un angel... ¡mírela Vd., Rodas!
— No veo más que una masa de cabellos castaños enrollados cerca de un cuello muy blanco, dijo Rodas mirando á la ventana que le señalaba Humberto, y que daba frente á la que ellos ocupaban, aunque estaba situada un piso mas abajo: y despues de un segundo de contemplacion, añadió:
—¡Pero calla! ¿hace flores?
— Si por cierto: no tiene padre; su madre cobra una viudedad corta, y ella gana lo que puede haciendo flores artificiales, y cosiendo á la máquina.
— ¿Y cuántos años tiene?
— Diez y seis.
— ¿De modo que así que puedas, te casas con ella?
— Así que Vd. me busque algunas copias, algun quehacer para los ratos que me deja libre la oficina, y con el que pueda ganar más dinero.
— Pues si hasta entonces no te has de casar...
— ¿Qué?
—¡Que morirás soltero!
En aquel instante la ventana se abrió de par en par, y una linda jóven apareció, como en un marco oscuro una risueña figura.
Era de talla bastante elevada, y de formas aunque bellas y torneadas, esbeltas y delicadamente modeladas: su rostro, delgado, era pálido y estaba alumbrado por dos ojos oscuros de cándido mirar; la nariz era perfecta, y con esas líneas cuya pureza indica que la inteligencia está poco desarrollada, pues no hay signo más cierto de la falta de talento y de ima gnacion que una nariz griega: al ver á Humberto le saludó con una dulce sonrisa; pero columbrando despues en el fondo de la estancia la figura de otro hombre, se puso colorada, bajó la vista y se sentó de nuevo al lado de la ventana.
En la penumbra de la habitacion se veia un sillon oscuro, y recostada en él una señora aun jóven, vestida de negro; delante de la jóven habia un velador, y en él esparcidas flores á medio hacer, modelos de yerbas naturales colocadas en un vaso de agua, un tarrito con goma y pinceles de distintos tamaños, así como tijeras, pinzas, alambres, cajas de semillas, pedazos de telas de colores vivos, y los mil útiles, en fin, propios de la graciosa labor en que se ocupaba.
— Con que esa es Rosalía, dijo el zumbon de Rodas mirando á la muchacha con unos quevedos que se habia montado en la nariz: ¡vamos, vamos, mi enhorabuena por el noviazgo!
— Le gusta á Vd., ¿verdad?
—¡Ni pizca!
—¡Como! ¿no le gusta á Vd. Rosalía?
—¡Nada!
—¡Pues bien bonita es! dijo Humberto picado.
— No lo niego: pero no me gusta; es vulgar, y tiene cara de tonta: ademas la moda de la hermosura perfecta pasó.
— ¿Está de moda la fealdad? interrogó el jóven con alguna ironía.
— Sí por cierto: el otro dia, hablando un revistero de mucho talento de una actriz de moda, decia en su periódico.
— „ ¡Es una fea adorable!„—y tenia razon; conozco yo una mujer, que segun las reglas de la estética nada vale, y sin embargo...
Una cosa como una nube oscura pasó por la frente de aquel hombre tan ligero y tan frívolo: en vano Humberto esperó á que terminase su pensamiento: porque despues de un breve silencio pasó una mano por su frente contraida, y dijo:
— Dejemos esto; tu Rosalía tiene una cara que no dice nada, á pesar de ser bonita: con esa mujer te moririas de fastidio: si vivo aun algunos años, que no lo espero, yo te iré iluminando acerca del amor; es un asunto en el cual todos van á ciegas, y tú el primero: llamais amor á todo, y el amor es escaso: el amor es el que me devora el corazon como un fuego inestinguible por esa infernal criatura, á la que debia matar por lástima de la humanidad...
Rodas sacudió convulsivamente la silla en que se apoyaba y Humberto le miró atónito: pero al ver la expresion extraviada y casi terrible de su rostro, se acercó á él, y le dijo dulce y tiernamente:
—¡Cálmese Vd., querido amigo! se va á poner enfermo...
— Lo estoy mucho... y solo por ella... por olvidarla... ¡Oh! si no la hubiera hallado en mi camino, no seria tan infeliz!
— Pero quién es ella...
— ¿Qué se yo? ¿ni quién lo sabe? ¡Carlota! no te puedo decir más... colette, como la llamaban en París... Dios poderoso... ¡ella es!...
Estas últimas palabras salieron del pecho de Enrique Rodas, con la entonacion de un grito ronco y sofocado; Humberto le miró lleno de asombro: le vió asido convulsivamente con las dos manos al antepecho de la ventana, y mirando á través de otra estrecha ventana que daba luz á la escalera: en la escalera misma se veia á la portera, y el perfil incorrecto y gracioso de una mujer, que desde luego se conocia se separaba mucho de la vulgaridad de su sexo.
Una masa de cabellos rubios, batidos y empolvados, se enroscaba cerca de la nuca, atravesada por una larga aguja de azabache en forma de puñal: un velo de tul liso la servía de mantilla, y dejaba perfectamente descubiertos los bandós de las sienes y el cortado cerquillo que guarnecia y casi cubria su nacarada frente: lo que se veia del busto estaba ataviado con un ajustado traje de seda negra usado, pero rico y admirablemente confeccionado: una gola blanca, muy alta por detrás, guarnecia el escote cuadrado del vestido, y una cinta de terciopelo que rodeaba su garganta, sostenia un medallon de oro de forma alargada.
No era alta la estatura de aquella mujer, si no que á juzgar por la elevacion de la ventana, y por lo que de su busto se veia, debia adolecer del extremo contrario, como las heroinas de las novelas de Balzac: sucuerpo, esbelto, era delgado pero de contornos sensuales y torneados: en el momento en que la miraban Rodas y Humberto, aquel con una expresion apasionada y feroz, y este con una ardiente curiosidad, volvió ella la cabeza y pudieron los dos hombres sentir el choque de su mirada azul, á un tiempo oscura y luminosa.
¿Vió ella á Rodas? ¿le conocia? nada sabemos; su dulce semblante se iluminó con una leve sonrisa, y entornó sus anchos párpados, como una gatita golosa y juguetona, que ve un rayo de sol, y se prepara á ir á tenderse en él.
En aquel momento, Rosalía, dejando la flor que tenia en la mano, y el asiento que ocupaba, se acercó á la ventana de su habitacion: el leve rumor de las voces de la portera y de la desconocida llegó hasta ella, y fijó los ojos en aquellas dos personas que hablaban en la escalera.
Conoció sin duda á la segunda, porque gritó con acento animado y alegre:
—¡Doña Carlota! ¡Señorita Carlota!
La interpelada volvió los ojos: mucho robaba el prosáico don que se añadia á su nombre del encanto que la cercaba como una nube invisible; miró á la ventana, y pareció buscar á la que la nombraba, con una especie de angustia y de ansiedad.
— Soy yo, Doña Carlota! soy Rosalía!
— Ah, señorita! ¿vive Vd. aquí? preguntó Carlota con dulzura.
— Sí, señora: ¿quiere Vd. entrar?
— Con mucho gusto: voy enseguida.
Dichas estas palabras, Carlota se volvió: dijo aún algunas palabras á la portera, y desapareció de la vista de Humberto y de Rodas.
Oyóse abrir la puerta del cuarto que con su madre ocupaba Rosalía, y despues la voz de ésta que decia:
—¡Oh señora! cuánto me alegro de ver á usted aquí!
Rodas se separó de la ventana, y dejándose caer en una silla, quedó sumido en una sombría meditacion.
Humberto, apoyado aún en la misma ventana, le miraba asombrado, y sentia que su corazon se oprimia poco á poco.
— ¿De qué conoce tu novia á esa mujer? dijo Rodas alzando la cabeza.
— Lo ignoro, respondió el jóven: yo no sabia que ella la conociese.
— ¿Nunca la has visto en su casa?
— Jamás.
— Si pudiera aprobar el que te casaras á tu edad, dijo Rodas con voz lenta y triste, me dolería mucho tenerte que decir que renunciaras á tu matrimonio con Rosalía: la mujer que conoce á esa esfinge, ni es honrada, ni por lo tanto es digna de tí.
— ¿Pues quién es esa mujer?
— ¿No te he dicho que lo ignoro? ¿y quién lo sabe? ni aunque supiera su historia, te la podría contar.
— ¿Por qué?
— Porque no la entenderías: lo único que puedo decirte, es que debes huir de ella, como de una cosa que puede hacerte mucho daño.
— ¿Qué me quiere Vd. decir?
— Tampoco entenderías lo que te dijera, si tratara de explicarte mi consejo.
— Amigo Rodas, dijo Humberto, algo resentido de las reticencias y reservas de su compañero: no tengo mucho mundo, pero adivino algo del pensamiento de Vd.: á él voy á responder; amo á Rosalía, la amo con toda mi alma, y no tengo peligro en tratar á las más hermosas mujeres del mundo.
— Pues esa que dista mucho de ser hermosa, constituye un peligro viviente.
— ¿Para Vd.? preguntó sonriendo Humberto.
— Y para tí.
— ¿Ha sido amiga de Vd.?
— La he amado con la única pasion de mi vida.
— ¿Y ya no la ama?
— Pensé que no, y al verla, creo que sí.
— Y antes de verla tambien lo pensaba usted, dijo Humberto: cuando apareció en la escalera, me decia que ella era la causa de todos sus males.
— Porque no la veia, y solo en ella pensaba: hoy cesará esta amarga situacion.
— ¿Hoy? ¿vá Vd. á hablarla?
— Como que la esperaré en la puerta de la casa cuando salga de aquí.
— ¿Y si se enfada?
—¡Enfadarse! ¡desgraciadamente ella no se enfada nunca! responde á las injurias con las lágrimas, y á las reconvenciones con las sonrisas: no hay medio de castigarla, porque es débil y dulce, tanto como falsa y pervertida. ¡Oh! ¡si hubiera sido fiera é iracunda, ya no estaría en el mundo de los vivos! ¡pero yo soy un hombre fuerte, y me deshonraría con un crímen así! A las mujeres que merecen la muerte, las quitan de enmedio los hombres débiles, y no los valerosos.
— Hay ocasiones en que merece la muerte una mujer, exclamó Humberto lentamente, y á media voz.
No se sabe si Rodas oyó estas palabras misteriosas: lo positivo es que abrió la puerta, bajó la escalera, y se situó á la puerta de la calle, como un centinela receloso, atento y vengativo.
Historia del pasado.
En una sombría tarde de Diciembre del año 1857 tenia lugar un casamiento en la capilla reservada de la parroquia de San Sebastian de Madrid.
La concurrencia, aunque escasa, era escogida y elegante: se casaba un jóven Oficial de un Ministerio, con una hija de un empleado importante de la misma dependencia; muchacha encantadora, bien educada, y que llevaba el lindo nombre de Leonor.
El novio tenia 12.000 rs. de sueldo anual, y una buena madre que arreglaba muy bien tan modesto haber: el padre de la esposa tenia 30.000, y algunos otros hijos é hijas á quienes dar carrera y casar, respectivamente.
Parecia que el Gobierno era el encargado de proveer á la subsistencia de estas dos familias: el padre del novio habia llegado en la Administracion militar á un grado importante, y habia muerto de Comisario de guerra de primera clase, dejando una corta pension á su viuda, y un hijo bueno, sensible, apasionado, y capaz de los mayores sacrificios por los que amaba.