En la culpa va el castigo - María del Pilar Sinués - E-Book

En la culpa va el castigo E-Book

María del Pilar Sinués

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Beschreibung

Pedro, futuro Marqués de Villalta, decidido a estudiar y convertirse en alguien de provecho para la sociedad (a pesar de la férrea oposición de su padre y su hermano) se casa con Gabriela, una muchacha pobre de carácter angelical. Muchos años después vemos que han tenido una hija, pero esta no ha heredado sus virtudes. Regina, demasiado consentida en su educación, ha terminado por ser orgullosa y tiránica. En la culpa va el castigo es –como anuncia su título– una de las novelas de Sinués en las que se remarca un mensaje moral, en este caso dirigido a recordarle a padres y madres la importancia de poner límites en medio del cariño para que sus hijos crezcan bien.

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2021

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María del Pilar Sinués

En la culpa va el castigo

 

Saga

En la culpa va el castigo

 

Copyright © 1876, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726882124

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I.

SANGRE ILUSTRE Y ALMA NOBLE.

Don Pedro de Villalta era, á principios del año de 1838, uno de los señores más opulentos de las dos Castillas.

La nobleza de su cuna, apoyada en muchos pergaminos, era de las que áun hoy llama la aristocracia rancias, es decir, que tenía el registro de remota antigüedad, tan venerado por nuestros abuelos.

Mas á pesar de pertenecer su familia á la más elevada grandeza del reino, él habia ganado su colosal riqueza paso á paso, gracias al gran poder de su inteligencia y al gran caudal de su actividad.

Era hijo cuarto del duque D... y habia seguido la carrera de la magistratura.

Su familia, y sobre todo su padre, se habian opuesto á que. estudiase como cualquiera jóven de la clase media.

— Pedro, le dijo un dia el Duque: no comprendo qué miras son las tuyas, ni por qué, teniendo bastante para vivir, quieres darme ese disgusto mortal: ¡estudiar tú como un plebeyo! ¡Como el hijo de un pobre artesano! ¿Qué supones adelantar? ¿Qué vas á conseguir?

— Padre mio, respondió el jóven con respeto, pero tambien con la extrema firmeza que formaba la base principal de su carácter: padre, no quiero ser un ocioso ó un ignorante como muchos jóvenes de la grandeza. Dios, al concedernos el favor, que seguramente lo es, de nacer en noble cuna, no me ha exigido que ahogue mi inteligencia en una culpable ociosidad: todo ciudadano tiene el deber de ser útil á su patria; todo hombre el de ser útil á su famila; todo padre el de vigilar y cuidar de la educacion de sus hijos: ¿qué haré por mi patria si no penetro en la senda de la ciencia y del saber humano? ¿Qué haré por mi familia si he consumido toda la savia de mi vida en una inútil y culpable oscuridad? ¿Cómo velaré por mis hijos si me acostumbro á una existencia de afeminacion y de molicie que les ha de ofreoer un pernicioso ejemplo? ¡No, padre mio! ¡Déjame el ejercicio de la inteligencia, déjame que pruebe si tengo algun talento, y déjame que lo haga brillar en ese caso! El hombre ha nacido para el trabajo, y ya con la pluma, con la toga ó con la espada, debe elevar aun más su nombre, por muy elevado que éste sea ya: yo elijo la toga; quiero probar si sé llevarla con dignidad, y si sé cumplir los arduos deberes que impone; si no es así, te asegurȯ que la dejaré, y que no me empeñaré en llevarla indignamente.

— ¿Desistirás entónces de seguir una carrera? preguntó el Duque en cuyos ojos brilló un destello de orgullosa esperanza.

— No, padre mio, respondió Pedro: entónces empuñaré la espada; si es mi mano débil para sostenerla, acudiré á la pluma del escritor; y si áun entónces viese que el cielo me habia negado ese rayo luminoso que se llama genio, y sin el cual ni las obras viven, ni el escritor tiene nombre, aun buscaré otros caminos.

—¿Y cuáles, desgraciado, cuáles? exclamó el Duque que no podia creer en aquella, á su parecer, espantosa obcecacion.

— Los arcanos de la medicina, las carreras facultativas, y recorreré, ántes de darme por vencido, todos los ramos del saber humano: todos aquellos que llevan léjos de la ociosidad, cáncer vergonzoso de las más bellas aspiraciones del hombre.

El jóven hablaba con creciente y generoso entusiasmo; pero su padre le volvió la espalda, y salió de la habitacion poseido á un tiempo de asombro, de indignacion y de dolor.

Pocas horas despues Pedro sostuvo con su hermano mayor una conversacion muy parecida.

El heredero del título y de las riquezas de aquella ilustre y opulenta casa era mucho más orgulloso é intolerante que su padre, pues es cosa sabida y probada por la experiencia que los defectos de los padres crecen en los hijos.

— Hermana mio, dijo á Pedro, suavizando todo lo posible el timbre áspero y altanero de su voz: nuestro padre me ha dicho de tí cosas extrañas; que deseas estudiar y seguir una carrera del mismo modo que si fueras un pobrete.

— Te ha dicho, pues, la verdad, querido Enrique, respondió Pedro con entereza: quiero estudiar y ser algo, porque el título de hombre impone obligaoiones.

— Te impone la de ser honrado, ó más bien la de no hacer ninguna accion que ofenda la nobleza de tu cuna; pero nada tiene que ver nuestra clase con esas utilidades á la sociedad y al país, de que has hablado á nuestro padre, y que, segun se ve, quieres tú prestarles, llevado de las locas utopias proletarias que han seducido tu juventud y tu inexperiencia.

—¡Y qué, hermano mio! exclamó calorosamente el hermano menor, ¿serás tú el defensor de esa hermosa parte de nuestra clase, que pasa su juventud fumando en el fondo de sus gabinetes y consumida por la ociosidad y el tedio? ¿Crees que es la mision del hombre el ver deslizarse su vida entre estúpidos y materiales placeres, refiriendo aventuras galantes y riéndose de los maridos burlados? ¡Pues si esto es así, si tu pensamiento no ha salido del círculo miserable que le trazan las preocupaciones, te compadezco! Yo creo, por el contrario, que el trabajo y el estudio constituyen una gran parte de la felicidad, y no sé por qué mi cuna ilustre ha de condenarme á una inaccion, no ménos vergonzosa que desesperante, para mi carácter activo y entusiasta! ¿Acaso porque es noble mi nombre he de renunciar á darle yo más gloria? ¿Porque soy gran señor he de verme obligado á envidiar al pobre estudiante que se sienta en el aula para explicar su leccion con brillantez, despues de algunas horas de estudio? ¿No me ha dado Dios la voluntad, el libre albedrío y quizás algo de eso que llaman talento, y que, si ocasiona dolores, da tambien al alma supremas alegrías? ¡No, no! ¡Yo quiero ser algo, y lo seré! Te repito á tí las mismas palabras que ya he dicho á nuestro padre.

Tal fué el fin de esta entrevista.

Desde aquel dia cesaron los consejos y las reflexiones del Duque y de su hijo mayor. Pedro estaba tan obstinado, y su carácter estaba dotado de tal firmeza é inflexibilidad para lo que consideraba bueno y justo, que conocieron la inutilidad de insistir.

Siguió, pues, el jóven la carrera del foro, ejerciendo durante muchos años su honrosa profesion; la más severa probidad era el norte de todas sus acciones, y su nombre alcanzó una gloria tan justa como merecida.

Pedro de Villalta salió bien de algunas empresas arriesgadas, en que se habia interesado, y en premio de sus desvelos y de su trabajo llegó á reunir una fortuna de doce millones de reales.

Su familia desapareció de su lado; su padre murió, y sus hermanos se casaron.

Una hermosa mañana de invierno en que paseaba por el bello y poético Retiro, sintió por la primera vez un vacío en su corazon, un malestar inexplicable.

Veia pasar incesantemente á su lado amantes parejas embebecidas en dulces coloquios; delante de él familias cercadas de risueños niños caminaban alegremente; y el radiante sol de aquel dia, y el tibio ambiente que ya empezaban á embalsamar las primeras flores de Febrero, le hicieron suspirar por un amor y una familia nueva.

—¡Soy rico! se decia para sí Pedro de Villalta, en tanto que seguia con lentos pasos una de las hermosas calles del paseo: tengo doce millones de reales; un soberbio palacio, dos carruajes, hermosos caballos y muchos criados; el lujo y la esplendidez me rodean; pero tengo cerca de treinta y tres años, y no he conocido aún el verdadero amor. ¿Será eso lo que falta á mi felicidad? ¿Será eso lo que anhelo con esta sed inextinguible que nada puede apagar?

Los placeres, las diversiones me hastian y me fastidian: el tedio me consume; es, pues, preciso que piense en casarme.

Pedro dió fin aquí á su monólogo mental, y tomó el camino de su casa para reflexionar con más libertad en su proyecto.

Sus meditaciones no hicieron más que afirmarle en su primer pensamiento: la soledad de su palacio le abrumaba; dotado de un alma vehemente y apasionada, necesitaba una afeccion que absorbiese la actividad, la atencion y el tiempo que ántes habia dedicado al estudio y á los negocios.

Su fortuna estaba hecha; sus arcas llenas; pero necesitaba llenar su corazon.

Pedro pensó en quién podria ser la compañera de su vida; mas ninguna de las jóvenes que conocia, y que se hubieran envanecido con su eleccion, le agradaba para hacerla su esposa, ni le inspiraba ese amor profundo y razonado, base indispensable de la felicidad conyugal.

Esta, le parecia llena de vanidad y de caprichos.

Aquella, dominante y egoista.

La otra, falta de corazon y sensibilidad.

Pedro de Villalta era demasiado rico para buscar riqueza, y tenía demasiado talento para contentarse con mujeres vulgares.

Hubiera deseado una jóven pobre, pero dulce, modesta y dotada de buen talento y de sensibilidad.

Aun estaba sumergido en sus reflexiones, cuando recibió un billete del Conde B... uno de sus amigos, concebido en los términos siguientes:

«Mi querido Pedro: Esta noche, á las nueve, iré á buscarte con mi carruaje para que me acompañes á casa de mi tio, el magistrado D. Salvador de Mendoza.

»Sabes que hace mucho tiempo deseaba presentarte á mi tía y á mi prima Gabriela, y he elegido hoy, porque por ser cumpleaños de mi tio, tienen una pequeña reunion de familia.

»Creo, sin vanidad, que pasarás una velada agradable, y bien distinta de las que pasamos ambos aburriéndonos en esas suntuosas soirées, en que todo es mentira y fingido oropel.

»Adios, querido Pedro: hasta las nueve.

»Tuyo de corazon,

»El Conde de B...»

Pedro se alegró de tener un motivo para pasar distraido el resto del dia y una noche que prometia serle muy fastidiosa por la mala disposicion de su humor; comió, se vistió muy sencillamente, y apénas acabada su toilette, entró su amigo.

Era este un jóven de veinte y ocho años, hermoso como Apolo, calavera, alegre y disipado, pero dotado del más bello corazon del mundo.

—¡Ah, qué irresistible estás esta noche! exclamó mirando á Pedro de Villalta. ¡Qué talle! ¡qué cabellos! ¡qué elegancia tan sin pretensiones y de tan buen gusto!

—¿Quieres callar, loco? repuso Pedro, que en pié, delante de un espejo, daba la última mano á sus hermosos cabellos, que formaban gruesos anillos naturales.

—Te digo que estás irresistible; hasta ese aire de altivez, que siempre te estoy reprobando, te sienta hoy maravillosamente.

— Me alegro, pues me aburres con las reconvenciones que me haces acerca de él.

— Es que ya sabes, Pedro, que me intereso por tí, y siento que tu carácter se refleje en tu semblante y en toda tu figura.

—¿Por qué?

— Porque así nadie puede desconocer tu defecto capital.

— ¿Cuál es?

— Una soberbia desmesurada: tienes un carácter de hierro.

—No te lo negaré, tienes razon; pero ¿es esto un defecto capital?

— Sí: á ménos que no halles caractéres muy dulces, tendrás que sufrir mucho; á bien que el principal peligro para tí no ha llegado todavía.

— ¿Cuál?

— El de casarte.

— Pues te equivocas; ha llegado ya.

—¿Cómo?

— Pienso sériamente en casarme.

— ¿De véras?

— De véras.

El Conde quedó pensativo: luégo, acercándose á su amigo, tomó su mano, y le dijo con una gravedad tanto más conmovedora, cuanto más extraña era en él:

— Pedro, te suplico que fijes tu atencion esta noche en mi prima.

—¿ En la señorita Gabriela de Mendoza?

— Sí: es un ángel, y si realmente piensas en casarte, como dices, con nadie podrias ser tan feliz; sólo te advierto una cosa.

—¿Cuál?

— Que es pobre: su padre es segundon y no tiene caudal.

—¡ Bah! ¿y eso qué importa? Yo soy rico para los dos.

El Conde y Pedro salieron de casa de este último, y se dirigieron á casa de Gabriela.

––––––––––

II.

GABRIELA.

Don Salvador de Mendoza—hijo, lo mismo que Pedro, de una ilustre casa,—habia tenido que buscar en la misma carrera, que aquél habia seguido por entusiasmo, un remedio á la pobreza que le amenazaba: siguió con brillantez su carrera de leyes, y siendo ya un abogado de reputacion bien sentada, se casó con una señorita bella y de una familia tan distinguida como la suya.

Dios bendijo su matrimonio y su holgada medianía con cinco hijos todos varones: la madre adoraba en ellos y los cuidaba de tal modo que, á su parecer, les ofendia el aire y la luz: su padre se pasaba jugando con ellos todos los ratos que le dejaba libres el asiduo trabajo á que se consagraba.

Era de verle por las tardes, despues que salia de su despacho, tendido sobre la alfombra y jugando con sus cinco niños, como un niño mayor y más loco que todos: y no pocas veces, al ir á buscarle un cliente ó un amigo, habia repetido las palabras del monarca frances al embajador de una córte poderosa:

— Vuestra señoría es padre, y así me permitirá que dé otra vuelta sirviendo de cabalgadura á mi hijo.

Puede suponerse si los niños adorarian á un padre semejante y si la madre sería dichosa al ver á los seis: mas ¡ay! una fiebre maligna cortó los dias del mayor, y sus hermanos le siguieron al cementerio, inficionados del mismo veneno.

La madre sufrió una enfermedad que la condujo á las puertas del sepulcro: del padre se apoderó una languidez y una tristeza que, durante algunos meses, tomó el aspecto terrible y helado del idiotismo.

Al salir de aquella terrible crísis de su dolor, se hallaron rodeados de la más dolorosa soledad: aquella casa ántes tan alegre, tan animada con las bulliciosas risas, y con los alegres juegos de los niños, se hallaba convertida en una tumba.

Así pasaron tres años: al cabo de este tiempo se anunció otro hijo, que fué esperado con ánsia como el consuelo único de tanto dolor.

Pero en vez de un varon, vino una niña delicada y bonita como una miniatura, y á la que se le puso por nombre Gabriela.

Nada hay comparable á la ternura y al minucioso cuidado con que fué educada por su madre: no tuvo aya, ni otros maestros que un sacerdote ilustrado y amigo de la casa, que la enseñó á leer, á escribir, y cuando llegó el tiempo, la preparó á la primera comunion.

Su madre la enseñó el dibujo y la música, artes ambas que poseia medianamente, y lo bastante para que su hija amenizase algun tanto las veladas domésticas: por lo demas, le bastaba tan mediana instruccion, pues, segun el propósito de sus buenos padres, jamas habia de asistir Gabriela á soirées ó reuniones, diversiones á las que eran muy opuestos, y que sobre los inconvenientes de los grandes gastos, tienen — decian ellos — otros muchos para las jóvenes, y sobre todo para las jóvenes que sólo aspiran á un modesto enlace.

Gabriela creció, pues, en la sencillez, en la modestia y rodeada de buenos y santos ejemplos: su padre era la misma probidad: su madre la misma virtud: no esa virtud ceñuda, austera, descontentadiza, sino la virtud dulce, amable y llena de tolerancia y de bondad.

Hermosa, sencilla, llena de gracias y de encanto, no faltaron seducciones en derredor de Gabriela; pero aquella jóven alma era demasiado delicada, y su sensibilidad demasiado profunda y exquisita para prendarse de cualquiera, para tener coqueterías, ó para dejarse llevar de ilusiones mentidas: por otra parte, sus padres no se decian sino con sumo pesar que llegaría un dia en que Gabriela les abandonasepor un esposo digno de ella: la soledad que volvia á amenazarles les aterraba para los dias de su vejez, que ya no se hallaban muy lejanos.

Lo que más sobresalia en Gabriela era una extrema dulzura de carácter, la que, unida á su exquisita sensibilidad y penetrante talento, hacía de ella un sér angelical y perfecto.

Vemos muchas veces en la vida equivocar la impasibilidad con la mansedumbre: las personas que nada sienten son las que comunmente pasan por bondadosas y sufridas: por el contrario, las naturalezas muy sensibles son desiguales é impetuosas en sus manifestaciones, que siempre siguen el curso de sus pensamientos; perohallar reunidas en una misma persona un gran talento, una imaginacion viva y mucha bondad, prudencia y tolerancia, es tan extraño como digno de admiracion.

Gabriela, dichosa y tranquila al lado de sus padres, nada más deseaba: pocas veces habia pensado en las dulzuras de la vida conyugal: presentáronla, de los diez y seis á los diez y nueve años, algunas proposiciones de matrimonio: vió á los pretendientes, y dijo á sus padres que no le agradaba ninguno de ellos para esposo suyo.

Una vez que su padre la estrechaba algo más que otras para ver si su negativa era falta de reflexion ó aversion decidida al matrimonio, la jóven le dió la más completa y satisfactoria explicacion de sus ideas y sentimientos.

— Padre mio, le dijo, no creas niñerías lo que es efecto de maduras y largas reflexiones; esta jóven cabeza que tanto amas, es ya bastante pensadora: sé que la carrera de la mujer es casarse; pero no me uniré jamas á un hombre á quien no ame con todo mi corazon, á quien no respete profundamente, á quien no estime tanto como le ame y respete: el dia que halle ese hombre en mi camino, le consagraré mi vida y mis pensamientos, sea pobre ó rico, de noble ó de humilde cuna: hasta ahora no le he hallado aún, y creo una baja traicion casarme con el corazon vacío, y no amar al que elija para compañero de toda la vida.

Pocos dias despues de esta conversacion fué cuando tuvo lugar la pequeña fiesta de familia, que sólo en los cumpleaños de su esposa y de su hija daba el honrado y grave magistrado D. Salvador Mendoza, y en la cualfué presentado Pedro de Villalta por su amigo el Conde de B..., sobrino de la madre de Gabriela.

Fuese que Pedro estuviese fuertemente impresionado con las palabras de su amigo, ó bien que su deseo de casarse influyese en la disposicion de su ánimo, ello es que Gabriela subyugó completamente su corazon.

Encontró en ella una jóven que áun no habia cumplido veinte años, hermosa, dulce, dotada de un carácter angelical, de una alma tierna y de una belleza simpática y llena de encantos.

Era una flor suave y perfumada, nacida bajo el abrigo del amor maternal, y que habia crecido en el retiro, sin haber sido azotada jamas por el vendabal de las pasiones.

Figuraos una jóven alta y esbelta, de cabellos dorados, ojos de color de cielo y sonrisa de ángel, y tendréis una idea de Gabriela de Mendoza, aunque sea esta idea bastante imperfecta.

Su traje era de una extremada sencillez: llevaba un vestido de muselina blanca y lisa, sujeto á su delicado talle con un cinturon azul como sus ojos: sus rubios cabellos , ondeados naturalmente, sombreaban graciosa y púdicamente su frente de nácar, y un leve color de rosa animaba sus mejillas, redondas y satinadas con el fresco color de la inocencia, de la juventud y de la plácida alegría que constantemente reinaba en el fondo de su alma.

Cuando se acercó Pedro á su lado, alguna cosa se estremeció en el fondo de su oorazon, que le avisaba haber llegado el instante de amar como sólo debia ella amar una vez durante su vida.

Aquella apacible velada, que se pasó cantando muy medianamente algunas jóvenes amigas de Gabriela, y tocando ésta el piano para que los demas bailasen, pareció muy breve á Pedro de Villalta, acostumbrado á los círculos más aristocráticos de la córte, en los que se aburria de muerte.

Comparaba el semblante de nieve y rosa de Gabriela, su talle de ninfa y la gracia virginal y pudorosa de todos sus movimientos, con las caras arreboladas, los rizos postizos y los oprimidos talles de algunas grandes señoras, que se empeñan en gozar de una eterna juventud, y la sencilla cordialidad que presidia en aquella reunion, á la fatigosa etiqueta de los brillantes saraos.

Fué de los últimos que se retiró, y se despidió con pena de Gabriela y de sus padres, ofreciendo volver á visitarlos.

— ¿ Qué tal te ha parecido mi prima? le preguntó el Conde al llegar á la calle.

— ¡Adorable! ¡mil veces adorable! exclamó Pedro con un entusiasmo que no pudo ahogar el rumor de las ruedas del carruaje.

—Ya lo sabía yo, repuso aquél: si yo no la amase como á una hermana, ya sería mi esposa.

— Pues qué, ¿ella te ama? exclamó Pedro poniéndose pálido.

— No, respondió el Conde tranquilamente: sólo me profesa un cariño fraternal: pero yo hubiera sido capaz de los mayores sacrificios por conquistar su amor: querido Pedro, mi prima es una de esas mujeres-ángeles que tan pocas veces se hallan sobre la tierra: ya que mi destino no ha sido hacerla mia, que sea tu esposa y los dos seréis dichosos.

El silencio reinó entre los dos amigos hasta llegar á casa de Pedro, donde le dejó el Conde, retirándose en seguida á la suya.

Inútil es decir que el hijo menor del Duque D….. no durmió en toda la noche.

Cuando se levantó, su resolucion estaba definitivamente tomada: si Gabriela le amaba, queria casarse con ella.

Volvió á verla, y á la luz del dia le pareció mil veces más bella y más encantadora.

Dos dias despues la habló de su amor, y una deliciosa turbacion le dijo que podia esperar ser dichoso: pasaron algunos dias más, y una noche, al dar el magistrado á su hija el beso de despedida, retuvo entre las suyas las manos de la jóven y le dijo: